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ArribaAbajoCorona de espinas

La pitié n'habite point le Paláis.

He leído que varios periódicos de Madrid, republicanos (?) los unos, monárquicos (!) los otros, han sido denunciados por artículos referentes al rey Alfonso XIII. Como no los he leído, no puedo juzgar de su importancia. Presumo, sí, que serán los mismos artículos, los eternos artículos, repletos de cosas dichas y redichas, que se publican en España desde que hay reyes y letras de molde.

Como creo que las formas de gobierno no importan mucho ni poco; que, por razón de raza e idiosincracia, en la monarquía británica hay mucha más libertad que en la República haitiana, yo no puedo atacar a un niño, que, bajo el peso de la corona de España, presenta el aspecto de despampanada criatura que caricaturó Le Rire. Porque ese niño me inspira profunda lástima: -la corona de España no sólo es una de las cosas más abrumadoras, sino también una de las más ridículas del mundo.

Hablando de un leproso, Jean Hess ha dicho:

«No tenía orejas ni nariz. Sus piernas estaban roídas. Pedazos de carne faltaban a sus brazos y a sus nalgas. Regaba de sangre el camino. Estaba desnudo. No podía sentarse. No podía arrodillarse. No podía acostarse. El picor de sus llagas, que eran demasiadas, le levantaban. Tenía que andar hacia la muerte; y andaba, andaba, abrasado por el sol, cegado por el polvo, asaeteado por las moscas.»

¡Así, moralmente, España! ¡No es para envidiada la corona en el reino de la lepra! ¡No es para envidiado por las buenas madres españolas el momento en que María Cristina recordó a su hijo, con la mayoría de edad, los graves deberes que impone el ser rey en cualquier país, sobre todo en España, en vez de recordarle que ya es «mayorcito» y que por serlo puede salir a recorrer libremente el campo de Mayo, respirando el aire libre que purifica los pulmones..., a charlar con los amiguitos de la infancia; a echar un cigarro; a echarse novia, no la que imponga el Protocolo, sino la que imponga el corazón, y a volver a casa con un ramo de flores para la madre bondadosa, en vez de volver con la débil cabeza embutida, en una corona que chorrea sangre y lágrimas y tubérculos..., en una corona cuyos arrancados florones han dejado espinas horribles..., en una corona de muerto!...




ArribaAbajoSexteando

«La denominación justa y exacta de la única instalación cuidada por el duque de Sexto es la siguiente: «España en tiempo de la restauración.»

El ilustre, tercero de Alfonso XII, el prócer galeoto que llevó a Juan Breva, a la Macarrona, a la Gitana y otras tales al Palacio de Madrid, ¿qué extraño es que instale en el Palacio de España en París a los afeminados cantaores y tocaores y a las desgarradas y flamencas bailaoras y cantaoras?

Del duque de Sexto no se podía esperar otra cosa.

Ha jorobado a España, es verdad; pero ¿qué querían ustedes que hiciera el de Sexto?

Los culpables son quienes lo han nombrado delegado regio. ¿Qué entiende de arte, de industria, de producción agrícola, de trabajo, un patilludo ganadero, un grande de España que es un chico en París y en cualquiera parte, un título que no se ha distinguido más que en cruzar yeguas inglesas con caballos españoles y hembras de rompe y rasga con el descendiente de cien reyes?

En París no está bien representada la España que piensa y trabaja; lo está admirablemente la golfería, el flamenquismo, la chulapería y la juerga, las cuatro barras de sangre del escudo de la restauración.

Por el sexto, decían en Madrid en noviembre del 85, murió el rey; por el mismo ha sido en París puesta en ridículo la nación.


ROBERTO CASTROVIDO.»                


No es posible negar que si los toros están de malas en Francia y aun en la propia España, los aristócratas a lo duque de Sexto no están mejor parados que los toros. Mientras la policía americana de la Habana corta las coletas, invocando razones de orden público, a los toreros que se propasan a pasearse por la acera del Louvre, y los Ivan Aguely la emprenden a tiros con los toreros de Enghien, al señor duque de Sexto nos le están poniendo unas banderillas de fuego que van a acabar con su vida.

No creo, en verdad, que el señor duque, que sería de lo más anodinito en clase de grande de España si su título no fuese un sugestivo recuerdo de uno de los preceptos más violados del Decálogo, tenga toda la culpa del flamenquismo que señoréase en la Exposición española y ferias adyacentes. Pero sí creo que el señor duque pudo y debió intervenir oportunamente en evitar el descontento casi general de los artistas y expositores de España, evitándose él mismo las arremetidas de la prensa española.

¡Al demonio se le ocurre, por ejemplo, granjearse la hostilidad de la Guardia civil! Si el señor duque, que cobra cuarenta mil francos «por gastos de representación», de representación del ducado de Sexto, supongo, hubiera, dejado algo de su momio a los soldados de la Guardia civil, el señor duque no estaría tan expuesto a que una pareja le enchiquerase cualquier día en la cueva de la Feria. ¡Imagine el señor duque qué gusto dará a esos soldados, que cobran una peseta para todos los condimentos de la cordilla nacional, el saber que el señor duque se atraca de nidos de golondrina en el hotel Ritz!

Pero hay una cosa más atroz todavía. Se exige a los guardias «que no miren a las mujeres.» Esa prohibición, en París, paraíso de las mujeres, y en la Exposición, que es un harén suelto, resulta un Montjuich. Bien está que los guardias miren al señor duque, al señor marqués y aun al señor de Ximénez. Pero entre col y col no viene mal una parisiense. ¡El señor duque como horizonte, debe ser demasiado monótono! ¡Las toreras patillas del señor duque como perspectiva eterna, deben ser insoportables!

Puede que esa medida represiva responda al deseo de evitar que a los famélicos y desfallecidos guardias se les maree la vista contemplando un buen palmito. Acaso se haya querido que los guardias huchen la peseta, para que todo quede en familia cuando regresen, si no mueren de apetito, a la patria. ¡Acodaos del Dos de Mayo! se les habrá dicho en un arrebato de patriotismo; y sí se acordarán ellos del Dos de Mayo, mas no como fecha histórica y gloriosa, sino como generoso obelisco, en cuyos altares podrán amar -¡hasta con cascabeles!- por la consabida peseta.

Entretanto la situación de esos jóvenes guardias en pleno París, en pleno harén, en plena atmósfera de faldas y corpiños, en plena primavera, y cuando la presencia del señor duque les recuerda constantemente, con su empingorotado título, los placeres más ricos de la vida, debe ser inaguantable. Tanto más cuanto que esos guardias, que son muy varoniles y dignos, no han de querer sextear con los estetas que pululan en nuestro pabellón de Cavite y Santiago y en los alrededores de esa Feria que ofrece al público, como genuina representación de la patria, una jacarandosa grupa de bailaor...




ArribaAbajoDesfile horrible

Tarrida del Mármol me ha dispensado la atención de ir a estrecharme las manos a un rincón de una terraza, en donde yo miraba en silencio desfilar las alegrías del París de siempre y del París que ha creado la Exposición.

Joven todavía, animoso de espíritu, inquieto y batallador por temperamento, Tarrida, me pareció muy viejo... Diríase que las amarguras de las víctimas con quienes anda por el mundo, le han arrugado el corazón. Diríase también que un aliento de ancianidad sopló sobre la juvenil cabeza de Tarrida cuando oyó decir al siniestro Portas en el monstruoso castillo de Montjuich.

-Mañana, a las cuatro, le llevarán a usted al cero...

A la tortura, al descuartizamiento de miembros, a la charca de sangre, al aniquilamiento frío, metódico, entre imprecaciones de sayones y salmodias de jesuitas; ¡al cero!... A ese cero que España empezó a purgar en Cavite y Santiago, porque los pueblos que toleran semejantes iniquidades son pueblos réprobos que van por el mundo expiándolas con su propia sangre y con su propio dolor...

A esa hora, verdaderamente melancólica, de mis tardes cuando me agarro a una tabla de una terraza para hartarme del placer del pobre, del placer de ver de lejos lo que nunca tendré de cerca, la silueta de Tarrida ensombreció mi espíritu y nubló mis ojos. En mi retina iban desfilando dedos hinchados, uñas arrancadas, bocas desgarradas, cogotes replegados, carnes sangrando, piltrafas florecidas en los muros de antro misterioso; Gana, con los testículos retorcidos con cuerdas de guitarra; Callís, con el bello rostro desfigurado, porque negóse a cometer el pecado de sodomía con que le brindaba diariamente uno de sus sicarios; Ascheris, encerdándose, para evitar torturas inquisitoriales que ya no podía tolerar, en el sucio cuerpo de aquel sayón hermafrodita; Sebastián Suñé, recluido en un rincón de África, porque el gobierno español no quiere que vaya por el mundo enseñando los horrores de su lacerado cuerpo; y el pelotón de anarquistas, náufragos salvados del abismo de Montjuich, que van por Londres pidiendo trabajo y pan, ¡piedad! ¡misericordia! y los anarquistas que, como Gana, van muriendo, roídos por el microbio de la tuberculosis los pulmones que estuvieron en el cero; y Dato, el malvado Dato, Dato el imbécil, que calumnia a Inglaterra ganoso de que se les cierren todas la puertas del mundo a los pobres mártires que van pidiendo trabajo, pan, ¡piedad! ¡misericordia!... ¡Qué desfile, qué horrible desfile, qué espantoso despertar en esa hora del crepúsculo, cuando la alegría cosmopolita recorre los grandes bulevares con la orquesta de los billetes de Banco, y cuando Tarrida, olvidado de sus propios pesares y zozobras, fue con el maletín de viaje en las manos, a decirme: -¡Que escriba usted, que escriba usted algo por esas pobres gentes!...




ArribaAbajoComo zebras

En Espagne on a remarqué, á une «garden-party» offerte para la régente les attentions dont étaient l'objet les chefs libéraux. On conclut que le parti libéral serait sur le point de revenir au pouvoir.


(Los periódicos.)                


La prensa parisiense de la mañana -21 de junio- en que escribo estas líneas, nos da otra noticia: habiéndose dignado la Reina Regente recibir a los representantes del comercio y la industria madrileños, estos señores, en vez de prorrumpir en ayes de dolor y en jeremiadas de limosnero, defendieron virilmente el derecho que creen tener contra los nuevos impuestos del gobierno. El señor Maturana -¡oh escándalo!- « afirmó que la Reina Regente podía apaciguar el conflicto en cuarenta y ocho horas, y que de no hacerlo así acabaría mal el asunto.»

«Ningún monarca español, después de Carlos III ha oído un lenguaje menos respetuoso y más altivo», advierte El Imparcial.

Perdóneme la omnisciencia del joven ministro Rafaelito Gasset: el lenguaje del señor Maturana y de los demás representantes del comercio y la industria madrileños, es el que usaban para hablar a sus reyes los delegados del pueblo español, cuando no habían perdido la vergüenza y los perendengues, porque cada uno de los delegados se consideraba tanto como el rey y todos juntos valían mucho más que su real majestad. El lenguaje del señor Maturana es el mismo que la colonia española de París, congregada en el Athenée, aplaudió anoche a los corregidores de Sevilla cuando recordaron los respetos de la ley al monarca Sancho el Bravo...

Pero los tiempos son otros: y nuestro carácter nacional se ha agallinado tanto, que los representantes del pueblo vienen ejerciendo de galgos amaestrados a quienes se obliga a bailar con la punta de una fusta, y nuestros gobiernos de ratas, no sólo por lo que roban, sino también por los cobardes que son, se consideran «abocados a empuñar las riendas» de la jauría cuando la Reina Regente se digna mirarles en un garden-party.

Gastón Leroux refirió, hace poco, que al shah de Persia le entienden por gestos. «Un gesto del shah vale más que muchos discursos largos. Su comitiva le comprende por el guiño de los ojos. Se obedece a la orden de su mirada. Emitir una opinión contraria a la suya es lavarse las manos en su propia sangre. Los más altos dignatarios de Persia se inclinan ante él, con la cabeza adelante, como ofreciéndosela, por si tiene el capricho de cortarla.»

Así la comitiva española. Venales y tiránicos los gobiernos de prostitutos con la cartilla de Ribot en los faldones del uniforme; capado el pueblo con el sable del militarismo que, exceptuando a los Vara del Rey, cacareó al igual de una gallina en Cavite y Santiago, y puesta a remojo la cuchipanda nacional en la pila del agua bendita por un clero sarnoso de espíritu y de cuerpo, los delegados y representantes del derecho popular vienen obligados a hacer lo que hacen los súbditos del shah de Persia: «comer a prisa los restos de la mesa del soberano, para estar cuanto antes a sus órdenes.»

«Ayer tarde, dice Gastón Leroux, el shah les llamó palmeando, lo que en él es signo de una cólera violenta y los vasallos dejaron la ternera para correr hacia el shah. Como zebras.»

O como nosotros...




ArribaAbajoEl país pintado por sí mismo

Pido papel, pluma y tinta para hacer esta crónica en un bar, cuando observo que viene a mí, con los brazos abiertos, mi buen amigo don Rufino. Viene, encantado, de recorrer media España.

¡Qué gran país, don Luis, qué gran país!

¿Cuál?

España.

¡Hombre!

Sí, señor, España, el país más adelantado, el más anarquista

¡Don Rufino!

Como lo oye usted, don Luis. Aquí tendrán ustedes libros de Faure (no Félix, sino Sebastián) y de Grave, de Mirbeau, etc. Teoría, pura teoría. En España hace tiempo que practicamos la anarquía ¡y sin saberlo, amigo!

