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ArribaAbajo- XIV -

En este medio ambiente cargado de galanterías, de lisonjas y requiebros, en el que vivía la señora Rubio, siendo   —70→   ella la más coqueta, la más despreocupada y quizá también la que menos amaba a su esposo; ¿quién no había de juzgar que ella hubiera llegado con su andar atrevido hasta penetrar en el abismo del adulterio? Y en la despreocupación de su carácter, imaginarse que aquello fue no más que pasajera caída, una de las muchas que se dan en el vertiginoso vals de dos tiempos.

¿Qué fue aquello? ¡Nada! Un resbalón en el tapiz del salón. Así pudo ella muy bien haber dicho.

Pues bien, téngase muy en cuenta, que en los diez años de matrimonio que han trascurrido, Blanca no le fue nunca infiel a D. Serafín.

¿Por qué ha sucedido así? ¿Puede realizarse esta antítesis del sentimiento moral?

Es acaso cierto aquel pensamiento de Víctor Hugo, en que dice, hablando de la caída de una mujer: «Hay ciertas naturalezas generosas que se entregan, y una de las magnanimidades de la mujer es el ceder».

De donde será forzoso inferir, que la mujer egoísta, calculadora, vana, será la menos expuesta a caer.

Sí, cierto, hay magnanimidades que llevan a una caída, como hay egoísmos que llevan a una virtud.

Preciso es confesarlo resueltamente, muchas virtudes sociales provienen de grandes imperfecciones del alma; así como muchas culpas nacen de grandes cualidades del corazón.

¿Cuántas mujeres caídas simbolizan una alma generosa, amante, tierna, abnegada...?

¿Cuántas fidelidades conyugales simbolizan, y por otra porte, vanidad, egoísmo, frivolidad, futileza?

¿Veis aquella mujer? Es una joven. Lleva severo vestido negro de rigurosa sencillez, y parece arrastrar el duelo de sus muertas ilusiones.

¡Ah! Es una alma que ha amado; ha amado tanto; que juzgó, que sacrificar familia, honra, porvenir, todo en aras de su amor, aun era poco. No importa que a cambio de sus sacrificios, sólo cosechará abandono, olvido, desprecio: ella guarda en su alma como en su santuario, el recuerdo de su desgraciado amor.

En contraposición a ésta, miremos a una gran señora, es admirada y adulada en todos los círculos sociales. Desde muy temprano aprendió a servirse del amor como   —71→   de un motor, para remover obstáculos, alcanzar influencias, y realizar proyectos, personificando una de esas figuras que Balzac ha trazado con mano maestra en «Las mujeres sin corazón» ¿Cuáles son pues sus cualidades? Es vana superficial, frívola, orgullosa; ha consagrado todo su tiempo a la moda, al fausto, y ha alcanzado por la extravagancia de su tocado y el lujo de sus vestidos que la proclamen reina de la moda. Sus amigos, aquellos que con los mismos defectos de ella, la encuentran modelo de perfecciones, la admiran sin alcanzar a descubrir que todas sus grandes cualidades, provienen de grandes deformidades del espíritu.

No nos extrañe, pues, que Blanca, con iguales defectos e imperfecciones, tal vez sin darse ella misma cuenta de que procedía bien, fuera esposa fiel, no tanto por amor a su esposo, cuanto por falta de amor a otro hombre, no por virtud, sino por... ¿que diré...? Preciso es confesarlo: el tipo de Blanca aunque real y verdadero, se escapa a toda definición.

¿Será que en ciertas naturalezas, la lisonja, la vanidad, el ruido de las fiestas, les sirve como de antídoto contra el amor?

O ¿será acaso que absortas en la contemplación de la propia belleza, han alcanzado acallar la vibradora fibra que el corazón de la mujer amante jamás deja de ser herida por la mano del amor?

Sin que con ninguna de esas suposiciones, crea pueda satisfacerse al observador que estudia los fenómenos sociales, que a su vista se presentan; continuaré la historia de la señora Rubio, en la que encontraremos uno de los tipos más indefinibles que en la alta sociedad se ven.

Y en muchos casos, ni la moral religiosa, ni la moral social, puede decirse que encaminan los pasos de esa esposa.

¿Qué viene a ser pues, la virtud, sin la idea moral, sin el principio religioso, sin el guía del bien y sin la conciencia de sí misma...?

Si Blanca no le ha sido infiel a D. Serafín en los diez años trascurridos, ¿podremos asegurar que no lo será muy pronto?, ¿tan pronto como desaparezcan las causas fútiles y pasajeras que hasta hoy la han salvado? Quizá   —72→   si ella misma no se atrevía, llamase virtuosa, a pesar de su constante fidelidad.

Mucho tiempo hacía que pensaba en un amante, como en algo que contribuiría a amenizar su vida, y miraba a Alcides como el único hombre que llegaría a conquistar su corazón. Otras veces llevaba su recuerdo hacia su antiguo novio, al que tan amorosamente díjole un día: Cuando yo sea la esposa de Rubio, te daré toda la felicidad que hoy deseas.

Pero este joven que tan sincera y caballerosamente la amaba, no pudo resistir el pasar de verla casada con D. Serafín, y partió del Perú, dos días antes del matrimonio, resuelto a no volver jamás.

Si Blanca hubiese llevado vida solitaria, aislada de la alegre sociedad que la rodeaba, hubiera sin duda consagrado todos sus recuerdos y sus afectos a su primer amor, a aquel joven que ella verdaderamente amó; pero en medio de la agitada vida de «gran señora», y más aún, de gran coqueta, apenas si podía entregarse a sí misma, y evocar los más dulces recuerdos de sus amores; entonces veía surgir en su mente la figura gallarda y siempre seductora de su antiguo novio, e involuntariamente le comparaba a D. Serafín, a su marido, y exhalando amorosísimo suspiro, solía decir: -¿cuánto le hubiera yo amado si él hubiese querido vivir cerca de mí...!

Y esta idea la entristecía a ella que tan poco susceptible era a la tristeza.

Sentía el vacío de su vida, y anhelaba algo como un ideal, que refrescaba la árida sequedad del fondo de su existencia y del fondo de su alma; algo coma una gota de rocío sobre el abrasado desierto de su corazón.

Tal vez se dirá: ¿por qué Blanca, en diez años de matrimonio, con un hombre a quien no amaba, no ha sentido antes esa imperiosa necesidad...? A lo que será preciso contestar dando esta razón poderosísima: Blanca, acababa de cumplir treinta años.

Edad temible, que los maridos celosos y las mujeres que no aman a su poco simpático conyugue, deben mirar como el Rubicón del matrimonio.

¡Cuánta diferencia, entre un hombre de treinta años, y una mujer de la misma edad!

  —73→  

El uno ha derrochado su corazón junto con su cuerpo, la otra ha atesorado afectos y ha atesorado vida.

Por eso el hombre dirá eternamente con el poeta: Funesta edad de amargos desengaños. Y la mujer eternamente dirá: Funesta edad de espantosas tentaciones.

Hasta ahora Blanca se ha salvado ¿se salvará después?

Con esa volubilidad propia de los caracteres vehementes impresionables, más de una vez sintió que esas corrientes simpáticas que son como alboradas del amor; estremecieron su alma, y la llevaron a sentir las primeras vibraciones del amor; pero las emociones sucedíanse de tal suerte, que la impresión recibida hoy, era por otra borrada mañana.

Aquí debemos hacer una observación: ciertos maridos aseguran la fidelidad de su esposa por los muchos adoradores de ella, más que por los propios méritos de ellos.




ArribaAbajo- XV -

¡Un diálogo amoroso entre Blanca y Alcides!... He aquí algo digno de copiarse, si todos los diálogos amorosos no fueran parecidos en la forma y en el fondo.

Todos los hombres fingen sentir con el mismo ardor; todos las mujeres fingen huir con el mismo empeño.

Si el autor de la leyenda bíblica, hubiera querido entrar en detalles, como lo hacemos los novelistas; hubiéramos referido, cómo, en el primer momento, huyó Eva cuando Adán le dijo: -Yo te amo. Sí, debió huir; pero no tanto que él no pudiera alcanzarla.

No culpemos por ello al hombre ni a la mujer. La Naturaleza ha confiado la conservación y perfeccionamiento de las razas a sentimientos invencibles. Y si el primer impulso del pudor, es huir, otro más poderoso acerca a la mujer, hacia el ser que la ha de acompañar en su misión sobre la tierra.

Blanca y Alcides departieron amorosamente.

Cuando una mujer y un hombre hablan de amor; una mano invisible traza en ese momento el camino fatal que ambos deben seguir. ¡Cuántas veces se resuelve el destino   —74→   de un individuo por el sesgo que torna un diálogo amoroso que la casualidad le llevó a entablar!...

Blanca no había llegado todavía a la época de la pasión verdadera; de la pasión que ella era aún susceptible de sentir; más que amar quería coquetear con Alcides; gustaba que fuera mejor con él, que con otro, por razones de amorosa simpatía. No estaba decidida a que él fuera lo que ella hubiera llamado su amante oficial, impuesta a la sociedad y aún a su propio marido. No: ella gustaba del amor como de las joyas, como de los vestidos.

Entregarse a un hombre le parecía rebajamiento de su dignidad, no de esposa, ni aún de mujer, sino de gran señora.

La aureola de la mujer a la moda, creía que debían formarla no sólo los aduladores, nada pretensiosos, sí que también, los aduladores, los que mucho solicitan. Ella despreciaba a esas mujeres que aceptan por amante al hermano de su esposo o al amigo íntimo de la casa, y los tres forman una trinidad, que da por resultado el ridículo y la burla para el marido.

Y si don Serafín, como individualidad aislada sin su cualidad de esposo modelo, poco le interesaba; comprendía que la marca con que la sociedad señala al hombre que va al lado del amante de su mujer, si lo desprestigia mucho a él, la deshonra mucho más a ella.

No era pues, ni la idea moral ni el sentimiento del bien lo que la mantenía en ese estado de fidelidad conyugal, que no podía llamarse virtud, pues que a ella concurrían móviles indignos de la mujer verdaderamente virtuosa.

Aquel día, más que otros, Blanca y Alcides hablaron largamente de amor, y después de largo diálogo semi-romántico, Alcides estrechando atrevidamente el talle de Blanca, intentó besarle el cuello, postrándose luego a sus pies.

Blanca, no era de la misma opinión, de aquel que ha dicho: a una mujer se le ofende hasta arrodillándose ante ella.

No fue pues por sentirse ofendida, por lo que, con un brusco movimiento se desació de él, y poniéndose de pie dijo:

-¡Vaya no sea cándido! ¿Qué se ha vuelto U. loco? Déjese de romanticismo novelescos, -y riendo burlona a la   —75→   par que satíricamente, desaciose de los brazos del joven que amorosamente la enlazaban.

También Alcides levantándose de su arrodillamiento miró sorprendido a Blanca.

El diálogo amoroso sostenido entre ambos, había sido tan apasionado, tan ardiente, que las palabras y la risa de Blanca, cayeron en el corazón del enamorado joven cual frío líquido sobre enrojecido hierro.

