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ArribaAbajoEl Pulpo americano

Si la prensa, en general, no fuera lo que han descrito Paul Brulat y Laurent Tailhade, los yanquis no sabrían donde meterse; atropelladores, usurpadores, mercaderes a lo Cécil, Rhodes, verdugos crueles, pérfidos, felones, curdas espantosos, corrompidos y corruptores: de todo tienen mucho, según la Prensa de estos días, los señores yanquis.

Creo que la Prensa tiene razón esta vez. No se conducirían peor que se conducen los yanquis, si se hubiesen propuesto hacer buenos los más ominosos Gobiernos coloniales. A mi juicio, tal conducta responde a un plan gubernamental como otro cualquiera. Muerto el indígena, se acabó la rabia. El mejor procedimiento para gobernar un pueblo, es suprimirlo. Los yanquis tiran a suprimir los antiguos colonos de España.

Los portorriqueños, como más débiles, son los más castigados. Ningún vecino de Puerto Rico puede salir a la calle sin exponerse a volver con un chichón a casa, porque nunca deja de tropezarse con un yanqui que lo boxea sin motivo.

Cuando España ejercía dominio en la pequeña Antilla. la pequeña Antilla atravesaba constantemente «la crisis monetaria.» Desde que la República de la Unión manda en la pequeña Antilla, la pequeña Antilla atraviesa constantemente la crisis de la bofetada. Los hombres salen de paseo, por precaución, con botiquín de árnica. Las niñas no pueden salir. Los inspectores de la Policía americana se dedican a violar niñas de cinco años. Parece que Mac-Kinley está muy satisfecho de esa anexión por el eje. Ha tomado en serio su parecido físico con Napoleón; y no pudiendo ejercer de Napoleón en Europa, ejerce de Napoleón en Puerto-Rico.

Naturalmente, los portorriqueños están algo molestos por las bofetadas americanas; y para demostrar su descontento, sacan a los balcones de sus casas las banderitas españolas que escondieron cuando los yanquis asomaron por la boca del Morro. Los pobres portorriqueños han venido a comprender que son más españoles que Pelayo, cuando han dejado de serlo... Algunos yanquis compasivos les consuelan, diciéndoles:

«No se exasperen ustedes. Realmente, el trato que se les da deja bastante que desear. Pero eso es al principio...»

Suponiendo que queden portorriqueños para contarlo, porque se vayan jasiendo, sabe Dios lo que les aguarda al final de la anexión.

¿Qué dirán a esto ciertos portorriqueñetes que, después de dárselas de más españoles que Pelayo, de consumar toda clase de bajezas, para conseguir destinos, diputaciones, etc., de España, tuvieron la poca vergüenza de declararse, a renglón seguido, más yanquis que Mac-Kinley, para obtener empleos y representaciones de los americanos?... ¿Tuve o no tuve razón para hacer contra la intervención yanqui la guerra que le hice en La Campaña, el Heraldo de Madrid y otros periódicos?

¿Y qué dirán ciertos cubanitos que me atacaron por dicha campaña?

¡Ah! Es muy fácil pensar y sentir sobre hechos consumados. Lo arduo es pensar y sentir sobre lo que no son hechos cumplidos y tener el valor de decirlo contra la opinión general. Yo tengo la satisfacción -dolorosa, pero satisfacción al fin- de haber dicho a España todo cuanto le iba a ocurrir con motivo del conflicto cubano, como también tengo la dolorosa satisfacción de haber dicho a los cubanos y portorriqueños todo cuanto les iba a ocurrir con motivo de la intervención americana. Por estas y otras cosas estoy de non -y a mucha honra...

¡Vengadores los yanquis! ¡Buenos vengadores os dé Dios! Si España no tuviera por toda escuadra el Pelele, que echa sentidos discursos, en vez de obuses, por sus baterías; si España tuviera Iowas y Oregones podría ahora permitirse el lujo de intervenir en la contienda yanqui-colonial con el pretexto de que lo hacía en nombre de la Humanidad...

Pero, volviendo a lo práctico, ¿qué tienen que hacer los portorriqueños para conjurar la crisis de la bofetada?

Yo aconsejé a mi familia que se trasladase a los Esta dos Unidos. Escribí a mis hermanas:

«Puesto que vuestros hijos tienen que residir en Puerto Rico, es menester ayanquizarlos o animalizarlos. Llevadlos a Nueva York.»

Ya están allí, aprendiendo a boxear y cocear, para anexionarse por completo a la madre patria putativa.

No hay otro camino. La República de la Unión, que representa más que ninguna otra la bancarrota republicana del siglo XIX, es un grandísimo pulpo, cuyas antenas, semejantes a tenazas, hicieron presa en Cuba, o Rico y Filipinas. Como el pulpo, la gran República baja arteramente la cabeza al atacar, y para matarla, hay que cortársela de un solo golpe.

Me explico el sobresalto que acusan ciertos cablegramas que periódicamente vienen de Nueva York. Los indígenas no han pensado todavía que su mejor arma es el terror... Pero a la vuelta de Nueva York ya hay quien piensa por ellos...




ArribaAbajoLa Danza Macabra

No nos referirnos a la que tituló así el maestro Saint-Saens, sino a la danza de nuestros gobiernos en Europa. Un día por lo de Montjuich, otro día por lo de la Mano Negra, hoy por lo de Alcalá del Valle, hemos danzado, danzamos y danzaremos en Europa, formando pareja con el turco, o nos hacen lanzar, como peonzas, un día Rochefort y Drumont, otro día Jaurés, hoy Clemenceau; y se les dice a nuestros Gobiernos que son lo último de Europa civilizada, que se nos debe echar de la civilización, que nuestro Gobiernos, como ha dicho Clemenceau, nos han convertido en el Ilota borracho, en montón de idiotas inconscientes, ebrios de sangre; y ya no se titulan Cosas de España los artículos referentes a nuestros asuntos, sino Cosas de España romana: y no sólo en Europa se nos fustiga aceradamente, sino también en América, en la latina inclusive, en Buenos Aires, en la Habana, en Caracas, en todas partes, y cualquier día vendrá un artículo de Constantinopla llamándonos, como nos llama l'Aurore,» salvajes e inquisidores.»

¡La danza, la danza macabra!... ¡Danzamos!... ¡Danzamos!... ¡Y estamos tan tranquilos y vivimos tan a gusto, danzando como descosidos, entre gritos indignados y risas sarcásticas de Europa espectadora!... Por toda reforma hacemos bellos discursos, tenemos hermoso lenguaje, y nos diputamos grandes hombres -¡oh, ese Maura, artistón1 ¡oh, ese Moret, grandilírico! ¡oh, ese Romero, barbián de Persia!... -¡oh, ese Romanones, ilustrado cojo!... eccétera eccétera- grandes hombres en nuestro rinconcito, viéndonos en él muy graves, reposados y omnipotentes, sin notar que aquende el Bidasoa danzamos, danzamos como títeres funambulescos, jaleándonos musicalmente las tibias de nuestros torturados y asesinados -¡olé, olé los inquisidores! ¡olé, olé los salvajes!... y refrescándonos con champagne escanciado en el fondo de un cráneo.

No vemos nada. Ciegos, de puro embrutecidos, ni siquiera vemos pasar, amenazadora, al través del salón de baile, la vengadora sombra de Anguílula...




ArribaAbajoMauradas

En una crónica que Kasabal dedicó al baile de caridad que hubo recientemente en el teatro Real de Madrid, he visto una señora con peinado alto, y sobre éste, como poniendo un huevo, una gallina.

Cabeza caprichosa, se lee por bajo del grabado.

Si que lo es; y si la mayoría de las madrileñas adoptan esas gallinas en el moño, van a faltar en el país aunque muchas son las que aguantan al señor Maura.

El cual, con una gallina sobre el sombrero de teja, sería un símbolo muy expresivo.

En efecto: como en París no estamos acostumbrados a que los presidentes de los consejos de ministros echen bravatas de petit craneur, la interviú del señor Maura con el Petit Parisien nos ha dejado bizcos.

El señor Maura, en resumen, se cisca en la Prensa, en las Cámaras, en los republicanos, en los anticlericales, en Valencia, en la opinión pública, en toda España casi.

El hombre está haciendo de Cánovas. Pero este difunto -que no descanse en paz- tenía el prestigio, entre otros, de su pasado político, en el cual podía apoyarse para echar jipíos de dictador, y también tenía más tacto para hablar al extranjero.

Cánovas no hubiera dicho al Petit Parisien que ya es hora de que los católicos salgan de su pasividad en Valencia, defendiendo a tiros el arzobispado de Nozaleda. Un hombre de Estado, un jefe de Gobierno, no debe incitar a la guerra civil, máxime si ésta puede revestir carácter religioso.

El señor Maura, que quiere ser enérgico, cree que la energía consiste en dar testarazos al banco azul y testuces a la opinión pública.

A los republicanos les ha convertido en ventosedades. Véase, ni no:

«Je n'ai pas peur des républicains: ils font du bruit, ils ont l'apparence d'être un parti dangereux. Mais au fond, il n'y a rien la-dessous: c'est du vent, pas autre chose. Les républicains ne bougeront pas.»

Así, pues, los republicanos no le intimidan, porque, a juicio del señor Maura, hacen ruido... pero en el fondo son vientos... Aviados quedan los señores republicanos. ¡Cualquiera los huele!

Pero, aun dando por bueno cuanto perora ese artistón de camama, ¿cree el señor Maura que todo el campo es orégano? Me parece a mí que este «hombre enérgico», como se llama él a si mismo (álabate, pollo, que el mejor día te guisan), no cuenta con la huéspeda...

Don Antonio, el otro, el difunto, quería imitar a Bismarck. Este don Antonio se contenta con imitar a Combes. Quiere ser un Combes al revés. Pero Combes, que tiene verdadero carácter, no es un charlatán de feria. El seño Maura no podrá llegar a ser todo un Combes. Se contentará con la mitad del apellido, y será, a lo sumo, un Com.

En medio de todo, y a pesar de todo, el señor Maura, en la citada interviú, deja asomar la oreja del miedo.

El señor Maura piensa en que puede morir. Morir habemus. ¡Lo único que le faltaba a España es que el señor Maura no muriese nunca!

Y al pensar en morir, el señor Maura advierte que tendrán que enterrarlo. No, que le habíamos de guardar en lata, como la que encontró el señor conde de San Luis...

No se apure el señor Maura. No sólo no creo que está en peligro inminente de muerte, sino que resulta, a mi juicio, demasiado vivo... En medio de una sociedad que, de puro podrida, se está cayendo a pedazos, y en la que solamente resuena la vieja herrumbre de la tradición, con siniestro ruido de cuentas de rosarios y de argollas de torturados, el señor Maura ha distraído la atención de las oposiciones que tenían muy serios asuntos, como el de Alcalá del Valle, en que ocuparse, -dándoles a roer el roñoso hueso de Nozaleda-, y ha desencadenado una guerra intestina de las oposiciones entre sí.

Todas las cuales desenvainan los aceros, tienen espeluznantes duelos, y luego, satisfecho el honor individual, se precipitan las unas en brazos de las otras.

Y entretanto, la casa sin barrer...




ArribaAbajoLa cota y la puñalada

He oído decir al ordenanza de este periódico que el señor Maura recibió una puñalada cerca del sitio donde otros tienen el corazón, y que le salvó del golpe una cota de malla que llevaba puesta cuando fue a Barcelona a alardear de bravo y provocador.

Si el puñal iba dirigido a tal sitio, y si el señor Maura tuviera corazón, el corazón, saliéndose por la boca, le hubiera dicho:

-El que a hierro mata, a hierro muere.

Y por las moribundas pupilas del señor Maura hubiera pasado la visión de Jumilla, de Infiesto, de Salamanca, de Alcalá del Valle: ¡sangre, sangre, mucha sangre inocente, que clama venganza!...

¿Qué ocurrió después del ridículo atentado? El Rebelde lo expresa gráficamente en estas líneas de Navarro:

«La prensa imparcial, la republicana, la radical, la enemiga acérrima de Maura, la que señaló la víctima y excitó la opinión pública contra el presidente, trocando sus graznidos de alcahueta cobarde en gemidos de servil plañidera, protesta del atentado, se arrastra servilmente a los pies del poderoso, anatematiza al autor del acto individual, se empeña en buscar las ramificaciones del complot, y proclama la necesidad de proceder a la exterminación de la secta anarquista, como bestia feroz de la que es indispensable librar a la humanidad.

El servilismo y la cobardía más asquerosa llevada a su último término por las plumas mercenarias de los vividores del periodismo, movidas por el miedo que producen los actos de valentía de los hombres viriles, en los hombres incapaces de realizarlos.

Maura sano, Maura provocativo, paseando orgulloso y mirándoles con desprecio, provoca sus inútiles amenazas y sus odios inofensivos; Maura herido levemente, con esperanza de curar pronto y de volver a empuñar el látigo del poder, excita su fibra sentimental en nombre de una caballerosidad que en estos casos se parece mucho al temor.

Ni una voz valiente entre tantos que lo odian, que aplauda el hecho de Artal, ni un hombre abnegado que se atreva a proclamar su conformidad con el proceder del que intentó librarle de un enemigo. Todo lo más, un Lerroux, que, contándonos que tiene pájaros y flores, entone un canto a la vida para demostrarnos que él tampoco deseaba la muerte de Maura.

Manifestaciones clericales de simpatía por el herido, gritos contra los radicales, felicitaciones a porrillo, telegramas a granel, columnas y más columnas diariamente en los periódicos, una inmensa balumba por todas partes capaz de aturdir a cualquiera, detenciones y trabajos policiacos en busca de más culpables, y en medio de todo, la figura tímida del joven Miquel Artal, manando sangre de las heridas que en la cabeza le abrieron los garrotes de la policía, mucho más graves que la herida que su puñal abrió en el costado de Maura, diciendo con la mayor naturalidad:

-Fui yo solo, no ten-o cómplices, lo hice porque creí que debí hacerlo.»

Resulta, pues, que Artal ha hecho un pan como unas hostias. Debían dársele las gracias, aunque sólo fuese por haber roto con la tradición de que por vivir de préstamo, hasta asesinamos de gorra; bien que el pobrecito Artal haya demostrado una vez más que no servimos ni para dar una mala puñalada.

Dans les premiers temps de son séjour parmi les religieuses du couvent de la Divine Providence de Badalona -ha dicho La Patrie- il leur donna toutes sortes de satisfactions.

Se comprende, pues, que el hombre estuviera débil para apuñalear. Esas religiosas de la Divina Providencia son ciento y la madre y copulean más que un sable de caballería.

Por lo demás, de cuantos liberales han celebrado públicamente que Maura salvase la vida, no hay uno sólo que no sienta privadamente que no le dejasen seco... ¡Ah, esos periodistas que escriben cosas sentidas!... Je, je... Como yo los conozco, y me sé de memoria sus apartes, me los figuro redactando «la triste noticia del atentado:»

-El cobarde asesino... (¡vaya unas pelotas que gasta el gachó!)... Protestamos enérgicamente contra tan vil atentado, que pudo costarle vida (¡lástima que no sea verdad tanta belleza!) a nuestro eximio Presidente del Consejo... Con el corazón oprimido por el dolor (oye, tú, ¿convidas a café?)...

Así es que no cabe protestar solemnemente contra los que han condenado el acto de Artal, porque se expone uno a oír que le dicen:

-¡Habrá lila! ¡Pues si nosotros nos hubiéramos alegrado más que usted de que le echasen fuera el bandullo!

Todos han salido gananciosos. El ministro de la Gobernación, porque hizo una frase telefónica cuando Maura le llamó al aparato para contarle la cosa

-¡Por Dios, repítame usted eso!

El Rey, porque le dijo a Maura, según el Heraldo de Madrid:

-Esos son gajes del oficio.

(Palabras del rey Humberto cuando atentaron por primera vez a su vida).

La señora de Maura, porque la camarilla de éste la dice que su Antonio es un héroe.

Y Maura, en fin, porque, le esperan noches heroicas, y en plena primavera, ¡digo!

Buen provechito a todos, señores. Y hasta otra...




ArribaAbajoEntre amigos

Aunque el País no hubiera hecho la salvedad, que le agradezco, de que en su casa «todos me estiman muy de veras», dicho está que una discusión de este periódico con el Heraldo de París tendría que ser por todos conceptos, y por toda clase de razones y circunstancias, sumamente amistosa, de modo que no podrían caber en ella torneos de ingenio malévolo ni argucias retóricas de mala fe.

La cuestión, lector, es ésta: Heraldo de París dijo:

¿Es o no cierto que todos los jefes del republicanismo español, excepción hecha de uno sólo, recibieron dinero para facilitar el viaje de Maura a Barcelona?...