-¿Qué me cuenta usted, don Rufino? Usted está mal de la cabeza.

-No se lo cuento a usted, sino que se lo pruebo. Tome usted nota.

Gargajeó don Rufino y dijo:

-En España la propiedad es robo, en el sentido de que todos somos ladrones. Absolutamente resueltos a no vivir de trabajar, y necesitando vivir de algo, vivimos de timarnos los unos a los otros. El atraco está «en la conciencia de todo el mundo», y el que no puede vivir de valiente, vive de gorra. Se oculta la riqueza pública, se filtra todo, los más acaudalados propietarios se vuelven locos de contentos cuando pueden pasar de contrabando una caja de cigarros, y todo el mundo anda a caza de un primo. Hoy me toca a mí robar a usted, mañana le toca a usted robar a Fulánez, pasado mañana le toca a Fulánez robarme a mí; y, así sucesivamente, se explicará usted que habiendo unas pocas pesetas en el país, todo el mundo tiene dinero y en realidad no lo tiene nadie. Es un robo en rosca. La propiedad no existe.

-Pase por la propiedad; pero la religión, me permití observarle, la religión de nuestros mayores...

-La religión de nuestros mayores es otro infundio. Puede que nuestros mayores tuviesen religión; pero nosotros ni de vista la conocemos. En España, señor don Luis, nadie cree en nada. Oír misa, confesar y comulgar, rezar el rosario, hacer novenas, todo eso es pura costumbre, como el comer buñuelos el día de difuntos y mazapán por Nochebuena. Si los yanquis hubiesen entrado en España, a esta fecha rezaríamos a Lutero como rezamos a san Juan y san Pedro; porque lo mismo nos importa Lutero que san Juan, y san Juan que san Pedro.

-¿Y la familia? ¿Dónde me deja usted la familia don Rufino?

-¡No hay familia! El hogar allí dista mucho de ser no lo que el hogar en Inglaterra, ¡de eso no se hable! sino lo que el hogar en Francia. En España todo el mundo vive en la calle; y el padre de familia, que es el primero en volver a casa, cuando vuelve, a las cuatro de la mañana, no se ocupa de si los suyos comieron; ni trabaja, cuando tiene trabajo, ni lo busca, cuando no lo tiene, para que coman. La familia, el hogar, se reduce a la procreación de la especie como la de los animales en los prados.

Volvió a gargajear don Rufino, y como noté en él marcada tendencia a analizar de mala manera otros fundamentos de la sociedad, le interrumpí con esta salida:

-Y de la política ¿qué? ¿Cree usted en la subida de Sagasta?

-Ni en Sagasta ni en el mismísimo Rampolla creo. Allí no pasa nada. Aquello es una tumba.

-Y la... la... la... ¿qué tal?

-Todo lo que se sabe es que... no..., vamos, que no silvelea.

Vaya, me alegro.

¡Pues no se alegre usted, señor mío! Para mí ese es su principal defecto. Figúrese usted que hablando con un bulevardier, le dijera: ¿Ve usted esa mujer, todavía joven, no fea y distinguida? Pues no... vamos, que no silvelea. ¿Qué apuesta usted, mi señor don Luis, que el bulevardier exclamaría: ¡Valiente sucia!

Eso, siguió don Rufino, es absolutamente necesario, tan necesario a la princesa altiva como a la que pesca en el Manzanares, no sólo por razones de estética, sino también, entre otras, por exigencias del espíritu. Si la defecación es indispensable, según Voltaire, a la alegría del humor, hay otras expansiones no menos necesarias a la clarividencia de los asuntos nacionales e internacionales. Una persona obligada a ser casta, no siendo virgen, carece de la necesaria ponderación de las fuerzas físicas y anímicas. El amor es, puesta al revés, una lavativa que suaviza las durezas del espíritu. Pero en nuestra tradicional e indecente hipocresía castramos nuestras instituciones, o preferimos que nos echen a nosotros la lavativa, a que se las echen ellas a sí mismas, con arreglo a la higiene. ¡y así han puesto al pobre pueblo!

-¡Por Dios, don Rufino, qué palabrotas y qué cosas ha traído usted de España!

-Las que gasta allí todo el mundo; pero eso si, en voz baja. ¡Porque tenemos más miedo que vergüenza!

Y después de gagarjear otra vez, don Rufino tomó, de gorra, el segundo café con gotas.




ArribaAbajo¡Tapa!... ¡Tapa!...

El tan traidor como desvergonzado mercachifle y putrefacto saltimbanquis político don Francisco Romero y otras yerbas, que como orador es un sacamuelas de aldea, ha dicho al Heraldo de Madrid que mi información sobre su charlatanismo en París «no tiene el carácter de noticia, sino el de investigación policiaca.»

En efecto: cuando el exsátrapa de las colonias sale de España, la policía extranjera le sigue los pasos...

El señor Romero niega que derramó una lágrima recordando la muerte de Rizal, vilmente asesinado por su compinche Cánovas.

Yo vi que el señor Romero después de ahuecar la voz por querer expresar una emoción que no sentía, derramó algo en el mantel.

¿No fue una lágrima? Pues entonces fue una gota de las catorce mil que el señor Romero lloriquea a diario por la nariz que le pusieron en Berlín recortándola del trasero de un hulano.

Por lo cual el señor Romero debiera abstenerse de exhibirse en público para moquear tantas vulgaridades y necedades. Porque política y físicamente da ganas de vomitar; y después de oírle, las gentes salen exclamando:

Tapa!... ¡Tapa!...




ArribaAbajoPlumita querida...

Ni el señor marqués de Cayo del Rey cuando salió de la Bolsa de París, ni el señor Montero Ríos cuando salió del Cabaret du Ciel, ni la señora Guerrero cuando salió de su apoteosis del Athenée, ni los señores carlistas saliendo de estampía, como oportunamente anuncié, ni tantos otros señores... ni tantos otros asuntos, como los relativos a Cuba y Estados-Unidos, como el aviso de que los comisionados yanquis iban a reclamar la anexión de Filipinas (trabajos todos que me han granjeado tantas persecuciones y dificultades, en vez de darme la respetabilidad y el bienestar que habríanme proporcionado en un país civilizado y en una prensa culta); ni siquiera, en fin, la Audiencia de Puerto-Rico que dejó cesante Núñez de Arce en virtud de un artículo mío que fue reproducido por toda la prensa de Madrid, nada, nada me ha hecho reír tanto como ese pobre Romero Robledo, tan vanidoso y omnipotente, que de un plumazo mío fue tambaleándose a echar los bofes en la espuerta de los corresponsales denostiarras.

¡Lo que me he reído, a solas conmigo!... ¡Lo que he gozado en mi soberbia de obrero solitario, que desde humilde rincón, y teniendo por toda arma una pluma, va devolviendo a la frontera personajes gordos, muy gordos, temidos, muy temidos, poderosos, muy poderosos!... Y mientras buenos compañeros me advierten caritativamente que me he echado un mal enemigo en don Fulánez, yo, en mi rinconcito, me río viendo a don Fulánez tambalearse en la frontera, echando por la boca el cuajarón de inmundicias que le arrancó el metisaca de mi pluma... ¡Ah, plumita querida!... A ti debo los mejores placeres de mi vida...

A ti debo también esta victoria singular ¡Todo un Romero! ¡todo un Romero! es decir, uno de los personajes políticos que más vanidad tienen, porque es uno de los que más acostumbrados están a que los periodistas, cuya mayoría se compone de lacayos, le huelan la nariz, que es como si le oliesen el... hulano a Silvela, todo un Romero rectificándome de prisa -al regresar a España descompuesto, furibundo, vomitando venablos, coceando!... Ja, ja... ¡Qué dicha!... ¡Qué delicia!... ¡Y qué documento para quien quiera estudiar la psicología del personaje político en sus relaciones con la prensa de España! «Invitado al café de una comida particular por el dueño de la casa en que me hospedaba, ha dicho lo que no ha visto ni oído», dijo de mí el señor Romero Robledo. ¡Invitado al café! Es decir, puesto que le dimos un café al corresponsal del Heraldo de Madrid, ¡el corresponsal tenía el deber de mimarme, de adularme, de mentir o de callar en provecho mío! Para los Romero el periodista es un botarate, subvencionado con achicoria para bombear a saltimbanquis.

¡Váyase usted a la... nariz de usted, señor Romero Robledo! Por nacimiento, por educación, por cultura, por inteligencia, por honradez en la vida pública y privada, por todo, en fin, yo soy y valgo inmensamente más que usted, señor Romero Robledo! y déle usted gracias a su Dios de que yo no soy policía, porque si lo fuera, hace mucho tiempo que estaría usted en la cárcel...




ArribaAbajoA un tal Vizconde

En el extracto de una sesión del Congreso de histriones lúgubres y mujerzuelas de caño sucio, encuentro una noticia tan amena como sorprendente.

El señor Vizconde de Irueste, no satisfecho con dispensar al Heraldo de París el honor de leerlo, le ha dispensado el honor de vocearle en una sesión de dicho Congreso, llamando la atención de los señores diputados -la mayor parte de los cuales merece estar en presidio- sobre uno de los Pêle-Mêle en que, como ha dicho Castrovido «Bonafoux arregla con gracia y mala intención viejos refranes». Acto seguido el mismo señor Vizconde preguntó al Gobierno si el director de este periódico recibe subsidios de la embajada española de París.

Puesto que el Pêle-Mêle en cuestión pareció tan terrible y antimonárquico al señor Vizconde, mal puede el Heraldo de París recibir, por publicar esos Pêle-Mêle, subsidios de quien tiene gran interés en que no se publiquen; y como esto, por lógico, se le ocurre a cualquiera, por topo que sea, hay que suponer que el señor Vizconde tuvo la intención de indicarle hábilmente al embajador -quien tiene menos sueldo que el ministro de la última republiquilla suramericana- que debe hacer algo por un periódico cuya colaboración honra tanto a España en el extranjero.

Mucho me temo que el noble esfuerzo del noble Vizconde se pierda en el vacío y que le pase al Heraldo de París lo mismo que a su predecesor La Campaña. Mientras duró este periódico, cuyos gastos fueron costeados por don Pedro J. del Rincón y don J. B. Ventura, amigos míos, que quisieron sacar dicho periódico, porque saben de lo mucho que me gusta el sport de reírme de los tontos y de apalear a los borricos, la hampa de esta colonia, algunos de cuyos miembros son capaces de asesinar por un panecillo, murmuró que el periódico aparecía porque estaba subvencionado, pues no habiendo sido usurero mi padre, ni dedicándome yo a martingalas en el Casino de Madrid, ¿cómo y con qué fundaba un periódico, aun siendo humildísimo? Mi buen amigo Alejandro Lerroux, me escribió que el chismecillo había llegado a Madrid; que en la capital de los ratas y tomadores de todas clases decíase que La Campaña era, o del doctor Betances, o del embajador de España; y entonces contesté en La Campaña del 19 de Enero de 1898, lo que sigue:

Refiriéndose a la impresión producida par La Campaña en Madrid, Alexandro Lerroux me ha escrito, entre otras cosas:

«Por aquí ha caído ya sobre usted el coro de las maldiciones: quién cree que La Campaña es periódico filibustero, quién afirma que es órgano de la embajada española y todos sacan a relucir las viejas calumnias».

No esperaba yo ni más ni menos. Basta leer los relatos que han hecho de Madrid los Dumas, Gautier, Lorrain, etc.;basta leer lo que dicen los mismos periódicos de Madrid, para tener por averiguado que esta heroica villa, con honrosas excepciones, como Pi y Margall, es un mal villorrio de politiquillos voceros y ladrones que, si fueran franceses, estarían pudriéndose en la prisión de Mazas; de literatuelos hueros e ignorantes, que tienen el descoco de graduarse de genios inconmensurables; de torerillos de invierno, que forman corros y coros de impúdicas nalguitas en los sitios más céntricos de la ciudad; de gentuza sin vergüenza y holgazana que arrastra mal olientes chanclas y vive de la limosna y de la estafa; y de encopetados aristócratas y caciques sin pizca de sentido moral, y tan cínicos, que todos hacen buena la historia del diputado que después de decir de un Fulano, en los pasillos del Congreso, que era un ladrón, un asesino y un violador de menores, dijo en la sesión, hablando del propio individuo:

«Mi digno compañero, el grandilocuente orador don Fulano...»

Tal es Madrid en conjunto: mentidero coronado, alcantarilla que envía sus suciedades a las provincias por el mismo Madrid esquilmadas, pulpo de España, verdadera causa de los infortunios de la patria, porque de Madrid han salido todos los ladrones de Cuba y casi todos los frailes de Filipinas.

Por eso, al aparecer La Campaña en Madrid, a ninguno de esos piadosos murmuradores que se confiesan y comulgan diariamente y son capaces de robarse el copón y violar a su padre moribundo, a ninguno se le ocurrió recordar que, después de tantos años de trabajo, tengo en mi pueblo tanta popularidad como el escritor que más popularidad tenga en el suyo; y que, después de muchos años de luchar contra tantísimos canallas, puedo haber conseguido quien me haya ayudado a fundar este humilde semanario. ¡No! El periódico tiene que ser del embajador de España, quien puede disponer de una parte de la prensa francesa, o del doctor Betances, quien también puede disponer de una parte de la misma prensa. En fin, vaya por el embajador o vaya por Betances. Todo menos que se figure nadie que La Campaña es de alguno de esos saltimbanquis de Madrid. Porque eso me expondría a ir a presidio.

