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ArribaAbajo Romances del grupo IV

Los años desde 1790 hasta 1798 son los de la magistratura de Meléndez. Terminan con su desgracia, envuelta en la de los demás Ilustrados y del principal entre ellos, Jovellanos. En estos años también se preparan y se publican las dos ediciones de Valladolid, 1797. Los romances cuya composición parece pertenecer a estos años son siete, si incluimos entre ellos la Oda XI de las Filosóficas y sagradas (La tempestad, N.º 434). En conjunto, confirman varias tendencias en la obra de Batilo. Incluso en su versión primitiva, tal como la conocemos, son bastante más extensos (un promedio de 82 versos) que los del primer grupo cronológico (promedio de 50 versos). Todos ellos sufren una ampliación, llegando en la última versión conocida a un promedio de 111 versos, frente a los 54 de los romances del primer grupo. Sólo dos de los siete poemas tratan temas amorosos. Uno más es una obra de circunstancias, sin interés especial, dirigida a la Duquesa de Alba bajo el nombre de Silvia (Romance XII, N.º 217). Los demás tratan de la naturaleza, si bajo esta rúbrica podemos incluir El árbol caído, en que la naturaleza se emplea con fines simbólicos.

El tema del amor es aún menos importante si reconocemos la posibilidad de que ambos romances amorosos, que pertenecen al «ciclo de Rosana», se hayan compuesto con bastante anterioridad. Uno de estos, el Romance XXIII, La zagala pensativa (N.º 228), aparece por primera vez como borrador escrito en el margen del Romance XLVIII, «Donde el celebrado Tormes» (N.º 253), poema del primer grupo cronológico. Aunque el N.º 228 no es refundición del N.º 253, sí trata un tema semejante y aprovecha algunos versos del poema más antiguo. Por ejemplo, en el verso 17 del romance nuevo leemos: «¿Qué niebla a tu luz se opone?» o, en la redacción primitiva (F1), «¿Qué densa nube se opone / a tu luz?». En el romance más antiguo leemos: «¿o qué tristeza / tan torpemente oscurece / tu luz con infame niebla?» (22-24) y «¿Qué densa nube te ofusca?» (53). En el N.º 253, Batilo pregunta a su pastora cuál es la causa de su tristeza. En la versión final del N.º 228, el poeta, sin nombrarse, hace la misma pregunta a su serrana; pero en el borrador quien hace la pregunta se llama Batilo, y la preguntada es Rosana.

A su vez, el Romance XXXVI, El zagal apasionado (N.º 241), tiene relación temática con el Romance LVII, «Ahogado entre mil suspiros» (N.º 262), poema del segundo grupo cronológico (anterior a 1783). También pueden señalarse correspondencias textuales entre los dos romances, y entre el XXXVI y el Romance I, Rosana en los fuegos. Es cierto que en el verso 64 se lee «de mi Clori no se exhale»; pero ya sabemos que el nombre de la amada es uno de los elementos más inestables de la poesía de Meléndez, y nos cuesta poco imaginar una versión primitiva «de Rosana no se exhale».

Pertenezcan o no a los años 90, los dos romances amorosos continúan temas y tipos de imágenes viejos ya en la obra de nuestro poeta. No es este el caso de los romances que tratan de la naturaleza. Uno de ellos, el Romance XXXIV, La tarde (N.º 239), ha sido estudiado por Havard (pp. 119-124).

Se trata de un poema que sigue en la misma línea que el romance La mañana y que es, en efecto, la contrapartida de ese romance anterior. Los dos son poemas descriptivos que dan una visión panorámica, menos estructurada en La tarde que en La mañana, pero en ambos casos iniciada por la descripción de los efectos de la luz y desarrollada luego con cierta tridimensionalidad. Incluso cuando imita versos ajenos insiste Meléndez en la profundidad creada por sucesivos planos de lejanía, según podemos apreciar en una cuarteta de La tarde si la comparamos con la que parece ser su fuente virgiliana:


et iam summa procul villarum culmina fumant,
maioresque cadunt altis de montibus umbrae.


(Ecl. I, 82-83)                



   Lejos las chozas humean;
y los montes más distantes
con las sombras se confunden
que sus altas cimas hacen...


(69-72)                


Tanto en La tarde como en La mañana se trata de una naturaleza que ya no se ve a través del prisma mitológico, a menos que nos fijemos en contadísimas alusiones que aún sobreviven, como la referencia a las alas del viento (239.91). En ambos romances se nos presenta una variedad considerable de imágenes, aunque predominan las visuales. Las de La tarde quizás sean algo menos matizadas que las de La mañana, aunque también las encontramos precisas y dinámicas como esta:


   El verde oscuro del prado,
la niebla que undosa a alzarse
empieza del hondo río,
los árboles de su margen...


(85-88)                


Estos versos, dicho sea de paso, constituyen uno de tantos casos en que Mor de Fuentes, en su edición de 1838, «corrige» estropeando el texto. Por lo visto no le agradaba el adjetivo undosa, sobre todo aplicado a la niebla; y por esto reemplaza los versos 86-87 con «la niebla que en ondas se abre / allá sobre el hondo río». Aparte el efecto discutible de ondas-hondo, se ve que el sentido de los versos ha cambiado: Meléndez no dijo que la niebla se abre, es decir, se disipa, sino al contrario, que se va formando.

Tanto en La tarde como en La mañana el observador de la naturaleza aparece en el poema y nos refiere sus percepciones, el placer que le proporcionan y la conmoción que causan en él, llevándole a expresarse en exclamaciones. Como dice Havard, «the engagement of poet and landscape is thus dependent upon immediate sensory faculties» (p. 122).

Entre los versos que en un romance aparecen como el eco del otro, señalemos los siguientes:




La mañana


Dejad el nido, avecillas


(1)                





La tarde


Del nido al caliente abrigo
vuelan al punto las aves


(53-54)                



    ¡Oh, qué celajes y albores!
¡Qué de ráfagas fulgentes
con sus rayos los alumbran
y de oro los enriquecen!


(13-16)                



    ¡Oh, qué visos! ¡qué colores!
¡qué ráfagas tan brillantes
mis ojos embebecidos
registran de todas partes!


(29-32)                



   mientras que los hondos valles
muy más lobregos se ofrecen,
cual si otra noche en sus sombras
de nuevo los envolviese


(21-24)                


[faltan XY]


   Las sombras que le acompañan
se apoderan de los valles,
y sobre la mustia hierba
su fresco rocío esparcen.


(9-12)                



[La Aurora] libra al céfiro su manto
que fugaz lo desenvuelve


(29-30)                



y el manto la noche tiende


(135)                



el rocío les sacude,
y sus frescas hojas mece


(35-36)                



y sobre la mustia hierba
su fresco rocío esparcen


(11-12)                



   Más allá el undoso río
por la ancha vega se tiende
con majestad sosegada
y cual cristal resplandece.
   El bosque umbroso a lo lejos
la vista inquieta detiene,
y entre nieblas delicadas
cual un humo desparece


(73-80)                



   El verde oscuro del prado,
la niebla que undosa a alzarse
empieza del hondo río,
los árboles de su margen


(85-88)                



y los montes más distantes con las sombras se confunden que sus altas cimas hacen


(70-72)                



   Tras sus nevados corderos
el pastor cantando viene
su tierno amor por el valle,
y al rayo del sol se vuelve.
   El labrador cuidadoso
unce en el yugo sus bueyes


(113-118)                



   Suelta el arador sus bueyes,
y entre sencillos afanes
para el redil los ganados
volviendo van los zagales.


(61-64)                



El humo en las caserías
en volubles ondas crece


(121-122)                



Lejos las chozas humean


(69)                


Si La tarde repite y a veces modula los motivos de La mañana, también es la contrapartida sentimental del romance anterior. Ya vimos que en La mañana la contemplación de la naturaleza produce en el poeta un gozo que desea ser compartido. En La tarde, en cambio, el poeta aparece solitario, privado incluso del contacto retórico que en el otro romance crean los apóstrofes dirigidos a las aves y a Silvia. Después de describir el panorama empieza a interpretarlo, con perspectiva cada vez más subjetiva:


   El universo parece
que de su acción incesante
cansado, el reposo anhela
y al sueño va a abandonarse.
   Todo es paz, silencio todo;
todo en estas soledades
me conmueve y hace dulce
la memoria de mis males.


(77-84)                


La subjetivación se inicia con el verbo parece y pronto lleva a la conmoción sentimental, que aún no impide el disfrute sensorial:


    Liberal naturaleza,
porque mi pecho se sacie,
me brinda con mil placeres
en su copa inagotable.
   Yo me abandono a su impulso:
dudosos los pies no saben
do se vuelven, do caminan,
do se apresuran, do paren.


(97-104)                


La escena parece una ilustración de los versos de Thomson, «as thro the falling Gloom / Pensive / stray...» (p. 52). Pero en las cuartetas que siguen nos encontramos de repente con una serie de palabras que lo transforman todo: pavor, lóbregas, amenazan, oscuros, en la edición de 1797, a las cuales la de 1820 añade inquietud anhelante, se precipitan, gigantescas, aterrarle, riscos salvajes, horror, sombras, ronco fragoso embate, profundo, grave, azorados y medroso. El paisaje, que hace un momento era «paz, silencio todo, se ha vuelto opresivo y ominoso. La percepción de la naturaleza transformada produce efectos fisiológicos en el poeta, cuyo pecho late «lleno de pavor» (120 Y; «más pavoroso» en Z), y quien, en la edición de 1820, cruza la vega «con inquietud anhelante» (106). La duda que con la pérdida de la claridad del día se apodera del poeta («dudosos los pies no saben / do se vuelven...») se transfiere también a la naturaleza misma: «la luz dudosa» (133). Perdidas las imágenes claras que hacía posible la luz del sol, todo ha quedado deformado. La creciente oscuridad ha influido en el ánimo del poeta; pero también el nuevo estado de este ánimo influye en las percepciones del poeta, convirtiendo la «deleitosa frescura» de la margen del río (89) en «lóbregas calles» (118), y la paz y silencio de todo (81) en rocas amenazadoras (121). Se trata de un efecto recíproco en que el yo, sensible ante la naturaleza, se proyecta a su vez sobre ella. En la edición de 1820 el poeta insiste aún más en esta transformación, introduciendo «el ronco fragoso embate / de las aguas» (126-127) e intensificando su sensibilidad hasta el punto de serle dolorosa y hacerle desear, como mucho más tarde deseará Bécquer en su Rima LII, la inconsciencia:


Mis pasos se precipitan;
mas nada en mi alivio vale,
que aun gigantescas las sombras
me siguen para aterrarle [a mi espíritu].
Trepo, huyéndolas, la cima,
y al ver sus riscos salvajes,
«¡Ay!», exclamo, «¡quién cual ellos
insensible se tornase!»


(109-116)                


Yo no veo aquí, como R. M. Cox, un ambiente rococó, en que el poeta no puede entrar directamente y que le ofrece un refugio a la vez que acentúa su melancolía y su aislamiento. Para Cox, la escena es comparable a ciertos cuadros de Watteau, donde las figuras humanas se mantienen fuera del fondo agreste y romántico del paisaje (p. 85). Pero en el romance de Meléndez, el observador es precisamente la figura humana que se enfrenta con la naturaleza y se comunica con nosotros, mientras que en Watteau los personajes quedan física y emocionalmente lejos del espectador; y el paisaje, en el romance, se ha vuelto, más que agreste, agresivo. Más acertado me parece el juicio de Havard, para quien «the intimate and atmospheric presentation of nature is far removed from the pastoral and is a clear anticipation of the Romantic spirit» (p.124). A conclusión parecida llega, en un trabajo todavía inédito, Alan Kenwood, quien, después de señalar las deudas del romance para con los poetas descriptivos extranjeros, sobre todo Thomson y, en menor grado, Saint-Lambert, escribe:

Although the poem may be derivative in part, it is clear that Meléndez's treatment of the theme is very different from that of the descriptive poets. The poem begins with a generalized description of evening but then develops into an intensely emotional reaction to nature which reveals the latent Romantic sensibility of the poet107.


La observación de la naturaleza y el contacto emocional con ella caracterizan también el Romance VIII, La lluvia (N.º 213), poema en que se nota la influencia del Printemps de Saint-Lambert y también de la fuente de este, la Spring de Thomson. Meléndez, al apostrofar la lluvia, recalca, más que sus predecesores, la relación subjetiva del observador con la naturaleza. En la descripción de esta falta toda referencia mitológica, si exceptuamos otra vez «las alas / del vago viento» (29-30). En cambio abundan las imágenes, de las cuales las más finamente matizadas son, una auditiva y la otra visual:


    ...¡oh cómo al oído
encanta el ruido süave
que entre las trémulas hojas
cayendo las gotas hacen!
   Las que al río undosas corren,
agitando sus cristales
en sueltos círculos, turban
de los árboles la imagen,
   que en su caudal retratados
más lozano su follaje
y erguidos ven sus cogollos
y su verde más brillante.


(33-44)                


La primera de estas cuartetas se deriva de Saint-Lambert («À peine l'en tend-on dans le bois solitaire / Tomber de feuille en feuille et couler sur la terre», p. 13) o de la fuente de este, Thomson («The stealing Shower is scarce to patter heard, / By such as wander thro the Forest-Walks, / Beneath th'umbrageous Multitude of Leaves», p. 9). Las otras, si se apoyan en un texto literario, podrían verse como un desarrollo de Thomson («The Clouds... softly shaking on the dimpled Pool / Prelusive Drops...», p. 9). La tercera cuarteta la añadió el poeta en la edición de 1820, recalcando los efectos visuales de la lluvia.

La misma matización de los efectos sensoriales la vemos también en


   El pastor el vellón mira
del corderillo escarcharse
de aljófares que al moverse
invisibles se deshacen...


(53-56)                


En todos estos versos lo que nos interesa es la precisión con que se nos transmiten las imágenes sensoriales. A través de ellas, la lluvia se nos presenta en relación con las flores y las aves, pero también con el labrador y el pastor; es decir, la naturaleza de este poema es un locus amoenus al modo de la poesía pastoril, pero también el campo cultivado por la agricultura, el campo útil tan caro a los Ilustrados.

Finalmente, a los años 90 pertenece el Romance III, El árbol caído (N.º 208). Su tema -lo precario de la existencia, simbolizado en el árbol- ha sido tratado por muchos poetas, empezando, como señala Gregorio Salvador, por el autor del libro bíblico de Daniel (cap. IV)108. De ahí lo toma Fernando de Herrera en su canción Por la pérdida del Rey Don Sebastián; lo trató Quevedo en su silva A un ramo que se desgajó con el peso de su fruta; y lo utilizó William Cowper en The Poplar Field, cuyo parecido con el romance de Batilo ha señalado I. L. McClelland109. El poema de Cowper se publicó en 1785, por lo cual bien pudo influir en la obra de Meléndez, ya que no hay ninguna prueba de que esta sea, como cree McClelland, «one of his early pieces»; pero esta influencia no debe buscarse en el tema, tan generalizado ya, ni en el detalle del pájaro que ha huido del árbol donde solía cantar, porque este detalle se encuentra igualmente en la Biblia. En cambio, sí hay una semejanza notable entre la primera cuarteta de Meléndez y los dos primeros versos de Cowper, sobre todo en su forma latina: «Populeae cecidit gratissima copia silvae, / Conticuere susurri, omnisque evanuit umbra»110.

Meléndez, colocado ante el espectáculo del árbol caído, evoca simultáneamente su pasado glorioso y su presente triste. Uno de los aciertos del romance es precisamente el logro de esta simultaneidad, logro que empieza con los primeros versos:


   Álamo hermoso, tu pompa,
¿dónde está? ¿dó de tus ramas
la grata sombra, el susurro
de tus hojas plateadas?


Estamos, como nos recuerda Salvador, ante el clásico ubi sunt (p. 14). Las preguntas retóricas indican desde el principio la ausencia de aquello que van evocando; y en los versos que siguen, de toda la primera mitad del poema, los tiempos verbales nos señalan el fin del antiguo esplendor del álamo en el acto mismo de describirlo: «se alzó tu corona», «las aves / sus blandos nidos labraran», «llamaban», «fuiste», etc. La segunda mitad del romance empieza recordando la destrucción del árbol: «La llama / del rayo te hirió; y ejemplo / yaces de su ardiente saña» (50-52 Y). Toda la belleza del álamo «en un punto acabara» (64), a partir de lo cual pasa el poema a emplear el tiempo presente de los verbos para describir el estado actual del álamo.