Y como si sólo hubiera alcanzado a comprender una palabra de las de Blanca con tono indignado exclamó:

-¡Loco! sí, U. concluirá por volverme loco.

Blanca permaneció en silencio. Quizá si esa risa sarcástica y esas palabras hirientes, no habían sido más que recurso de mujer astuta, que antes de caer rendida, se gozaba en escaramuzas, con las que esperaba incitar a su perseguidor.

Pero Alcides que se encontraba en uno de esos momentos de excitación nerviosa y de ofuscamiento intelectual, pensó que había perdido el cuarto de hora propicio en que las mujeres como Blanca dejan de ser coquetas, ligeras, burlonas para ser mujeres, es decir para sabor amar. Recordó que había ido allá no a sostener diálogos amorosos, más o menos románticos, sino muy resuelto a dar solución definitiva a su situación, largo tiempo ya, para él, insoportable.

Recordó aquella maldita apuesta, aquel juramento de llegar a ser el dueño, es decir el amante feliz de Blanca Sol. Este cuasi desafío que si bien hubiera querido él olvidar, su amor propio le recordaba diciéndolo: perderás tu prestigio de galán afortunado y tus amigos te obsequiarán burlas y sátiras dignas de un alardeador badulaque, indigno de alcanzar lo que cualquiera de ellos juzga muy posible obtener.

Alcides sentía los ímpetus más que amorosos, rabiosos, del hombre que ha tiempo incitado y siempre burlado, siente el coraje de la desesperación: su sangre italiana rebulló en sus venas: miró a Blanca que con la sonrisa provocativa de sus labios rojos, fuertemente incitantes, y sus ojos, en ese momento lánguidos, le miraban, y sus nervios se estremecieron de rabia y de amor.

Sin darse cuenta de sus acciones lanzose rápido como el   —76→   león sobre su presa, y estrechando con acerados brazos a Blanca, la atrajo hacía sí, sin que ella pudiera evitarlo.

-¡Te tengo en mi poder! -díjole confundiendo su aliento con el de ella.

-¡Sería U. un infame! -exclamó ella intentando desasirse de Alcides enrojecida de cólera.

Una lucha se trabó entro ambos. En ese momento comprendió Alcides el papel indigno y también ridículo que desempeñaba, y dominando su propia exaltación dejó libre a Blanca.

Ella furiosa y con amenazador ademán díjole:

-Yo vengaré como merece esta infamia.

Y con la altivez de una reina y la desenvoltura de una coqueta, dirigiose a la alcoba.

Alcides bajo la influencia de su nerviosa excitación, pusose de pie, resuelto a seguirla.

En ese momento un vértigo pasó por su cerebro: llevose ambas manos a la frente, asió con rabia sus cabellos y estremeciéndose, de amor e indignación, cayó como si una oleada de sangre, hubierale inundado el cerebro.

Blanca antes de salir de la alcoba, miró desdeñosamente a Alcides que acababa de caer, y sonriendo con impasible serenidad dijo.

-He aquí una escena muy dramática.

Después de un momento Alcides, volvió en sí, y al encontrarse solo, procuró serenarse, ordenó sus cabellos lo mejor que pudo, y luego mirando en torno suyo, como si, recordara la escena que acababa de pasar dijo:

-¡He sido un bárbaro! ¡Qué locura!...

En la alcoba contigua decía casi al mismo tiempo Blanca:

-¡Tonto! pudiendo llegar al Cielo, se ha ido al Infierno. ¡Ya pagará caro su tontería!

Las mujeres como Blanca, se vengan como de una ofensa, del hombre que no ha sabido seducirlas.

Alcides, tomó su sombrero para retirarse; pero al colocárselo, sintió dolorosa impresión, y un ligero cosquilleo en la mejilla; llevose la mano a la frente y volvió a retirarla.

Era sangre de una pequeña herida, que al caer contra uno de los muebles de agudas talladuras, había recibido en el sobrecejo.

  —77→  

Alcides sacó su pañuelo, enjugó repetidas veces la herida; pero la sangre continuó saliendo, y fuele preciso salir a la calle comprimiendo la herida con su pañuelo.

Un momento después, llegó don Serafín, tranquilo y satisfecho como estaba de ordinario.

Al pasar por el sitio en el cual Alcides acababa de caer, detuvose y miró al suelo asombrado. Luego se inclinó y tocando con los dedos una pequeña mancha roja, que en el rico alfombrado de fondo blanco, con flores celestes resaltaba notablemente.

-Esta es sangre, -observó:

Y luego, como si dudara de lo que sus ojos veían, volvió a pasar la mano por la mancha roja, se acercó a la puerta como para mirar a toda luz.

-Sí, no hay duda, esta es sangre, -repitió; pero esta vez ya bastante alarmado.

Luego se dirigió a la habitación a donde estaba Blanca, y con voz algo agitada llamó, diciendo:

-¡Blanca! hija mía, ven, mira, acabo de descubrir una mancha de sangre y está todavía caliente.

Estas palabras de don Serafín excitaron la risa de Blanca, recordándole el calor de la escena que acababa de pasar. Luego con su imperturbable serenidad, acercose al lugar de la mancha, y con sonrisa llena de malicia quedósela mirando, mientras don Serafín decía:

-¡Pues qué! ¡parece cosa increíble! una mancha de sangre y tú ignoras de donde viene...

Blanca con su adorable coquetería dijo:

-¡Ah! ya recuerdo; es una palomita herida que me trajeron, y allí le dio una convulsión que creí que muriera.

-Una palomita herida -repitió don Serafín como si dudara de las palabras de su esposa.

-¡Ah! si tu hubieses visto; te hubiera inspirado compasión: estaba herida en el corazón.

-¡Pobrecita! contestó don Serafín del todo convencido.

Y ambos se retiraron, no sin que ella dirigiera a su esposo una mirada de supremo desprecio.




ArribaAbajo- XVI -

Desde que don Serafín alcanzó a ser Ministro, parecíale haber crecido cuando menos diez pulgadas más.

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Caminaba con más lentitud, pensando que todo un señor Ministro, no puede andar así, como un simple mortal.

Nunca más volvió a suceder, lo que antes con tanta frecuencia le acontecía, que su esposa le observara el cuello de la camisa de dudosa limpieza, y las uñas de las manos de medio luto.

Y ¡cosa rara! o más bien diremos, cosa muy común a la ceguera de la vanidad del hombre. D. Serafín se olvidó muy pronto, que su nombramiento para llevar la cartera del Ministerio de Justicia, era obra pura y exclusivamente de Blanca; y siguiendo ese vanidad lógica del amor propio, discurrió, que sus merecimientos, no podían haberle conducido a otro puesto, que aquel tan magistralmente desempeñado.

Blanca por su parte pensaba:

-Si yo llego a levantar a este hombre hasta la Presidencia de la República, como lo he elevado hasta el desempeño de una cartera, diré que yo Blanca Sol, puedo con sólo mi poderoso querer, remover las cordilleras de los Andes.

Y Blanca indujo a su esposo para obligarlo a dirigirse a los Prefectos y demás hombres influyentes de los departamentos, iniciándolos en sus proyectos de lanzar en las próximas elecciones su candidatura para la Presidencia de la República.

Esta vez don Serafín no manifestó asombro, ni le causaron novedad, las pretensiones de su esposa, como sucedió la vez primera, cuando ella le manifestó sus aspiraciones a un Ministerio.

Y D. Serafín muy seriamente se dio a tramar toda una serie de proyectos trazándose la línea de conducta con la cual debía llegar directamente al elevado puesto designado por su esposa y también por su conciencia, como merecimiento de su gran valía.

También Blanca en sus vanidosas aspiraciones esperaba llegar a ser en la escala política, lo que era en la escala social; la cima más elevada a que puede subir una mujer en la alta sociedad.

De esta suerte dando pábulo a sus ambiciosas pasiones se desviaba y retenía el crecimiento de una pasión que arraigando y desarrollándose, lenta, pero poderosamente,   —79→   como planta nacida en rico terreno, ocupaba ya el corazón de la señora de Rubio.

Esta era su amor a Alcides.

No basta que la mujer vea elevarse a su esposo a la más encumbrada posición social; es necesario para que ella lo estime y lo ame, que lo juzgue digno de esa posición.

D. Serafín, Ministro y futuro candidato a la Presidencia de la República, con todos sus humos de estadista y gran político; no alcanzó a elevarse ni un palmo a los ojos de su esposa. Era siempre el mismo de antes, el hijo del soldado colombiano, del avaro vendedor de cintas y sedas de la calle de Judíos. Era el mismo ser de inteligencia obtusa y espíritu apocado, que sin la iniciativa de ella, sin sus atrevidas aspiraciones y su distinción en sociedad, sería nada más que uno de tantos, uno de los muchos, que ella miraba en esa sociedad con desprecio y que, según decía, no alcanzaban a brillar, ni aun con el reflejo del brillo de sus escudos.

Y a medida que crecía la vanidad de don Serafín, decrecía la estimación de Blanca, y como consecuencia, su corazón buscaba el amor de otro hombre, que llenara el vacío que había principiado a sentir en su alma.

Hasta la honradez y rectitud de don Serafín, llegó a desestimarlas.

¡Honrado! -decía- por incapacidad de poder ser pícaro.

Para lo primero, juzgaba que sólo necesitaba ser un buen hombre, un pobre de espíritu; para lo segundo, creía que se necesitaba talento, mucho talento.

Y Blanca se indignaba, al ver que su esposo había sido incapaz de hacer negocios, en el Ministerio, como otros muchos, decía.

D. Serafín por su parte estaba tranquilo, satisfecho de sí mismo y del cariño de su esposa.

Sus celos se disiparon, precisamente en el momento en que debían haber principiado; en el momento en que Blanca quería dejar de ser el ídolo del amor de muchos hombres, para ser la adoratriz, esclava del amor de uno solo.

Alcides, por su parte, había entrado al periodo de amor tranquilo y esperanzado.

Hacía largo tiempo que estaba él acostumbrado a neutralizar los desdenes de una mujer con las caricias de otra.

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Decía que así como todos los venenos tienen su antídoto, todos los amores deben encontrar el suyo. Y buscaba tranquilamente a la mujer que había de darle el antídoto contra el amor de Blanca.

Con esa experiencia del hombre de mundo, y el conocimiento de los más ocultos resortes de las pasiones, Alcides fingió en presencia de Blanca, glacial frialdad.

Su amor parecía no sólo haberse disipado, sino también haberse borrado de sus recuerdos.

-¡Ah! ¡estaba Ud. allí! dispense Ud. señora no la había visto. -Qué de días que no tengo el gusto de verla. -¡Como! si hace dos noches que nos vimos en el teatro. -¡Ah! verdad lo había olvidado -Ayer pasó Ud. por esta calle y no miró Ud. una sola vez a mi balcón. -Sí, cierto pasé tan distraído que no me dí cuenta de ello.

Estos diálogos y otros semejantes, repetíanse frecuentemente con intenciones premeditadas de parte de Alcides.




ArribaAbajo- XVII -

¡D. Serafín! ¡Qué ser tan prosaico para tan fantástica mujer!