En cuanto a mí, personalmente, las calumnias viejas me importan tanto como las calumnias nuevas, y las calumnias nuevas, me importan tanto como el emperador del celeste imperio. Si la caquexia intelectual de esas gentes que se nutren de cocidos fríos, raspas de bacalao, judías revolucionarias y buñuelos de viento también, no les permite maldecirme o calumniarme a coro todo lo que desean, yo les facilitaré tres cuadernos, de más de cien páginas cada uno, en que con verdadero fervor tengo coleccionadas todas las injurias, maldiciones, calumnias y pasquines con que me han honrado en las varias andanzas de mi vida. Y si quieren piedras, de las muchas que se han tirado contra mí, también puedo darles algunas para formar colección.

Los que me conocen, los probos ciudadanos que me dispensan el honor de estrechar mi mano y frecuentar mi trato, saben de cierto que no he venido al mundo a ser órgano de ningún personaje; que vivo pobre, solitario en el campo, aislado de la sociedad, porque la sociedad me apesta, Soy un obrero. Como obrero vivo. Soy un escritor independiente, porque me da la gana. Por serlo he podido defenderá los maltratados de Cuba, a los maltratados de Puerto-Rico, a los maltratados de Filipinas, a los maltratados de Montjuich, a los perseguidos como Sempau, a los Villuendas, a los Luna Novicio, a los Rizal, a los García Peláez, a todos los que sufren, a todos los que reclaman justicia, porque ese es el único consuelo de mi vida.»

Muerto Betances -dejando en su caja de dinero 3 francos y 75 céntimos, aunque cierta inmunda prensa le llamaba vendido al oro filibustero, bolsista especulador, etc...- no es posible decir que el Heraldo de París recibe subsidios del doctor Betances, no sólo porque no me dedico a levantar muertos en el Casino de Madrid, ni en ninguna otra parte, sino también porque aun tratándose de un periódico que, por ser mío, tiene que estar expuesto a toda clase de calumnias, no parece presumible que lo sostengan desde el cementerio. Pero como el embajador de España ni ha muerto ni tiene la menor gana de morir, es claro que el Heraldo de París tiene que ser órgano del embajador...

Desgraciadamente, no hay subsidios de su Excelencia. Pero sépase que el Heraldo de París está absolutamente resuelto a aceptarlos del embajador, o del señor Vizconde, o de cualquiera que se preste a suministrarlos, como municiones, con una sola condición: que el protector no se ha de entrometer en nada que concierna al periódico; que el Heraldo de París mantendrá todas sus ideas: que seguirá atacando todo lo existente, defendiendo todas las injusticias. Así las cosas ¡vengan subsidios!

Cuando todos los escritores y periodistas franceses, en el paroxismo del asunto Dreyfus, se llamaban vendidos a sindicatos, y el Petit Caporal y el Petit Journal osaron rasgarla majestad de un Zola, acusándole calumniosamente de recibir dinero por defender a Dreyfus, parecióme mal que el gran ciudadano francés se sintiese mortificado; bien que, siendo él rico por sus obras, cree, sin duda, que debe hacer desinteresadamente todo lo que hace. El Heraldo de París no está en ese caso. El Heraldo de París es muy pobre, no cobra mucho ni poco por defender la buena causa, pero necesita papel, imprenta, sellos de correos, etc.; en una palabra: municiones. Si se las diera el enemigo, tanto mejor. Desgraciadamente, el enemigo procurará quitarle las que consiga luchando...

Esta seguridad no impide que se agradezca al noble Vizconde su generosa intención. Acaso recordó él, cuando pasó por París y me fue presentado por el señor conde de las Almenas, en el patio del Grand Hotel, que la Patria ¡ay! es presa de ladrones políticos, de prostituídos aristócratas que derrochan en juergas fortunas mal adquiridas por sus antepasados, de burgueses sinvergüenzas; y el señor Vizconde, respondiendo a su honradez personal, desea que viva el periódico fustigador de tantos canallas y ladrones del pobre pueblo español.

Gracias, señor Vizconde, en nombre del Heraldo de París, quien aprovecha esta oportunidad para felicitarle cordialmente por haberse salvado del descarrilamiento del sudexpreso, que tan conocido le hizo en París, y que le permitió en Madrid, y en La Época, estrenarse como ameno al par que pintoresco cronista de catástrofes ferroviarias, cuando todo el mundo le creía un perfecto imbécil.




ArribaAbajoCuestión personal

17, Avenue Bugeaud.

Sr. Director del Heraldo de París.

Recibo en este momento el número de su periódico publicado el sábado. Acuso a usted recibo de los insultos que me prodiga y al propio tiempo que le envío mis señas le advierto que donde le encuentre le cruzaré la cara. Como París es muy grande y que no dudo ha de buscarme para que esto sea cuanto antes tengo un verdadero gusto en participarle que de tres a cinco el miércoles próximo estaré en el Patio del Grand Hotel.

Es cuanto tiene que decirle,

El VIZCONDE DE IRUESTE.

París 1º Enero 1901.

París, 2, de Enero de 1901.

46, Avenue Pereire,

Asnières (Seine).

Sr. Vizconde de Irueste:

Acabo de recibir su imbécil carta con sobre al director del Heraldo de París y a la administración de este periódico; y aunque el Heraldo de París no tiene director, y que soy el redactor jefe del mismo, contesto asumiendo toda clase de responsabilidades en todos los terrenos.

Si usted vio insultos en el articulo que, contestando a una agresión de usted, le dediqué por boca del ordenanza de la redacción del Heraldo de París, tenía usted el deber de buscarme en el terreno de los caballeros.

Usted prefiere hacer competencia a los luchadores de Folies-Bergère y me escribe una carta propia de un aguador o de un mozo de cuerda.

También acepto ese terreno; y advierto a usted que al dirigirse usted a mí, aunque sea con un solo gesto descompuesto, le alojaré una bala en el sitio donde otros tienen los sesos.

Luis BONAFOUX.

París 4, de Enero de 1901.

Sr D. Luis Bonafoux,

Muy querido amigo:

Comisionados por usted para representarle cerca de los señores don F. Echagüe, Comandante Agregado militará la embajada española en París y M. Alfred Courmes, en la gestión encomendada a ellos por otra persona, entendemos, y así lo hemos manifestado verbalmente primero y en carta después a dichos señores, que no ha lugar a reclamación ninguna por parte de dicho señor.

Acompañamos copia de la carta que liemos dirigido al Sr. D. F. Echagüe, Comandante Agregado militará la embajada española en París, y a M. Alfred Courmes, y repitiendo a usted las gracias por habernos honrado con su representación, somos de usted afectísimos amigos y S. S.

Q. B. S. M

Jaime Brossa.-F. Villanueva.

París 4, de Enero 1901.

Señores Don F. Echagüe, Comandante Agregado militar a la embajada española en París, y M. Courmes.

Muy señores nuestros.

Nos complacemos en consignar por escrito la respuesta única que podemos dar a la gestión encomendada a ustedes.

Enterados de los términos en que el representado por ustedes se dirigió con fecha lo de Enero de 1901 a nuestro representado señor Bonafoux en carta que dice textualmente:

17, Avenue Bugeaud.

Sr Director del Heraldo de París.

Recibo en este momento el número de su periódico publicado el sábado. Acuso a usted recibo de los insultos que me prodiga y al propio tiempo que le envío mis serias le advierto que donde lo encuentre le cruzaré la cara. Como París es muy grande y que no dudo ha de buscarme para que esto sea cuanto antes, tengo un verdadero gusto en participarla que de tres a cinco el miércoles próximo estaré en el Patio del Grand Hotel.

Es cuanto tiene que decirle.

El VIZCONDE DL IRUESTE.

Entendemos que habiéndose considerado «insultado con prodigalidad» el representado por ustedes, y no habiendo hecho oportunamente gestiones encaminadas a conseguir una reparación por las armas, sino que invitó al Sr Bonafoux a darse de golpes con él en el Patio del Grand Hotel, no ha lugar a iniciar ninguna gestión en el terreno del honor, para el cual se ha incapacitado el representado por ustedes invitando al señor Bonafoux para que acudiera a un terreno vedado para los caballeros.

Entendemos asimismo que el señor Bonafoux pudo excusar hasta el designarnos como representantes suyos y que nosotros mismos estaríamos dispensados de hacer las presentes manifestaciones, u otras cualesquiera, si no nos hubiese obligado a fijarnos en este asunto la consideración profunda que ustedes nos merecen.

Dando este asunto por terminado, quedan de ustedes:

Atentos seguros servidores.

Q. B. S. M.

Jaime Brossa. - F. Villanueva.




ArribaAbajoPunto final

Al Vizconde de Irueste no le contestaré directamente ni una sola palabra más aunque subraye cínicamente el vocablo caballero al referirse a mis padrinos.

Todo París sabía que la carta que el Vizconde de Irueste me dirigió invitándome, al parecer, a pelearse conmigo en el Grand-Hotel, a cuyo patio no fue, por cierto, el señor Vizconde, fue un acto encubridor de una cobardía.

Todo París sabía que al recibir la carta del tirito, el Vizconde, que no ignoraba que se había incapacitado para ir al terreno, hizo, nombrando padrinos, un acto encubridor de otra cobardía.

Todo París sabrá mañana que el Vizconde de Irueste ha rematado su serie de cobardías con permitirse el lujo de intentar insultar a mis representantes cuando hace medio mes que terminó el incidente, origen de la cuestión.

Puesto que el Vizconde de Irueste anda con el Código del honor debajo del brazo, como ciertas prostitutas con la palabra virtud en la boca, el señor Vizconde tenía que saber que inmediatamente después de haberle descalificado no podía eximirse de apelar a un tribunal de honor que entendiese en su descalificación; y que sintiéndose injuriado por mis padrinos según consigna a los quince días, tuvo el deber de retarles incontinenti. Nada de esto. Después de pasar medio mes en silencio, cuando mi padrinos como obreros intelectuales que son, y a mucha honra, volvieron a la diaria labor; cuando el señor Brossa, que nunca ha sido secretario de la redacción de este periódico, del cual tampoco es redactor, se decidió, después de esperar cuarenta y ochos horas en París (pues no había de esperar toda la vida), a ir a Barcelona, como empleado que es de una casa bancaria: cuando París se ha cansado de reír del señor Vizconde; cuando en fin, han caducado todos los derechos que el señor Vizconde hubiera podido alegar que tenía a la apelación ante un tribunal de honor, y a retar a los padrinos que le descalificaron merecida y legalmente, he aquí que este moderno paladín de casa y boca, representante de la Reina Re-ente, según se jacta de serlo, se descuelga con media docena de insultos vulgares y ridículos.

El señor Vizconde, que vive de baratero en Madrid, comprendió al fin que tenía que hacer algún pinito, tratando de impedir que al volver allá le echen al corral. Mas todo Madrid sabe ya a qué atenerse sobre este aristócrata chalupón, que en vez de haber ido a pelear a Santiago de Cuba, como fueron los aristócratas americanos, y como los aristócratas ingleses fueron a Mafeking y Ladismith, se dedica, según él mismo declara con hidalga fiereza, al oficio de perseguir periódicos, pidiendo a las Cortes que supriman las ideas y lo negro, que tanto estorba al señor Vizconde.

Cuando yo nombré padrinos en la cuestión Irueste, les dije: «Procedan ustedes con entera libertad. Lo único que les suplico es que si ha lugar a duelo, lo establezcan a pistola y a diez pasos, avanzando. No manejo armas. El duelo tiene, pues, que ser anormal».

Y cuando los padrinos volvieron a darme cuenta de que habían descalificado al Vizconde, les advertí: «Está muy razonada la sentencia de muerte. Y ahora caigo en que el Vizconde estaba incapacitado también para batirse conmigo por otra cosa: ¡por burro! Incapacitado, pues, moral y encefálicamente.

Puede el señor Vizconde seguir subrayando caballeros. Mientras no llame caballeros de industria a mis padrinos, mientras el mundo no diga que viven de matones, timando a jugadores y pelotaris y estafando al Café de Fornos; mientras no se indigne la gente porque asistan a las carreras de Lonchamp el mismo día en que entierren a sus señoras, es claro que, pese al gran Vizconde, tendrán la consideración de todos los hombres honrados




ArribaAbajoLa Colonia Española

Los días han sido turbios y tristones... heladas e inacabables las noches... Un adagio reza que en febrero busca la sombra el perro. La colonia ha buscado inútilmente el sol que no se ponía en los dominios de la Patria...

Como a falta de pan buenas son tortas, la famélica colonia de estetas, la cínica casa de lenocinio -como la ha llamado el Capitán Verdades -la hidalga hampa para quien París no tiene museos, ni bibliotecas, ni círculos instructivos, ha matado el tiempo hablando del Coco y del Periódico -¡Se va a acabar con el Coco! -¡Se va a acabar con el Periódico!... -¡Qué gusto!

Y sin nada en la tripa, o con la tripa preludiando la Marcha de Cádiz, más conocida por el nombre de Marcha del Cocido, los buenos colonos iban de aquí para allá y de allá para acá, murmurando, chismorreando, calumniando...

Con la casposa cabeza bajo el seboso hongo; con el gabán raído y no pagado al sastre; al cuello el pañuelo encubridor de mugrienta camisa; con las empolvadas botas, denunciadoras de las plastas que le adornan los repasos de los calcetines; con los fundillos de los calzones menos salpicados de palominos que los repliegues del alma jesuítica y de cántaro que se le pasea por el cuerpo de calamar en su tinta; con el cerebro huero como calabacín y con el corazón repleto como letrina del Sena, el gandul colono, amarilleando falsas sonrisas que descubrían su dentadura cuajada de detritus de las últimas féculas que comiera a crédito, iba de casa en casa comiendo y bebiendo lo que buenamente caía a guisa de tradicional limosna.