No se trata en este romance de un árbol caduco, víctima del tiempo, sino de un árbol lozano, destruido por la casualidad, por la violencia a la cual, según exclama el poeta al final, vivimos expuestos todos, y que es una de las contingencias inevitables de toda vida. Por consiguiente acierta el poeta cuando coloca precisamente en el centro de su poema lo que es también su centro temático, la destrucción inesperada del árbol por el rayo en lo mejor de su existencia. No es aquí cuestión de que «se sacrifique el orden poético al orden lógico y que se prescinda de anteponer la imagen del álamo caído a toda otra consideración», como cree Salvador (p. 23), ni hay, propiamente hablando, orden lógico. Hay, sí, un orden que podríamos llamar histórico, según el cual el árbol crece primero y luego muere, y otro orden experiencial, según el cual el poeta observador ve primero el árbol caído y pasa a recordar el árbol de antes. El orden poético que adopta Meléndez, sin embargo, no es ninguno de estos, sino la simultaneidad de pasado y presente. Algo parecido es lo que intenta crear Quevedo en los primeros versos de su silva:


    De tu peso vencido,
verde honor del verano,
yaces en este llano
del tronco antiguo y noble desasido111.


Aquí el pasado se evoca en el segundo verso, mientras que el primero y el tercero se refieren al presente. Característicamente, el comienzo del poema quevediano es más abstracto que el de nuestro romance. En el poema de Meléndez, la conjugación de pasado y presente lleva en la cuarteta final a una interrogación que apunta al futuro:


   mientra al pecho palpitante
parece que una voz clama
de tu tronco: «¿Qué es la vida,
si los árboles acaban!»


(93-96)                


La primera parte del poema evocó el esplendor pasado del álamo y su relación con la vida de los hombres; ahora pregunta el poeta qué es la vida del hombre si de repente puede acabar aun la vida del árbol a cuya sombra vive.

En el estudio ya citado, Salvador desarrolla sus juicios sobre el poema, basados, a fin de cuentas, en el criterio de la verosimilitud. Según Salvador, Meléndez «tendría que haber empezado» con el verso 65, que describe el árbol derribado (p. 21). Ya sugerí que uno de los aciertos del romance es precisamente la superación de este orden experiencial y su incorporación en un orden poético. También se queja el crítico de los versos 73-76:


   Tu encuentro el ganado evita;
sobre ti las aves pasan
azoradas; los pastores
huyen con medrosa planta...


«Esto -nos dice- ya se sale totalmente de la realidad» (p. 22). Creo, sin embargo, que cualquiera podrá observar, sin salir de la realidad, cómo todo cambio notable en su ambiente acostumbrado hace recelar a los animales, tanto domésticos como selváticos. Así, por lo menos, lo entendieron no sólo Meléndez, sino también Cowper y el mismísimo Quevedo, quien le dice a su ramo:


Cualquier pájaro amante
desiertos dejará tus brazos duros,
y vengo a poner duda
si, para que te habite en llanto tierno,
a la tórtola basta el ser vïuda.


Más tarde reaparecerá este motivo en el Romance X de El moro expósito, en versos para los cuales el Duque de Rivas parece haberse aprovechado de los de Meléndez112.

También se burla Salvador (p. 22) del epifonema de los versos 95-96, citados arriba. Es cierto que el tema es trilladísimo, como lo son casi todos los temas tratados por los poetas. Cabe preguntarse, sin embargo, si forzosamente acertará la originalidad, como la de los versos finales de la ya citada silva de Quevedo:


Y porque tengo miedo que el invierno
pondrá necesidad a algún villano,
tal, que se atreva con ingrata mano
a encomendarte al fuego,
yo te quiero llevar a mi cabaña,
por lo que mi cansancio, estando ciego,
a tu sombra le debe.
Descansarás el báculo de caña
con que mi vida tristes años mueve;
y ojalá que yo fuera
rey, como soy pastor de la ribera,
que cetro, antes que báculo cansado,
no canas sustentaras, sino estado.


Aquí, según Salvador, expresa Quevedo «la soberbia afirmación de su íntimo valer y de su alta categoría humana» (p. 17). Quizás. Aunque también nos deja perplejos sobre la identidad de su personaje: el «pastor de la ribera», ¿no es igualmente villano? ¿Y por qué es ingrata la mano del villano, de quien no nos consta ninguna deuda hacia el ramo, como nos consta para el pastor no-villano? Pero ya se ve que este pastor quiere dejar de serlo; que quiere ser nada menos que rey, para convertir el ramo caído en cetro que sustente el estado. Bien está el agradecimiento; pero con esta hipérbole se lleva al nivel de la desproporción ridícula, y me atrevería a sugerir que ningún pastor de ninguna ribera, sin salir «totalmente de la realidad», ha albergado jamás pensamiento semejante. ¿En qué consiste, pues, la «alta categoría humana»?

Finalmente, Salvador critica «la forma de la expresión», fijándose especialmente en el verso 65, en la versión de 1820: «y hollado, horroroso, yerto». Yerto, dice, deja ver con demasía que el poeta no piensa en un árbol, sino en un cadáver. Porque, «¿Cómo estaba el álamo cuando no estaba yerto?» (p. 25). Pues, según nos dicen los versos inmediatamente anteriores, sus ramas formaban «voluble pirámide», sus hojas bullían y su corteza ostentaba «verdor tierno». Es decir, el álamo vivo se movía flexible, mientras que el álamo muerto está «tieso, derecho, e inflexible, o áspero» (Dicc. Aut., s.v. yerto). Esta distinción, que es una de las más evidentes no sólo en los hombres sino también en las plantas, la hace igualmente Quevedo cuando a su ramo le vaticina: «Cualquier pájaro amante / desiertos dejará tus brazos duros» (28-29). ¿Cómo estaban los brazos cuando no estaban duros? Se supone que flexibles, vivos, lo mismo que el álamo de Batilo, sin esa dureza que al árbol o al ramo le da la muerte. Es verdad que yerto se aplica con frecuencia al cadáver humano y que por lo tanto en el verso de Meléndez puede traslucir la muerte humana junto a la del árbol (aun que no por eso necesariamente en vez de la del árbol); como también es cierto que esa misma muerte humana asoma en el verso de Quevedo, no tanto en el adjetivo duros como en el sustantivo brazos.

Si comparo aquí el romance de Meléndez con el poema de Quevedo, es porque el mismo Salvador ha sacado a colación esta Silva XIII, «en la que la crítica no se ha detenido hasta ahora demasiado» (p.17). Este poema no deja de tener sus aciertos, aunque juzgado por los criterios de Salvador, verosimilitud y coherencia, queda tan por los suelos como el desgraciado ramo a que va dirigido. Quevedo fue, desde luego, un maestro de la concisión; pero no cabe verla, como la quiere ver Salvador (p.18), en los versos según los cuales la hermosura del ramo «ocupa en la ribera / el lugar que ocupó [su] propia sombra», porque luego dedica el poeta por lo menos diez versos, de los 45 de que consta la silva, a hablar del provecho que de esa sombra sacaban «la parlera fuente» y su propio cansancio:


¿Y [qué hará] la parlera fuente,
que aun ignorante de prisión de pelo,
exenta de la sed del sol corría?
Sin duda llorará con su corriente
la licencia que has dado en ella al día.
Tendrá un retrato menos
Pisuerga que mostrar al caminante
en sus cristales puros.


Aquí, una vez que ha surgido la «parlera fuente», la concisión de Quevedo no ha sabido evitar toda una retahíla de tópicos, vengan o no al caso, tengan o no coherencia entre sí. Porque, ¿qué tiene que ver la prisión de yelo? Si la parlera fuente ha de llorar con su corriente, se supone que no se secará; pero para que el tópico caminante se pierda un retrato hay que suponer que sí se secará.

Dejemos el «verde honor» de Quevedo, sus «liquidas iras», y la absurda consolación económica de que «Menos gastos tendrá la primavera / en vestir este valle / después que faltas a su verde alfombra [sic]». Fijémonos sólo un momento en cómo Quevedo «individualiza la sustancia: la caducidad es la de la propia juventud y esplendor del poeta, arrastrados por su misma madurez» (Salvador, p. 17). Para comprender bien esta individualización, hay que recordar, sin embargo, que se trata no del poeta, sino de su personaje, viejo este, mientras que aquel, si compuso la silva en 1603, tenía sólo 23 años. En efecto, el poema abandona el ramo para fijarse en el personaje que habla, aunque no logra fijar la identidad de este. ¿Es villano? ¿Es pastor sin ser villano? ¿Es aspirante a rey? ¿Queda tan agradecido al ramo que quisiera ser rey para poderlo convertir en cetro? Esto no sólo «se sale totalmente de la realidad», sino que se sale también de la lógica interna, estructural, del poema, que empieza en un plano heroico-sentimental para acabar en otro sentimental-ridículo. Baste lo dicho para aquilatar el éxito de Meléndez donde tropezó quien fue, al fin y al cabo, un poeta de primer orden.

En diciembre de 1794 envió Meléndez a su amigo Eugenio Llaguno y Amírola la Oda XI de las Filosóficas y sagradas, La tempestad (N.º 434), escrita en forma de romance. Este poema se publicó en 1797 y volvió a parecer, con poquísimas variantes, en la edición de 1820. Como otros romances de este grupo cronológico, trata un tema de la naturaleza en relación con el hombre; en este caso, en relación tanto con el labrador que sufre los efectos de la tormenta como con el poeta que se coloca en la escena.

Colford (p. 207) ha señalado el paralelo entre los primeros versos de la oda y los de L'Hiver de Saint-Lambert; pero Meléndez se aprovecha también de otra descripción de una tempestad en L'Été del mismo poeta113. Al hacerlo, intensifica la participación del poeta-observador en la escena e introduce elementos descriptivos concretos. Así, por ejemplo, el comienzo del romance,


   ¿Oyes, oyes el ruïdo
del aquilón que en la selva
entre los alzados robles
con rápidas alas vuela?
   ¡Oh! ¡cuál silba! ¡cómo agita
las ramas! Sus hojas tiernas
en torbellinos violentos
desparce con rabia fiera,


es un claro reflejo del comienzo de L'Hiver,


Quel bruit s'est élevé des forêts ébranlées,
Du rivage des mers, et du fond des vallées?
Pourquoi ces sons affreux, ces longs rugissements,
Ce tumulte confus, ce choc des éléments?


Pero mientras que Saint-Lambert generaliza el ruido y lo sitúa en todas partes, con lo cual no se sitúa a sí mismo en ninguna, Meléndez se limita a un sitio específico, la selva, concretando además que es una selva de «alza dos robles» («copados pinos» en el manuscrito enviado a Llaguno) y que el viento agita las ramas y desparte las hojas de estos árboles.

Las cuartetas siguientes del romance,


   Una nube le acompaña
de negro polvo; la niebla
se lanza en un mar undoso
del cóncavo de las peñas,
   y cubre el cielo. La llama
del sol desparece envuelta
en caliginosas nubes,
y la noche a reinar entra,


desarrollan versos de L'Été: «Il [el viento] roule un sable noir qu'il pousse en tourbillons. / Ce nuage nouveau, ce torrent de poussière, / Dérobe à la campagne un reste de lumière». Ambos poetas pasan a describir la destrucción causada por la tempestad, y ambos se ven llevados a pensar en Dios; pero otra vez la formulación de Meléndez es más específica y más personal. En Saint-Lambert leemos: «À travers ce cahos [sic], dans ce désordre extrême, / Mon coeur épouvanté cherchait l'Être suprême». Una vez que «La nature imposa le calme aux éléments» (naturaleza reemplazada por «L'Éternel» en la edición de 1823), el poeta observador, calmado «le trouble de mon coeur», ve en la tempestad y en «ces tristes hivern» la manifestación del orden del universo, la renovación de la fertilidad de la tierra. La posición del poeta es, pues, la de un filósofo situado fuera de los fenómenos descritos, un observador cuyas emociones se mantienen en general desligadas de la escena. En cambio, Meléndez fija con mayor precisión el punto desde el cual observa la tempestad, acercándose a ella físicamente; y lo mismo ocurre con su posición espiritual:


   ¡Señor! ¡Señor! compasivo
mi albergue mira: tu diestra
no lo aniquile; perdona
a un ser que te adora y tiembla.
   Tú eres, Señor; te descubro
entre el manto de tinieblas
con que misterioso al mundo
tu faz y tu gloria velas.


(29-36)                


Aquí el poeta mismo es una víctima posible de la tempestad, no sólo un contemplador de los sufrimientos ajenos; y no se trata de buscar el Ser Supremo, sino de verle manifestado directamente en su obra. En efecto, su carácter religioso, bíblico, es uno de los rasgos que diferencian la oda de Meléndez de las escenas pertinentes del poema francés. Este carácter se nota, por ejemplo, en la eliminación de la mitología pagana, que subsiste en «les combats de Neptune et d'Éole» en Saint-Lambert, y en la insistencia en el valor religioso del arco iris. Compárese la alusión del poeta francés, limitada al fenómeno natural, con ribetes mitológicos («De Pécharpe d'Iris l'é clatant météore, / Y trace dans les airs les couleurs de l'aurore»), con la de Meléndez, con ecos claros del Génesis:


   Ya, Padre, ya nos indultas;
y el iris de paz nos muestras
en señal de la alianza
que has jurado con la tierra.


(125-128)                


En otras palabras, la tormenta, que para Saint-Lambert es un fenómeno natural, parte del gran sistema del universo, es para Meléndez una manifestación personal de Dios. En esto se acerca nuestro poeta a otra posible fuente suya, Fray Luis de León, en cuya Oda X A Felipe Ruiz leemos:


   Y entre las nubes mueve
su carro Dios, ligero y reluciente,
horrible son conmueve,
relumbra fuego ardiente,
treme la tierra, humillase la gente.
   La lluvia baña el techo,
invían largos ríos los collados:
su trabajo deshecho,
los campos anegados
miran los labradores espantados


(36-50),                


versos que podemos comparar con estos de Meléndez:


   ...de tu carro
retumba la ronca rueda.
   Tu carro es de fuego. El trueno,
el trueno otra vez: se acerca
el Señor; su trono en medio
de la tempestad asienta.


(39-44)                


Estos motivos tienen varios antecedentes, tanto clásicos como bíblicos114. Todos ellos los habrá conocido nuestro poeta, pero sus versos se emparentan sobre todo con los de Fray Luis, reflejados tal vez también en la referencia al labrador «que inmóvil / de espanto la obra contempla / de tu poder» (77-79).

Al enviar su oda a Llaguno, Meléndez la acompañó de una carta según la cual aquella «describe una tempestad en mi entender de un modo nuevo en nuestra poesía»115. ¿En qué consiste esa novedad? Creo que en combinar la descripción concreta y exacta con el sentimiento religioso despertado por los fenómenos descritos. Se trata, en efecto, de una manifestación del «sublime natural», tal como lo había descubierto el siglo XVIII en la inmensidad y la misma violencia de la naturaleza:

In a morally and spiritually harmonious world, mountains and seas are images of God's being constantly before human eyes. They serve a purpose of the utmost importance; the awe, the very terror which they arouse, evokes emotions a kin to those which the Supreme Existence itself should cause; their immensity evokes the concept of Immensity itself; and their horror and grandeur are immediate evidence -not merely symbols- of the existence and irresistible power of the merciful Creator.


(Tuveson, pp. 68-69)                


Lo que he recalcado en esta explicación, ¿no puede aplicarse muy directamente a La tempestad de nuestro poeta? La importancia de este aspecto religioso de su poema la señala el mismo Meléndez cuando en la edición de 1820 dedica una cuarteta, la única añadida en todo el poema, a desarrollar el «miedo y horror» del libertino y del ateo ante la tormenta que manifiesta la presencia del Señor. Y este significado religioso de la tempestad determina la descripción concreta: cuanto más fuerte e inmediato el impacto sensorial, más fuerte también el espiritual.

Vemos, pues, que en los romances de estos años 90, los clasificados como tales y también la oda escrita en forma de romance, predominan los temas de la naturaleza. Esta naturaleza la ve el poeta en relación con el hombre, sea como símbolo de la transitoriedad de su vida (El árbol caído), como manifestación de Dios (La tempestad), como productora de fertilidad y utilidad (La lluvia) o como fuente y reflejo de emociones (La tarde)116. En todos estos romances abundan los elementos descriptivos concretos y cuidadosamente matizados, observados a veces por la figura del poeta, despojada de su antiguo disfraz pastoril y colocada en medio del paisaje. En cambio, se elimina casi del todo el prisma mitológico a través del cual apareció la naturaleza en algunas composiciones anteriores de Meléndez.




ArribaAbajoRomances del grupo V

El último grupo de los romances de nuestro poeta también es el más numeroso, con 28 poemas, o sea, el 39 por ciento de su producción en este metro. Veintidós de estas poesías se publican por primera vez en la edición de 1820, en la sección de Romances del tomo II; otras dos, tituladas Doña Elvira, y dos Odas filosóficas y sagradas, también se publican por primera vez en esa edición, aunque no entre los otros romances; y dos Alarmas españolas en metro de romance se imprimieron en 1808, sin que el poeta las incluyese luego en la edición de sus obras. De estos 28 romances, podemos asegurar que cinco se compusieron después de la desgracia política de Meléndez en 1798. Es posible que algunos de los demás, aunque inéditos hasta 1820, sean efectivamente producto de «los primeros años del autor», como lo asegura este; pero para la mayor parte son improbables tales fechas, y desde luego no pueden demostrarse para ningún romance de este grupo.

