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¡Bienvenido, Mister Marshall!


Luis Emilio Calvo-Sotelo







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- I -

El pueblo


Esta podría ser la Historia contemporánea de los Estados Unidos de Norteamérica, vista a través del Alcalde sordo y de los 1.642 habitantes del término municipal de Villar del Río. Cuanto aquí se narra estuvo a punto de ocurrir durante cualquier primavera española de los próximos diez años, y pudo haber acontecido en otros muchos pueblecitos que, como Villar del Río, tienen aún parado el reloj de su Casa Consistorial.

El pueblo -Villar del Río- se encuentra situado en el Partido Judicial de..., provincia de... Es un pueblo más de la vieja Castilla: con su nombre brillante, su tierra reseca y su cielo limpio. Exiguo de recursos, pobre en habitantes y frutos, rico, tal vez, en piedras y blasones. Es uno de esos pueblos que dan vida fuerte, pero confusa, a la llanura, mezclando en tono agridulce la sordidez y la luz. A la derecha del pueblo hay un manantial de agua fuerte y clara, que aprovechó cierto Alcalde para hacer llegar el abastecimiento hasta el mismo corazón de la localidad, y que mereció la única estatua que existe en la Plaza Mayor (así llamada con cierta alegría, puesto que es, asimismo, única), de Villar del Río: estatua que pareció brotar por propio impulso, de entre la tierra cuarteada, ante el fresco contacto del agua. Los labradores ignoran, aún, que en el fondo de su corazón hay una segunda estatua soñada para quien traiga a Villar del Río otra maravillosa conquista: la del ferrocarril.

Pero, además de la fuente y de la estatua, hay en Villar del Río esos otros edificios que poseen los pueblos de cierta raigambre: la Iglesia, el Ayuntamiento, la Escuela, una, casa solariega. Todos los vecinos «saben» que la Iglesia es de cierto mérito, y no han tenido   -6-   tiempo de preguntarse por qué, ni de preguntárselo al señor Alcalde, porque están convencidos de que el señor Alcalde tampoco lo sabe. Los turistas, pobres, siempre sudorosos, pese a la exigüidad de su indumentaria, tienen trabajo bastante con descargar la furia de sus máquinas fotográficas sobre la noble imagen de la Iglesia castellana; ¡y hablan, además, cada idiomita!... No: no serán los turistas quienes den luz a los habitantes del pueblo sobre los méritos de su Iglesia. Quizás, aquel Ministro olvidado que tuvo a bien perpetuar el nombre del pueblo para el escalafón monumental de la Nación, pudo haber dicho la última palabra... Pero, ¿y si la decía en gótico o románico? El vecindario prefiere vivir en paz su sentimiento, sin superfluas complicaciones, experimentando por la Iglesia esa especie de cariño irrazonado del que fue amamantado, en no pequeña parte, con agua bendita. Son frecuentes las porfías con los de Villar del Campo, que también tiene una Iglesia de buen ver, sobre los méritos respectivos de cada una, alegando San Cristóbal de más o menos, y casullas repujadas en oro, en más, o en menos. Pero a Villar del Río nunca ha tenido que ir una Misión: la integridad de la Misa dominical la garantiza la Iglesia, que es el mejor predicador del pueblo y el crisol recio de una fe sencilla. Entre bastidores ingenuos, de todas formas, siempre puede advertirse a don Cosme, Pater de Villar del Río, infantil y enérgico, y no tan confiado en los méritos de su parroquia como la parroquia misma.

La Maestra de Villar del Río es la señorita Eloísa, modelo de criaturas ingenuas, dulces, bellas, inteligentes y solteras. Nadie ha logrado averiguar en el pueblo cómo un compendio de tan exquisitas cualidades sigue aún sin pasar por la Vicaría: pero éste es el caso. Los intelectuales del pueblo, es decir, los que saben leer y escribir, piensan que la señorita Eloísa es incompatible con Villar del Río, porque Villar del Río es muy rudo, y la señorita Eloísa muy frágil. Tiene el pelo castaño, los ojos azules y no ama, en realidad, a los primeros de la clase, sino a los últimos, que son los que alguna vez la llevan flores al pupitre. En cierta ocasión, un viajante de la ciudad, agraciado y largo de palabra, habló de amor a Eloísa, y la Maestra demostró entonces que bien podía ser   -7-   tierra generosa y fértil a poco abono que se la brindase. Soñó con el viajante durante tres meses, rodeando de ternura todos los minutos del día y la noche, y la Escuela pareció convertirse, inexplicablemente, en el centro de reunión de todos los viajantes del mundo; pero (cosa extraña), todos ellos tenían los ojos grises, y atendían por Eduardo, que era el nombre de pila del villano. Una mañana de abril, sin embargo, cuando la primavera empezaba a dar la alternativa al corazón de Eloísa, el viajante se marchó: había descubierto de pronto que la Maestra sabía muchas más cosas que él. Al pasar los años, Eloísa aprendió a multiplicar sin equivocarse todos los primeros de abril, mientras iba consumiendo lánguidamente, entre las moscas de la Escuela, la tersura de su cutis y el importante color de su cabello (caoba pálido). Otro viajante, triste y calvo, rubricaría al caer las primeras nieves del invierno, la filiación de soltera de la señorita Eloísa; y no porque la Maestra se negara a viajar de la Ceca a la Meca, sino porque la imagen del Eduardo que recordaba tenía demasiado cabello. Fue una negativa doble, que dio muerte de cana al último destello capilar del calvo, y puso hábito respetable de soltería sobre la fina piel de la Maestra.

El Alcalde de Villar del Río se llama don Pablo, y es el legítimo propietario de medio pueblo y de una impenitente sordera que, ni los mismísimos adelantos de la ciencia, made in USA, ni las fervorosas recomendaciones del señor Emiliano (médico y caballero -strictu sensu- del término municipal), han conseguido aliviar. No obstante, esta sordera tiene a veces para el Alcalde sus compensaciones, además de la no despreciable de que, como Alcalde, le sea permitido hacer caso omiso de las sugerencias inoportunas sin levantar sospechas. El aparatito, por ejemplo, que un primo segundo de la ciudad le trajo como recuerdo de la Exposición Industrial, no servía, desde luego, para nada, pero era muy bonito. A don Pablo le gustaba, cuando reunía a las fuerzas vivas y tenía que ser discutida alguna cuestión de importancia para Villar del Río, sentarse en la silla presidencial y extraer, con calma de gran capitán, el aparatito de la alforja; y hasta le parecía que los demás   -8-   sentían por el cachivache un cierto respeto. Era un soltero de vulgar aspecto y carácter jovial, un si es no es desconfiado, fácil de inteligencia y corto de palabra, admirador entusiasta de los encantos femeninos, e infantilmente enamorado de Villar del Río. Ni sospechaba ni conocía otro mundo que el de su pueblo, y conservaba esa capacidad de entusiasmo por la mujer de los que no se han decidido a anclar el buque en puerto. Era hombre que no solía pasar de una emoción lírica; y a ello se debía, sin duda, que sus sueños fuesen siempre más brillantes que la realidad, un poco ronca, obesa y cincuentona, de Alcalde-Presidente de Villar del Río. Recibía siempre a forasteros y atracciones con una gran boina y su mejor sonrisa, no tan seductora como cordial, y enseñaba hasta los más íntimos rincones del pueblo con esa especie de afectividad e inquietud del que muestra lo que es propio, silenciando defectos y exagerando méritos. Era el prototipo del Alcalde-Gerente que han imaginado los políticos; y su abuelo, don Pablo, que fue Alcalde de Villar del Río; y su padre, don Pablo, que fue Alcalde de Villar del Río, habían llegado a persuadirlo, desde sus retratos del Ayuntamiento, de que la Alcaldía le llegaba por vía de herencia, como el molino, la segadora y el maíz. Y no hubo cambio de régimen, ni revolución social capaz de hacer tambalear el imperio de la dinastía, porque don Pablo no es un político, sino un concienzudo propietario.

El último personaje de importancia de Villar del Río es don Luis, el hidalgo. Arrogante figura, frente noble, mirada clara y altiva, paso seguro, conciencia limpia como los chorros del oro: ése es don Luis. Ninguna mancha enturbia sus blasones, ningún dinero envilece sus bolsillos. No tiene otra profesión que la de ser hidalgo, y tal y como ruedan las cosas en el siglo, sólo un milagro, unido a un instinto de conservación sin duda poderoso, permiten conservar su noble estampa para el reino de los vivos. Recuerdos gloriosos de pasadas gestas anulan los desvaríos del estómago en las largas veladas del invierno. Y todos los retratos de sus héroes, los antepasados de Cajamarca, Biobío y Tucapel, observan todos los días, desde sus marcos de la galería fría y solemne, la nueva gesta del hidalgo, que consume menos maíz que el último labriego, y mantiene,   -9-   no obstante, encendido, el brillo de la estirpe en la mirada. Vive solo, al lado de una criada vieja y sorda, de tan pálida existencia como la de su señor. No quiso casarse con algunas señoritas comarcanas, hijas de labriegos ricos, que trataron de unir sus maizales con el escudo señorial, y se resistió a ensanchar el horizonte de su vida, presintiendo, quizás, que el fulgor de la ciudad acabaría por extinguir los últimos destellos de la estirpe. El vecindario le mima y le respeta, sin comprenderle, como a un audaz superviviente de un estilo superior. Y hasta don Pablo, el práctico y sanchopancesco Alcalde de Villar del Río, somete muchas veces a la vigilia del hidalgo la resolución de sus problemas. Porque, aunque en ocasiones sus criterios sean dispares, nadie osaría mover una sola piedra del pueblo sin la previa aprobación de don Luis Taboada de Villarejo y Garcigrande de Alvarezunde.

También viven en Villar del Río, don Emiliano, el médico, que es muy poquita cosa y ha dado hasta el presente más gloria al reino de los muertos que al de los vivos, y Jerónimo, el Secretario del Ayuntamiento, que no es, en honor de la verdad, absolutamente nada. Con estos, y unas docenas de vecinos más, queda cubierto el censo de Villar del Río.




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- II -

Visita del Delegado


La visita del Delegado gubernativo siempre constituía un acontecimiento para el pueblo, porque aquél era el representante del Estado, y hasta el mismo don Pablo reconocía que el Estado era un poco -pero sólo un poco- superior en importancia a Villar del Río. Por otra parte, eran tan contadas las ocasiones en que el señor Estado enviaba un mandatario, que bien merecía la pena recibirle con el mayor esmero posible, gastando unas pesetas en flores y guirnaldas en la esperanza de que el Estado las convirtiera en ayudas y subvenciones: esperanza que rara vez se   -10-   cumplía, pero que nunca dejaba de hacer acto de presencia.

Aquella mañana de mayo, clara y soleada -excesivamente soleada, en opinión del señor Delegado-, éste se presentó en el pueblo sin previo aviso ni excesivo alarde: sólo cuatro automóviles y dieciséis motoristas anunciaron al vecindario que se aproximaba, ora el señor Delegado gubernativo, ora el irremediable final del universo. Cuando los vecinos, asustados, se asomaron a puertas y balcones, pudieron comprobar, sin embargo, que el sol y los vientos proseguían silenciosos su camino.

-¡Es el Delegado! -exclamó alguien.

-No. Es un Ministro.

-¿Pero, qué Ministro?

-¿Y el Alcalde? ¿Dónde está don Pablo?

Mientras tanto, aparentemente ajenos a la curiosidad que despertaban, descendieron de los vehículos un señor de aspecto solemne y sobria vestidura, y tres señores menos solemnes y sobrios, portadores de carteras iguales e idénticas sonrisas. Probablemente ninguno de los tres tenía en común el menor rasgo fisonómico, pero vistos desde lejos, a poco que cerrara después uno los ojos, resultaba difícil distinguir cuál de ellos era feo, cuál guapo, y cuál de los tres tenía la nariz más larga que los demás. La común perspectiva de la burocracia acababa de presentarse en Villar del Río.

-Parecen mellizos.

-Sí, y el gordo debe ser su padre.

-¿Pero, en dónde se habrá metido don Pablo?

-Y las campanas... ¿Por qué no tocan las campanas?

-Esto es el cólera. Son médicos y vienen a ponernos inyecciones de esas que les ponen a las vacas.

Los corrillos habían ido en aumento, flanqueando, desde una respetuosa distancia, a los recién llegados, que se encontraban en medio de la Plaza, indiferentes a cuanto les rodeaba. La impresión sincera que daban era que, a poco que se les acordonase, podrían pasar perfectamente por ejemplares de Exposición.

-No comprendo en dónde se habrá metido el Alcalde -susurró el Delegado, haciendo pensar al vecindario: «Pues no, hablar, en realidad, sí que sabe hablar»-. Estos alcaldes de pueblo son gente extraordinaria.   -11-   Recorre uno veintitrés kilómetros... ¿qué digo?, veinticuatro, exclusivamente para verles, y lo único que envían es un Secretario de tercera categoría. ¡Y vaya si hace calor! ¡Vaya!

Con esto, dio un manotazo a un nutrido grupo de moscas -que hasta el momento constituían el único comité de recepción medianamente organizado- y observó con visible alarma, cómo se acercaba al grupo un niño que, indudablemente, y por extraordinarios que fuesen los Alcaldes de pueblo, no era siquiera concejal de Villar del Río. Porque el niño que se acercaba parsimoniosamente, era de esos terribles «de greñas de alambre y panzas de sapo», que cantó el poeta; expulsado de la Escuela por incompatibilidad fisiológica con la señorita Eloísa, vagabundo impenitente, plaga implacable de gallineros y maizales, azote de catecismos sabatinos y deshonra de Villar del Río: el último ciudadano del mundo, en suma.

Javierito -que tal era el nombre del niño- se acercó lentamente al grupo, lo miró, lo remiró, y al fin, advirtiendo que nadie se movía (por ese silencioso instinto que hace al ser humano contener la respiración ante la presencia de una bestia o hermano de especie asimilado a las tales), pasó de largo y se perdió en su pequeño mundo de lagartijas de mala vida.

Respiró entonces el Delegado, dejando escapar un suave suspiro de alivio, y mientras el segundo comité de recepción de moscas -que acababa de reorganizarse-, se disponía a ofrecer al recién llegado toda suerte de parabienes, la negra boina de don Pablo hizo su aparición por Poniente.




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- III -

European Recovery Program


El Jefe, en lenguaje demagógico; el gestor de la cosa pública, en términos administrativos y un funcionario gordo y sudoroso, según el crudo estilo de   -12-   la realidad, se acercaba con la media carrera de las ocasiones solemnes, seguido por las miradas del vecindario y un numeroso grupo de chiquillos que, menos atrevidos que Javierito, sólo osaban acercarse protegidos tras la autoridad legítima.

-Señor Delegado... a su disposición. Señor, eso es... Señor... Señor, lo mismo digo -fue el saludo que hizo don Pablo a la triple representación burocrática y a su presidente.

-Nada de cumplidos, mi querido señor Alcalde -contestó el Delegado, entornando los ojos y ayudando al recién llegado a no perder el equilibrio en aras de una reverencia demasiado vehemente-. Nada de cumplidos... Evidentemente, mi visita ha sido una gran sorpresa para usted, y sospecho que para todo el pueblo...

-Una grata sorpresa, sí señor -puntualizó Pablo-. Sin embargo, todo está en orden, señor Delegado... Lo mismo el ganado que la cosecha, que por cierto, no ha sido muy buena a causa del pedrisco...

-¿El pedrisco? ¿Qué pedrisco?