Cuando en las mañanas él se levantaba el primero, y Blanca lo veía en paños menores, yendo y viniendo del lavabo al lecho; y muchas veces en ese mismo traje, se sentaba allí, en la alcoba, en la mesa de mármol con talladuras e incrustaciones de metal, a tomar el desayuno que lo servía Faustina ¡oh! entonces ella se cubría la cara con las sábanas para no verlo, y exclamaba. -¡Dios mío! que hombre tan vulgar.

Si le hubieran dicho a él, que con esa conducta ganaba en ridículo lo que perdía en amor: él se hubiera asombrado más que si le dijeran que con su desaliñado traje y su desayuno, iba a asesinar a su esposa.

¡Como! pues qué, ¿el matrimonio no es así? Para qué se casa un hombre, sino es para estar en completa libertad con su mujer. Si se ha de guardar miramientos y tener pulcritudes molestas y embarazosas, preferible es no casarse y vivir en completa libertad. Todo esto hubiera él dicho a otra que no fuera Blanca; para ella don Serafín   —81→   no podía rendirle sino obediencia y amor, amor sin límites.

Un día ocurrió a Blanca, separar dormitorios, don Serafín se quedó espantado. Recurrió a la autoridad de marido y a sus derechos adquiridos, para oponerse a tan autoritativa medida. Por fin recurrió a la súplica, a la caricia a la desesperación... ¡No hubo remedio! El humo del cigarro molestaba a Blanca y le traía insomnios horribles.

En verdad, largo tiempo hacía, que él notaba con frecuencia desvelada a su esposa.

¿Estaría acaso en cinta? No era posible. Muy poco tiempo había trascurrido después del último vástago, que vino a acreces las satisfacciones del esposo y las contrariedades de la esposa.

D. Serafín ofreció humildemente dejar el cigarro: esto era demasiado, para él que, al decir de Blanca, fumaba tanto, que se asemejaba a cañón de chimenea.

Pero ruegos, ofrecimientos, indignaciones, sospechas, todo fue vano, y la tiránica resolución, que a desesperante alojamiento le condenaba, llevose a efecto, con gran aflicción del amoroso marido, que se veía separado por todo un girón de habitaciones, muchas de ellas ocupadas por los niños, con sus nodrizas o sus ayas.

Tan inesperada determinación, fue causa de que el señor Ministro diera al traste con la política y se entregara a sus más amargas meditaciones. Eso sí, siguiendo añejas tradiciones, aferrose fuertemente a la amada cartera.

¡Cómo! Cuando él se consideraba más digno del amor de su esposa, por haberse encumbrado debido a sus méritos (así juzgaba él) a una altísima posición social; ¡ella no podía sufrirlo ni en su propio dormitorio!...

Para que tal sucediera, poderosa, muy poderosa causa debiera haber. ¿Cuál podía ser? D. Serafín, a pesar de su atinado juicio, y la suspicacia de su carácter, no alcanzó por esta vez a descubrir la causa verdadera de los caprichosos desdenes de su esposa y lejos de dirigir sus sospechas hacia Alcides, dirigiolas hacia Luciano y dijo:

-A las mujeres les gustan los hombres a la moda, los petimetres como Luciano.

¡Error grave! Los petimetres afeminados, son y serán siempre los tipos más antipáticos para las mujeres.

Alcides visitaba a Blanca con frecuencia, continuando   —82→   siempre, en sus astutos planes de seducción y esperando la sazón, en que sólo necesitaba, el llamado cuarto de hora psicológico de la caída.

Algunas noches don Serafín, su esposa, Alcides y algún otro amigo, jugaban el familiar rocambor; ella era fuerte en este juego, D. Serafín apenas si conocía el manejo de las cartas, pero gustaba él, como de todo lo que se aprende tarde.

D Serafín reía alegremente cuando llegaba a darle un codillo a Alcides.

-Qué tal, le corté su juego.

-Sí me lo ha cortado Ud. irremediablemente y miraba intencionalmente a Blanca.

Mientras Blanca y Alcides, mutuamente enamorados, jugaban a las cartas, la voz pública, elevaba a éste de su condición de admirador, a la de verdadero amante de la señora de Rubio.

Había más; la escena de la apuesta aquella de la cena en el hotel, y la otra del rey de espadas, corrían de boca en boca horriblemente desfiguradas y aumentadas con detalles y pormenores ofensivos, no para él, que es propio de la injusticia humana, echar todo el peso de estas faltas sobre el ser más débil, sobre la mujer.

Bien pronto nuestra culta sociedad, poco fácil para escandalizarse, cuando el escándalo viene de arriba, se escandalizó por esta vez, al conocer los pormenores de la cena, y hasta se decía que Blanca, al saber la noticia de la apuesta, había festejado el lance diciendo; -Con tal que la lleve a cabo le perdono su atrevimiento.

-¡Qué es esto! ¿a donde vamos a parar? exclamaban.

-¡Y a esto llaman la nata de la aristocracia de Lima! ¡Vaya! Si debiera estar en un cuartito de la calle de la Puerta falsa del Teatro.

Se decía, que los cuatro mil soles perdidos por Blanca en el juego, habían sido cuatro mil libras esterlinas, puestas en una carta, con el fin de incitar a Alcides a llevar adelante su apuesta.

La murmuración y la calumnia cual furioso huracán se arremolinaron en torno a la señora de Rubio; y los lances burlescos y las historietas amorosas, circulaban dando pábulo a la maledicencia de unos y la mojigatería de otras.

  —83→  

Y algunas empingorotadas señoronas de ostentosa virtud, clamaron a grito herido, contra estos escándalos. A sus ojos Blanca no era más que un monstruo de corrupción y liviandad, merecedor de colosal castigo, nunca tan colosal como la culpa. Y el sin ventura don Serafín con sus dos millones de soles, y su cartera de Ministro, antojábaseles complaciente marido, o como dicen los italianos un marido gentil, que sabía mirar del lado opuesto al en que se hallaba el amante de su mujer; o como dicen los franceses un marido molieresco.

¡Ah! si ellos hubieran podido comprender la acerba amargura del amoroso esposo y delicado caballero, hubieran detenido sus temerarios juicios.

Ofreció dejar de fumar a cambio de su permanencia en la alcoba de su esposa, y hubiera ofrecido dejar de vivir, antes que resignarse a perder su amor.

Qué culpa tenía él de ser vulgar, prosaico, como decía Blanca: de comer con glotonería, y luego, con el bigote todavía oliendo a caldo, venir a besar a su esposa, lo que le producía a ésta, nauseas y repugnancia. Y en la noche regoldando con los restos de su digestión, laboriosa y difícil, por lo suculento de los potajes, venía hacia ella con más aire de hambriento lobo, que de amoroso marido...

Poseer dos millones de soles, y no ser dueño siquiera de la mujer a quien en día no lejano, se arrancó de un infierno de acreedores que amenazaban llevarse hasta los muebles de la casa...

¡Oh! esto es horrible, cuando se cae en la desgracia de amar a esa mujer como don Serafín, amaba a en esposa.

Por lo que toca a Blanca, ella creía que no podía continuar viviendo de tal manera modo. La asfixia del alma, la misma que le sobreviene al cuerpo por falta de aire o por respirar el aire mal sano de los pantanos la amenazaba; parecíale sentir olores nauseabundos que le producían vértigos.

D. Serafín estaba desesperado.

Cada día al levantarse del lecho, de ese lecho que estaba separado del de su esposa por todo un girón de piezas, ocupadas por sus hijos con sus ayas; cada día frunciendo el ceño pensaba que debía poner término a tan tirante situación.

-Es necesario que esto termine, hoy mismo, hoy le   —84→   hablaré a Blanca, y si no accede a admitirme en su dormitorio, haré llevar a viva fuerza mi cama. Sí, decía es necesario que yo sea en mi casa el hombre que mande, el que posee la fuerza y el dominio, para eso soy su marido. ¡Qué diablos! Un hombre no debe someterse así a los caprichos de una mujer.

Y don Serafín pensaba con desesperación en las muchas noches que había pasado sofocado, agitado, sin poder dormir, y salía de su alcoba ceñudo colérico, resuelto a todo menos a continuar soportando tiránicas imposiciones. Y tan abstraído andaba en sus reflexiones, y tan preocupado con su desesperante situación, que muchas veces acontecíale que alguna de las criadas le dijera: -¡Mire señor tiene usté los pantalones sin abotonar!

Y en efecto, don Serafín, salía muchas veces con los pantalones a medio abotonar; otras veces era la corbata la que olvidaba.

-Qué diablos si estoy tan preocupado -decía él abotonándose apresuradamente, o regresando a ponerse la corbata.

Sí, cierto, él estaba horriblemente preocupado, y lo más atroz de esta situación, era el no encontrarle término; pues cuando él más resuelto iba, a reñir, a mandar, y si era preciso también, a castigar acontecíale que en presencia de Blanca no podía ser más que el mísero lebrel, que lame la mano de su despiadado castigador.

-¿Cómo has pasado la noche? ¿Cómo están los nervios? ¿Qué tienes? Hoy estás algo pálida. Supongo que Josesito no te haya dado mala noche. Para eso pago bien a la nodriza y a la ama seca, pero esta gente es tan descuidada que...

-Blanca contestaba a estas afectuosas palabras de su esposo, con monosílabos. -Sí, -no, estoy bien, ya lo sé.

Ella que con todos usaba de tanta locuacidad, de gracia tanta y donairoso decir, para él, sólo guardaba los monosílabos secos, ásperos, afilados y cortantes, como si fueran golpes de puñal.

¿Qué arte infernal o de magia, poseía ella que así le dominaba en su presencia? ¿Acaso él no tenía todos los derechos que las leyes humanas y un sacramento divino (D. Serafín consideraba divino el sacramento del matrimonio) le acoreaban?... ¿Por qué en presencia de ella, no le era   —85→   dable, ejercer todos los derechos de marido y todas las prerrogativas que dos millones de soles pueden dar? Él, de quien el mundo entero decía que era pérfido, egoísta y más que todo de genio violento, intransigente y de lengua clásicamente viperina, por lo mordaz y maldiciente.

¿Qué iba a hacer? Si en presencia de ella no brotaban de sus labios sino palabras de cariño, de tierno afecto y hasta más de una vez sintió impulsos de arrodillarse y pedirle perdón. Pero luego reflexionaba y se decía. -Perdón, de qué, a no ser de que ella sea tan cruel conmigo.

Luego rememoraba las épocas felices de su vida matrimonial. Cuando Blanca en medio de la embriaguez producida con la satisfacción de su loca pasión por el lujo y la ostentación, le acariciaba a él, con la misma inconsciencia con que hubiera acariciado no sólo a otro hombre, pero aun hasta a otra cosa.

Y don Serafín, que en achaques amorosos, era poco ducho; suspiraba, imaginándose que aquello fue verdadero amor, perdido hoy, tal vez para siempre.

Por fin llegó el día de una explicación. Don Serafín estaba desesperado y las situaciones violentas, no son soportables viendo de continuo al ser que las causa. Ella se explicó así.

-Estamos unidos por un lazo que tú juzgas indisoluble: me casé contigo por... Blanca trepidó... por amor. Es que yo creía en la duración de ese afecto, o mejor diré, yo creía que tú supieras cultivarlo: me figuraba que serías apasionado, espiritual, vehemente, con la vehemencia delicada del amor, no con la que tú tienes...

