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Benjamín Palencia

Ricardo Gullón





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La concesión a Benjamín Palencia del gran premio de pintura en la primera Bienal Hispanoamericana de arte es la señal de un reconocimiento que pone fin al prolongado monopolio ejercido sobre las artes plásticas por el grupo retardatario que durante medio siglo impuso sus dictados en Salones de Otoño y Exposiciones Nacionales.

Los mismos que denostaron a Regoyos; los mismos que hasta no saberle muerto negaron a Solana la recompensa a que año tras año aspiraba; los mismos que ignoran la grandeza de un Miró y un Ferrant, trataron de forzar la mano a Palencia, de obligarle a abdicar sus dotes mejores.

¿Qué reprochaban, reprochan, a este castellano imaginativo y audaz, las momificadas vestales de la Academia? Es muy sencillo: reputaban exceso lo que a ellos les falta: el brío imaginativo, la audacia creadora, la fuerza capaz de invención y magia.

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Palencia se corrige sin cesar. Busca una perfección que manifiesta en toda su pureza la intuición originaria y corresponde con exactitud a la maravilla entrevista. Que poemas o cuadros sean llamados «iluminaciones» no es sino estricta justicia. Los versos de Antonio Machado y los paisajes de Benjamín Palencia iluminan verdaderamente las tierras de Castilla: campos y colinas y cielos que, vistos y reflejados por ellos, descubren aspectos nuevos, aspectos importantes, pues al ordenarse en el lienzo o en el poema cobran una perspectiva y también un sentido.

El pintor como el poeta y por la misma razón: por su capacidad de penetrar en el alma de las cosas y de revelarla en la obra de arte, inventa el mundo, y al darle forma, lo hace significante y expresivo. ¡Qué grande y extendido error considerar al pintor como máquina encargada de producir la realidad en su pormenor inerte!

El realismo pictórico nada tiene que ver con el realismo fotográfico. Cuando Velázquez pinta Las Meninas está descubriéndonos un mundo; cuando Goya retrata La familia de Carlos IV está sugiriendo la clave de una decadencia. Singular valoración sería la de quien intentara explicar tales obras por la simple pretensión de lograr reproducir puntualmente los modelos.

Pero así como tal vez no falte quien en Las Meninas sólo vea la escena de interior, así ocurre que los paisajes de Palencia fueron vistos por algunos, sin más, como reflejos de tal fragmento de campo manchego o porción ciudadana. Pudieron ser, entonces, en su limitación, grandes, mas sin ese   —359→   punto de poesía transfiguradora que pone en la obra de arte la penetración en lo esencial.

Palencia se sitúa ante el mundo con voluntad de entenderlo y gozarlo. Por la comprensión llega a la trascendencia y, al trascender, sus cuadros se convierten en algo inequivocadamente suyo: sus «vistas» -delicioso y exacto rótulo- de Ávila o Toledo no pueden confundirse con las obtenidas con otras miradas. Aun reconociendo el paisaje, lo advertimos extraño, distinto; al identificarlo, estamos notando en él lo que antes no acertábamos a ver: la emoción creadora puso de relieve y como al desnudo zonas del campo, sobre las cuales, nuestra mirada resbalaba indiferente, sin advertirlas, quizá sin verlas.

Benjamín Palencia pinta con el alma en el pincel. Sus cuadros están impregnados de vida y constituyen, como en todo artista de gran estilo, una historia de sus sentimientos.

Si fuera lícito intentar ahora una divagación demostrativa, la intentaría con gusto, pero debo mantenerme dentro de prudentes límites de espacio y arriesgarme, en honor a la brevedad, a parecer dogmático. No quisiera serlo, ciertamente. Recuérdese la evolución de este pintor, su constante marcha a campo traviesa, por los caminos más arduos, y se advertirá que sus cambios, sus variaciones, a veces sutiles, a veces considerables, responden a estímulos interiores, al arrebato íntimo que le induce, en el arte como en la vida, a intentar comunicarse con entera sinceridad.