-¡Ah!, pues... el pedrisco, señor Delegado. El pedrisco de... de... de este año, que el señor Delegado puede creer ha sido más dañino que el de los años anteriores...

-¡Ah, vamos! Temí por un momento que se tratase de algo grave...

-¿Cómo?

-Por favor, mi buen amigo -exclamó el Delegado, mientras golpeaba cariñosamente la encogida espalda de su interlocutor-. Sabe usted de sobra que siempre ha gozado de mi más absoluta confianza. Este pueblo es uno de mis predilectos, y hace tiempo que sueño con poder pasar unas vacaciones en Villar del Campo...

-Del Río -puntualizó Pablo, frunciendo el ceño, y desfrunciendo la espalda.

-Del Río, naturalmente... -admitió el Delegado-. Pues bien, señor Alcalde: estoy girando una visita personal a todos los lugares de esta noble provincia para... Pero: ¿qué le parece si hablásemos de todas estas cosas a solas?

Su mirada acababa de posarse sobre el vecindario,   -13-   que se congregaba, padre de familia más, padre de familia menos, en la plaza del pueblo.

-Desde luego, señor Delegado -afirmó Pablo, disgustado por el espíritu gregario del equipo municipal-. ¿Le parece bien que hablemos en el Ayuntamiento?

-Perfecto.

El grupo se dirigió hacia la Casa Consistorial, sita a cuatro metros en línea recta, mientras el Alcalde daba sus últimas instrucciones, sotto vote, a Jerónimo, el fiel Secretario de todos los Concejos de Villar del Río.

-Vete a la Escuela y dile a la señorita Eloísa que saque a los niños y les haga cantar eso que ella escribió... Ella ya sabe lo que es... ¡Ah!, y que digan de vez en cuando que la cosecha ha sido muy mala...

-¿Va usted a sacar a los niños a la calle? -inquirió el otro, como si acabasen de anunciarle la acción inminente y revolucionaria de tres escuadrones de caballería.

-¡Tú haz lo que te digo, canastos! Y que no olviden lo de la cosecha...

-La mejor desde el año veinte, ¿eh, don Pablo? -dijo Jerónimo, brillándole los ojos.

-La cosecha ha sido muy mala -afirmó el interpelado fríamente-. Eso es lo que los niños deben decir.

-¿Pero, qué dice usted, señor Alcalde? Si sólo en maíz...

-¡Te digo que la cosecha de este año ha sido malísima! -exclamó el Alcalde, olvidando por un momento a sus invitados. Después, comprendiendo que sus dificultades de audición no eran necesariamente compartidas por todos los Delegados del país, se apresuró a añadir: -Pasen ustedes por aquí.

Volviéndose hacia el desconcertado Secretario, le dirigió con los ojos un mensaje cifrado lleno de elocuencia: «Si los niños de este pueblo -dijo el ojo derecho, porque el izquierdo acababa de entablar un diálogo con cierto mosquito insolente- tienen la osadía de estimar que la cosecha ha sido, no ya buena, sino discreta, tú serás el único responsable de un posible derramamiento de sangre... ¡so avestruz!».   -14-   Pero enseguida se animó su expresión al recordar, mientras la pequeña comitiva hacía crujir los peldaños de la Casa Municipal, cierto querido aparatito de sordo impenitente, que hoy tendría ocasión de lucir su esplendor ante un público selecto.

Lentamente, habían llegado al despacho del Alcalde, cuyo aroma, indiscreto, denunciaba muchos días de ausencia por parte de su titular: ni un pobre rastro de humo, ni un soplo de temperatura humana, permitían abrigar la esperanza de que el señor Alcalde hubiese visitado aquella estancia en los últimos dos meses. Crujieron las sillas -desveladas, sin duda, de un sueño profundo-, y los retratos de los antepasados del Alcalde hicieron un guiño cuando este, disimulada y apresuradamente, les quitó un poco del mucho polvo que tenían.

Una vez todos en la estancia, el Delegado, sin esperar invitación alguna, se sentó en una especie de sillón presidencial forrado con terciopelo relamido, mientras el secretariado en pleno se situaba, en pie, detrás de él, sin abandonar su sonrisa estereotipada de cuadro fotográfico.

-Pueden ustedes sentarse -invitó, amablemente, el representante del Estado. Y enseguida: -Pues bien, como le iba diciendo, señor Alcalde...

-Tenga la bondad de esperar un momento, señor Delegado -advirtió Pablo, interrumpiendo a su interlocutor-. Tiene uno la desgracia de haber cogido mal en el oído, y claro...

Lentamente, se colocó el aparato -sin conseguir disimular cierta expresión de orgullo-, observó a sus interlocutores de un fugaz vistazo y, satisfecho del resultado, añadió:

-Me lo trajo mi primo Antonio de la ciudad.

-Nadie le ha pedido explicaciones, amigo mío -advirtió el Delegado, un poco molesto por aquel despliegue mecánico, que juzgaba irritante en un Alcalde de pueblo-. Si está usted sordo, hace bien en recurrir a la ayuda de la ciencia.

La frase, un poco cruda, en verdad, sorprendió a Pablo, que contestó perplejo y como disculpándose:

-Es que hay que ver la de cosas que hoy en día se   -15-   hacen... ¿no es cierto? Cuando usted quiera, señor Delegado.

-¿Tiene usted ya colocado ese chisme, verdad? -advirtió el otro, que exigía siempre una exacta atención por parte de su auditorio, y no deseaba exponerse a nuevos contratiempos.

-Síiii... Ya lo creo.

-Bien, pues como le iba diciendo -prosiguió el Delegado, recobrando el dominio de la situación-, estoy girando una visita personal a todos los lugares de esta noble provincia para comunicarles una grata nueva...

-¡El ferrocarril! -exclamó Pablo, preso en una emoción mística.

-¿Cómo? ¿Qué ferrocarril?

-El ferrocarril ese que nos anuncian casi todos los años... Ya sabe usted, cuando hay elecciones... Usted mismo lo dijo un día desde el balcón del Ayuntamiento.

-¿Ah, sí? Pues nada, lo repito... Lo repito, señor Alcalde. Pero, precisamente, esta grata nueva que vengo a comunicarle, se relaciona en cierto modo con el ferrocarril, tan necesario para este noble pueblo de Villar del Campo...

-Del Río -puntualizó Pablo, malhumorado.

-En efecto, del Río, como su mismo nombre indica... Pues bien, mi querido Alcalde: he venido a comunicarle, para fecha muy próxima, la visita de unos buenos amigos, representantes de un gran pueblo que no vacila en ayudar a sus hermanos de más escasa fortuna. Estos grandes amigos nuestros son los americanos del Norte, y más exactamente, los delegados en España del Programa de Recuperación Europea.

-¿Y qué es eso? -inquirió Pablo, un poco aturdido.

-«European Recovery Program» -ilustró uno de los miembros del Secretariado, saliendo por primera y gloriosa vez de su mutismo.

-¿Cómo?

-«European Recovery Program» -deletreó, con parsimonia, el segundo ejemplar de la Exposición.

-Usted perdone, señor, pero no le entiendo una palabra -advirtió Pablo, que no podía comprender que los sonidos que él y su aparato recogían pudiesen ser emitidos, seriamente, por ninguna persona de orden.

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-Tal vez si hablase usted más cerca del aparato...

-¡«European Recovery Program»! -exclamó el último secretario, sin despeinarse un solo pelo del bigote. Y enseguida, los tres, en perfecta sincronización de volumen y tiempo, repitieron:

-¡«European Recovery Program»!

-Sí -añadió el Delegado dando un bostezo y tomando en seco una píldora que constituía parte de su propio programa de recuperación-. «European Recovery Program». Pero por si nuestro amigo el Alcalde no domina del todo el inglés, pese a usar, según he observado, instrumental yanqui, me permito aclarar que se trata sencillamente del Plan Marshall.

-¡Ah, claro, el Plan Marshall! -exclamó Pablo, íntimamente reconocido por la alusión hecha a su aparatito-. El Plan ese... Marshall, claro...

-En efecto, el Plan Marshall -prosiguió el Delegado-, del que supongo ampliamente informado al señor Alcalde por las noticias de la prensa...

-¿Se refiere a los papeles el señor Delegado?

-Me refiero a la prensa -contestó el otro-. A los periódicos. A los rotativos...

-Sí, claro... A los papeles...

-Bien, ¡a los papeles!... -exclamó el enviado gubernativo, decidido a transigir en lo menor-. A los «papeles» diarios o semanales que nos han dado a conocer a través de estos meses el generoso gesto de ese gran país de ultramar. Pues bien, nuestra provincia tiene la fortuna de ser la primera en dar la bienvenida a los representantes de esa gran nación. Mi visita, por consiguiente, señor Alcalde, cumple por misión anunciarle la llegada de estos excelentes amigos, y exhortarle encarecidamente a que extreme sus cuidados en el recibimiento.

-¿Un recibimiento?

-Naturalmente, señor Alcalde: ¡el recibimiento a los americanos!

Hubo una pausa. Pablo, un poco anestesiado por la referencia precedente a su aparatito, y ligeramente confuso ante las claves en lengua exótica, a las que ni siquiera tangencialmente lograba digerir, empezó a despertar y a pisar el terreno de la realidad.

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-Pero... ¿es que van a venir aquí?-preguntó al fin-. ¿A Villar del Río?

-Sí, amigo mío. Los americanos vendrán a Villar del Río.

-¿Está usted seguro?

-¡Hombre! Pues... sí.

-¿Y qué vienen a buscar aquí?

-Nada. Ellos sólo vienen a regalar cosas... A ayudar... A levantar al país...

-¿A cambio de qué? -inquirió Pablo, frunciendo el ceño.

-A cambio de nada. Ellos... son así.

-¿Está usted seguro de eso, señor Delegado? -repitió el Alcalde, que sentía un gran respeto por el intercambio comercial en todas sus facetas.

-Pues sí, amigo mío, estoy seguro. Si los «papeles» no nos engañan, esos señores saben dar en el mejor sentido de la palabra.

-¡Hum!

Hubo una nueva pausa. Durante ella, Pablo trató de asimilar la nueva versión del mundo que se le ofrecía.

-Bueno, ¿y cuántos van a venir? -dijo por fin, acoplando instintivamente a los futuros huéspedes a las posibilidades de la fonda del lugar.

-¡Oh, esto es lo de menos! -respondió el Delegado, que sin duda no había tenido en la vida grandes compromisos como anfitrión-. Lo importante es que el recibimiento sea adecuado.

-¿Y qué hay que hacer en el recibimiento?

-Todo cuanto su buen criterio juzgue oportuno, mi querido amigo. El caso es que los americanos reciban una grata impresión de este lugar.

-Les puedo preparar una limonada -insinuó Pablo, recordando la buena mano de la señora Antonia, la de la fonda.

-Nada de limonadas, por favor...

-Una sangría, entonces, en el café...

-No, no, no se trata, de eso -bostezó el Delegado, que había asumido el bostezo dosificado, para sus entrevistas con Alcaldes de pueblo-. Lo que yo quiero   -18-   es que el pueblo arda en fiestas... Que haya fuegos artificiales... Que los niños reciban a los recién llegados con banderitas y canciones...

-No le oigo -advirtió Pablo.

-¡Que los niños reciban a los recién llegados con banderitas y canciones!

-¡No le oigo! -exclamó Pablo.

-¡¡Que los niños reciban a los recién llegados con banderitas y canciones!!

-Nada, que no le oigo.

-¡¡Pues yo a usted, tampoco!! -exclamó el otro, exasperado. Y enseguida añadió:

-¿Qué es eso?

Un confuso rumor, en efecto, que llegaba de la calle, había dejado de ser confuso para hacerse aplastante e incompatible con el normal desarrollo de una conversación en tono menor.

-No entiendo lo que dicen -afirmó el Delegado, con cierta expresión de curiosidad en el semblante. Y volviéndose hacia el Alcalde, que parecía dispuesto a decir algo, añadió-: Estoy seguro de que no me oye usted. No se moleste en repetirlo.

-No le oigo -dijo Pablo.

-Es usted un perfecto imbécil -susurró el Delegado, implacable, con ojos llenos de ternura-. Estoy deseando que se vayan todos ustedes al infierno.

-¡Hay que ver! No le entiendo nada, nada... Mientras el Alcalde soportaba la feroz venganza del anonimato con ojos ingenuos, se abrió la puerta y apareció Jerónimo, jadeante.

-¡Son los niños! -dijo-. ¡Ya están en la calle! Dicen que la cosecha ha sido malísima...

-¡Ah, los niños, los niños! -exclamó el Delegado, recordando a la última criaturita que habían visto sus ojos y sintiendo un escalofrío.

Lentamente, se acercó al balcón, y lo abrió. Desde la calle llegaron voces atrozmente desafinadas -voces de niño-, que manifestaban y repetían sin interrupción su deseo de que el señor Delegado tuviese largos años de vida. «Viva el señor Delegado -dice siempre entusiasmado- este escolar aplicado». Después, sin transición alguna, las voces pregonaron el resultado del año agrícola, en términos tan dramáticos, que cualquiera hubiese aconsejado, como medida desesperada, la elevación a las Alturas de unas   -19-   rogativas. Al frente del grupo se encontraba aquel horrible niño de las lagartijas, y detrás, la señorita Eloísa, con cierta expresión de rubor que parecía dar a entender que ella era una simple mandataria, sin voz ni atribución alguna, dentro del concierto.

El Delegado cerró cuidadosamente el balcón. Las voces cesaron. El clima de la conversación, dentro de la estancia, dejó de favorecer, en su anarquía, a los cobardes de espíritu, recobrando su primitivo tono de mesura.

-¿Era esto lo que usted quería, señor Delegado? -preguntó Pablo, que había asistido al espectáculo con ojos brillantes.

Pasaron los diez segundos reglamentarios que las personas prudentes suelen poner de aduana a la incorrección, y la incorrección, centelleante, seguía mordiéndole la lengua al señor Delegado.

-Bueno, mire usted -dijo por fin-. Sí. Esto es lo que yo quiero, sólo que... sólo que un poco mejor, ¿sabe? ¿Cómo diría? Todo ello un poco más cuidado... Desde luego no hay que aludir a la cosecha.

-Es que el pedrisco... -insinuó Pablo, siempre tan jugoso y variado en sus temas de conversación.

-Ya, ya. Y conviene afinar un poco esas voces. Excluyendo, naturalmente, la de los escolares que emitan sonidos irregulares o desagradables. También los niños... hay que lavarlos bien, ¿eh? No importa que sean pocos, pero tienen que ir bien limpios... El niño ese... ese niño de la primera fila, podría quedarse en casa ese día, ¿verdad? Tal vez su presencia no resultara grata a nuestros amigos... Espero que usted me comprenda.

-Desde luego, señor Delegado -afirmó Pablo, que ya había tenido anteriores quejas de otros enviados gubernativos sobre Javierito, y que sabía perfectamente de quién se trataba.

-Bien... Y usted, desde luego, señor Alcalde, tendrá que hablar a los americanos desde el balcón.

-¿Hablarles yo? ¿Y de qué les voy a hablar?

-¡Ah!, pues de todo... De todo, naturalmente... Del pueblo, de la ganadería, del comercio, de la industria...

-¿De qué industria? -se atrevió a puntualizar Pablo.

-De la industria en general, claro... Pero no se preocupe demasiado: sólo saben inglés. No le entenderán   -20-   de todos modos. El caso es que usted les hable. Que el pueblo tire la casa por la ventana, como vulgarmente se dice. No olvide usted que ellos tienen dólares, que los dólares nos son necesarios, y que los «grandes» van a reunirse para tratar de la recuperación europea...