Y así ha pasado más de un mes de turbios y tristones -¡Se va a días de heladas e interminables noches. acabar con el Coco..., -¡Se va a acabar con el Periódico!...

¡Con el Coco, que ha servido a todo el que solicitó de él un favor!... ¡Con el Periódico, que no ha hecho más que defender el infortunio, las víctimas, los débiles, los vencidos, los humildes!...

-¡Se ya a acabar con el Coco!... ¡Se va a acabar con el Periódico! -¡Qué gusto!

¡Pero el Coco sigue en pie!... ¡Pero el Periódico sigue en pie!... -Y habrá Periódico mientras el Coco quiera.

La astrosa colonia de miserables esclavos de frac y chaqueta, ha tenido que restituirse al pesebre habitual.

Grandes infanzones, tornan a sepultar el desdeñoso hocico entre los muslos de cualquiera cocotte, por cuyo desorejado sexo rodó la virilidad de todo un pueblo sifilítico, cuando no se colocan en sádicas cuclillas para que asalariados mozalvetes les dispensen el honor de convertirlos en Oscares Wildes sin genio; titulados periodistas, verdaderos cagatintas, periodistas-huelefaldones y chupacascarrias, imbéciles como sus pies, aunque gradúanse a sí mismos de hommes de lettres, publicistes Espagnols y genios, comentan sin criterio propio, siempre suscribiendo la opinión del último que llega, las cosas de España, y hambrientos, porque tienen poco sueldo, si lo tienen, adulan al poderoso en espera de una propineja que suele limitarse a una palmadita en el hombro, y aunque titúlense pour rire republicanos, entrarán en cuatro patas, lamiendo peldaños, a los palacios, y criados de suyo, ayudarán a escanciar el champagne, y a servir las pastas que no les cogieron en los bolsillos, y si hay manifestación saldrán a la cabeza de ella, a la vera de policías, entre los cuales debieran andar siempre por causas criminales; rentistas, vagan de café en café, bostezando el tedio de su estulticia, de su ignorancia y de su inutilidad en el mundo; y bolsistas, se ponen en fuga cada vez que un periódico anuncia que se ha cometido una estafa; empleados que no trabajan, pero vegetan de misteriosos expedientes, arrastran la pereza y las chanclas de bulevar en bulevar; y todos, en su mayoría, misérrimos, avaros y gorrones, pero con aire marcial, se agitan y bullen en la sentina de la maledicencia, poniéndose de canallas con la mayor reserva, mancillándose las respectivas familias, despellejándose la reputación, envidiándose el cocido frío, escribiéndose clásicas epístolas en nombre de una dignidad que ni por asomo conocen, separándose enojados hoy para volver a reunirse mañana en manada que se inficiona la sarna, se casca las liendres y se huele los regüeldos, amén de otras flatulencias menos visibles, y maldiciendo groseramente a España y groseramente abominando de España en el café, para luego protestar indiznados, pero en secreto, contra quien pone públicamente al desnudo, con buen fin, la llaga nacional.

Y así vive en París, y así va por el mundo, la muy digna representación de Cavite, de Santiago y de Montjuich...




ArribaAbajoA Manuel Paso, en el Cementerio

Heraldo de París llevó tus Nieblas, tus hermosas nieblas granadinas, cuajadas de lágrimas, al escaparate de un librero del bulevar, y luego empezó a publicarlas en sus columnas. Una ola de fango, venida del arroyo, quiso manchar el periódico, y tuvimos que dejar de recoger las violetas de tu jardín para empuñar los escobones y barrer la inmundicia arrojada de la calle; y allí donde había corolas de la Alhambra, y áureas arenas del Genil, allí se formó un viscoso bache de lodo, escupitajos y sangre...; y de allí de donde se esparcía el suave olor de tus versos deleitosos, de allí surgió una bocanada malsana de mis diatribas justicieras. Horas antes de tu muerte, que es tu vida... pedí tus Nieblas en la imprenta; y una cajista parisiense sacó tu poesía de bajo de una mesa, como petrificada en un pedazo de mohoso hierro, semejante a una muerta arrinconada y roída por el abandono del ser amado. ¡Perdón, querido amigo, compañero entrañable, perdón!

Tú que me trataste a ratos con intimidad fraternal, sabes que nunca pude adquirir la hermosa bondad de perdonar las injurias. ¿Y qué alcanzaste tú con ser tan bueno,¡tan inofensivo, tan timorato, tan superior por las ternuras del corazón a cuantos, como Dicenta, te acompañamos, queriéndote y admirándote? También a ti atropellaron mil veces, y siempre impunemente, los poderosos, los fuertes y los malos; y has muerto sin el consuelo de que se te secara el índice de la diestra sobre la pluma de la sátira y la invectiva...

Ayer te enterraron; mañana quizá te llevarán siemprevivas; pero a poco andar, «de que pasaste por el mundo, ¿quién se acordará?...» Porque pasaste cantando, amando y perdonando; porque si bien el mundo te aprisionó y te arrancó los ojos para convertirte en foie gras y comerte a gusto, no logró el mundo infartarte el hígado, sino entristecerte el corazón; -y a mí me ha puesto el hígado tan grande... ¡que de puro grande ya no hay quien se atreva a comérselo!...

¡Duerme, duerme en paz, dulce poeta, entrañable amigo, leal compañero, simpático bohemio que pasabas el arroyo sin darte cuenta de que lo pasabas; que como pájaromosca ibas por el mundo libando flores -¡y eran las tuyas!... Duerme en paz, y recibe mis plácemes por haberte ido de este pudridero que llaman sociedad...




ArribaAbajoMi lástima...

Cogiéndome de la mano izquierda, que es la del corazón, la princesa Ratazzi me habló de este modo gentil:

-Usted, joven... -porque usted es joven, relativamente a mí, añadió, suspirando, la princesa- se empeña en seguir un camino opuesto a sus verdaderos intereses. Usted no necesita polémicas, porque para usted es llegado el caso de vivir de la Fama. Usted tiene reconocidas muchas condiciones, que yo no necesito repetir; y guapo, además, porque usted es guapo, relativamente, señor Bonafoux, puede usted recabar lo que le venga en gana: honores, posición social, altos puestos, fortuna, y en vez de vivir a lo solitario, vivirá usted, recibiendo homenajes, en un palacio. Los escritores, joven... -porque usted es joven, relativamente a mí, volvió a decir, suspirando, la señora princesa -se hacen respetar y temer para conseguir un fin. ¡Sea usted práctico, siquiera una vez en su vida! ¡Por Dios, haga usted un periódico que pueda entrar en los salones!

Y apareció el Heraldo de París.

Sinceramente hablando, sin adularlo poco ni mucho, no creo que este periódico, casi siempre en mangas de camisa, haya «llenado el vacío» de entrar en los salones, y mucho me temo que no tenga encantada a la princesa Rattazzi, ni a ninguna otra princesa.

Pero ¿de quién es la culpa? Si bien se mira, desde que se inventó la imprenta no ha visto la luz pública ningún periódico tan correcto ni tan morigerado como el Heraldo de París. Mas de rigor es que si le disparan con mausser, conteste con dinamita, como contestó a don Francisco Romero Robledo.

¡Ese don Francisco! ¡He ahí el verdadero causante de que el Heraldo de París no haya podido entrar en los salones, a echar siestas en las perfumadas faldas de las princesas! ¡Ese don Francisco, tan furibundo contra mí, porque yo le dije oportunamente lo que luego le han dicho periódicos republicanos, como El Pueblo, de Valencia, y periódicos monárquicos, como el Heraldo de Madrid!...

¡Y don Francisco tan creído de que queríamos atajarle en su carrera a La Coruña, de que éramos jurados enemigos de él, de que le odiábamos cordialmente!

No, don Francisco; yo no odio a usted; yo admiro a usted... con admiración compasiva.

En la retina de mi imaginación no se ha borrado, ni se borrará nunca, la perspectiva de su fisonomía en el Hotel de l'Athénée, cuando iba usted, moribundo, camino de Berlín y me habló de política más de media hora... En la retina de mi imaginación no se ha borrado, ni se borrará nunca, la perspectiva de la fisonomía de usted en el mismo Hotel de l'Athénée, cuando, exsudando por la mal cicatrizada y espantosa herida, salió, con el señor León y Castillo, a oír políticas en la Cámara de los diputados.

Desde entonces he visto a usted muchas veces, señor Romero Robledo. Con los ojos del pensamiento he visto a usted a la hora de buscar el descanso, después de ruda jornada, no diré parlamentaria, porque usted rumia oratoria en todas partes, siendo el hablar tan necesario para usted como el vómito al gato.

He visto que uno a uno van quitando a usted, para que pueda dormir a gusto, los varias andamiajes que sostienen su rostro humano y la campanilla de su voz; y sobre la blancura de la almohada he visto, en vez de cara, un surco negro... Ese es el más terrible momento del día de usted, aquel en que no le sería posible, aunque quisiera, echarle un discurso a un cínife subversivo que tuviera el valor de posarse en su rostro.

Y en ese momento atroz, cuando usted, como hombre, y como político, debiera hacer examen de conciencia, yo he visto revolotear por el surco negro miles de airadas sombras de soldaditos que fueron a morir en Cuba por sostener los monopolios de la política de usted; y una sombra muy resignada, la de la señora, vestida de negras tocas, que le acompañó de día y de noche, en París y en Berlín, mientras duró la horrenda poda que le hizo el bisturí, y a la que premió Dios, siempre misericordioso, haciéndola morir de la enfermedad de que no ha muerto usted y que usted le trasmitió.

Y cuando al día siguiente leo que echó usted otro discurso grandilocuente y «festivo», y vuelven a aparecérseme y a desaparecer en el surco de usted la sombra de tantos miles de soldaditos, cuyas madres les lloran todavía, y la sombra de la señora que le dio a usted con la fortuna el mejor escabel para trepar a la cumbre de la ambición, y con el sacrificio matrimonial el más alto ejemplo de resignación y bondad, yo le tengo a usted mucha lástima, señor Romero Robledo...




ArribaAbajoPersonajes en Puerta

Nuestro distinguido amigo el ilustre hombre público don... pasará una temporada en País,


(Los periódicos.)                


La llegada del buen tiempo trae consigo, entre otras calamidades para España, la llegada a París de alguno de nuestros grandes hombres políticos. Allí no puede nadie formar idea de la horrible impresión que producen tales personajes en París.

Toda la colonia recuerda que en una comida que le dieron en París, el general Martínez Campos, que se había sentado a la vera de monsieur Hanotaux, sacóse a los postres la caja de dientes postizos que gastaba, la lavó en una copa y la secó con la servilleta de monsieur Hanotaux. Todo el mundo recuerda haber visto en el Bois al señor Sagasta paseando en un landau de alquiler, ocupado por ocho amigos de don Práxedes, entre risas de cocottes, quienes les tomaron por anunciantes de la Armée de Salut. A Castelar -que comía con los dedos y se espachurraba garbanzos en la calva- el público de la Sorbonne le gritó, mientras echaba en francés un discurso:

-¡Habla español!... ¡Habla español!...

Don Alejandro Pidal llamó la atención por sus eructos en el hotel donde se alojó; el señor Romero Robledo por comer como una foca; y Polavieja -o Pollavieja pour les dames- por hacer buches a los postres. Y casi todos nuestros conspicuos la llaman por escarbarse los dientes en la mesa y colocar simétricamente sobre el mantel detritus de la comida, lo cual viene a ser una evacuación al revés. Y París juzga que si nuestros grandes son así, los pequeños somos caníbales. En Madrid resulta chistosa la anécdota que atribuyó a un ministro la costumbre de tirar los calcetines al techo, de donde quedaban colgando como chorizos. En París no hacen gracia los más de nuestros grandes políticos, cuya mayoría es tan marrana por fuera como por dentro.

Pero hay algo peor que las flatulencias del cuerpo ineducado: las flatulencias del espíritu ahíto.

Convencidos esos señores de que son profetas en su tierra, se figuran que no hay Pirineos, y que, pasada la frontera, pueden seguir ejerciendo de grandes hombres.

Lo primero que hizo Moret la última vez que estuvo en París fue recorrer las redacciones en busca de reclamos, porque estos señores que regatean una tagarnina al periodista español, dan billetes de mil pesetas al periodista francés para que les publique interviews «que hagan atmósfera en Madrid.»

Don Francisco Silvela no sólo es cortés, sino que tiene un gracieux accueil, según dijo el Fígaro la última vez que vino el difunto don Francisco a contarle que también él «había sido varias veces ministro», y era «hermano de don Manuel Silvela», cosa que no habíamos dudado, y que venía con un but secret, que era hacer el bú.

Bien dijo el que dijo que el sol es el engendrador de todas las putrefacciones, porque sin la llegada del buen tiempo no tendríamos que registrar la llegada de los congrios putrefactos de nuestra política.

Ni los eructos que naturalmente despiden por la boca, ora en forma de gases, ora en forma de interviews.




ArribaAbajoNuestra Gloriosa Marina

O MEA, GUARRO, Y COMPAÑÍA

A bordo.... «Plataforma de popa del Pelayo.

Barcelona, 13 Mayo 1901.

Amigo Bonafoux:

Te supongo enterado de las bajezas y atropellos cometidos por el funesto Larroca.