¿Es o no cierto que Maura ofreció a uno de esos jefes el manejo de un millón de pesetas para la fundación de la Casa del pueblo en Barcelona?

Y dice el País:

«Eso es un monstruoso disparate. Defender de esa calumnia a los que llama el Heraldo jefes republicanos, refiriéndose, acaso, a los diputados, pues fuera de Salmerón no hay más jefes que los individuos del Consejo federal y el señor Ezquerdo, sería ofender seriamente a los aludidos. Más que una infamia es una estupidez esa patraña.

Cierto que ha habido papanatas de la clase de tontos malvados, que es la más despreciable de la humanidad, que en vez de ahondar en el estudio de las complejas causas del recibimiento, hiperbólicamente llamado triunfal, que tuvo el rey en Barcelona, hablan de lo que está al alcance de la vanidad y de su estupidez: que se han vendido al oro de Comillas.

«Claro es que Bonafoux no sostiene, ni hace suya la especie: pero el hecho de acogerla indica que admite la posibilidad de que sea cierta. Y esto es imperdonable en un hombre discreto, nada más que discreto.»

Pero yo no soy discreto, amigo mío, sino que a veces me arrepiento de no ser todo lo indiscreto que debo. Además: usted misino declara que la indicada especie ha cundido como explicación de lo que pasó en Barcelona contra todo lo que se esperaba en Europa ¿se entera el País? en los centros revolucionarios de Europa. Barcelona estaría completamente deshonrada ante el mundo civilizado por el recibimiento hecho a Maura -no al Rey, que ni pincha ni corta-, al Maura fanático y torturador, si Artal no hubiese lavado un tanto la deshonra con sangre del provocador representante de todas las reacciones.

Vea el País lo que dice el Diluvio del 17 del mes corriente:

«Maura, los ministros y todos los lacayos del régimen han logrado ya que su rey regresara a Madrid después de un viaje cuya parte triunfal para nadie es un secreto cómo se ha logrado, del mismo modo como se consiguieron el apartamiento de obstáculos que, dando lugar a cualquier incidente desagradable, hubiese podido impedir que los corresponsales de la prensa extranjera telegrafiasen los éxitos. Por algo dijo Zorrilla en el Tenorio que «con dinero no hay nada que falle...» Pueden estar, pues, satisfechos los actores y autores de la excursión, ya que ella les ha salido mejor, mucho mejor de lo que jamás podían imaginar.»

El secreto, pues, lo era a voces. Yo me limité, por honor de la república futura y de los republicanos presentes, a ponerlo en letras de molde, para destapar el tapujo.

Y no se me alcanza el porqué de que el País -con quien no iba nada de lo dicho- se pique al extremo de decirme:

«¿Y sabe Bonafoux quiénes son los inventores y propagadores de ese absurdo? Pues los mismos miserables que cuando Bonafoux alababa a los ingleses en contra de los boers, elogiaba a Don Carlos y tocaba el bombo en honor de la Regente al paso de esta señora por París, contaba por los dedos (y tocándolo, por cierto, más barato que al jefe del millón) las libras esterlinas, francos y viles pesetejas, que le habían valido esos favores. ¡A esos da aire!»

Pues si los inventores y propagadores de ese absurdo son los mismos miserables que dijeron de mí tales cosas resultan unos grandísimos caballeros que no dicen más que la verdad pura.

Yo no he tomado dinero de la Regente por la sencilla razón de que esta señora no tiene costumbre. Además, es muy lista -mucho más que la mayoría de los republicanos-, y aun suponiendo que no hubiese leído el artículo que por aquel entonces publiqué en el Pueblo, de Blasco Ibáñez, para restablecer la verdad de los hechos, de sobra sabía ella que no fui yo quien le dedicó los piropos que aparecieron en mi telegrama del Heraldo de Madrid, sino que este periódico, usando de un perfecto derecho consagrado en nuestra Prensa, lo aumentó a su gusto. Yo no puedo evitar que el Heraldo de Madrid crea que debe poner «augusta señora» donde dije «doña María Cristina», ni que aumente el número de simpatías y ovaciones que París dedica a los soberanos que la visitan. El Heraldo de Madrid no es mío. El Heraldo de París sí lo es.

En lo que sí llevan razón los consabidos «miserables» es en decir que defendí a Inglaterra contra los boers porque el gobierno inglés me pagó aquella campaña, única en Madrid, y que no insulté a don Carlos de Borbón cuando conferencié con él en Venecia porque me lo pagó muy bien. Al hotel Luna me llevó el general Secanel dos sacos con veinte mil duros, cada uno, que don Carlos conservaba de los tributos que recogió en las provincias vascas; y toda Europa sabe que míster Chamberlain, a los comienzos de la guerra del Transvaal, le dijo a su secretario:

-Hay, ante todo, que contar con el «bilioso de Asnières». Mándele usted un cheque de veinte mil libras esterlinas a ver si se tranquiliza.

Con estas veinte mil libras y con los cuarenta mil duros de don Carlos me estoy dando la gran vida, y si escribo mensualmente unas cuatrocientos cuartillas para España y América, no es por necesidad, sino porque me gusta darme pisto alternando con la gente de valer en nuestra Prensa.

Hace tiempo que dije -precisamente cuando lo del vizconde de Yrueste- y ahora repito que mi teoría en punto a dinero es tomar todo el que me den, siempre que no coarte mi pensamiento ni mi pluma, por lo cual opino que don Nicolás Estévanez, felicitado por toda la prensa republicana porque renunció cuatrocientas pesetas mensuales del gobierno, hizo una primada con tal rasgo, pues, caso de no haberse comido esas pesetas, debió aplicarlas al fondo de la Revolución, o a subvencionar con ellas al Heraldo de París, para que en vez de dar leña cada 15 días, la diera cada semana, o mejor aún que a todo eso, debió dedicar las pesetas a socorrer a Artal, que bien las necesita y merece.

Quedamos, pues, en que no mintieron los que me calumniaron; pero yo soy yo, es decir, un periodista que vive en un rincón; que no es jefe de republicanos, ni va para ministro de la República, ni espera empleos ni merced de la futura República, por lo que el señor Romero Robledo no tendría derecho a preguntarme:

-Y usted, señor Bonafoux ¿de qué vive?...

Al País le ha disgustado que fuese el Heraldo de París quien dio la consabida especie a la publicidad; y dice:

«Es ya imposible la tabarra. Desde que llegó a Madrid el último número del Heraldo de París -¡dichoso numerito! no hemos cesado de recibir por correo cartas con la pregunta que nos hacen y nos repiten los amigos.

-¿Ha leído usted el periódico de Bonafoux? Esto al principio. Después, cuando vieron que no resollábamos, la pegiguera cambió de forma. -¿Por qué no contestan? ¿Por qué no protestan? ¿Es miedo a Bonafoux? ¿Es que son ustedes amigos suyos? ¡Demontre con Bonafoux! Nunca hubiéramos creído que él, tan ligero, nos resultase más pesado que el viaje consabido.»

Pues por esa misma razón, por lo de la tabarra, tuvo que hablar este periódico. Porque de varias capitales de España, y singularmente de Barcelona, se nos decía, entre otras cosas gordas, que no hemos publicado:

-¿Por qué no habla el Heraldo de París? ¿Por qué no publicó la correspondencia del libertario Martínez?... ¿Qué se ha hecho la decantada independencia del Heraldo de París?

Y ¡demontre! tuvimos que publicar la cosa. Porque cada quisque tiene sus intereses en este mundo: El País los suyos, y los suyos también el Heraldo de París.

Por lo demás, crea mi amigo el señor Catena que todo eso, a mí personalmente, me importa un comino.

Subvenciónenme mis enemigos y verán que no escribo ni a mi familia.




ArribaAbajoDos entierros

Víctima, más aún que del imperativo categórico de Maura, de la hipocresía, la cobardía y la bajeza de las clases directoras de España -cuya mayoría, después de impulsar un brazo vengador a suprimir el retoño de Cánovas, fue de rodillas a felicitarle por haber salvado la vida, bien que lamentando recónditamente que no hubiese hallado la muerte-, Artal, ya que no pudo ser conducido al garrote por haber arañado la cota de malla que protegía el corazón de cieno del malvado sacristán cuyas cuentas del rosario son las argollas de Alcalá del Valle, fue condenado al máximum de pena, a diecisiete años de prisión, por asesinato frustrado.

Ni su gran juventud -19 años-; ni las tristezas y amarguras de su vida; ni las incoherencias que brotaron de su inexperta oratoria; ni siquiera la consideración de haber dado nombre en Europa a un zascandil a quien llamaban Morra los pocos periódicos de París que le mentaban en telegramas de Madrid; de haberle ocasionado ovaciones que nunca soñó recibir, y noches heroicas en que pudiera perpetuar la raza de los Torquemadas, nada, nada, nada consiguió ablandar la berroqueña piedra del Jurado sentenciador.

Tengo a la vista los nombres de ese Jurado, uno de los cuales, Juan Guarro, simboliza toda la piara del «tribunal popular».

Tengo a la vista los grabados de la Tribuna, de Barcelona, y contemplo, atónito, esta fauna fotográfica.

De «el público en la sala», que parece otra arca de Noé, diríase que se exhala, dominando todo el «atentado contra Maura», inscrito a la cabeza del periódico, un olor a boñiga tradicional. En «el juramento de los jueces de hecho», estos jueces, calvos de puro sifilíticos, parece que están echando una ronda de aguardiente en un mostrador. Del presidente no podría jurarse que no es el sátiro perseguido en el Bois de Boulogne. El abogado defensor, mostrando un objeto artístico de Artal, semeja un saltimbanquis de la feria de Neuilly. El fiscal es indudablemente un hipopótamo escapado del Jardín de Plantas.

¡Ah, ese fiscal, digno fiscal de un tribunal inquisitorial, en el siglo XX! ¡Ese fiscal, que empieza diciendo (copio del diario monárquico, La Tribuna) «que será breve, porque no reclama más el asunto, ni lo consiente la elevada temperatura

¡Señor Fiscal del carajo! ¿Creía usted que no estaba en un tribunal, trabajando el entierro de dos hombres en vida, sino en el Congreso, durmiendo una sesión más de imbéciles, que hacen reír en Marruecos?

¿Con qué derecho se permitió usted, como fiscal, hacer preguntas como ésta, que transcribo de La Tribuna:

Mercedes Torna, a preguntas del señor Cestino, responde que tenía bien conceptuado al Artal.

El fiscal de S. M. le pregunta si el procesado había dicho que el hombre era como una col: «se la comen o se pudre y... en paz»

T. -No se lo oí decir nunca.

F. -¿Tenía ideas contrarias a la religión?

T. -Sí, señor.

¿Y qué tenía que ver la religión con las témporas, en este proceso? ¿Estaba usted allí de fiscal, en un proceso criminal, o de cura, en un confesonario, como está su amo en la Presidencia del Consejo?

Toda la tarea del fiscal en este proceso, fue preguntar por la religión de Artal.

«Adela Íñiguez -dice La Tribuna- manifiesta lo mismo que la anterior; mejor dicho, se reserva como la cocinera, pues nada sabe porque no se frecuentaba con él.

D. -¿Quería ser artista?

T. -Sí, señor; esto si que se lo he oído decir.

D. -¿Sabe si visitaba a su hermana y si quería sacarla del Asilo?

T. -No lo sé.

El fiscal le interroga sobre las últimas creencias de Artal, contestando que una vez le oyó expresarse como un ateo, pues manifestó que el hombre era como una col, a lo que objetó la testigo que había otra vida ultraterrena.

Et sic de cœteris.

El abogado defensor, señor Cretino, viendo que Artal desaparecía bajo los bonetes del «tribunal popular», pidió a los que lo componían que «no cargasen toda la culpa sobre el delincuente y que no se dejasen guiar por sus mujeres.»

¡Cuántas reirán, en alguna casa lejana, desde el fondo de sus católicas pescadillas! Consumatum est. ¡Pobre Artal! decía el pueblo, según el Diluvio.

Pobret noy, sembla mentida que fes alló! exclamaban, llorando, mujeres del puebla catalán.

Pobre Artal, no. ¡Pobre Maura! ¡Que su digna esposa encargue los lutos!... ¡Que sus hijos preparen el llanto!... ¡Que la Iglesia apreste sus rezos y sus campanas!...

Gori, gori... Tan, tan...




ArribaAbajo La Comisión pour rire

Por fin llegaron los señores comisionados por los gobiernos español y americano para firmar la paz entre la poderosa República y la desfallecida Monarquía.

De nuestros comisionados o de los comisionados del señor Sagasta, sabe París toda clase de noticias: lo que el país les paga por viajar, lo que cobran de sueldo, que el señor Montero Ríos renunció al suyo, y que todos los comisionados, singularmente el señor Montero Ríos, tienen mucho talento y grandilocuencia oratoria.

De los otros, de los comisionados americanos, París no sabe nada, como no sea la noticia de que vienen obligados a no transigir, a interrumpir bruscamente los discursos coartando así la elocuencia de nuestros ilustres oradores.

Unos y otros llegaron casi a la misma hora: los americanos, a las siete; los nuestros, a las siete y veinte, acaso por no desmentir nuestra fama de llegar con retraso. Unos y otros llegaron a la hora en que los periódicos callejeros atronaban las calles voceando la revisión del proceso Dreyfus. El señor Montero Ríos, representante del Gobierno español para firmar una paz que no tendría razón de ser si en España hubiese habido un Gobierno capaz de arrostrar la impopularidad que entrañaba la solución del conflicto cubano con arreglo a las exigencias de los tiempos, pararía meditabundo al entrar en París, viendo por el suelo, y cubierto de lodo, el nombre de Brisson, puritano en la vida pública, integérrimo en la privada, pero culpable de ir contra la santidad de la cosa juzgada, contra las influencias de los más altos poderes del Estado, y contra las pasiones de un vulgo inconsciente y malsano. Y míster Day, representante del Gobierno americano para firmar la paz de una guerra que fue hábilmente preparada por los políticos de la República, vería con gusto, al entrar en París y enterarse del acto de M. Brisson, que aún hay en Francia ciudadanos de la madera de los Franklin y Lincoln.

Entraron: los nuestros, con la gravedad triste de nuestra pobre raza, enferma de incurable melancolía, con la amarga desesperación, reflejada en el semblante de una gran familia que vino a menos y que no tiene esperanza de redención; los yanquis, coloradotes, alegres, con la alegría de una raza en lo mejor de la juventud, de una familia venturosa que tiene la seguridad del presente y una fe ciega en el porvenir...

La mayor parte de nuestros comisionados han tomado en sus habitaciones el clásico desayuno de chocolate con mojicón... Horas antes asaltaron los yanquis la terraza de su hotel; y bañados, afeitados y ligeramente vestidos de verano, se entregaron al desayuno de su tierra, un piscolabis compuesto de jamón, huevos, dulce, todo ayudado por varias tazas de té con leche.

Una blanca helada, la primera de este otoño envolvía como un sudario el escaso verano que aún verdea; y el señor Montero Ríos, se habrá sentido triste de toda tristeza, esta mañana, al ver llorosos los cristales de su balcón.

***

Describiendo una corrida de toros la Cagoule terminó su artículo de ayer con una frase, relacionada con la guerra hispano-americana, frase tan dura, sangrienta y humillante para nosotros, que no es posible recordarla sin tristeza. Y enamorada de las cuestiones españolas, la crónica de hoy se dedica a filosofar sobre la significación que entraña el almuerzo que monsieur Delcassé, ministro de Estado, dio ayer en honor de los comisionados hispano-americanos que han venido a firmar la paz.

Los platos del banquete estuvieron en relación con la índole del mismo. Hubo una salsa Rosette, un canard helado, otro helado a la rusa y una ensalada mimosa. Todo el mundo estuvo muy digno, rivalizando los comensales en el buen deseo de no nombrar la cuerda en casa del ahorcado.

Se almorzó bien. Se bebió bien. Y a los postres se fumaron buenos vegueros de Cuba que se nos han fumado los yanquis.

Cada comisionado tiene hoy una semblancilla en el «Fígaro»: Míster Day «fisonomía angulosa»; míster William P. Frye, «pequeño, flaco e imberbe»; míster George Groy, «jigante»; míster Whitelaw Reid, «inteligente»; míster John Moore, «sanguíneo»; el señor Abarzuza, «es sportsman»; el señor Garnica, «robusto»; el señor Villaurrutia, «espiritual»; el general Cerero, «con toda la barba».