-Claro, claro...

-Yo, desde luego -huelga decirlo-, tendré muy en cuenta al pueblo de la provincia que los reciba mejor. Tampoco debe olvidar esto...

-Tampoco, señor Delegado, tampoco...

-Y excuso decirle si la «European Recovery Program» se fija en Villar del Río y decide tutelar sus intereses... ¡Para qué le voy a usted a contar!

-¡Para qué va usted a contarme! -repitió el Alcalde, persuadido de que, por muchas cosas que le contaran, seguiría tan en ayunas sobre el asunto que allí se estaba ventilando, como lo había estado en sus cincuenta y cuatro años de existencia.

-Muy bien. Pues me parece, señor Alcalde, que esto es todo -anunció el Delegado, incorporándose con fatiga-. A su debido tiempo será avisado de la llegada de esos caballeros. Estaba seguro de usted y de este noble y magnífico pueblo de Villar del Campo...

-Del Río -aclaró Pablo, como si plegase, sin esperanza alguna, la arruga impertinente del traje marrón-. ¿Y el ferrocarril, entonces, señor Delegado? ¿Qué hay del ferrocarril?

-¡Ah, el ferrocarril! -exclamó el otro, frunciendo el entrecejo-. Esa es cuestión que será discutida en nuestra próxima entrevista. De momento, apréstese usted a recibir como se merecen a los representantes del gran pueblo americano.

-Sí, señor.

-Bien, pues eso es todo -añadió el Delegado, emitiendo la tosecita previa a todas sus oraciones de despedida-. Me voy muy satisfecho de nuestra entrevista, señor Alcalde. El acuerdo de nuestros puntos de vista ha sido perfecto. Celebro haber recibido de usted la solemne promesa de colaborar en la recepción a los enviados de la «European Recovery Program», que en breve plazo habrán de honrarnos con su visita. Gracias, señor Alcalde...

-Señor Delegado...

Lentamente, el grupo descendió las escaleras del   -21-   Ayuntamiento, y salió a la calle. Subió el Delegado a su automóvil, y mientras trepidaban los motores y se percibía el rumor expectante del vecindario, asomó la cabeza, y dijo:

-No olvide usted mis recomendaciones.

-Rezaré por usted, sí señor.

-¡Digo que no olvide usted mis recomendaciones!

-Esté tranquilo, señor Delegado. Buen viaje tenga usted y la compañía.

-¡Adiós! ¡Sabía que podía confiar en usted y en este noble pueblo de Villar del Campo!

-¡¡Del Río!! -bramó el Alcalde. Y después, cuando ya los coches y las motos se hubieron perdido en el camino, añadió para sí: «Estos Delegados no saben una palabra de geografía. Y hablando de geografía... ¿dónde estará la "European Recovery Program" esa?».

Recordó entonces que también estaban a punto de llegar otros invitados, de ojos oscuros y torneadas piernas, y esta idea le consoló un poco.

-Bueno. Vamos a ver qué tal canta esa chica, y luego nos ocuparemos de los americanos... -dijo.




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- IV -

Llegada de Manolo Vargas


Carmen Vargas, la «máxima estrella de la canción andaluza», debía haber llegado al pueblo a las cuatro de la arde, pero llegó a las seis, porque el coche de línea tuvo un pinchazo primero, y más tarde un reventón, que le hicieron invertir en el trayecto ciento treinta y cinco minutos, de los cuales los ciento veinte primeros lo eran a título precario de retraso. Venía acompañada de Manolo (apellidado Vargas, tal vez por espíritu de mimetismo), que era al mismo tiempo mentor, pianista, viajero infatigable, profesional polifacético y eterno pregonero de las glorias de la «estrella» por esos mundos de Dios.

La muchacha era una de esas criaturas del Sur   -22-   verdaderamente seductoras, con un palmito importante, el talle esbelto, el cabello castaño y fino, unos ojos oscuros y expresivos (enmarcados por cejas tupidas y firmes, que hablaban por sí mismas del carácter de la estrella), y singular gracia de movimientos en toda su persona. No pensaba, en verdad, demasiado, por lo que conservaba -desde que tuvo algo digno de ser conservado- la fuerza, la agilidad y la gracia de una gacela incipiente. Por su parte, Manolo (encargado, contractualmente, de atender a las obligaciones sociales de los dos), había dedicado su existencia al liviano arte de la conversación, tanto en sus manifestaciones profesionales como frívolas. Era uno de esos hombres que hablan, discuten y contradicen, por vocación, sin pedir nada a cambio, sin preocuparse casi nunca de que supieran escucharle o no, y aun menos, por supuesto, de lo que su interlocutor -en el caso, improbable, de que éste lograra convertir en diálogo el monólogo- tuviese a bien contestarle. «Hablaba divinamente, o para ser más exactos, vocalizaba divinamente» -pudo haberse dicho de él-. Pero vivió sin conocer la existencia del verbo «oír». Por ello, sin duda, cuantos hablaban con él (y la expresión debe entenderse en un sentido más bien figurado), bien se sentían prontamente agotados y sin ganas de vivir, bien se le entregaban alegremente, confiriéndole sin reservas la iniciativa y el gobierno de la «circunstancia». No conocía la tristeza, la amargura o la envidia; sus digestiones eran imperturbables, y tenía un dormir tan plácido como el de un recién nacido. El reino de su imaginación, rico y frondoso, apenas conocía, en realidad, fronteras, y viajaba libremente por entre los luceros, «desnudo, como los hijos de la mar», sin carta de porte ni otro equipaje que el de su palabra. ¡Ah!, pero esta palabra le obligaba a hacer diariamente un largo recorrido con billete de ida y vuelta en el bolsillo...

Madre Naturaleza, benévola, le había dotado con una fuerte y atractiva complexión, un hablar castizo y fecundo, la mirada franca y decidida, el corazón grande, la inteligencia larga y un exuberante aroma de salud y vitalidad. Cuando el Alcalde le vio abrir la portezuela del coche de línea, buen «catador», como era, de reses y animales domésticos, calculó que   -23-   el peso del representante no estaría lejos de las diez arrobas.

-¿Es usted, acaso, el señor Alcalde de Villar del Río? -preguntó Manolo, descendiendo solemnemente del vehículo.

-Sí, señor. El Alcalde en persona.

-Bien, pues en tal caso tengo el honor de presentarle a Carmen Vargas, gloria de la escena española y máxima estrella de la canción andaluza... ¡Adelante, Carmen!

No hubo confirmación musical, pero apareció, en cambio, una muchacha preciosa con dos hoyuelos en las mejillas.

-Hola -dijo.

Ayudada por el representante, y acariciada por los ojos absortos de Pablo, descendió del coche dando un saltito liviano.

-¡Hola! -repitió, bailándole la risa en los ojos.

-Tanto gusto en conocerla, señorita -contestó Pablo, desprendiéndose cortésmente de su boina, que, por regla general, no abandonaba su sitio más que a la hora de coger agua bendita-. Sean ustedes bienvenidos a Villar del Río. Y si no están ustedes muy cansados, les enseñaré (repito que si no están ustedes muy cansados), el pueblo y sus alrededores... dando un paseo en mi carricoche.

Hablar de «su» carricoche ante una mujer con aquellos ojos le resultaba sencillamente encantador. Y como los recién llegados manifestaran que estaban un poco, pero no «muy» cansados, mandó enganchar el cochecillo, y al trote ligero y alegre de Robustiana, su vieja mula de confianza, enseñó a los huéspedes cuanto en Villar del Río había digno de ser visto, desde la discutida fuente de la plaza, hasta el letrero de Obras Públicas que servía de frontera al término municipal. Fue una tarde deliciosa para Pablo, que se olvidó por completo de las amenazas externas para dedicar una subyugada atención a la pareja, prestando el oído a lo que Manolo decía, y los ojos a lo que Carmen, maravillosamente guapa, no tenía necesidad alguna de decir. Él, por su parte, también habló lo suyo (sin duda porque a Manolo le pareció prematuro discutir con su interlocutor sobre los escondites del lugar), y al regresar del paseo, los tres podían considerarse ya buenos amigos.

  -24-  

Por la noche «debutó» Carmen Vargas. La muchacha, que además de bonita y graciosa, cantaba muy bien, tuvo un éxito ruidoso. Los habituales de la fonda -en aquella ocasión reforzados por unas cuantas docenas de curiosos- se hartaron de aplaudir y requebrar a la artista, obligándola a repetir varias veces los números de su actuación. Pablo, sentado en primera fila con un gran puro artesano, fabricado en su propia casa por manos magnánimas, vivió momentos muy emotivos contemplando la esbeltez de talle y la... la... eso es, de Carmen Vargas, puesto que del «cantable» apenas percibió algunas estrofas. Ya había decidido someter al buen consejo de su amigote Manolo el grave problema internacional que le embargaba, cuando el mentor, que acababa de cumplir con decoro su papel de pianista, se acercó a la mesa del café-cantante.

-Bueno... ¿qué me dice de la niña, don Pablo? -preguntó, orlada la frente de orgullo, sudor y felicidad.

-¿La niña? Muy guapa, muy guapa... -contestó Pablo, saludando al recién llegado con una espesa nube de humo.

-Y cómo canta, ¿eh?

-¿Canta bien, verdad? Yo, con mi oído...

-¿Que si canta bien? ¿Que si canta bien? -exclamó el otro, cogiéndose la cabeza con las manos-. ¡Señor, lo que hay que oír! ¡Que si canta bien la niña!... Bueno, mire usted: para terminar esta discusión y sin que sirva de precedente: yo le aseguro a usted que esta chiquilla es un fenómeno de la naturaleza. ¡Si su voz no parece la de un hombre!

-¡Ah, claro! Eso ya me lo figuro.

-Pero entendámonos -aclaró rápido Manolo-. La voz de un hombre en sentido metafórico, o séase, abstracto. Que como mujer, esa es una mujer guapa en donde las haya, ¿estamos?

-Sí, señor; estamos -respondió el Alcalde, convencido-. Esta chica es guapísima, guapísima, y tiene unas pantorrillas pero que muy bonitas... mejorando lo presente. Quiero decir, sin ánimo de faltar a nadie.

-Agradecido por la finura, señor Alcalde... ¡Y vaya si son bonitas las piernas de la niña! Pero señor: si es lo que yo digo: esta niña es un fenómeno. ¿Verdad   -25-   o mentira? ¿A que esas piernas no parecen de un ser humano?

-Hombre, hombre... Yo no diría eso... -protestó Pablo, emitiendo una tosecita que era una pura travesura-. La pena es que todos los seres humanos no tengan las pantorrillas así...

-¡Ah, vamos! ¡Qué guasón nos ha salido el señor Alcalde! -exclamó el representante, aplicando cariñosamente su mano a la espalda de Pablo, que hubo de transformar su risa de conejo en un profundo y dramático ataque de tos ferina-. Vamos, que... ¡Pero qué guasón nos ha salido el señor Alcalde! -prosiguió el mentor, transformando el ataque de tos ferina de su interlocutor en una grave crisis pulmonar-. ¡Qué don Pablo éste y qué guasa tiene el hombre!

-No, no... Yo, guasas, no -contestó Pablo, respirando con dificultad-. Guasas con la mujer de otro, no las deseo: es lo que siempre he dicho.

Era éste un punto que no había quedado suficientemente esclarecido durante el paseo de la tarde, y que el Alcalde juzgaba del mayor interés aclarar.

-¡Cuidado!, ¿eh? -exclamó Manolo levantando las manos a modo de barrera-. Alto el carro y vamos con calma. Despacio, amigo... ¡despacio he dicho! Que de eso, no hay nada: la niña y yo somos asociados en un sentido artístico, o séase cultural, pero ni ella es mi esposa, ni siquiera yo mismo soy su esposo. ¡Cultura, y «na» más que cultura! En lo demás, nada.

-¿Pero nada de nada?

-Nada.

-¡Ah, vamos! -exclamó Pablo, dando un suspiro de alivio-. En ese caso no se sentirá usted ofendido... ni bromeará conmigo, ¿verdad?, si yo barbilleo a la niña de cuando en cuando, ¿no es eso?

-¿No lo dije? ¡La guasa es libre! -afirmó Manolo haciendo un movimiento amenazador, hábilmente esquivado por el Alcalde, que esperaba horrorizado la tercera versión de la broma física-. ¿Barbillear, dice usted? ¡Hombre!, si no es más que barbillear...

-Barbillear solamente.

-¿Palabra de honor?

-Palabra de honor.

-Bueno, pues entonces puede usted barbillearla todo cuanto quiera -concedió Manolo, benévolo-. Pero en el bien entendido de que si en este pueblo alguien   -26-   roza un pelo de la niña (aparte de usted, que tiene permiso para barbillearla), tendrá que entendérselas conmigo... ¿estamos?

-¡Ah, no! -exclamó Pablo, levantando las manos al cielo-. ¡Hasta ahí podíamos llegar! A nuestra niña no la toca nadie ni la punta del vestido... ejem, aparte de mí, naturalmente, que puedo barbillearla, y de usted, que tendrá sin duda otras prerrogativas...

-¡Bah! ¡Poquísimas, poquísimas...! -contestó el otro con modestia-. Y otra cosa...: ¿que entiende usted por barbillear, señor Alcalde?

-Hombre, pues lo corriente -afirmó Pablo ligeramente irritado-. Coger la barbilla con un gesto chirigotero... Bromear un poco... ¡Una cosa bien inocente, creo yo!

-¡Estamos de acuerdo! Puede usted barbillear a la niña. Y ahora, ¿qué le parece si brindamos por nuestra alegría?

Recordó entonces Pablo la visita del Delegado gubernativo, que había servido para quebrar la paz del lugar, y nubló su semblante, casi siempre alegre y confiado, un velo de inquietud.

-¡Sí, sí! -dijo-. ¡Alegría! Precisamente he recibido hoy una visita que me tiene la mar de preocupado...

-¡Pues nada de preocupaciones, señor Alcalde! -exclamó el otro, mientras daba un sorbo tan profundo a su vaso, que el vino negro escapó sin dejar una sola huella digital capaz de identificarle-. Venga de ahí y cuente usted sus penas, que yo le aseguro que le soluciono la papeleta.

Pablo, entonces, en un rápido susurro, puso en antecedentes a su interlocutor sobre la situación que la próxima llegada de los americanos había planteado a Villar del Río. El otro le escuchaba con atención insólita, pidiendo, a intervalos regulares, envíos alcohólicos, y al concluir su explicación el Alcalde, el mentor, a su vez, había dado cuenta de uno de los barriles del establecimiento.

-Buena gente, esos yanquis -dijo, como comentario final.

-¡Ah! ¿Pero es que los conoce usted? -preguntó Pablo, sorprendido.

-¿Que si yo conozco a esos muchachos? -repitió el mentor como si la idea le resultara altamente graciosa-.   -27-   ¿Que si yo conozco a los americanos? Bueno, mire usted: yo conozco a esos benditos como si los hubiera... visto nacer uno por uno. Allá en Boston, en el lejano... Boston, he montado durante quince años espectáculos internacionales. ¡Y me pregunta usted que si yo conozco a los americanos!... Por cierto que no creo necesario aclarar que aquellos espectáculos fueron siempre del agrado del respetable, ¿estamos?

-Sigue, hijo, sigue... ¡Háblame de esa gente! ¡Cuéntame cosas de los americanos! Y no te preocupes si te tuteo, ¿sabes? Es que estoy nervioso...