Seis días hace que a las dos y media de la madrugada vino a sorprendernos la policía, mientras estábamos tranquilos en la cama.

Los detenidos estamos divididos en dos secciones: unos a la plataforma de proa y otros a la plataforma de popa, unos y otros en el fondo de la cala.

El lugar oscuro que ocupamos acabará por producir enfermedades de los ojos. No tenemos aire que respirar y la humedad nos cala los huesos. Hemos reclamado y no se nos atiende.

Hemos reclamado también se nos permita satisfacer con más frecuencia las necesidades corporales, pues hay días que pasarnos reteniendo los orines doce y trece horas a causa de tener que aguardar que vengan los guardias a acompañarnos al excusado. Tampoco se nos atiende.

El primer día de nuestra prisión, el oficial de guardia dijo con arrogante voz, señalándonos a los soldados:

-¿Llevan cargados los fusiles?

-No, contestó la guardia.

-¡Pues carguen ustedes inmediatamente!...

El domingo 12, no dispuestos a tolerar más los vejámenes que venimos sufriendo, pedimos a la guardia trasmitiera al comandante nuestra súplica de que nos concediera audiencia. El guardia pasó el aviso a su jerárquico, el alférez Alfonso de Mea, quien estaba de juerga en un camarote con otros alféreces y varias señoritas y no quiso atendernos.

Si queremos escribir tenemos que hacerlo en presencia de los guardias y entregando las cartas abiertas. Te escribo burlando la vigilancia de los centinelas. Tú hilvanarás los conceptos.

El comandante 1.º todavía no le conocemos. El comandante 2.º se llama Guarro. El comandante 3.º Pedro Mercader.»

Contra los atropellos y vejámenes que sufren los obreros que no fueron fusilados en la revuelta de Barcelona, ya han hablado y dictaminado quienes tienen más autoridad que yo.

Por lo demás, obsérvese cuán simbólicos son los nombres de la oficialidad que juerguea con prostitutas en la única tabla de salvación que los yanquis dejaron a nuestra gloriosa marina, porque no se le puso a tiro en fuga naval.

¡Qué simbolismo tan elocuente!

¡Un comandante, Mercader!...,

¡Otro comandante, Guarro!

¡El alférez, Mea!...

¡Mee usted cuanto quiera, señor alférez; pero haga usted la caridad de dejar que meen los demás cuando están reventando de ganas!

¿O es que usted, tomando en serio su apellido, quiere ejercer el monopolio del ácido úrico y que nadie mee sino cuando usted tenga gana?

¿O es todo lo contrario, a, saber, que usted se venga, furioso porque se figura que cuando le llaman por su nombre le mandan imperativamente al urinario?

¿O Mea, complicado con Guarro y Mercader, quiere que los presos se meen y se... guarreen en los calzoncillos para que prospere el mercader en paños menores?

En Montjuich, retorceduras de testículos con cuerdas de guitarra. En el Pelele, o Pelayo por hipérbole, atentados contra las vías urinarias. ¡A qué sitios se ha ido a refugiar nuestro inmenso poderío!...

Diríase que se quiere una capilla Sixtina en cada barco...




ArribaAbajo¡3 Pesetas!...

Con la noticia de que algunos de mis enemigos reventaban a pares, y de que otros pataleaban de rabia, el verano se me presentó muy bien.

Resolví celebrarlo en Dieppe, arrullado por brisas marinas, y regustado con el recuerdo de los enemigos difuntos y de los enemigos patidifusos. La idea de que unos dormían el sueño eterno, y de que otros, achicharrados por la canícula, chorreaban mugre en París, me iba poniendo gordo por minutos.

Tan abstraído estaba, que no me enteré de que Rubén Darío -cuya musa estimo de veras- también estaba en Dieppe.

«Rubén, que está en Dieppe, me encarga que le salude. ¿No lo ha visto usted ahí? ¿Cómo es eso?»

Yo encargué al secretario de la Redacción del cual son las precedentes líneas, que, en mi nombre, devolviese afectuosamente el saludo a Rubén: y Rubén y yo, viviendo en la misma playa, acaso a la vera el uno del otro, nos saludábamos por París.

Tan cierto es el fondo de este diálogo, cogido al vuelo por un cronista en la playa St-Houlgate.

«-Tiens, vous êtes ici?

-Apparemment...

-Alors, ra va bien?

-Merci... et vous?

-Pas mal, merci.

-Quoi de nouveau?

-Je ne sais rien... et vous?

-Moi non plus...

-Voilà...

-Au revoir, mon cher.

-Au revoir, enchanté d'avoir pu passer un moment avec vous...

-C'est moi qui suis charmé...»

Rubén y yo hubiéramos estado encantados de vernos. Pero más aún lo estábamos... de estar solos...

Algo faltaba a mi dicha veraniega. Ese algo era la noticia, inserta en el Journal, entre otros periódicos, de que una partida de bandoleros españoles, presidida por un exdiputado a Cortes que se titulan cambrioleurs smarts, se colaron en las oficinas del Heraldo de París, llevándose 3,000 francos en objetos y 500 en dinero.

¡Yo, robado! He ahí una aventura con la que no contaba. De que la inmensa mayoría de nuestros compatriotas que brujulean en París son timadores, más o menos vergonzantes, tengo yo pruebas fehacientes; pero nunca sospeché que cogerían de víctima un periódico pobre de dinero, aunque rico en obras puesto que procura desasnar, civilizar y dignificar a los putrefactos de la colonia. Parecía natural que hubiesen hecho presa en los españoles adinerados... porque en la mayoría de los casos tendrían cien años de perdón...

Mi gozo, como robado, no ha sido completo, porque si los 500 francos eran del periódico, y se destinaban a la imprenta, los 3,000 francos de objetos eran de la pertenencia del administrador.

Eacute;l se tiene la culpa, por supuesto. Porque ya le decía yo:

«Cuando pregunte por usted un compatriota, recíbalo en el portal; y, a ser posible, tenga usted detrás de la puerta una pareja de gendarmes.»

Lo más triste del caso para él es que no acierta con quién pueda ser el autor del robo. ¡Casi todos sus visitantes le parecen ahora sospechosos!...

Yo ya le he dicho que si quiere averiguarlo, ofrezca 3 pesetas al que lo denuncie.

Y lo averiguará. Porque ante la perspectivas de 3 pesetas no hay Santiago de Cuba que no se rinda...

Demás de esto, como quiera que ciertas personas patibularias siguen rondando las oficinas de este periódico, y preguntando a la portera si ha salido el administrador, advierto que yo he entrado en dichas oficinas y que allí estoy, resuelto a dispararle un tiro a cualquiera que asome el hocico para preguntar, aunque sea por el Papa; a cuyo efecto he dado el correspondiente aviso a la policía, ya que ésta no ha podido aprehender a los hidalgos Cambrioleurs, acaso temiendo que no cojan en la cárcel...




ArribaAbajoAntropófagos y Jueces

Pues, señor, estamos bien. Por telegramas llegados al Ferrol -cuyas mujeres, dicho sea entre paréntesis, son las más guapas de España- se ha sabido que los indígenas del Río Muni, de quienes se ignoraba que fuesen antropófagos, capturaron y se comieron un cabo y diez soldados de infantería de marina, que habían ido allá a civilizarles... no sé cómo...

Sin duda por eso dijo el País, dando cuenta de la expedición, que:

«Se advertía entre los indígenas de aquellas regiones cierto movimiento de aproximación a la soberanía española.»

Como se ve, ese movimiento de aproximación era, en realidad, a la parrilla, en donde el cabo y los diez soldados fueron tostados por los indígenas, quienes, con resignación digna de todo encomio, prefirieron exponerse a morir de cólico, a tolerar que aquellas regiones se conviertan en otras Cuba, Filipinas y Puerto Rico.

Algunos periódicos lamentan el hecho. Pero los indígenas pueden contestarles:

«¿No dicen ustedes diariamente que la marina es inútil? Pues les hemos hecho el favor de quitarles once estorbos de encima. Dénnos ustedes las gracias y sigan aproximándonos marinitos.»

Yo, que con frecuencia me siento antropófago, comprendo perfectamente que los del Río Muni no quieran que les echen allí semilla de contrabandistas como José Blanco y Antonio Brañas, quienes el mes pasado llegaron de Madrid a la Habana con un contrabando de cuatrocientos billetes de la lotería; ni semilla de guardias civiles como el Curro, que cuando salió la benemérita, o cuando la salieron de la isla de Cuba, quedó él de bandolereo honorario, y el mes pasado destrozó a machetazos, en Remedios, al colono Antonio Bergolla, a cuya señora exigió el exguardia civil diez mil pesos oro por la vida de su marido.

No, no es tentadora la aproximación a semejante soberanía, ni tampoco a la del juez de instrucción del distrito de Buenavista de Madrid, señor don Manuel del Valle y Llano.

Sabido es que el doctor Betances diagnosticó de silvelitis de garabatillo, la enfermedad que padecía el señor Ruiz Zorrilla. El señor Valle y Llano, que, en materia de silvelitis, diz que tiene toda la lira


por arriba
por abajo,
por delante
y
por detrás

denunció al periódico Vida Nueva -que tuvo la osadía, de publicar mi artículo en el diagnóstico de Betances, -«por ataques a la moral» de la villa y corte donde casi todo el mundo está abonado a silvelitis, ora agudas, ora crónicas, silvelitis que, por lo demás, circulan en la cuarta plana de todos los periódicos de Madrid.

De lo demás que ha ocurrido posteriormente da idea este telegrama que publica el Heraldo de Madrid:

«París 17 (8,25 m.).

El prefecto de Policía acaba de hacerme comparecer ante su presencia, por virtud de un exhorto recibido del juez de Buenavista de Madrid.

-¿Para qué me querrá el juez de Buenavista? -me pregunté, y aquí de mi sorpresa: para que prestase declaración en una causa que, por lo visto, todavía se instruye en Madrid con motivo de un artículo que publiqué en el periódico Vida Nueva, titulado Ruiz Zorrilla en París.

Pues señor... Ruiz Zorrilla ha muerto. Vida Nueva es cadáver hace mucho tiempo y mi artículo ha debido recibir también la muerte judicial del sobreseimiento.

¿En qué quedamos? ¿No se han concedido desde que ese artículo fue publicado, no uno, sino varios indultos para los periodistas?

Ruego al Licenciado Vidriera se entere y llame la atención de quien corresponda acerca de tan extraña persecución de mi persona a través de la frontera... ¡Evíteseme el horror de oler todavía desde aquí nuestro papel de oficio!- Bonafoux.

Amigo y maestro Bonafoux: Realmente, su persecución no puede ser más singular. Su causa de usted es la única a la que no le ha alcanzado el indulto de este año; pero no ha sido por obra del juez, sino de la Sección tercera de lo criminal de esta Audiencia; y lo notable del caso es que la Audiencia ha hecho esto a pesar de que el fiscal señor Bustamante dictaminó que debía comprenderle tal beneficio. ¿Qué explicación tiene el caso? Pues sencillamente un ritualismo: el de que la causa no se hallaba, según la Sala, en estado de que le fuera aplicado el indulto, porque usted no se había confesado aún autor del artículo, y eso que, con letras bien gordas, dice: «Ruiz Zorrilla en París, por Luís Bonafoux.» ¡Con que si no lo llega a decir! Pero tranquilícese usted; nuestros Tribunales no pueden juzgar a nadie sin que el ministerio fiscal acuse, y el fiscal ya sabe usted lo que ha dicho.

LICENCIADO VIDRIERA.»

El Licenciado Vidriera, o, por otro nombre, Castillejo, amigo mío, sabe de Derecho mucho más que yo, pero yo sé de Torcido mucho más que él, y por ello conozco mejor a dicho del Valle y Llano.

Este juez, alma gemela de la de Marzo, de Montjuich, viene distinguiéndose por perseguir a los periodistas en general, a quienes trata como se ha tratado últimamente a los Iglesia y Gálvez, redactores del Pueblo, de Madrid, vilmente atados codo con codo y sepultados en calabozos llenos de asesinos y ladrones. Inquisidor por temperamento, y reaccionario de oficio, el señor del Valle quiso en tiempos procesarme por un artículo que publiqué en el Progreso, y, al efecto, después de preguntar por mis sellas particulares, echó la policía en mi busca y captura, y la policía sudó el quilo buscándome en Madrid, mientras yo bebía martini-cocktails en los bars de París.

Exhorto del señor del Valle al cónsul de España en París, que por entonces lo era Toda. Inteligente, ilustrado, y grata persona como particular, Toda no tiene suerte como funcionario. Primero sirvió para amenizar a sus superiores jerárquicos. Venía Toda de Madrid a París. El ministro telegrafiaba al embajador: - salió toda (risas); y el embajador contestaba al ministro: -entró toda (risas).

Hecho cónsul por uno de nuestros Calígulas gubernamentales, perdió Toda la chaveta, resultando, como autoridad, un majadero y un advenedizo. Sin embargo, debo declarar, en lo que a mí se refiere, que él estaba dispuesto a no hacer caso al señor del Valle y Llano, habiéndome dicho, al efecto «a eso, claro está, le daremos carpetazo.»

Pero descubrí lo de la conspiración carlista del año pasado, y telegrafié el descubrimiento al Heraldo de Madrid; y como Toda no se había enterado de la conspiración, y como en su calidad de cónsul no podía tolerar que alguien hubiese sabido lo que él había ignorado completamente, se vengó con escribirme la siguiente epístola:

CONSULAT GÉNÉRAL D'ESPAGNE

13, rue Ballu.
París, 13 octubre 1900.