Los romances que ahora nos interesan son más extensos que los anteriores. El más breve de ellos consta de 64 versos; el más largo, de 292. Su extensión media es de 167 versos, número bastante mayor que el correspondiente al grupo IV (111 versos) y tres veces el correspondiente a los romances más antiguos, los del grupo I (54 versos). Su clasificación temática es más difícil que la de muchos romances anteriores por mezclarse en ellos temas distintos. A primera vista predominan los romances amorosos: doce de los 28 romances podrían clasificarse así, constituyendo, no la casi totalidad, como en los grupos I y II, pero sí casi la mitad del total. Otros seis romances se dedican a varios sentimientos que no son el amor; cinco, a temas de la naturaleza, con modificaciones que veremos en su momento; dos pueden decirse autobiográficos; uno, filosófico; y otros dos, de tema patriótico.

Entre los romances amorosos, El velo (Romance XVII, N.º 222) es uno de los relativamente pocos donde encontramos de nuevo unas leves trazas bucólicas, ya que la Clori de este poema es «la delicia y el contento» de «estos valles» (51). El tratamiento del tema amoroso cae aquí dentro de la modalidad rococó, a partir de la primera cuarteta:


   «Quita, quita, Clori mía,
quítate ese odioso velo
que los rayos oscurece
de tus ojos hechiceros».


El velo, como el abanico, permite una visión indirecta, a medias, de los encantos eróticos de la amada, como en el magnífico retrato de su esposa que pintó Roslin. Este juego erótico y galante desemboca en un bonito concepto expresivo del sentimentalismo inocente, o seudoinocente, del rococó, cuando Clori accede a la petición de su amante:


    y «Ya tus gustos cumplidos
tienes, mi querido dueño»,
dijo. «Gózate en mis ojos,
que mi alma toda está en ellos.
   Velos, y hallarás tu imagen,
que del corazón saliendo,
fiel sabe y contarte puede
sus más íntimos secretos».


(97-104)                


También vemos el gusto rococó en el Romance VII, La gruta de Amor (N.º 212). La gruta ha sido escenario de los amores de Clori y del poeta, y


   Así célebre de entonces
del hecho el nombre tomando,
la Gruta de Amor se llama
por naturales y extraños.


(153-156)                


Esta seudoetimología recuerda los seudomitos tan del gusto rococó, como el de El Amor mariposa. Los amores que nos cuenta el romance son castos («¡Cómo inflexible el recato / le disputó a la ternura / aun el favor más escaso!» 26-28), pero no dejan de producir efectos fisiológicos: «...tu seno turgente, / bullendo más concitado, / parecía en sus latidos / decirme: "En delicias ardo"». (109-112). El amor se desarrolla en un ambiente rústico y en medio de la agitación amorosa de toda la naturaleza:


    Ve hervir todo cuanto existe
de amor en el fuego santo:
las plantas arder; heridos
gemir de su presto dardo
   brutos y aves, halagarse
rendidos, fáciles, mansos;
y unión, unión en mil gritos
sonar por el aire vago.


(65-72)                


El amor de Clori y su zagal recibe el «canoro aplauso» de las aves (120) y la aprobación del «céfiro blando» que bate sus alas (118); y las ninfas cantan Himeneo desde el bosque (141-144). La gruta, por fin, se convierte en «un templo de Amor» (151). Amor sensual y a la vez inocente, una naturaleza que armoniza con él y lo cobija, unos leves recuerdos decorativos de la mitología -todo esto reproduce en verso lo que un pintor rococó como Fragonard nos ha legado en sus lienzos.

Como contraste con la modalidad rococó puede mencionarse el Romance XXV, La visita de mi amiga (N.º 230), poema que dentro de un marco narrativo que elimina al poeta como personaje de su obra, nos reproduce un largo discurso sentimental que dirige el amante a su amada y que resulta en la reconciliación de los dos. La diferencia salta a la vista en la siguiente cuarteta:


   ¡Tú en mi casa! ¡tú en mi cuarto!
¡y entretenida y afable
gozando en él los primores
del buril y de las artes!


(17-20)                


El escenario, que en el N.º 212 era la naturaleza, es ahora la casa del amante. Han desaparecido las rosas y el «céfiro blando», reemplazándolos las obras de arte. Concretamente, lo que admira aquí Filis son grabados que representan a Angélica con Medoro y a Heloísa rezando, es decir, obras de un arte derivado de la literatura, arte narrativo y sentimental. Si el N.º 212 nos recordaba los cuadros de Fragonard, este N.º 230 recuerda las efusiones sentimentales de la Nouvelle Héloïse, si bien Demerson no ha señalado ninguna influencia directa de Rousseau en este romance. De tipo sentimental son también los Romances XIV, XVIII, XXII y XXVI (N.os 219, 223, 227 y 231), los dos últimos adecuados al amor entre esposos y tal vez expresivos de los sentimientos del mismo poeta.

Los demás romances dedicados a temas amorosos son más objetivos que los que hemos examinado hasta ahora. En el XXXI, El consejo de Jacinta (N.º 236), se nos presenta, en términos muy abstractos, un caso de amor aldeano que nos recuerda los romances de años anteriores, como también nos los recuerdan la letrilla final y la relativa brevedad del poema: sólo 56 versos octosílabos, más los veinte hexasílabos de la letrilla. Este podría, pues, ser efectivamente un romance, si no de «los primeros años del autor», por lo menos bastante anterior a su última época; pero no conozco ningún manuscrito del poema ni otra prueba de tal antigüedad.

Semejante a El consejo de Jacinta en su intención costumbrista es el Romance IX, La mañana de San Juan (N.º 214), que comienza:


   Mañanita de San Juan
por el prado de la aldea
a celebrarla se salen
pastores y zagalejas.


El primer verso, que como el tema procede del romance antiguo de la Misa de Amor, ha sido torpemente estropeado por Mor de Fuentes, en cuya versión, copiada por Cueto, se lee: «Madrugada de San Juan». El romance de Meléndez no expresa los sentimientos del poeta como personaje de su obra, sino que presenta una escena de costumbres, la celebración del amor en medio de la naturaleza. La descripción de esta nos recuerda las descripciones sensualistas de algunos romances anteriores:


    Todo encanta los sentidos:
por una llanada inmensa
vaga la vista; las aves
con sus trinos embelesan;
   entre el grato cefirillo
el labio aromas alienta,
el tacto en delicias nada,
y el pecho inflamado anhela,
   gratamente así corriendo
por las agitadas venas
del placer la suave llama,
que a todos arrastra y ciega.


(81-92)                


Notemos además que las últimas dos cuartetas de las citadas no aparecen en el manuscrito más antiguo de este romance, es decir, que el poeta se dedicó a desarrollar precisamente este aspecto descriptivo sensualista al preparar su versión definitiva del poema. Como los romances de las primeras épocas de Batilo, este termina con una letra, cantada aquí por un pastor que se queja del olvido de Filis, creando así un contraste sentimental con el tono regocijado de la parte principal del romance. En esta encontramos una multitud de figurillas animadas como las siguientes:


    Cual saltando se adelanta,
cual burlando atrás se queda,
y cual en medio de todas
repica la pandereta.


(21-24)                



   Aquél deshojando rosas
en el seno se las echa,
y aquél en el suyo guarda
las que a su nariz acercan.
   Cuales alzando los ramos
en triunfo de amor las llevan,
y cuales porque los pisen
de ellos el camino siembran.


(41-48)                



   Quién rendido se declara,
quién tierno la mano premia
de su amada, y quién le roba
un beso al dar una vuelta...


(101-104)                


Las imágenes son precisas pero poco desarrolladas; juntas forman una escena comparable con La pradera de San Isidro de Goya. Recordemos de paso que el mismo tema lo trató Iglesias en su Romance I, El ramo de la mañana de San Juan, cuyo comienzo se parece al de nuestro N.º 214, si bien luego el desarrollo es muy distinto:


    La mañana de San Juan,
cuando a los alegres campos
a coger verbena y flores
salen los enamorados...


(I, 63)                


Otros tres romances amorosos podríamos denominarlos también amoroso-morales. Se dedican a exaltar el amor conyugal, y más particularmente la sujeción -la de la mujer, se entiende- en el matrimonio. Se emparejan, aunque el mismo poeta dispuso que no se imprimiesen seguidos, los Romances XIX, El colorín de Filis (N.º 224), y XXIV, La vuelta del colorín (N.º 229). En ellos, Filis, viendo que su colorín no es feliz a pesar de los mimos que le prodiga, y considerándose ella misma prisionera en el matrimonio, lo suelta. Cuando el pájaro vuelve voluntariamente a la jaula, Filis se da cuenta de su error. Su moraleja aparte, estos romances se destacan por la descripción vivaz del colorín, a quien vemos


   morder el sonoro arambre,
y de alto en bajo correrle,
pugnando su débil pico
si los hilos doblar puede,
   sacudirlo enardecido,
de un lado y otro volverse,
y avanzar cabeza y cuello
por la abertura más leve,
   descansar luego un instante,
y con ímpetu más fuerte
saltar, volar, agitarse,
y hacia sí airado atraerle,
   tal que en su empeño y delirio
con uña y pico inclementes
batiendo la jaula entera,
a su esfuerzo la estremece.


(224.13-28)                


A la animación de estos detalles corresponden los pormenores sentimentales con que Filis habla de sus caricias para con el pajarillo (224.45-52). El colorín representa aquí lo íntimo y pequeño, característico del gusto rococó y análogo a la paloma de La paloma de Filis y al perrillo faldero de un cuadro como El quitasol de Goya. Pero a la vez que es el foco de los sentimientos de su ama, también simboliza a la misma casada, no sólo para el lector, sino para la propia Filis. Lo mismo ella que el colorín buscarán de ahora en adelante la felicidad en la sujeción, a la jaula para él, al «yugo» del matrimonio para ella.

El mismo tema aparece en el Romance XI, A Filis recién casada (N.º 216). Este romance, y los dos del colorín, no se limitan a presentar lo que he llamado casos amorosos o escenas del amor aldeano, sino que se dedican a darnos lecciones de moral. Recordemos que estos romances son aproximadamente contemporáneos de las comedias de Leandro de Moratín, y que tanto en unos como en otras se manifiesta la preocupación de los Ilustrados con la estabilidad de la familia117. Vemos, pues, que los romances del último grupo cronológico que podemos llamar más o menos amorosos se dedican, en general, más que a expresar los sentimientos amorosos, sean reales o ficticios, a tratar el amor desde fuera, incluso en su «justificación» social, la conversión de las zagalas en esposas y madres y partes integrantes, por lo tanto, del orden social. Hay en ellos una fuerte dosis filosófica y didáctica, ausente en general de los romances de las primeras épocas; en cambio, el papel de la naturaleza queda reducido, si lo hay, al de fondo convencional. Como si deseara aumentar de algún modo el dramatismo de sus poemas y compensar así su tendencia didáctica, el poeta echa mano de nuevo de recursos característicos de su primera época: las letrillas finales y el marco narrativo o descriptivo.

Tendencia semejante a la que acabamos de notar en los romances amorosos se manifiesta también en los dedicados a otros sentimientos. En este respecto nos llaman la atención tres romances: el V, El niño dormido (N.º 210); el XX, El cariño paternal (N.º 225); y el XXXII, La ternura maternal (N.º 237). El tema de los tres es nuevo para Meléndez, y tal vez hasta para el romance en general; pero no lo es para la pintura, que lo ha tratado en innumerables Sagradas Familias. Meléndez utiliza, laicizadas, las tres figuras fundamentales del tema. Su voz nos describe al niño dormido en términos visuales y hasta diré pictóricos, como si estuviera describiendo o encargando un cuadro:


   la faz graciosa inclinada
del un lado, las mejillas
bien cual dos rosas fragantes
por el calor encendidas,
   como bañada la boca
en una grata sonrisa,
y sobre su lácteo pecho
dobladas las manecitas.


(210.9-16)                


En cambio, la descripción puesta en boca de la madre tiende más hacia la abstracción, y se expresa en términos más sentimentales que pictóricos, como es de esperar:


   El alhelí más florido,
la más fresca clavellina,
la más hermosa azucena,
la rosa que ámbar espira,
   nada son con nuestro amado:
mayor es su lozanía,
sus gracias más acabadas,
más su belleza divina.
   Su rostro es la misma gloria;
la paz, el gozo, la risa,
la candidez, la inocencia
se unen en él a porfía.


(210.49-60)                


Estos romances abundan en reacciones sentimentales ante las escenas de ternura familiar, de las que no pudo faltar la de la madre que da el pecho a su hijo (225.81 ss., 237.4); y a este sentimentalismo va mezclada una fuerte dosis de moralidad. Quizás quepa ver aquí un ejemplo de la influencia difusa de los idilios de Gessner, cuya «visión de la naturaleza como lugar de perfección para el hombre... y la ternura de los afectos familiares... flotaba en el ambiente, sobre todo a partir de los años noventa»118.

El tema de la familia aparece también en el Romance XL, Los suspiros de un proscrito (N.º 245), que con sus 292 versos es el más largo de los romances clasificados como tales. Es posible relacionar este poema con la desgracia de Meléndez que empieza en 1798, cuando cae del ministerio su amigo Jovellanos y se persigue a todos los elementos más reformadores y más jansenistas entre los Ilustrados119. Sin embargo, tal autobiografismo no puede ser absoluto, y señaladamente no lo es respecto a la separación del proscrito de su esposa e hija. El motivo de la hija se desarrolla en términos que recuerdan El cariño paternal en estos versos, que faltan en la redacción primitiva del romance:


no gozar de su semblante
la sencillez expresiva,
ni una gracia, un solo halago
de cuantos loco le oía,
ya si entre amables gorjeos
tendidas las manecitas,
que en mis brazos la tomase
solicitaba festiva,
ya si en mis tiernos cariños
las bulliciosas pupilas
de sus ojuelos de gloria
se gozaban en mí fijas,
o si de su hermosa madre
en el seno adormecida,
aun en su feliz reposo
a nuestro amor sonreía.


(245.49-64; cf. 225.105 ss.)                


También merece nuestra atención el ambiente en que se lamenta el proscrito:


    Era la noche, y la luna
su carro al cenit subía,
el adormecido mundo
bañando en su luz benigna.
   Todo sin acción callaba:
su ala apenas fugitiva
batía el blando favonio,
bullendo en la selva umbría;
   o algún ave solitaria,
gritando despavorida,
el imperio de las sombras
más melancólico hacía,
   del fúnebre aciago canto
las cláusulas repetidas
en la voz del eco triste
por las opuestas colinas...


(1-16)                


En La tarde vimos una acción recíproca entre el yo observador y el ambiente; pero aquí, aunque el ambiente es también amenazador, no se trata de eso, sino de presentar el fondo ante el cual se lamentará el personaje, mediante una progresión desde la tranquilidad de la escena nocturna (que se deriva de Horacio, Epod. XV, 1) hacia la insistencia en la soledad medrosa.

Afines en varios aspectos a los romances que acabamos de examinar son dos poemas publicados en 1820 con el título Doña Elvira, que en el único manuscrito que se conserva reza: Doña Elvira de Guzmán. Aventura trágica. Según nota de los editores de 1820 se perdió un tercer romance que contenía el desenlace de la aventura. Los dos que sobreviven son precursores de los romances históricos publicados en la época romántica por Zorrilla y el Duque de Rivas. No se trata en ellos de imitar los romances moriscos del Siglo de Oro, cosa que ya habían hecho García de la Huerta y Nicolás de Moratín, sino de explotar la temática medieval aprovechando sus aspectos pintorescos y sentimentales. Al leerlos nos encontramos con los que iban a ser lugares comunes del romanticismo, señaladamente de la novela histórica de la época romántica. Doña Elvira teme los peligros a que está expuesto su hijo Fernando en el cerco de Granada, donde está al servicio de la Reina Doña Isabel. En sus desmayos, doña Elvira está asistida por su esclava Zaida, noble granadina enamorada de Fernando. Don Sancho, padre de doña Elvira, llega con la funesta noticia de la muerte de Fernando. Los nombres, según vemos, ya no pertenecen a la tradición pastoril de abolengo grecolatino, sino que son precisamente los nombres «medievales» que habían de favorecer también los románticos de los años de 1830. No falta el elemento exótico de la esclava mora, ni el de la cautiva enamorada, utilizado luego por Espronceda en la Zoraida de su Sancho Saldaña.