D. Serafín exhaló en este punto un hondo suspiro.

-No me quejo de que tú no me ames, de lo que me quejo es de que tú no sepas amarme. ¡Ah! siento un vacío tan hondo en mi alma. Mira yo quiero que cambies, que no seas como eres. Tus torpezas concluirán por hacerte antipático, y yo deseo quererte. ¡Vaya! No te enojes, si te digo estas cosas, es porque en mi corazón hay mucho cariño para ti. Quiero que seas feliz; porque es preciso que sepas, que yo no sé, ni quiero fingir, y si tú llegas a serme odioso, nada en el mundo tendrá fuerza suficiente para obligarme a vivir cerca de ti: ¿lo oyes?

D. Serafín pálido escuchaba las palabras de Blanca como si cada una de ellas le llegara al corazón. Apoyados   —86→   los codos en las rodillas, ocultaba la cara entre ambas manos, posición azás prosaica para escuchar un no menos prosaico diálogo.

Blanca continuó.

-Te he hecho Ministro, y pensaba hacerte Vocal de la Corte Suprema, y quizá también Presidente de la República...

Aquí don Serafín dio un brinco y se puso de pie.

-¿Te causa asombro este lenguaje? ¿A quién sino a mí debes tu nombramiento para desempeñar la cartera de Justicia?...

-¿Y crees que si yo no tuviera las dotes necesarias para tan elevado cargo, lo hubieras tú conseguido?

Blanca, hizo una mueca de desprecio y continuó: -Multitud de hombres hay en Lima, de verdadero mérito, que han pasado la vida aspirando un Ministerio, y no lo han alcanzado. ¿Cómo puedes tú creer que lo debes a tus merecimientos?

Con este argumento, don Serafín guardó silencio.

-Pero, en el caso, que tú Ministro y próximo Vocal de la Suprema, y no lejano Presidente del Perú, no has crecido ni un punto, y más bien parece que hubieras perdido tu buena reputación de hombre honrado.

D. Serafín no osaba replicar una sola palabra ni aun siquiera levantar la frente; anodado parecía oír en las palabras de su esposa, las de su propia conciencia.

La superioridad de espíritu de Blanca se imponía en todas las situaciones difíciles; aunque no siempre estuviera de su parte la verdad.

-Yo creía que siendo tú Ministro, llegaría a estimarte más y tal vez, a amarte más; pero no es culpa mía, tú eres siempre el mismo...

-Sí, caprichos tuyos. Tú fuiste la que quisiste a todo trance que fuera yo Ministro. Y ahora quiero yo saber ¿qué hemos sacado con este Ministerio? Nada más sino que tú me eches en cara faltas que no depende mí.

-Ciertamente: nada hemos ganado; ni el que tú cambies de aire y te des la importancia que debe darse un Ministro aplaudido y bien aceptado por todos los partidos.

-¡Los partidos! -repitió él con acerba entonación-,   —87→   bien sabes lo que es entre nosotros ese monstruo que devora a sus propios hijos.

-Sí, los devora, porque todos son raquíticos, porque todos son hijos del favor, y quizá también de algo peor.

-Pues bien, mañana mismo presentaré mi renuncia y suceda lo que suceda no seré ya más Ministro.

-Hazlo como mejor te plazca.

Así terminó esta explicación, dada con tanta insolencia por parte de ella, como fue grande para escucharla la resignación de él. Es que don Serafín estuvo en una de sus horas de buen humor, y de buen decir, cosa muy rara para todos, menos para su esposa, que hablando de él, solía decir: Mi marido es un cordero, yo hago de él lo que quiero.

Poco adelantó, pues, don Serafín, con esta explicación, a no ser el pensar en salir del Ministerio por su desgracia con Blanca, así como había entrado por gracia y favor de ella.

Mientras tanto un evolución, una metamorfosis operábase en el corazón de la señora de Rubio.

¡Un amante! Esta palabra principió a tener todo el atractivo de lo que para ella simbolizaba, agitaciones, impresiones, placeres, verdadero drama, donde se desempeña en la vida, como en el teatro, un papel lleno de incidentes, de sustos, de temores, de luchas entra la pasión y el deber.

Un amante, le traería todo aquello que necesitaba para sazonar su insípida y monótona vida.

Lucir, deslumbrar, excitar la envidia de las mujeres y la admiración de los hombres, magnífico seductor, bellísimo; pero es que ella frisaba ya en los treinta años, y el corazón a esta edad, encuentra sin aliciente ninguno aquel bullicio mundanal. No podía conformarse con pasar la vida así, como un meteoro social, sin sentir ni producir más que impresiones pasajeras. Había llegado a la edad en que el sentimiento y la pasión se despiertan y hablan vigorosamente, y entonces la mujer, más que nunca, es mujer.

Alcides llegó pues, en la hora precisa, en el cuarto de hora en que las mujeres menos sensibles al amor, dejan en su corazón un punto accesible al sentimiento y a la pasión, llegó cuando el recuerdo de su antiguo novio, principiaba a borrarse de su memoria, ese recuerdo que hasta   —88→   entonces, quizá habíale servido de verdadero antídoto contra alguna rara emoción que agitó su corazón.

Y Alcides, el triunfador en antiguas lides amorosas, el astuto enamorado, que con ardides tantos, era osado a mirarla fingiendo haber cesado de amarla, mostrándose frío, indiferente, desdeñoso, él era el que reunía el grande incentivo de una conquista, el irresistible atractivo que para los caracteres como el de ella, encierra todo aquello que presenta resistencias, lucha, tempestad, triunfo definitivo... ¡Oh! Alcides era el hombre ante quien se rindiera ella, no vencida, sino vencedora.




ArribaAbajo- XVIII -

La casualidad, esa diosa que los antiguos debieron colocar entre las divinidades, que más caprichosa e inexplicablemente influyen, en el destino del hombre; la casualidad llevó un día a la señora de Rubio a casa de una joven costurera, la cual era a la vez florista, oficios que escasamente alcanzaban a subvenir a las necesidades más apremiantes de su vida.

Josefina, este era su nombre, pertenecía al número de esas desgraciadas familias, que con harta frecuencia, vemos víctimas del cruel destino, que desde las más elevadas cumbres de la fortuna y la aristocracia, vense, por fatal sucesión de acontecimientos, sepultadas en los abismos de la miseria y condenadas a los más rudos trabajos.

Entre los muchos adornos con que sus orgullosos padres, quisieron embellecer su educación, la enseñaron a trabajar flores de papel y de trapo, y a esta habilidad, poco productiva y de difícil explotación, recurrió Josefina en su pobreza.

Un día Blanca, quiso regalar las flores de papel, con que es costumbre decorar las Iglesias, con motivo de alguna de sus grandes festividades.

Josefina era admirable artista para este género de trabajos, y a ella acudió la señora Rubio, en demanda de esta obra.

El aspecto humilde, casi miserable de la casa, en que vivía Josefina, dejole comprender, que allí moraba la virtud   —89→   y el trabajo de la mujer, espantosamente mal remunerados y desestimados, en estas nuestras mal organizadas sociedades.

El menaje de la casa, era tan pobre, que a pesar del aseo y esmero que en todos los muebles se veía; Blanca sufrió la ingrata impresión del que penetra a lóbrega y triste mansión.

El aire húmedo y pesado de las habitaciones bajas y estrechas, respirábase allí; pero cargado con los olores de las vianda, condimentadas en la misma habitación.

Blanca halló en Josefina un nuevo motivo de simpatía: parecíale estar mirando en un espejo tal era el parecido que notó entre ella y la joven florista, pero enflaquecida, pálida y casi demacrada. Josefina era la representación de las privaciones y la pobreza, Blanca la de la fortuna y la vida regalada.

Los infortunios sufridos, y el trabajo mal retribuido aleccionan el espíritu; pero también envejecen el cuerpo. Sólo el trabajo metodizado y productivo, que siempre está acompañado de la vida cómoda y el bienestar, fortifican el cuerpo y el espíritu.

Josefina, aunque sólo contaba 24 años, diríase ser mujer de 30 años, no sólo por su aspecto reposado, meditabundo y reflexivo; sino más aún, por la experiencia adquirida, experiencia de la vida, aprendida en la escuela del infortunio, que tan rudamente alecciona a los que caen bajo su terrible férula.

La señora Alva, abuela de Josefina, y dos niños pequeños, hermanos de ésta, vivían todos en familia, sin contar con más recursos que el producto del trabajo de la joven florista.

La señora Alva, decía con suma gracia, que las flores brotaban de las manos de su nieta, como brotan en los campos las flores primaverales.

Cuando Blanca con esa indolencia de la mujer de mundo la dijo:

-He sabido que la joven nieta de Ud. es modelo de virtudes; ella contestole:

-La gente que trabaja mucho es siempre muy virtuosa.

Y con el gracejo de la antigua limeña y la altivez de la mujer, que a pesar de sus miserias, conserva todo el orgullo de su noble linaje; la señora Alva refirió a Blanca   —90→   de qué modo su hija, trabajaba día y noche, y ella a pesar de sus achaques, cuidaba de la casa y de los niños.

-Trabajar cuando se ha nacido y se ha crecido en medio de la riqueza, es muy duro... dijo la señora Alva, enjugando una lágrima que humedecía sus empañadas pupilas.

Todo un cuadro de mutuos sacrificios, de virtudes domésticas, de abnegaciones casi sobrenaturales, se presentó a los ojos de la señora de Rubio, de la disipada y mal versadora Blanca Sol.

Después de ajustar el precio y la calidad del trabajo, quedó cerrado el trato. Josefina trabajaría más de dos mil flores con sus correspondientes hojas en el trascurso de tres días.

-Y no teme Ud. faltar a su compromiso.

-No señora, es que yo cuento también con las noches, con no dormir en la noche, hago seis días.

Blanca quedó asombrada, mirando las resignación con que decía estas cosas Josefina. Su habitual curiosidad despertose, y sin temor de llevar su imprudente palabra hasta la impertinencia, dirigió a la joven mil indagadoras preguntas, y cada vez más conmovida, pensó en tomar a Josefina bajo su protección.

Blanca era sensible y compasiva, y el papel de protectora de la joven florista, halagó su vanidad y también su corazón.

Un mes después de esta primera entrevista, Blanca y Josefina eran dos personas unidas por el cariño y la gratitud de una parte y el interés y la curiosidad de otra.

La señora Alva y su nieta, vivían ambas alimentando la ardiente esperanza de la reivindicación de su pasada felicidad y antigua fortuna. Conservaban la más arraigada fe, en esa especie de mesianismo de ciertas orgullosas familias, que esperan la fortuna, en otro tiempo poseída, la cual según ellas, Dios, quiso arrebatarles, tan sólo para probar su inquebrantable virtud y devolvérselas luego.

Estas ideas fueron para la señora Alva y su nieta consuelo y aliento en medio a los rudos contrastes que atormentaron su vida.

Siete años hacía que Josefina encerrada en el estrecho circuito del hogar, vivía sin impresiones, sin distracciones   —91→   casi sin más afectos que el de su orgullosa abuela y sus dos pequeños hermanos.