Amigo Bonafoux:

Ruego a usted que si le es posible se pase por esta su casa el lunes próximo a la hora que le convenga.

Asunto: lo del juez de Madrid por las memorias de Betances.

Siempre suyo, afectísimo amigo,

TODA.

Mi contestación.

Amigo Toda:

Los carlistas, los romeristas, los Isidros, los indianos y los mil y un trabajos a que estoy sometido para ganar el pan de cada día, no me permitirán mañana, ni en toda la próxima semana, ni probablemente en toda la vida, el disgusto de ponerme a la disposición de ese juez, que va resultando un poco cargante. Pero en mi periódico diré de ese señor que en vez de perseguirme por los diálogos Betances-Ruiz Zorrilla, más le valdría a la Justicia que persiguiese a los compatriotas asesinos, ladrones, timadores, golfos, souteneurs. Y hasta violadores de sepulturas, que se pasean por París. Y asimismo le diré que hace mal en molestar a usted, que es hombre seriamente ocupado, queriendo convertirle en polizonte honorario, a usted que me estima y quiere. ¿O se ha propuesto dicho juez tomarnos el pelo, persiguiendo delitos de imprenta a través del Pirineo? Pues entonces me propondrá acabar con él. Conque aconséjele por su bien que se tranquilice. O que temple sus ardores policiacos persiguiendo criminales en el Pabellón español de la Exposición...

Suyo,

BONAFOUX.

Devuelto el exhorto por el señor de Toda al señor del Valle, con indicación de que a mí no me daba la gana de declarar, el señor del Valle mandó el exhorto, en apestoso papel de barba, al prefecto de Policía de París, sin duda para que la policía me tenga entre ceja y ceja.

Yo, a mi vez, doy traslado a dicha autoridad, de esta redondilla que hay en uno de los calabozos de la casa de Canónigos:


A don Manuel Valle y Llano,
juez de la más ruin calaña,
no hay habitante en España
que no le dé por el ano.

Y recomiendo al Gobierno que cuanto antes envíe al señor del Valle a Río Muni. Haciéndolo así conseguirá dos cosas: librar de ese juez a los periodistas, y... vengarse de los indígenas antropófagos.

Los cuales morirán de indigestión.




ArribaAbajoSegunda parte del Tratado de París

Como político, el señor Gamazo me era totalmente indiferente. A decir verdad, yo no le conocía. Sí, oí decir muchas veces que había un señor Gamazo que echaba discursos y entendía de agricultura. Pero jamás le seguí. Era un hombre importante en Valladolid.

Así, pues, yo ni le odiaba ni le quería. Su muerte me deja completamente tranquilo. Pero por el mismo señor Gamazo celebro que por fin pasara a mejor vida.

En efecto, el Matín publicó cinco veces, en cinco distintos números, esta noticia:

«On mande de Madrid que l'état de M. Gamazo est très grave. Le malade a reçu, hier, les derniers sacrements.»

Recibir cinco veces los últimos sacramentos, no sólo, era demasiado, sino que resultaba un descrédito para los mismos sacramentos, aunque de suyo bastante desacreditados.

Ahí tiene el Correo de París un verdadero gazapo, y sacramental por añadidura.

Un redactor de dicho periódico, queriendo cogerme uno, escribe:

«Un hombre de entendimiento tan claro como Bonafoux, ¿qué ha visto en el Palacio de Loredán, para que entrando en él con todos los resabios y las intransigencias del sectario, saliese modificando sus injustos prejuicios? Esto honra a Bonafoux, porque demuestra su sinceridad, y prueba que hay en él materia intelectual que obedece a la razón. -Pues ha visto en el Palacio de Loredán que se hallaba en presencia, no del monstruo fraguado por absurdas y estúpidas leyendas, sino de un príncipe ilustrado, al corriente del movimiento científico del mundo moderno, y que ese príncipe era, además, un hombre bien educado, tan bien educado, que sufría allí, en su casa, la visita del escritor que le ha maltratado más. Es verdad que en esto tenía don Carlos una gran superioridad, pues estaba seguro, completamente seguro de que cuando Bonafoux hablase con él, modificaría en el acto sus antiguas opiniones respecto del príncipe desconocido y del hombre tantas veces calumniado.

¿Qué diré del sentimiento íntimo de don Carlos acerca de las frases poco correctas que como escritor ha podido dedicarle Bonafoux? Que las perdonó como cristiano y que las olvidó como príncipe, y con esa alta cortesanía que le es propia, otorgó al que fue su huésped por breves momentos, la hidalga hospitalidad de los grandes señores de Castilla, que conquista los corazones hasta de sus adversarios e impone el respeto de todos.

«No ha sido ajena al logro de este resultado, la presencia de la señora duquesa de Madrid, que con sus ojos claros, azules, serenos, y su mirada angelical, cautiva y rinde a los que tienen la honra de llevará sus pies un respetuoso homenaje.

«No me ha sorprendido el efecto del viaje de Bonafoux a Venecia, siendo como son la característica de su intelecto el entusiasmo y la impresionabilidad; su sarcasmo y su burla se han modificado, y un soplo de poesía inspira los interesantes artículos que ha dedicado a don Carlos en el Heraldo de Madrid; un soplo poético tan intenso que le hace olvidar hasta la verdad histórica cuando dice: -«Me sentí tan estrambótico e impío «como debiera sentirse el yanqui que tiene la osadía «de habitar el palacio de Desdémona,» pues un hombre de tan profunda erudición literaria como Bonafoux, no ignora que Desdémona no ha existido jamás en el mundo de las realidades, y fue sólo admirable creación del portentoso ingenio de Shakespeare; más, las neblinas de las lagunas, las canciones de los gondoleros, los acres perfumes del Adriático y el encanto del Palacio de Loredán modificaban tanto la gelatina cerebral de Bonafoux, que daba formas reales a lo puramente suprasensible!...»

Cuanto a mi gazapo, que consistió, según el Correo de París, en decir que existe el palacio de Desdémona en Venecia, cuénteselo el aludido periodista al cicerone, que fue quien me lo contó, a ver si quiere devolverme el dinero. Poco perito en antigüedades, alquilo, en mis andanzas por el mundo, cicerones que me ilustran y que a lo mejor me cuentan bolas. El que me acompañó en mi primera visita a París me dijo, deteniéndose frente ¿la casa núm. 6 de la rue de la Barouillère:

-El Eliseo, palacio habitado por el presidente de la República.

¡Cuál no sería mi sorpresa días después al leer al final de una carta de mi amigo Ferrer, director del Correo: su casa, 6, rue de la Barouillère!...

Creo que el cicerone que tuve en Venecia no se refirió -dicho sea en honor de su ilustración histórica- a la Desdémona de Shakespeare, sino a la verdadera Desdémona que dio cuerpo a la obra del dramaturgo inglés; a una Desdémona, en fin, de las que «flirtean» en el ponte dei Sospiri.

Para mí, la pálida Desdémona y el negro Otelo existieron en los faits divers de aquel tiempo, y luego el poeta sublimó el suceso, que sería tan vulgar como todos los de la vida.

Por lo demás, puede que no existiera Desdémona. Ni Shakespeare... Y que así como Hipócrates era una suma de conocimientos médicos, a juicio de algunos críticos, Shakespeare fuese una suma de talentos dramáticos y Desdémona una suma de pencos venecianos.

La cosa no tiene importancia. No creo que el Correo de París vaya a enflacar por estas o parecidas disquisiciones. Pero, por si acaso, convengamos en que Desdémona no existió, aunque un yanqui paga 20 liras diarias por habitar su palacio.

En lo que no debo convenir con el periodista es en que las justicias que hice a don Carlos de Borbón pueden modificar mis ideas políticas. En el Palacio de Loredán que me felicitó por haber rendido culto a la verdad pura, «sin dejarme arrastrar por la pasión política», no se cree semejante cosa. Si el Correo, que detesta a los anarquistas, fuera a Londres a tener una entrevista con mi amigo Malatesta, y volviese de allí afirmando que Malatesta no es el de la leyenda, sino realmente un obrero inteligentísimo, ilustradísimo y excelente de corazón, ¿significaría que el Correo iba camino del anarquismo? No. Significaría tan sólo que el redactor del Correo era un escritor concienzudo y una persona decente. Arguyendo como ha argüido el Correo, ¡qué mucho que nadie se atreva a ser justo en España!...

Otro periodista, redactor de la Unión Mercantil, de Málaga, también me enmienda la plana porque dije que en la estación de Milán comí mortadella acompañada de media botella de vermut. Niega el señor periodista que en una estación italiana «sirvan medias botellas de ese aperitivo y que se sirva como vino de mesa». Pero si yo no lo tomé como aperitivo, ni como vino de mesa, sino como agua, ¿por qué no me habían de servir, pagándola, por supuesto, la consabida media botella?... En fin, si el señor periodista se empeña en que no, pues no habré tomado vermut ni mortadella.

Pero... se me ocurre una cosa: ¿no creen este señor y el del Correo que el tiempo mal gastado en hablar de mortadella, de Desdémona y de vermut pudo emplearse bien en comentar el fin que tuvo la Zarzuela española que vino al Nouveau Théâtre? Es imposible que los citados señores no leyesen el artículo en que el Journal refirió que los actores y las actrices de dicha Compañía transformaron el escenario del teatro en campamento donde hacían pipi y otras cosas más sólidas; que se nutrían de tronchos de berzas que sirvieron a la escena del mercado en Gigantes y Cabezudos; que se escondieron en las banquetas, y que de allí los sacó la policía, expulsándolos por higiene, y llevando mangueros y barrenderos a limpiar los detritus que dejaron...

¡Cosa horrible, mes frères!...

Consumados el desastre y la vergüenza, tardóse mucho en reparar el daño. La cuestión estaba «en estudio»

Por fin todo se arregló... El consulado de España, aunque mal de fondos, por el despilfarro de billetes gratis que se concedieron en tiempo de Toda, los dio hasta la frontera; la Compañía del Norte de España, que tanto explota al público, dio medio billete de Irún a Madrid; el marqués de Casa Riera, archimillonario, dio la otra mitad, 20 pesetas, en moneda española, más un franco para el camino; y yo, honrado por la Asociación de actores, de Madrid, para repatriar a los desvalidos del Nouveau Théâtre, desempeñé, entre efusiones de las patronas acreedoras, los embargados equipajes, sin cuyos vestidos chiné y mantones de Manila no querían marcharse las actrices, temerosas de que sus chulos las dijesen en Madrid:


¿Dónde está tu mantón de Manila?
¿Dónde está tu vestido chiné?
¡Ven acá que te dé dos patadas
y te meta en la cama después!

El andén del quai d'Orsay presentó aspecto inusitado por las botas de vino, las alforjas, los botijos de agua, las botellas de leche, los pañuelos negros con panecillos y tajadas, los críos que berreaban, y dos actrices con la tripa a la boca, de una de las cuales no puede asegurarse que no parió en el camino, porque iba cojeando de preñada.

-¡Y pensar que el padre de la criatura es un ministro con instrucción! advirtió un actor.

-¿Ve usted esa? me dijo Ladis Montoya. Es la Purificación Anglada. Esa es la que defecaba en las alfombras.

La defecación ha sido general, le respondí. En el género chico, es la segunda parte del Tratado de París...

Y al arrancar el tren, un entusiasta de la Puerta del Sol gritó: -¡Viva España!

Pobre, pobrecita España... Símbolo de su situación es aquella anémica y desarrapada actriz, viajando, prensada como sardina, en tercera, teniendo a la boca la tripa que le hiciera un ministro...




ArribaAbajoEl pobre Norte

Los franceses que leen «cosas de España» se han asombrado de este telegrama del Heraldo de Madrid:

San Sebastián (10,44 n.)

Además del guardia y del niño heridos de alguna gravedad, hay también heridos dos agentes y un celador.

A éste lo obligaron a gritar ¡vivan los bueyes!, amenazándole con tirarle al río Urumea. No lo hicieron así; pero sí le causaron algunas contusiones.

Sí yo fuera gobierno en España haría bombardear San Sebastián; y a los denostiarras que quedasen, si quedaba alguno, para contarlo, les diría:

-Como todos los españoles, vosotros habéis aguantado carnerilmente los más atroces vejámenes y las más horribles ignominias que registra la Historia; habéis sufrido las más vergonzosas fugas navales; habéis entregado, sin pelear, la plaza que os codiciaba el extranjero; habéis visto morir ¡oh madres! doscientos mil hijos en la primavera de la vida; habéis contemplado ¡oh padres! la repatriación más pesebrera y cruel que se conoce; habéis firmado la gran vergüenza que se llama el Tratado de París y perdido el imperio colonial más valioso después del imperio británico de la India; y luego habéis tolerado que en inmunda simonía se vendiesen islotes a los mismos que os despojaron de las islas: y después vosotros, bravíos denostiarras, que volvéis por vuestros bueyes como si volvieses por vosotros mismos, por vuestros fueros y derechos, os habéis sentido orgullosos cada vez que los mismos que os sacrificaron y deshonraron fueron a lavarse, como lady Macbeth, de la sangre y de la rolla del asesinado pueblo en las mansas aguas de la Concha. ¡A ver, el verdugo, pronto! ¡Que vaya el vencido del negro Quintín Banderas, que vaya Weyler a San Sebastián y cumpla su misión de no dejar una cabeza, si la hubiere en el país!

.................................................

Pero ¿qué ha de bombardear Sagasta el decrépito, Sagasta el inválido, el pobre Sagasta, el chocho viejo Sagasta?