El centro temático de estos dos romances es la angustia de la madre, y en esto se relacionan con los tres romances que tratan el tema de la familia; pero ahora el sentimiento maternal se complica con el espíritu caballeresco, también explotado luego por los escritores decimonónicos. Pensando en cómo tal vez hubiera podido evitar la partida de su hijo, doña Elvira exclama:


    Sobre el umbral de rodillas,
una madre... Lejos, lejos
mengua tal, oprobio tanto
de una Guzmán y Pacheco,
   lejos de la sangre clara
que al moro el puñal sangriento
tiró contra el hijo amado
de Tarifa en el asedio.
   ¡Cuál se hablaría en la corte
de Isabel! ¡y qué denuestos
los ricoshombres no harían
al hijo y la madre a un tiempo!


(271.174-184)                


Característico también del romanticismo, y ajeno al romance viejo, es el ambiente, que nos recuerda el de Los suspiros de un proscrito, pero que esta vez se nos presenta percibido por la protagonista:


   No sé qué grave desdicha
me pronostican los cielos,
que desplomados parecen
de sus quiciales eternos.
   Ensangrentada la luna
no alumbra, amedrenta el suelo,
si las tinieblas no ahogan
sus desmayados reflejos.
   En guerra horrible combaten
embravecidos los vientos,
llenando su agudo silbo
de pavor mi helado seno.
   Atruena el hojoso bosque;
y parece que allá lejos
llevados sobre las nubes
gimen mil lúgubres genios.
   Hados, ¿qué queréis decirme?
¿o qué amenaza este estruendo,
este confuso desorden
que en naturaleza veo?


(271.1-20)                


Cox ha señalado la «creation of ambience» en estos versos y los ha relacionado con la predilección de los románticos decimonónicos por una naturaleza ominosa y destructora (p. 76); y Havard escribe: «The violence, the exaggeration, the hint of supernatural forces, and the sense of a staged as opposed to a realistic scenic environment, are all clear indications of a Romantic attitude» (p. 125). Notemos además que es el personaje mismo quien nos interpreta su ambiente, exacerbados sus sentimientos por la naturaleza ominosa, y afectada a su vez su percepción de esta naturaleza por sus temores. La influencia del ánimo de la protagonista en sus percepciones se ve también en los versos siguientes:


   ¿Pero qué estrépito se oye?
No hay dudarlo... Pasos siento:
la marcha de algún jinete
repite sonoro el eco.
   ¡Cuán silencioso camina!
Percibir apenas puedo
el batir del duro casco
sobre el pedregoso suelo.
   ¿Si será que así a deshoras
venga alguno de mis deudos
a anunciarme las desdichas
que contino estoy temiendo?


(271.133-144)                


El sonido que primero percibe Elvira como estrépito y que despierta un eco sonoro, casi en el mismo momento resulta ser silencioso y apenas perceptible. ¿Es ampliación subjetiva de algún ruido de veras percibido por ella? ¿o es ilusión, tal vez premonitoria, tal vez sólo fruto de sus temores? Lo cierto es que no llega ningún jinete hasta el día siguiente, según se nos cuenta en el segundo de los dos romances.

Sin embargo, la percepción de un ambiente amenazador no se limita a la protagonista, sino que la comparte el mismo poeta narrador:


   Súbito un ave nocturna
lanzando un grito funesto
se oyó, y batiendo las alas
voló en ominoso agüero
   y una gigantesca sombra
cual un pavoroso espectro
cruzó delante sus ojos,
de horror y lágrimas llenos.
   Elvira, la triste Elvira
aterrada y sin aliento
cayó sobre su almohada,
gritando: «¡Yo desfallezco!»


(271.201-212)                


Funesto y ominoso son aquí juicios del poeta, no de su protagonista. Esta aparece con los ojos «de horror y lágrimas llenos», con lo cual se nos expresa su conmoción interior y también se señala de modo simbólico la turbación que afecta sus percepciones del mundo exterior.

La novedad en estos romances de Doña Elvira no es, claro está, el hecho de ser narrativos, sino el empleo de temas y motivos como el espíritu caballeresco, la noche, el ave de mal agüero, la oscuridad, etc., para crear, tanto en la protagonista como en el lector, un clima emocional, clima que produce ese delicioso espeluzno tan buscado luego por los románticos.

La misma tendencia hacia la predicación moral que hemos notado en los romances amorosos y sentimentales puede observarse en los que de un modo u otro tratan de la naturaleza: XV, Los segadores (N.º 220); XXXV, Los aradores (N.º 240); XXVII, El otoño de la vida (N.º 232); y XXXVII, La libertad (N.º 242). Falta en estos romances la descripción panorámica consciente y deliberada. Tratan la naturaleza, o algún aspecto de la naturaleza, en relación con consideraciones de orden moral. En La libertad, el ruiseñor que ha recobrado la libertad es comparado con el poeta libre de «el yugo de Amor indigno» (242.100). El empleo metafórico de la naturaleza para fines morales queda evidente en el título mismo de El otoño de la vida. Los segadores y Los aradores nos ofrecen escenas de la vida rústica, dentro de esa tendencia sistemáticamente descriptiva que se manifiesta en todas las artes de la época y que ya hemos notado en ciertos romances amorosos de nuestro poeta. Hay en ellos alguna influencia de Thomson y de Saint-Lambert120, y tal vez también del Praedium rusticum de Jacques Vanière, a quien a su vez imitó Saint-Lambert. Los poemas que ahora nos ocupan contienen descripciones de la naturaleza, pero de una naturaleza útil, cultivada por el hombre. Representan una actitud que por los mismos años, en su cautiverio mallorquín, expresaba Jovellanos ante el paisaje balear:

Pero ¿qué es la primavera ni qué sería de la naturaleza toda, si muda y solitaria no oyese la voz ni sintiese la mano del hombre encargado de educarla y dirigirla?... Así es como en esta escena la presencia del hombre y su morada y su continua industria pone el colmo a tantas bellezas121.


Nuestro mejor ejemplo de la descripción de la naturaleza acompañada de la visión moral del campo es el romance Los aradores, cuyo comienzo nos recuerda los Campos de Soria de Antonio Machado:


   ¡Oh, qué bien ante mis ojos
por la ladera pendiente
sobre la esteva encorvadas
los aradores parecen!
   ¡Cómo la luciente reja
se imprime profundamente
cuando en prolongados surcos
el tendido campo hienden!
   Con lentitud fatigosa
los animales pacientes,
la dura cerviz alzada,
tiran del arado fuerte.


La fina matización de las imágenes se ve en descripciones como estas escenas invernales:


   Aun agrada con la vista
por sus abismos [los del campo nevado] perderse,
yerta [!] la naturaleza
y en un silencio elocuente,
   sin que halle el mayor cuidado
ni el lindero de la suerte,
ni sus desiguales surcos,
ni la mies que oculta crece.
   De los árboles las ramas
al peso encorvadas ceden,
y a la tierra fuerzas piden
para poder sostenerse.


(37-48)                



   Crece el diluvio: anegadas
las llanuras desparecen,
y árboles y chozas tiemblan
del viento el furor vehemente,
   que arrebatando las nubes
cual sierras de niebla leve
de aquí allá en rápido soplo,
en formas mil las revuelve;
   y el imperio de las sombras,
y los vendavales crecen,
y el hombre atónito y mudo
a horror tanto tiembla y teme.


(69-80)                



   Cubiertos de blanca escarcha,
como de marfil parecen
los árboles ateridos,
y de alabastro la fuente.
   Sonoro y rígido el prado
la planta hollado repele;
y doquier el dios del hielo
su ominoso mando ejerce...


(85-92)                


Este «trastorno aparente» (110) del invierno es para el poeta el orden cíclico de la naturaleza, gracias al cual el grano sembrado ahora ha de producir también el pan futuro:


    Ved cuál fecunda la tierra
sus gérmenes desenvuelve
para abrirnos sus tesoros
otro día en faz riente.
   Ved cómo ya pululando
la rompe la hojilla débil,
y con el rojo sombrío
cuán bien contrasta su verde:
   verde que el tostado julio
en oro convertir debe,
y en una selva de espigas
esos cogollos nacientes.


(133-144)                


El labrador vive en medio de la naturaleza y en armonía con su proceso cíclico, hombre sencillo y virtuoso rodeado de su familia. Así describe Meléndez la reunión del padre y sus «pequeñuelos hijos» al volver aquel a su «hogar humilde»:


   Llegas, y en torno apiñados
halagándote enloquecen;
la mano el uno te toma,
de tu cuello el otro pende;
   tu amada al paternal beso
desde sus brazos te ofrece
el que entre su seno abriga
y alimenta con su leche,
   que en fiestas y gorjeos
pagarte ahincado parece
del pan que ya le preparas,
de los surcos donde vienes.


(185-196)                


El romance concluye alabando la existencia del labrador y expresando la aspiración del poeta a llevar una vida semejante:


   ¡Vida ignorada y dichosa!
que ni alcanza ni merece
quien de las ciegas pasiones
el odioso imperio siente.
   ¡Vida angelical y pura!
en que con su Dios se entiende
sencillo el mortal, y le halla
doquier próvido y presente;
   a quien el poder perdona;
que los mentirosos bienes
de la ambición tiene en nada,
cuanto ignora sus reveses.
   Vida de fácil llaneza,
de libertad inocente,
en que dueño de sí el hombre
sin orgullo se ennoblece;
   en que la salud abunda,
en que el trabajo divierte,
el tedio se desconoce,
y entrada el vicio no tiene;
   y en que un día y otro día
pacíficos se suceden,
cual aguas de un manso río
siempre iguales y rientes.
   ¡Oh, quién gozarte alcanzara!
¡Oh, quién tras tantos vaivenes
de la inclemente fortuna
un pobre arador viviese!,
   uno cual éstos que veo,
que ni codician, ni temen,
ni esclavitud los humilla,
ni la vanidad los pierde,
   lejos de la envidia torpe
y de la calumnia aleve,
hasta que a mi aliento frágil
cortase el hilo la muerte.


(217-252)                


Meléndez sabía, por supuesto, que la realidad de la vida rústica distaba mucho de los tintes rosados con que aquí la pinta, y nos ha dejado constancia de ese conocimiento en algunas de sus epístolas. El labrador del romance es una figura ideal, de función análoga a la del pastor en toda la tradición pastoril, inclusas las obras pastoriles de Meléndez. También la aspiración a llevar vida de labrador es puramente ideal; bien le dice el poeta a Godoy, en la Epístola VII, «Sed en el alma labrador» (412.165).

Al comparar el único manuscrito de este romance con el texto publicado en 1820 vemos que la ampliación del poema trae consigo un aumento en el número de las imágenes. De las siete imágenes más notables, v. gr., las contenidas en los versos 21 y ss. y 85 y ss., cuatro no constan en la versión primitiva del romance. Meléndez tiende también a regularizar la métrica y la sintaxis del poema, según se ve, por ejemplo, en el verso 98: «a pena el sol por oriente / asoma» en la versión primitiva (O1), cambiado a «no asoma el sol por oriente» (OZ). Entre las numerosas variantes vemos esfuerzos por hacer la expresión más exacta y concreta. Tal el verso 97: «El día rápido vuela» (O), «El día rápido anhela» (Z); o el verso 120, «que hoy el ánimo conmueven» (O1), cuyo verbo es sustituido por estremecen en OZ. «Mi frágil vida» (251 O) pasa, de modo semejante, a «mi aliento frágil» (Z).

En Los aradores tenemos, pues, un romance que combina imágenes precisas y bastante desarrolladas y un lenguaje que se caracteriza por su empleo frecuente de términos técnicos (v. gr., esteva, reja, aijada, hoces, bieldo, parva, gavillas), con la temática de la naturaleza vista al servicio del hombre y como escenario de una vida rústica apetecible122. El poema refleja los ideales de los Ilustrados, tal vez algo ingenuos y sentimentales como tantos otros reformadores, ideales que en su sobrio Informe en el expediente de ley agraria expresó Jovellanos en los términos siguientes:

Sí, Señor: una inmensa población rústica derramada sobre los campos, no sólo promete al estado un pueblo laborioso y rico, sino también sencillo y virtuoso. El colono situado sobre su suerte, y libre del choque de pasiones que agitan a los hombres reunidos en pueblos, estará más distante de aquel fermento de corrupción que el lujo infunde siempre en ellos con más o menos actividad. Reconcentrado con su familia en la esfera de su trabajo, si por una parte puede seguir sin distracción el único objeto de su interés, por otra se sentirá más vivamente conducido a él por los sentimientos de amor y ternura que son tan naturales al hombre en la sociedad doméstica. Entonces no sólo se podrá esperar de los labradores la aplicación, la frugalidad y la abundancia hija de entrambas, sino que también reinarán en sus familias el amor conyugal, paterno, filial y fraternal; reinarán la concordia, la caridad y la hospitalidad, y nuestros colonos poseerán aquellas virtudes sociales y domésticas que constituyen la felicidad de las familias y la verdadera gloria de los estados123.


Esta visión de un futuro posible se hace presente ideal en los versos de Meléndez, expresivos no sólo de la aspiración de todos los Ilustrados sino también de la personal del poeta, de su anhelo de paz y de sencillez en medio de sus tribulaciones.

Como ejemplo de lo que Joaquín Arce ha llamado «poesía astral»124 debemos mencionar aquí la II de las Odas filosóficas y sagradas, A un lucero (N.º 425). Este romance se distingue por su forma discursiva, que imita, no el producto de un proceso mental, sino el proceso mismo.Comienza con un apóstrofe que sitúa al poeta en un lugar determinado ante la naturaleza:


   ¡Con qué placer te contemplo
desde mi estancia tranquila,
oh hermosísimo lucero
que sobre mi frente brillas!


Desde aquí los versos siguen la meditación del poeta, «ejercicio de la mente / y ocupación de la vista» (15-16), sobre la belleza de los cielos y las maravillas de la ciencia que ha alcanzado a estudiarlos, meditación interrumpida al final:


   Pero mi lucero hermoso,
¿dónde está? ¿De su encendida
vivaz llama qué se hiciera?
¿Quién ¡ay! de mi amor me priva?
   Mientras yo el feudo a sol tanto
de admiración le rendía,
de sus celestiales huellas
toda el alma suspendida,
   él se hundió en las negras sombras
y fue a brillar a otros climas,
hasta que en su manto envuelto
lo torne la noche amiga.
   Así las dichas del mundo,
leve un soplo las mancilla,
o sombra fugaz volaron,
crédulos corriendo a asirlas.


Aunque desentona la moraleja pegadiza de la última cuarteta, lo que nos interesa ahora es notar cómo insiste el poeta en la contemporaneidad de sus versos y de los pensamientos que expresan.

Meléndez rechaza en este poema la visión mitológica de la naturaleza, fruto de «la ignorancia o la mentira» (92), e intenta en cambio poetizar esa naturaleza según un procedimiento nuevo, combinando la ciencia con la religión. Los cielos son la obra de Dios (55-56); pero los campeones de la ciencia, Copérnico, «a un ángel semejante» (97), y «el divino Newton» (105), han elevado los conocimientos humanos a un nivel antes inconcebible. Lo poético o sublime consiste, pues, no en la fábula, sino en la verdad, sea la de la creación misma o la del Creador. Como Fray Luis en su Oda X A Felipe Ruiz, el poeta aspira a una plenitud de conocimientos:


   ¡Oh si con iguales alas
al ansia en que ora se agita,
sobre vosotras lograse
alzarse mi mente altiva!
   ¡Con qué indecible embeleso
en vuestra luz embebida,
la sed en que se consume
saciar feliz lograría!


(129-136)                


En cuanto al lenguaje de este romance, junto con los latinismos tan frecuentes en la última época del poeta (fulgor, laso, fausta, plagas eoas, etc.), se destacan los términos científicos que Meléndez introduce en su poesía: bóveda, órbitas, se eclipsan, esferas, la lente, éter, ascienden y declinan con referencia a las estrellas. Este lenguaje es comparable al empleo de términos técnicos de la agricultura en un poema como Los oradores y señala un concepto de la poesía más amplio y más moderno que el de la poesía pastoril de ribetes mitológicos.

La naturaleza como testimonio del Creador es también el tema de la XXIX de las Odas filosóficas y sagradas, La meditación (N.º 452). A pesar del título, sin embargo, no se trata en este romance de seguir el proceso mental al estilo de A un lucero, sino de una serie de apóstrofes dirigidos al «pensamiento mío», al «alma mía» y al «espíritu mío».

Los demás romances del último grupo cronológico son dos poemas abiertamente autobiográficos (el Romance XXXIX, El náufrago, N.º 244, y el XLI, Mis desengaños, N.º 246) y dos composiciones patrióticas, productos de los tumultos de 1808 (Alarma española, N.º 269, y Alarma segunda, N.º 270). En El náufrago, una de las últimas obras del poeta, fechable en 1814, se destaca el lenguaje que deliberadamente se aparta del habla idiomática, sea por el empleo de arcaísmos (v. gr., infelice, vide, faz, muy más), sea -y esto es lo más notable- por los numerosos latinismos (v. gr., caliginosa, férreo, vadosas, ponto, canoras, lares, ledo).

