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Benito Pérez Galdós, un clásico moderno

Germán Gullón


University of California, Davis



Hace ciento cincuenta años nació Benito Pérez Galdós (1843-1920) en Las Palmas de Gran Canaria, Benitín para sus allegados, que llegaría a convertirse en el don Benito de las letras españolas, malintencionadamente apodado «el Garbancero». Su nombre civil, el apelativo familiar y el remoquete evocan a un escritor complejo, a quien conocemos bastante bien, desde las particularidades biográficas, pasando por los libros, a su lugar en el universo de las letras españolas. Nos hallamos, por tanto, a la distancia apropiada para considerarlo con una perspectiva madura, de acceder al Galdós esencial.

Parece forjado un consenso histórico-literario respecto a su papel de retratista mayor del reino (J. Casalduero, J. F. Montesinos), de narrador puntero (R. Gullón), homologable con sus pares de allende las fronteras (A. del Río, S. Gilman), inspirado en la noble fuente de la ficción cervantina (R. Cardona, R. Benítez), además de renovador del teatro español decimonónico (S. Finkenthal, C. Menéndez Onrubia) y perspicaz cronista de la actualidad (W. Shoemaker). Nadie serio disputa la importancia y vigencia de sus aportaciones a la novela, al teatro, y al periodismo de los albores de nuestra modernidad.

Todo ello conseguido durante una vida dedicada a la observación de lo humano (A. Armas Ayala, B. Madariaga, P. Ortiz Armengol), y a vivirla en una privada intimidad con auténtica pasión, amorosa (desde Sisita, pasando por Emilia Pardo Bazán, hasta Teodosia Gandarias), intelectual (demostrado por su interés por cuantas corrientes de pensamiento afloraron en su época: el romanticismo de las novelas de la primera época; el krausismo de El amigo Manso; el neokantismo de las novelas contemporáneas, como La de Bringas; y el espiritualismo tolstoyano de Nazarín), política (vivida desde el banquillo de diputado), viajera (España, de norte a sur y de este a oeste, Francia repetidas veces, Alemania, Holanda, etc.) y amistosa (Leopoldo Alas, José María de Pereda, el doctor Tolosa Latour). Esa holgura de personalidad humana nutre una narrativa rica en perspectivas vividas y presentidas en todos aquellos ámbitos en los que su extraordinaria personalidad supo sentir y entender.


La modernidad del autor

El aspecto aún difícil de adscribir a su personalidad histórico-literaria sigue siendo el de la modernidad, y no sólo porque los cánones encasillan a los autores en celdas incomunicadas, sino por esa percepción de que Galdós constituye la cima de la novela tradicional, ese crescendo que sube desde Fernán Caballero y corre la escala de los Alarcón, Pereda, y otras coyunturas menores. De cualquier forma, si continuamos esa gastada metáfora, convendría pensar en la obra galdosiana a modo de cordillera, con cotas tan disímiles entre sí como Doña Perfecta y Misericordia. El haber sido Galdós una lectura familiar, por la popularidad alcanzada con los Episodios nacionales, y la sencillez con que supo plantear problemas humanos y sociales de difícil solución, todo ello contribuyó a infravalorar sus logros, y que tanto nouveau riche de la crítica (super[mini]especialistas, teóricos de lo ultimísimo) lo traten con supina insensibilidad.

Tampoco anda lejos el que la crítica española suele ceñirse a lo medieval, a lo renacentista, al Siglo de Oro, y hace plinto del XVIII y el XIX, para asomarse a las excitantes gargantas del modernismo, de lo vanguardista, la República, el exilio, y en adelante. El período en que se conformó la modernidad, cuando nace una significante porción de ciencias humanas (la historia, la psicología, la sociología, la lingüística, entre tantas) y las formas políticas modernas, quedó desamparado por la crítica, no así por los historiadores españoles, con Miguel Artola a la cabeza. En consecuencia, el renacimiento de la narrativa nacional permanece en un latente entredicho.