-De eso, nada... usted me tutea porque es el señor Alcalde, y no se habla más del asunto... Bueno, pues lo que le iba diciendo: que los conozco como si los hubiera visto nacer uno por uno. Desde lo más alto a lo más bajo. He llegado a conocer a un gobernador. Desde su palco, aplaudía entusiasmado mi espectáculo. Sentí no poder darle la oportunidad de felicitarme... Él, desde luego, debió lamentarlo durante el resto de su vida, porque los americanos son muy sensibles... Buen país, Norteamérica... ¡Gran público! Buena «monis»... Gente de ley, en una palabra...

-¡Ah! ¿Entonces es verdad que tienen dinero? -inquirió Pablo, que se había dejado de sentimientos tibios, y adoraba ya al representante, sin reservas.

-¡A espuertas! Como que allí todos son millonarios...

-¡Madreee! ¿Todos millonarios?

-¡Ah!, pues ¿qué se había usted figurado? Con diez coches a la puerta cada uno, y los jefes, con veinte. En llegando a ministro, no bajan de cien y un tren particular. ¡Nada! ¡Que es mucha gente esa!...

-¿Y tú crees que aquí podremos prepararles algo que les guste?

-¡Hombre, don Pablo! Esa es la fija... Escuche usted, que yo no le engaño. Si usted me encarga el recibimiento a los americanos, el ferrocarril es suyo.

-Bueno es saberlo, Manolillo, bueno es saberlo -dijo el Alcalde alegremente-. Así, si en la próxima reunión de las fuerzas vivas nadie propone otra cosa mejor, trataré de que se te encomiende el recibimiento a los americanos. ¡Y a ver qué pasa!

Como la cantante pasara en aquel momento por su vera, el Alcalde, ruboroso y feliz, hizo uso, por primera (y gloriosa) vez, de sus prerrogativas. «Efectivamente   -28-   -se dijo-. Como yo me figuraba; esta barbilla parece mismamente de seda». Y se sintió el rey del universo.

-Sólo barbillear, ¿eh? -añadió enseguida Manolo, encorvando ligeramente una ceja.




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- V -

Un inciso dedicado a sueños


La visita del Delegado gubernativo que ya conocemos, había constituido un acontecimiento tan sonado en la vida local como no recordaban haber presenciado ni siquiera los más viejos del lugar -esos que siempre bucean en el pozo profundo de sus recuerdos para eclipsar, con un hecho pasado, la gloria del momento presente-. Y aunque nadie sabía exactamente qué extraños vientos traían a los americanos a Villar del Río, ni qué buscaban en el pueblo, ni quiénes eran, siquiera, los americanos, el vecindario entero, desde Pablo III hasta el depauperado Jerónimo, empezó a dedicar a los futuros huéspedes las mejores horas de la vigilia y el sueño.

El Alcalde había llegado, al fin, a persuadirse, a fuerza de leer «papeles», de que los americanos regalaban cosas en el mejor -y no, por difícil, menos exacto- sentido de la palabra, y esta convicción suya prendió pronto en los pechos ingenuos, produciendo graves trastornos en la circulación psicológica del lugar. No es extraño. Cuando al hombre que se pasa la vida contemplando al cielo le anuncian, de pronto, la llegada de una nube fabulosa, es fácil comprender que pierda un poco, sin pretenderlo, el contacto con la tierra. Desde ese momento, en el pueblo se discute, se comenta y, sobre todo, se sueña. Este sábado, en el cine, la recaudación ha sido bien pobre, porque las únicas «estrellas» que representan ahora un pedido discreto de localidades son las que hay en el firmamento. Los hombres caminan por el arado silenciosos, y hay alguna muchacha que se queda,   -29-   de pronto, contemplando la luna. Las luces del pueblo, otras veces bien pronto confundidas con la noche, acompañan en el presente a la primavera en su vigilia. La madrugada, siempre propicia a las brujas, cobra su complicidad con ojeras azules, porque Villar del Río ha decidido imitar a su señor don Luis, y dedicar las mejores horas de la noche -las del amor o el descanso- a los cuentos de hadas. Hay en el ambiente nubes irreales, de locura o de poesía, que desvelan el sueño de los que debieran dormir y sólo saben soñar.

Pero, ¿cómo son, en realidad, los americanos?... Cada uno los piensa con su peculiar estilo. La señorita Eloísa, por ejemplo, los respeta como a los mayores productores de hierro, acero... ¡y muchas, muchas otras cosas! del mundo. Para don Cosme, los americanos son, además y sobre todo, insignes productores de divorcios y refugio permanente de desviados. Don Luis, el hidalgo, aún los recuerda como a los descendientes directos de los indios que tan descortésmente acogieron a los Taboada de Villarejo en las Américas. Y el Alcalde, espíritu práctico -y quizás un poquito soñador...- ve en ellos a los padres, hermanos y padrinos, de su glorioso ferrocarril de nácar.

El caso es que, por una u otra razón, todos piensan en los que han de llegar. En el pueblecito reseco de la Castilla ancha se sueña con el gran continente, hasta la fecha ignorado u olvidado, de los océanos y los puentes de acero. Algunos -los más-, piensan en él con la ilusión de una novia que esperase su traje nupcial. Otros, en verdad, no tanto, no tanto...

* * *

Para los vecinos de Villar del Río, esta larga noche de la espera tuvo matices muy diversos. Mientras que a algunos la imaginación se les volvió suave luz de encantamiento, para otros, el cerebro, rompiendo el sueño en mil quebrados como pedazos de una piñata, sólo supo darles calor de pesadilla.

Pero seamos por una vez audaces e irrumpamos, indelicados y curiosos, en ese mundo recatado del   -30-   subconsciente, que (una noche cualquiera de cualquier primavera española), habló así a los vecinos de Villar del Río:

Alcalde: En esta ocasión, su mente ha creado una maravillosa fantasía en tecnicolor, de tonalidades suaves y delicadas, destinadas -con buena vis mnemotécnica-, a identificar, entre las brumas del despertar, el pálido zafiro de dos hermosas pupilas de mujer. En la escena hay un sheriff: un sheriff que tiene la misma cara, las mismas manos y los mismos pies que el Alcalde-Presidente de Villar del Río. Un saloon -el eterno saloon de la época colonizadora estadounidense- le ha visto llegar, minutos antes, con los revólveres aún hirviendo de sed de justicia. Su mirada es dura, pero serena; su mano, tensa, pero flexible; su paso, chulesco, pero lleno de solemnidad y gallardía. Ha creado, a su entrada, un silencio profundo y respetuoso. Todos le miran fugazmente, como temerosos de que la mirada unos segundos mantenida, pudiera parecer insolente al recién llegado. ¡Ah, y una insolencia con Pablo Jones bien sabían ellos lo cara que se pagaba...! La cantante, dulcemente representada en el reparto del sueño por Carmen Vargas, ha abandonado el pobre entarimado para acercarse, sumisa y admiradora, al glorioso huésped. Próxima ya al sheriff inicia unas tiernas carantoñas que el representante de la Ley -con esa inefable expresión, entre desdeñosa y afable, con que se le escapa al hombre duro la emoción- acepta poniéndose en los ojos unas suaves gotas de benevolencia. El clima del saloon, sobrecogido y servil, respeta, silencioso, el frívolo momento del campeón. Una mosca -único ser con vida que se permite el lujo de exteriorizar sus opiniones- rasga los tímpanos con su monótono zumbido. Hay calma, mientras la boca de Pablo Jones sólo permite entrever un poco de la sonrisa que le baila en el alma... Pero, ¡de pronto!, una puerta se abre: en ella, fiera, violenta, amenazadora, se recorta la figura del siniestro bandido regional. ¡Bill Vargas está allí! ¡Bill Vargas, con la misma cara del honesto pianista de Villar del Río y dos atroces revólveres colgando del cinto...! Rompe el silencio un murmullo de estupor. Las sillas   -31-   corren por el suelo, olvidadas por sus ocupantes, y los valientes del lugar buscan el abrigo del mostrador de madera o de la noche tibia. Alguna violenta exclamación, engendrada por el miedo, ha cruzado fugazmente la atmósfera. Joe, el hombre de la «barra» repasa entristecido sus botellas. La cantante, temblorosa, ha abandonado el peligroso espacio vital que rodea al sheriff, y repasa con voz opaca su canción desde más seguras zonas. El reloj confirma lentamente la emoción del momento. Los enemigos -como dos ciervos heridos que luchasen por un amor ágil e inconstante- van anulando, paso a paso, la breve distancia que les separa. La mosca vuelve a recordar a todos su presencia impertinente. Si algún osado se atreve a moverse lo hace de puntillas, como temeroso de poder desvelar el sueño de un enfermo. La macabra sinfonía prosigue: los pasos son ahora más lentos y espaciados. Tic, tac. Ya están allí, solos los dos, frente a frente, con las negras bocas de sus revólveres impacientes por emitir una opinión definitiva. En los bajos fondos del mostrador, los jugadores cruzan apuestas de dudoso gusto. Al fin, en medio de dos miradas siniestras, los protagonistas cruzan, impertérritos, su poder. De espaldas -más difícil todavía, por tanto- prosiguen su superfluo viaje, con esporádicas miradas al tendido. De pronto se vuelven con inusitada presteza, en un movimiento sincronizado y fugaz, mientras las manos acarician las culatas de los revólveres. Pero no ocurre nada. Nada... Vuelven otra vez la espalda al enemigo y... Pero tampoco ahora ha ocurrido nada. «No me amagues, villanazo, no me amagues...» -dicen los ojos altivos de Pablo Jones, vomitando plomo-. Cuando, al fin, dos disparos irrumpen en la noche, el viaje del soñador fallece por muerte de susto.

¿No es verdad, don Pablo, que Villar del Río es un lugar encantador? La amenaza de la primavera, en efecto, es mucho más tibia y silenciosa que la de los bandidos del Oeste.

Don Cosme: También don Cosme ha dedicado una noche a los americanos. El tema profano se ha visto mezclado, esto sí, con algunas notas de música sacra.   -32-   No pudo tener el sueño comienzo más beatífico: el de una procesión. A ella asistía el Pater de Villar del Río, feliz con su capuchón negro, hasta que unos ladrones de sueños se lo llevaron. Estos bandidos son yanquis, indudablemente (como muy bien ha pensado el Reverendo), porque apenas cogido en vilo don Cosme, han empezado a bailar, irrespetuosos, un «bugui» desenfrenado. Don Cosme, que no conoce otra música de «hot» que la de alguna radio captada por error, abre desmesuradamente los ojos y mira, aterrado, en todas direcciones. Ya no se oye el redoblar solemne que anuncia la llegada de los «pasos», sino una estrepitosa mezcla de sonidos, que trae a la mente añoranzas de vidrio roto. Llena el aire la luz chirriante del clarinete, y la batería se desmelena en mensajes que el Pater no logra comprender. Don Cosme, aturdido, vuela por los aires, hasta que sus huesos van a dar con el frío suelo de una extraña sala desnuda. Un foco implacable recorta la silueta temblorosa del reo, mientras que voces profundas repiten, incansables, las preguntas de un interrogatorio ininteligible para el Reverendo. En lo alto de un enorme estrado, puede leerse un cartel que dice: «Comité de Actividades Antiamericanas». Continúa, frenética, la música de «hot». Los ojos de don Cosme, lentamente acostumbrados a la penumbra de la estancia, perciben cómo un juez de aspecto demoníaco señala con el índice, haciendo un gesto de invitación, a un peregrino artefacto. Llena la sala, de improviso, la voz tranquila y sosegada del cura-párroco de Villar del Río. «Cuarenta millones de protestantes, diez millones de anabaptistas, diez millones de espiritualistas, cuatrocientos mil indios...». Sí; don Cosme reconoce, a través de la banda del micrófono, su propia voz, trayéndole el eco de amables conversaciones pasadas. A él le juzgan aquellos seres extraños por supuestos delitos cometidos contra su país. Cuando, él, lo único que ha hecho es no estar conforme con las inmoralidades del cine del sábado, que tanta gente le roba de la Salve... Pero la música de «hot» le devuelve, inmisericorde, a la pesadilla del sueño. Un jurado de enmascarados, lentamente, va volviendo sus pulgares hacia la tierra en gesto acusatorio que declara culpable al procesado. Don Cosme se coge la cabeza con las manos. Vuelven a oírse voces   -33-   broncas e ininteligibles, mientras quema la piel del Reverendo, el único y potente foco de la sala. La horrible musiquilla rompe sus tímpanos...

¿Verdad, don Cosme, que también es dulce despertar sudando bajo el suave soplo de la primavera?

Don Luis: El sueño peor librado (a tales efectos de calorías, se entiende) fue el del hidalgo, que a las dos de la madrugada se soñaba descubridor de Nuevos Mundos, y una hora después se sentía cocer, a fuego lento, en una cacerola indígena de las Américas.

Él había llegado, remando, remando, en un chinchorro ágil y deportivo, hasta la misma madriguera de los indios. Decidido y conquistador, pisó alegremente la tierra descubierta. (¡Ah, estampa arruinada del hidalgo, qué bella te hiciste en tu sueño, con tu armadura de plata brillando al sol!) Con orgulloso gesto siglo XV, un bello estandarte quedó clavado en la arena bajo la tutela de una mano armada. Llegaron pronto inocentes nativos, acogidos con benevolencia por el gran señor, y cuando ya parecía estar todo dispuesto para que dos pueblos confraternizaran en ademán histórico, uno de ellos, de aficiones culinarias un tanto dudosas, decidió asar al hidalgo para comérselo después tan ricamente. Y así fue como el insigne viajero fue metido, con armadura y lanza, dentro de una hirviente olla personalmente condimentada al efecto por el jefe de cocineros de la tribu.

¿Será preciso repetir la alegría que al despertar en primavera produce en ciertos pueblecitos castellanos?

En cambio, Juan -el humilde Juan Pérez, de Villar del Río- soñó (en sepia y en negro), con tractores de nácar llovidos del cielo.

Y la señorita Eloísa soñó... Pero, no. El sueño de la Maestra jugaba demasiado bien al baseball y tenía las espaldas demasiado anchas para que nos atrevamos a meternos con él.

* * *

Algunas noches, estos sueños cambiaron de rumbo, y así don Cosme pudo soñar (probablemente bajo   -34-   el influjo de algún audaz amanecer), con el alegre tintineo de una campana que nunca -¡nunca!- dejaba de tocar a Ángelus en su momento preciso.




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- VI -

Una visita inesperada


El día 10 de junio (un diez de junio cualquiera, modesto y soleado), apenas transcurridas dos semanas desde la visita del señor Delegado, Villar del Río vivió unos momentos de verdadera inquietud y emotividad. Nadie en el pueblo hacía cosa distinta de la que tenía obligación de hacer para llenar, prosaicamente, una página más de la Historia, esa (doméstica) que nunca se publica ni produce rentas a los biógrafos, cuando, de improviso, el aire fue llenado por un bronco y extraño bramido, que fue aumentando en intensidad y volumen hasta llegar a hacerse ensordecedor. El vecindario -que entre las visitas de los Delegados gubernativos y los ruidos exóticos apenas vivía para sustos- se lanzó a la calle, con el alma en vilo y los ojos muy abiertos, mientras el que más y el que menos se echaba al coleto un Señor mío Jesucristo por si el ruido en cuestión era de los que no se repiten. Algún superdotado, de vista tan larga como la de un águila, pudo percibir, a lo lejos, las maneras chatas y poderosas de una máquina de aceite pesado, y con un sentido primitivo pero comprensible de la lógica, asoció el espectáculo a la llegada de los inquietos caballeros que habían de llegar, y cuya próxima visita traía al pueblo entero de coronilla.