Las Alarmas, en cambio, son poesías de ocasión, violenta propaganda política que pinta a los franceses como autores de toda clase de ultrajes contra lo más sagrado y más capaz de despertar el furor popular: la religión y las hijas y esposas de los españoles. Son poemas que hoy no pueden leerse sin una sonrisa irónica y cuya ironía tal vez apreciara el mismo Meléndez en sus últimos años, cuando ya iba aprendiendo lo que era «nuestro buen rey Fernando» (269.2) y cuánto valían su «bondad inocente» (269.5) y su «corazón honrado» (269.14). Retórica pura son, por supuesto, los alardes bélicos del poeta:


    Vil el perezoso sea,
vil el que vuelva la espalda;
yo mismo animoso os sigo,
y opondré el pecho a las balas.


(270.149-152)                


Como grupo, los romances de la última época del poeta son más largos que los anteriores y se destacan también por su tendencia moral y moralizadora. En ellos se combinan la observación de la naturaleza, aunque ya no como tema principal, el sentimentalismo, los ideales Ilustrados y los anhelos de paz y tranquilidad de un Meléndez cansado y desilusionado.

* * *

Si nos fijamos en la totalidad de los romances de Meléndez vemos, a través de unos cuarenta años de producción lírica, una evolución tanto temática como estilística. Con el tiempo llegan a ser menos importantes los temas amorosos, y hasta en los romances amorosos que quedan se trata, en muchos casos, de narrar o describir amores ajenos en vez de expresar sentimientos atribuidos, por lo menos, al poeta. En cambio van cobrando más importancia los temas relacionados con la naturaleza y, sobre todo en la última época de Meléndez, los temas morales, filosóficos y religiosos. En las poesías de los últimos veinte años también se acentúa el sentimentalismo. En cuanto al estilo, hemos visto que con el tiempo tiende el poeta a emplear más imágenes sensoriales y a desarrollarlas con más extensión y más matices, colocándose a veces en sus poemas como observador y receptor de sensaciones. En su vocabulario se va apartando de la expresión corriente y buscando la elevación mediante el latinismo léxico y a veces sintáctico; pero también abre su poesía al lenguaje especializado, sea de la agricultura, sea de la ciencia.

Esta evolución supone un paulatino alejamiento de los principales modelos de los primeros romances, es decir, de los poetas del Siglo de Oro, a la vez que aumenta la influencia de los escritores más modernos de la Ilustración, tanto españoles (Jovellanos) como extranjeros (Thomson, Saint-Lambert, Rousseau). También señala el nuevo concepto de la poesía que se iba formando Meléndez. De una parte, la poesía, incluso el para muchos vulgar y humilde romance, adquiere en manos de Batilo cierta elevación y seriedad, reflejada en el vocabulario selecto y la evolución temática, y de acuerdo con las ideas que sobre su misión poética explica Meléndez en los prólogos a sus ediciones. De otra parte, o quizás precisamente a causa de esta elevación y seriedad, la poesía se va acercando más directamente a la realidad. El poeta se coloca a sí mismo en sus versos y se esfuerza por reproducir sus sensaciones en la precisión de sus imágenes. Lo poético lo busca, no ya en los adornos mitológicos ni en los disfraces pastoriles, sino en las cosas mismas, productoras de reacciones sentimentales cuando se trata de la sencilla vida humana, de arrobamiento religioso, a la manera Ilustrada, tratándose del vasto y complejo universo natural.






ArribaAbajoCapítulo IV

Las primeras odas



ArribaAbajoEl «corpus» de las odas

Entre las casi quinientas obras en verso de nuestro poeta, algo más de la mitad llevan, de un modo u otro, la designación de oda. Hemos examinado ya las ochenta (u ochenta y una) odas anacreónticas; a ellas, y también en metros menores, podemos añadir las cuatro odas de la serie titulada La inconstancia, las 36 de La paloma de Filis, las 16 de Galatea, o la ilusión del canto y las 23 de Los besos de Amor. Pero también produjo Meléndez casi cien poesías escritas por lo común en versos de siete y de once sílabas y denominadas por él Odas filosóficas y sagradas u Odas sin calificativo. Estos poemas, que se apartan tanto métrica como temáticamente de la aparente ligereza anacreóntica, constituyen más de la quinta parte de la totalidad de su obra, y cronológicamente se distribuyen entre los cinco grupos que hemos identificado, pasando desde los primeros años del poeta hasta sus últimos. La Oda XI puede fecharse en 1773; la LIV es de 1814. La distribución de todas ellas es la siguiente;

Cuadro 10

Distribución cronológica de las odas

IIIIIIIVV
Grupo cronológicohasta 1777hasta 1782hasta 1789hasta 1798hasta 1814/15Total
Odas242961354
Odas filosóficas y sagradas097171144
Total241116232498

Las más breves de estas composiciones constan de veinte versos; la más extensa -la XXXI de las Odas filosóficas y sagradas (La creación, o La obra de los seis días, N.º 454)- cuenta 530 versos. Entre estos dos extremos se halla la mayor variedad, aunque no, según veremos, sin obedecer a algunas tendencias generales. También se caracterizan las odas por su gran variedad métrica. Para ellas ha empleado el poeta doce formas estróficas, y esto sin que contemos las variaciones de la estancia, que serán otras tantas. Entre los temas predominan los amorosos, los relacionados con otros sentimientos (v. gr., la amistad), los religiosos y los más o menos filosóficos. Estos dos últimos grupos temáticos predominan a partir de 1778; en cambio, las odas amorosas son, con una excepción posible, anteriores a aquella fecha, si bien sigue Meléndez escribiendo poesía amorosa en otros metros (v. gr., odas anacreónticas). El cambio de orientación resulta aún más notable cuando nos fijamos en el hecho de que ninguna de las 44 Odas filosóficas y sagradas puede fecharse antes de 1779, mientras que de las 54 Odas (sin calificación), sólo treinta podrían ser posteriores a 1777, y de estas treinta, unas diez son también de tema que podríamos llamar filosófico. Entre un grupo y otro, pues, a partir de 1778 se dedican a temas filosóficos y religiosos 54 odas, y a otros temas sólo veinte, una de ellas de autenticidad dudosa.

Los manuscritos más antiguos de nuestro poeta distinguen entre la oda y la canción. El ms. A, que fecho hacia 1775, contiene seis odas y cuatro canciones; el ms. F (1777), diez odas y nueve canciones. Los dos manuscritos coinciden en su clasificación de aquellos poemas que aparecen en ambos. El ms. C (h. 1778), que no emplea la denominación oda, contiene cinco canciones, de las cuales dos, sin embargo (N.os 346 y 374) son clasificadas como odas en los mss. A y F. Recordemos a este propósito que C y F son autógrafos, y que A se basa en autógrafos. En las ediciones hechas por Meléndez sólo sobrevive la designación oda, aunque se establece también la clase de odas filosóficas y sagradas, introducida en la edición de 1797 y probablemente proyectada ya para el abortado segundo tomo de la de 1785. Las cifras correspondientes a las tres ediciones son: 1785, 21 odas; 1797, 26 odas, más 23 odas filosóficas y sagradas; 1820, 34 odas, más 31 filosóficas y sagradas. Advirtamos aquí de paso que en la clasificación y numeración de las odas la edición de Cueto (BAE, LXIII) no coincide ni con la edición crítica ni con la de 1820.

En las páginas que siguen me propongo estudiar sólo las veinticuatro odas del primer grupo cronológico, ninguna de ellas posterior a 1777. Espero que mediante tal estudio podamos identificar los orígenes de las odas de Batilo, caracterizarlas y comprender su evolución.




ArribaAbajo Odas «renacentistas»

Fijémonos primero en un grupo de nueve odas:

Oda I, La visión de Amor (N.os 336 y 336a, 336b)

VII, De la voz de Filis (N.º 342)

XXXV, El desdén injusto: imitando a Garcilaso (N.º 370)

XXXVI, «Dulcísima señora» (N.º 371)

XXXVII, «¡Ay, Cloris!, si mi llanto» (N.º 372)

XLI, A los dichosísimos días de doña María Andrea de Coca (N.º 376)

XLIII, «Llorad, llorad, mis ojos» (N.º 378)

XLVI, «¡Y que tú, mi señora» (N.º 381)

XLVII, En una ausencia (N.º 382)

Seis de estas odas son de tema amoroso y dos de las otras (N.os 342 y 376) también pueden relacionarse con una mujer amada, aunque no sean precisamente poesía erótica. Sólo en el N.º 382 se queja el poeta de unos sufrimientos que según demuestran versos de la primera redacción, eliminados luego, no tienen causa amorosa. Por la fecha del poema y otros indicios conjeturo que se trata, como en el Romance XXX (v. arriba, pp. 191-192), de la enfermedad o muerte de Esteban Meléndez Valdés, hermano del poeta residente en Segovia. Las poesías amorosas repiten las quejas y ruegos que asociamos con este tipo de composición y a que nos tienen acostumbrados Garcilaso y Petrarca. En algunas el amor produce sufrimiento, pero precisamente en este sufrimiento consisten los méritos que alega el amante para ganar el amor de la amada. Versos como los que se citan a continuación, cuyos motivos petrarquistas tal vez fueran transmitidos por poetas como Garcilaso, nos llevan lejos del alegre mundo sensual de las anacreónticas:


    Yo te miré, y rendido
prosigo en adorarte; por ti muero
y, nunca arrepentido
de mi querer primero,
cuanto más me atormentas, más te quiero.


(378.51-55)                



   ¿Yo irme? ¿yo no verte? ¿yo olvidarte?
Mi bien, aun sufro poco,
aun no debo alcanzarte:
yo prometo servirte hasta obligarte.


(378.122-125)                


Un sabor petrarquista lo tiene también la alegoría del N.º 336: el poeta (zagal) joven se encuentra en un prado con la musa Erato, quien le anima a dedicarse al amor y seguir a Cupido, «brazo con brazo a tu zagala asido». Para convencerle le muestra un locus amoenus donde la joven pareja pasa a seguir sus consejos. En su primera versión se tituló este poema Canción erótica pastoril (N.º 3366). No se publicó hasta 1797, y entonces apareció con muchos cambios (N.º 336a), pasando luego, con otros cambios y con una estrofa nueva, a la edición de 1820. Erato le promete al zagal que si entra en «las delicias del Parnaso» se encontrará con «muchachos asaz bellos, / cual Villegas, Cetina y Garcilaso» (3366.59-60). En las versiones posteriores Tibulo reemplaza a Cetina; pero el nombre que directa o indirectamente domina este grupo de odas es el de Garcilaso.

La inspiración garcilasiana se declara abiertamente en el título de la Oda XXXV, que es una imitación -muy libre, desde luego- de la Canción II del poeta toledano, imitación que queda patente ya en los primeros versos:




Garcilaso


    La soledad siguiendo,
rendido a mi fortuna,
me voy por los caminos que se ofrecen...





Meléndez


    Por la escabrosa vía
del olvido, señora, y la aspereza
camina el alma mía...


Más adelante se inspira nuestro poeta en otra obra de Garcilaso, la célebre Canción V, Ad florem Gnidi:




Garcilaso


    No fuiste tú engendrada
ni producida de la dura tierra;
no debe ser notada
que ingratamente yerra
quien todo el otro error de sí destierra.


(vv. 61-65)                





Meléndez


    Por Dios, señora mía,
que de hoy más no seáis desdeñosa,
que natura no os cría
tan linda y tan graciosa
para que vos seáis tan rigurosa.


(370.31-35 AF1)125                


Los primeros versos de esa misma canción de Garcilaso encuentran por lo menos dos ecos en los comienzos de estas odas:


    ¡Ay!, si mi humilde lira
volviera el dulce y melodioso acento
que mi pecho le inspira


(376.1-3)                



   ¡Ay Cloris!, si mi llanto
y el suspirar del ánimo encendido
pudieran en ti tanto


(372.1-3)                


El arranque de otro poema nos recuerda el insistente «Salid sin duelo, lágrimas, corriendo» de Salicio en la Égloga I:


Llorad, llorad, mis ojos;
llorad, mis ojos, de sufrir cansados
tantas ansias y enojos,
y corred desatados
en arroyos de lágrimas turbados.


(378.1-5)                


La tercera estrofa del mismo poema modifica el motivo tradicional de los poderes mágicos de Orfeo, reemplazando su música con las lágrimas del poeta y recordando el tratamiento del mismo motivo en la Canción V de Garcilaso:




Garcilaso


    y en ásperas montañas
con el süave canto enterneciese
las fieras alimañas,
los árboles moviese
y al son confusamente los trujiese


(vv. 6-10)                





Meléndez


   ¡Diera naturaleza,
oh diera nuevas aguas que llorase!
¡Diérame tal terneza
que fieras amansase
y pechos más que fieras ablandase!


En cinco de estas nueve odas es, pues, explícita la presencia de Garcilaso; pero se siente también en las demás. En cuanto a su versificación, notemos que de las nueve odas, nada menos que siete emplean la lira, y estancias de ocho y de once versos las otras dos.

William Atkinson afirma que ningún poeta español de la primera mitad del siglo XVIII empleó la lira y adscribe su popularidad entre los poetas de la segunda mitad del siglo a la influencia de Fray Luis de León, recordando oportunamente que después de una larga ausencia de las prensas españolas volvieron a editarse las poesías de Fray Luis en 1761, 1785 y 1790126. Sin que deje de ser cierto todo esto, también lo es que en 1765 se imprimieron en Madrid, por primera vez desde hacía más de un siglo, las obras de Garcilaso de la Vega, y que esta edición debe de haber sido la que envió Cadalso «a un joven poeta» como «reglas del arte»127. Estos versos de Cadalso no constan en sus Ocios de mi juventud, «cuya publicación se autorizó sólo tres meses antes que Dalmiro conociese a Meléndez» (Sebold, p. 90); el «joven poeta» a quien se dirige Cadalso bien podría ser, por lo tanto, nuestro Batilo, quien tenía diecinueve años al llegar Cadalso a Salamanca y a quien Dalmiro llama, precisamente, «un poeta joven» en el título que en 1773 y de su puño y letra puso a la Oda XI de su amigo en uno de sus manuscritos. En el mismo año pone Cadalso en boca de Apolo esta consolación a las Musas, en que nuestro poeta aparece como un nuevo Garcilaso: «Aliéntese el Parnaso; / Meléndez nacerá, si murió Laso» (BAE, LXI, 263b). No cabe duda de que en el ambiente salmantino, y aun sin que interviniese para nada Cadalso, Meléndez pudo muy bien familiarizarse con la poesía de Garcilaso, recién redescubierta; pero la afición especial que por Garcilaso sintió Cadalso, el gran amigo y guía de Meléndez por aquellos primeros años de la década de los 70, debe de haber contribuido también a llevar a este hacia la imitación de los metros, del lenguaje y de la temática garcilasianos.

Veamos ahora una de las odas típicas de este grupo, la XXXVII (N.º 372):


   ¡Ay Cloris, si mi llanto
y el suspirar del ánimo encendido
pudieran en ti tanto
que en mi dolor crecido
quisieras concederme atento oído,  5
   y este crudo tormento
que el corazón me aqueja desdeñado
y el fiero mal que siento
te hubieran ya mudado
y esperara de ti ser escuchado,  10
   también esperaría
que tú de tus rigores te ablandaras
y que de la fe mía
piadosa te agradaras
y que, cual yo te amo, al fin me amaras.  15
   Porque ¿quién, ¡ay!, pudiera
mirarme en tantos males congojado
que no se enterneciera
y me hubiera sacado,
pudiendo hacerlo, de tan mal estado?  20
   Las fieras sanguinosas
hubieran ablandado su crudeza
y fueran más piadosas
que tú con tal belleza,
pues, viéndolo, no dejas la aspereza.  25


Como la mayoría de las nueve odas que ahora nos interesan emplea nuestro N.º 372 la versificación en liras. En estas abundan las rimas fáciles: tres participios en -ado en la segunda estrofa, tres imperfectos de subjuntivo en -aras en la tercera, tres substantivos abstractos en -eza en la quinta. En el mismo Garcilaso no faltan rimas semejantes: aspereza-terneza-torpeza-bajeza (Soneto XXVIII), animoso-furioso-presuroso-congojoso (Soneto XXIX), halladas-conjuradas-pasadas-representadas (Soneto X). Ya advertimos el eco garcilasiano de los versos 1-3; quizás pueda oírse otro en los 21-25 («las fieras que reclinan / su cuerpo fatigado / dejan el sosegado / sueño por escuchar mi llanto triste: / tú sola contra mí te endureciste...», Égloga I, vv. 203 ss.). El tema es sencillo; funciona y se desarrolla en un plano conceptual, donde logra una perfecta coherencia retórica -pero sólo retórica. No se desarrolla en un plano sensorial; el poema es pobre en imágenes, en figuras retóricas y en términos concretos.

