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Bioy, pasado y presente

Andrés Avellaneda





Durante un reciente debate sobre literatura, mercado y crítica, Martín Prieto sugirió que los suplementos de los diarios argentinos parecen «funcionar como la caja de resonancia de los deseos de las editoriales» (Gramuglio 2000: 8). Las páginas celebratorias dedicadas a Bioy en los suplementos de los tres diarios más importantes de Buenos Aires el domingo catorce de marzo de 1999, seis días después de su muerte, despiertan un par de reflexiones en conexión con esa hipótesis de Prieto. La Nación Cultura y Clarín Cultura y Nación apostaron a algunas firmas de mayor reconocimiento por fuera de Argentina -Camilo José Cela y Jorge Luis Borges en La Nación; Guillermo Cabrera Infante y Tomás Eloy Martínez en Clarín-, y agregaron varias entrevistas y notas rememorativas escritas por amigos y admiradores (Osvaldo Ferrari, Jorge Torres Zavaleta, María Esther Vázquez y Noemí Ulla en La Nación; Marcelo Pichón Riviere y un extenso anticipo del propio Bioy, en Clarín). Radar de Página 12 también es celebratorio pero en un registro más liviano: Francis Korn «rememora los únicos cuatro desacuerdos que tuvo en su amistad de treinta años con Bioy» (Korn 1999: 6); María Esther Gilio recuerda el primer reportaje que le hizo, y su fugaz enamoramiento; Alfredo Grieco y Bavio prefiere evocar a un Bioy «realista [y] testigo ocular de su clase» (Grieco y Bavio 1999: 7); de Paula Álvarez Vaccaro se publica un reportaje inédito que le realizara en 1998; Alan Pauls lo usa como excusa para reflexionar sobre «la nueva clase dominante» nacida durante el menemismo (Pauls 1999: 3).

Los tres suplementos coinciden en un modo celebratorio y reverencial que satisface sin duda el deseo de las editoriales y confirma al menos parcialmente la hipótesis de Prieto. Pero hay dos pistoletazos que interrumpen la armonía de este concierto. Desde Madrid y con el prestigio del Nobel 1989 Cela hace literatura, y no de la mejor: evoca el «fascinante Buenos Aires de palacios franceses, de deliciosas adolescentes que juegan al atardecer frente a la pelouse de la estancia», donde Bioy adquirió la «cultura superior [...] de los viajes con largas estadías entre París y Londres, de las sobremesas inteligentes y del ocio de estirpe romana». En su retrato Bioy es un «chico elegante», un «clubman» ducho en artes eróticas e «incapaz de extremos», fascinado por Borges, quien «lo trataría como a un eterno aprendiz, incluso después de La invención de Morel». Borges, dice Cela, lo salvó con el ejemplo de sus «aperturas metafísicas», sin las cuales «Bioy hubiera sido un escritor costumbrista». Borges, insiste, «nunca lo tomó en serio: lo consideraba aburrido y sin vuelo en sus textos». Como remate de su nota, Cela revela sus desvelos como jurado del Premio Cervantes de 1990: «Ningún Cervantes -aventura- padeció tan largas deliberaciones. Con Roa decidimos proponer a ese Sancho aquijotado que era Bioy. A su maestro, a Borges, le habían dado la mitad del premio. Con él salvaron aquella falta de gentileza» (Cela 1999: 2). El Bioy de Cela es un escudero, un sirviente que en sus mejores momentos se parece fugazmente a su amo: un Sancho aquijotado a quien le darían un falso título de gobernador de Barataria (el Cervantes), como indirecto reconocimiento a su amo don Quijote (un Borges injustamente tratado en un Cervantes previo). El copete de la nota advierte como al pasar que se trata de «un polémico paralelo entre Bioy y Borges», pero uno se puede imaginar el pánico con que se habrá recibido el celíaco vitriolo en la redacción de un diario que al día siguiente de la muerte de Bioy ya le había dedicado dos laudatorias páginas centrales, en las que sobresalía un recuadro titulado «Relación entrañable con La Nación».

La fama de Bioy, hombre de La Nación, es así lapidada en la primera página del medio en donde menos se esperaría un homicidio literario perpetrado por los pares. Por su parte, y a pesar de que no se inclinaría a reclamar estentóreamente a Bioy como uno de los suyos, Página 12 cubre su muerte con un tono de alabanza decorosa en la que se destaca como incrustación inquietante la nota bisémica de Pauls, donde se le encuentra una personalidad propia a Bioy respecto de Borges en materia de gusto cinematográfico, pero donde se reposiciona al mismo tiempo la herencia literaria de Bioy al identificar el «hedonismo» como uno de sus principales postulados estéticos y críticos. Pauls retoma una de las líneas clásicas de la desconfianza progresista sobre Bioy (la categorización de «escritor gentleman», para usar el conocido concepto de David Viñas), al escribir no sobre Bioy sino, al parecer, sobre la Argentina de fin del milenio:

¿Por qué eso de Bioy que la cultura progresista celebra hoy como «hedonismo» [...] fue, hace no muchos años, lo mismo que solía enardecerla bajo el drástico nombre de «privilegio de clase»? Creo que la respuesta iluminaría [...] el fenómeno de revalorización del que Bioy vino siendo objeto, digamos, a lo largo de los últimos quince años. Tal vez la muerte de Borges no lo explique todo. Tal vez el menemismo explique más de lo que creemos.