Se suele pensar que la literatura moderna se abre con el modernismo (lo que algunos todavía denominan la generación del 98), una época de ruptura, cuando en realidad ese momento hay que retrotraerlo al menos veinte años, y que en tal coyuntura no existió fractura alguna, a no ser en la pluma de quienes buscan salir del apuro del desconocimiento del pasado descartándolo. Durante la Restauración España se moderniza, efectuando una transición pausada, que no explosionó con el desastre de Cuba ni los yoísmos pesimistas de Unamuno. Descartar a Galdós, a Alas, al positivismo, al neokantismo, al darwinismo, salvando escasamente el krausismo de la segunda mitad del siglo XIX, como pretenden tantos, supone una maniobra intelectual que ignorantemente arrincona a Galdós y su época.

En el sesquicentenario del nacimiento del insigne escritor canario debemos subrayar el aspecto crítico menos reconocido: la modernidad de sus empeños, que abarca: 1) la concepción del hombre; 2) su entendimiento de la sociedad en que vivía, y 3) la extraordinaria variación que introdujo en la representación literaria de ambos. Galdós consiguió cifrar la realidad humana decimonónica en sus libros con un código innovador, que rehízo los parámetros de dos géneros: la novela y el teatro. Por razones de espacio me ceñiré al primero, aunque mucho de lo que aquí digo se aplica al segundo.




La representación de la sociedad decimonónica

Hay quienes todavía desconocen el mérito de la representación novelesca del Madrid decimonónico; les parece que al autor le bastó con sentarse a la puerta de la casa y copiar del natural, efectuando una especie de calco. La novedad del procedimiento fue radical, y se relaciona con el realismo, con el cambio respecto a la novela anterior, la romántica. Tal ficción venía preformada por las condiciones establecidas en la poética precedente: los espacios, como el lugar ameno, requerían escasa invención, el esfuerzo creador iba dirigido a otros aspectos de la obra. La novedad realista incluía el tener que definir el espacio y el tiempo, inscribir el mundo en el texto, tal y como lo sentía el ciudadano de a pie, con sus holguras y estrecheces. Cuando Galdós comienza en La desheredada (1881) a situar a los personajes en los arrabales madrileños, compone primero un boceto mental del espacio a cubrir, haciendo creíble lo que costaría trasladarse de un lugar a otro, dibujando el perfil del panorama urbano, los monumentales edificios políticos, las casas altas y elegantes, las medio chabolas del pueblo y los pelados desmontes.

E igual con el tiempo, hay que medir con cuidado, porque el narrador sabe que de su exactitud depende la credibilidad. No resulta como en las obras anteriores, donde el pacto entre el autor y el lector permitía mayor latitud, entre el aquí y allí había una distancia indefinida, difuminable -ciertos caballeros románticos, émulos de los andantes medievales, podían pasar de Alemania a Inglaterra en un furioso aliento de alado corcel-. Los ciudadanos del Madrid galdosiano andan a pie, por las mismas calles de hoy y, a veces, viajan en tranvía o en simón. Salen de un portal, de un punto o cochera, al que tras trotear sin cesar regresarán a la noche.

Los realistas construyeron escenarios a escala, verosímiles, y situaron la acción en un momento histórico igualmente creíble. Sus personajes se moverán por las calles y las horas con una seguridad parecida a la del ciudadano de carne y hueso. En verdad que Galdós representa a la España decimonónica, y que ese retrato sigue vigente, un paradigma con el que podemos vivir lo actual. E insisto, él fue su primer diseñador, quien logró un prototipo de aquella realidad a una escala que la sociedad entendió como propia.




El individuo en la novela

Hace diez años largos comentaba la importancia de lo fisionómico en la forma de entender la novela del realismo castizo (Alarcón, Caballero, Pereda), apuntando cómo los escritores ahondaban en el carácter de un personaje con sólo aludir a la apariencia externa del mismo. Ceños fruncidos o frentes despejadas dicen bastante del personaje; una mujer rubia suele ser mucho más etérea que una dama morena; un caballero elegante es todo un señor, distinguible a la legua. Estos lugares comunes resultan de sobra conocidos y ya los estudié en su lugar. Menos sabido es lo que vino a reemplazarlos, los personajes de cuerpo entero, captados con una identidad psicológica.