-¡Los americanos! -exclamó, dando grandes voces-. ¡Ya están ahí!

-¿Los americanos? ¿Estás seguro de que son los americanos? ¿Pero por dónde vienen?

-Pues por ahí... ¿Es que no los ves? ¡«Mira» qué ruido meten!

  -35-  

Uno, dos, tres, dieciséis, ochenta... Poco a poco, todos los vecinos, desde el más ágil de vista hasta el de más perezosa visión, sintieron reflejado en sus pupilas el espectáculo de la llanura, dando origen cada nuevo descubrimiento a alborozadas muestras de júbilo, que convirtieron pronto el aire de la plaza en una alegre sinfonía de grillos. Los mayores aupaban a los pequeños, para que estos -limpia la mirada- pregonaran luego a los vientos el resultado de la inspección. Alguna mujeruca movía la cabeza, indecisa entre apoyar la alegría de los otros o refugiarse, irritada, en el altivo lugar común de su tranquilo pasado. Llegaban ya del horizonte cercano algunos muchachillos, que, orgullosos por haber visto a los recién llegados un minuto antes que los demás, ofrecían a los vecinos un peregrino y confuso noticiario acerca de los que, lentamente, avanzaban sobre el pueblo.

-¡Los americanos! ¡Son los americanos en persona! Hay que avisar al Alcalde.

-¿Los americanos? -preguntó Pablo, perplejo, cuando le dieron la noticia, mientras deshacía las fichas del «dominó»-. ¿Pero cómo han venido así, sin decir nada?

-Eso no me lo han dicho, señor Alcalde. Pero de que son los americanos no hay duda. ¡Si viera usted el ruido que meten...!

-¡Pues estamos listos! -exclamó el otro abatido. Manolo, que compartía los rigores de la discordia (a 25) con el Alcalde, se levantó parsimoniosamente y dijo:

-Calma, señor Alcalde. Ante todo hay que tener calma y organización. Tú, niña -añadió dirigiéndose a Carmen, que asistía a la escena con sus ojos oscuros entornados- sal a que te vean bien los americanos. No les digas nada. «Estate» solamente. Tú, Anastasio, a tu reloj. Y nosotros, señor Alcalde, a recibir a esos caballeros con modestia, pero con organización.

-Sí, sí, organización -exclamó Pablo suspirando-. Organización la que va a darme a mí el señor Delegado! Vamos, que... ¡mira que venir sin avisar!

Cuando llegaron a la plaza, los monstruos productores del mal ya habían llegado a ella. Se trataba   -36-   de dos apisonadoras gigantescas -alegremente recortada su silueta por banderitas y guirnaldas- sobre las que seis hombres de monos y viseras blancos descansaban al sol, silenciosos, ante la mirada anhelante del vecindario. Voces jubilosas arropaban a los recién llegados, que no parecían, en verdad, muy identificados con el bullicioso clima de la plaza. El Alcalde, jadeante, se abrió paso, con la ayuda de Manolo, por entre los vecinos hasta llegar al pie mismo de una de las apisonadoras, que había acallado al fin sus motores y ofrecía una silueta de aplastantes perfiles.

-Noble pueblo americano... -exclamó Pablo, con voz trémula, una vez que su entrecortada respiración le hubo permitido hablar.

-¿Cómo dice usted? -preguntó uno de los hombres de la apisonadora, inclinándose hacia adelante.

-Digo que noble pueblo norteamericano...

-¡Amos ande!

-¿Cómo que «amos ande»?

-¡Que nosotros no somos americanos...!

-¿Y qué hacen aquí entonces, canastos? -inquirió el Alcalde, sin saber exactamente si la noticia era digna de satisfacción o disgusto.

-¿Y a usted qué le importa, si puede saberse?

-¡Hombre! ¡Que está usted hablando con el señor Alcalde! -advirtió Pablo disgustado-. El Alcalde... es decir, yo.

-Y al señor Alcalde hay que tratarle con más respeto, ¿estamos? -añadió Manolo, desafiante.

-Sí, señor. Estamos...

-Con que vamos a ver, ¿qué están haciendo ustedes aquí?

-¿Es que no ve usted que somos de Obras Públicas?

-Bueno, ¿y qué?

-Pues que tenemos que alisar y repintar las carreteras para cuando lleguen los americanos...

-¿Y tanta banderita y tanto adornito y tanta tontería?

-¡Ah, eso! Es que vamos de gala, por si llegan ellos y nos alcanzan...

  -37-  

-¡San Blas! ¿Pero es que van a venir tan pronto?

-¡Ah, pues claro que sí! -contestó el de la apisonadora moviendo lentamente la cabeza-. ¡Como que ya están todos los pueblos preparados!

-¡Mi madre! ¿Todos los pueblos preparados?

-Bueno... casi todos -añadió el otro, sometiendo a sincera revisión sus manifestaciones.

-¿Y ustedes los han visto?

-Sí, señor. Aunque en algunos pueblos llevan la cosa con mucho secreto. Como el Delegado ha ofrecido un premio al que los reciba mejor...

-Pero... ¿y qué han hecho en los sitios que han visto ustedes?

-¡Anda! Pues muchas cosas...

-¿Han pasado los americanos por Jaraque?

-Sí, señor. Por Jaraque, por Alora, por Puebla, por Villagordo...

-¿Por Villagordo también?

-Sí, señor. También por Villagordo.

-¿Y qué han preparado en Villagordo para recibir a los americanos?

-¡Uff! ¡Un montón de cosas!

-¿Pero qué cosas? ¿Es que no pueden ustedes explicarnos nada?

-No, señor. Hay orden de llevar todo esto muy en secreto. De la Superioridad.

-Y, además, tenemos prisa -añadió otro de los operarios.

-Así que nos largamos. Pero yo le aconsejo, señor Alcalde, que no pierda usted el tiempo...

-¿Qué quiere usted decir con eso de que no pierda el tiempo? -inquirió Pablo, irritado.

-Pues eso... Que no pierda usted el tiempo. ¡Hasta la vista!

Fueron inútiles todas las tentativas que hizo el Alcalde para proseguir el diálogo. Pesadas y renqueantes, las enormes máquinas se desperezaron y, aireando sus banderitas al aire tibio de la mañana,   -38-   se perdieron en la lejanía, que se encontraba a quince metros a mano derecha.

-¡Ya han pasado por Villagordo! -exclamó Pablo, comiendo un poco de polvo y un poco de humo industrial en homogénea mezcolanza-. Tenemos que «hacer» algo.

Y volviéndose hacia Jerónimo, que le contemplaba absorto, añadió:

-¿Qué haces ahí parado? Vete a avisar a las fuerzas vivas. Dentro de dos horas, reunión urgente en el Ayuntamiento.

Aunque los vecinos se pusieron a hacer entonces lo que tenían obligación de hacer para llenar, prosaicamente, una página más de la Historia esa (doméstica) que nunca se publica ni produce rentas a los biógrafos, la verdad es que la noticia de que los americanos habían pasado ya por Villagordo les dejó a todos el alma en carne viva. ¡Porque si aún hubiese sido por Alora! ¡Pero mira que por Villagordo!...




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- VII -

Las fuerzas vivas se reúnen


La anunciada reunión de las fuerzas vivas, para tratar del recibimiento a los americanos, fue, en cierto modo, un verdadero fracaso. No llegó a saberse si la culpa la tuvo la coalición reaccionaria, formada por don Cosme y don Luis, o la inoportuna alusión a cierto chorrito que formuló, en hora mala, don Emiliano, el médico.

La reunión la convocó el Alcalde, después de haber emitido una arbitraria definición política sobre la nómina de las fuerzas vivas de Villar del Río. Fueron considerados como tales: don Cosme, don Luis, el Secretario, el Médico y el Boticario. Resultó excluido el barbero, en atención a que la frivolidad de su profesión podría exponerle, sin duda, a toda suerte de embarazosas confidencias.

  -39-  

De antemano sabía Pablo que iba a serle muy difícil unificar los distintos «estilos» de aquella reunión. Buenos amigos y mejores confidentes le habían informado sobre la franca antipatía que sentían por los yanquis -como ellos decían- personalidades de tanto peso e influencia como don Cosme y don Luis. El uno porque estimaba que iban a Misa en forma insuficiente, y el otro porque sus antepasados los indios habían comido, según todas las probabilidades, la primera carne histórica de los Taboada de Villarejo, veían en la llegada de los americanos una especie de descubrimiento impertinente e inverso, de peligrosas consecuencias para la integridad y el decoro del lugar. No se atrevió Pablo, sin embargo, a pesar de lo decidido que estaba a organizar un plan de recepción merecedor de un ferrocarril eléctrico, a no llamarles a la reunión. A don Cosme, porque era ya vieja costumbre que rociase con agua bendita todos los acuerdos municipales. A don Luis, porque, aun cuando la palidez de su imagen, alimentada de recuerdos, parecía reducir a una simple ironía el calificativo de fuerza viva, había estado y debía estar presente en toda reunión de importancia para Villar del Río. Lo que hizo, pues, Pablo, fue compensar en lo posible las fuerzas opuestas, llamando a la reunión al Boticario y al Médico, de claro criterio americanófilo, y dejar en su barbería al titular, que hablaba más de lo debido, y cuya diaria partida de tresillo con el hidalgo le hacía aparecer como sospechoso.

Quince días después de la visita del Delegado, los elegidos se sentaban alrededor de una larga mesa, otrora pulida y barnizada y en el presente comida por las colillas de múltiples Concejos, mientras el Alcalde se acercaba al oído, parsimoniosamente, su querido y glorioso aparatito.

-Tú quédate de pie, Jerónimo -dijo el Alcalde.

-¿Yo? ¿Y por qué? Hay sillas de sobra...

-No discutas, Jerónimo, y haz el favor de ponerte de pie detrás de mí. Es lo que debe ser y lo que será.

No comprendió Jerónimo que se trataba de una delicadeza del Alcalde de Villar del Río, ofrecida como homenaje a los gustos del señor Delegado gubernativo, y opuso a la idea una obstinada resistencia,   -40-   alegando que el ponerse de pie le resultaba sumamente incómodo y vejatorio.

-Siento que el ponerte de pie te resulte incómodo y vejatorio -afirmó el Alcalde- porque eso está decidido. Así que no discutas y obedece.

Plegado Jerónimo al cruel «snobismo» de la superioridad, Pablo afrontó directamente el objeto de la reunión.

-Les he reunido aquí porque Villar del Río no puede estar con los brazos cruzados mientras los demás pueblos preparan un gran recibimiento a los americanos -dijo-. Espero que todos comprenderán la importancia que la cosa tiene para Villar del Río, porque..., porque... a causa del pedrisco... es decir, porque... Bueno: ¡porque la cosa tiene mucha importancia!

Observó a sus interlocutores, que no parecían demasiado convencidos de la importancia del problema, y aún menos de la relación que un pedrisco inexistente pudiera tener con el caso.

-Desde luego convendrán conmigo en que hay que hacer algo, y hacerlo cuanto antes -añadió Pablo, disgustado por el somnoliento principio de la conferencia-. Pero yo me he dicho: sin la colaboración de las fuerzas vivas no se puede hacer nada. Por eso les he llamado a ustedes, que constituyen; como es sabido, las fuerzas vivas de Villar del Río.

Las «fuerzas vivas» asintieron levemente con la cabeza, empezando, al parecer, a sentirse conscientes de su responsabilidad. Aunque Pablo no conocía el significado exacto de la expresión, había comprobado que, desde que cierto Delegado la empleara en el pueblo por vez primera, resultaba grato y estimulante para el auditorio el sentirse advocado y considerado como una «fuerza viva».

-Sí, si, hay que hacer algo -dijo el boticario.

-Naturalmente -afirmó don Emiliano.

-Muy bien -prosiguió el Alcalde, confirmando una vez más sus parciales aciertos psicológicos-. Pues yo ahora voy a confesarles que desde la visita del señor Delegado he pasado muchas noches de insomnio dando vueltas al problema que nos ocupa, y la verdad es que no se me ha ocurrido nada de nada.

  -41-  

-¿Pero nada de nada? -preguntó Jerónimo, resentido.

-Nada de nada. Aparte de lo de los niños con banderitas, nada.

-¡Tonterías! -exclamó don Luis.

Era la Primera intervención del hidalgo, y, en verdad, no parecía muy alentadora.

-Lo de los niños con banderitas puede resultar bonito si los niños van limpios y se ponen el traje de los domingos -protestó el Alcalde-. En la ciudad emplean a los niños con frecuencia para... para todas estas cosas.

-¡Bah! ¡Tonterías!

-Bueno, pues en ese caso, hagan ustedes el favor de proponer algo mejor, que para eso les he llamado aquí -añadió Pablo malhumorado.

-¿Algo mejor? -dijo el hidalgo con risa siniestra-. El mejor recibimiento que podemos tributar a esos señores es poner a la entrada del pueblo un letrero que diga: «Indios».

-Eso parece un poco rudo, ¿no? -advirtió don Emiliano-. Digo yo, vamos, que parece un poco rudo.

-Desde luego es rudísimo -afirmó Pablo irritado-. No podemos hacer eso con una gente que viene a regalarnos ferrocarriles y cosas...

-Sí, sí... ¡Ferrocarriles!

-Lo dicen los papeles...

-¡Bah! ¡Los papeles! Dicen tantas cosas los papeles...

Se hizo una pausa. Pero no era la pausa que sirve de sedante, sino la que se emplea para cargar, en silencio, las armas.

-Bueno, vamos a ver -anunció al fin Pablo, seriamente disgustado por la actitud de la oposición-. Yo creo que lo mejor que podemos hacer es proponer las ideas por orden. ¿A usted, don Leocadio, no se le ocurre nada?

-Nada.

-¡Hombre! -exclamó Pablo, indignado-. Alguna ideílla sí se le ocurrirá a usted, don Leocadio... Que todos sabemos que es usted hombre de luces...

-Pues verá usted. Yo creo que si me apura usted   -42-   mucho, recibiría a esos señores poniendo colgaduras a lo largo del pueblo -anunció el otro, que era un gran aficionado a las procesiones-. Colgaduras con la bandera nacional, desde luego. A lo largo del pueblo.

-Bien -dijo Pablo-. Discutiremos la idea. ¿Qué les parece a ustedes?

-¡Me niego a que se pongan colgaduras con nuestros colores para recibir a los indios! -contestó el hidalgo.

-Bien, bien... Veamos otra cosa -añadió Pablo, suspirando.

-En ese caso -prosiguió el boticario, que, al parecer, tenía más ideas de las reconocidas en un principio- podríamos poner un arco triunfal en la entrada del pueblo, con un letrero que dijese... que dijese... «hola», por ejemplo, pero en inglés...

-¡Me niego a que se construyan arcos triunfales a la entrada del pueblo para recibir a los americanos! -exclamó el hidalgo.

-¡Ah, bien!... En tal caso y para concluir -añadió el de la botica, como si viniese dispuesto a «lanzar» prontamente sus ideas y a descansar-, se me ocurre que las mujeres podrían arrojarles flores desde las ventanas...

-¡Me niego a que nuestras mujeres les tiren flores a esos caballeros! -repitió el hidalgo.

-Me interesa hacer constar -advirtió don Cosme- que yo también me opongo a que nuestras mujeres les arrojen flores a esos americanos. ¿Qué les parece? ¡Quince mil divorcios sólo el año pasado!