A sostener esta vida austera y rodeada de privaciones, habían contribuido dos poderosos móviles, que en el corazón de la mayor parte de las mujeres obtienen decisiva influencia; la esperanza y el orgullo, jamás desvanecidos en el corazón de la aristocrática señora Alva.

Josefina iba todos los días a casa de la señora de Rubio, y ocupaba sus horas, ya en costuras y bordados, ya en el trabajo de algunas flores para adornar los salones.

Con su natural sensibilidad, Blanca, habíase compadecido de Josefina, y la dio su decidida protección.

-Desde hoy -habíale dicho- no trabajará U. sino para mí sola, y la abuela de U. recibirá una mesada con la cual podrá llenar las necesidades de los dos hermanos de U.

A esta generosa oferta, Josefina sólo contestó con el silencio; la emoción y el júbilo embargaron su voz; tomó entre las suyas la mano de Blanca, y llevándola a sus labios, dejó caer sobre ella, dos gruesas lágrimas que por sus mejillas rodaban.

Pocos días bastaron para que la pálida y macilenta costurera, recuperara su natural aspecto juvenil, adquiriendo esa expresión de satisfacción y contento que embellece tanto a la mujer.

En sus continuas visitas a casa de Blanca, Alcides, había visto muchas veces a Josefina; casual o intencionadamente, él habíase dado trazas de estudiar y valorizar cuantos delicados y exquisitos sentimientos, se anidaban en el corazón de la joven florista.

Josefina, también con la inocencia de la virginidad, miraba con amorosos ojos al travieso conquistador de corazones, y esperaba el amor, como el advenimiento de su felicidad.

Un día que Alcides, salía del salón de Blanca, vio lo que ya otras veces había visto; que una puerta se entreabría y, unos ojos brillaban, mirándole todo el tiempo que tardaba en bajar la escalera.

Pocos días después repitiose la misma escena. Esta vez Alcides retrocedió y se dirigió a la puerta.

Alcides era de esos hombres, que aunque enamorados   —92→   de una mujer, no pierden la ocasión de cortejar y galantear a otra.

La puerta se cerró al acercarse él.

-Mañana seré más feliz -dijo en voz alta.

Y Josefina que le escuchaba, se estremeció de amor y de esperanza.

Al siguiente día, Alcides se dirigió a la puerta en lugar de ir a la escala.

Esta vez Josefina no tuvo tiempo de cerrarla, y se contentó con hacer un ademán como para ocultarse.

-Josefina, no se oculte U.; no sabe U. que yo sólo vengo por verla.

-U. viene porque ama a la señora de Rubio.

-Yo no puedo amar a una señora casada, yo la amo a U.

Josefina rió con esa risa nerviosa de la emoción, y no contestó una palabra.

-Nos veremos aquí todos los días, cuando yo salga del salón.

-No, aquí no.

-Quiere U. que vaya a su casa.

-U. enamora a todas las mujeres.

-Pero sólo amo a una, y esa una es U. -dijo Alcides queriendo tomar la mano de la joven para besarla. Josefina que estaba apoyada en la puerta se retiró precipitadamente.

-Alcides besó la puerta en el sitio dónde tuvo ella la mano y con suma gracia dijo:

-Hago de cuenta que he besado la mano de U.

Estas escenas, frecuentemente repetidas, exaltaron la ya ardorosa pasión de la joven, que confiada y expansiva se manifestaba con todo el afecto atesorado en su alma, en esa alma no tocada por ninguna innoble pasión ni mezquino interés.

Alcides recibió con alegría estas inocentes manifestaciones de tierno afecto. Tal vez si en el amor de la joven costurera, hallaría un medio de curarse de su amor a Blanca; tal vez si esta alma sinceramente afectuosa, le daría el lenitivo a sus amarguras y el bálsamo a sus heridas.

Más que enamorado, Alcides se sentía desesperado; su papel de amante desgraciado, que tan malamente creía estar   —93→   desempeñando, causábale risa; pero era la risa del despecho, del encono, al sentirse humillado, lastimado en su vanidad de afortunado conquistador. Y de la risa pasaba a la irritación al enfurecimiento contra sí mismo, al considerarse inhábil, para contrarrestar sus propias pasiones, cuando ellas no podían conducirle a su verdadera felicidad.

Y colérico, desesperado, llevaba trémulo de indignación su mano al revolver, pensando que el hombre que tan miserablemente cede al impulso de inconveniente y descabellada pasión, debe morir desbaratadamente, como mueren los tontos, y la risa más de una vez tornose en estallido de lágrimas y lágrimas, muy amargas.

Lo trágicamente risible, eso era lo que él veía en esta pasión que a su pesar le dominaba.

Quién había de creerlo, él, Alcides Lescanti, que tan vanidosamente aseguraba estar acostumbrado a domar muchos caballos bravos y muchas mujeres coquetas, era víctima del amor a una coqueta. Y -¡amor desgraciado!- decía riendo convulsiva y sarcásticamente.

Pero ¿qué remedio? Diariamente prometíase a sí mismo con inquebrantable propósito no volver más a casa de ella más, así que trascurrían algunos días sin verla, sentía el hastío que le poseía y el amargor de profunda contrariedad.

¿Qué podía él hallar en el mundo que le produjera emociones tan vivas como las que experimentaba cerca de Blanca?

Ya no fingía indiferencia y desdén. ¿Para qué? ¡Para caer tal vez a los pies de ella, más rendido, más apasionado y abatido en su altivez!... Vivía desazonado, mortificado, y sus esperanzas de felicidad se dirigían más a librarse de este amor, que como un tormento llevaba en su alma, que a conquistar el corazón de la mujer amada.

Y en esos momentos, él convertía la mirada hacia Josefina, hacia la hermosa costurera de la señora de Rubio, que a más le ofrecía el raro atractivo, de ser por su tipo y la corrección de líneas de su rostro, extraordinariamente parecido a Blanca.

¡Ah! si él pudiera amar a Josefina ¡cuán feliz sería! Cuánta diferencia entre el tierno y abnegado amor de ella, y la irritante coquetería de Blanca.

  —94→  

Y a más, había llegado a la edad en que el hombre debe pensar seriamente en establecer una familia que fuera centro de todos sus afectos y aspiraciones. Y volvía a sus propósitos de buscar en nuevas impresiones, el olvido a su ya obstinada pasión.

Y en tanto que se daba a estas reflexiones, Blanca, estimulaba la pasión de Alcides, con todo el incentivo de la esperanza, y próxima cumplida felicidad, que ella dejábale entrever.

Desde aquel famoso día en que Alcides intentó usar de sus pulsos para alcanzar lo que no alcanzaran sus ruegos, Blanca se precaucionaba de su osadía, excusándose de recibirlo siempre que debía estar sola con él. Para realizar este plan, que fue para la señora de Rubio, como un gran plan de campaña; fuele forzoso valerse de mil efugios y artimañas, que provocaron la risa de Alcides, dejándolo comprender cuán insegura de sí misma estaba su amada.

Sí, cierto, ella no estaba segura de sí misma; ella como Alcides, más que él, sentía, que después de haber alimentado su alma de vana coquetería e insípidos galanteos, que son al corazón, lo que la luz artificial a la planta, que necesita para vivir el calor y la luz del Sol; sentía hambre, sed, sed inextinguible de amor verdadero, de amor apasionado, y ese sólo él, sólo Alcides Lescanti podía inspirárselo.

Si don Serafín, no hubiera sido hombre incapaz de inspirar amor, de fijo que su esposa hubiese principiado a amarlo desde aquella época; pero el futuro Presidente de la República, con todas sus ineptitudes, sus nulidades, y su absoluta carencia de condiciones apropiadas para tan elevado puesto; podía, no obstante, contar con la posibilidad de llegar a la silla presidencial, más bien que al corazón de su esposa.




ArribaAbajo- XIX -

Era el doce de Agosto.

Un año había trascurrido desde la noche aquella de la cena en la cual Alcides, aventuró la famosa apuesta, lanzada en un círculo de amigos íntimos, y que le fue referida   —95→   a Blanca por Luciano, dando ocasión a la otra apuesta del rey de espadas.

Este aniversario despertó en ella el deseo de realizar uno de sus extravagantes proyectos, con el cual se prometía en esta vez castigar a Alcides, exhibirlo ante sus amigos en posición ridícula y risible como pretendiente burlado, y quedar ella dominando la situación, terminando así aquella pasión que día por día iba absorbiendo su pensamiento y sobreponiéndose a su voluntad.

Repetidas veces Lescanti exigiole citas misteriosas antes de ahora esperando vencer las resistencias de Blanca; pero ella se excusaba siempre con evasivas y arguciosos amaños.

Mas ahora quiso cambiar de táctica. Se mostró rendida; parecía acceder a las exigencias de él, consintió en dejarlo en casa la primera ocasión propicia, y este sería el día que hubiesen invitados a comer. Entonces aprovecharían los momentos en que los comensales estuviesen fumando y la servidumbre alejada en las piezas interiores.

Aquel día habían llegado a combinar una entrevista, llena de peligros al concepto de Alcides y de encantos al de Blanca. Él se retiraría sin tomar el café, so pretexto de obligaciones políticas, e iría a ocultarse en el cuarto de vestirse de ella que estaba contiguo al dormitorio. Ella saldría del comedor aprovechándose de la primera oportunidad para ir a buscarlo a él.

Toda aquella combinación era algo rara e irregular; pero Alcides hombre afortunado juzgó, que no debía dudar de estas amorosas promesas, y consintió a pesar de sus desconfianzas en asistir a aquella cita dada por Blanca y por tanto tiempo solicitada por él.

El doce de Agosto, quiso pues ella dar un gran banquete para sus íntimos amigos.

Don Serafín no alcanzaba a explicarse este capricho de su esposa, de preparar invitación de tanto aparato en día ordinario, sin causa conocida; pero esta causa no podía faltarle a una mujer imaginativa y de grandes recursos como Blanca.

A las primeras objeciones o reparos de don Serafín, ella tomando el tono del reproche, habíale dicho:

-¡Calla ingrato! no recuerdas esta fecha.

-¿Es algo que se refiere a ti?

-Sí, precisamente a nuestro amor.

  —96→  

Es raro que no lo recuerde.

-Es el día que tú por primera vez me dijiste que me amabas.

-¿El doce de Agosto? y don Serafín coordinó en su memoria fechas y acontecimientos.

-Sí lo recuerdo muy bien y me admira que tú lo hayas olvidado.

Después de permanecer un momento pensativo mordiéndose el extremo de los bigotes y moviendo pausadamente la cabeza, contestó:

-Yo diría que por el mes de Agosto de aquella época yo no te había hablado una palabra de amor.

-¡Cándido! Qué mala memoria tienes: el doce de Agosto, es una fecha que tú y yo debemos celebrar.

¡Cosa más rara! ¡Una fecha feliz que él había olvidado! Pero qué importaba que no coincidiera con sus recuerdos si ella la recordaba. Se complació amorosamente, al considerar que Blanca celebraba aniversarios que se referían a él, a sus pasados amores: sintió deseos de arrodillarse ante ella y besarle las plantas.