Entre los substantivos de esta oda predominan palabras abstractas como ánimo, dolor, mal, fe, estado, aspereza. Corazón apenas puede considerarse ya como término concreto; de las «fieras sanguinosas» no se nos dice cuál es son -son todas las fieras, o cualesquiera, es decir, ninguna determinada. No las podemos ni ver ni oír, ya que nada se nos indica sobre su aspecto físico; sólo sabemos que son feroces (sanguinosas) y crueles (su crudeza). Entre los verbos del poema, frente a uno más bien concreto, como mirarme, y el metafórico ablandar, abundan los afectivos e imperfectivos: pudieran, quisieras, esperaría, se enterneciera, etc. En «si mi llanto / y el suspirar del ánimo encendido» hay sugerencias sensoriales; pero la última palabra es tan fuertemente metafórica que casi ha perdido su valor literal sensorial. Quizás quepa decir lo mismo del verbo ablandar, empleado dos veces por el poeta. Tales expresiones son metáforas muertas, que no producen gran efecto en el poema, ni como metáforas ni como imágenes sensoriales. Aparte de ellas no encuentro más lenguaje figurado que «el fiero mal», donde se manifiesta una ligera tendencia hacia la personificación de lo abstracto.

La evolución de esta oda obedece a un deseo de aproximarse más a la poesía de Garcilaso. Lo que en el ms. A fue duro tormento pasa en el ms. F a ser crudo tormento; pero más notable es el último verso, donde extrañeza (A) pasa por fiereza (F1) y crudeza (F2) hasta quedar en aspereza (F), palabra que tiene numerosos antecedentes en Garcilaso: aspereza en los Sonetos II y XXVIII, la Égloga III y las Canciones IV y V (dos veces en esta), además de áspera mudanza, áspera corteza, áspero camino, ásperos caminos, áspero caballo y ásperas montañas (estos dos últimos ejemplos de nuevo en la Canción V), etc.

En alguna de las nueve odas que nos ocupan, como la que acabamos de examinar, no puede hablarse de ningún ambiente; pero donde se nos presenta un ambiente, este suele ser de tipo pastoril. El poeta es pastor o zagal, su amada es zagala y reside en una choza; él la canta con el rabel entre «ninfas y zagalas y pastores» (376.15). En este último verso se manifiesta el otro elemento que a ratos acompaña el pastoril: las figuras mitológicas que comparten el paisaje rústico con los zagales y zagalas. En la versión primitiva de la Oda I aparecen Erato y Cupido; después se les juntan, primero Venus, y en la edición de 1820 también Apolo. En la Oda XLI el sol es «Febo en carro de oro», y «la citérea diosa» abraza y besa a la ninfa que es María Andrea de Coca. Este bucolismo pagano está, por supuesto, dentro de la mejor tradición renacentista. La excepción entre nuestras odas la constituye la VII, de la que hablaré más adelante, pero de la que podemos notar ya que se sitúa en un ambiente moderno y en cierto sentido realista, ya que refleja el mundo en que realmente vivía el poeta, y lo refleja en versos que se destacan precisamente por su lenguaje concreto y sus imágenes:


    el brío y ligereza
con que los blancos dedos gobernaba
y la gentil destreza
con que el clave tocaba
y con su dulce voz le acompañaba


(342.11-15)                


Cito estos versos de la redacción primitiva, donde ya vemos el clave, nota muy moderna y urbana entre tantos rabeles, liras y otros instrumentos del gusto de los pastores ficticios. Antes de publicar esta oda en 1785 cambió Meléndez la dulce voz en amable voz, efectuando una apenas perceptible pérdida sensorial, y los blancos dedos en albos dedos, conservando el color pero «elevando» el lenguaje.

Como el poema que hemos analizado más arriba, las demás odas de nuestro grupo tienden hacia un vocabulario abstracto: amores, gloria, dolor, esperanza (N.º 371), olvido, tristeza, crudeza, tino, ira, rigor, temores, desdén, llaneza, fe, contento (N.º 370). También se caracteriza este lenguaje por el intento de elevar el estilo mediante arcaísmos (muy más, 370; do, conocello, 371), cultismos (crudo, 371) y vocablos que, si bien no caen ni en una categoría ni en otra, evitan por lo menos las expresiones más corrientes e idiomáticas (tornéis, feneciendo, 370).

También podemos generalizar la escasez de imágenes que notamos en el N.º 372, aunque por supuesto no llega siempre al mismo grado. Ya mencionamos la escena bucólico-anacreóntica que se nos presenta en la Oda I, compuesta sobre todo de lugares comunes pero donde no falta algún detalle exacto, como:


    Mira las palomitas
cuál bullen amorosas,
y susurran gozosas
punzantes abejitas.


(336b.65-68)                


Se nos sugiere el movimiento de las palomas, y con las abejas se asocian sensaciones auditivas y táctiles, aunque en ambos casos la imagen sensorial va acompañada de una personificación sentimental (amorosas, gozosas). Otra escena pastoril, más que presentársenos, se nos sugiere rápidamente, por medio de la mención de ríos, ganados y rabel (378.91 ss.). Ciertas imágenes aparecen con una función metafórica que domina y diluye su valor sensorial, como sucede con arroyos de lágrimas (378.5) y «dos amargos ríos» (también de lágrimas, 378.7). Lo mismo podría decirse de la imagen del camino, la senda y la vía que aparece en los N.os 370 y 381 y que con función también metafórica aparece igualmente en Garcilaso («el camino estrecho de seguiros», Son. XXXVIII). En otras expresiones el poeta tiende hacia una adjetivación más afectiva que sensorial, o que en lo sensorial no pasa de sugerir lo más evidente, lo menos específico. ¿Qué contenido sensorial podemos hallar en «tu bello rostro regalado», «tus ojos celestiales», «tu rostro amoroso» (371), «el campo más hermoso», «una ninfa bella», «el cielo hermoso» (376)? Con «la canción sonora» (376) se nos sugiere, efectivamente, una impresión auditiva; pero no se especifica, ya que toda canción es, forzosamente, sonora; y con «las pintadas aves» (376) se nos indica que estas son (forzosamente) de algún color, o quizás de varios colores, pero no llegamos a saber de cuáles.

Las imágenes que más llaman nuestra atención en todas estas odas aparecen, de modo sorprendente, en medio de un extenso y algo cansado lamento en liras escrito en 1777 y probablemente relacionado con la enfermedad o con la muerte del hermano del poeta. Allí leemos, siguiendo la redacción primitiva:


    Si al campo con la Aurora
salgo alguna mañana a recrearme,
las lágrimas que llora
sirven de recordarme
que en lágrimas también debo emplearme,
   y así de nuevo lloro,
y lloro de manera que parece
que aumenta su tesoro
y en llanto el Alba crece
y de nuevo conmigo se enternece.
   Luego no dulce canto
suena de pajarillos, mas ruïdo
y horrísono quebranto:
el cuervo da un aullido [!],
y el búho le responde con chillido.


(382.41-55)                


En la edición de 1797, amén de otras modificaciones, las lágrimas de la Aurora pasan a ser aljófar; ya antes había corregido el poeta el desgraciado aullido del cuervo en un graznido. Pero lo que más nos interesa aquí es la fuerza de los sentimientos del poeta, que transforma y distorsiona sus sensaciones, de modo que «el dulce canto» de los pajarillos se percibe como «ruïdo / y horrísono quebranto». Esta transformación afectiva de la naturaleza tiene su semejanza con la estrofa 15 de la Égloga I de Garcilaso, pero se acerca tal vez más a unos versos de Cadalso, quien, desterrado en Aragón, escribe:


El cielo se muestra
airado y tremendo;
las yerbas sus verdes
matices perdieron;
las aves no forman
sus dulces conciertos,
como acostumbraban,
de armoniosos metros.
Del sueño no grato
cuando me despierto,
sólo oigo la ronca
voz del negro cuervo,
murciélago triste,
gavilán siniestro,
o de otros iguales
para mal agüero.


(BAE, LXI, 269b)                


Aún más del caso son sus versos A la muerte de Filis:


   En lúgubres cipreses
he visto convertidos
los pámpanos de Baco
y de Venus los mirtos;
cual ronca voz del cuervo
hiere mi triste oído
el siempre dulce tono
del tierno jilguerillo;
ni murmura el arroyo
con delicioso trino:
resuena cual peñasco
con olas combatido...


(BAE, LXI, 275a)128                


Tanto en los versos de Meléndez como antes en los de Cadalso, las impresiones sensoriales son el nexo entre el yo del poeta y el mundo ambiente; y afectado el yo por el dolor, los sentidos parecen funcionar al revés, proyectando sobre el ambiente, y en forma sensible, las emociones del yo y transformando este ambiente hasta que refleja la tristeza o el tedio del observador. Es un proceso que, según explica Sebold en su artículo sobre «Enlightenment Philosophy...», va más allá que los versos aludidos de Garcilaso, porque se fija sobre todo en la conciencia (y yo diría que también en los mismos sentidos) del poeta, sonando así una nota romántica (¿prerromántica?) en un poema y un grupo de poemas de corte renacentista.

Nuestras nueve odas pasan, como tantos otros poemas de Meléndez, por un proceso de enmiendas, tan numerosas en algunos casos (v. gr., la Oda I) que crean lo que en efecto son poemas nuevos, más bien escasas en otros. Una constante de este proceso son los esfuerzos por elevar el estilo por medio de arcaísmos, de cultismos o de la eliminación deliberada de términos corrientes y vulgares. Así vemos en el N.º 378 que cual reemplaza como, fiero pasa a ser crudo, y crudeza sustituye a extrañeza. Un tosco rabel (336b.6) se convierte primero en dulce rabel (336a.6 Y) y finalmente en fácil rabel. La comparación más bien directa y sencilla de la primera versión de la Oda I, «más fresca que una rosa», pasa en la edición de 1797 a ser «cual purpurante rosa» (336a.14). Los mejores días que aparecen todavía en 1785 llegan a ser más claros días en 1797 (382.29). Igualmente pasan las secas mejillas a ser áridas mejillas (382.20) y, según vimos, las lágrimas a ser aljófar (382.43). En vez de muy segura la edición de 1797 imprime muy más segura (370.26); en vez de en morir, feneciendo (370.25). Es instructiva para el caso la evolución de cuatro versos ya citados de la Oda I:




Ms. O


   Mira las palomitas
cuál bullen amorosas,
y susurran gozosas
punzantes abejitas





Ed. Y1


    Ve cuál las palomitas
se arrullan amorosas,
y susurrar gozosas
punzantes abejitas





Ed. Z


    Oye bullir sonantes
las melifluas abejas,
oye arrullar sus quejas
cien tórtolas amantes


La edición Y1 (1797) se diferencia relativamente poco del manuscrito, aun que sí reemplaza bullen con el más preciso, y quizá más propio, arrullan, y escribe Ve en vez del más coloquial Mira. La edición Y2 se diferencia de la Y1 sólo en el tercer verso, que reza «o susurrar gozosas». Tanto en O como en Y hay cierta impropiedad en hacer depender las sensaciones auditivas de un verbo de la vista. Esta impropiedad desaparece en Z. También desaparecen los diminutivos. El verbo susurrar es sustituido por el más culto bullir sonantes; las palomitas se convierten en tórtolas. Las abejas (antes abejitas) ya no son punzantes, sino melifluas. En vez de ajustarse al orden de la rima (abba), la colocación de verbos y substantivos hace ahora el contrapunto a este orden (rima abba, sintaxis verbo-substantivo-verbo-substantivo). Aunque se mantiene la personificación de las tórtolas, desaparece la de las abejas. En resumen, los versos se van apartando de la expresión directa, con visos de espontánea, hacia algo más exacto a la vez que más artificiosamente construido y más deliberadamente alejado del nivel coloquial. También añade la edición de 1820 toda una estrofa a la Oda I, estrofa descriptiva del templo de Venus. En las demás estrofas, aumentan, en comparación con las versiones anteriores, los latinismos, v. gr., célicas delicias, ara, estro, nudas.

En algunos casos podemos hablar también de una tendencia hacia la precisión. El duro desdén de los mss. AF pasa a ser en el ms. C y la edición X (1785) crudo desdén. En Y1 leemos injusto desdén; pero con Y2 vuelve el poeta a una expresión metafórica de cierto contenido sensorial, helado desdén (370.20). El verso «que de hoy más no seáis desdeñosa» (AF) acaba en Y como «que los ojos a mí tornéis piadosa» (370.32). «Mis labios sus colores han perdido» (F1), pasando por «y su color los labios han perdido» (X), llega en Y a una mayor precisión, «y su carmín los labios han perdido» (382.17). En todos estos casos vemos la evolución, entre 1785 y 1797, hacia la expresión de contenido concreto y exacto.

El proceso de eliminar o templar los elementos eróticos, que ya hemos visto en algunas poesías de metros cortos, también puede observarse en estas odas, señaladamente en la I. En ella se ven, en el ms. O, unas mesas «de sátiros servidas» que en Y son «de Cupidos servidas» y en Z «de amorcitos servidas». El paso del sátiro, encarnación de la sexualidad desenfrenada, al amorcito, elemento juguetón de los decorados rococó, es instructivo. Algo semejante ocurre en la conclusión de la oda, que en O reza:


y a quién más pudo amar allí probamos,
juntando el alma, el corazón, el pecho;
y en ternuras deshecho
gocé de las delicias de Cupido,
brazo con brazo a mi zagala asido.


La versión de las ediciones (1797 y 1820) es:


y quién más pudo arder allí probamos,
y ella mi amor, y el suyo yo vencía.
Desde tan fausto día [«y de tan f. d.» en Y1]
sigo, siervo feliz, sigo a Cupido,
brazo con brazo a mi zagala asido.


No es muy atrevida la versión primitiva; pero la publicada, sin excluir toda posibilidad del amor físico (arder), lo vela con aún más cuidado. Ya no se juntan los pechos; y «gocé de las delicias de Cupido», expresión discreta pero que incluso por su referencia temporal específica (gocé) sugiere los placeres sensuales del amor, se convierte en «sigo a Cupido», frase más abstracta a pesar de la personificación del amor.

Entre nuestras nueve odas se destaca la VII, De la voz de Filis (N.º 342), por su tema, semejante al de la serie de odas Galatea, o La ilusión del canto, y por la relativa abundancia de sus imágenes, sobre todo, por supuesto, las auditivas, aun cuando se desarrollan poco. También, según ya notamos más arriba, se distingue por el ambiente ciudadano moderno, a pesar de identificarse el poeta, en el último verso, como zagal o pastor (AF). Con todo, esta oda emplea, como la mayor parte de las que ahora estudiamos, la versificación en liras; y contiene recuerdos no sólo de Garcilaso («Amable lira mía», v. 1) sino también de otros poetas del siglo XVI. El «son sabroso» (v. 27) de la voz de Filis recuerda el «cantar sabroso no aprendido» de las aves en la Vida retirada de Fray Luis de León; y los versos siguientes, por su tono exclamatorio y su anáfora, parecen ecos de una estrofa de San Juan de la Cruz:


    ¡Oh voz dulce y sabrosa!
¡voz que me tiene todo embelesado!
¡oh garganta lustrosa!
¡pecho tierno y nevado,
de do tono tan blando ha resonado!


(342.51-55 A)                


En las ediciones la anáfora es aún más insistente, rezando el primer verso: «¡Oh voz! ¡oh voz graciosa!» El segundo verso acaba en YZ como «¡voz que todo me lleva enajenado!» En el tercer verso lustrosa es sustituido por armoniosa a partir de Y2. Los versos de San Juan son:


    ¡Oh noche, que guiaste,
oh noche amable más que el alborada,
oh noche que juntaste
Amado con Amada,
Amada en el Amado transformada!


(Noche oscura)                


Vemos, pues, que a pesar de su desviación temática esta oda también tiene sus raíces en la gran producción lírica del primer Siglo de Oro.

La oda que hemos analizado como típica (N.º 372) lo es en varios respectos, pero no en su extensión. Con sus 25 versos es una de las más breves del grupo; la más extensa consta de 145 versos en su primera versión, y la extensión media de las nueve odas, en su versión primitiva, es de 71 versos (extensión mediana, 75 versos). Dos de las odas existen en versión única; tres tienen el mismo número de versos en su versión primera y en las subsiguientes; una (la I) añade, en la edición Z, una estrofa, ya mencionada más arriba; y tres de las nueve odas sufren, después de su primera versión, una poda: de 145 versos a 125, de 75 a 70, y de 115 a 105. En vista de la tendencia ampliadora de Meléndez, sorprende la relativa frecuencia, en este grupo reducido, de los poemas cercenados. Entre las 31 odas anacreónticas de este mismo período, sólo son podadas dos, las XXXV y LXIV.