(Pauls 1999: 3)                


La nueva clase dominante impuesta por el menemismo, ensimismada, como dice Pauls, «exclusivamente en el vértigo de su compulsión a la rapiña», ocupa toda la segunda mitad de la nota y es identificada binariamente por comparación con la vieja clase estanciera, esa oligarquía vacuna que al menos habría sido capaz, sugiere Pauls, de criar en sus entrañas un escritor y un estilo de vida que ahora es y puede o debe ser añorado. A Pauls -nacido en 1959- parecería interesarle menos Bioy que la degradación menemista, pero la veintena de palabras que hay en su nota sobre «el fenómeno de revalorización» de la obra de Bioy traen a la superficie convicciones profundas de su generación literaria: no fueron ni Borges ni Bioy los elegidos como principales referentes por las escritoras y escritores jóvenes que publicaron sus primeras obras después del Proceso. Por eso insinúa Pauls su perplejidad ante el aumento de las acciones de Bioy en el mercado literario, «digamos, a lo largo de los últimos quince años» (o sea aproximadamente desde el cierre del Proceso en 1983, pero sobre todo desde la muerte de Borges en 1986).

Dos disonancias, entonces. La curiosa exasperación de la nota de Cela, en la cual la precisión crítica del autor es tan escasa como abundante es su pereza intelectual y su desdén por informarse acerca de la verdadera condición de la literatura argentina. Pero también la apuntación asordinada de Pauls, sobre cuya seriedad se puede hacer cargo el campo literario argentino de esos últimos quince años pautados en su nota. ¿Para qué y por qué Bioy, entonces? (y Borges-Bioy, por añadidura). Más que sobre la crítica periodística o académica, esa pregunta se abate sobre los escritores porque son ellos quienes realmente dirimen la elección de los modelos y de las estrategias que construyen una retórica de época. Trece son los colaboradores convocados por los tres suplementos: cinco de ellos son escritores; de éstos, tres son argentinos y sólo dos, Martínez y Pauls, escritores de ficción. Pauls es quien representa la generación que ingresa al siglo veintiuno con cuarenta años promedio, habiendo ya posicionado sus lugares enunciativos y por lo tanto habiendo reclamado para sí un derecho a rediseñar el campo literario. Dieciséis años antes, cuando recomenzaba la democracia en la Argentina, la generación de Pauls había sido bastante clara respecto de sus preferencias. Los que empezaban a publicar por entonces -además de Pauls, y entre otros, Martín Caparrós (1957), Jorge Dorio (1956), Sergio Chejfec (1956), Daniel Guebel (1956)-, se consideraban herederos del sistema Borges-Saer pero tenían claras intenciones parricidas respecto del primero. Esto era afirmado en 1983 bajo el seudónimo Horacio Balcarce: «[Es posible imaginar] para la generación del 80, para los escritores inéditos, la tranquila superación de la molestia de padecer la época que contempla la luminosidad de cierto anciano genio no vidente; no hay, para ellos, la incómoda cercanía de su eclosión; Borges es, ya, un clásico; se hace posible digerir apaciblemente sus virtudes» (Balcarce 1983: 2). Y Sergio Chejfec en el mismo año: «Hasta nuestro escritor ejemplar por excelencia, cuyas letras del apellido son ya las únicas seis que se utilizan para hacer los fideos de letras para la sopa, no se conformó con reflexionar: quiso enseñar las dudas con todo su penoso cursillo metafísico plagado de espejitos, citas y simetrías» (Chejfec 1983: 5). En una entrevista realizada en 1991, Matilde Sánchez expresaba estar «harta de la monorreferencia. Manuel Puig es el anti-Borges y creo que la literatura actual va en esa dirección» (O'Donnell 1991: 7).