Numerosos lectores acaban preguntándose qué relación existe entre el novelista y el psicoanalista Sigmund Freud, pues ambos se mueven por terrenos afines; efectivamente, les une el interés por un innovador entendimiento del hombre, basado en los movimientos interiores del espíritu. La naciente psicología decimonónica sintetizará científicamente esa noción, que Galdós conocerá a través de libros tan divulgados como los Elementos de psicología (circa 1940), de José Monlau.

En las novelas de la segunda época, también denominadas contemporáneas, lo fisionómico, las descripciones de los personajes pertenecientes al grupo de los buenos o de los malos, desaparece, y nacen en el texto seres de enorme complejidad. No es ajeno a esto que La desheredada se abre en un manicomio, donde mejor se reconoce la fragilidad de la maquinaria mental que nos individualiza. A partir de entonces la novela galdosiana iniciará un auténtico tour de force creativo, aparecen seres de ficción singulares, el irrepetible José Ido del Sagrario, la inefable Benina...

Los personajes novelescos caen así bajo el eje de lo sensible, su vida cobra una autenticidad desconocida. Les asaltan las pasiones, el deseo (Fortunata), los sueños (Isidora Rufete, Maximiliano Rubín), la avaricia (Torquemada), el fervor religioso (Ángel Guerra), todo cuanto cae en la parcela de lo humano concebido con la latitud de lo psicológico, que abrió las puertas a sentimientos anteriormente negados.

Galdós supo desdoblar al ser de ficción, estableciendo dos niveles en su personalidad, la de la conciencia y la de la conciencia individual. Al primero le encarga las tareas habituales, de balancear el fiel entre el bien y el mal de acuerdo con los sistemas de valores habituales de la época, marcados por la Iglesia católica. A la vez, tuvo la inteligencia de abrir una válvula de escape en los personajes, la conciencia individual, por donde el propio sentir salía al texto. Mantuvo las normas de la época, ese sobrecargo con que la sociedad llena a los seres, a la vez que les confería individualidad, la capacidad de ser diferentes en una sociedad intolerante con la diferencia, desde Fortunata y Jacinta (1886) pasando por Nazarín (1895) y llegando a Misericordia (1897), las novelas rebosan de personajes respetuosos hacia la soledad, aunque en la vida privada actúen al margen de ella (Fortunata, Nazarín, Benina).

Este es el primer paso de interiorización de la novela moderna, de ir creando una manera subjetiva de interpretar la realidad. Quienes colocan en este lugar a los novelistas posteriores, a Azorín, a Baroja, o a Unamuno, desatienden la contribución galdosiana.

Otra faceta insoslayable de lo galdosiano reside en su interés por expandir el ámbito social, y de buscar a la persona allende la burguesía, no por su tipicidad, sino por su manera de sentir. En Fortunata y Jacinta encontramos un importante repertorio de la vida marginal en la gran novela decimonónica, ese sentir de cuantos carecen de los bienes de la educación, para quienes el mentir supone una de las escasas satisfacciones del ego, abrumado ante una existencia carente de toda bondad (José Izquierdo). La marginalidad se descubre como lo que es: una extraordinaria falta de oportunidades, de educación. El mundo moderno, la época del vapor, tendía a cosificar al ser humano, convirtiéndolo en parte del proceso de industrialización, del progreso. Galdós supo frenar por un momento esa identificación, y contemplar el rostro de Mauricia la Dura y percibir en ella a Napoleón y a la pobre alcohólica.