De las nueve odas, el poeta sólo publicó tres. En la edición de 1785 aparecieron De la voz de Filis y El desdén injusto, a las que añadió la edición de 1797 La visión de Amor; pero en la última selección que hizo Meléndez, la de la edición de 1820, queda eliminado El desdén injusto, cuyo subtítulo es precisamente imitando a Garcilaso, y sólo sobreviven las otras dos odas, la segunda de ellas muy cambiada en sucesivas redacciones.




ArribaAbajoOdas «latinas»

Frente al grupo de nueve odas renacentistas o garcilasianas podemos identificar otro, también de nueve odas, que yo llamaría latinas u horacianas. Se trata de las siguientes:

Oda IV, Al Amor, confesándose rendido (N.os 339, 339a)

V, A don Salvador de Mena, en un infortunio (N.º 340)

VIII, A Lisi: que siempre se ha de amar (N.º 343)

XI, Al Capitán Don José Cadalso, de la dulzura de sus versos sáficos (N.º 346)

XII, La reconciliación (N.os 347, 347a)

XVII, Himno a Venus (traducido) (N.º 352)

XXII, Filis rendida (N.os 357, 357a)

XXXVIII, «Ya siento, alado niño, que me amparas» (N.º 373)

XLIV, «Cuando te peinas, Lálages divina» (N.º 379)

Como en el grupo anterior, dominan aquí los temas amorosos. Siete odas tratan tales temas; una (la XI) es un canto a Cadalso y a su arte; y una (la V) es una consolatoria estoica que desarrolla el tema indicado por el primer verso, «Nada por siempre dura». Aunque no se publicó hasta 1797, los manuscritos y los datos biográficos de que disponemos permiten fecharla hacia 1775-76.

Del mismo modo que en las odas que antes nos ocupaban encontrábamos repetidos recuerdos de los poetas del siglo XVI, y señaladamente de Garcilaso, en estas notamos la presencia de los poetas latinos, y sobre todo de Horacio. Colford (pp. 147-148) ha señalado el parentesco entre los Amores (I, ii) de Ovidio y la Oda IV:


En ego confiteor: tua sum nova praeda, Cupido;
porrigimus victas ad tua jura manus.
Nil opus est bello: veniam pacemque rogamus,
nec tibi laus armis victus inermis eros129.


Citemos al lado de estos versos los primeros de la Oda IV, en su redacción primitiva:


    ¿Qué más quieres, Amor? Ya estoy rendido;
el corazón tus flechas me han llagado,
devoto invoco tu favor sagrado;
tu esclavo soy, si tu enemigo he sido
      con furor obstinado.


(339a AF1)                


La Oda VIII concluye con la exhortación, referida a los placeres del amor, «¡Ay! gózalos, Filena, ve tu engaño / y a la vejez no esperes» (343.24-25 F). El tema es el tratado por Garcilaso, Góngora, Ronsard, Marvell y tantos otros poetas, originado en el Idilio XIV de Ausonio: «Collige, virgo, rosas dum flos novus et nova pubes, / et memor esto aevum sic properare tuum». Las ediciones de la Oda VIII eliminan el nombre y cambian el verbo: disfrútalos en 1785, y cógelos a partir de 1797, verbo en el cual vemos un eco textual y hasta etimológico del collige latino.

La reconciliación es un canto amebeo en liras, un diálogo entre Lidia y Fileno (Batilo en el ms. F), dos amantes que después de acusarse de infidelidad acaban reconciliándose. Tanto el fondo como la forma recuerdan la Oda IX del tercer libro de Horacio, «Donec gratus eram tibi», en la cual, también en estrofas alternadas, discuten Lidia y su amante (anónimo aquí), para terminar en una reconciliación. Tampoco falta el recuerdo textual, aunque sólo a partir de la edición de 1785, que cambia el verso 20 («y en regalados besos me besaste, F1) en «y en tus cándidos brazos me enredaste», verso donde oímos un eco del horaciano «nec quisquam potior brac chia candidae / cervici juvenis dabatm» («y ningún joven preferido rodeaba de sus brazos ese blanco cuello»). Ya se ve que la candidez ha pasado del cuello a los brazos; pero la comparación de cándidos brazos con bracchia candidae no deja lugar a dudas.

A primera vista se ve uno tentado a buscar fuente horaciana también para la oda «Cuando te peinas, Lálages divina» (N.º 379), ya que aparece una Lálage en la celebérrima oda I.xxii («Integer vitae»); pero no encuentro tal fuente130. El tono y el estilo del poema me recuerdan los de algunos poetas neolatinos que por estos años traducía Meléndez (sus Besos de Amor se escribieron entre 1776 y 1781, y la Oda XLIV no es posterior a 1777); pero tampoco he dado con ninguna fuente posible. La misma dificultad la presenta el Himno a Venus, «traducido» según la edición de 1820, aunque sin indicación del original. No aclaran el asunto las ediciones anteriores ni los dos manuscritos que de este poema se conservan, ya que en ninguno de estos textos se identifica como traducción. Alguna semejanza guarda con un himno a Venus, «Scendi propizia», de Metastasio (cf. «Desciende del Olimpo, alma Citeres», v. 1); pero no es lo que se llamaría traducción del poema metastasiano. Tampoco hay relación más que la superficial del primer verso entre nuestra oda y la III.iv de Horacio («Descende caelo et dic age tibia / regina longum Calliope menos»), que además no tiene que ver con Venus. La fuente del poema, sobre todo si de veras se trata de una traducción, es, pues, otra. Nuestra Oda V, A don Salvador de Mena, en un infortunio, aconseja la ecuanimidad y los consuelos de la amistad ante los vaivenes de la fortuna y la inestabilidad de todo lo terreno. Tiene alguna semejanza, según me ha señalado Alan Kenwood, con el comienzo de la Oda IX del tercer libro de Horacio; pero su espíritu horaciano parece filtrado por Fray Luis, a quien recuerda también la versificación en liras, sin que yo haya dado con ninguna fuente específica.

Vemos, pues, que si bien no puede señalarse fuente latina para cada oda de este grupo -o por lo menos no puedo señalarla yo-, sí surgen con cierta insistencia los textos latinos o las evocaciones de posibles textos latinos. Pero no se trata de buscar fuentes exactas, sino de definir un espíritu, una modalidad poética; y a ella contribuyen, tanto como las fuentes, o más, otros factores que hemos de estudiar. Uno de ellos es la versificación. Entre las nueve odas del grupo renacentista contamos sólo dos que no empleen la lira; con las nueve odas latinas nos encontramos con todo lo contrario: sólo dos de ellas están escritas en liras. El censo estrófico de este grupo es el siguiente:

LIRA: 2 odas (V, XII)

CUARTETO-LIRA: 3 odas (XI, XVII, XXII)

QUINTETO CON HEPTASÍLABO (ABBAb): 3 odas (IV, VIII, XXXVIII)

ESTROFA SÁFICA: 1 oda (XLIV)

El cuarteto-lira parece haberse originado en el Renacimiento; lo usa Fray Luis en algunas traducciones de los Salmos y de Horacio, y lo emplea también Francisco de la Torre131. Su uso se desarrolló sobre todo en el siglo XVIII, citándose a nuestro poeta como innovador notable en sus variaciones (Navarro, p. 294). El quinteto con heptasílabo, o «quintilla real with one heptasyllabic line», parece haber originado en el siglo XVIII, según Dorothy C . Clarke132. Mi distinguida maestra nos refiere a poesías de Cadalso y de Iglesias de la Casa (ibid), y Navarro menciona a los mismos, junto con Noroña y Meléndez. Cadalso emplea este quinteto en su Injuria el poeta al Amor. La estrofa sáfica se introduce en el Renacimiento a imitación de la versificación latina, y ya la emplea para traducir a Horacio el Brocense. Villegas, tan admirado de los líricos salmantinos, la utiliza en su oda Al céfiro; y la encontramos en casi todos los poetas de la segunda mitad del siglo XVIII, entre ellos Cadalso. Dos de las composiciones más célebres de Dalmiro -composiciones que además, según veremos, celebró especialmente nuestro Batilo- son sus Sáfico-adónicos a Cupido (Sobre los peligros de una nueva pasión) y otros sáficos A Venus (BAE, LXI, 266).

Lo que tienen en común estas estrofas (exceptuando ahora las liras) es su aproximación a la versificación latina. Ya Francisco de Medrano utilizó varias formas del cuarteto-lira para imitar el movimiento rítmico de distintas estrofas horacianas (Navarro, pp. 238-239). El propósito imitador de la estrofa sáfica no necesita comentario; en cuanto al quinteto con heptasílabo, no me parece muy atrevido ver en él una variante rítmica del patrón ya establecido en la estrofa sáfica y la de la Torre, siendo todas ellas adaptaciones de la estrofa sáfica empleada por Horacio en algunas de sus odas más conocidas. Vemos, pues, que de la misma manera que entre las otras nueve odas predominaba la lira de abolengo garcilasiano, en estas prevalecen las estrofas más o menos inspiradas por Horacio. Métricamente estamos lejos de la canción renacentista con sus complicadas estancias.

Entre las odas sáficas de Meléndez, la XLIV es la primera, y en ella el poeta titubea en cuanto a rimar sus versos. En principio, la estrofa sáfica consiste en versos sueltos; pero ya otros poetas, entre ellos Cadalso, habían introducido la rima. El poema de Meléndez consiste en cinco estrofas, de las cuales la primera asonanta los versos segundo y tercero; la segunda y la tercera asonantan los versos segundo y cuarto; y la cuarta asonanta los versos primero y tercero, y segundo y cuarto. En su primera redacción la estrofa quinta asonantaba los versos segundo y cuarto; pero el poeta la enmendó a cuatro versos sueltos. En otras palabras, Meléndez, aquí, parece estar francamente inseguro ante la estrofa sáfica, porque no hay manera de reducir a sistema lo que ha escrito.

Examinemos ahora una de estas odas latinas, que es además una de las más antiguas composiciones de nuestro poeta. Se trata de la Oda XI, Al Capitán Don José Cadalso, de la dulzura de sus versos sáfticos, poema compuesto en 1773. Entre las poesías de Meléndez sólo hay una cuya anterioridad podemos asegurar, el Idilio sacro a Santo Tomás (N.º 168), escrito entre 1768 y 1770. Es probable que también sea anterior la Oda anacreóntica LX, «Si es, Cinaris, forzoso» (N.º 61), y posible que lo sea la Elegía II, En la muerte de Filis (N.º 311). Pero veamos nuestra oda, y veámosla en su versión más antigua, conservada en una copia de puño y letra de Cadalso, quien también le habrá puesto el título que nos permite fechar el poema. En el manuscrito leemos lo siguiente:




Canción de un poeta joven (don Juan Meléndez Valdés, de 19 años de edad) en alabanza de su amigo Dalmiro133


   Caro Dalmiro, cuando a Filis suena
tu armoniosa lira,
el río por oírte el curso enfrena
y el mar templa su ira.
   Sacan las Ninfas la dorada frente  5
coronada de flores;
suelta Neptuno el húmido tridente
y escucha tus amores.
   Los encontrados vientos se adormecen;
sopla Céfiro blando;  10
y los marchitos prados reflorecen,
cuando tú estás cantando.
   Desde el Olimpo baja Citerea,
¡tanto tu voz le agrada!,
y con el dulce canto se recrea,  15
de su Marte olvidada.
   Tus consonancias siguen arrullando
sus nevadas palomas;
sus cupidos contino están tirando
sobre ti mil aromas.  20
   Las vagorosas y parleras aves,
viendo a la cipria dea,
modulan en cromáticas süaves
el canto que recrea.
   Con trinados y tonos no aprendidos  25
le dan la bienvenida;
y oyendo de tu lira los sonidos
queda su voz vencida.
   Tú en tanto reclinado estás cantando
sus loores divinos,  30
y el favor de la Venus implorando
en mil sáficos hinos.
   Todo, al oírte, calla: tu voz suena
con acento amoroso,
y el alma embebecida se enajena  35
en éxtasi glorioso.
   Pues, no cese, poeta soberano
tu son dulce y subido,
don que Febo te dio con larga mano
y que tú has merecido.  40


El manuscrito A, basado en textos preparados por el mismo poeta, anota: «Esta oda la dirigí a mi apreciable amigo D. José Cadalso con motivo de haber éste compuesto dos delicadísimas odas en versos sáficos a Venus y Cupido». Estas son las ya mencionadas, «Niño temido por los dioses y hombres» y «Madre divina del alado niño» (BAE, LXI, 266). A pesar de esta inspiración, la oda de Batilo no emplea la estrofa sáfica, sino el cuarteto-lira con doble rima, AbAb. El poeta se ha propuesto ensalzar el talento poético de su amigo, y para ello se ha valido de un elemento importante de la leyenda de Orfeo: el poder mágico del canto, sus efectos sobre la naturaleza animada e inanimada. En este caso, el canto es, según identificación tradicional, la poesía: Dalmiro toca la lira y está cantando, primero a Filis (en el contexto de los sáficos a Cupido se dirige Dalmiro a la «sombra de Filis») y luego a Venus; y le escuchan transformados por su canto la naturaleza inanimada (el río, los vientos, el mar), las plantas («los marchitos prados reflorecen»), las aves y los pobladores míticos de aquel paisaje: Neptuno con su séquito de ninfas, y Venus con el suyo de cupidos.

La comparación con Orfeo, implícita aquí, es explícita en otra oda que dirige Meléndez a Cadalso (la XXVI) y en las que el mismo Cadalso dirigió a Nicolás de Moratín (BAE, LXI, 264). Implícita está también en el comienzo de la Canción V de Garcilaso; y en efecto hay en la oda que nos ocupa ecos tanto de Garcilaso como tal vez de Fray Luis. Nuestra primera estrofa recuerda la de la oda Ad floreen Gnidi no sólo en el tema, sino hasta en la rima lira-ira. En «Sacan las Ninfas la dorada frente / coronada de flores» cabe ver una imitación de los versos 69-72 de la Égloga III de Garcilaso:


Peinando sus cabellos de oro fino,
una ninfa del agua do moraba
la cabeza sacó, y el prado ameno
vido de flores y de sombras lleno.


Los «trinados y tonos no aprendidos» de las aves recuerdan el «canto no aprendido» de las aves en la Égloga II (v. 68) y el «cantar sabroso no aprendido» que les atribuye Fray Luis (Vida retirada, v. 32). El verso 80 de la misma oda de Fray Luis, «tendido yo a la sombra esté cantando», queda reflejado en «Tú en tanto reclinado estás cantando»; y en las dos estrofas finales puede verse, según me sugiere Alan Kenwood, un eco de la conclusión de la Oda III de Fray Luis, A Francisco de Salinas. La inspiración clásica y el metro imitador de los metros clásicos se ven, pues, combinados aquí con reminiscencias de los poetas castellanos del siglo XVI.

Si en la Oda XXXVII predominaba un vocabulario abstracto, en la XI sucede todo lo contrario. Frente a contados substantivos abstractos como ira, amores, favor, éxtasi, abundan los concretos: lira, río, tridente, prados, palomas, trinados, voz, son, mano, etc. Lo concreto predomina también, aunque en proporción algo menor, entre los verbos. Si podemos considerar abstractos unos verbos como agrada, se recrea, se enajena y has merecido, más hay de contenido concreto: suena, enfrena, sacan, suelta, reflorecen, baja, están tirando, calla, dio. Los arcaísmos quedan limitados al poético contino; pero cuento tres latinismos: caro, que no aparece en el Diccionario de Autoridades con este significado de 'amado', húmido y dea («la cipria dea»).

Esta oda no se mueve, como la otra, en un plano sobre todo retórico, sino que se desarrolla mediante imágenes sensoriales relativamente abundantes y variadas. Predominan, como es lógico, las auditivas, referidas no sólo al canto de Dalmiro, sino también al de las aves; pero las hay también visuales (la «dorada frente» de las ninfas, «coronada de flores»; el reflorecer de «los marchitos prados»; las «nevadas palomas»); táctiles («el húmido tridente» y el soplo del céfiro); y hasta olfativa («mil aromas»). En general, son imágenes algo rudimentarias, rápidos apuntes más que cuadros muy elaborados. Frente a las notas exactas, pero tradicionales, de las «nevadas palomas» y del «húmido tridente» encontramos otras que no llegan a definir la sensación que al parecer quieren darnos: ¿qué flores son las que coronan la frente de las ninfas o que aparecen en los prados revivificados? ¿y qué tiran los cupidos sobre Dalmiro? Decir «mil aromas» es casi lo mismo que no decir ninguno; es sólo evocar la idea de aroma, sin darle ninguna consistencia sensorial en el poema. Sin embargo, las imágenes se combinan para crear un cuadro muy del gusto rococó: en un paisaje variado y ameno (río, mar, prados, flores, céfiro, pájaros) ocupan el primer plano la figura del poeta, Dalmiro, y la de Venus, esta con acompañamiento de palomas y putti, mientras que en el fondo se ve a Neptuno y su séquito de ninfas. El ambiente de este poema no es el pastoril ni el ciudadano, sino una naturaleza animada y compenetrada con el mundo mitológico. Este se nos presenta en figuras muy conocidas, pero en general hábilmente relacionadas con el tema: Venus es, en efecto, el personaje a quien se dirige una de las odas de Cadalso celebradas aquí; Apolo es, naturalmente, quien ha otorgado a Dalmiro el talento poético; y Marte, el amante de Venus, refleja también la profesión militar del poeta celebrado.