¿Cuánto tiempo hace -pregunta el autor de las «Notes d'un Parisiens»- que la escuadra del almirante Cervera fue destruida en Santiago? Parece que fue ayer... Y fatalmente, inevitablemente, todo esto tenía que parar en un almuerzo. No lo censuro. Nadie hubiera podido hacer que fuese de otro modo. Son reglas, leyes internacionales. Pero puesto que más tarde o más temprano había de pararse en eso, ¿no hubiera valido más que sucediese al principio, en vez de ocurrir al fin? ¿Y los comensales que de fijo son patriotas, no hubieran almorzado de mejor gana si este almuerzo hubiera sido antes de Cavite, de Santiago y de la pérdida de tantas vidas?

El cronista del «Journal» analiza el acto con más tristeza que el cronista del «Fígaro», porque recuerda a los desgraciados que se arruinaron, a las viudas, a los huérfanos, y dice que deben declararse contentos, puesto que españoles y americanos almuerzan juntos oficialmente.

Lo peor no es eso, sino que el acto le parece «un almuerzo de funerales; los funerales de Cuba.»

Pero estos distinguidos cronistas, que gozan fama de psicólogos, no saben que nosotros, que somos los chinos de Europa, en nuestro afán de adaptarnos por completo las costumbres del Celeste Imperio hemos aceptado la de estar de fiesta y jaleo cuando tenemos un muerto en casa.

Si yo fuera comisionado para las conferencias de la paz, no perdería la ocasión de almorzar con gentes tan distinguidas como un Day, «fisonomía angulosa»; un Frye, «pequeño, flaco e imberbe», un Moore, «sanguíneo» y un Groy, «jigante». Y de almorzar, a la vera de un jigante, «canard» helado y ensalada «mimosa», que es miel sobre hojuelas.

De la panza sale la danza. Y la paz y caridad.

***

...Si el señor Montero Ríos vale tanto como dicen, hay que lamentar los malos ratos que le esperan.

Por de pronto hay incompatibilidad física entre los señores Montero Ríos y Day. Este míster, como todos los de la comisión, está echando humo. En la sesión de ayer hubo ciertos dimes y diretes porque los señores yanquis, asados por el calor, o por lo que se les antoja calor, querían trabajar en mangas de camisa (sic), mientras un empleado del Quai d'Orsay encendió una estufa para el señor Montero Ríos, que, todo constipado entró con una bufanda al cuello. Si yo no creyera que el señor Sagasta es incapaz de matar una mosca, presumiría que ha enviado al señor Montero Ríos a tomar una pulmonía en el Quai d'Orsay.

Por fortuna nuestro presidente tiene de preservativo la barba, a propósito de la que ha dicho el «Fígaro» «que el señor Montero Ríos, aunque hombre de edad, conserva toda la barba.»

Entre nosotros, conservar el pelo cuando se es viejo no deja de ser una novedad; pero el hecho de ser anciano no implica, como por lo visto implica en el Fígaro, la necesidad de perder hasta la barba. Viejos con barbas, y hasta chivos con barbas, no faltan, gracias a Dios; lo que escasea son viejos con barbas que quieran dejárselas hacer por los yanquis. Bueno sería que el señor Montero Ríos, recordando las de Fabre, pusiese en remojo las suyas propias.




ArribaAbajoFinal de Apoteosis

Doña María Cristina ha dado un augusto mentís al non bis in idem.

La segunda parte de su paseo por París resulta más florida, si cabe, que la primera. Doña María Cristina tiene excelentes amigos en París.

Pasa frecuentemente por esta ciudad el rey de Bélgica, sin llamar de ningún modo la atención pública. Han pasado el rey de Suecia y el rey de Grecia, sin que París se enterase de que habían pasado. Pasó últimamente la reina de Portugal, con sencillo suelto noticiero en la segunda plana de los periódicos. Doña María Cristina ha pasado y vuelto a pasar entre sendos artículos encomiásticos, ilustrados con retratos de su real persona; sobre rojas alfombras tendidas en la vía pública y orilladas de flores; arrullada por músicas y vítores; saludada reverentemente por el primer magistrado de la República, el cual interrumpió su reposo veraniego por rendir pleito homenaje a una reina que pasaba de incógnito, seguida por multitud de periodistas a los templos, a los conventos, a los almacenes, a Trianón, en donde la emocionó tanto el recuerdo de María Antonieta.

El paso de doña María Cristina por París así al ir a Viena como al regresar de esta ciudad, ha sido un verdadero paseo triunfal. Sólo el presidente Krüger, cuando vino simbolizando un gesto de independencia, inaudito en Europa, por la salud de un pueblo contra el enemigo común de la raza latina, sólo él obtuvo tanto entusiasmo como doña María Cristina, bien que sin recabar el honor de que M. Loubet lo visitase, ni tampoco el honor de que M. Loubet lo recibiese.

Como es fuerza que toda apoteosis tenga fin, la de doña María Cristina ha terminado por ahora, sin perjuicio de renovarse otro día, con la siguiente escena, que transcribo del Petit Journal:

«Pendant ce temps, une scène très couleur locale se déroulait. Un homme à la voix de stentor, manifestement affecté aux ovations, criait, en espagnol, à des intervalles protocolairement régles: «¡Vive la reine! ¡vive le roi! ¡vive l'infante! ¡vive la France! et ¡vive l'Espagne!» et chaque assistant répondait viva à chaque nom invoqué.»

Yo no pude presenciar estos espectáculos porque vivo muy ocupado: pero si hubiera formado parte de la cabalgata de periodistas que siguieron de cerca las idas y venidas de doña María Cristina, le habría dado el artículo que el periódico imperialista la Vossinche Zeitung dedicó recientemente a los gastos que ocasionan al pueblo alemán los frecuentes paseos de su soberano, lamentando respetuosamente, pero con dignidad de periódico decente, y con profunda adhesión a la Corona, que se despilfarre el dinero del pueblo, aunque el alemán está en plena prosperidad por todos conceptos.

... Han terminado los paseos, y con los paseos, los vítores, las flores y las luminarias. Ahora toca entrar de lleno en la horrible noche del pueblo español y oír, entre los abrojos del camino, los ayes que arranca el hambre a los que no viven de dar «vivas estentóreos, con intervalos protocolarmente arreglados».

Para andar por ese camino abrupto y triste puedo acompañarla yo, Señora, que desde mi adusto retiro la despido con un viva que me sale de muy adentro

Viva el desgraciado pueblo español!...




ArribaAbajoLoubet en el pudridero

Hace tres días, un periódico parisién que vive de embustes sensacionales, voceó un atentado contra el presidente Loubet en Madrid e involuntariamente recordé este epigrama de Crécelle:


Hélas, il pleut! de soleil, tu te bombes!
Soupire Alphonse. -Ah! fait le bon Loubet,
Mieux vaut de l'eau, m'est avis, que des bombes
Comme à París, sur nous, il en tombait!

Porque el atentado contra M. Loubet no era dinamitero, como suponía el aludido periódico, sino grosero. La bomba no estaba cargada de dinamita, sino de mala crianza, y bien puede decir M. Loubet que hay cariños que matan, recordando aquellos de que fue víctima en Madrid y que parecen urdidos por la malévola intención de los vaticanistas.

Sacar de un tren a un anciano, y por añadidura fatigadísimo por largo viaje, para meterlo en el pudridero de El Escorial, haciéndole contemplar tumbas y oír relatos fúnebres; recibirle con un repique de palmaditas en la espalda, à la mode du pays, y sin darle punto de reposo emprender con él caminatas y excursiones; recordarle, con alusiones, que Francia fue vencida el año 70, y que Francisco I, prisionero de las tropas españolas, dejó sus armas en la Armería real de Madrid; obsequiarle, contra su voluntad, con una corrida de toros; vitorearle con aullidos de gentes que comían higos y cacahuetes; zarandearle de aquí para allá, custodiado, como si fuese un reo de muerte, por imponentes fuerzas de orden público, impidiendo que se le acercase el pueblo y le echase flores; ¡qué de patanerías, expresivas de la ordinariez en que ha caído el carácter nacional!...

Leo que periodistas y fotógrafos franceses fueron víctimas de las caballerías de la guardia civil; que en recuerdo de que Barrés cantó a Toledo figuró en el menu del Ayuntamiento un «filete de cerdo a lo Maurice Barrés»; que para celebrar la llegada de Loubet había en el hotel de la infanta Eulalia un negro, vestido con calzón encarnado y chaleco azul; que monsieur Blanco Ibáñez -dice Le Gaulois-, orateur, ecrivain, homme d'action (!), une sorte de Gambetta (!¡) avant 1870, disparó un manifiesto contra Loubet; que otro literato dijo:

«España no recibe solamente como jefe de Estado a monsieur Loubet, sino también como mensajero del alma de Víctor Hugo, que viene a confundirse, en estrecho y amoroso abrazo, con el alma de Cervantes.»

Il ne faut pas en rire, ha dicho esta Prensa, mordiéndose los labios. No hay que reír, no, que da mucha pena...

¡Qué modo de perder la chabeta! Hasta Kasabal, tan mesurado al hablar de las damas de alto copete, escribió yéndosele el santo al cielo:

«En el mundo oficial hay muchas damas de primera... No estamos mal por este lado (¿por cuálo, Kasabal), y hay que esperar que nuestros ilustres huéspedes queden complacidos.»

¡Demonio! Eso es faltar a las damas de primera.

Y como si fuese poco, añadió Kasabal:

«Hagámoslo todos lo mejor que podamos.»

¡Carracoles! -como dicen que exclama la señora del Gas, o madame du Gast-. Eso es faltar al otro lado.

¡Qué diferencia entre la recepción ceremoniosa, al par que grotesca y ordinaria, de Madrid, y la recepción elegante, aunque popularísima, de Lisboa! Todas las clases y todos los partidos políticos vitoreando la República francesa, cuya Marsellesa fue cantada a coro por 1.500 niños, acompañaron paso a paso la carroza de Loubet, perdida amorosamente en la multitud. La lluvia de cieno en Madrid fue lluvia de flores en Lisboa, y como la reina Amelia está educada a la inglesa -lo cual quiere decir que es una reina bien educala y chic- dispensó a Loubet, cansado y apestado de Madrid, de hacerla inmediatamente después de haber llegado, la visita de rigor.

¡Cuántos rasgos delicados, finos, exquisitos, contrastando con cuántas latas, ordinarieces y rufianerías!...

Menos mal los personajes franceses, que saldrían consolados con las placas de Alfonso XIII y de Carlos III: pero los franceses que no son personajes, y que fueron apabullados por los cascos de la guardia civil, habrán salido haciendo fu y llevando por todo recuerdo otras placas, de las que dan, por cualquier lado, golfas de primera...




ArribaAbajoRevolucionarios gorditos

Poco tiempo hace todavía que yo iba frecuentemente a Londres con el único fin de hablar con el más avanzado e inquieto de los revolucionarios españoles, despertados allí de la negra pesadilla de Montjuich...

Fui yo quien tuvo la satisfacción de celebrar, por cima de las pretensiones del New York Herald, de París, una sensacional interviú con Malatesta a raíz de la ejecución de Humberto, la única interviú a que se ha prestado el famoso agitador después de su regreso de Páterson.

Fui yo quien subió a un piso sexto de una hedionda casa, sita en una calleja más hedionda que la casa, para describir del natural la atroz situación en que llegaron a Londres los salvados del infierno dantesco que todavía domina la ciudad más liberal de España.

Fui yo quien describió los mítins que por entonces verificábanse en Trafalgar Square, las nocturnas escenas del Club anarquista internacional, cuya puerta era un muro de contención para los periodistas del Continente, y los combates y anhelos de los revolucionarios españoles de Londres.

Fui yo, en fin, quien, con ocho días de anticipación, avisó en el Heraldo de Madrid la huelga general de Barcelona...

Armando de Cárdenas, corresponsal de El Mundo, de la Habana, en Barcelona, escribió con fecha 30 de Abril a dicho periódico:

Fue Bonafoux el primero en augurar estas malandanzas de Maura. Los favorecedores de El Mundo, quienes, sin duda, leerán con la avidez y delectación que yo leo las interesantísimas crónicas del genial e inimitable escritor, recordarán que hace ya bastante tiempo, después de zarandear de lo lindo al primer ministro de Alfonso XIII, agregaba: «Bromas aparte, yo, la verdad sea dicha, no quisiera verme en el pellejo de monsieur Morra, a quien muchos periódicos de París no dejan de mano por lo de Alcalá del Valle.»

Las predicciones de Bonafoux han empezado a cumplirse...

Se refiere Cárdenas a las predicciones, que publiqué en el Heraldo de Madrid y en El Mundo, de la Habana, sobre el atentado que tendría lugar en Barcelona contra el actual presidente del Consejo de ministros, y ahora es ocasión de desmentir a quienes dijeron que dichas predicciones mías respondían a informaciones que me remitieran de Londres.

No. Del formidable movimiento de los revolucionarios españoles asilados en Londres ya no queda más que el compás de unas meretrices parisienses que, con sus correspondientes chulos, que viven de comer pan de enaguas fabricado en hornos sifilíticos, el mes pasado las vi zarandearse al son de un piano de manubrio colocado frente a la puerta de lo que antaño fue Club anarquista internacional.

Hablando de los anarquistas españoles ha dicho El Diluvio:

«Las luchas enconadas entre los hombres que aspiran a constituir la sociedad futura, las bajas pasiones que imperan entre los elementos intelectuales del anarquismo español, constituyen una demostración palmaria de que no son ni más inteligentes ni más puros los que pretenden transformar las condiciones de nuestra existencia. Hombres al fin, con todos los defectos a los hombres inherentes, españoles aunque no quieran, y, por tanto, contagiados del virus maligno que corroe las entrañas de la sociedad española, como hombres defectuosos y como españoles apasionados tal espectáculo vienen dando, de tal monta son las acusaciones que mutuamente se dirigen y tales las resoluciones que adoptan, que realmente nos hallamos ante un caso de quiebra, de quiebra del anarquismo español

O la bancarrota del anarquismo, como dijo Clariá en un concienzudo artículo, del cual son estos párrafos:

«Es verdad que se lee mucho, que se publican buen número de folletos, que padecemos una verdadera logorrea de escritores, arrivistas que se atreven con todo; pero la acción revolucionaria, netamente anarquista, no se ve ni por asomo en los actos de los libertarios de este país de inquisidores.

«Lo de la huelga general ya pasó. No fue más que un tópico de que se sirvieron nuestros oradores para final de los discursos.

«Aquellos grupos revolucionarios en que un día se templaban los anarquistas y se encauzaban y protegían las iniciativas y los compañeros que a ellas se lanzaban, han pasado a la historia. Nadie se acuerda, ni quiere, de vivir prevenido, de solidarizarse con los que tienen afán de luchar, con los que piensan en el mañana, con los que quieren hacer factible aquella revolución social que ha quedado relegada como indispensable final de nuestras cartas particulares.»

Todo esto -y algo más- puede y debe aplicarse al anarquismo español en Londres. La raza española ha probado que en Londres es lo mismo que en todas partes. El cansancio a la larga, el primer oasis conseguido con las primeras libras esterlinas, los pujos de una vanidad tan morbosa como ridícula, que todo lo divide y prostituye, y otras cosas... otras cosas... tantas cosas más que debo callar por ahora, dieron al traste con el partido anarquista español de Londres, como están acabando con los partidos que militan en España, como acabarán con la misma España inclusive si la poesía se extingue de su corazón, lleno ya de egoísmos personales...

-Esas gentes de Londres no existen -díjome, al despedirme en la estación de Saint-Lazare, un revolucionario, descompuesto el semblante y crispados los puños.

Se equivoca. Sí existen esas gentes. Sólo que están gordas. ¡Ah, sí, están gorditas!... Y un gordo no puede ser revolucionario.

Se les han juntado las mantecas porque comen carnero inglés con judías blancas, y el carnero inglés es un comestible antirrevolucionario.

Se les han juntado las mantecas porque duermen como lirones, y el sueño embota los impulsos revolucionarios.

Y ya no ejercen de tales revolucionarios porque les ha crecido la tripa, y un panzudo tiene la barriga llena de miedo. No fue Wellington quien venció a Napoleón, que lo venció la tripa que había echado.

Con algunas excepciones, que por sí solas no pueden nada, los anarquistas españoles refugiados en Londres constituyen hoy una ristra de barrigas repletas de carnero inglés con judías blancas, cuyas detonaciones nunca fueron de dinamita.

La labor revolucionaria allí se reduce, pues, a discursear hueramente, cuando no asnalmente, entre eructo y eructo burgués y entre otras flatulencias de mayor calibre explosivo.


La dinamite?
Oui... C'est de la cacade!...




ArribaAbajoLa sombra de un Rey

Ce que nous voulons c'est vivre...


HEGOT.                


Víctor Manuel -que personalmente es un macaco con un plumero- se fue. Ya era hora.