Al leer a Manuel Puig los nuevos narradores habían invertido la explicación tradicional sobre el empleo de los media en su obra como denuncia de la alienación, negándose a interpretar sus prácticas como ejercicios de tipo paródico y destacando en cambio el trabajo con los discursos genéricos reciclados en la cultura «baja» de los medios. Por esa vía llegaron a considerarse sucesores directos de Puig, sobre todo en ciertos aspectos de su estética como la aspiración a crear una escritura hecha en «los bordes» de los géneros; la concepción de un estilo de copia y reproducción opuesto al concepto de invención y creación; o el cuestionamiento del sujeto productor del texto. También fueron sus puntos de referencia otros narradores posteriores a Puig como Osvaldo Lamborghini (1940-85), Luis Gusmán (1944-) y Héctor Libertella (1945-), en quienes los nuevos encontraron apoyo similar para enunciar una estética según la cual ni el acto de escribir ni la literatura misma eran necesariamente importantes, de manera que escribir equivalía a «escribir para la escritura», o sea crear objetos literarios independientes y autónomos. Los ochenta daban así un giro de 180 grados respecto del compromiso cultural y político que había marcado a la generación anterior de los sesenta, y se giraba tan abruptamente al advertirse que los espacios públicos tradicionalmente destinados a la literatura se habían reducido al mínimo, que el mercado literario se había pauperizado y que el hábito cultural de una práctica política había sido poco menos que cancelado en la Argentina. Para una franja extrema del nuevo espectro literario, escribir bien fue apostar a que el «contenido» (el tema, el género) fuera reemplazado por la escritura, que el significado fuera el significante, que el mensaje se orientara hacia sí mismo en tanto mensaje. Si la escritura era lo que importaba, escribir narrativa consistió en vaciar el género, trabajar en sus límites y reescribir en sus «bordes»; teorizar sobre lo ficcional desde adentro del relato; reproducir discursos; trabajar con la traducción, la cita, la copia, los saberes robados y parodiados; no aspirar a decirlo todo sino a decir lo incompleto y hasta lo contradictorio.

Se entiende que este programa joven encontrara una referencia válida en la obra de Puig y hasta cierto punto en la obra del Borges-Bioy de los cuarenta y cincuenta, aunque no en ese otro credo literario de Bioy cuyo comienzo es datado por él mismo a mediados de los cincuenta, cuando le ocurre «entre los pinos de Punta del Este [...] una especie de remordimiento», cuando toda su obra anterior le parece falsa por haber «estado escribiendo sobre cosas que no sabía, como la literatura fantástica», y decide ponerse a escribir «sobre aquello que estaba más cerca de mí, en lo que pensaba continuamente y que conocía un poco más, que eran las mujeres, sus amores» (Ulla 1990: 77). El programa que pudo haber interesado a los jóvenes del ochenta no fue esta nueva dirección hacia las «historias sentimentales» (Bioy 1994: 170), sino la propuesta que Bioy y Borges habían armado y difundido desde su encuentro en 1932 hasta comienzos de los cincuenta, sintetizada por Bioy años después como una «campaña en favor de la trama y de la escritura deliberada, eficaz y consciente» (Bioy 1994: 112); un proyecto que se fue construyendo tanto en textos comunes y propios como en elecciones editoriales patrocinadas en conjunto: la literatura policial, la literatura fantástica (Ulla 1990: 30, 140; Sorrentino 1992: 33, 74, 113; Di Maggio 1993: 120-121; Bioy 1994: 77, 105, 106, 112). Es por este camino que la reseña de Bioy sobre «El jardín de senderos que se bifurcan», publicada originalmente en Sur en 1942, encuentra nuevamente un lugar en 1990 en Babel. Revista de libros, el mensuario que entre 1988 y 1991 fue plataforma de este grupo de nuevos, quienes si bien podían entusiasmarse con ese rescate específico de Bioy, por otra parte decidían rechazarlo como modelo: como lo hacía Guebel, oponiendo a la ficción de Bioy la narrativa hiperliteraria producida desde fines del sesenta por Héctor Libertella, en quien se podía aprender cómo rechazar el valor expresivo e informativo del relato con una apropiada retórica de metalenguajes, fragmentación y efectos sin causa (Guebel 1985: 28).

Es que la propuesta Borges-Bioy de los cuarenta estaba lastrada por un rancio sentido ideológico. En 1945 la irrupción del peronismo había sido recibida por las clases medias y altas como una agresión de sectores ajenos que intentaban apropiarse indebidamente de espacios políticos y culturales que no les correspondían; por lo que el topos de invasión y el frecuente empleo de la oposición sémica civilización-barbarie se hicieron habituales en la literatura de la época. Se trata a menudo de una literatura inconfesadamente ideológica, que se ajusta a las prácticas culturales de los estratos sociales que proveían el circuito escritor-lector de la época. En el plano del discurso, las diferentes formas culturales antiperonistas practicadas por las capas medias -las formas culturales simples y las complejas, las «altas» y las «bajas», pero también sus discursos políticos, sus bromas, sus reglas de conducta, su literatura-, se interconectaron por dentro de un sistema retórico común dominado por la figura de contradicción, la parodia, la alegoría y la estructura del relato policial. Y esa literatura es ideológica, o sea «antiperonista», porque establece un pacto de lectura que requiere la reposición de sentidos que están ausentes en el texto, pero presentes en los códigos de sus lectores. Es por esto una literatura enlazada con una situación de discurso exterior y previa a los textos literarios, una situación discursiva donde circulaban profusamente oposiciones del tipo civilización y barbarie, silencio y ruido, armonía y conflicto, certidumbre y confusión. Y dado que esa situación de discurso puede ser documentada en los años inmediatamente anteriores al peronismo propiamente dicho, se hace posible afirmar que éste nace ligado a una literatura coetánea que es, por así decirlo, automáticamente antiperonista: una literatura sobre un hecho histórico, pero escrita antes de que suceda ese hecho histórico; una literatura, se diría, «de anticipación». La mitad de los textos que Borges-Bioy circularon bajo seudónimo fueron escritos y publicados antes de 1944, y otro tercio en 1946, el año inicial de la primera presidencia peronista, lo que hace que los textos antiperonistas más virulentos de esa serie -como «La fiesta del monstruo» escrito en 1947, o «El hijo de su amigo», escrito en 1950-, sean simples muestras adicionales de una ideología que es en última instancia una ideología «preperonista». La condición y la marca política de esa literatura era en otras palabras inevitable, a pesar de que sus practicantes mayores nunca lo hayan querido reconocer. Decía Borges treinta años después, en 1975: «...a mí personalmente no me gusta que la política intervenga en la literatura. Es sabido que soy antiperonista, pero no he escrito nada en tal sentido, porque eso no me interesa como literatura, se entiende» (Lafforgue 1975: 65). Decía Bioy en 1962: «Lo que me mueve a escribir es generalmente una vislumbrada situación de la comedia humana o una situación fantástica o poética; rara vez es un propósito político» (Martino 1989: 34).

