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Bernhard Schlink, hipócrita lector…

Carlos Franz





¿Comprender el crimen, significa empezar a perdonarlo? ¿Castigar lo que no entendemos completamente, nos convierte en verdugos? ¿El novelista que intenta entender, en lugar de denunciar, se hace cómplice del escándalo? Y qué hay del «hipócrita lector», como lo llamó Baudelaire, «mi semejante, mi hermano»... ¿Cómplice, también?

Esas son algunas de las preguntas que nos formula la espléndida novela El Lector, de Bernhard Schlink. Acaba de terminar la segunda guerra mundial. Michael Berg tiene 15 años y vive en una ciudad alemana cualquiera. Una tarde, volviendo del colegio, el muchacho se siente mal y vomita en la calle. Una mujer madura y atractiva lo auxilia. Se llama Hanna y tiene 36 años. Comienzan una relación erótica. Ella lo baña, lo seca, lo cabalga, lo inicia en las ficciones del deseo. Hanna trabaja como cobradora de tranvía. Es simple, vive en el puro presente y no le gusta hablar. Tal vez para callar al muchacho que hace demasiadas preguntas, le pide que lea. Michael parte con lo único que tiene, le lee sus textos de estudio: Schiller, Goethe. Luego, entusiasmada, ella le pide más. Michael inicia a su amante madura en el deseo de las ficciones. Se internan en Dickens, en Tolstoi. Durante casi un año «mantuvimos nuestro ritual de ducha, lectura, amor y reposo. Le leí Guerra y Paz...». El muchacho se enamora cada vez más. Roba un camisón de seda para ella, padece los incomprensibles silencios de la mujer. Y los llena leyéndole, leyéndole... Hacen un viaje de verano en bicicletas. Luego, de pronto, sin ningún aviso, Hanna lo deja, desaparece. Y Michael, terriblemente desilusionado, crece. Crece afectado de «aquella combinación de cinismo y sensibilidad» que, quizás, sea la marca ambivalente de la generación alemana de posguerra.

Siete años después, Michael es un fervoroso estudiante de derecho. Un joven inocente que culpa a toda la Alemania de sus padres por haberle heredado un pasado inexcusable. Fervoroso e inocente, asiste a un juicio contra criminales de guerra. Hay cinco mujeres acusadas por la muerte de varias prisioneras en el campo de concentración del que eran guardianas. Entre ellas, Michael reconoce a Hanna... Y reconoce el dilema que en adelante dividirá su vida. Entre el deseo de castigar la ignominia colectiva, añadida a la traición amorosa que le hizo ella; y por otro lado: el verdadero amor que, como el auténtico mal, es en el fondo irremediable.

Como novela política, El lector constituye una excepción dentro del género. Los narradores políticos -todavía a fines del milenio- suelen preferirse épicos y apostar al héroe. En cambio, el narrador artista lleva un siglo por lo menos arriesgando su buena conciencia y atreviéndose a tomar ese punto de vista prima facie inmoral: el del antihéroe. Arriesgándose también, el hipócrita lector (usted, lector) se ha acostumbrado ya a descubrirse, a re-conocerse, en «el malo». Hemos comprendido (es decir, hemos ampliado los límites de nuestra experiencia moral para abarcar...) al Raskólnikov de Crimen y Castigo, al Kurtz de Corazón de Tinieblas, o al Mersault de El extranjero. Leyendo esos libros todos le hemos tomado alguna vez el peso al hacha del verdugo.

Una zozobra ética de esta especie es, precisamente, el ejercicio que El Lector propone a sus lectores. Una agonía moral inusitada en la novela política contemporánea: «Quería comprender y al mismo tiempo condenar el crimen de Hanna. Pero su crimen era demasiado terrible. Cuando intentaba comprenderlo tenía la sensación de no estar condenándolo como se merecía. Cuando lo condenaba como se merecía, no quedaba espacio para la comprensión».

Leído en las sociedades latinoamericanas de fin de milenio y posguerra-sucia, este libro deja lecciones insoslayables. En una novela sobre erotismo y política, Schlink jamás incurre en las pornografías propias de esos dos temas. Jamás pormenoriza un acto sexual. Y nunca excusa a un partido. No sólo eso, Schlink escoge deliberadamente un punto de vista que nos implica: el del lector (en una novela llamada «El lector», todos venimos a ser protagonistas). Y desde allí nos conduce inexorablemente a comprender al verdugo. Mostrándonos en él al débil, al analfabeto, aquel para el cual el mundo es un enigma violento al que sólo puede responder con la violencia de un animal ciego.

Pero hace Bernhard Schlink algo más, algo por lo cual esta novela política y moral es de una especie extraordinaria. Nos lleva hábilmente a comprender cómo se puede amar a la guardiana, amar al «malo». Y que en tal caso no hay manera de escoger honestamente entre ese amor y nuestro deseo de justicia. Como ocurre con los grandes libros, no es sólo nuestra inteligencia e imaginación la que es puesta a prueba, es nuestra tolerancia, nuestra cultura (cultura como sinónimo de humanidad).

Llegamos a este libro premunidos de nuestras bárbaras certezas. Y lo dejamos, civilizados por la duda.





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