Se hizo un nuevo silencio. Esta vez fue largo y penoso, y Pablo hizo durante el mismo un rápido recuento de la situación. La oposición había derrocado el primer baluarte gubernamental, y era ya seguro que no podría contarse con el de la botica (que parecía dispuesto a conciliar el sueño dulce de los que han sabido cumplir con su deber) durante el resto de la conferencia. Aún quedaban don Emiliano, Jerónimo y él mismo... Pero con él, que no contaran: él ya había propuesto lo de los niños con banderitas, fruto único y prontamente abortado de varias noches de desvelo, y tenía, además, el deber de dirigir el curso de aquella reunión. Únicamente,   -43-   en último extremo, propondría a la asamblea la «solución» Vargas. Y en cuanto a Jerónimo...

-¿No se te ocurre a ti nada, Jerónimo?

-¡Nada! -exclamó el interpelado, con la saña de quien lleva en pie (y no por necesidad, sino por capricho liviano de dictador) treinta y cinco minutos largos-. ¡Absolutamente nada!

-Siéntate, Jerónimo, haz el favor, y mira a ver si se te ocurre algo -invitó el Alcalde, dispuesto a gastar hasta el último cartucho.

No se hizo repetir la invitación Jerónimo; tiró una silla, se sentó en otra, y pisó al boticario, que, ya en estado crepuscular, dio un respingo, y hubo de iniciar nuevamente su tierno coloquio doméstico.

-Tengo el gusto de proponer a ustedes -anunció Jerónimo, alegremente- que recibamos a los americanos organizando unos fuegos artificiales. He aquí mi idea número uno.

Organizador permanente de todos los festejos de Villar del Río, numeraba sus ideas como si fuesen atracciones.

-Pues yo tengo que decir -objetó el hidalgo- que esa idea se les habrá ocurrido a todos los cretinos de todos los pueblos.

-Muy bien. En ese caso, expondré mi idea número dos: una carrera de sacos.

-¡Qué estupidez, señor mío! ¡Qué solemne estupidez!

-¡Ah, sí! Pues allá va mi idea número tres: una tómbola. ¿Qué les parece?

-Muy mal -afirmó el hidalgo, implacable-. Francamente mal. Esos señores se llevarían nuestras cosas... y, además, ¿de dónde íbamos a sacar los regalos?

-Bueno -anunció Jerónimo impertérrito-. Pues ya no tengo más ideas.

Se recostó en la silla, con aire de bienaventurado, y posando un segundo la vista sobre don Leocadio, entornó los ojos y se recogió, recatadamente, dentro de sí mismo.

-Yo les suplicaría a ustedes -advirtió el Alcalde- que esperasen unos minutos antes de dormir la siesta, ¡canastos! ¿Es que no comprenden que estamos discutiendo un asunto de importancia para   -44-   Villar del Río?... Bueno, don Emiliano, dígame: ¿Ha pensado usted algo?

La pregunta había sido formulada con un marcado acento de trámite. Sin embargo el interpelado (último reducto de un poder ya casi derrocado por la oposición) se inclinó cortésmente hacia adelante y sonrió con benevolencia. Don Emiliano era un hombre que, no obstante haber enviado prematuramente al otro mundo a unas cuantas docenas de desdichados, conservaba una inefable fe en las posibilidades de don Emiliano. Creía en sí mismo absoluta y decididamente. Demostraba, bien a las claras, una íntima satisfacción por haber recibido tan excelsos dones de la generosa mano del Destino. Al inclinarse, para responder a la invitación del Alcalde, su expresión era la del profesor que responde, benévolo, a la curiosidad de un alumno.

-Pues sí... creo que sí -contestó, emitiendo una tosecita vanidosa-. Sin menospreciar las magníficas ideas que ponen de relieve el ingenio de nuestras fuerzas vivas, mi opinión es que nos hemos olvidado de algo.

-¿Y de qué, don Emiliano? -inquirió Pablo, sin decidirse a recobrar la esperanza.

-De la fuente, señores. ¡De nuestra magnífica fuente de la plaza!

-¿Y qué pasa con la fuente?

-Pues que lo principal es adornar la fuente. Poner un surtidor hidrométrico e instalar, dentro del agua, unas bombillas de doble filamento lumínico. Debido a la refracción bisolar y al doble efecto del arco lumínico sobre los cuerpos no transparentes, unas veces saldrá el chorrito azul, y otras colorado, y otras verde...

Se hizo un nuevo silencio. Pero esta vez era un silencio respetuoso y henchido de emoción. Los que ya empezaban a perder la noción física de las cosas, se desperezaron, aguzando el oído y devolviendo al semblante la vida que se le escapaba. Don Cosme dejó correr por la estancia un latinajo incomprendido. Y el hidalgo ahogó de mala gana un furibundo anatema, sorprendido por la audacia de la proposición, mientras empezaba a pensar que, después de todo, quizá don Emiliano no fuese tan mala bestia como las malas lenguas decían.

  -45-  

-Se trata de unas breves nociones científicas, sin ninguna importancia -advirtió el médico con modestia-. Adquiridas en La Laguna, mientras estuve allí ampliando conocimientos. Ya saben: al acabar la carrera...

Volvió a toser, entre ruborizado y feliz, mientras el clima de la reunión se volvía por momentos más favorable a la propuesta, dejando ya el terreno de la simpatía para pasar al de la admiración.

-A mí, eso del chorrito me agrada -afirmó Pablo, ilusionado-. Lo encuentro muy... muy...

-Original -apuntó don Emiliano.

-Exacto: muy original. Y creo que por la noche dará al pueblo un aspecto un poco... un poco...

-Fantástico.

-Eso es. Conque me parece que lo mejor que podemos hacer es someter el asunto a votación, y Santas Pascuas -concluyó Pablo, decidido a aprovechar la coyuntura para ganar su votación de confianza.

No hubo dificultades. La propuesta fue admitida por unanimidad. El hidalgo justificó su abstención manifestando que, no obstante ser la idea una de esas bobadas que tanto agradaban a los yanquis, de terminados motivos familiares le impedían otorgar su voto a unos señores a quienes no tenía el gusto de conocer, y cuyos antepasados por añadidura, no parecían tener las ideas muy claras sobre lo que debía ser entendido por gentileza internacional. La reunión iba ya a levantarse, en sentido literal, cuando don Cosme, que no había dicho esta boca es mía, hizo un gesto con la mano.

-Sin embargo... Sin embargo, señores, yo no acabo de ver esto claro.

-¿No lo entiende, señor cura? -explicó Pablo, solícito-. Con los rayos esos... que son, claro está, luminosos, y... y todo lo demás, pues a cada momento se verá el chorrito de un color...

-Sí, hijo -admitió el Reverendo-. Pero y si los americanos vienen de día, como parece natural, ¿crees tú que verán chorrito ni verán nada?

La suave intervención del «Pater» fue como esas piececitas minúsculas que desarticulan la más perfecta maquinaria.

  -46-  

-Queda sin efecto lo acordado -manifestó el Alcalde, antes de que los demás pudieran reponerse de la impresión.

-¿Cómo? -exclamó don Emiliano-. Yo creo que debemos estudiar el asunto con más calma...

-¡Usted no cree nada! -afirmó el hidalgo, irritado-. Queda descartado lo del chorrito por unanimidad. Y a ver si en otra ocasión hace usted proposiciones un poco menos luminosas...

-No tolero ironías con lo del chorrito... Un «mínimun» de conocimientos científicos les serviría para comprender que los rayos solares incidiendo...

-Nada, nada... -interrumpió Pablo malhumorado-. Eso está descartado. Y ya que nos resulta tan difícil ponernos de acuerdo, yo me atrevo a proponerles a ustedes una solución que me parece razonable. Tenemos en el pueblo a un hombre que ha estado en América y que conoce Washington como la palma de la mano, puesto que ha permanecido allí organizando espectáculos internacionales (siempre de verdadero éxito) una porción de años. Me refiero al representante de Carmen Vargas...

La mera invocación de la muchacha tuvo la virtud de animar, a ojos vistas, el pulso de la reunión.

-¡Ah, sí, esa chica! -exclamó el boticario, reanimado-. Que, por cierto, es una verdadera ricura...

-Y tiene una conversación.

-Y unas pantorrillas...

-¡Pues anda que el talle!

-Y para qué voy a contarles a ustedes el salero que tiene...

-¡Bueno, señores! -exclamó don Cosme indignado-. ¿Es que vamos a hablar del salero de esa chica, o de los americanos?

-Sí, señor, sí -admitió Pablo, recobrando la seriedad-. Bueno, pues como les iba diciendo, ese hombre podría encargarse de organizar el recibimiento a los americanos pagándole por su trabajo una pequeña cantidad. Como conoce bien los gustos de los americanos, yo creo que se le ocurrirá alguna cosa mejor que lo del chorrito...

-¡No tolero ironías con lo del chorrito! -repitió don Emiliano, profundamente vejado en su dignidad-. Insisto en que un «mínimun» de conocimientos científicos les serviría para comprobar que...

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-¿Les parece bien la idea? -prosiguió Pablo, haciendo caso omiso de la interrupción del médico-. ¿Estamos de acuerdo?

Dirigió su vista hacia los concurrentes, y no encontrando, milagrosamente, oposición alguna, se apresuró a añadir:

-La propuesta ha sido aprobada por unanimidad. Queda levantada la sesión.

-¡Queda levantada, pero con mi voto en contra! -exclamó el hidalgo, incorporándose con fatiga-. Me opongo a cualquier recibimiento que se les haga a esos americanos. ¡He dicho!

Cuando el Alcalde y su secretario hubieron quedado solos, Jerónimo, frotándose levemente la cabeza y dando un bostezo, preguntó:

-Bueno, ¿y qué es lo que hemos acordado? Lo digo porque supongo que tendré que hacer un Acta de lo que aquí ha ocurrido.

-¿No lo ves, pedazo de imbécil? -exclamó Pablo malhumorado-. El señor Manolo ha quedado encargado del recibimiento.

Recordó entonces que los americanos ya habían pasado por Villagordo (por Villagordo, ¡Señor!), y esta idea le apretó un poco el alma.

-Tu «hazte» el Acta en un periquete, mientras yo voy a hablar con el señor Manolo -dijo.




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- VIII -

El Alcalde propone y Manolo dispone


Una hora después, Pablo anunció al representante el acuerdo tomado por las fuerzas vivas, cuyo conocimiento proporcionó a este una íntima satisfacción. Alegremente, encendió un puro de fabricación económica, se recostó sobre el desvencijado diván y, lanzando al aire a modo de salutación una densa bocanada de humo, exclamó:

-¡Bien! Ya decía yo que esa gente conoce lo que se trae entre manos... Escuche usted ahora, don Pablo, que se va a quedar tonto de la idea que yo le voy a proponer... Preste usted mucha atención, porque vamos a ir con calma. Si yo fuese a Inglaterra... ¿Usted me entiende, no?

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-¿Has dicho Inglaterra, verdad?

-Inglaterra he dicho, sí, señor... Bueno, pues si yo fuese a Inglaterra, ¿sabe usted cómo me gustaría que me recibiesen?

-¡Hombre, la verdad! Yo a los ingleses, lo que se dice a fondo, a fondo, no les conozco...

-Nada, ¡si es muy fácil! Si yo fuese a Inglaterra, me gustaría que me recibiese el Churchill ese con todo su puro, y cantando en inglés... Y luego que me cantaran unas chicas guapas cosas de allí...

-¡Ah!, claro.

-Y fíjese ahora que viene lo bueno: si yo fuese a las islas Aleutianas, nada me agradaría tanto como recibir una impresión genuina y típica de lo que son las islas Aleutianas... con aleutianitas monas bailando cosas de allí, que deben ser finas... ¿Usted me va comprendiendo, verdad?

-¿Has dicho las islas Aleutianas, ¿no es eso?

-Las mismas. Y si allí me recibiesen unos señores cantando flamenco o bailando la jota, quizá me pareciesen unos tíos simpáticos, pero la idea, ¿eh?... lo que se dice la idea, ¡mala! ¿Y por qué? Pues muy sencillamente: porque todo eso lo tengo en casa a diario...

-¡Ah, claro! Con Carmen Vargas...

-Bueno, con Carmen Vargas y con el resto de la competencia, que no es poca -aclaró Manolo, sin perder la calma-. De todo lo cual se deduce (y si no se deduce de lo dicho no tiene importancia, porque yo lo digo, y basta), que a esos americanos hay que hacerles un recibimiento nuestro, ¡muy nuestro!... Enseñarles lo que ellos vienen a buscar aquí... En una palabra, señor Alcalde: que tenemos que preparar a los americanos un recibimiento a la española.

-¿Con la bandera, quieres decir?

-Bueno, no es exactamente eso, pero siempre vendrán bien unas banderitas -respondió Manolo mientras empezaba a deducir, por la vía antipática de las comparaciones, que su verdadero destino estaba en la política-. Lo que interesa es que encuentren a España en cada piedra de Villar del Río. ¡Con muchas flores! ¡Con mujeres guapas! ¡Con música, aroma y alegría españolas! Tenemos que   -49-   conseguir que esos señores se emborrachen con nuestras cosas...

-Pues me parece que la sangría no la prueban -advirtió el Alcalde, pensativo.

-¡Vamos, señor Alcalde! ¡Que eso es lo de menos! Voy a repetírselo a usted, a ver si me comprende: lo que interesa es que encuentren en cada rincón de este pueblo un eco de lo que nosotros somos. ¡Y ya veremos si eso no se les sube a la cabeza!

-Bueno, hijo -manifestó el Alcalde, absolutamente rendido y adorador-. Pues tú dirás cómo vamos a conseguir eso del eco...

-Creo que ya lo tengo -contestó el otro, que, al parecer, ya había previsto todas las posibilidades de su plan-. La borrachera esa se la vamos a proporcionar, no con sangría ni con vino de Valdepeñas, sino con la representación más típica de nuestro «folklore»: o séase... ¡con flamenco!

-¿Flamenco? ¿Aquí, en Villar del Río? Si nadie sabe una palabra de flamenco...

-¡Ah, sí, sí, sí...! Con flamenco. Los que no sepan, aprenderán. ¿No les gusta el flamenco a los yanquis? ¡Pues vamos a darles flamenco! Convertiremos a Villar del Río en un pueblecito típico de la alegre Andalucía. Con sus casas blancas y sus farolillos rojos... Vestiremos a la gente con trajes típicos, y Carmen y yo enseñaremos a todo el mundo a cantar y bailar... ¿Pero dice usted que si vamos a recibir a los americanos con flamenco? ¡Hombre, eso está fuera de duda! Si es lo que a ellos les gusta, don Pablo... Si es lo que a ellos les gusta...

-Pero eso... eso nos va a costar muchos miles de reales... -objetó el Alcalde, sin decidirse a tomar postura ante la nueva idea fabulosa.

-No tanto, señor Alcalde, no tanto... ¡Que uno tiene buenos amigos!

-¿Es que te prestarían los trajes?

-Es muy posible, sí, señor.

-Y eso del flamenco (que así, a primera vista, parece una cosa un poco tonta) ¿te parece a ti que va a gustarles a esos tíos?