Los republicanos, que de una sola sentada engulleron:

  • 4.000 bizcochos,
  • 6.000 sandwiches,
  • 1.800 panes de foie gras,
  • 5.000 helados,

rociado todo por el champagne de 1.200 botellas, estaban muy amenazados de reventar, lo cual no hubiera sido desgracia para nadie.

Y los proletarios -que por el hecho de serlo resultan sospechosos- estaban en la cárcel.

De la estación de Lyón, en París, a la estación Saint-Lazare, en París, media un mundo: más de una hora en ómnibus. Esa distancia la franquean a pie todos los viernes centenares de italianos que, no encontrando pan en la monarquía de Víctor Manuel, van a buscarlo en New York, haciendo el viaje en la pesebrera de un transatlántico. Transidos y hediondos inspiran piedad y dan aseo al público burgués...

Ellos, los hombres, con cara de rencor contra los fatalismos de la suerte ciega. Ellas, las mujeres, con ampulosas faldas que despiden olores a flatulencias recónditas, a procreación malsana, a sangre coagulada entre muslos anémicos, a basura de desheredado... Los niños son mapas de mocos y babas. Todo ese mundo tiene impulsiones de odio; y de ese estercolero en supuración ha surgido -¡buen abono!- la gran República de América...

El viernes último casi todas esas gentes, hombres, mujeres y niños, fueron a la cárcel. ¿Por qué? ¡Porque el macaco con su plumero pasó por París!...

Se les detuvo el viaje, se les irrogó perjuicios infames, se inspiró miedo a mujeres preñadas que, por poco derecho que tengan, tienen tanto derecho como una vaca a parir en paz.

Entretanto, un republicano, M. de Selves, perorando en el Ayuntamiento, comparó a la reina Elena «con una diosa en la que se respira el poético perfume del Oriente eslavo», y Víctor Manuel, que en punto a los perfumes orientales de Elena a la hora de la verdad, tiene que saber mucho más que M. de Selves, sonrió...

Y es muy sensible que esa reina que ha parido y volverá a parir por donde paren todas las mujeres, no recordase en aquel instante las cochambrosas faldas de las italianas parturientas y detenidas arbitrariamente, alguna de las cuales puede expeler, como una bomba, un regicida en la levantisca América...




ArribaAbajoTrasero sagrado

Dígase lo que se quiera, la historia de España en los últimos veinticinco años ha sido representada en Europa por el trasero de la Otero. La historia de su nalgatorio, zarandeándose en molinete por toda Europa, es la historia de la actualidad española. El europeo recuerda que todavía existe España cuando sigue con la vista el nalgatorio de la Otero, aprisionado en gasas que reflejan los colores de nuestra bandera, y al aplaudir el nalgatorio, aplaude el símbolo de lo único hermoso que da el país. Todavía tenemos nalgas alegres, flexibles y ondulantes... ¡Todavía hay Patria!

Esa bailarina puede decir que se ha pasado por entre las piernas toda nuestra historia contemporánea. Ella es la única personalidad que ha arrancado espontáneos y sinceros vivas a España en el extranjero.

El pueblo francés no conoce nuestros políticos ni nuestros literatos; pero conoce a la Otero. No hay un solo periódico francés que escriba a derechas los apellidos de nuestros grandes hombres; pero todos los periódicos franceses saben escribir Otero. Y la Otero, aunque tirada por los suelos, resulta ser la más alta personalidad española en Europa.

Pienso en ello recordando la anunciada boda de nuestra ilustre compatriota, porque ella merece, mucho más que los Cánovas, una estatua, y yo, que no apruebo la proyectada conmemoración de la guerra de la Independencia -cuyas batallas no fueron ganadas por nosotros, sino por los ingleses-, aprobaría que se dignificase la boda de la Otero con una procesión cívica en Madrid, figurando en ella lo más granado de la villa y corte.

-Soy franca como buena española -ha dicho altivamente la Otero- y, encarnando el carácter nacional, ha estado admirable en sus primeras entrevistas con el novio.

Al señor René Wepp le dijo cuando fue a pedirle la suave mano:

-Puesto que usted, según dice, hace cuatro años que me ama por mi retrato, yo le aconsejaría que continuase amándome en fotografía. Cásese usted con mi retrato; de ese modo no tendrá usted historias ni arrepentimientos, mientras que casándose conmigo yo no garantizo nada, nada...

Y el señor Wepp -que no es un cabrito con toda la barba, sino un inglés reflexivo-, quedó encantado de tan hidalgo lenguaje.

La Otero es, por otra parte, la única personalidad española que ha practicado el anticlericalismo en el extranjero.

En una soirée que dio en Jueves Santo, alguien le dijo:

-Yo la suponía a usted católica a macha martillo. ¡Como envía usted tantos trajes a la Virgen del pueblo!...

Y la Otero, riendo:

-Hombre, tiene la mar de gracia. ¿Qué quiere usted que les haga yo a aquellos brutos, entre los cuales, al fin y al cabo, he de vivir? Después de todo, a mí me dan mucha lástima cuando pienso que me llenan de bendiciones porque les mando trapos de desechos de mis Juergas para vestir a la Virgen.

La Otero es un carácter, y como lo más visible del carácter de ella es su trasero de bailarina, debemos honrarlo en esta ocasión, honrando las glorias patrias...

Es un trasero sagrado, aunque ha escurrido la lujuria de todo el mundo en sábanas de encajes. Él inspira lo mismo que inspiraron los pies de Santa Teresa, «resplandecientes como nácar y olorosos a azamboas», cuando los devotos de la santa invitaban al público diciéndole:

-Lleguen, lleguen y huelan...




ArribaAbajoTodos Jesuitas

De la actual situación de España, el clero tiene toda la culpa; el clero católico, que capa pueblos como quien capa cerdos, para poderlos tratar impunemente a puntapiés. Ellos, los curas y acólitos de curas, que hicieron voto de castidad, no se capan, por supuesto. Allá en Rennes se paseaba en olor de santidad, que es uno de los más fétidos olores que conozco, un tal Louis Pellé, sacristán de la iglesia parroquial de Saint-Germain. A este varón, santo varón, según rezaban las gentes de aquel piojoso país de católicos fanáticos, le prendió la policía por ultrajes a la moral y atentados al pudor. «Los actos que se le imputan, advirtió el Journal, venía cometiéndolos de muchos años a esta parte, de modo constante, contra chicos aprendices.» Abrid las páginas de Guinaudeau y abriréis de par en par la Sodoma de los curas franceses y las sucias alcobas de las monjas francesas. El clero francés, como el clero español, puede impunemente hacer toda clase de infamias. Los Flaminios son irresponsables, y la autoridad, cada vez más avasalladora, del clero francés, se extiende a todos los reinos de la Naturaleza. No satisfecho con imponer la obligación de oír misa a los hombres y las mujeres, se la ha impuesto a los perros y las perras de los cazadores. La raza canina debe oír misa el día de Saint-Hubert; ¡y ay del cazador que no lleva el galgo a presenciar el santo sacrificio!...

Pero en Francia todavía se lucha; en Francia hay todavía gobiernos que se atreven a preparar proyectos contra el peligro del clericalismo. En España ya no hay más que gobiernos dedicados a preparar la mortaja del pobre pueblo.

Un amigo mío, después de haber residido largo tiempo en Brighton, quiso volver a ver la patria, el terruño, Burgos, y vino horrorizado.

-Como si fueran pocos los frailes que había en España, me dijo, ha llegado un refuerzo de quince mil, una remesa de Cuba y Filipinas -¡qué descansada habrá quedado Filipinas!- todo el detritus clerical que teníamos allí para colonizar... Y se tropieza usted con frailes en las calles, en los paseos, en todas partes; pegados como lapas a las rocas que rodean villas y pueblos, zumbando cual abejorros a las puertas de las iglesias, cantando el gori gori al difunto pueblo que perdió por ellos el imperio colonial y la dignidad y la vergüenza... Frailes descalzos, frailes con rosarios tamaños como cadenas de anclas, frailes con capuchones, frailes con sayales del mismo color que la panza de un burro, frailes sucios, andrajosos y piojosos, una peste bubónica de frailes; y bajo el cielo azul y el sol dorado, en el país de los azahares y limoneros, le echa a usted atrás un horrible vaho, un nauseabundo olor entremezclado de emanaciones de rapé, surgido de narices puercas de regüeldos de sopa boba, de pies inmundos, de toda la legendaria basura de nuestro imperio colonial. Me vuelvo a Inglaterra, al país donde no hay soldados, al país que, como ha dicho Lepelletier censurándolo, «desprecia al militarismo, odia al militarismo tanto como al papismo, y es la nación anticlerical por excelencia».

Las instituciones recomiendan, como panacea de todos los males, rezar el rosario; los gobiernos, que ni en sus madres creen, oyen diariamente misa; si vamos a la guerra, la prensa la recomienda al Papa; si deseamos celebrar un armisticio, la prensa lo recomienda al Papa; si el Monserrat arribó a puerto de salvación, no fue hazaña del capitán, sino de la Virgen de Monserrat, de Madrid, a la que se pidió el milagro; rezamos por que nos dejen pegar; rezamos porque nos pegaron; nos fiamos de la Virgen, y a lo mejor tenemos que correr; nos entusiasmamos con generales y marinos que oyen misa y rezan el rosario, para «resultar» despampanados en el mar y rindiendo sin combate inaccesibles fortalezas como Santiago de Cuba; los escritores como Blasco (el otro), se sirven de la Virgen como de Celestina, para colocar crónicas; los empresarios de teatros, como Ortega, se sujetan al Index de un obispo; los tenores, como Biel, se cuelgan escapularios para andar por la escena del mundo; los poetas, como Grilo, comen la sopa boba de los conventos; los toreros brindan los estoques a la iglesia; los republicanos más exaltados, ha dicho La Época, se acercan a la mesa eucarística; la prensa republicana publica el santo del día, el año cristiano y dónde se reza el rosario; y hasta las meretrices no se remangan las faldas sin hacer acto de contrición. Andamos día y noche a cuestas con el Santísimo, con la Virgen, con el Niño, con todos los santos de la corte celestial; salimos en procesión llevando en las cabezas capuchones como los que gastan los serenos cuando llueve, y en las manos cirios monumentales cuya derretida cera va chirriando «¡que mancho!... y cuando las autoridades nos recomendaron «rezar el rosario para salvar a la patria de las vicisitudes que atravesaba», pasamos los días repasando las cuentas del rosario.


Al extranjero me voy;
mucho llevo que cantar,
y al pecho el escapulario
de mi virgen del Pilar.

Y con esta mala copla el tenor Biel se despidió del público madrileño. Si trae al extranjero buena voz, es seguro que triunfará el tenor Biel. Pero si viene fiado en la virgen del Pilar, como cante mal, va a tener que correr.

Para cantar óperas se necesita llevar al pecho el escapulario de una virgen de mampostería, únicas que va dejando el clero. Para ser poeta se necesita versar en una Comunidad, aunque sea la de Belén. De Grilo, por ejemplo, dice la prensa de Madrid:

«Enterada la benemérita del puesto de Las Ermitas de la visita del eximio vate, salió a su encuentro y acompañó el carruaje que conducía a los expedicionarios hasta las puertas del hermoso desierto de Belén.

«Toda la Comunidad salió a recibir a Grilo, que desde hacía años no visitaba dichos lugares, y allí donde la Naturaleza ha atesorado sus mejores dones, en aquel verdadero templo de la poesía cristiana, donde se comprende y se admira en toda su esplendidez la grandeza de Dios, donde todo nos habla de Él y hasta los cipreses rígidos simulan dedos de una mano colosal que nos señalan el cielo, el narrador de nuestras verbenas, rompiendo el silencio profundo que imperaba en su alrededor, dijo, más bien cantó, sus estrofas inspiradísimas a Las Ermitas.

«En el refectorio fue servido el almuerzo a los visitantes, y por la tarde la Comunidad rezó preces extraordinarias por el poeta, celebrando su visita con alegres repiques de campanas.»

Para ejercer de periodista hay que ponerse bien con el clero. Del señor Álvarez, por ejemplo, dice un telegrama de Oviedo:

«Ha sido encarcelado el redactor de El Combate, señor Álvarez, causando esto gran extrañeza en la opinión por no haberse hecho público el motivo del arresto.

«Se dice que obedece a instigaciones del obispo, al cual se le llama defraudador en un artículo titulado «Reacción y revolución».

«Extraoficialmente se sabe que otra de las causas de la prisión es una gacetilla en que se llama a Polavieja asesino de Rizal.

«Parece ser que se trata de perseguir a ese periódico hasta obligarle a suspender la publicación.»

Ni siquiera dormir se puede en España, porque le despierta a usted el rosario de la Aurora.

«Olvidaba decir a usted -cuenta Sánchez Pérez- que a eso de las cuatro de la madrugada me despertó el vocerío de hombrones y mujeres que iban por la calle entonando con mucha seriedad el rosario de la Aurora.

«El espectáculo era nuevo para mí; había oído hablar de ello, pero no lo había visto nunca.

«Ha sido necesario que venga a un Sitio Real para conocerlo.

«Un vecino, a quien pregunté sobre este punto, me dijo:

-«Mire usted, señorito: aquí no se rezaba antes ese rosario; pero desde que estuvo aquí (hace pocas semanas) un padre misionero, lo dejó mandado. Por eso lo rezan. Por ahora solamente es los domingos; pero si quiere, ya lo rezaremos todos los días como es debido.»

De modo que si un padre misionero deja mandado que el vecindario se desayune con caca, el vecindario dejará limpias como patenas las alcantarillas del pueblo. ¡Y luego se extrañarán en Madrid de que una horda de salvajes, excitados por un cura, quisiera merendarse a Blasco Ibáñez a los gritos de viva el Corazón de Jesús! A buen seguro que pase lo mismo al otro Blasco, porque anda de romería con la virgen del Pilar.

Somos un compuesto de curas con manteo y curas d chaqueta, de monjas con hábitos y monjas con las faldas arremangadas, de generales de jesuitas y jesuitas de ejército, y de periodistas clericales. La raza es de jesuitas de nacimiento, hechos con pus de fraile en monjiles ovarios y a la sombra de las sacristías.

El mapa de España es un manteo bajo el que bullen en descomposición toda clase de microbios. Por algo dije en El País, augurando la catástrofe de nuestro imperio colonial, que España se entregaría al cura, por la misma razón psicológica que tiene una buena moza que hizo su tiempo y su camino, para meterse a gazmoña.

***

... Refiere Scholl que Brummell, caído en desgracia después de haber figurado en el mejor mundo de Londres, se obstinaba en creer, por una alucinación, que seguía siendo lo que había sido. Con la imaginación daba fiestas suntuosísimas... a las que asistía él solo; y al fulgor ficticio de las luminarias eléctricas y entre los rumorosos acordes de una música ilusoria, iba anunciando a los invitados... que no habían salido de sus casas, llegando en la obsesión al punto de dar el brazo a elegantes damas que no existían. Después, vuelto en sí, viendo de cerca el miserable estado en que se hallaba, caía en el raído sillón de su cuarto, rezando y sollozando...

¡Así nosotros!... Extinguidas ya las luminarias y las músicas de las soñadas victorias con que nos lisonjearon uno y otro día los que engordan voceándolas, y viendo de cerca el verdadero estado a que han reducido al pueblo español los judas y fariseos de la política, hemos oído ¡ay! de nuestra ficticia cumbre al abismo de nuestro real aniquilamiento, y no tenemos más desahogo que sollozar y ¡rezar!...




ArribaAbajoLadrones legales e ilegales

Un ladrón cayó en el garlito. Falto de recursos para comer bien, como comen los ladrones, y no pudiendo tragar el rancho de la cárcel, pidió auxilio a los compañeros de su partida. Se hizo una suscripción.

Se reunió una cantidad de dinero Para aliviar las necesidades del cautivo. Se dio a uno de los compañeros el encargo de entregar la suma la suma recaudada. Y el encargado, que adoraba una mujer, la cual era su vicio, dispuso de los francos para divertirse locamente con ella...

Los demás compañeros se reunieron en audiencia. El Presidente, un tal Rouget, consumado ladrón, interrogó al reo. El Fiscal, también ladrón, pidió la pena de muerte. El Jurado, todo de ladrones, le condenó. Otro ladrón, llamado Cocó, fue designado por la suerte para ejecutar la sentencia. Y el reo fue hallado en el camino de Passy, boca abajo, con la espalda atravesada por la hoja de un puñal.

La justicia, legalmente constituida, intervino en el asunto, y Rouget fue preso...