Qué lástima que su mala memoria la hubiera hecho cambiar la fecha y el mes. Fue el 15 de Mayo, cumpleaños de la señora mamá de Blanca; lo recordaba él muy bien. Lo convidaron a comer y se excedió un poco en el vino, a no haber sido así ¿cuándo hubiera tenido valor para declararle su pasión a la orgullosa señorita Blanca Sol?

¡El 15 de Mayo! Bendito día que él muchas veces había querido celebrar y el temor al ridículo, temor a la risa de ella, que hubiérale dicho: -¡Eh! déjate de aniversarios, después de tantos años de matrimonio, era la causa por qué no se había atrevido a aventurar su proyecto.

¡Qué hacer! Hoy haría él de cuenta que era el 15 de Mayo, y festejaría esta fecha, con tanta mayor alegría, cuanto que los últimos sucesos acaecidos, lo llevaban meditabundo y desazonado.

Cuando él menos lo esperaba salía ella con esta novedad de celebrar aniversarios amorosos.

¿Quién diablos entiende a las mujeres? -pensaba don Serafín, y a la suya mucho menos.

Todas estas ideas pasaban por la mente de don Serafín, mientras llegaba la hora de la comida.

Alcides Lescanti fue de los primeros en llegar.

  —97→  

¡Siempre él! Pero ¿por qué odiarlo? Si amaba a Blanca tanto peor para él; ella se reiría de su amor, como se había reído de tantos otros.

Estuvo contentísimo en la comida: Blanca se manifestó afectuosa. Tomaron ambos una copa, que ella acompañó con un movimiento de cabeza lleno de expresión, que él tradujo así: ¡Por el 15 de Mayo! Estaba hermosísimamente, tenía todos los encantos de la mujer graciosa, y la belleza de una estatua.

Cuán feliz se consideraba al pensar que él, era el dueño de tan codiciado tesoro.

Durante la comida, había reinado la alegría, la franqueza la cordialidad entre los comensales, siendo Blanca el centro y el alma de todos los presentes. En estos casos ella estaba encantadora; los dichos agudos, las sátiras picantes y todo el esprit francés, rebullían en su alma, derramándose como ambiente que embriagaba y seducían a cuantos la rodeaban.

Alcides y Blanca se miraron muchas veces con miradas de pasión y de elocuente decir. Quizá si Blanca mejor que sus proyectos de venganza que en ese momento acariciaba en su mente, hubiera preferido un perdón, que la llevara a los brazos de Alcides, del hombre a quien ya verdaderamente amaba.

Antes que se hubieran retirado todos los comensales, Alcides escurriéndose cautelosamente salió del comedor aprovechando de la animación y el contento que reinaba en la mesa.

Eran las diez de la noche.

Alcides se acercó a Blanca y con cierto aire misterioso se despidió de ella, como si esto fuera de antemano convenido, ella le estrechó la mano sin dirigirle ninguna observación a su intempestiva retirada.

Desde este momento, Blanca, como si una idea halagadora le sonriera en la imaginación, tornose alegre, chispeante decidora, hasta el punto de fijar la atención de muchos de los presentes.

Hacía cerca de dos horas de la salida de Alcides del comedor; los convidados habían pasado ya al salón de recibo, cuando Faustina apareció dando voces y diciendo: ¡Ladrones! ¡ladrones!

-¡Ladrones! -repitieron a una.

  —98→  

-¡Dios mío! -exclamó Blanca- ¿Dónde están?

-En el dormitorio de la señora he sentido pasos, y creo que hay una partida de ladrones.

Aunque nadie pareció alarmarse con esta novedad poco usada entre nosotros; de entrar ladrones a una casa llena en ese momento de convidados; todos se dirigieron guiados por la señora Rubio al lugar donde dijo Faustina encontrábanse los ladrones.

D. Serafín no estuvo a la altura de su situación; se acobardó miserablemente. Iba y venía en diversas direcciones y en sus movimientos algo automáticos, dejaba conocer estar poseído de estupendo miedo. ¡Desventurado! Su mala estrella le colocaba de continuo en estas situaciones que trasparentaban la pequeñez de su alma.

Blanca aunque también parecía algo asustada, tuvo tiempo suficiente para dirigirle desdeñosa mirada y en picaresco aparte exclamó: -Este hombre es ridículo hasta en los momentos más difíciles de su vida.

La mujer perdona fácilmente al hombre sus vicios, sus rudezas, hasta sus depravaciones; pero no le perdona jamás su cobardía.

Es que entre la mujer y el hombre, hay algo instintivo, como entre la yedra y el árbol. Cuando el árbol por su debilidad no alcanza ni la gallardía ni el atrevimiento para levantar sus ramas al cielo, la yedra no va jamás a apoyar en él sus lustrosas y lozanas hojas.

El hombre cobarde le produce a la mujer, el mismo efecto que debe producirle, al hombre delicado y humano, la desalmada y cruel mujer.

Los vicios esencialmente varoniles, como los defectos igualmente femeniles, son los únicos que mutuamente se perdonan ambos.

No debió estar ella muy tranquila, pues que, con el fin de alejar de allí a su esposo, díjole con angustiado, pero imperioso acento. -Anda inmediatamente a traer a la policía.

Y como si en su medroso espíritu no hubiera aparecido este supremo recurso, salió don Serafín, apresuradamente, y bajando de dos en dos los tramos de la escalera, dirigiose en pos del comisario del barrio.

Cuando ella le vio alejarse respiró con entera libertad y sonrió con picaresca risa.

  —99→  

¡Qué felicidad tener un marido que se asusta de ladrones! A no haber sido así, hubiera él quedado espantado al ver salir a Alcides de tras de un espejo, del espejo de vestir de ella, donde parecía haberse escondido como un amante sorprendido en amorosa cita.

Ella reía y festejaba el lance dejándolos comprender a sus amigos, los que un tanto sorprendidos miraban a Alcides, que aquella escena era resultado de la apuesta del 12 de Agosto y de la resolución de premiar al que ella les presentaba como enamorado burlado.

Cuando D. Serafín regresó venía acompañado de gran número de celadores y con el revolver amartillado, muy resuelto a batirse si fuera preciso con toda una legión de malhechores.

-Nadie... ni una alma, ni un rastro.

-¿Dónde están los ladrones?

Esta pregunta dirigíanse los unos a los otros, sonriendo maliciosamente, cual si adivinaran que aquello no podía tener más significación, que el de un lance burlesco preparado por Blanca Sol.

Cada cual decía algo apropiado a la situación, y como sucede en estos casos, todos por tácito convenio, parecían concertarse para engañar al marido.

Cuando volvieron al salón, los cuchicheos burlescos las confidencias misteriosas, los equívocos de toda suerte se sucedieron como granizada lluvida, quizá sobre el único que en ese momento era inocente; sobre el mal aventurado D. Serafín.

La sociedad que con tanta frecuencia es injusta para juzgar a la mujer, lo es también en un sólo caso para juzgar al hombre, y con este caso se hallaba don Serafín, cargando con las infidelidades de Blanca, como con un sambenito; y aunque infidelidades supuestas, debían derramar todo el ridículo con que la sociedad castiga a la víctima, juzgándola con la ciega injusticia de los juicios humanos.

D. Serafín no quedó del todo tranquilo después de este inexplicable lance.

Recorrió a la mancha de sangre, que un día no muy lejano había él descubierto en el alfombrado, y aunque en el primer momento pareció satisfecho con la explicación que su esposa le diera; aquel recuerdo habíasele presentado   —100→   más de una vez, y la mancha roja, parecíale demasiado grande y demasiado roja, para ser de una palomita herida.

Y D. Serafín, cejijunto y cariacontecido, hacía esta cruel reflexión: Ayer fue una palomita herida, hoy es una partida de ladrones. ¿Si será algún día... D. Serafín se estremeció y luego dijo: un amante de Blanca?




ArribaAbajo- XX -

¿Que fue de Alcides en el tiempo trascurrido desde que salió del comedor hasta que se vio sorprendido por sus amigos en el dormitorio de la señora de Rubio?...

¡Ah! Si la altiva, la coqueta Blanca, hubiera podido verle mientras ella se lo imaginaba furiosamente enamorado, contando los segundos que ella tardaba en llegar, o quizá maldiciendo de su negra estrella, que le condenaba a esperar sin ver llegar a la hermosa y amada mujer; si ella hubiese alcanzado a verle; hubiera sin duda exclamado: ¡Por grande que sea la ingratitud de las mujeres, va siempre más allá la perfidia de los hombres!...

Alcides de convenio con Blanca, salió del comedor para ir a la alcoba. ¡Una cita en la propia alcoba cuando la casa estaba llena de convidados! Esto sólo podía ocurrirsele a ella, y sólo de ella, podía ser aceptado por un hombre como Alcides, que no dejó de recordar que era el doce de Agosto, el día fijado por sus amigos para premiarlo; y a más, Blanca, conocía esta apuesta y era muy capaz de cometer una estupenda locura.

Pero después de todas estas reflexiones, concluyó por alzarse de hombros diciendo: ¡Adelante! ¡Sería ridículo en mí acobardarme! En último caso representará una escena digna de Foblás.

Y sin más trepidaciones penetró sin obstáculo ninguno en el dormitorio de Blanca, cuya puerta encontró entornada.

Dirigiose a un diván y se recostó tranquilamente.

Ella vendría luego. Un beso y nada más habíale dicho. Por cierto que sería imprudente exigir más. Un beso el doce de Agosto, era prenda de reconciliación y promesa de futuras felicidades.

¡Cuánto tardaba!... El más leve ruido le producía estremecimiento.

Esperó quince... veinte... cuarenta minutos. ¡La ingrata no llegaba!... ¡Una hora!...

  —101→  

Entonces le avino la concepción clara y precisa de su situación.

¡Blanca pretendía burlarlo dejándolo esperarla en vano! Y al hacer esta exclamación su corazón latió con violencia y frío sudor inundó su frente.

Resolvió esperar un momento más antes de retirarse.

Rememoró su conducta, trajo a cuentas su proceder en su condición de enamorado de la señora de Rubio. No se juzgó digno de este castigo, ella sola, ella había sido la causante de su desesperación y su despecho, que le condujeron hasta el punto de lanzar ese atrevido juramento. Ella no era merecedora del amor constante, apasionado que él le consagrara, renunciando en su favor, y sólo por halagarla, su condición altamente codiciable de león de los aristocráticos salones de la sociedad limeña.

Ella, mujer voluble y ligera, que con su conducta había dado margen a ser conceptuada, más que como coqueta como la más desleal esposa y liviana mujer; no merecía ser amada sino como se ama a esa clase de mujeres, con el amor de una hora, que pasa así que termina el vals que se ha bailado con ella, respirando su perfume y estrechando su talle.

En este punto de sus reflexiones sintió pasos en la habitación contigua.

Entreabrió la puerta con cuidado y miró con gran ansiedad. ¡Ah! ¡Es Blanca! ¡Me esperaba! Pero no, ese no es su vestido... ¡Ah! ¡Es Josefina! ¡Oh! ¡Venganzas o felicidades yo os acepto!... ¡Bienvenida seáis!... ¡Josefina tú me salvarás!...

En lugar de la coqueta, voy a encontrarme con la mujer de corazón, con la verdadera mujer que yo debo de amar. ¡Bendita seas, casualidad!...