-Bueno, mire usted -anunció Manolo, con el acento definitivo que tiene el ser humano, cuando el ser humano acaba de comerse una gallina en pepitoria-. Para concluir esta discusión y no cansarnos más, porque siempre he preferido la acción a las   -50-   palabras: yo le juro a usted por la gloria de mi madre que si usted me hace una oferta en serio, como corresponde a un caballero, yo les organizo un recibimiento a los tíos esos que el Delegado le llena a usted la solapa de condecoraciones, y los vecinos el pueblo se van a tener que comprar un baúl nuevo de tantos regalos como les van a hacer... ¡Pero cuidado! ¡Que la cosa no queda ahí! Es lo que yo digo: o somos, o no somos. Y si lo que yo acabo de asegurarle no se cumple, yo no cobro la cantidad (pequeña, desde luego) de que hablaremos enseguida: mi representada, la máxima estrella de la canción andaluza -a quien sin duda piensa usted ya renovar el contrato- se queda aquí un mes trabajando gratis a beneficio de los niños pobres; y un servidor, además, y como propaganda, le regala a usted una caja de cigarros puros... ¡Total, «na»! ¡Como para despreciar la oferta!

-¡Ay, Manolo, que estoy empezando a ponerme nervioso! -exclamó el Alcalde con dos ojos como candiles-. ¿Será posible que los americanos regalen tantas cosas como dices...?

-¿Que si regalan cosas los americanos? -repitió Manolo, levantando los brazos al cielo-. ¿Que si regalan cosas esas mentalidades millonarias?... Bueno, mire usted: se lo dije el otro día y hoy se lo repito. Si mi idea se lleva a la práctica, el ferrocarril es suyo.

-¡Manolillo, muchacho! ¿Será eso posible? ¿Tú sabes lo que dices? ¿No estarás exagerando?

-¡Eh, tú, Carmen! -exclamó el representante, dando una gran voz de poderoso de la vida-. Deja ahora el piano y ven acá, que el señor Alcalde te quiere hacer una pregunta.

Y cuando las veinticinco primaveras (del Sur), contoneadas y pimpantes, se hubieron acercado, añadió:

-Niña, dile al señor Alcalde cuál es la palabra de Manolo.

-¡Digo! -exclamó la muchacha, pintándose con el alma fresca dos hoyuelos en las mejillas.

-¿Y cumple Manolo lo que promete o no cumple Manolo lo que promete? Explícaselo tú, niña...

-¡Vaya!

-Bueno, ahí lo tiene usted -añadió el mentor, como si hubiese alcanzado, al fin, el tan merecido   -51-   descanso-. Y eso que a ella no le gusta nunca exagerar...

Se mordió una uña Pablo -síntoma exterior de duros combates internos- y, pasados dos segundos, exclamó con voz bronca:

-¡Es cosa resuelta! ¿Dónde dices que te prestarían los trajes?

-En la ciudad.

-¡Pues vámonos ahora mismo a la capital! Genaro nos llevará en el autobús. Y quiera Dios que todo salga bien...

-¡Claro que saldrá todo bien! -exclamó Manolo alegremente. Y dando un beso en la mejilla a la cantante, añadió:

-Hasta la vista, nena.

-Hasta la vista, nena -saludó el Alcalde, haciendo lo propio.

-¡Eh! -advirtió el representante, cuando hubieron salido de la habitación-. ¡Que me parece que eso de barbillear lo entiende usted de una manera un poco especial!

-Y a mí me parece -contestó Pablo fríamente- que tú has sido un cochino hipócrita al decir que tenías con la niña «poquísimas» prerrogativas...

Pero como los dos se querían ya mucho, se contentaron con echarse a reír, y no hubo necesidad de llamar al alguacil.

* * *

Ya estaba decidido. Villar del Río, desde aquel momento, se llamaría «Villar del Río y ozú». Sólo hacía falta un poco de tramoya y abrir después bien las manos en espera de los regalos que la pleamar habría de traer...




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- IX -

Ensayo general


Y sí, hubo tramoya. Tramoya barata, pero tramoya al fin. Como estas cuestiones técnicas (¿no les parece a ustedes?) han sido hechas para los ingenieros, no es cosa de que nos rompamos todos la cabeza cuadriculando, con regla, compás y logaritmos,   -52-   las inocentes páginas de este cuento. Pasemos volanderos sobre los preparativos que dieron comienzo al concluir la conversación transcrita, y sepamos únicamente -la brújula de nuestra pluma derechamente dirigida hacia el recibimiento ese que tanto se hace esperar- que la decisión de prestar color andaluz a Villar del Río en la histórica mañana del 25 de junio, fue cobrando vida, lenta y gloriosamente, durante los días que mediaron entre los últimos acontecimientos relatados y la anhelada recepción. El Alcalde, Manolo y las fuerzas vivas más acreditadas del lugar -es decir, el «todo Villar del Río» de las ocasiones solemnes, integrado por lo más selecto de la sociedad local y forastera- colaboraron, confiados y bulliciosos, en la organización del recibimiento. El director de escena fue Manolo, don Pablo asumió la jefatura de personal y Genaro hizo de enlace motorizado con los hombres malos de la ciudad. En definitiva, fueron muy pocos los que no recibieron el simpático nombramiento de «Organizador permanente y honoris causa del gran recibimiento a los miembros de la 'European Recovery Program'».

Como el representante tenía en la ciudad un amigo -ex compañero de negocios en Boston, ¿sabe?- que alquilaba (a peso) instrumental andaluz para su despliegue en teatros, fiestas y colmados, el servicio de transportes municipal fue trayendo al pueblo un heterogéneo «equipo» folklórico, de basculación no inferior a mil duros, que le fue concedido a Manolo Vargas, por espíritu gremial de colaboración, en pesetas 1.278. Sombreros, chaquetillas, peinetas, florecillas, camisas, volantes y pañolones inundaron el pueblo de luz abigarrada y anárquica, mientras que la primavera, ya un poco envejecida, parecía sonreír maliciosamente por colaborar en la travesura. Grandes decorados de fácil y económica concepción, aportando (o intentando aportar) cálidos vientos del Sur a brochazos rojos y azules, supieron pernoctar bajo las estrellas teniendo por regazo las piedras firmes y resecas del pueblecito castellano. Los faroles de gas -desde luego inexistentes- fueron sustituidos por farolillos de cartón, silenciosos y apagados. Las paredes agrietadas dejaron paso a grandes cartelones, caprichosos y polícromos, destinados a cubrir, con la efímera alegría del cartón, la desnuda solemnidad de la piedra. Se compraron guirnaldas, y se   -53-   mimaron, con agua recogida a diario por manos limpias y frescas, las flores rojas que habrían de recibir a los americanos. Una vaca de ojos dulces y soñadores, asomando su cabeza por el redondo agujero de una pared parcialmente sacrificada, recibió la misión de recordar a los yanquis que pisaban tierra de la Fiesta. Y hasta el reloj del Ayuntamiento, de arreglo insoluble si el presupuesto municipal debía subsistir, fue obligado a funcionar por el sistema artesano de una mano invisible -la de Anastasio, el encargado de la fonda- destinada a sincronizar las agujas del reloj con las de cierto despertador previamente seleccionado al efecto -entre varios dignos candidatos- en atención a su fiel versión mecánica de los caminos del sol.

Mientras tanto, los días iban pasando lentamente, y el recuerdo de Villagordo aceleraba el ritmo de los preparativos y regalaba horas de trabajo a cada jornada.

* * *

Todo fue rápido y audaz. Al tercer día de preparativos, Villar del Río, ya que no un pueblo andaluz, tampoco parecía, en verdad, Villar del Río. Ni sus más leales admiradores hubieran podido reconocer al pueblo en medio del pintoresco y abigarrado colorido de aquel concierto. Y fue así (el disfraz a medias colocado), como el señor Alcalde quiso dirigir la palabra a los vecinos. Julián, el pregonero, anunció a los cuatro vientos la convocatoria a Plaza Mayor, y esta se llenó, en muy pocos minutos de chaquetillas y peinetas, de risas ruborosas y encendidas, y de expectación, en suma.

No a todos, en verdad, les sentaba bien el extraño ropaje que se les había dado. En realidad eran pocos los que iban vestidos adecuadamente, y aún menos los que tenían un aspecto sincero con aquella indumentaria. Pero, en cambio, casi todos ellos encontraban estimulante y nuevo lo que allí estaba sucediendo, y la promesa de regalos fabulosos abría en su pecho un profundo surco de gratitud, de fácil canalización hacia el entusiasmo. Por ello, la presencia de Manolo y el Alcalde en el balcón del Ayuntamiento fue acogida con encendidos aplausos y estentóreas manifestaciones de alegría.

  -54-  

-¡Vecinos de Villar del Río! -exclamó Pablo, una vez que el ruido de los aplausos fue perdiéndose en el aire-. ¡Vecinos de Villar del Río! Como Alcalde vuestro que soy, yo os debo una explicación. Y esa explicación que yo os debo, os la voy a dar ahora mismo, porque yo, que soy vuestro Alcalde, os debo una explicación...

-Un momento, señor Alcalde, con permiso -musitó Manolo, mientras sus 98 kilos (dos de ellos debidos exclusivamente a la producción indígena) ocultaban al Alcalde a las miradas del auditorio-. Yo no sé si os habréis enterado de que el señor Alcalde os debe una explicación, pero si no os habéis enterado, aquí estoy yo para deciros que no sólo os debe esa, sino también os debe una gratitud emocionada... ¿verdad o mentira, señor Alcalde?..., afirma que verdad, por el respeto, por el entusiasmo, por la disciplina, con que habéis recibido sus órdenes, demostrando con ello el ímpetu, el corazón y el heroísmo sin par de este noble pueblo que os ha visto nacer para honra y orgullo de... de... -sus ojos se detuvieron en el cuadro polícromo- ¡de Andalucía entera! ¿Qué digo? ¡¡De España entera!!

-Sí, hijos -añadió Pablo, logrando, a duras penas, asomar la cabeza por detrás de la muralla humana interpuesta por el representante-. Y la explicación que yo, como Alcalde vuestro que soy, os debo, es una explicación que...

-...resulta casi innecesaria -concluyó Manolo, volviendo a enviar al sordo, de un suave codazo, al exilio-. Porque vosotros sois inteligentes y despiertos y, sobre todo, sois nobles y bravos. Y yo que he estado en América, yo que conozco aquellas mentalidades nobles y millonarias, os puedo asegurar que para ellos España es sólo Andalucía. ¡Pero entendedme bien! No es que no amen como se merecen a estos nobles pueblos castellanos. Es que la fama de nuestros toros, de nuestros toreros, de nuestro flamenco, de Carmen Vargas y... ejem... de un servidor, han borrado todo lo demás, y buscan en nosotros el folklore, el folklore legítimo y sin decorados falsos... ejem, eso es, puesto que eso es lo que les gusta y lo que ellos adoran... Como vosotros: estampa genuina del folklore heroico, inaudito e inmarcesible de España...

  -55-  

-Y yo, hijos, como Alcalde vuestro que soy... -insinuó Pablo, asomando la boina por debajo de un brazo del representante.

-Eso es. Como Alcalde vuestro que es, os dice que vayáis pensando en lo que vais a pedirles a los americanos, que regalarán una cosa a cada vecino, mientras que hacemos ahora el ensayo general del recibimiento. ¡A ver cómo nos sale! Y no tengáis duda de que nosotros nos llevaremos el premio del señor Delegado, porque los demás pueblos sólo han puesto colgaduras, arcos triunfales, paparruchas...

-Y chorritos -musitó el Alcalde, asomando la cabeza por debajo de un brazo del mentor.

-¿Qué está usted diciendo? -exclamó Manolo, irritado.

-Y chorritos... Digo que los demás han pensado en poner chorritos... Me lo ha dicho un enviado del señor Delegado...

-¡Ah, sí, en efecto! Y chorritos tontos. Los demás han pensado en poner chorritos tontos, mientras que, en cambio, nosotros vamos a recibir a los americanos con lo mejor de lo mejor... Así que este es el momento de unir nuestros esfuerzos para recibir mejor que nadie a estos ilustres amigos, a estas mentalidades millonarias, a estos...

-¡Indios! -exclamó una voz, vibrante como el diapasón de un acero toledano.

-¡Indios! ¡Indios! ¡Indios! -repitió el hidalgo, mientras un silencio absoluto recortaba en el aire las palabras y el vecindario formaba un tímido camino en honor del hidalgo-. Y vosotros todos... ¡unos mamarrachos!... ¡unas máscaras!... ¡unos peleles!, que os disfrazáis para halagar a unos extranjeros... pensando que os van a regalar trenes y pamplinas... ¡Y tú! -añadió, cuando hubo llegado al pie del Ayuntamiento-. ¿Qué Clase de Alcalde eres? ¿Puede saberse qué te propones?

El aludido hubiese preferido permanecer en el exilio, pero, súbitamente, advirtió que todo el aire de la plaza le pertenecía.

-Hombre, don Luis, yo... Creí que esto era lo que habíamos acordado...

-¡Ni don Luis, ni narices! -exclamó el hidalgo, preso en un rapto de furor-. ¿De dónde ha salido el dinero para comprar esto? ¿Y esto...? ¿Y esto...?   -56-   ¡De nuestros bolsillos! ¡De los bolsillos de todos los contribuyentes!

-Sin embargo, don Luis, yo quisiera advertirle...

-¡A callar! ¿Y qué creéis que vais a conseguir con esta piñata? ¡Hacer el indio... ante esos indios, que ya es bien triste! Pero... ¿es que no hay nadie aquí que tenga un poco de orgullo? -añadió, dirigiendo su mirada al vecindario, que le escuchaba absorto-. ¿Nadie?

Como el silencio no fuera roto, enarboló un bastón y se dispuso a emprender la retirada.

-¡Qué vergüenza! -dijo, deletreando las palabras con sañuda lentitud-. ¡Dejad paso!

No era precisa, sin embargo, tal exhortación, porque el camino que su cólera, momentos antes, había trazado, aún le esperaba para el viaje de vuelta.

Hubo entonces uno de esos momentos difíciles, en los que las masas se muestran vacilantes y dispuestas a seguir, no a sus propias convicciones, que brillan por su ausencia, sino al conductor que sepa guiarlas con el pulso más sereno. Por fortuna para la causa de los americanos, en aquella ocasión existía ese conductor.

-Amigos míos -anunció Manolo Vargas-, ¡esto no ha sido nada! No hay que hacer mucho caso al bueno de don Luis, que ya sabemos es de genio pronto, y al que yo (no lo dudéis), convenceré con cuatro palabras de que está completamente equivocado...

-...porque arreglar el pueblo -añadió Pablo, sintiendo cómo un poco del valor ajeno irrumpía, dinámico, en su persona- cuesta dinero, pero ni un sólo céntimo ha salido de la caja municipal, porque la caja municipal (lo sabéis de sobra) siempre ha estado vacía.

-Todos estos vestidos -concluyó Manolo-. Todas estas maravillas del arte de la decoración andaluza, me los ha dado a crédito un viejo compañero de profesión en Boston (Norteamérica), a quien nunca agradeceremos bastante sus desvelos por nuestro pueblo.

Se había salvado el momento difícil. De nuevo el acogedor clima de los aplausos hizo su aparición en la plaza. Podía dar comienzo, sin que fuesen previsibles   -57-   nuevas contingencias desfavorables, el ensayo general del recibimiento.

* * *

Dos horas después sólo quedaban en la plaza unas flores -flores rojas, flores españolas de las diseñadas en su corazón por la señorita Eloísa- que las mujeres de Villar del Río habían arrojado al paso de Manolo Vargas (representante, en el ensayo, del pueblo americano), y un gran letrero que decía: «Welcome». Mientras los ecos del «Star and stripes» se van perdiendo en la noche y un perrillo ladra su ingenua sinfonía, el corazón empieza a cantarles a los buenos una canción cuya letra habla, sin cesar, de futuras y generosas nuevas...