En esa vista a puerta cerrada del proceso de un ladrón juzgado por ladrones, el ceremonial y los elementos constitutivos del fallo son absolutamente iguales a los procesos en la sociedad legal. Hay un delincuente, un magistrado que acusa, otro magistrado que falla y un instrumento de la ley que ejecuta. La sentencia se inspiró en el instinto de conservación social y en el más alto espíritu de justicia. El robo verificado en detrimento de un compañero cautivo y menesteroso, cuya vida peligraba, fue estimado como asesinato a traición y a mansalva. El reo mereció morir. Murió...

-Pero... ¿quién dio a esos señores ladrones el derecho de constituirse en jueces de un semejante suyo?...

-Y a nosotros, los que no hemos robado todavía, ¿quién nos dio el derecho de legislar, acusar, fallar y ejecutar?

¡Pero nosotros estamos constituidos en sociedad!

¡Pero ellos también lo están!

-Pero nuestra sociedad no se ha constituido para robar.

-Pero con el robo pasa lo mismo que con la poligamia. El hombre civilizado no es legalmente polígamo. -Porque no le dejan: pero lo es de hecho. Cada familia es un serrallo de hipocresías. Nuestra sociedad no tiene por fin el robo, pero lo tiene como medio de existencia. Toda transacción es un robo. Una de las partes resulta siempre perjudicada; luego robada. Se roba hasta sin querer, sin darse cuenta, porque el dolo está en la naturaleza de todas las cosas...

-Pero los jueces del reo de Passy eran ladrones con arreglo al derecho escrito.

-Pero nosotros también somos ladrones con arreglo al derecho no escrito. La diferencia es ésta: ladrones ruidosos, van a la cárcel; ladrones silenciosos, andan sueltos.

-Es usted, señor Bonafoux, un anarquista.

-Y usted, señor mío, es un animal.




ArribaAbajoExplosión de un traductor

No voy a «profanar», como vulgarmente se dice, un cadáver; entre otras razones, porque el de Clarín no debe oler a azamboas, como el de Santa Teresa... No voy, pues, a juzgar ahora a Clarín. ¡Que le juzgue, de muerto, su Dios! ¡De vivo le juzgué, hace muchos años, en el folleto Yo y el plagiario Clarín, que él mismo hizo bueno. Allí están su vida, su decadencia, su postrimería. Leído a través de tanto tiempo, no resulta libelo, como se dijo cuando se publicó. Resulta profecía...

Entre sus enemigos fui el único que le atacó sin haber sido atacado poe él; y en cien artículos de la Prensa española consignado está que de todas las polémicas de Clarín, la que tuvo conmigo cuando nadie había osado atacarle, fue la más ruda y también la que más le afectó... Esperaba yo apertrechado de documentos humanos, la segunda parte de esta polémica. «No hay caso -me dijeron Blasco Ibáñez y Rodrigo Soriano, cuando pasaron por París-, Clarín no se atreve a meterse de frente con usted. Si se mete alguna vez es de costado.»

Siempre fui enemigo de Clarín, como siempre fue Clarín enemigo mío. No me remuerde la conciencia de haberle dispensado el menor elogio, aunque solía él elogiarme en privado, como lo atestiguan cartas de Martínez Ruiz. Pero es falso que yo le odiase. Es cierto, en cambio, que sus cacareadas grandezas y su insoportable pedantismo me inspiraban el más profundo desprecio.

Metido a sepulturero honorario, Eusebio Blasco, ensalzador de todo el que se muere, con la esperanza de que la crítica le perdone a él sus muchos pecados cuando le llegue el próximo turno de estirar la pata, y capaz, por los cinco duros de un artículo, de escribir su propia necrología con la noticia de que sus amigos Loubet, Eduardo VII y Nicolás II se arrancan los pelos de dolor por su fallecimiento; elogiando a Clarín porque él, Blasco, «es cristiano», ha dicho que todos los enemigos de Clarín acabaron por ser amigos de él. No sé si el cristiano Blasco escribió eso en los horrores de la digestión de alguna de las suculentas comidas que se hace servir, como cristiano y para que las pague Jesucristo, del Casino de Madrid. Sí sé que en todo hay excepciones y que Blasco hace a todo el mundo el disparatado honor de confundirlo con él...

Fui enemigo de Clarín mientras vivió. Soy enemigo de Clarín después de muerto. González Serrano, tal vez ganoso de imposibles conciliaciones, dijo, en reciente tomo de semblanzas, que yo, «a pesar de mis pasiones africanas», contribuí a un banquete que el Progreso de Alejandro Lerroux dio en honor de Clarín.

Fue una broma mía, quizá de mal género. Prueba de que fue broma a lo Karl con Quesnay de Beaurepaire, es que al día siguiente del banquete publiqué en el Progreso, entre otras cosas que no quiero recordar, porque ahora se las tacharía de crueles, que yo no había tenido inconveniente, como redactor del Progreso, en contribuir con unas pesetas al banquete, pero que seguía pensando del anfitrión lo que pensaba antes. Y Lerroux me escribió con fecha 21 de noviembre de 1897:

«Momentos antes de reunirnos anoche para ir al restaurant donde comimos con Clarín, se recibió la deliciosa Crónica de usted, que leí -como hago siempre- a los compañeros».

«El banquete resultó muy agradable por todos conceptos. Tomamos y cumplimos las indicaciones de usted, tan al pie de la letra, que a la izquierda de Alas quedó el hueco -silla, plato y copa- que a usted le correspondía».

«Tuvimos, con esto, un buen rato intrigado a Clarín, que quedó muy sorprendido cuando supo que su espíritu de usted, ya que no su periespíritu, asistía al banquete y no pareció desagradarle la cosa. Dijo que hacía mucho tiempo que él había olvidado todo agravio con usted.»

«No publiqué ayer la crónica (es decir, hoy) porque me pareció que no haría buen juego por un lado la reseña del banquete y por otro el latigazo que usted le propina a Clarín

«Se equivoca nuestro ilustrado colega el Mundo Latino al suponer que Clarín y yo nos reconciliamos literariamente en aquel acto, según dice la citada revista en el siguiente párrafo de su necrología de Clarín:

«Los que esto escribimos tuvimos el honor de sentarnos al lado del maestro en una memorable ocasión en la que la redacción de un periódico radical, El Progreso, daba un banquete en honor de Clarín.

«Bonafoux, nuestro compañero entonces como corresponsal de París, se adhirió por telégrafo, rogando que se le colocara un cubierto en la mesa y se le contaran los tres duros.

«Cuando se leyó el telegrama, Clarín se afectó, demostrando una alegría tan infantil, que sirvió él mismo la copa destinada a Bonafoux, en cuyo honor pronunció después un caluroso brindis.

«Desde aquel día quedaron reconciliados literariamente los dos temperamentos más opuestos y mordaces de la critica española.»

No, yo no me he reconciliado nunca con los enemigos. ¡Ni siquiera conmigo mismo!...

Fui enemigo de Clarín, y lo soy de su memoria, porque, como ha dicho Eusebio Blasco, «Clarín fue un tirano», y yo odio de muerte todas las tiranías, aunque no se ejerzan contra mí, como no se ejerció la de Clarín.

Cánovas en política y Clarín en literatura eran dos almas gemelas, la conjunción de dos vanidades monstruosas, dos tiranos de un mismo cuadro de la historia española contemporánea: uno en Montjuich: otro en Oviedo. Me alegré cuando mataron a Cánovas. Si Clarín no hubiera dejado mujer e hijos -por cuya familia haría yo cuanto pudiera-me alegraría en absoluto de su muerte. Y España debió alegrarse del homicidio de Cánovas y debe alegrarse del fallecimiento de Clarín, porque el dómine Cánovas en política y el dómine Clarín en literatura simbolizaban una regresión histórica.

Investigando las causas de la postración de España encontramos el olé y la guitarra de Romero, la férula de Cánovas, que fue una guitarra política, y la palmeta de Clarín, que fue una guitarra literaria. Cánovas tenía un Clarín en el cuerpo, Clarín tenía un Cánovas en el cuerpo; y ambos, con el olé y la guitarra, fueron los tristes jaleadores de la patria.

A pesar de todos sus desaciertos políticos, Cánovas, aguantado por el pueblo, que debió arrastrarle de la cola del duque de Sexto, siguió dando palos de bizco hasta que un extranjero heroico le hizo papilla los malévolos sesos. A pesar de todas sus derrotas literarias, Clarín, aguantado por la Prensa, que debió echarle a su cátedra, siguió dando palmetazos de dómine hasta que la vanidad, saliéndose de madre, se le subió a la garganta y le produjo una disnea.

Todo Cavite y todo Santiago, todos los pateados por Cánovas, todos los vencidos por los yanquis, a quienes se ha elogiado «¡porque convidaban!», echaron a vuelo los más vulgares ditirambos en honor del estadista. Y esa misma ralea de degenerados y degradados y envilecidos y cobardes, ralea de ilotas, idiotas y lacayos, pisoteada por Clarín, toca el bombo en honor del literato. Todavía les temen. Como al malvado doctor Francia después de muerto y putrefacto, nadie se atreve a enterrarles, y mentidamente les lloran, como las lloronas que aún se alquilan en algunos pueblos...

Fui yo el primero -no digo el único, porque tuve el honor de que me acompañase más tarde don Francisco Pi-, en celebrar, y en el Heraldo de Madrid, la muerte de Cánovas. Quiero ser también el primero en celebrar la muerte de Clarín.

El tiempo ha venido a probar que ninguno de los que adularon el cadáver de Cánovas creía en los ditirambos que prodigó al estadista. El tiempo vendrá a probar que ninguno de los que ahora adulan el cadáver de Clarín -acaso temiendo que todavía se levante del sepulcro a dar la lata de un Palique-, ninguno de los que exclaman con resignación de eunuco: «me pegó: soy una de sus víctimas, pero reconozco que era un genio», ninguno, absolutamente ninguno cree una sola palabra de lo que dice en honor de un escritor mediocre y egoísta, que no tenía nada de Quijote y lo tenía todo de Sancho Panza; que jamás defendió ninguna causa justa, ningún infortunio, ninguna víctima, y que ha muerto, como reaccionario y místico y monárquico «con princesa de Asturias», atacando lo único noble y generoso, porque hasta ahora es sueño, que existe: el anarquismo.

Ha muerto peor, en todos sentidos, que Cánovas, a quien se creía superior Clarín; y la prueba de que Cánovas valía inmensamente más que Clarín, que no pasó de ser en las letras la caricatura de él en política, es que Cánovas murió herido en la cabeza por el brazo vengador de un Angiolillo, y Clarín ha muerto herido en el intestino por la explosión de un tubérculo gramático «acelerado su fin, dice un telegrama del Heraldo de Madrid, por exceso de trabajo que se impuso para hacer la traducción de la obra Travail»; que de viejo, y de regreso del J'Accuse, con todos los horrores de la campaña Dreyfus, concibió y escribió Zola, después de Fécondité, sin hacer explosión por el trasero...




ArribaAbajoUna decepción más

Si algún escritor puede jactarse de haber defendido a Luna Novicio, ese soy yo. En la adversidad, en días muy aciagos para el señor Luna Novicio, cuando toda la prensa parisiense zahería al hombre y negaba al pintor, y cuando la prensa española le defendía tímidamente, yo, a pesar de lo que vinieron a decirme a mi casa de la rue Godot de Mauroy los parientes del señor Luna Novicio, a pesar de las declaraciones que me hizo al señor Regidor Jurado, a pesar de la prensa parisiense, defendí al señor Luna Novicio, no en una crónica ni en un artículo, sino en un alegato de abogado y de escritor, que publicó El Liberal y que reproduje en el libro Huellas literarias, a petición de muchos amigos míos, según los cuales, mi defensa influyó en la absolución del Jurado.

Más tarde, cuando se dijo que el señor Luna Novicio era uno de los instigadores de la rebelión filipina -no contra España, sino contra sus Gobiernos y sus frailes-; cuando nadie, absolutamente nadie le defendía en la prensa de Madrid, y cuando varios periódicos demandaban que se descolgasen sus cuadros y se le colgase a él, yo pedí permiso a mi amigo Lerroux para escribir en El País lo siguiente:

«... El pueblo español eres tú, Juan de las Batuecas, que apareces responsable de todas las atrocidades y de todos los crímenes de lesa civilización que te cuelgan en discursos que no pronunciaste y en artículos que no escribiste, como la atrocidad -digna del bajo imperio de Calígula, en que, perdido el sentido moral y convertida la patria en juguete de monstruosas pasiones, se perseguía y se condenaba el gesto-, de pedir se descuelgue del Senado un cuadro de Luna, para castigar en el pintor la rebelión del hombre.

Mañana sabría yo que Cervantes había sido ladrón, rufián Molière y asesino Shakespeare, ¿y qué? -preguntaba Richepin-. Ni la admiración ni el amor que me inspiran como artistas perderían un solo átomo.

Yo digo más: entre colgar por insurrecto a Luna, autor del Spoliarium, o colgar a un mentecato que se crea patriota, y que sea en realidad un mentecato, ¡cuelgo al patriota! Hermoso es el reino de la patria. Pero pienso con Renán que primero que el reino de la patria es el reino del deber y de la razón...»

Llovieron insultos sobre mí; y varios periódicos ¿a qué nombrarlos? me llamaron separatista y protestaron de que la prensa española publicase artículos míos.

Ni entonces ni antes conocía yo al señor Luna Novicio. Jamás se cruzó entre nosotros una sola palabra ni una sola línea. Una tarde, después de ser absuelto el señor Luna Novicio, me le enseñó alguien en el bulevar de los Italianos. Parecía muy triste, todo de luto vestido, con un niño de la mano. Me quité el sombrero y seguí en silencio mi camino.

No volví a ver al señor Luna Novicio. No volví a saber de él más que para ampararle en la desgracia. Y ahora, cuando yo le suponía combatiendo al lado de sus hermanos en la justa batalla contra la frailocracia, o al menos retirado a un peñasco donde hubiese puesto su estudio de pintor, he aquí que le veo en Madrid, exhibido en un banquete, mientras van cayendo allá abajo sus compatriotas y correligionarios.

¡Ah, señor Luna Novicio, señor Luna Novicio! ¡Cuán triste y sensible para mí es que usted se proponga dar la razón a los que quisieron ahorcarle!...




ArribaAbajoVayan ustedes a paseo

«... A pesar de esto, si usted cree que debemos seguir publicando esos artículos en que está retratado Zorrilla, de mano maestra, continúe enviándolos.»

¡Si hubiera muchos Pérez así en España!... Desgraciadamente lo que sobra son los otros Pérez. Este Pérez, nuestro gran Dionisio, hace en Vida Nueva lo que yo hacía en La Campaña, lo que debe hacer un director verdaderamente liberal, publicarlo todo, sin leerlo, como yo publicaba, sin enterarme del cotenido, los artículos que venían con firmas autorizadas, las de los Nakens, Lerroux, Rosario de Acuña, Dorado, González Serrano, Mella, etc. Despuntarlos, o modificarlos, hubiera sido desacato. ¡Figúrese el lector qué no me parecería retocar los diálogos de un Zorrilla con un Betances; -con un Betances que ya no existe-, con un Betances, que era más inteligente, más ilustrado más probo y más decente que la inmensa mayoría de los enemigos que tuvo en Madrid, entre los cuales no había pocos asnos que le cocearon injurias y calumnias, cuando lo que convenía a la causa española era atraerse la voluntad de aquel hombre, que no era enemigo de España, sino de sus gobiernos, y que tanto y tan bien ganado prestigio tenía en el ánimo de la revolución antillana!

¡Burros gigantescos, oíd lo que acabo de escribir a La Época!

«Murió Betances dejando -sin contar varias obras y folletos- setenta y cuatro cuadernos escritos de su letra, que era microscópica. Me los ofreció quien podía, los leí y seleccioné en Bretaña, aprovechando las raras ocasiones de vagar que me dejó el proceso Dreyfus, y con la médula de esos cuadernos reconstruí tal cual fue la triste e ingrata vida de Betances... Cuando yo dé el nombre de la persona que tenía dichos documentos, se comprenderá que Betances no creyó que pudieran publicarse... Eran sus carnets, sus libros de memorias, sus notas íntimas, las sensaciones de su alma de psicólogo. Todo ello constituye una página de la historia contemporánea de España, página vivida y sentida que debe publicarse a lo que entiendo; y porque así lo creo, he resuelto publicarlo todo, hasta sus equivocados juicios que respeto sobre mi carácter «peligroso y vindicativo», según escribió él cuando no me conocía.

Uno de los carnet se compone de diálogos con Ruiz Zorrilla; carnet revuelto, como revuelto era el carácter de don Manuel. El revolucionario antillano y el médico se confunden en el carnet, que es una preciosidad de fondo. De regreso a su despacho, Betances, incansable trabajador, anotaba una observación política de Ruiz Zorrilla y a continuación una receta del médico al enfermo. Las observaciones no pueden separarse de la recetas. Son como alma y cuerpo.