En «La postulación de la realidad», de 1931, Borges había defendido con elocuencia la teoría de que la verosimilitud de un relato debe depender de sus silencios y omisiones, de lo que no está presente en el texto; en sus propias palabras, de «una realidad más compleja que la declarada al lector» (Borges 1974: 219). Más que lo irreal Borges proponía lo real; pero por omisión y por ausencia, como en el comienzo de «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» de 1941: «Bioy Casares había cenado conmigo esa noche y nos demoró una vasta polémica sobre la ejecución de una novela en primera persona, cuyo narrador omitiera o desfigurara los hechos e incurriera en diversas contradicciones, que permitieran a unos pocos lectores -a muy pocos lectores- la adivinación de una realidad atroz o banal» (Borges 1974: 431). Es precisamente en los relatos bajo seudónimo donde se aplica escrupulosamente esta propuesta. La operación se hace evidente en los tres recursos que predominan en la serie: la parodia, o sea la ruptura de un sistema por otro que es sugerido por negación y que está fuera del texto; la figura de contradicción, que se construye por medio de dos enunciados diferentes que obligan a rechazar un sentido que es superficial y a encontrar otro que es verdadero o profundo; la forma de relato policial, que funciona como una síntesis de este sistema por la técnica misma que aplica: despejar una incógnita ausente, resolver el enigma planteado por la verdad oculta. El papel del lector fue allí fundamental porque los grotescos personajes, devalorados por sus acciones equívocas o fraudulentas, reciben una doble depreciación por obra de los códigos negativos que manejan (respecto de vestimenta, alimentos, normas de etiqueta, maneras, costumbres, prácticas y hablas). Del mismo modo que la figura de contradicción prepara al lector para que éste postule el sentido ausente, los códigos proponen que la ilegitimidad y la incorrección sean evaluadas como tales desde la perspectiva del cuadro axiológico positivo, que está ausente y que debe ser suplido por un lector competente que se percibe a sí mismo como poseedor de exclusividad y como dador de criterio, tanto en lo simple como en lo complejo, tanto respecto de los códigos de vestimenta o de alimentación, como sobre los rasgos culturales secundarios del nacionalista o sobre las condiciones específicas que debe poseer la buena literatura.

La serie de Borges-Bioy había comenzado como un divertimento paródico basado en recursos retóricos de desvalorización literaria, cultural y social. Otros elementos más complejos, como la sátira del nacionalismo, ampliaron luego la profundidad de campo de estos textos y abrieron camino a la feroz escritura política que culmina en «La fiesta del monstruo», escrito en 1947, circulado privadamente en copia mimeografiada, y publicado finalmente en Montevideo en 1955, pocos días después del derrocamiento de Perón. Es el texto «antiperonista» más completo de la serie; pero, más precisamente, no es otra cosa que una exasperación de la serie causada por el impacto político no previsto del peronismo histórico. Los códigos de «La fiesta del monstruo» son exactamente los mismos que existían en la serie desde 1942; pero ahora las oposiciones sémicas usuales se hallan tan saturadas que el relato termina investido de una fuerte estilización y una avasalladora inverosimilitud, preparadas para que el lector de 1947 pudiera asociar la destrucción de lo verosímil en el texto con un sentido de destrucción aplicado al peronismo, inverosímil él mismo como hecho histórico. «El peronismo -escribirá Borges en "L'Illusion comique"- era una farsa en la que nadie creía» (Borges 1955: 10). «La fiesta del monstruo» fue escrito y leído en forma de samizdat y como conjuro de una pesadilla política convertida en realidad. Porque la propuesta delirante y sobrecargada de este texto es en sí misma una «monstruosidad»: es decir, un desorden momentáneo en la proporción regular y natural de las cosas. Y es en esa condición de momentaneidad y desorden, de falta de estabilidad, donde se dirime el problema de lectura que plantea un texto que no puede ser menos que desmesurado por haber sido escrito para dar cuenta de una realidad considerada excesiva, más allá de la razón, pesadillesca y por ello mismo conjurada como transitoria. La acumulación retórica, la saturación de los códigos, establecen un contrato de lectura de máxima intensidad en la serie, según el cual la operación de reponer el sentido ausente es posible aun a pesar de la enorme distancia que existe ahora entre grotesco textual y código de referencia. En «La fiesta del monstruo» el peronismo es inscripto como pesadilla y delirio en la retórica propia de la alegoría, es decir en el traspaso de sentidos que son inmediatos a otros sentidos que son distantes y a menudo exóticos. El peronismo queda fijado en un texto patrón antiperonista, que exaspera los datos reales hasta volverlos casi irreconocibles. Y es así como se impone finalmente el topos invasión en la literatura de esos años: la estilización demoniza pero también fija la «realidad atroz» en términos textuales insoportables, que sólo pueden ser entendidos como una violenta irrupción de lo ajeno en lo propio. Si el topos de la invasión es casi omnipresente, es porque existe de manera simultánea en el plano de competencia de los escritores y también en el de los lectores a quien estos textos se dirigen en el momento en que son creados y publicados. En términos semiológicos se podría decir que el sistema de expectativas de los receptores no es traicionado por el emisor; el signo -el dictum antiperonista- puede repetirse en diferentes textos y escritores porque existe un código cultural e ideológico común, compartido por ambas partes del circuito.