El arte de novelar galdosiano

Cervantes plasmó en el universal Don Quijote los modos de comportamiento básicos del ser humano, mientras Galdós construiría en su narrativa madura un sólido esquema novelesco para un mundo verosímil. Poblado por individuos que rompían con modos de vivir anteriores, dominados por la conformidad o disconformidad con las normas sociopolíticas y religiosas, poseedores de una personalidad apta para explorar la diversidad de posibilidades ofrecidas por el mundo moderno, donde es factible conocer lo distante, lo inaudito. Galdós diseñó los planos del teatro y de la novela moderna, precisamente porque entonces el país, al unísono con el resto de Europa, redefinía los términos en que se aproximaba lo distante (velocidad, fotografía, periódicos). Se rompían los mitos del pasado, y la filosofía del momento exigía mucha prueba, la fe se reafirmaba tocando el objeto, y la novela contribuía a esa labor de acercar lo alejado; la vaporosa luna de ayer era entonces una masa de luz en el círculo del telescopio. Lejana, pero abarcable.

También abrió el texto a voces provenientes de estamentos que nunca antes se asomaron a las páginas literarias, cediendo parte del poder autorial al permitir a los personajes relatar sus vicisitudes, dramatizando el discurso. Entrarán en el texto los monólogos interiores, las formas de auscultar los pensamientos de los seres de ficción, los diálogos, en que les escuchamos directamente, o a través del discurso indirecto libre, cuanto las palabras del personaje se dan de alta en el discurso del narrador. Todo ello contribuye a que la novela sea contada a varias voces (heteroglosia) y con perspectivas variadas, tejiendo lo que el autor dice con lo que aportan sus criaturas.

Galdós consiguió fundir un molde genérico, asimétrico le denominaría Clarín, uno en el que cabe todo lo inabarcable por la narración anterior. Rompe con la propiedad, dejando entrar un río de opiniones, personas y ambientes, representados por medio de un lenguaje altamente efectivo, para la presentación de la percepción individual y las descripciones.

La novela tradicional gustó de reflejar el ayer, de ensayar continuamente las formas de conducta y los modelos de sociedad de la nación que se perdía en el preliberalismo. Galdós asaltará frontalmente ese mundo, las sangrientas boqueadas de una sociedad periclitada, las guerras civiles de la pasada centuria, la España fernandina e isabelina. Ofreció la posibilidad de representar al país naciente del orden liberal, posterior a la revolución de 1868, cuando la Iglesia, los militares y la monarquía pierden prebendas sustanciales. La sociedad naciente, como la llamó el escritor, percibía el mundo, el tiempo, los espacios, con una mirada secular, abierta a lo hasta entonces exento de franquicia social. Y ese es el cambio radical de Galdós, la redefinición de los parámetros de convivencia civil, y el llevarlo a cabo con un nuevo molde genérico, asimétrico, adecuado al mundo moderno.

Las bases del clasicismo moderno galdosiano aparecen meridianas: un apoyo inicial proviene del costumbrismo, la literatura enfocada en el presente, asistida por la capacidad de invención de argumentos novelescos, privilegiada por los Alarcón y Valera, sumados a la apertura del texto, la invención de una forma de representar el mundo a escala, creíble, secular, liberal, aboliendo modos autoritarios, acogiendo las múltiples voces y personalidades, los ámbitos de todo tipo, creando un conjunto textual, dotado de una vida y veracidad desconocida en el ámbito de las letras nacionales.

Galdós, en suma, legó a los novelistas posteriores en lengua española algo esencial: el acercamiento a la vida. Cervantes se había allegado al espíritu humano; Galdós, al vivir cotidiano. Un personaje modernista, extravagante vagabundo de las letras bohemias, opinará que lo galdosiano huele a garbanzo, y cómo no; por supuesto que sí.

Galdós, estimado lector, no es nuestro Balzac o el Dickens nacional, aunque en sus páginas fuera aprendiz de primera escritura de ficción. Su madurez y maestría lo sitúan junto a Gustave Flaubert y a Henry James, como ellos es un escritor moderno, y no un simple narrador decimonónico, un representante de su clase. Galdós es mucho más: un clásico moderno.







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