Yo le contemplo, en un grabado del Heraldo de Madrid, aniquilado, hecho un caimán en vinagre, hediendo a muerto, ladeando el cuarto trasero en una chaise longue, como en actitud de tomar una lavativa; y, al contemplarlo, no puedo menos de recordar el triste destino de Norte.

Era un perrazo muy viejo, que ya no servía más que para vivir echado, estorbando, a la puerta de un hogar castellano. De los ojos, saltados por la vejez, le manaban dos fístulas, y de la boca, desorejada como la ramera de un fauno, surgía por entre sus bigotes de foca, una baba viscosa y nauseabunda.

¡Pobre Norte! Una tarde, por Abril florido, no sé qué savia primaveral sacudió su casi inerte mole, impulsándole hacia una perra que pasó a su vera. Haciendo un esfuerzo de esos que solo es capaz de hacer la lujuria senil, el buen Norte se avanzó, olfateó, estiró la lengua en el aire, levantó a medias una pata, se encaramó como Dios le dio a entender, y dedicóse a maniobras estériles, mientras sus saltados ojos y su desorejada boca chorreaban decrepitud sobre el lomo de la perra en celo.

Y entonces ocurrió algo muy triste. Un perrito, de los que huelen donde guisan, se acercó a la pareja, olfateó estiró la lengua, levantó una pata; y como lo primero que tropezó fue el Norte, hizo con él un atropello sin nombre en la voluptuosa historia de los perros.

Y así, en tal guisa, con el perrito encaramado, muy atónito y pensativo, pero con cierta dignidad y distinción, el pobre Norte dio algunos pases, y volvió a caer, desplomado, a la puerta del hogar, gruñendo, como Sagasta:

-Dejad hacer... Dejad pasar...




ArribaAbajoLa gran batalla

El movimiento proletario de Barcelona implica para España un despertar de todo, guerreros inclusive.

Guardias civiles, acostumbrados a perder los calzones frente a los carlistas en armas, han peleado denodadamente contra obreros armados de palos y de revólveres que no disparaban.

Soldados que volvieron de la derrota en Cuba, enchiquerados como chivos en las pesebreras de los vapores de Comillas, se han batido como leones con Bonafulla desarmado y preso, cuando iba de parlamentario de paz a la Capitanía General, con Lorenzo enfermo en cama y con Teresa Claramunt menstruando.

Oficiales que no supieron manejar la artillería en Santiago, han demostrado excepcionales actitudes para tirar, en posiciones estratégicas, de ómnibus y tranvías.

El general Bargés, cuya espada de brigadier, sorprendida en Lacar, figura en el salón de trofeos de don Carlos de Borbón, ha hecho verdaderas heroicidades frente a los míseros andrajos de la huelga general.

El general don Valeriano Weyler, derrotado en Bocairente y en Cardona, perdiendo las tres últimas letras de su nombre bajo el bejuce, de Máximo Gómez, burlado tantas veces en la Trocha, y reído por los yanquis invasores, ha pasado a ser, según l'Eclair, «represor de insurrecciones en la Habana y vencedor de los carlistas.»

Y el Pelayo, que se evaporó ante la amenaza del comodoro Watson, precipitándose al puerto de Barcelona para servir de Montjuich a los presos.

Guerreros, en suma, expulsados de la América latina, de Flandes, de las Antillas, de Oceanía, de Portugal, de Gibraltar, de la isla de Vieques, de las islas de la Mona y el Monito, y hasta de la isla de la Casta, acaban de alcanzar señalados triunfos, probatorios de que al andar del tiempo serán dignos de medir sus armas con las del ejército del negro que vaya a rescatar el territorio del Muní...




ArribaAbajoEl buen Dios...

La erupción del volcán Pelée -que debió caer en Madrid...- ha dado una ocasión más de aplaudir a la Providencia.

No satisfecho el «buen Dios» con haber derrumbado la torre de la Catedral de Cuenca sobre los testuces de los católicos que le estaban dando gracias por los beneficios que dispensa a los hombres en general y a los de Cuenca en particular; ni con haber hecho cisco en Compiègne el wagón donde unos peregrinos entonaban cánticos celestiales, no ha dejado ni una rata viva en la católica Saint-Pierre.

***

Es decir, como ratas, sí han quedado dos para contarlo.

El obispo de aquella diócesis, monseñor de Cormont, que se embarcó de prisa y corriendo, con rumbo a Europa, al primer bufido que dio el volcán, pero encargando a los fieles no dejasen de ir a orar al Dios de las alturas, el cual se entretenía en soplar el cráter para hacerlos polvo.

Y un tal Joseph-Jean-Marie, que se hallaba en la cárcel, por asesino, esperando que le llevasen al patíbulo.

De las cuarenta mil personas que había en Saint-Pierre y sus alrededores, en el número de las cuales figuraban miles de criaturas que no hicieron daño a nadie, la divina Providencia no dejó vivos más que un asesino y un obispo. Menos mal el asesino. ¡Pero el obispo!...

***

Una sociedad de hombres honrados, o que, por lo menos, no habían matado a nadie, condena a morir a un hombre por asesino. Interviene Dios, mata a toda la sociedad y salva al asesino, quién, al salir de su calabozo subterráneo, paró maravillado de ver que de todos cuantos le condenaron a la última pena sólo queda el obispo, para darle la absolución.

Convengamos en que un Dios que erupta lavas y llamas para abrasar vivas 40.000 personas honradas, y que salva un asesino y un obispo para que perpetúen la especie, es de lo más decentito que se ha visto en clase de Providencia...




ArribaAbajoPeriflitis

No cabe negar que el Rey de la pobre España ha quedado bastante mejor que el Rey de la poderosa Inglaterra. Cuchiflito y todo, Alfonso se coronó en un periquete, en las barbas de los republicanotes que se le iban a comer crudo y en las de los carlistones que se le iban al monte.

Eduardo, que nada tiene que temer de republicanos ni de legitimistas, no se ha coronado aún, después de un año de preparativos, que constituyen la más insoportable lata de este siglo y del próximo pasado.

Su anunciada coronación ha resultado la más completa descoronación que han visto las monarquías.

Invitar a los poderosos del mundo, y hacerles venir de las más remotas tierras, para decirles: «otra vez será, ahora tengo malo aquello,» es una verdadera coba inglesa, de cuyas resultas todo el planeta ha estado pendiente del coecum de su Real e Imperial Majestad, pudiendo decir los príncipes europeos que efectivamente fueron despedidos.

Ha habido algo peor. Excitado tal vez por la atmósfera canicular, en el medio ambiente de la alcoba del Rey, uno de dichos príncipes quiso ponerse en facha de recibir un disgusto por detrás; disgusto, si, a pesar de las naturales inclinaciones del meticuloso príncipe, porque fue objeto de sus preferencias el representante de Menelick, el vigoroso Makonnen, de quien refieren víctimas oculares que tiene de talla veintidós centímetros y el sombrerete libre.

¡Ir de luengas tierras a Londres a pedir que le embutan semejante lanza abisinia, cortándose voluntariamente y de raíz todas las peritiflitis que tenga y que tener pueda en su vida un Príncipe, es el colmo del record en las relaciones diplomáticas de carácter internacional, como también en las de carácter intestino!

Intervinieron en tan apestoso asunto los tribunales de justicia, fue denunciado el hecho por el periódico republicano Revnold's News Paper, que sabe oler donde guisan, y salió de estampía, reculando, el príncipe lusitano, heredero del trono de Portugal, para cortar la especie, infundada, según el corresponsal del Seculo, de que fuese el a quien le hablan echado el nudo.

Guardó la enristrada lanza el de Makonnen; y la cosa habría parado en eso si los tribunales ingleses, al callar el nombre del culpable, no hubiesen puesto en tela de juicio y colocado en postura académica a otros príncipes, que seguramente no lo habían comido ni bebido, hasta que se averiguó que el aludido era el príncipe de Braganza, aunque maldito si se le ven las bragas en ninguna parte.

De modo que Reyes y Príncipes han salido coronados, aunque no de rosas, y que la grandiosa coronación huele a... periflitis.




ArribaAbajoRevolución de Mosquitos

Y aquí me tienen ustedes, otra vez, para lo que gusten mandar. Al Heraldo de París le pasa lo que a ciertos gallos de pelea: hace que se va, y vuelve. No sé si ha vuelto para publicarse tres veces al mes, o dos, o media vez, cosa que no le importa a él, ni al lector, porque este periódico no es de empresa.

Nos suspendimos en plena monarquía, resucitamos en plena monarquía, y estoy seguro de que tenemos monarquía para rato. He leído que, comentando la plaga de mosquitos que recientemente cayó en Madrid, un viejo republicano recordó que «dos meses antes de que acaeciese acaso el más importante hecho histórico de la revolución de septiembre, ocurrió también en Madrid y con particularidad en la Puerta del Sol, el mismo curioso fenómeno».

¡Revolución vaticinada por mosquitos!...¡República llevada por insectos!...

Entretanto Romero Robledo es el AMO y... que le entren moscas o mosquitos: y este amo, por cuyo organismo anda ese bicharraco gordo y horrible -el Toenia echinoceocus- que se lo metió, no se sabe por dónde, a miss Ellen Bates; este poderoso señor, que trata a campanillazos el Congreso, mientras llega el momento de tirarle a él la campanilla a la cabeza, constituye un grave peligro para el país. Puede hacer que declaremos la guerra a Inglaterra y Alemania, aliadas. Puede ¡qué sé yo! puede hasta morder al Rey.

¡Qué error el mío! Cuando, sugestionado por la lógica de los hechos históricos que han despampanado a España, creía yo que al señor Romero Robledo le habrían llevado, en la espuerta de la basura nacional al estercolero de los perros putrefactos, el señor Romero Robledo ha aparecido en el sitial más alto de España, en la «sedia gestatoria» del Congreso de los representantes del país; y desde esa «sedia», que sabe Dios a que olerá, y entre plumas de avestruces de la mayoría, el cardenal Vannutelli de nuestra política parece decir al Congreso:

-Aquí me tenéis, infectos diputados; vosotros, silvelistas de garabatillo, que por mí habéis decapitado, valga la «dexageración» («Risas. ¡Qué gracia ! ¡Olé tu cuerpo!») a vuestro jefe; vosotros liberales, que me aguantáis la «sedia gestatoria», todas sus consecuencias y flatulencias, con la esperanza de que os caiga la breva del poder; vosotros, carlistones mandilones, que os habéis convertido en lacayos de un amo que no es el vuestro; vosotros, republicanos de cinco minutos de parada y fonda, que hacéis, cual nuevos peregrinos, propaganda revolucionaria en las casas ajenas donde yantáis, y que pasáis el tiempo llamándoos estafadores, sinvergüenzas y canallas; vosotras, madres infelices, atrofiadas por la educación moral y el cura, que no podáis tener «chichas» para emular a las italianas, cuyos hijos perecieron malamente en la batalla de Adua; y tú también ¡oh pueblo idiota y misérrimo!, que tienes que respetarme y obedecerme, aunque soy uno de los coautores de tu ruina y de tu deshonra. ¡De rodillas todos, esclavos, gentecilla mendiga y asquerosa! ¡De rodillas ante «Mí»! Un tiempo fue ¡oh señores diputados y negros míos! («¡Mucho! ¡Mucho! ¡Olé tu madre!»), en que yo, al hablar por los codos, moqueaba sobre la venerable cabeza del gran repúblico don Francisco Pi y Margall, quien estaba muy por bajo de mi -en los escaños del Congreso- y se limpiaba resignadamente. Aquello, ¡oh señores!, era un símbolo y un presagio. Hoy, cuando la nación tiene que estar pendiente de la viscosa pepitilla que me sirve de apéndice nasal, cuando todos me habéis aclamado «Amo» vuestro, tened cuidado de que no se me hinchen las narices...

¡Qué pena!... Yo no creía en el supuesto talento del señor Romero Robledo. Yo no creía tampoco en el supuesto ingenio del señor Romero Robledo. Yo no podía reír los supuestos chistes del señor Romero Robledo. Cuando las porteras me los hacían notar yo los encontraba tan sosos, tan chabacanos, tan apestosos a tradición, que se me revolvían las tripas. Yo... no conseguía verle la punta al ingenio del señor Romero Robledo, y es que cuantas veces me acerqué a verla estaba metida en algún diputado de la mayoría.

Pues bien: yo también le declaro amo de España, y le reconozco todo, todo, todo... menos que tiene nariz.

¿Qué más diré de política palpitante? Que poco hay que esperar de nuestros partidos políticos en acción, ebullición o putrefacción, según se deduce de las interviús que tuvo Morote con los jefes y jefecillos de esos partidos por... el eje.

Yo le tengo mucha pena a mi amigo Luis Morote. Este periodista viene obligado a realizar, veraneando, un esfuerzo mucho más duro que el que realizó Buffón Porque Buffón se limitó a hacer hablar a los animales. Morote hace discurrir a nuestros políticos. ¡Cuántas veces no habrá sentido él que no le fusilase Máximo Gómez!...