Después de la caída del primer peronismo en 1955, cuando la invasión se cree políticamente bajo control, los topoi clásicos de la literatura antiperonista pierden prestigio retórico y significación ideológica, y son sometidos a operaciones de inversión ya clásicas en la serie literaria argentina: relatos como «Cabecita negra» (1962) de Germán Rozenmacher -con «Casa tomada» (1951) de Julio Cortázar-, y «El niño proletario» (1973) de Osvaldo Lamborghini -con «El matadero» (1840?) de Esteban Echeverría-, resignifican los topoi por inversión de los códigos, de modo que los atributos de la barbarie -el desorden, el ruido, el salvajismo- son reasignados, la idea de orden es trastocada, y la moral pequeño-burguesa pasa a ocupar el lugar de la barbarie. La operación de invertir los topoi expresa la presencia de representaciones ideológicas de distinto signo, actualizadas por dentro de una situación política que es simétrica sólo en apariencia: es el tránsito desde los Ernst Cassirer, Lucien Lèvy-Bruhl y James Frazer de los 40, al Frantz Fanon y al Albert Memmi de los 60; el pasaje desde la idea de mentalidad primitiva a la idea de mentalidad colonizada, el trayecto que va desde la creencia en una comunidad universal interpretativa a la revelación de la lucha cultural entre centros y periferias ubicados tanto entre naciones diferentes como por dentro de las naciones mismas. En los 60 y 70 el peronismo histórico y el peronismo coetáneo son proyectados en la pantalla de las luchas culturales y políticas de los pueblos colonizados, más allá de los debates locales argentinos. Si en lo político se reexamina críticamente el peronismo sin los traumas de rechazo propios del pasado, en literatura se reelabora los lenguajes, los sentidos y las prácticas que se conectan con ese tipo de reexamen. En narrativa, el paso siguiente lo da Puig. La inversión de los topoi implicaba la sustitución de un campo semántico por otro, lo cual preservaba a su vez la existencia de los dos niveles por separado: el sema «cabecita negra», por ejemplo, podía ser invertido para que perteneciera al semema «civilización»; pero esa oposición era posible porque civilización y barbarie seguían pensados todavía como campos semánticos válidos. Las mezclas y los montajes de Puig van a engendrar un texto que es texto literario y no lo es simultáneamente; que está en el borde de los géneros; que es tanto inventio como reproductio, tanto creación como copia; que está narrado y firmado, pero niega la existencia de un sujeto productor del texto. El discurso narrativo de Puig expresa claramente la no pertinencia de las oposiciones sémicas, con lo que postula la ruptura de la diferencia y desconstruye la premisa de la naturalización, haciéndose así político-ideológico, intensamente subversivo ya a fines de los 60.