Si usted duda -y en casos como éste no me ofendería la duda-, de la completa y absoluta exactitud de los diálogos publicados por Vida Nueva, gustoso enviaré a usted el comprobante, o lo enseñaré a quien usted quiera.

Todo es de Betances en esos diálogos; de Betances, que habla allí como psicólogo y médico, no en verdad como pornógrafo, que nunca lo fue.

No faltará quién arguya que pude «suavizar asperezas» y «suprimir palabras mal sonantes.» ¡No! Tales cortapisas jamás entraron en mi temperamento. No tengo alma de censor de imprenta. Además, yo no soy más que periodista, periodista que ni ha sido ni es nada, que no aspira a nada, que nunca será más que periodista, en quien fuera desacato el enmendar la plana al jefe de la revolución española y al jefe de la revolución antillana en París; y aunque así no fuera, y por muchos que fuesen mis títulos, no sería yo, como liberal, como respetuoso con la libertad del pensamiento, capaz de alterar el texto de un manuscrito ajeno.»

***

En las precedentes líneas puede hallar mi amigo Alejandro Miquis contestación a su «Viernes» de El País. También a este escritor, que es muy de mi agrado, y al que debo singulares deferencias, pareció mal que yo publicara el diagnóstico de Betances sobre cierta enfermedad de Ruiz Zorilla, enfermedad que, por no herir las castas orejas de esa pulquérrima villa, donde es desconocido el mal que trajo Colón de América, según Voltaire, llamaremos silvelitis; y dice Alejandro Miquis, incurriendo en el defecto que censura.

«Cuando Bonafoux tuvo, porque la tuvo, la enfermedad de que el doctor cubano curó al repúblico...» Aparte el «porque la tuvo», que es un razonamiento muy vasco, y que equivale a decir: «cuando Alejandro Miquis se robó, porque se robó, un copón consagrado», es decir, que lo robó porque sí, porque a mí me da la real gana de decirlo; aparte eso, yo no sé por qué conducto Miquis, que no es médico, y a quien no recuerdo haber consultado -como Zorrilla consultó a Betances-, se enteró de que yo tuve unas silvelitis en la Puerta del Sol. Yo no se las pegué, que recuerde. No es cierto, amigo Miquis, que yo tuviera unas silvelitis, porque tuve catorce, y lo extraño es que no espichara en esa higiénica corte de garabatillo.

***

... Yo esperaba que un escritor tan revolucionario como Alejandro Miquis, redactor de un periódico tan republicano como El País -a quien tantos afectos dispensa Zorrilla en los referidos diálogos- aprovecharía la publicidad de éstos para recordar las grandes cualidades de carácter que Zorrilla revela en las notas de Betances; para llorar con Zorrilla sus inmerecidas amarguras, sus tremendas decepciones, la ingratitud y mala fe de amigos y correligionarios del proscripto; para enseñarle, como una bandera de guerra, a esa juventud de pacíficos caquéxicos, como un gran ejemplo para toda España, como un gran ejemplo que seguir en la adversa fortuna...

Pero no. Hasta Alejandro Miquis, que suele pensar alto, ha hecho caso omiso del alma de los diálogos para agarrarse de una cosa nimia, accidental: para agarrarse de un faldón, como si también Miquis quisiera tapar con ese faldón las verdades -algunas muy comprometedoras- que entrañan los diálogos sucesivos, verdades que saldrán a luz, no en Vida Nueva -porque no quiero contribuir a matar este periódico, que buena falta hace a la cultura intelectual y a la fuerza viril de España-, sino en el libro que tengo escrito con el título Betances.

***

La inesperada censura de un escritor como Alejandro Miquis, en un periódico como El País, tiene un gran aspecto psicológico, y prueba cuánta razón tuve al decir en El Globo que Madrid, por lo tapado, parece una villa de tapadillo, y con cuánta razón el verdaderamente malogrado Luis Royo -de cuyo adiós no he dicho nada, porque no creo que debe añadirse una sola línea a la necrología que hizo Cavia- dijo que España es un país de tapujos y tapones.

El temperamento de censor va ganando terreno. En tiempos de D. Amadeo no se castigó las caricaturas que representaron al monarca en cama, teniendo en la mesilla de noche unas cajas de copaiba, entre otros menjurges más peligrosos de señalar... Y hoy la censura tan metida en la masa de la sangre, que no ya jueces monárquicos, sino periodistas revolucionarios, creen que es pecado el decir que un hombre tuvo unas silvelitis. ¡Ni que fuera un atentado de lesa majestad!

¿Cómo se va a hacer historia en el país de Puerta Cerrada, en la capital del cerrojo?... Cuando Salmerón dijo lo que dijo de Cuba en el Congreso, yo quise publicar una grave carta que Salmerón escribió, anteriormente, a Betances. ¡Imposible! Ni monárquicos, ni republicanos, ni liberales, ni sacristanes, ningún periódico quiso confrontar al Salmerón de las Cortes con el Salmerón de Betances. Y, sin embargo, en esa carta, que publicaré, no sale ningún faldón de la colada.

Cosas más graves y delicadas que esa que, con gran alboroto de la casta y sana villa, se ha contado de Zorrilla, refirió Le Temps -¡nada menos que Le Temps!- sobre la vida íntima de Napoleón I, lo que no impide que éste siga siendo el César del siglo XIX, como Zorrilla es el Napoleón de la República española, a pesar de las silvelitis, o por las mismas silvelitis.

Pero, se me dirá, eso está bien en Francia; «aquí no se puede.» Pues ¡vayan ustedes a paseo! y no se quejen de que los gobiernos erijan en leyes los atropellos que tienen en la sangre ustedes mismos; -¡oh liberales de Pega! ¡oh republicanos de opereta! ¡oh revolucionarios con el segundo apellido de don Vicente Lafuente y!...




ArribaAbajoAbsolución ejemplar

Para los que siguen atentamente el movimiento intelectual del Sur americano, no tiene nada de extraordinaria la noticia, llegada de Montevideo y comentada con espanto por parte de la prensa europea, de que Arredondo, matador del presidente, ha sido absuelto por los tribunales de justicia.

Creen, o aparentan creer algunos periódicos, que semejante fallo implica un «desorden de cosas» y «el triunfo de la anarquía», y no hay tal.

Dicho está que en parte alguna de Europa, excepción hecha de Inglaterra, tienen socialistas y anarquistas la libertad de que gozan en el Suramericano. La anarquía se respira allí en la atmósfera, y hasta los presidentes más despóticos han contribuido, sin querer, a fomentarla, con el hecho de permitir que todo el mundo pueda llamarse título, y general -sobre todo, general-, y cantar misa, aunque no sea tonsurado. Pero el caso de ahora, la absolución de Arredondo, no implica un desorden de cosas, sino un orden de lógica.

La República estaba harta de su presidente -han dicho los jueces-. Le odiaba el pueblo, por tirano y simoniaco. Lo voceaba la prensa, y al vocearlo, excitaba a la venganza. Se decía privadamente que el primer magistrado de la República era un azote del país, y que de su salida del poder dependía la salud pública. Era como una sentencia de muerte. Y como el presidente no tenía pensamiento de salir del poder, Arredondo le hizo salir para el cementerio...

Y los jueces añaden:

Arredondo fue el intérprete de la voluntad popular, el brazo de la indignada República, el instrumento de todas las aspiraciones. No mató él. Mató el país. Debíamos absolverle.

Y le absolvieron, entre frenéticos aplausos.

¡Qué atrocidad! exclama la hipocresía de la prensa al uso, de los periodistas prehistóricos, que de dolor se arrancan los pelos cuando se quita de en medio a un mal gobernante, cuya gestión anatematizaron ellos mismos como la más horrible de las calamidades públicas.

¡Qué justicia, y qué lógica, hermanos míos!... Malo es matar, pero peor es no castigar a un conculcador de todas las leyes de un país y dilapidador de la riqueza pública. Si el derecho de aplicar la pena de muerte debe conservarse explícitamente en el Código, porque es ejemplar, según esos mismos periodistas, por la misma razón debe conservarse tácitamente en el Arredondo que se hace intérprete del fallo de una nación, expresado en periódicos, en folletos, en discursos, en la vía pública y en el hogar de todos los defraudados por la tiranía y el pillaje gubernativo.

El fallo del tribunal, que absolvió a Arredondo, hará por la moralidad pública mucho más que todos los matadores de reyes y presidentes que no cumplían sus deberes constitucionales. Lo importante no era matar, sino absolver al matador, porque los malos gobernantes no se reproducirán con tanta frecuencia desde que cualquier ciudadano tenga la seguridad de ser absuelto del servicio de suprimirlos...




ArribaAbajoBarcelona

Cuándo por una razón, cuándo por otra, Barcelona es en Europa un luminoso anuncio de la situación de España y una trágica aparición en la Prensa europea. De Barcelona debe decirse que es una ciudad aparte en España, porque ninguna otra ciudad española preocupa la atención europea.

Periódicamente París se pregunta:

-¿Qué pasa en Barcelona?...

Los periódicos parisienses publican telegramas noticieros con nota relativa a que la censura, muy rigurosa en Barcelona, no dejó expresar más. Transcurre algún tiempo en el más completo silencio. Luego vienen otros telegramas con la nueva de que «se han orillado las dificultades, recobrando los espíritus la calma perdida».

Y no se sabe más de las dificultades, ni de cómo fueron orilladas, hasta que otra perturbación viene a demostrar que los espíritus no habían recobrado la calma perdida y que las dificultades no se habían orillado...

¿Por qué? Porque la situación de Barcelona, hasta ahora tratada por procedimientos indolentes y rutinarios exige una medicación activa, radical y definitiva. La enfermedad de Barcelona es demasiado compleja y honda para diagnosticada en consulta de galenos vulgares, y nuestros Gobiernos no sólo no son sabios en el arte de curar pueblos enfermos, sino que tienen muy demostrado ante el mundo que son unos perfectos imbéciles, unos ignorantes crasos y unos cobardes sin rival.

No es revolucionario, ni catalán, sino monárquico, madrileño, militarista y patriota el periódico que dijo, censurando la falta de aptitud de nuestros gobernantes, que así no podemos seguir. (Me refiero a La Correspondencia Militar).

Quiere decir, pues, que Madrid comprende que así no se puede seguir; pero exige a Barcelona, que por todos conceptos vale inmensamente más que Madrid, que siga así.

Discurriendo sobre esto, en carta de la villa y corte, un amigo mío me dice:

«La podredumbre es fuente de vida. Nosotros aquí estamos pudriendo. Hay, pues, que esperar.»

Aceptemos, si se quiere, la teoría de la charogne. Pero... ¿hasta cuándo van a estar pudriendo en Madrid?... Todo tiene un límite. Las boñigas también lo tienen.

La Habana, que actualmente está mucho más civilizada que Madrid, para convencerse de lo cual basta comparar la Prensa habanera con la Prensa madrileña, también estuvo esperando que pudriesen en Madrid y, al fin, se cansó de esperar, sentada, las reformas que se le debían...

Por otra parte, ¿cómo puede dar reformas quien no las puede aplicar a sí mismo? ¿Ni cómo las ha de aplicar quien vive en un círculo vicioso de politicastros y garrapateadores de periódicos incoloros, anodinos, vulgares y latosos, cuando no vendidos por unas cuantas pesetejas? Forman los unos y los otros una gavilla de insignificantes, aunque ellos mismos se gradúan de grandes en la rosca del bombo mutuo, y de puercos que se tapan colectiva e individualmente los faldones, salpicados de toda clase de palominos.

Esa gentuza -parte de la cual ha cometido delitos merecedores de presidio-, como practica la teoría del pan comido entre todos, ejerce un boycott contra todo español que «despunta» y se resiste «a entrar por el aro», como dicen los boycotteadores en su achulapada jerga de presidiarios sueltos. Se le aplica la máquina neumática, se le hace el vacío, y el excomulgado por el cónclave de los que están pudriendo y viven de comer caca a puñados, se va extinguiendo en el silencio que formaron alrededor de él gentes que las echan de liberales aunque en el fondo son frailes, si no lo son también de ascendencia.

Y si el español excomulgado consigue, contra viento y marea, salir adelante, entonces se le aplica el calificativo de chiflado. Utopista, visionario y chiflado llamaba Madrid a Pi y Margall, aunque él y Prim fueron los únicos estadistas españoles del siglo XIX. Costa es, a juicio de Madrid otro chiflado. Chiflados Calderón, Nakens y otros periodistas meritísimos por inteligencia y carácter.

Lleva razón La Correspondencia Militar: así no se puede seguir; pero no basta decirlo sino que hay que probarlo ¡andando!... a la política y a la Prensa del país hay que limpiarla de la morralla que se ha entronizado en la metrópoli. El enemigo es más terrible que parece, porque vive agazapado en las carteras de políticos que se llaman liberales, siendo fariseos, y en las Redacciones de periódicos que se titulan liberales y que por traidores a la libertad merecen ser arrasados...

Mientras se prolonga indefinidamente ese estado de putrefacción, tan anómalo como peligroso, no se sabe el daño que causa a la situación general del país en el extranjero, cuya desconfianza en los negocios aumenta en razón directa de la perturbación latente.

Y Barcelona, que es la capital española que tiene más simpatías de europeos y americanos latinos o hispanos, deja de recibir no pocas familias extranjeras que no se arriesgan a establecerse en una población que quieren mucho, pero a la cual temen mucho más.

-No nos importa -dicen ellas- que los atentados dinamiteros y otras manifestaciones de odio sean obra de estos o los otros partidos. Lo que nos importa es que allí se vive con el alma en un hilo y se carece en absoluto de seguridad individual.

La situación de Barcelona es el único problema español que preocupa a Europa, como lo prueban los artículos que el Temps, L'Européen y otros periódicos y revistas dedican al estudio del catalanismo, acertadamente juzgado por Marcel Lenglet, y crean los lectores de El Diluvio que a París le tienen sin cuidado noticias y telegramas de Madrid. Para reír de las Cosas de España en las terrazas de los bulevares, apurando aperitivos, esas bufas noticias -je, je...- pueden pasar...




ArribaAbajoBombas-reclamos

Cuenta el buen Lamartine que en los días más crueles del Terror los conductores de las carretas cargadas de cabezas, para desayuno de la guillotina, solían coger al paso algunos transeúntes pacíficos para llenar vacíos cuando faltaba gente en las carretas.

Ningún vecino se asombraba de ello. El vecindario decía:

-Cogieron al tío Paco cuando iba a comprar pan y le llevaron a la guillotina.

-La criada salió esta mañana a buscar la leche y no ha vuelto. Probablemente le han cortado la cabeza.

Y todo el mundo continuaba en sus quehaceres, con la sola precaución de no salir de madrugada por no tropezar con la carreta.

Mucho han cambiado, desde entonces, los tiempos. Cuando Ravachol empezó a tirar bombas -que, por cierto, no mataron ni un mosquito-, París dio diente con diente, y más tarde los magistrados que le juzgaron, con las canillas temblorosas, dijéronle finamente:

-Tenga usted, señor Ravachol, la bondad de sentarse. Si no está usted a gusto en el banquillo, haremos que le traigan una mecedora.

Poco a poco las bombas fueron desacreditándose. Exceptuando la que derrumbó el restaurant Very -llevándose por delante al patrono del establecimiento donde fue aprehendido Ravachol- y la que dejó medio tuerto, por ironía de la suerte, al escritor Laurent Tailhade, a la sazón de hallarse saboreando un ragoût en el restaurant Foyot, las bombas no hacían blanco o mataban algún gato transeúnte.

Desde entonces las bombas constituyen una diversión en París, y cuando por casualidad sale alguna la aprovechan los guasones para reírse de sus enemigos, colocándoles bombas de mentirijillas. Son latas, verdaderas latas, algunas con cordilla, algunas otras con excrementos, que intrigan grandemente al vecindario.

El agraciado descubre con terror la bomba, corre a casa del comisario del barrio a darle parte del hallazgo, acude presuroso el comisario con unos guardias, observan la lata sin moverla de su sitio, la huelen a distancia, salen de estampía para el Laboratorio municipal y de allí vuelven en compañía de dos empleados que, con mil precauciones, cargan con el proyectil, el cual, sometido a maduro examen por el director del Laboratorio, resulta algo apestoso.

-Henos aquí, señores -advierte el director-, en presencia de unas cagarrutas de chivo. Con olerlas basta. Y todos pasan el rato...

En Rusia los ratos de esa índole son amargos de veras; pero a nadie cogen de susto, porque se echan bombas a las autoridades como cañamones a los pájaros. La bomba ha llegado a ser allí una costumbre nacional.