Pero parece que la mayoría de los lectores a 5 céntimos, y con turrón de Alicante por prima, están muy contentos de leer kilométricas sesiones de Cortes y espantosos discursos que jamás acaban. Los republicanos, que antes contaron con Weyler, ahora cuentan con el Nuncio para que les mande la República facturada, como decía Ruiz Zorrilla; y entretanto no se alían más que para comer en casas ajenas. Hay quién piensa en el duque de los Abruzzos para sacarnos de penas; pero este duque es muy capaz de volverse al Polo, a oír gruñir los osos, antes que ir a Madrid a oír hablar a nuestros políticos. La República española no renacerá al calor de toasts de gentes parlanchinas y gorronas, ni a espadazos de alguno de esos generales que debieran ser ahorcados por ladrones y vueltos a ahorcar por asesinos. La República española surgirá, si surge, del cataclismo que produzca un gran movimiento anarquista, una huelga general armada. Y para eso no se necesitan discursos, ni toasts. Se necesitan fusiles

¡Demonio! ¿Por qué no habíamos de operar a todo los charlatanes de oficio que tiene Madrid, como se operó a miss Ellen Bates?

-Porque esta miss murió de resultas de la operación.

¡Razón de más para operarlos!...




ArribaAbajoDe la gusanera

Después de la honrada declaración del nuevo ministro, señor Osma, relativa a que no tiene ideas -cosa que le creo sin que me lo jure,- y del viaje de Magdalena arrepentida que el general Weyler ha hecho al Vaticano, -por cuyas ricas estancias entró entre guardias, que no le perdían de vista,- a ver si el nuevo Papa le bendecía las mulas del regimiento de sitio de guarnición en Segovia -mulas que se dice compró para sí y pagó a 75 pesetas por cabeza, habiendo costado 2.000 pesetas cada una,- el suceso más importante de esta semana no es la muerte de un pastor a quien le atizara involuntariamente un tiro un guardabosque, más perito en manejar un rosario que una escopeta, sino el descubrimiento de haberse cometido una profanación en el antiguo y clausurado cementerio de la Patriarcal de la capital de la mentira en religión, política, ciencia, arte, etc, etc.

Y en esa gusanera de «vivos,» que más de una vez, al enterrar a sus toreros y poetas, como Zorrilla, profanaron cementerios y sepulturas y que conmemora el día de difuntos comiendo buñuelos y bebiendo aguardiente a las puertas de los cementerios y también dentro de los mismos, se ha alzado un clamor de indignación contra los sacrílegos ladrones que cargaron con mármoles, esculturas, adornos e inscripciones artísticas; ladrones descubiertos, según leo, «por una señora que tenía la costumbre de bajar a bañarse, entre once y doce de la noche, a una fuente que había en el cementerio:» la cual señora digo yo que sería una foca disfrazada con mantón de Manila, porque cualquier día me hacen creer que hay en Madrid una señora que baja a bañarse a la intemperie, entre once y doce de la noche.

Tierra y libertad, tomando por lo serio estas noticias, ha dicho:

«¡Los ladrones se han llevado el busto y las letras de la inscripción conmemorativa del sepulcro del gran poeta Quintana! ¿Por qué este asombro? Por ahí andan tan tranquilos y disfrutando de una vida regalada los que se aprovecharon de los productos intelectuales del vate, antes y después de morir; gozarán los editores y sus herederos de todas las comodidades apetecibles, mientras Quintana y los suyos padecieron escaseces y miserias. Los que se han llevado el busto de su sepulcro ningún mal le han hecho; los que le robaron sus producciones, sí. Aquéllos no le conocían, por lo que ni de irreverentes pecan; éstos sabían el valor de sus obras y le estafaban a sabiendas...

¡Robar a los muertos! ¡Profanar un santo lugar!... ¡Qué sacrilegio más espeluznante!

¡Robar a los vivos! ¡Estafarles sin conciencia!... ¡Qué cosa tan natural!

El día que se incineren los muertos y la antorcha revolucionaria abrase a los ladrones legalizados, estaremos todos tranquilos.»

Muy bien dicho, si fuese verdad tanta belleza como resplandece en las aludidas protestas. Pero ¿cree Tierra y Libertad que los más de los protestantes están indignados de veras? Lo que hay es que el que más y el que menos está envidioso de no habérsele ocurrido a él la idea de cargar con los consabidos mármoles, esculturas, adornos, inscripciones, y, además, con la señora bañista, pa en cenando de lo que dejase la venta de aquellos chirimbolos, amontonados por la vanidad de las vanidades.

Prueba de que lo de la indignación es filfa, la tienen ustedes en esta otra noticia:

«En el castillo de Montjuich se han celebrado varios festejos, organizados por el batallón de cazadores que guarnece la fortaleza.

Los festejos han consistido en carreras de velocidad y resistencia, con premios en metálico, y carreras en sacos y cucañas en el foso.

Luego el foso se convirtió en plaza de toros, trabajando una cuadrilla formada par varios oficiales.

Uno de ellos ejecutó la suerte de D. Tancredo,

La fiesta terminó con la elevación de un globo.»

¿Qué tal la fiestecilla en el infame castillo que en cualquier otro país del mundo ya habría sido arrasado por las uñas del pueblo? ¿Quién ha protestado?

Hay que desengañarse: si los elementos sanos del país no se dan prisa en profanar el claustrado cementerio en que se ha convertido España, los partidos políticos, en descomposición todos, se fundirán en un gran partido national: el partido de los sinvergüenzas!...




ArribaAbajoA ver... a ver...

La España oficiosa entera (casi...), que fue dormido espectador de la ruina de su imperio colonial y de su deshonra ante el mundo, la ha emprendido con un fraile traidor, como todos los frailes, que se llama Nozaleda.

¿Motivo, o, mejor, pretexto?

Que ese fraile, ni más ni menos infecto que los demás frailes reverenciados de rodillas por casi toda España, acató el poder del yanqui victorioso, y contribuyó antes al nunca igualado en la historia, por lo inicuo, alevoso y cobarde, fusilamiento del doctor Rizal, fusilamiento que haría merecedor a Cánovas, si resucitase, de volver a morir asesinado, no por el heroico revólver del inmortal extranjero Anguílula, sino por cualquier español de vergüenza.

A ver... a ver... ¡Maricones!... ¡Capones'... ¡Soplagaitas!... a ver... a ver... ¿Qué castigo habéis dado a los que consumaron la ruina del imperio colonial, a los que pactaron la deshonra nacional con el yanqui victorioso, a los que abogaron en público, y en la misma Prensa, por el fusilamiento del doctor Rizal?...A ver... A ver... Vosotros, los que atacáis al fraile Nozaleda, no por sus crímenes, sino como ocasión y pretexto para hacer política menuda; vosotros, que no os habéis acordado de él mientras vivió sin empleo en vuestra propia casa, mancillándola, y que os acordáis ahora, y lo vituperáis, porque compitiendo con tantos otros frailes de levita, ya a ganar unas pesetas; vosotros, infecta roña de Europa, decidme cuántos tenéis las manos limpias de la sangre de Rizal y de la inmundicia con que se escribió la deshonra y el ludibrio de la Patria en el frontispicio del Capitolio americano.

Merecéis, la inmensa mayoría, a Nozaleda y no tendréis más que Nozaledas.

¡Los repatriados de Cuba pereciendo de hambre en Barcelona!...

¡Las torturas de Montjuich renovadas en Alcalá del Valle!

¡Y en todas partes monumentos en honor de los autores del deshonor nacional!...

A ver... A ver... ¡Maricones!... ¡Capones!... ¡Soplagaitas!... A ver... A ver...

***

¡Mucho ensalzar ahora al difunto!... ¡Mucho llorar ahora sobre el difunto!... ¡Mucho publicar ahora retratos del difunto!...

¿Y entonces, cuando era oportuno, cuando se le trajo de Filipinas a Barcelona, para que escapase de las garras de la frailocracia se le volvió de Barcelona a Filipinas, 80 días de viaje redondo en busca del patíbulo, sin que hubiese en España ni en la levantisca Barcelona una sola mano que detuviera el barco asesino?

¡Ah, entonces!... ¿Quiénes protestaron?... ¿Y quién no recuerda lo que los periódicos de Madrid publicaron contra Rizal, lo que se escribió contra mí mismo porque protesté, en El País, dirigido entonces por Lerroux, contra el premeditado y mil veces infame y otras mil veces alevoso asesinato combinado en la sacristía por faldas arremangadas y generales bajunos?... ¿No recordáis ya que pedisteis mi expulsión del Heraldo de Madrid, y que Augusto de Figueroa, leal director y amigo mío, tuvo que poner coto al desbordamiento frailuno consignando en dicho periódico que yo era muy dueño de escribir en los demás periódicos cuanto me diese la gana?

La obcecación era tanta, tan general el desvarío, que alcanzó a las artes: y un artista, olvidando el ramo de olivas, para empuñar el garrote patibulario, pidió, a propósito de la cabeza de Rizal, que se descolgase el Spoliarium, de Luna y se colgara a este pintor...

¡Nozaleda, Nozaleda! concusionario, simoniaco, traidor, asesino, ¡fraile!... ¡Nozaleda, Nozaleda! no renuncies tu puesto, tente tieso, porque tú encarnas y personificas una época de bajezas, cobardías y degradaciones... Tu proceso es el principio del fin... Para incoarlo en justicia habría que incoar también e proceso de los que sostuvieron la guerra de Cuba y Filipinas por satisfacer monopolios de magnates y granjerías de sacristanes que aún colean en el Poder; de los que arrastraron al pueblo, engañándolo como un chino, a la guerra contra el yanqui: de los que lo libraron, atado como un carnero, a la ruina y la deshonra; de los que acompañaron con castañuelas el castañeteo de los esqueletos que regresaron de Cuba; habría, en fin, que incoar el proceso de tantos otros..., ¡de tantos otros!...

¡Nozaleda, Nozaleda, no olvides que el que más y el que menos no se atreverá contigo temiendo cometer un parricidio!... ¡No olvides, sobre todo, que los únicos pantalones de la política española son... las faldas que te cobijan!...

***

Tranquilízate, Nozaleda, y anda a Valencia, teniendo cuidado de darle previamente un bombo a la Catedral de Blasco Ibáñez, para que este republicano salga dando voces, por entre dos peñas feroces, a recibirte en la estación, con lavativas de malva y coronas de rosas...




ArribaAbajoTanguitos

Preciso es convenir en que nuestros diputados republicanos, en el calor de sus improvisaciones, se «exceden a sí mismos.» Así, he leído, no sin sorpresa, que en el último mitin de Valencia, el señor Lleget dijo:

«Así como Catón terminaba su discursos afirmando que Cartago debía ser destruida, yo termino afirmando que se debe acabar con las congregaciones religiosas. «(Ovación).


No, no veo.
      la razón
       de esa ovación. (Tanguito)
No comprendo la ovación
al novísimo Catón, (Tanguito)

El señor Lleget, que es muy mundano, está perfectamente convencido de que no es Catón, y de que tampoco va por ese camino. Pero no me refiero a eso, sino a que no veo la relación de paridad entre Cartago y las congregaciones religiosas.

Exageraciones de la oratoria. En otro mitin, perpetrado en Barcelona, mi amigo Lerroux dijo:

«Al terminar, señores, digo como Cristo: esta es mi carne: comedla. Esta es mi sangre: bebédla».

Aparte de que Lerroux se halla también convencido de que no es Cristo (por fortuna para él, que no morirá crucificado entre dos ladrones), y de que no va por ese camino, creo que fue faltar a la reunión el decirla que comiese carne y bebiese sangre de persona. Yo, de haber estado en el mitin, hubiera dicho al orador:

-Estoy, amigo Lerroux, resuelto a hacer toda clase de sacrificios por usted: pero por nada del mundo comeré una chuleta de su cuerpo ni beberé una caña de su sangre. ¡No en mis días! Por lo demás, ¿de dónde ha sacado el tribunicio orador que soy antropófago, para comérmele con tomate, y chacal, para beberle la sangre?

Creo que Lerroux que es práctico, me hubiera ovacionado. Creo más: que, convenciéndose de su lapsus linguae, hubiera terminado por convidarme a almorzar una chuleta de cerdo y una botella de Peleón.

La campaña del tanguito -sostenida en un entierro por el señor Capo, autor del tango del Cangrejo y revolucionario de las Pompas fúnebres,- ha servido, al menos, para demostrar una vez más que en España hay dinero. Son increíbles las dificultades con que se tropieza en el Extranjero para hacer un viaje cochino. En España, gentes de las que no se sabe que tengan ni una peseta, van de aquí para allá con la facilidad del mundo, haciendo parada donde les conviene y fonda en todas partes; y al primer asomo de mitin «la hidra republicana» asoma la cabeza a la portezuela de un reservado del expreso.

En estos días, también yo, atraído por la revolución del tanguito, quise ir a España, y, al acercarme a la taquilla del Quai d'Orsay, iba, naturalmente, cantando


¡Siempre pa atrás
tu lo verás!

Pero no me dieron billete. ¡Son tan poco revolucionarios los franceses!

Los argentinos, en cambio, esos sí que son canela revolucionaria. Según ha cableado mi amigo Fuente, el Comité Republicano de Buenos Aires acordó por unanimidad invitar a los diputados Lerroux, Blasco Ibáñez. Álvarez, Pi Arsuaga y Menéndez Pallarés a hacer un viaje de propaganda en aquellas apartadas regiones, que deben de estar muy dejadas de la mano de Dios. Se les pagarán los gastos de ida y vuelta (en primera, advierte Fuente), la fonda, el tabaco y no sé sí también las dormidas, y se girarán fondos por telégrafo. Parece que están conformes en ir todos los diputados, excepto Blasco Ibáñez.

El acreditado tenor de la futura República sixtina ha contestado en telegrama, que pagará el Comité Republicano de Buenos Aires:

-No iré, señores, si no me le dais por cable, que pagaréis vosotros un bombo a mi novela La Catedral...