Por eso su pintura es tan exactamente pintura de verdad, pintura que lleva el corazón en los labios, en las formas libremente concebidas e impregnadas de un popularismo genuino   —360→   de un casticismo de la mejor ley que nada tiene que ver con los desplantes y arrogancias de la españolada pictórica en que se extraviaron tantos artistas no mal dotados.

Zurbarán y el Greco. He aquí los dos nombres de pintores que Palencia invocó como más afines. No por sus realizaciones, pero por su intención, por la concordancia de temperamentos y tendencias dentro de circunstancias harto distintas. Estos azules, estos rojos de Palencia recuerdan a Zurbarán, porque son el azul y el rojo de Castilla en su acorde más extremado. Otro gran pintor, nuestro desconocido -en España- y malogrado Juan Gris encontró estas tonalidades, y el violeta de nuestros crepúsculos, también presente en la paleta de Palencia, junto a la llamarada de esos amarillos que encienden el cuadro con deslumbrante fulgor.

¡Cuánta luz y qué pura! La pureza de los colores limpios y la luminosidad del cuadro trabajado centímetro a centímetro para que la materia vibre en cada uno de sus puntos y haga resplandecer al conjunto en una armonía de concertadas disparidades. Naturalezas muertas que son naturalezas vivas. Amapolas, margaritas, flores de los prados, manojos de color en primer plano, y detrás, escalonándose, la colina verde o grisácea, por toques de materia igualmente limpia, pero menos esplendorosa, sometida a las exigencias de la composición.

La composición sentida da a la pintura de Benjamín Palencia calidad de hecho pictórico -como diría Braque-. Al señalar sus cuadros como expresión de intenciones, como reflejo de vivencias, obvio es decir que lo importante no es su carácter autobiográfico o documental sino su valor como   —361→   obras de arte. Esta salvedad apenas sería necesaria si no fuese demasiado frecuente tomar el rábano por las hojas y entender -o simular entender- a tuertas las cosas más derechas. El primor de la composición, salvando la intuición y el sentimiento que la estimula, proclaman la sustantividad de esta pintura equilibrada y densa, hoy en plena madurez.

Plenitud significa aquí dos cosas: colmada posesión de las aptitudes necesarias para dar al cuadro un máximun de calidad y plétora de intuiciones que expresar, de sentimientos que comunicar. Y, resultado de esta plenitud, una serie de obras lentamente maduradas y compuestas con rigor, con la ambición de quién cada vez sitúa más arriba su exigencia.

Luis Felipe Vivanco ha señalado la compenetración máxima entre naturaleza y espíritu que se da en nuestro pintor: «esta máxima compenetración -escribe- sólo es posible dentro de una aptitud realista, en la que, como sucede en el caso de Palencia, ha habido un momento en que el espíritu se ha entregado verdaderamente a las cosas, pudiendo alcanzar, gracias a esta entrega, el centro más escondido de su realidad o esencia plástica».

Quiero subrayar estas sagaces palabras porque precisamente la esencia plástica de que habla Vivanco es la conquista ambicionada por todo pintor. Palencia arribó a ella, ciertamente, y su pintura tiene el tono de las grandes invenciones, no porque se aparte de lo real sino porque a fuerza de ahondar en él dio con la justa expresión pictórica de su esencia.

El arte arranca de una intención esencializadora, de una actitud trascendente. La realidad palpita integrada en el bloque   —362→   de elementos que determinan la invención, pero de una manera o de otra -pintores de Altamira, Velázquez, Picasso, Solana...- el artista lucha por saltar sobre su sombra y captar lo esencial de aquélla. Palencia está empapado de naturaleza, embriagado diríamos, y quizá no con exageración, pues su pintura está hecha en el entusiasmo de lo existente, de las presencias cálidas que le cercan en su cotidiano paisaje de la Meseta.





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