Y en Constantinopla la aparición de la primera bomba ha dado movimiento y vida a la ciudad, que, envuelta en esos sudarios que se llaman albornoces, parecía muerta. El sultán, que, a juicio de todos sus biógrafos, estaba medio cadáver de aprensión de que se atentase a su preciosa existencia, no atreviéndose ni a asomar su nariz de cotorra al balcón de miedo de que se la enderezasen de un tiro, ahora, pasado el primer susto, está hecho un valiente, escupiendo por el colmillo, y la población de eunucos le llama Habdul Hamid el bravo.

Yo creía, dice él, que una bomba era otra cosa. Más es el ruido que las nueces.

-¡Viva Habdul Hamid el bravo!... -gritan los eunucos poniéndose en cuatro patas.

La bomba, bajando de sus alturas terroríficas, se ha convertido en reclamo de soberanos de chicha y nabo y en pretexto para encarcelar y torturar inocentes. Si por casualidad hiere a quien iba destinada, la Prensa ensalza a la víctima, aunque sea Habdul Hamid; y si, como generalmente ocurre, la bomba no sirve ni para limpiarle los mocos, la Prensa ensalza con más brío a la víctima, y el bombardeado por la bomba y bombeado por la Prensa aprovecha una ocasión más de darse tono.

La bomba no es, pues, para odiada, sino para agradecida...

Los únicos que no tienen nada que agradecerle son los «tildados» de revolucionarios, como los actualmente presos y torturados en las mazmorras de Constantinopla. El complot, que generalmente no es de los revolucionarios, sino de los policías, se tramita a conciencia. El juez instructor con un parti pris que no siempre es desinteresado, acude a todos los procedimientos inquisitoriales para hacer que los inocentes se declaren culpables; los periódicos del país, cuáles por miedo, y cuáles otros porque cobran del Poder, empiezan voceando lo del atentado y cuando éste se convierte en humo por la fuerza de las cosas, se guardan la noticia, dejando al público bajo la impresión de que fue un horror la explosión de la bomba, que era un mal petardo, y de que el Habdul Hamid amenazado se condujo como un bravo; y algunos rotativos extranjeros, en combinación con la policía y la Prensa del país del soberano, jalean lo del atentado, haciendo atmósfera por unos cuantos billetes.

Y el soberano se consolida. ¡Cuántas testas coronadas, pero sin seso, deben su reputación a las cagarrutas de chivo!...




ArribaAbajoBecerrada fiscal

Un hombre tiene el más perfecto derecho a llamarse Becerra. Llamarse Toro, a más de Becerra, pudiera parecer excesivo; pero tampoco cabe negarle el más perfecto derecho a llamarse Becerra Toro, o Toro Becerra.

Para lo que no tiene derecho un hombre, si ejerce de fiscal, es para dar un dictamen que no sería suscrito por una becerra.

Antiguamente todo fiscal se consideraba obligado a ejercer de inquisidor cargándole la mano al procesado. Contra esta tendencia protestaron enérgicamente, por deber de humanidad, escritores y pensadores de fuste, por ejemplo, Víctor Hugo. Hoy se entiende de muy distinto modo, en los países cultos y humanitarios, la misión fiscal. El que acusa debe ceñirse a hechos consignados en autos. Levantar una acusación fiscal sobre presunciones e hipótesis salidas del caletre del mismo que acusa, para pedir gravísimas penas, es inadmisible ante la conciencia racional. En los pueblos donde existe todavía la pena de muerte, los instrumentos de suplicio se sacan a última hora y de un modo vergonzoso. Los verdugos se han civilizado. Los fiscales también. Todo se civiliza, todo menos la inquisición española, sobre la cual no pasan siglos, porque está en la masa de la sangre, y está en la masa por el predominio del cura en el confesonario y en la alcoba.

Las conclusiones de esa Becerra toruna, sobre ser un enjaretado de estulticias, en patibulario estilo que pide a gritos cadena perpetua para el autor, carecen en absoluto de fundamento. El fiscal supone, y, de lo que supone él solo, saca consecuencias contra los procesados. Ese absurdo tejido de hipótesis, que ha irritado profundamente la opinión liberal de Francia, Inglaterra y Bélgica -como lo prueban las protestas que circulan estos días-, no ha parecido dictamen, sino embestida. El señor fiscal ha estado a la altura de su ganadería patronímica.

Es, por otra parte, un calco, malo, del dictamen fiscal en el proceso contra Malato. Pero contra ese dictamen, mucho antes que se levantara el fallo del Jurado, se levantó la opinión pública en toda Francia. Se protestó contra él en la mayoría de los periódicos parisienses, en mitins tumultuosos, en manifestaciones callejeras, y, luego, en la vista del proceso, ocurrió algo que habla muy alto del valor cívico y del sentimiento humanitario del pueblo francés; ocurrió que una pléyade de políticos, escritores y periodistas fue espontáneamente a declarar en favor de Malato. Entre los declarantes había enemigos políticos del procesado, por ejemplo, Jaurés, y también había enemigos personales, por ejemplo, Rochefort.

El asunto Dreyfus separó a Malato de Rochefort, y la separación, envenenándose, se hizo personal. Poco tiempo antes del proceso, invitado yo por Rochefort a un almuerzo con Fermín Faure y Tarrida del Mármol, Rochefort me habló acerbamente de Malato, a quien, me dijo, no volverá a ver... Y luego, aunque octogenario y ocupadísimo, el campeón de La Lanterne pasó varias tardes en la Audiencia esperando vez para declarar en favor de Malato, quien después del veredicto, no le dio las gracias, como tampoco le devolvió la amistad Rochefort... probando ambos que la religión del deber está en sus almas muy por cima de controversias personales y de vicisitudes de la existencia. Acaso recordase Rochefort que, cuando estaba en Nueva Caledonia, amigos y adversarios de él se cotizaron para enviarle los muchos miles de francos que costó su evasión de presidio; que le prepararon un hotel, donde se hospedó al llegar a Londres, y que con las mismas manos generosas echaron los cimientos de L'Intransigeant.




ArribaAbajo¡Shoking!

Por fin hemos dado una nota internacional. Después de la pérdida del imperio colonial, pérdida que nos dejó tan tranquilos, Europa supo de España gracias a la perdigonada del empresario de marras, que hirió a veinte y tantas personas y operó de unas cataratas a un alemán, sacándole los dos ojos de la cara. Después, silencio sepulcral.

Pero la prensa parisiense de hoy se ocupa de España. Veamos:

«En el Senado español, el señor Silvela ha opuesto un formal y enérgico desmentís a los rumores que circularon sobre cesión de las islas Canarias a Inglaterra.»

Cuando pasa mucho tiempo sin que se diga nada de nosotros en Europa, la prensa se dirá:

«¡Esos pobres españoles! Están demasiado olvidados. Hay que decirles algo.»

Y al día siguiente el Fígaro o el Matín dice:

«No es cierto el rumor que ha corrido de que el gobierno español proyecte ceder la provincia de Valencia al imperio otomano.»

O bien:

«El señor Silvela ha opuesto un formal y enérgico desmentís a los rumores que circularon sobre cesión de la bahía de Vigo a Inglaterra.»

A eso hemos venido a parar. Cuando lo de Cuba llamamos la atención del mundo por aquello de «no cederemos una sola pulgada de territorio», «gastaremos el último hombre y la última peseta», y, sobre todo, por la indignación que nos producía la proposición de vender Cuba a los Estados-Unidos. «¡Nunca! Somos hidalgos.»

Pero como después de la catástrofe abrimos un baratillo de colonias, un soco colonial, no hay quien se explique nuestra existencia sino vendiendo colonias al por menor; y como ya está al terminar el gran barato que funciona en la plaza de Oriente, el extranjero habla de que vamos a vender las Canarias, de que no es cierto que pensemos vender las Canarias, de que sí cederemos la bahía de Vigo, de que no tenemos la supuesta idea de vender el Escorial, etc.

Antes del desmentís formal y enérgico del señor Silvela, súpose de España, porque, al hablar de las dotes de las soberanas, dijo el Matín:

«Le mariage d'Alphonse XII avec l'archiduchesse Marie Christine avait failli être rompu la veille de sa conclusión, parce que la reine Isabelle avait brusquement élevé ses prétentions.

L'incident fut aplani par l'archiduc Albert qui augmenta la dot de sa nièce, en déposant, «a son nom», une somme tres rondelette chez Rothschild, et en payant son trousseau.»

Es de suponer que a falta de pan, la prensa de París nos dé tortas coma esa. Apaciguadas las belicosidades plumíferas contra la pérfida Albión, falta tela, y la prensa no puede servir quisicosas tan exquisitas por el ingenio como esta que publicó el Journal:

Londres, le 27 Décembre.


«¡Il n'est pas chaud, dehors, to day!»
Disait
Daisy,
Bobonne aux cheveux blonds, à la svelte tournure,
En mettant sur ma couverture
Thé, pain, beurre, lait, confiture,
Tandis que je goûtais le repos du matin,
Poil dans la main!
Mais, penché, j'attirai l'enfant scandalisée,
Dont la peau de satin par la bise est rosée,
Et dis, faisant la pige à Rudyard Kipling:
«Dehors, il est bien froid, mais, posant ton plateau
«Daisy, viens près de moi! Vois si mon cœur est chaud!
«Et tu seras ma queen, et je serai ton king.»
«MORALITÉ
Chaud king.»

Schoking, porquería... ¡Perdón, lector; perdón para el Journal! Olvidaba que España es el refugio de la moralidad escrita, del pudor sui generis; el país más blasfemo y peor hablado del mundo, pero el más escandalizado por las «cochinerías» del autor de La Terre; el país de quien ha dicho Zeda:

«Habrá quizás quien diga: Nuestra sociedad es virtuosa, enemiga del vicio... Aquí no hay corrupción, aquí nada huele a podrido, aquí los hombres son tan candorosos como el mismo Josef y las mujeres tan castas como la casta Susana. Aquí no hay círculos viciosos, ni adulterios, ni malas pasiones...Todos somos puros y limpios de corazón y nuestro pudor y santidad se irritan cuando un autor falseando la verdad, nos presenta en escena los extravíos de la vida humana...

Convengamos en que serían un poco exagerados tales optimismos. No diré yo que la generación presente sea peor que las pasadas, pero sí me atreveré a asegurar que no es mejor. En cualquiera de esos teatros en que los espectadores rechazan por inmorales y por escabrosas escenas que no traspasan los límites del decoro, puede el observador, mirando en derredor suyo, rehacer con el pensamiento escenas de la vida real que todo el mundo conoce y muchos comentan con frase naturalista...»

La diferencia entre París y Madrid en punto a moralidad, es que en París se ama sin hipocresía, con luces, en camarines bien olientes; y en Madrid se ama detrás de las puertas, en obscuros pasillos, en catres de recónditas alcobas, apagando la luz que alumbra el altar de la Purísima... La literatura española, reflejo de ese estado de alma, es un catre, lleno de insectos -de los insectos que revolotean en las vespasianas de la heroica villa y corte de garabatillo-; un catre donde ciertos novelistas, rufianes de fondo y tartufos de forma, revolcaron, bajo burdas mantas de Palencia, voluptuosidades robadas a las obras de los Flaubert y Zola, entre otras verdaderas regentas de la moderna literatura europea.

La hipocresía en todas las manifestaciones de la vida, la hipocresía frailuna, inmunda, ha apagado las luces del ingenio y de la virilidad de España, y España ha dejado de ser la patria de los hidalgos, en concepto del extranjero, para convertirse en la patria de unos mercaderes que venden colonias como si fuesen cacahuetes...




ArribaAbajoDe la sarna nacional

Hablábamos de lo del marqués de Cayó en el garlito, de lo del estampillado y de otros fraudes decorosos, y un tertuliano, madrileño y recién llegado de Madrid, dijo:

-Lo que yo siento es no estar complicado en lo del estampillado. ¡Cobrar en oro!... ¡Vaya un crimen!!...

La tertulia celebró la ocurrencia. Miré al autor de la misma, y en sus ojos reídos me pareció ver reflejado el cinismo de la villa y corte...

Hace unos nueve arios telegrafié al Heraldo de Madrid las jugadas o jugarretas de Bolsa que por entonces hacía con noticias que le enviaban de la Habana, siendo Martínez Campos capitán general de Cuba, ese caimán que se titula marqués. Mi telegrama, que también contenía la última liquidación de las cucas jugadas de dicho bolsista, fue reproducido por casi todos los periódicos españoles, entre ellos El Diluvio.

Pero no pasó más; es decir, sí pasó algo que ahora debe contarse.

Provisto de una carta de recomendación del señor duque de Mandas, embajador de España en París, el señor marqués me llevó ante el Comisario de policía de la Bolsa, y allí el señor Comisario, azuzado por dos asalariados del señor marqués, pretendió que yo firmase una delación, escrita anticipadamente, y según la cual los señores Ivo Bosch, Calzado y otros bolsitas españoles me habían transmitido las acusaciones que telegrafié al Heraldo. No sólo porque la delación era pura calumnia, sino también por lo que debo, como periodista, al secreto profesional, me negué rotundamente a firmar lo que se me pedía...

Fracasado en su intento, el señor marqués acudió a otros medios. Uno de sus paniaguados me amenazó con la intervención de un hijo del señor marqués -tal vez el mismo que agredió a Soriano-, y, como esta amenaza no logró conmoverme, otro agente del señor marqués me insinuó que este potentado podía darme un pingüe, y no sé si pringoso, destino en un Banco de París.

Se quería de mí una rectificación, que de ningún modo y por ningún medio se me pudo arrancar. Y si la Prensa española hubiera entonces cumplido con su deber, abriendo una información que hubiese hecho buena la denuncia que formulé en mi citado telegrama, el señor marqués no habría seguido estampillando o despampanando el Tesoro público.

¡Bah! ¿Quién se acuerda ya de eso, ni de mi telegrama?... Pues lo mismo pasará con la denuncia de Soriano. El cuerpo social de España, mon cher Soriano, es como el de una vieja sarnosa y costrosa, que de día se queja de estar llena de miseria, pero luego, de noche y en la cama, ¡le da tanto gusto rascarse! Y en el fuero interno maldice al médico que quiso levantarle una de las costras que constituyen su segunda naturaleza.

Después de todo, como decía el aludido madrileño, en Madrid nadie sabe cómo está de estampillado.

***

Suelto el marqués, y suelto su hijo, digamos algo de españoles que, aunque no han defraudado al Estado -o tal vez en castigo de no haberlo defraudado-, les andan buscando.

Españoles que residen en el extranjero, y que no comulgan con el actual orden de cosas, como tampoco comulgan con ruedas de molino, leyeron el artículo que el Heraldo del 1.º de Noviembre dedicó a solicitar del Gobierno del señor Montero Ríos, denunciado como defraudador por Soriano, una amplísima amnistía para los delitos políticos, entre ellos los atribuidos a la Prensa, que muy rara vez se persiguen en Europa. Según dichos compatriotas, el Heraldo hizo buena labor.

Pero, avizorados en una experiencia que nada tiene de almibarada, desean ellos que se explique de modo categórico, o sin que deje lugar a dudas e interpretaciones, y para que la amnistía no resulte un cepo para cazar fugitivos incautos con reclamos de sirena, ¿qué se necesita en España para que un procesado político pueda considerarse al amparo de una amnistía, sin que en ningún tiempo se convierta ésta en teja que le caiga en la nariz?

No parece muy fácil la contestación, por cuanto habiendo yo consultado, hace algún tiempo, el caso de un compañero mío, residente donde puede y le dejan, a Luis Morote, letrado, éste, a su vez, lo consultó al Licenciado Vidriera, letrado y medio, cuya respuesta, dirigida a mí, que soy un cuarto de letrado, no fue todo lo definitiva ni clara que precisa mi compañero para internarse tranquilamente en esos bosques de alimañas feroces.

Quizás recordase mi compañero que a otro periodista, también asilado en el extranjero, y que, por fiarse de amnistías, tuvo la mala ventura de restituirse a España, por primera providencia le zamparon en la cárcel, y luego, por providencia segunda, mientras se estudiaba el caso y se sustanciaba el derecho, le molieron a estacazos. Debatido y fallado el punto, no hubo más remedio que ponerle en libertad; pero el carcelazo, y los palos por añadidura nadie se los ha quitado de encima.

Promulgar una amnistía, y cantarle loas en la Prensa, para salir luego con que no se puede aplicar a tal o cual procesado, a quien sí se pueden aplicar, en cambio, unos vergajazos o macanazos, es una de esas canalladas alevosas y cobardes que los Gaud y Liégeot hicieron en el Congo y que las rechaza y castiga duramente la conciencia pública de todo pueblo que se precia de culto y honrado y de tener sentido moral, así como también el respeto que se debe a sí propio si quiere que se lo tengan los pueblos extranjeros.

