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Bioy Casares y nosotros

Daniel Moyano





Bioy es un escritor inocente de la realidad social de la Argentina. Él mismo lo dijo con otras palabras en Madrid hace unos meses: «Yo carezco de sensibilidad social». Gracias a esa inocencia o ignorancia deliberada o defensiva, ha podido hacer su obra, que es una literatura sana.

Adolfo Bioy es salud, o sea predisposición para vivir. Él cree todavía en nuestro país, en esa Argentina que él vivió y gozó, anterior a nuestra entrada en la historia moderna en 1945 con el advenimiento del peronismo; la Argentina de los ganados y las mieses que él sigue viviendo con la memoria, y con la imaginación, y esto le permite escribir sus historias sanas e inocentes, donde todavía existen el amor, los presentimientos, el asombro, la alegría.


Los vales del ser humano

De allí también nace su humor (forma de la inocencia), su lenguaje juguetón, sus hermosas historias de amor (a la vida). Bioy cree en la congruencia de la Historia, en una teleología de la cultura, sigue creyendo en los valores naturales del ser humano. Por eso puede escribir como escribe. Pese a las contrariedades históricas del país al que pertenece, que está desapareciendo, él cree en la Argentina que está dentro de él, la de su infancia, la Argentina de los Lugones y los Borges y los Macedonios, la patria dulce que nos enseñaron en el colegio.

Bioy no quiere que esa Argentina de sus recuerdos desaparezca, y escribe para no verla desaparecer. Bioy, como Borges, es hijo de la abundancia y la normalidad.

Nosotros, los que nacimos por los años treinta (hablo de los escritores que nos opusimos a la dictadura militar iniciada en 1976, de la misma manera que los escritores de la generación de Bioy se opusieron al peronismo), no somos hijos de la abundancia y de la normalidad democrática sino de la escasez y la crisis. Por eso no podemos escribir historias hermosas y sencillas como las de Bioy que divierten, sino historias o destinadas a revelarnos lo que somos, porque son las únicas que nos ofrece el mundo que nos ha tocado vivir y las únicas que podemos escribir para entender el mundo que encontramos.

La alegría con que escribe Bioy, que es uno de los rasgos más hermosos de su literatura, proviene de esta relación suya con la realidad. Nosotros, los hijos de la crisis, cuando usamos esa misma alegría que usa Bioy, lo hacemos sin esa inocencia primordial, y es como si tuviéramos miedo de tener alegría.




El sueño perdido

Será que nosotros, hijos de la esperanza de la revolución cubana e hijos también de la tortura y del genocidio, hemos perdido el sueño, o, como decía nuestro olvidado poeta Ezequiel Martínez Estrada, «nos ha engañado el sueño, ya no soñamos más».

Es que nosotros, en contraposición a Bioy, más bien pertenecemos a esa naturaleza humana que el marqués de Sade definía en un cuento con esta frase: «Sea hombre, sin temor y sin esperanza».

Bioy, como Borges y los que tuvieron la suerte de conocer (y de mantener en la memoria) la Argentina idílica, nunca tuvieron la necesidad de creer en la revolución cubana, como creyó en ella la gente de mi generación.




La alegría de vivir

Las preguntas y respuestas de ellos sobre el mundo eran otras. Con la caída de casi todo en este fin de siglo, la Historia les da la razón a ellos.

Los otros, mientras tanto, los Haroldo Conti o Paco Urondo o Rodolfo Walsh, que fueron asesinados a causa de la naturaleza de sus sueños, o que tuvieron que tomar el camino del exilio, podrían ser definidos por un grafitti que dice: «Ahora que tenía las respuestas me han cambiado las preguntas».

Y en ese momento uno agradece la alegría de vivir y de escribir de Bioy Casares, hombre de letras y de campo, de ganados y de mieses, de ciudades y de amores, de humor y de perplejidades metafísicas, y le agradece poder ver en él y en su escritura una forma viviente de un país que murió antes de que nosotros pudiéramos conocerlo.







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