Todas estas exclamaciones hacia él, contemplando a Josefina, y adelantando lentamente. Ella sentada delante de una mesa, con los codos apoyados y el rostro casi oculto entre ambas manos, estaba tan absorta en sus pensamientos, que no sintió el ligero ruido de los pasos de Alcides.

La honrada y modesta costurera de la señora de Rubio, oyendo el chocar de las copas, y la algazara producida por los alegres comensales, meditaba, reflexionando sobre su triste vivir.

Su corazón, largo tiempo adormecido; con ese adormecimiento   —102→   que trae el trabajo, cuando su incesante afán aniquila la fuerza física y abate la fuerza moral; su corazón, parecía erguirse cual si sus derechos y prerrogativas reclamara.

Y por una de esas reacciones del espíritu, ella parangonó su vida pasada a su vida presente, y su condición de ayer a su situación de hoy.

Si hasta entonces había vivido uncida a la máquina de coser y a sus instrucciones de florista, preciso era que llegara el día de la tregua, del descanso, preciso era que pensara en el amor. ¿Acaso la sociedad le ha dejado otra puerta de salida a la mujer?

La vida tal cual la había pasado quedaba allá abajo y las gentes, que como ella, sufrían y trabajaban, se le presentaron como un hormiguero humano.

En la morada de Blanca, alegre y hermosa como la mansión soñada para el placer, se respiraba tan bien; el espíritu se holgaba como si hubiera nacido allí. Cuán distinto de vivir en esos entresuelos de la calle del Sauce, oscuros, húmedos, donde ella se veía en la necesidad de dormir con sus dos hermanos en la misma habitación.

Mientras la señora de Rubio vivía feliz, rodeada de admiradores, de amantes, y de toda clase de consideraciones, ella trabajaba día y noche, sin alcanzar a darles siquiera lo indispensable, a su anciana abuela y sus pequeños hermanos. Llamábanla virtuosa, y nadie se atrevería a darle un asiento en medio de esa gente feliz que reía y se alegraba mientras ella sufría y trabajaba. ¡Una costurera! ¡Una artesana! ¿Cuándo ha ocupado un lugar entre la gente distinguida?...

Después de un momento de reflexión, como si recordara algo consolador en su situación pensó en su madre, su madre antes de morir, habíale dicho: -Josefina es virtuosa, la virtud lleva en sí misma la recompensa. Cuando se ha vivido practicando el bien, se arrostra la desgracia con resignación y se llega a la muerte, mirando la mano de Dios que nos da su bendición. No le robes tu tiempo al trabajo, ni aun para consagrarlo a oraciones demasiado largas. Trabaja y espera. La recompensa de los buenos se encuentra no sólo en la otra vida, sino también en esta...

  —103→  

En este punto de sus reflexiones volvió la cabeza y vio a Alcides.

Señor, ¿necesita Ud. algo?

Y Josefina, de pie, mirábale pálida y temblorosa.

-Sí, necesito hablar contigo.

Josefina calló, sintiéndose ofendida por este familiar tratamiento.

-He salido del comedor porque sospechaba que tú estarías aquí.

-Pero pueden notar su ausencia, y no creerían que yo soy inocente.

-No temas, linda mía. Todos hemos apurado sendas copas, y la alegría es atronadora.

En este momento la algazara del comedor parecía aumentarse notablemente.

Alcides se encontraba bajo la influencia del champaña, que como acababa de decir, habíase apurado profusamente.

Estaba más que nunca hermoso. El color ligeramente sonrosado, los ojos húmedos, brillantes, los labios rojos y la fina nariz dilatada, dábanle aspecto atrevido y seductor.

Con la voz vibrante y apasionada habló:

-Mira Josefina, mientras tú aquí sola y triste te entregas a tus amargas reflexiones, otros allá, gozan y ríen, sin pensar más que en su alegría.

Josefina, movió con profunda amargura su linda cabeza, cual si se dijera a si misma: cierto, verdad.

-¿Sabes cuál es la causa de esto? Es que ellos miran la vida sin cuidarse de saber cual es el bueno ni el mal camino, porque no conocen más guía que el placer. ¿Quieres pertenecer al número de los felices? Ven, yo te guiaré.

Y Alcides se acercó a la joven intentando tomarla por la mano.

-No, yo quiero ser feliz, pero honrada.

-Deja esas pretensiones que son tontas.

-La pobreza sin virtudes es doblemente despreciable -dijo Josefina con dignidad.

-Qué te importa la estimación del mundo si ya te doy la mía.

-No, los hombres no estiman a las mujeres que ellos mismos han perdido.

-Vaya, que me hablas como un oráculo pesimista.

  —104→  

-Soy joven, pero he sufrido mucho -dijo con tristeza Josefina, como si con estas palabras, quisiera significar cuanta experiencia había adquirido en sus desgracias.

Esa misma desgracia te da derecho a buscar tu felicidad a toda costa, aun avasallando tus preocupaciones.

-¡Ah si supiera Ud. cuán desgraciada soy! Ustedes los que gozan de los bienes de la fortuna, no alcanzan a comprender lo que es la pobreza. No saben lo que es ver una familia amanecer el día, y saber que no hay en la casa ni un mendrugo de pan, cuando dos niños sienten hambre y una anciana siente frío. Y no hay más que una de esas cuatro personas que pueda aplacar el hambre de los niños y calmar el frío de la anciana; y esa persona es una mujer, que muchos días se siente sin fuerzas para trabajar, porque él sufrimiento y el trabajo aniquilan y enferman.

Alcides miró enternecido a Josefina. Este atrevido Lovelace, no era insensible a la compasión.

-¡Pobre Josefina!, y tú te encuentras en esa situación ¿no es verdad?

-Sí, yo que sufro y trabajo sin tregua, sin descanso; yo que no tengo derecho a amar, porque el hombre que yo amara, no querría aceptarme por esposa.

Tú mereces ser la esposa de un príncipe, que ponga a tus pies sus tesoros.

Josefina sin atender a la galantería demasiado vulgar de Alcides, continuó diciendo.

Yo no soy más que la pobre costurera de la calle del Sauce, que vive hoy de la caridad de la señora Rubio.

-¡Pobre Josefina! ¿Quieres admitir mi protección? Te prometo ser tu protector desinteresadamente.

-Gracias, la protección de Ud. sería mal interpretada: no la admito.

-Josefina, sé tú mi ángel tutelar, tú puedes regenerarme y convertirme... yo seré tu esclavo, sé tú mi reina.

Y Alcides con la delicadeza del caballero besó la mano que le abandonaba, y ella con la sinceridad de la virtud desgraciada, le refirió a Alcides, sus trabajos sus penas, sus angustias, su vida toda.

¡La virtud desgraciada! Hay acaso nada más interesante y conmovedor...

  —105→  

En lo más importante, y más patético de este diálogo, en el que Josefina refirió a Alcides la triste historia de sus penurias; fueron ambos sorprendidos por un diálogo en el que creyeron reconocer la voz de la señora Rubio.

Como movidos por un resorte Josefina y Alcides, pusiéronse de pie; y se dirigieron hacia el lugar de donde parecía venir la voz.

Prestaron atención, conteniendo ambos hasta la respiración, que en ese momento era irregular y agitada.

Alcides con un movimiento instintivo tomó a Josefina por una mano, ella llevó la otra al pecho, como si quisiera detener los tumultuosos latidos de su corazón.

Con gran asombro oyeron que Blanca le decía a Faustina.

-Ya es hora. Cierra esta puerta para que él no pueda salir por aquí. Grita mucho y finge gran miedo.

-Ya verá U. que bien hago mi papel, el señor Alcides caerá en la trampa.

Lescanti; como hombre de mundo muy corrido en aventuras complicadas y atrevidas, comprendió en el acto el verdadero propósito de las órdenes que acababa de escuchar y mesándose los cabellos con la más profunda indignación exclamó: -¡Infame, infame! Esta es una celada que me ha tendido Blanca Sol.

Josefina que al pronto no se dio cuenta de las palabras de Alcides, se imaginó que ella también podía ser víctima de este peligroso lance, y trémula y casi llorosa hablaba:

-Estoy perdida ¡Dios mío, Dios mío! Que va a ser de mí si me encuentran aquí con el señor Lescanti.

-Nada tema U. le dijo Lescanti estrechándole las manos. Josefina, el golpe va dirigido sólo contra mí.

-Pero ¿qué sucede? ¡Ay Señor! yo no comprendo una sola palabra de todo esto.

Alcides como si hablara consigo mismo continuó diciendo. Todo lo adivino. Blanca me ha dado una falsa cita en su dormitorio para exhibirme como amante burlado, desempeñando el ridículo papel de ser sorprendido por sus amigos y su marido, ¡Ah! ¡hoy es el 12 de Agosto!... No importa, yo voy a arrostrar ese ridículo.

Al escuchar estas palabras ella, deteniendo a Alcides le decía:

  —106→  

-No, yo no quiero, yo no puedo consentir en que lo humillen a U.

Josefina con ese instinto delicado de la mujer que ama, comprendió el peligro que le amenazaba a Alcides, y tembló a la idea de que él arrostrara el ridículo delante de tantas personas y más aún delante de otra mujer, de la que ella miraba ya como su rival. Y arrebatada por tierno y generoso afecto se asió de los brazos de su amante e impidiendole la salida decíale con ardoroso afecto:

-No, no salga U. Quédese aquí. Poco importa lo que digan de mí. U. sabe que soy inocente y eso me basta.

Lescanti sumamente conmovido sintiendo subírsele la sangre al cerebro, y seducido su corazón por aquella manifestación de bondad, de ternura y de audacia para sacrificarse por él, la estrechó contra su pecho con efusivo afecto, y besandole respetuosamente los cabellos, levantó los ojos al cielo, diciendo: Josefina; le juro por la memoria de mi madre, que si llegara a comprometerse la reputación de U., mi nombre, mi honor, mi vida serán responsables de la honra y del porvenir de U. Si antes le he prometido ser su protector, desde este momento le aseguro que U. ocupará un puesto muy alto en mi corazón. La indigna conducta de Blanca al lado del generoso desprendimiento de U, me prueba que no hay comparación entre los seres egoístas y pervertidos y los ángeles del cielo.

En este momento Alcides, separándose violentamente de Josefina, que le tenía asido de la mano, salió de la habitación de ésta y pasó a la alcoba de Blanca, donde, como ya queda narrado, fue sorprendido por los amigos que le prometieron premiarlo como al gran vencedor, al amante de Blanca Sol.




ArribaAbajo- XXI -

Alcides era algo fatalista; y vio la mano de su destino, en esta feliz entrevista que la casualidad, y sin duda su buena estrella, le presentaban. Y tal fue la fuerza y el dominio de sus convicciones, que sentíase radicalmente curado de esa su malhadada pasión por Blanca.

Después de esta escena rara en que la señora de Rubio obedeciendo a un plan bien combinado, o mejor, mal combinado para su honor; llevó a sus amigos para que se   —107→   divirtieran sorprendiendo a Alcides en su alcoba; él había salido de la casa indignado y resuelto a no volver jamás; pero muy luego cayó en cuenta que podía saborear el placer de referirle él mismo la entrevista que, cual raya de luz celestial, había llegado hasta él, para embellecer los crueles momentos que ella le deparaba.