Se entenderá entonces por qué razones ni Borges ni Bioy pudieron ser referentes enteramente válidos para esos jóvenes escritores que habían entrado a la adolescencia durante la fugaz primavera izquierdista de Cámpora (1973); a la juventud durante el Proceso (1976-83); y al campo literario durante la segunda mitad de los ochenta, cuando la ficción argentina ya estaba imantada por el legado de Puig. El modelo Borges-Bioy acarreaba una Argentina muerta: no la de la oligarquía frívolamente convocada en la nota de Cela, ni la de la nostalgia fingida del texto de Pauls, sino la Argentina de una «tradición inventada» -según la definición de Hobsbawm1- una tradición que desde los treinta y los cuarenta había sido perpetuada con admirable literatura por Borges y Bioy, con la intención -por cierto conservadora- de preservar un imaginario de sociedad cuya estructura ya estaba entonces irremediablemente fisurada por el cambio. Pauls y su generación podían compartir con entusiasmo los apotegmas de la famosa lista sobre lo que hay que evitar en literatura, borroneada por Borges, Bioy y Silvina Ocampo «una tarde de 1939» (Bioy 1994: 80); podían afirmar con Borges y Bioy que «lo importante es el texto, y que el autor, sobre todo la vida del autor, puede olvidarse» (Ulla 1990: 142); les era posible objetar con ambos «la tendencia de algunos críticos a pasar por alto el valor intrínseco de las obras y a demorarse en aspectos folclóricos, telúricos o vinculados a la historia literaria o a las disciplinas y estadísticas sociológicas» (Bioy 1994: 79; Di Giovanni 1995: 113); y sobre todo les era factible cuestionar con Borges y Bioy la función del relato como representación. Sin duda los fascinó en sus textos la destreza técnica del sentido ausente; pero rechazaron la legitimidad del canon que se les ofrecía al no poder aceptar la ultima ratio ideológica de esa poética, al no poder compartir la específica tradición inventada que Borges y Bioy elaboraban en sus textos. Así, si la revista Babel reedita en 1990 el Bioy de 1942, el Pauls maduro de 1999 insinúa que la revalorización de Bioy acaso no esté fundamentada por el peso específico de su obra, sino por la necesidad nostálgica de reemplazar un icono perdido: «tal vez», dice Pauls, «la muerte de Borges no lo explique todo».

Lo que van a mostrar las muertes de Borges y de Bioy es la clausura de esa tradición inventada que respiraba en sus textos. La Argentina imaginaria de Bioy está anclada en ese júbilo familiar que estalla cuando era adolescente: «En mi casa [el golpe de Uriburu contra Irigoyen] se recibió con aplauso» (Sorrentino 1992: 22). En 1935, en plena «década infame», Bioy tiene veintiún años, se hace cargo de la estancia paterna y sabe que la policía del régimen tortura sistemáticamente a sus vecinos: «A Cipriano Cross [...] le sumergieron la cabeza reiteradamente en agua con carne podrida y lo tuvieron toda una noche colgado de las muñecas de la viga de la comisaría»; [al gallego Chorén] «lo torturaban aplicándole una picana eléctrica en la calvicie» (Bioy 1994: 139). Pero era otra la tradición inventada que prefería prolongar. Tiene diecisiete años el mediodía de 1931 en que conoce a Borges, quien -según recuerda cincuenta y cuatro años más tarde-, «el día anterior había publicado un artículo titulado "Nuestras imposibilidades", hablando de nuestras imposibilidades de ser coherentes o lúcidos en materia política» (Bioy 1994: 108)2. En ese ensayo o «noticia de los caracteres más inmediatamente afligentes del argentino» urbano y de clase obrera o media baja, el «saladerista o martillero», ya están aisladas dos de las categorías que diez años más tarde, juntos y bajo seudónimo, Borges-Bioy empezarán a atribuir al argentino promedio: el desdén por lo extraño/extranjero, y el rencor como motivación política. Pero anidada en la extensa argumentación hay una decena de renglones donde Borges define por desplazamiento al «argentino esencial»: estipula que su ensayo no tiene por objeto al «criollo», acaso ubicable, propone, «en esas regiones donde una concurrencia forastera no lo ha estilizado y falseado» (Del Carril 1999: 118-19). Ese es el mismo criollo inventado literariamente, esencial e incontaminado, que le sirve a Bioy para imaginar un antes y un después, una caída que empieza inequívocamente en 1943: «...antes éste era [...] uno de los países más importantes del mundo [...] y después del 43 empezó toda esta decadencia, empezó la Argentina más pequeña» (Sorrentino1992: 50-51). Esa «nueva Argentina» que el peronismo triunfalista iba a pregonar apenas tres años más tarde hará cesar «la triunfal república previa al año cuarenta y tres» (Bioy 1970: 720) y será responsable, incluso, de la decadencia vestimentaria del criollo esencial, corrompido él mismo por el acceso a formas más modernas de consumo:

Hoy en día los gauchos tienen esa vestimenta [impuesta por Hollywood y por actores como Douglas Fairbanks o Rodolfo Valentino] porque, en la época del peronismo, con el auge del deporte y del folclore, se dieron cuenta de que no solamente había que ser domador sino que había que vestirse como gaucho. Y entonces [...] habrán ido a una tienda del pueblo, a una cadena muy importante [...] y ahí compraban la ropa.


(Sorrentino 1992: 229-30)                


Tanto en el Bioy textual como en el oral es posible seguir la huella de este paradigma de pérdida y caída. En su reseña de El sueño de los héroes, publicada en Sur en 1955, Borges postulaba que si el gaucho es el símbolo que preserva la nativa nobleza argentina -«la figura [...] del hombre solo y valiente que en un lance de la llanura o del arrabal se juega la vida con el cuchillo»-, la novela de Bioy ofrecía «una última versión del mito secular», con referencias tan (in)equívocas al tiempo presente de la redacción que, según concluye Borges, el texto «corresponde con trágica plenitud a estos años que corren» (Del Carril 1999: 284-86).