Hay, pues, que explicar con qué se comen, o qué cosa significan para los procesados menesterosos, en un país de potentados defraudadores con bula y bendición pontifical, las tales amnistías, a fin de que los que lograron escapar de las garras de los Trepoff enanos que ahí se ceban en periodistas infelices, sepan, por fin, si deben volver dentro de sus respectivos pellejos, sin miedo de que se los agujereen, o si deben, para utilizar la merced de la amnistía, blindarse las espaldas y ponerse bragueros de hierro...




ArribaAbajoEn Rusia y en España

Recordarán ustedes que Plehve murió como lo que era: como un perro rabioso. La admirable bomba de Sasonoff le arrancó las quijadas y los labios, le apabulló el cráneo, le hundió las costillas, le hizo casi polvo. Y para dar sepultura a sus restos hubo que recogerlos con cuchara.

Se pensó entonces que no había bastante castigo en el Código, que era necesario inventar un nuevo castigo para Sasonoff y su cómplice Sikorski.

Pero periódicos tan graves e importantes como The Times condenaron duramente la nefasta obra política de Plehve, llegando a considerar su muerte como una expiación. Durante la vista del proceso de aquellos grandes justicieros, el pueblo, frente al palacio de Justicia, gritaba:

-¡Absolvédles!... ¡Absolvédles por haber librado a la patria de su tirano!...

Sasonoff fue condenado a trabajos forzados por toda la vida. Sikorski a 20 años de la misma pena.

Pero inmediatamente después hubo una conmutación de pena: la de Sasonoff se redujo a 14 años de trabajos forzados. La de Sikorski a 10 años.

La idea de la expiación de Plehve entró, como cuña a mano, en el corazón del tribunal sentenciador.

Casi al mismo tiempo ocurrió este hecho: en el proceso de Komof -quien sustrajo del convento de religiosos de Kazan la célebre imagen de la Virgen María, madre de Dios, la cual, reproducida, figura en la bandera de la casa imperial del Zar, y después de robarle sus piedras preciosas hizo un auto de fe- el abogado defensor dijo al tribunal:

-Komof no es sacrílego, sino ladrón, obligado a robar por la miseria, mientras otros ladrones, ladrones con escarapelas, gozan de toda impunidad y de la consideración de las clases directoras de Rusia...

El público aplaudió estrepitosamente, y, a Komof, que iba a ser condenado a muerte, se le condenó a doce años de trabajos forzados.

El pueblo ruso está harto de sufrir. «Hay que verle de cerca -ha dicho Gabriel Mourey-, hay que ver este pueblo de miseria moral y física, estos hombres, estas mujeres, estos niños, estos ancianos; hay que verles en las negras calles de los faubourgs, en el dédalo de callejas de la ciudad vieja y del barrio judío, en el suelo de harapos sin formas ni colores, en medio de los cuales se sumerge una faz lívida, una faz inerte, sin expresión, espantosamente pasiva, con ojos sin mirada, con labios muertos. Hay que verles arrastrar su piojosa miseria a lo largo de las aceras, bajo la amarillenta luz de este cielo lluvioso, para medir toda la extensión y toda la profundidad de los sufrimientos que constituyen la vida de este pueblo. Y el invierno empieza y la guerra acumula ruinas sobre ruinas. Se arranca a estas gentes a la opresión para mandarlas a la muerte. ¡Ah! ¡Con cuánto odio en los ojos ven pasar por las calles las patrullas de cosacos!...»

La movilización produce espantosas escenas en Polonia. Madres polacas que se echaron a la vía para impedir la marcha de trenes cargados con sus maridos y con sus hijos, fueron aplastadas por las locomotoras. Viudos ahogan sus hijos por no dejarles solos. Otros hombres mueren de pesadumbre al arrancarles de sus hogares.

Y los sindicatos de políticos, de financieros, de grandes potentados de Rusia, van haciendo el caldo gordo con el jugo del pueblo opreso y exangüe. La suelas de los zapatos de los soldados son de cartón. Cuando el termómetro marca 20 grados bajo 0 en Mandchuria, la Administración rusa, a escape, envía al Extremo Oriente abrigos, mal cosidos, de pieles de carnero que no fueron desinfectadas. En algunas cajas con destino a los soldados se han encontrado abrigos de niños, verdaderos baberos para cuando los japoneses les hacen la barba a los cosacos. No hay cloroformo en las ambulancias y los heridos rusos son operados entre gritos espantosos. Algunos, después de operados, caen en estado comatoso...

Pero el pueblo ruso odia y sabe odiar. Cuando el Zar suprimió por decreto las penas corporales en honor del Zarewitch, Tolstoi hizo esta observación:

-Es más bien humillante el pensar que no se azotará al pueblo ruso porque en tal matrimonio ha nacido un hijo, y que si hubiera sido hija la criatura se continuaría azotando al pueblo ruso.

En este grito de indignación tolstoiana está toda la cólera del pueblo ruso...

***

... También España tuvo su derrota tremenda, su escuadra aniquilada sin pelear, su Port-Arthur sin defensa, y sin gloria, unos sindicatos de políticos y financieros que hicieron el caldo gordo con la sangre de un pueblo atrofiado por una miseria piojosa.

Pero no hubo madres que se echasen a las vías férreas para impedir el paso de trenes asesinos. No hubo protesta de ninguna clase. Tampoco tuvimos Tolstoi...

Y cuando nuestro Plehve, llamado Cánovas, tuvo su Sasonoff, el pueblo no se amotinó frente al Palacio de Justicia pidiendo que se absolviese al libertador de la patria; y cuando Cánovas resucitó en Maura, y la cota de malla que gastaba éste fue arañada por el inexperto puñal de Artal, nadie abogó por este desdichado, nadie habló de expiación, y el Aldije del partido conservador continuaría enterrando las libertades del pueblo español en el huerto con que reemplazó la huerta canovista, si el Rey, erigiéndose en supremo vengador, no le hubiese dispensado el honor de echarlo de un puntapié en el trasero.




ArribaAbajoNuestros Héroes

Una de las cosas que me preocupan más y que debiera preocupar a todos los españoles, es... qué vamos a hacer cuando acaben las guerras que sostenemos, o que sostiene el pueblo, con tantos héroes como hemos hecho; tres mil doscientos veintitrés por ahora, según cuentas de un mi amigo. Como el país tiene leyenda, y gusta de saborearla, aunque sea a costa de un perro chico, hay periódico que le sirve diariamente media docenita de héroes, como si fuesen ostras para hacer boca. ¡Tres héroes! -¡Catorce héroes! -¡Más héroes! (sic).¡Siguen los héroes! Pero no en este carácter de letra, sino en letras como puños, muy parecidas a las de los letreros de las tiendas de ultramarinos que anuncian: Ricos jamones gallegos. -Longanizas de Vich. -Más jamones. -Siguen las longanizas.

Todos los pueblos tienen leyendas, y todas son igualmente falsas. Prescindiendo de esta consideración, no sé a dónde va a llevarnos la manía de calificar de héroe al militar que se bate cuando llega el momento de batirse, por lo cual le paga el pueblo contribuyente, y que tiene la desgracia, o la suerte, de morir... No sé tampoco con qué derecho nos quejamos los periodistas cuando nos atropellan militares a quienes calificamos de héroes... Si es héroe el militar que muere al tomar una trinchera, son héroes el periodista que muere sobre las cuartillas, el albañil que se cae de un andamio y el minero que se asfixia en el fondo de la mina, extrayendo oro para otras manos... a no ser que se crea que tomar una trinchera -que acaso sea baluarte contra la ferocidad religiosa- y atravesar de parte a parte a un adversario -que quizá tenga razón contra nosotros- es empresa más gloriosa y benéfica que escribir periódicos, fabricar casas o extraer mineral.

Por otra parte, en nuestras actuales guerras, guerras vulgarísimas, como las que Inglaterra ha tenido a docenas sin llamar la atención de nadie, y sin que los periódicos las dedicasen cada día más de un cuarto de columna -guerras al escondite, en las que se hace difícil, si no imposible, la hazaña portentosa, no he visto ningún hecho de armas verdaderamente excepcional que a nadie haga merecedor de que se le compare con Aquiles, con Xenofonte, ni siquiera con mi amigo Tesifonte, el cual, como reporter en la manigua, hizo más que nuestros guerreros laureados.

Anda tan mal de héroes este pobrecito fin de siglo, que los amasamos con carne de cañón... Todo el mundo es HÉROE, como todo el mundo es GENIO; y cuenta que por no habérmelo parecido, en mi pueblo, un rascatripas a quien se comparaba con Paganini, estoy aquí, en Asnières, escribiendo crónicas; en vez de ser, como pude haber sido, algo; por ejemplo: alcalde.

***

Pero en punto a héroes, nada comparable al cabo Bolinao; ¡qué proezas las suyas!... ¡qué cabo!

Y véase ahora lo que nos cuenta El Nacional:

«Con la impresión de la mala noticia, hemos pasado todos por alto el gran disparate geográfico del gobierno a propósito del suceso de Bolinao.

Primero, el gobierno dio a los periódicos un telegrama del cabo de Bolinao al ministro de la Guerra.

Después Julio Burell se entusiasmó con el cabo de Bolinao, diciendo que en ese humilde soldado resucitaban las glorias españolas.

Luego se nos ha dicho que la Regente deseaba recompensar espléndidamente al cabo de Bolinao.

Y, por último, parece que los ministros de la Guerra y Ultramar, han conferenciado con el presidente del Consejo acerca de la gran cruz que se debe conceder al cabo de Bolinao.

¿Han atado ustedes bien todos estos cabos?

Pues, sepan ustedes ahora que no hay tal cabo de Bolinao.

Bolinao es un cabo de tierra, lo que se llama un cabo geográfico, prolongación de la gran cordillera de los Zambales, en la costa de la isla de Luzón.

En ese cabo de Bolinao hay un destacamento mandado por el teniente Miguel Rodríguez González, y este teniente, comandante del destacamento del cabo de Bolinao, es el que se ha dirigido al ministro de la Guerra.

Esa es la plancha en que ha incurrido el general Correa, y con él, lo decimos con vergüenza, todos los periodistas españoles que nos hemos tragado lo del cabo. Y ahora, por no volverse atrás el ministro de la Guerra, y por no confesar su plancha, nuestros colegas son capaces de mandarle poner la corbata de San Fernando al cabo de Bolinao.»

Total: un señor ministro de la Guerra que confunde una montaña con un soldado; unos señores periodistas que entonan férvidos ditirambos en honor de las heroicidades guerreras de una montaña; y un pueblo, en suma, que no conociendo siquiera la geografía de sus colonias, pretende el absurdo de regirlas y gobernarlas.




ArribaEl Catarro de Sagunto

-Amigo, el de las piernas largas de progreso -preguntaba Heine-, ¿qué noticias me traes de la patria?...

El amigo español, que por tener piernas de progreso tuvo que salir huyendo de un país entregado a todos los horrores de una reacción vergonzante y vergonzosa, contesta siempre lo mismo:

«Aquello es el acabóse

-Pero, ¿no hay solución?...

-Ninguna, por ahora. Se habla de crisis parcial. Va a salir el Ministro tal para que entre el exministro cual.

-Y el Ministro tal, ¿dónde va?

-Como ir... la verdad es que merecía ir a presidio.

-Entonces es seguro que entrará en otro Ministerio...

Estos y otros diálogos, corroborados por las informaciones de los corresponsales parisienses en Madrid, recorren la ville lumière, y luego nos quejamos de que un Jean Lorrain crea que somos una raza degenerada y perdida para la civilización.

Ciertos políticos españoles creen que en el extranjero no hay quien se entere de lo que pasa en España, y que impunemente se puede hacer toda clase de horrores, porque sólo la gente de casa se entera de ellos. ¡Qué error!

Débese vivir correctamente, no sólo por respeto a sí mismo, sino también por respeto a la vecindad; y el vecino, o sea Francia, está asqueado de los espectáculos de la política española.

Son muchos los madrileños que hacen aspavientos ante París, «moderna Roma de la decadencia». Si se acusa de timadores a unos señores periodistas; si una actriz se aligera de ropa delante de un público de caféconcierto; si una cocota se arremanga las faldas por gusto de lucir los bajos, o por no ensuciarse los encajes en la basura del bulevar; si un escritor describe pintorescamente una escena orgiástica, aquellos pudibundos, que parecen hijos de frailes y beatas, aforrados en asquerosa hipocresía, exclaman en el paroxismo de la indignación:

-«¡Qué costumbres!... ¡Qué asco de país!... ¡Esto está perdido!...»

Pero cuando Delahaye denunció a los chanchulleros del Panamá, nadie tuvo la idea de meterle en la cárcel, como se ha querido meter a Rodrigo Soriano; poderosos personajes, a lo Rouvier, desfilaron ante los Tribunales de justicia; Baihaut, todo un señor Ministro -y millonario además- envejeció en la prisión de Mazas; Floquet, todo un candidato a la Presidencia de la República, anulóse por completo, aunque no tomase dinero para sí, sino, para campañas políticas del Gobierno; y al político más temido de Francia, Clemenceau, no le sirvió de nada el poderoso verbo, ni el atrevido acero de su espada, y estuvo en el lazareto...

Llenas están las cárceles de personajes como Baihaut, de periodistas como Civry, de corruptores como Artón.

En Francia, como en todo el mundo, delinquieron Reyes y delinquen ciudadanos. Pero Luis XVI fue guillotinado, y guillotinada también la austríaca María Antonieta; el Barón de Reinach tuvo que suicidarse para escapar a la venganza de Panamá, y Bourdeau murió en el olvido, moralmente decapitado por la guillotina seca. El pueblo francés conserva el sentido de la conciencia racional, y se hace justicia por su propia mano cuando se la niegan los Magistrados. Pero entonces no va a los Tribunales, sino que va a la Revolución...

Sólo en España se hace todo impunemente; porque no hay país, y el pueblo no lee, ni escribe, ni sabe, ni se entera; y los Gobiernos, para medrar sin cortapisas, le conservan en la santa ignorancia de todas las cosas...

España -se dice- es un gran pueblo, pero un pueblo roído por el cáncer de los malos Gobiernos.

Añejas historias del Celeste Imperio refieren que Dios -el dios chino, que es más decente que el dios de El Siglo Futuro- castigó a Ching Fo, político saltimbanquis, prestidigitador de la tribuna, tránsfuga de todos los partidos, apóstata desvergonzado, disturbio y ruina de la pobre patria; y le castigó por do más pecado había, dándole un cáncer que le acometió en la boca, y le royó el paladar, y le mordió la embustera lengua. Convertido en inmunda costra que tapaba purulento surco, desfigurado horrorosamente, siendo símbolo de la putrefacción moral que sembrara, aquel infeliz, roído por la lujuria del poder más aún que por su corrosiva úlcera, lejos de retirarse a sus desolados lares, refugiándose en la hediondez de sí mismo, siguió en la tribuna emponzoñando la vida pública con su pestífero aliento, semejante al silbo de un sapo moribundo. La Emperatriz no podía sufrirle en los Consejos. «Este Ministro -decía- huele mal.» Y el pueblo chino, que tiene el buen sentido de arrojar al río las deformidades de la naturaleza, completó la obra de Dios con barrer al Ministro que agonizaba matando, porque aquella funesta personalidad no era ya un hombre, ni siquiera un político: ¡aquello era un moco!

¡Cuántos mocos ha ido dejando en el gobierno de España el gran catarro de Sagunto! Y ¿dónde están, dónde están, que no les veo, los Vacquerie, Mirbeau, Gohier, Rochefort, Maret, Cornely, los escritores viriles e independientes que cumplen en España la patriótica misión de barrer los detritus de una política infecta?

¡Ah, sí, ya les veo! Ya les veo a través de las rejas de las redacciones, cuando no a través de las rejas de las cárceles: secos, esterilizados, barridos -¡ellos, que debieron barrer!-por avaricias y egoísmos de empresarios usureros; uncidos, como el buey al arado, al carro del capital ajeno, y tirando, tirando de mala gana, para arrastrar en triunfo a tal cual imbecilillo de la política traidora y venal, repantigado como un marrano sobre el sufrido lomo de la redacción menesterosa...

Y yo mismo, que protesto, que me rebelo contra el despotismo de los mandarines y contra la abyección de la rutina; yo mismo, convertido a veces en censor de mi propia obra, y otras veces escribiendo para el cesto... ¡Qué vergüenza, qué gran vergüenza la de todos los que saboreamos en España la indescriptible amargura de escribir para el público!