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- X -

Llegan los americanos


Llegó, al fin, el gran momento. El amanecer había traído al pueblo un día luminoso, con la luz brillante y recortada de los días de junio, y ese calor sofocante que no sabe respetar, siquiera, las primeras luces del alba. El sol sonreía desde lo alto, regocijado, tal vez, por la broma que preparaba al pueblo, y mientras el cielo adquiría tonalidades tan azules y brillantes que no hubieran podido ser trasladadas a un lienzo sin levantar sospechas sobre la imaginación del artista, vientos sudorosos, antojadizos, recorrían el pueblo, obsequiando aquí y acullá a los vecinos con regalos de vapor. Caía el sol a plomo, despiadado, sobre la vieja Castilla, que parecía más reseca y más limpia que nunca. Era un día de canícula en un pueblecito de la meseta indefensa.

Pero aquel día, en verdad, nadie tenía tiempo en Villar del Río para pensar en el calor. El día y la noche, hermanados, habían hablado en el mismo confuso idioma -de realidades o de sueños- a los beneficiarios de la ilusión: el día, desvelando a la noche, y robándola un poco de su frío y silencioso imperio: la noche, prestando a cada minuto del día un clima, entre sofocante y poético, de irrealidad, más acorde con el peregrino mundo de los sueños que con el conciso   -58-   y vulgar de los sentidos. Porque, en definitiva, ¿quién podría saber, en aquel 25 de junio, en qué exacto momento acababa la ilusión y daba comienzo el pulso lento de la realidad? Soñaban algunos despiertos, y otros vivían, con los ojos cerrados, el sueño profundo e inefable de su verdadero deseo. Sólo la madrugada, como un puente de nácar entre la luz y las sombras, supo poner, suavemente, un pañuelo fresco y blanco sobre las frentes, presas en la temperatura ardiente de la pesadilla. Pero el paso de la madrugada ¡había sido tan fugaz! Pocos, pocos eran los que habían conseguido conciliar un sueño de mentiras ingenuas y cotidianas... porque, ¿y si los americanos no traían más que un tractor? ¿Qué iba a ocurrir entonces?

(Sin embargo, algo bajó el nerviosismo de la gente después de haber buceado en su conciencia para concretar, en difícil elección, la cosa -sólo una cosa- que se les había autorizado a pedir a los americanos. En efecto, cuando unas horas antes, cada vecino escribió al lado de su nombre (en la gran lista confeccionada al efecto por Manolo Vargas) el deseo que habrían de atender los Reyes Magos -traídos de la mano por el mar, la primavera o las estrellas- el pueblo entero pudo, al fin, vencer las vigilias de las ilusiones y conciliar unas horas de descanso, porque cada uno conocía ya cual era el verdadero e íntimo deseo de su vecino. Lo malo fue que, al despertar, un nuevo ejército de ilusiones y desvelos irrumpía en las mentes, y dejaba cansado al sueño.)

A las diez, todo el pueblo se congregó en la plaza. A un lado, las fuerzas vivas, con la sensible baja del hidalgo, al que había sustituido, jubiloso, el barbero; enfrente, el resto del vecindario, formando, con sus vistosas indumentarias del Sur, un cuadro abigarrado y polícromo. La señorita Eloísa lucía, junto a sus ojos azules y soñadores -aquel día, con expresión de gran gala-, un traje vaporoso de la época del viajante, que por ser casi, casi, su traje de novia, había sabido superar audazmente la encrucijada de la moda. Pablo se había puesto un «chaquet» (incluido, como un obsequio especial del traficante de fantasías, dentro del lote arrendado), y Manolo exhibía sombrero de paja y chaquetilla verde -de color no ya audaz, sino agresivo- que tenía la virtud de aportar a la escena, en   -59-   opinión del representante, una suave y delicada nota de añoranza estadounidense. El resto de las fuerzas vivas se había puesto el traje de los domingos, planchado una y diez veces por manos femeninas, y no hubo una sola baja en la revista de personal que Manolo, seguido de cerca por la pintoresca silueta del Alcalde, pasó al pueblo y a sus caballeros momentos antes de la concentración. (Examinado de cerca Javierito -con severidad ya rayana en el prejuicio-, su indumentaria pareció a todos tan correcta, y tan sincero el agudo ángulo del cubrecabezas cordobés, que no hubo más remedio que dejarle pasar al lado de los ortodoxos.)

Los últimos toques se habían dado aquella madrugada. La Banda, reforzada por dos números de la ciudad, logró captar, al fin, los íntimos matices del «Star and stripes», y quedó desplazada en vanguardia -con permiso limitado para fumar y desplazarse- junto al letrero de Obras Públicas que anunciaba al caminante la proximidad del pueblo. A caballo entre las dos primeras casas de este, y no sin dificultades, porque una de ellas pertenecía al hidalgo, se había colocado un gran letrero que decía «Welcome», y adosado al mismo, en sentido vertical, otro que rezaba «Hola». El saludo escrito se repetía -tras vencer las vacilaciones del Pater- ya dentro del pueblo, balanceando al viento su escueto mensaje desde el campanario de la iglesia. Unas muchachitas, desveladas bien pronto -más por la primavera que por el ruido que llegaba de la calle- recogieron entre canciones las flores más frescas del amanecer. Los últimos requisitos técnicos de la tramoya habían llegado por la mañana, en dos camiones, y los farolillos, las paredes de cartón y los falsos rótulos de inexistentes calles, esperaban en silencio. Un muchachillo, asesor de Jerónimo en los fuegos de artificio, fue enviado al confín más distante de la llanura, con su cohete, para que, aupado sobre un solitario árbol del camino, diese temprano aviso al vecindario de la llegada de los americanos. La vaca, rumiaba soñadora Dios sabe qué atroces venganzas. El reloj de la plaza, lentamente, obedecía las órdenes de su señor el sol, y de Anastasio, representante invisible del astro rey en Villar del Río. Todo estaba en orden...

Entretanto, los hombres que esperaban fumaban fugaces   -60-   cigarrillos, que la impaciencia convertía bien pronto en viento y mal de bronquios, mientras que las mujeres -arrinconados en el último escondite del alma el dedal y la leña del fogón- picoteaban el aire con su charla volandera.

-«Pa» mí que no debíamos de esperar en la plaza. Si esa gente trae tantas cosas... ¿«aonde» van a dejarlas?

-¡Quite usted ya, mujer!... Que el cielo está muy alto.

-Sí, pero es que somos muchos... ¡Y todos a pedir!

-¿Y usted, qué les ha pedido a los americanos?

-Yo, una mantelería de hilo. Aunque no sé... ¡Está el hilo tan caro!

-No. Allí, hilo, hay mucho... Pero en cambio yo sí que voy a quedarme sin mi máquina de coser... ¿Pues no se lo digo a la Antonia y la muy fresca -que tiene más conchas que su madre, que en gloria esté- va y dice, digo: Pues yo también quiero una máquina de coser? ¡Le aseguro a usted que en este pueblo hay gente que no se dedica más que a fastidiarla a una todo lo que puede! En cuantito se levantan y echan unos rezos (que «entoavía» no sé de qué les sirve a algunas el rezar), ya están pensando en la forma de amolar al prójimo...

-¡Ah, sí!... Hoy en día, ya se sabe... Pero confíe usted, mujer que a lo mejor esos señores traen varias máquinas y hay para todo el mundo.

-Es que yo he pedido una máquina de coser, ¿sabe usted? Si no es una máquina, ya me tocará otra cosa.

-¡Ah, eso es seguro! Dice el señor Manolo que esos americanos se van a quedar aquí cuatro días haciendo regalos...

-¿Cuatro días haciendo regalos? ¡Jesús!... ¿Y en dónde van a alojarse?

-Pues dice la Maestra que ellos vendrán en sus casas. Pero asómbrese usted: ¡en unas casas que se mueven!

-¿Unas casas que se mueven, doña Gertrudis?

-Unas casas que se mueven, señora Paca... Sobre ruedas. Y tienen cocinas como si fuesen casas de verdad...

-¡María Santísima! Esa gente es el demonio...

El viento, mientras tanto, seguía haciendo de las suyas, y se llevaba el humo de los hombres y las alegres   -61-   pláticas -al fin, humo no menos vicioso- de las excitadas comadres.

(Una mantelería de hilo, una máquina de coser, una bicicleta con cambio de marchas, el «Meccano» del niño con lentes, un tomavistas para ver -junto a la leña del fogón- el color del mar y las estrellas, un feroz soldado de plomo, la dulce muñeca que sabe hacer de todo como Dios manda, y comer, y dormir, y ser amada... Sí; sólo faltaba que la varita del hada extrajese el deseo de la mente y lo plasmase en la gloriosa realidad de las dimensiones, las aristas y las sombras. Todo estaba en orden...)

* * *

Dos horas después, un cohete rasgaba los aires, y casi enseguida, la música de viento de la Banda se sumaba, bulliciosa y dominguera, al griterío ensordecedor de los vecinos.

-¡Ya están aquí! ¡Ya están aquí!...

-¿Tú los ves?

-¿Cómo traerán los regalos? ¿En camiones o en carros?

-¿Y dónde se pararán? ¿Aquí, en la plaza, o a la entrada del pueblo?

-¡No, hombre! ¡Aquí en la plaza!

-¡Ya les oigo!... ¡Ya les oigo...! Hacen más ruido que cuando viene el Delegado...

-¡Vivan los americanos!

Pudo advertirse, en efecto, el inconfundible fragor de una columna motorizada. Unos motoristas, con cascos blancos y banderas de los dos países sobre la rueda delantera, aparecieron en el camino, levantando una gran nube blanca. Pronto estuvieron en la plaza, entre un clamor emocionado e indescriptible. Pero enseguida, y sin detenerse, llegaron a la última casa del pueblo, y se perdieron en la lejanía...

Lo ocurrido después apenas duró dos minutos. Mientras Manolo explicaba que aquella era, sin duda, la guardia personal, y que la gente «gorda» vendría luego, dos enormes automóviles cruzaron el pueblo sin disminuir la velocidad. Unos segundos después, y entre un clamor humano ya muy menguado, volvieron a hacer acto de presencia los cascos blancos de nuevos motoristas, que, hábilmente, lograron eludir el contacto con el vecindario, que se les echaba encima.   -62-   Atemorizada, la gente recuperó sus primitivas posiciones, desde las que fue presenciado -en medio de un silencio dramático- el paso de otros dos enormes automóviles tan engalanados y veloces como los anteriores. Posesito Regúlez, el niño primero de la Escuela (verdadera gloria de la Educación Primaria), se adelantó audazmente y empezó a decir:

-¡Welcome friends! ¡Welcome to Villar del Río! The people of this little town are here assembled purpose greeting our dear friends...

Pero nuevos motoristas ahogaron su voz, y a punto estuvieron de ahogarla para siempre, de no haber Manolo retirado al chico, con su enorme mano peluda, de la zona de fuego.

-¿Pero qué es esto, Dios mío? -exclamó una voz angustiada-. ¿Es que no van a pararse?

-¿Pero dónde están los regalos? ¡Yo no veo que traigan regalos, madre! ¡¡Madre!! ¿Y mi «mecano» para hacer puentes de acero...?

-¡Señor Manolo, señor Manolo! ¡Que se nos van! ¡¡Que se nos están marchando!! Haga usted algo, por Dios...

-¡Niña, ven acá! ¡Que van a pillarte, Jesús!

-¡Welcome friends! ¡Welcome to Villar del Río!

-Y yo digo, nobles representantes del glorioso pueblo americano... ¿Será posible, ¡diablos! -pensaba mientras tanto el alma fresca de un viejecillo que había pedido a los americanos «un tomavistas grande para ver bien los dibujos de colores»- que esta gente sólo haya sabido regalarnos un poco de polvo?

Y, sí... Así era; ya no hubo ni coches, ni motoristas. Por asombroso y desolador que resultase, la verdad es que los americanos se habían marchado. Con ellos se iba un mundo de ilusiones, y... ¿quién se atrevería a medir la dimensión y la profundidad de un mundo?

-¿Entonces, madre, es que esos señores ya no volverán más? -dijo una voz de cristal, apenas empañada por unas gotas rumorosas-. ¿Y mi mecano para hacer puentes de acero, madre? ¿Me lo regalarás tú?

-¿Y mi tractor? ¿Y mi mantelería de hilo? ¿Y mi bicicleta de carreras con cambio de marchas?

-¿Y mi muñeca?

-¡Diablos! ¿Y mi tomavistas grande para ver bien dibujos de colores? ¡Diablos! ¡Pues sí que esta gente ha dejado polvo...!

  -63-  

Nadie se movió. Se hizo un silencio, profundo e inacabable. Cuando el último eco de los motoristas se hubo perdido en el aire tibio de la mañana, el vecindario, sin pedir ni dar explicaciones, emprendió la lenta retirada de la derrota.

«Welcome friends. Welcome to Villar del Río».




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- XI -

Final


Todos ayudaron...

Una mañana de lluvia, que lavó tantas cosas y abrió nuevas esperanzas, los habitantes de Villar del Río -ese pueblecito de la vieja Castilla- se congregaron en la plaza del pueblo, como hicieron días antes con bien distinta canción en el pecho, para suavizar el resultado de la desdichada aventura. La mesa era la misma que escuchó anhelos y secretos el día ya lejano de las ilusiones, y únicamente Manolo Vargas había dejado su sitio al hombre de la ciudad, de memoria tan fiel para los viejos lazos -aquellos que nacieran en Boston- como para los nuevos, a pagar a treinta días fecha. Volvió a repetirse el espectáculo de una larga cola, y únicamente algunos paraguas recordaron que acababa de esconderse el sol.

Todos ayudaron...

Alguien había prometido un milagroso maná, que habría de fortalecer corazones y maizales, y a cambio de ello el presente les traía la obligación de componer los vidrios rotos de una ingenua mascarada. Pero no importaba. Los que no podían pagar su aportación en metálico, lo hicieron en especie, y sobre la mesa, y su alrededor, fueron quedando, dispuestos para el sacrificio, conejos y gallinas, jamones y sacos de trigo, aceite y sal. Manolo Vargas envió desde la ciudad, a donde marcharon él y un corazón entristecido, iniciador de los primeros insomnios del representante, un sobre que contenía la recaudación obtenida en la gira artística de los últimos dos meses: 385 pesetas, deducidos los gastos. El Alcalde se desprendió de su glorioso aparatito, rico en material plástico y ya inservible para toda otra función, incluida la demagógica, y el hidalgo hizo solemne entrega de una espada   -64-   que había conocido las cordilleras de más allá del océano.

-¿Y para qué quiero yo esto? -preguntó el traficante, cogiendo la espada con manos impuras.

-¡Ah, pues usted verá, señor mío! ¡Usted verá! -respondió el hidalgo, emprendiendo el retorno con el paso vibrante de un corcel de guerra.

Todos ayudaron...

Sin sombra de rencor en el alma, Villar del Río había visto pasar a los americanos. Acorde con el paso vertiginoso que imponen los motores, de su tránsito no ha quedado ni una sola influencia, ni un pequeño recuerdo, ni una chispa de luz que traicione afectos o rencores. El pueblecito ha vuelto a su ritmo de siglos, y los ojos empiezan a buscar de nuevo al cielo con gratitud en el pecho por la lluvia que traerá agua bendita a la cosecha.

Mientras la campana de la iglesia recompuesta por todos -y quién sabe si por alguna oración olvidada- puede volver a tocar a Ángelus, van cayendo al suelo, desteñidas por el agua que fertilizará los campos, las estrellas de una bandera y las letras de un mensaje que dice «Welcome...».








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