Con la intención de «rescatar [...] esos dos temas que un largo manoseo deformaba» (Bioy 1994: 187), Bioy va a redactar quince años después, en 1970, el opúsculo «Memoria sobre la pampa y los gauchos», donde define los «caracteres ilustrativos de la idiosincracia del gaucho» a propósito del ya viejo y enfermo don Gregorio Mendivil, antiguo peón de estancia del pago de los Bioy:

Por ejemplo, esa delicada variedad del énfasis que consiste en decir menos de lo que es; una deferente disposición a restar importancia a dificultades e infortunios; el descreimiento sin terquedad, la ironía respetuosa; el vocabulario preciso, con su dejo arcaico; una suavidad en el modo, como si nunca fuera necesario levantar la voz; la tranquila resignación, que no conoce abatimiento, y una distinción personal que ninguna circunstancia perturba.


(Pichon Riviere 1991: 722-23)                


El laconismo; el estoicismo y la resignación ante el destino; la morigeración en el juicio; el respeto por los demás; la distinción personal: casi el epítome del caballero cristiano medieval encarnado en una esencia que la caída iniciada en el cuarenta y tres ha fisurado gravemente. Subrayaba Bioy al responder a una encuesta de 1961 «sobre virtudes y defectos de los argentinos»: «Hemos cambiado. Hasta hace poco el criollo era gente reservada. Algo de eso nos queda [...] pero nos hemos vuelto efusivos y sentimentales y creo que entramos con paso firme en el trópico» (Martino 1989: 196)3. El antiguo peón Mendivil, «en medio del campo, solo, pálido, visiblemente enfermo», vive en un «rancho derrumbado, de tres piezas, con una habitable: la cocina, [de] piso de tierra». Bioy se pregunta «por qué una persona estimada y querida vive sola»: «Como no tengo respuesta», indica, «invoco el destino y en un murmullo comento que ni la misma muerte ha de conmover a estos gauchos, tan versados en una inmemorial soledad» (Pichon Riviere 1991: 723). El criollo arquetípico, milagrosamente intocado por la decadencia de «la triunfal república previa al año cuarenta y tres», vive en miseria y soledad objetivas para que Bioy explique la esencia gaucha, tan natural que no se podría determinar su antigüedad. Cuando el Estatuto del Peón Rural de 1944 reguló por primera vez el trabajo del campo en la Argentina, algunas de las obligaciones que contenía -como la provisión de cuatro metros cuadrados de vivienda con techo y piso de material por cada obrero rural-, despertó parecidas objeciones esencialistas en la clase terrateniente: el gaucho argentino, según quejas publicadas en la época, había dormido sempiternamente al sereno, protegido por las estrellas y en contacto con la tierra protectora, de modo que era ridículo pretender cambiar un orden tan natural de las cosas (Cúneo 1967: 151-58).

La actividad política de Bioy, y la de Borges, no es materia que ahora atraiga el comentario, pero no por ello ha quedado indocumentada (baste recordar como muestra los comentarios de Bioy sobre sus visitas con Borges al candidato a la vicepresidencia por la Unión Democrática, la coalición derrotada por la fórmula Perón-Quijano en las elecciones de 1946 [Sorrentino 1992: 114]). Más interesante es el examen de la politización de sus textos, aunque Bioy, al igual que Borges, haya preferido negar que exista una intención política en su escritura4. Su atracción por el lenguaje y los personajes de clase humilde o media baja -mencionada con frecuencia por la crítica (Bastos 1981: 23; 1989: 155)-, se desarrolla en el momento en que empezaban a ser visibles en Argentina las formas de una nueva cultura popular manifestada en medios como el radioteatro, el cinematógrafo, los libros y revistas de quiosco, el tango-canción. Si Arlt ya reelabora buena parte de estas nuevas formas en su ficción a partir de fines de los veinte (Sarlo 1992: 43-65), es recién en la década del sesenta cuando la cultura popular comienza decididamente a ser un factor de cambio estético en los relatos de Manuel Puig y de Juan José Hernández (entre otros que comienzan a echar mano de la radio, el cine, la revista popular, la televisión poco más tarde, para escribir precisamente sobre un mundo provinciano fijado en los cuarenta y cincuenta). Pero para que esto sucediera fue necesario un lento trabajo de ajuste ideológico y de revisión de la cultura argentina, que empezó en las postrimerías del peronismo con la revista Contorno (1953-1959) y que incluyó tanto la revisión crítica del peronismo en política como la reelaboración de lenguajes, significaciones y prácticas literarias que desacralizaron lo literario entendido como una expresión de las «bellas artes». Hacia los treinta y los cuarenta, sin embargo, -que es cuando Bioy está empezando a definir su escritura-, las belles lettres argentinas o bien ignoran las formas de la cultura popular o bien las visitan con una actitud similar a la que más de medio siglo antes habían congelado los hermanos Goncourt en su famoso diario; es decir, con una intención estética más que social, respondiendo más que nada a una necesidad de representar lo feo y lo exótico a modo de reacción contra los estilos elevados e idealizadores. Anota Edmond de Goncourt el 3 de diciembre de 1871:

Mais pourquoi [...] choisir ces milieux? Parce que c'est dans le bas que [...] se conserve le caractère des choses, des personnes, de la langue, de tout... Pourquoi encore? peut-être parce que je suis un littérateur bien né, et que le peuple, la canaille, si vous voulez, a pour moi l'attrait des populations inconnues et non découvertes, quelque chose de l' exotique que les voyageurs vont chercher...


(Journal, citado por Auerbach 1950: 468)                


[¿Por qué escoger esos ambientes? Porque en lo bajo se conserva el carácter de las cosas, de la gente, del idioma, de todo... ¿Por qué, una vez más? Quizás porque soy un escritor nacido en buena cuna, y el pueblo, el populacho si se quiere, tiene para mí el atractivo de las poblaciones desconocidas y aún no descubiertas, lo exótico que van a buscar los viajeros...].


El mundo de clase humilde y media baja de la narrativa de Bioy se inscribe en esta situación de lectura y en esta producción de sentido. Como Edmond de Goncourt (y también como ese otro escritor-gentleman argentino, Eugenio Cambaceres) Bioy es «un escritor nacido en buena cuna»5 que visita el mundo de las clases inferiores y que cree que «en lo bajo se conserva el caracter de las cosas»: o sea la verdadera índole argentina, no corrompida, todavía viva en la tradición inventada de una Argentina de gauchos esenciales que se prolongan a veces en brava gente de arrabal, como sugería Borges acerca del protagonista y la historia de El sueño de los héroes.

La exasperación de este subtexto altamente ideológico ocurre en los textos conjuntos, en ese Bustos Domecq escrito y publicado entre 1942 y 1955, en el 67 y por última vez en el 77, año en que Bioy explicaría que la obra bajo seudónimo había sido creada como resultado de «nuestro descontento con algunas situaciones argentinas» (Martino 1989: 237)6. La exasperación sucede en Bustos Domecq, pero las técnicas escriturales allí aprendidas se ramifican estilísticamente en los siguientes textos de Bioy, aun en los que escribe sin la hegemónica intención satírico-política de los sardónicos textos conjuntos: la figura de contradicción, que en Bustos Domecq transmite cómicamente la doblez del significado y la consiguiente devaluación de los personajes satirizados (Avellaneda 1983: 57-92), reaparece por ejemplo en textos «serios» posteriores como El sueño de los héroes7. La tensión escritural propiamente ideológica se extiende además desde el fuerte segmento satírico que inicia el tratamiento de la idea de caída, a otros relatos «serios» como El sueño; «Homenaje a Francisco Almeyra», alegoría antiperonista escrita en 1952 y publicada en 1954; «El atajo», publicado en 1967 y probablemente escrito a propósito del golpe de 1966-73; «La pasajera de primera clase», breves dos páginas de 1972 donde transpira el sentido de asedio dejávu que el antiguo antiperonista del cuarenta pudo haber experimentado nuevamente cuando ya era inminente el regreso de Perón a la Argentina8.

Algunos críticos han clasificado la obra de Bioy en varias etapas según diferentes criterios (Barcia 1990: 9-63; Suárez Coalla 1994: 139-47); Bioy, como hemos visto prefería pensar su obra en dos partes, la fantástica y la sentimental. Desde la perspectiva del Bioy recibido por la joven literatura argentina durante los últimos quince años de su vida, del Bioy como legado de producción literaria posible, no importó tanto la ingeniosidad de sus narraciones fantásticas (no tan brillantes como las de Borges o las de Cortázar), ni la destreza en la construcción del relato (una norma muy alta en la narrativa argentina desde la obra de Horacio Quiroga). La ambiciosa propuesta de una literatura «civil», inconfesadamente político-ideológica, quedó por otra parte encapsulada en sí misma, a deshora de las circunstancias por su carga de esencialismo nostálgico. Si el goce de lectura lo tiene asegurado, es muy posible que la literatura de Bioy haya perdido su posibilidad de progenie, que es sin duda el valor más deseado -tácita o abiertamente- por todos los escritores. «Hacia el final de su vida», contaba Bioy de Mallea, «él sentía un gran desencanto [...] sobre la estimación de su obra. A Mallea creo que le ocurrió una cosa muy patética [...] fue primero famosísimo en vida y después fue olvidado en vida» (Sorrentino 1992: 153-54). No ha sido el caso de Bioy, quien murió colmado de honores. Pero la vitriólica necrológica de Cela borroneó un poco su estampa; y la de Pauls, a pesar de su respeto asordinado, planteó el primer interrogante de importancia sobre su futura descendencia.






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