El lenguaje figurado de la oda está en parte implícito en el tema órfico, que supone la personificación o animación de la naturaleza («el mar templa su ira», «Los encontrados vientos se adormecen») y en la identificación tradicional de poesía con canto y con determinados instrumentos musicales (v. gr., la lira). El «dulce canto» es una metáfora casi muerta; más sugeridora es la de las «nevadas palomas», donde a la nota de color se añade la sugerencia de frialdad y pureza, que contrasta con la función de las palomas como aves de Venus. En «la dorada frente» de las ninfas vemos sinécdoque (frente por cabeza) y también la metáfora poco original que alude al cabello rubio. Hay, pues, en esta oda cierto elemento figurado, pero no es un poema de lenguaje intensamente figurado.

De la Oda XI se conservan cuatro versiones manuscritas además de las tres impresas, versiones que ofrecen muchas variantes. De 40 versos en el manuscrito de Utrecht y en el A, la oda pasa a 44 versos en los manuscritos C y F y en las ediciones de 1785 y 1797, acabando con 64 versos en la edición de 1820. La ampliación final añade imágenes, más precisas y más desarrolladas que las de la versión primitiva. Los cupidos, por ejemplo, además de tirar «mil aromas», «tan fino amar tiernos oyendo, / una guirnalda bella / de mirto y rosas y laurel tejiendo, / ornan su sien [la de Venus] con ella» (346.21-24). No callan todos los pájaros, sino que «Filomena sólo, que enardece / tan celestial encanto, / en blandos píos remedar parece / las gracias de tu canto» (33-36). También se insiste en la dulzura de los «sáficos himnos»,


bien que de Fili la llorosa historia
renuevan en el alma
   y aquel brillar cual fósforo esplendente
que raudo cruza el cielo,
para hundirse en el lóbrego occidente,
dejando en luto el suelo.


(47-52)                


Esta última imagen se parece a la empleada en la Oda anacreóntica XXVI (27.11-12), pero adquiere aquí un mayor desarrollo. En todas estas imágenes se aprecia un grado mayor de exactitud y de complejidad que en las de la versión primitiva. Aunque después de las primeras versiones se elimina el cultismo dea y se sustituye por diosa, en otros pasajes se acentúa la tendencia latinizante. El dulce canto se convierte en plácido canto en 1797 y en canoros trinos en la versión final. Marte llega a ser Mavorte a partir de 1797. Las nevadas palomas pasan a ser cándidas en 1785. Y la sintaxis sencilla de «Tú en tanto reclinado estás cantando / sus loores divinos», conservada en todos los manuscritos y las dos primeras ediciones, cede ante el hipérbaton en la edición final: «mientras que de Dione los loores / renovando divinos».

El entusiasmo que siente Batilo ante los versos de su amigo lo ha tratado de expresar mediante las reacciones de la naturaleza y de los personajes míticos que la habitan, pero también se ha valido de otros recursos que crean en nosotros la impresión de un canto animado. Uno de estos recursos es la alternación de los endecasílabos y de los rápidos heptasílabos. Otro es la acentuación en primera sílaba, que da a los versos afectados un arranque vigoroso. Véanse los versos 1, 5, 7, 10, 14, 22, 28 y 33 de la versión primitiva: casi todos ellos empiezan con un dáctilo vivaz. No creo que sea accidental esta acentuación, porque si bien la versión final elimina el acento inicial en dos de los versos citados, lo introduce en otros cuatro. «Tus consonancias siguen arrullando» se convierte en la edición de 1820 en «Siguen tus blandos ayes arrullando»; se introduce en la misma edición un verso nuevo, «ornan tu sien con ella»; y ya en algunos manuscritos, y en todas las ediciones, el verso penúltimo del manuscrito de Utrecht es enmendado para empezar con el imperativo «goza». La mayor parte de estos textos añaden también una estrofa final que recoge en su primer verso el mismo ritmo:


   Gózale; y en mi oreja siempre suene
tu derretido acento,
que de ternura celestial me llene
y de inmortal contento.


(ed. de 1820)                


Además, las ediciones, como para insistir más en el acento dactílico del primer verso, cambian «Caro Dalmiro» en «Dulce Dalmiro». La aliteración debe de haber compensado la pérdida del latinismo.

Buena parte de lo que hemos estudiado en la Oda XI puede también encontrarse en las demás del grupo en que la hemos incluido. Si en La reconciliación vuelve a aparecer el ambiente pastoril, en otras odas el ambiente o la situación retórica sugiere el mundo clásico. En las Odas IV, XXII y XXXVIII el poeta se dirige al Amor; la XVII es un himno a Venus. En Filis rendida la unión amorosa de dos pastores se presenta en términos mitológicos:


    Con lazo delicioso
Amor por aumentarme los placeres
nos anudó gustoso
y su beso nos dio grata Citeres.
   Las Gracias revolantes
en torno con mil coros nos cercaban
y con himnos amantes
«Ven, Himeneo, ven», dulces cantaban.


(357a29-36, en el ms. A, la versión más antigua)                


Cuando el poeta quiere convencer a su amigo Mena de la vanidad de los dones de la Fortuna, recurre a comparaciones clásicas:


   Fuera yo un César, fuera
el opulento Creso, ¿acaso iría
mayor si me midiera?


(340.36-38)                


Tiende, pues, a tratarse en estas odas de un mundo poblado por los dioses y los héroes de la Antigüedad, aun cuando se ven a veces reducidos a la estatura «doméstica» que Joaquín Arce asocia con el gusto rococó.

De la misma manera que aparece en estas odas, entre los bastidores clásicos, el mundo pastoril, así se insinúa también alguna forma lingüística que nos recuerda el lenguaje de Garcilaso. Por ejemplo, el infinitivo asimilado al complemento pronominal aparece llamado por la rima, y de allí se introduce, forzosamente y para ser consecuente, en posición no final:


    Pues sigue, ¡oh niño!, en tu favor piadoso;
sigue y ablanda mi Fenisa bella
y haz que yo pueda con mi voz vencella,
porque llegue en gozalla a ser dichoso
      tanto como en querella.


(373.16-20)                


Esta oda es una de las no publicadas por el poeta.

Si encontramos odas, como las IV y XXXVIII, cuyas imágenes se reducen a unas pocas menciones de las flechas, arpón, grillos y semejantes trebejos de Amor, empleados, por supuesto, en sentido metafórico, también hay en este grupo varias que nos ofrecen imágenes en relativa abundancia y con cierta organización. Este es el caso de la Oda VIII, A Lisi: que siempre se ha de amar, que copio aquí en la versión primitiva del ms. F, donde Lisi se llamaba Filena:


   La alegre primavera con sus flores
y el céfiro agradable y bullicioso
y el canto de las aves sonoroso
nos convidan, Filena, a mil amores
      en lazo delicioso.
   Viene el verano con fogosa llama,
marchitando su espíritu abrasado
árbol y planta y flor y hierba y prado.
Todos temen su ardor, y sólo el que ama
      le mira sin cuidado.
   Tras esto el seco otoño asoma luego,
de pámpanos y hiedra guarnecido,
alíviase el ardor que fuego ha sido,
mas no por eso Amor templa su fuego
      dulce y apetecido;
   y en el pálido invierno cuando brame
el soberbio aquilón tempestuoso,
entre lluvias y nieves muy gozoso
y en muy sabrosa paz vivirá el que ame,
      sin serle trabajoso.
   Porque todos los tiempos y del año
las estaciones todas la Citeres
llena, y el almo niño, de placeres.
¡Ay! gózalos, Filena, ve tu engaño
      y a la vejez no esperes.


No hay aquí colores precisos; pero sí hay cierta coherencia de las imágenes, impuesta por el ciclo de las estaciones, y hay por lo menos una imagen, la de la estrofa segunda, que llega a sostenerse durante tres versos. La estructura de imágenes es más ingeniosa en la Oda XLIV. Aquí la imagen básica es de luz, de la dorada lumbre que arroja el cabello de la amada y que ciega a su amante. De la imagen de luz se pasa a la de fuego, fuego amoroso que abrasa el pecho del amante, «cual en verano trigo que se prende / y arde sonando»; y el fuego evoca a su vez la imagen de las lágrimas tristes con que el amante intenta apagar el incendio de sus pasiones.

También en la Oda V, una consolatoria a su amigo Salvador de Mena, Meléndez emplea una serie de imágenes para dar expresión concreta al tema declarado en el primer verso, «Nada por siempre dura». Se alternan, dice el poeta, el día y la noche, el buen tiempo y la tempestad, y sobre todo, las estaciones del año -tema en sí muy favorecido por los poetas, pintores y músicos de la época y utilizado, según acabamos de ver, por el propio Batilo en la Oda VIII. Las imágenes que se emplean aquí llegan a un nivel considerable de desarrollo, especialmente en los versos dedicados a las estaciones, que cito de acuerdo con el texto más antiguo, dando entre corchetes las variantes de la edición de 1820:


   Vuelve el árbol sus flores [Trueca]
para en otoño en frutos, ya temblando [para el otoño]
del cierzo los rigores
que inclemente volando [aterido]
vendrá tristeza y luto derramando;
   y desnuda y helada
aun su cima los ojos desalienta,
la hoja en torno sembrada,
cuando al invierno ahuyenta
abril y nuevas galas le presenta.


(340.6-15)                


Sin embargo, lo concreto aun de esta imagen tiene sus límites: ¿de qué árbol se trata? ¿de qué hoja (es significativo el empleo del singular, como sinécdoque, como abstracción de las hojas concretas y reales)? ¿qué galas trae abril? ¿qué significan, en términos concretos, tristeza y luto? Más sencillas, pero también más concretas, son las imágenes de los versos 2-3: «al blanco día [albo en las ediciones] / sigue la noche obscura», o de los versos 16-20: «Sale [Se alza en las ediciones] el sol con su pura / llama a dar vida y fecundar el suelo, / pero al punto la obscura / tempestad cubre el cielo / y de su luz nos priva y su consuelo». En general, pues, las imágenes de las odas latinas parecen ser más numerosas, relativamente, que las de las odas renacentistas, y estar en algunos casos más desarrolladas, aunque no logren por lo común un grado elevado de precisión.

En las variantes de estas odas vemos la misma evolución estilística que hemos observado antes: el deseo de elevar el lenguaje mediante un vocabulario más selecto y con frecuencia más culto o latino. Veamos algunos ejemplos: la tendencia latinizante se ve en el cambio de blanco día (340.2 HO) en albo día (YZ), de la mayor pobreza (340.30 BHO) en mísera pobreza (YZ), de nevadas aves (352.20 AF) en cándidas aves (XYZ), de celestial contento (352.35 AFX) en esperanza inmarcesible (YZ). Lo que en el ms. F fue ardor (343.13) llega en la edición de 1785 a ser, sencillamente, sol; pero en las ediciones de 1797 y de 1820 se convierte en luz febea. También la «sacra mansión del alto cielo» (352.25 AF) baja de tono en X a «pura mansión del alto cielo», para volver a subir en YZ con «mansiones del radiante cielo». El hipérbaton «a mi Cloris mudaste y sus rigores» (357.10 AF1) es sustituido por otro hipérbaton más convencional, «de mi Fili ablandaste los rigores» (Y), para recobrar su fuerza en la edición final: «De mi Fili adorada / la timidez domaste y los rigores». En los cambios, ya notados, de vuelve en trueca y de Sale el sol en Se alza el sol vemos el mismo deseo de apartarse de la expresión corriente, aun si en estos casos no se trata del empleo de latinismos. Desde el principio, y hasta sus últimos altos, el poeta busca la elevación de lenguaje, búsqueda que si en la edición de 1785 vacila a veces, domina en las ediciones de 1797 y 1820.

La progresiva eliminación o paliación de los elementos eróticos se manifiesta igualmente en estas nueve odas. Notable ejemplo de ella es La reconciliación (N.os 347, 347a), cuyas estrofas finales rezan así en la versión F1:


    Pues ¡ay! amado mío,
olvida esas querellas y aquí entremos
en este bosque umbrío
y el dulce amor gocemos
y en placer anegados reposemos.  45
   Pues, ay, ven, mi pastora,
so aquella fresca sombra a reclinarte,
que el pastor que te adora
sabrá desenojarte
y entre raptos dulcísimos gozarte.  50


El erotismo de estos versos, que parecen ecos -a veces no tan lejanos- del Cántico espiritual y de la Noche oscura de San Juan, se amortigua en las sucesivas versiones F (enmiendas del ms. F), X (edición de 1785), Y (edición de 1797) y Z (edición de 1820). Al principio encontramos alusiones poco veladas al goce sensual: «el dulce amor gocemos», «en placer anegados», «sabrá desenojarte / y entre raptos dulcísimos gozarte». Pero el gocemos del verso 44 desaparece ya en FX («donde en paz descansemos»), y luego se elimina toda sugerencia física: «do quejas olvidemos» (Y), «do piques olvidemos» (Z). El reposo del placer (v. 45) se convierte en un inocente cantar: «y a par alegres nuestro amor cantemos» (FXY), «y al dulce amor y nuestra unión cantemos» (Z). El verso 50, bastante explícito, se enmienda en F a «y entre mil zagalejas nombre darte». Las ediciones XY modifican toda la estrofa final:


    Pues canta, mi pastora,
y aves y vientos párense a escucharte,
que el zagal que te adora
sabrá fiel agradarte
y en todas estas vegas nombre darte.


El canto, con otra reminiscencia órfica, reemplaza la expresión más directa de los sentimientos amorosos: la pastora ha de cantar en vez de reclinarse, y el zagal, en vez de gozarla, la hará célebre -se supone que por sus versos. Se introduce además un elemento moral (fiel) donde antes predominaba lo sensual. En la edición Z los tres versos finales se enmiendan a


Ven, con tus brazos sella
la fe con que agradarte
y nombre anhelo entre las bellas darte.


Aquí, efectivamente, vuelve a introducirse un abrazo, aunque por su ambiente moral (fe, nombre) tiene un efecto más casto -digámoslo así- que el de las expresiones francamente hedonistas de la versión primitiva. En cambio, si los nuevos versos son menos sensuales, son, en otro respecto, más sensoriales: los brazos representan más que brazos, pero son también algo concreto, más específico que desenojarte o agradarte. Característico de la última etapa es también el hipérbaton de los nuevos versos, con su colocación anormal del verbo anhelo.

Algo más complicada es la situación de Filis rendida (N.os 357, 357a), aunque en esta oda se observa la misma tendencia «deserotizadora». A partir de la primera versión, y todavía en la edición Y, el poeta besa los labios y la mejilla de la amada. A estos besos añadió la versión F1 otros besos en los pechos, eliminados en las redacciones subsiguientes. Mejor suerte corrieron unos versos también añadidos en F1 y mantenidos, con ligeras modificaciones, en FXY: «¡Ay! después quién pudiera, / quién pudiera decir la gloria mía!». Si se nos insinúa algo en estos versos, la edición Z cuida de puntualizar su honestidad:


Después, ¡oh quién pudiera
fiel retratar mi celestial ventura,
las finezas que oyera,
mi ciego ardor, su virginal ternura!


La misma edición elimina también los besos en la mejilla, reemplazándolos con una mirada: «Su mejilla de rosa / miré inflamarse a mi feliz porfía». Como a contracorriente de esta tendencia deserotizadora, la edición Z introduce en el poema dos estrofas en que Venus guía a los amantes a un bosque


   do nuestros finos pechos
en llama ardieron súbito más viva,
cual cera al sol deshechos,
ni yo cobarde, ni mi Fili esquiva.


En todas sus versiones la oda termina con una invocación a Himeneo, justificando y legalizando así las escenas más o menos abiertamente eróticas; pero aun así, el contenido sensual de estas va disminuyendo a través de los años, al paso que aumenta la insistencia en los factores morales.

Como «excepción que confirma la regla» en cuanto a este grupo de odas, recordemos los versos, citados ya, en que el poeta invoca a Amor «porque llegue en gozarla a ser dichoso / tanto como en querella» (373.19 20). Aquí, desde luego, el deseo sexual se manifiesta sin rodeos, y con separación clara de los sentimientos: gozarla no es lo mismo que quererla. Estos versos, que constan en los dos manuscritos del poema, no los enmendó el poeta; pero también es cierto que por razones tal vez ajenas a su contenido erótico no publicó la oda en que aparecen y que por consiguiente no siguió elaborándola.