Así vendría un rompimiento definitivo, dejándole mayor libertad, y quizá también, tranquilidad de ánimo para pensar sólo en Josefina; en la virtuosa joven a quien él quería amar, como un medio de salvarse de aquella esclavitud que ha tiempo le mortificaba.

Principiaba a sentir en su corazón, esos momentos de resfrío que preceden a la completa extinción del amor, y resolvió ir donde Blanca, no a pedirle explicaciones, que entre ellos bien pudieran, en vez de llegar al duelo, llegar a la caricia, sino que fue resuelto a darle cruel lanzada que terminaría por eterna despedida.

Se detuvo a meditar sobre tan atrevida resolución.

¿No perjudicaría con esta resolución a la hermosa costurera que tanto lo amaba y que tan generosamente había querido sacrificarle su reputación con tal de salvarlo del lance ridículo, que como un lazo le tendió Blanca? Pensó desistir a este proyecto; pero reflexionó que la salida de Josefina de la casa de la señora Rubio, lejos de perjudicarla, favorecería sus proyectos de protegerla, de amarla, y quizá también de darla su nombre.

Josefina al lado de Blanca, no sería más que la oscura costurera de la señora de Rubio, en tanto que, bajo su protección, él llegaría a darla, si no su nombre, cuando menos, desahogada condición.

Dirigiose, pues a casa de Blanca, para saborear el placer de la venganza, hiriéndola en su amor propio, único punto vulnerable donde juzgaba que podría herirla él.

Eligió la hora en que don Serafín, acostumbraba salir de la casa, y las visitas de Blanca, no habían aún principiado a llegar.

Ella le recibió cariñosamente, quiso darle amorosas excusas, pretendió convencerlo que todas sus desgracias provenían de la torpeza de Faustina: díjole que la salida de él del comedor, fue algo intempestiva, y hubiera llamado la atención, no sólo de sus convidados, sino más aún de su esposo, caso que ella le hubiera seguido después,   —108→   como convinieron, se extendió largamente dándole explicaciones para manifestarle que cuando los comensales dejaron la mesa y pasaron a las otras habitaciones, donde acostumbraban fumar, y jugar a las cartas le fue ella imposible salir.

Alcides se negó repetidas veces a escucharla, y manifestando suma indiferencia y grande serenidad, díjola:

-Yo señora no he venido a pedir explicaciones de extravagancias, que viniendo de U. todas me parecen aceptables.

-¿Está U. muy enojado?

-No, al contrario, he venido a manifestarle cuánto agradecimiento le debo a U.

-Agradecimiento ¿de qué?

-De las dos horas deliciosas que pasé en su alcoba.

-¡Ah! ya comprendo, se entretendría U. en mirar los magníficos cuadros que hay en mi dormitorio.

-No, me ocupé en algo mejor.

-¿Se pondría U. a registrar mi álbum de recuerdos?

-Nada de eso iguala a la felicidad que he gustado allá.

-No comprendo ¿qué es lo que hizo U?

-Amé como nunca he amado, como sólo se puede amar a la mujer pura y virtuosa.

-¡Quia! ¿Cree U. que puede darme celos?

-No, quiero decirle que entre nosotros no habrá en adelante más que una buena amistad: amo a Josefina, cuyas virtudes sólo anoche en las dos horas que pasé en el dormitorio de U. al lado de ella, he podido valorizar.

-¡Cómo! ¿Es verdad lo que U. está diciendo?

-¿Por qué lo duda U?

-Pero eso es una infamia inaudita.

-Nunca como la de U., señora y sepa U. que anoche he recibido pruebas de ser Josefina tan noble y generosa, cuanto U. es desleal y pérfida.

Y para no desafiar los arrebatos coléricos de la señora de Rubio, Alcides, con tranquilo ademán y sonrisa desdeñosa, dirigiose a la puerta de salida, después de una ligera y cortés venia de despedida.

Blanca, enfurecida al ver que con su intempestiva retirada la privaba de desahogarse hablando, tanto cuanto era capaz de hablar en estas situaciones, dirigiose a él para   —109→   apostrofarlo diciéndole: -Es U. un pérfido, un infame, un canalla, un... ¡Díos mío! ¡Ya no me oye!

Descubrir una infamia inaudita y no poder dar pábulo a la indignación, no poder desahogar la cólera hablando, insultando, riñendo...

Y además ¿quién podía asegurarle si Alcides no estaba ya verdaderamente enamorado de Josefina? ¡Ah! si tal sucediera, se interpondría entre ellos y reconquistaría el amor de Alcides.

Su mayor indignación era contra Josefina, contra su costurera, y con esa rapidez de acción con que resolvía todos los actos de su vida, dirigiose donde Josefina para arrojarla de su casa como un animal dañoso. Antes quiso informarse de la verdad por medio de Faustina...

Ella que fue la encargada de salir dando voces y pidiendo socorro, sabría sin duda lo que hacían en su alcoba.

Faustina informó a la señora de Rubio, aunque con escasos detalles de la escena entre Josefina y Alcides.

Faustina oyó que hablaban en tono declamatorio; parecía que él rogaba y ella se excusaba; no pudo ver nada, por temor a que los amantes se apercibieran que los escuchaban. Y luego como se trataba de dar una sorpresa y tomarlos por ladrones, no quiso ni respirar y limitose a cumplir al pie de la letra las órdenes recibidas.

Blanca cada vez más furiosa hartó a insultos a Faustina.

-¡Animal! ¡estúpida! parecíale imposible que no hubiera comprendido, que si Alcides hablaba con Josefina, cosa no prevista por ella, no debía haberlos dejado una hora entera, sin dar la voz de alarma, que le fue ordenada muy de antemano.

Y como sucede siempre en esas circunstancias, otra criada, la niñera del último vástago de D. Serafín, declaró muy escandalizada, que ella había presenciado muchas entrevistas de la costurerita de la señorita Josefina, con el señor Alcides.

-Raro que la señora no los haya visto, si hablan largo y teniendo en el corredor: ella del lado de adentro, y él apoyado en la puerta, que Josefina, abre sólo cuando lo ve llegar.

¡Con que ella lo amaba! La infame, la pérfida, ¡ya pagará caro sus culpas!... decía llena de impetuoso coraje la   —110→   señora de Rubio, dirigiéndose a la habitación en la cual Josefina, ocupada en trabajar un lindo ramo de flores, estaba muy ajena a la tempestad, que en ese momento se desataba sobre su cabeza.

-¿Con qué U. se atreve a dar citas a sus amantes en mi propia casa?

-¡Señora... yo...! ¡Ah! ¡Eso no es cierto!...

-Es U. una muchacha pervertida. Salga U. ahora mismo de mi casa y vaya a morirse de hambre, como lo estuvo antes que yo le diera a U. mi protección.

-¡Señora tenga U. compasión de mí!

-Salga U. sino quiere que la arroje con mis propias manos, -y Blanca airada y furiosa, dirigiose hacia la joven, que aterrada con esa amenazante expresión, púsose de pie y tomó su manta de calle.

En los caracteres vehementes las impresiones violentas se manifiestan siempre, por explosiones de cólera y furiosa impaciencia.

Aquel día Blanca dio de cachetes a Faustina por... porque sí.

Riñó por distintas causas con el malaventurado don Serafín, que en sus adentros se consolaba, diciendo: -Así es ella. ¡Qué mujer tan rara; ya le pasará!... ¡Y yo que cada día la amo más!

Luciano que vino a visitarla, no salió mejor librado de la animosidad colérica de Blanca. Le dijo que era un adulón sin dignidad, que pasaba la vida mendigando invitaciones y engalanándose con los méritos de sus amigos por carecer él de los propios: le dijo que si era buscado y convidado, no era porque miraran sus cualidades personales sino porque en sociedad, se necesita de los hombres pequeños, como en los empedrados de las piedras menudas, para que llenen los huecos.

Luciano que no sabía enojarse con ninguna mujer cuya amistad le era indispensable para su papel de joven a la moda; tomó a broma las injurias de Blanca, y fingiendo risa y festejando los conceptos ofensivos, de la que él llamaba su amiga, apresurose a despedirse diciendo en un aparte muy expresivo: -Hoy está la señora Blanca, con toda una legión de demonios en el cuerpo.

Sí, cierto, ella sentía una legión de demonios que le devoraban el alma.

  —111→  

¡Los celos! ¡Ella celosa! Y ¿de quién? de Josefina, de la desarrapada costurera que había vivido en un cuchitril donde ella sintió sofocación, nauseas, producidas por el aire viciado de las habitaciones, que son a la vez cocina, dormitorio y comedor... ¡Oh! ¡Esto era horrible!... Su dignidad y su altivez, sintiéronse hoy más que nunca heridas.

Pero luego llegole la reflexión y después que su indignación y su rabia, desbordadas en torrente de palabras, hallaron el desahogo necesario, serenose un tanto su ánimo, y por reacción natural del espíritu, dio a su pensamiento más halagüeño rumbo.

Alcides la amaba, estaba furiosamente enamorado de ella. ¿Por qué desesperar? Las entrevistas con Josefina, quizá si no eran más que pasatiempos, recursos de enamorado desgraciado. Ya mandaría ella a llamarlo y estaba segura que él regresaría más rendido, más humilde y más amante que nunca.

¡Ella, Blanca Sol, se consideraba ridícula, y hasta digna de burla, sintiendo celos... y de Josefina!

¡Vaya! Valía más que se ocupara del vestido que había de llevar el Lunes a la recepción de su amiga, la señora C.

Mientras Blanca hacía estas reflexiones, Josefina, triste llorosa encaminábase a la casa de su abuela, donde los desvelos y el trabajo serían como antes los compañeros de su vida.

En medio a su aflicción, una idea consoladora acudió a su mente: si la señora Rubio la arrojaba de su casa, era porque veía en ella rival temible y digna de atención.

¡Rival de una gran señora!

Al hacer esta exclamación, sus lágrimas cesaron de correr y su corazón regocijose dulcemente.

¡Rival de Blanca Sol! ¡Ella, la oscura costurera de la calle del Sauce!... No debiera estar la señora Rubio muy segura del amor de su amante, cuando así se alarmaba con la presencia de una pobre costurera, y Josefina que al salir expulsada de la casa, columbraba horrorizada, no tanto la miseria que le aguardaba, cuanto el probable olvido de Alcides, sintiose algo más confortada y esperanzada.

En concepto de Josefina, Alcides era el amante de la señora de Rubio.



  —112→  

ArribaAbajo- XXII -

Cuando Josefina llegó a su antiguo domicilio, más triste hoy que antes, salió, como de ordinario a recibirla su abuela, la señora Alva.

-Qué temprano has regresado hoy, querida hijita.

Luego, mirando a Josefina, agregó: -¡Y estás horriblemente pálida! ¿Te sientes mal? Me parece que hubieras llorado. ¿Te aflige alguna pena?

-No, nada tengo, ninguna pena me aflige.

-Vaya, sería cosa curiosa, que ahora que todos estamos en la casa, contentos como unas pascuas, vinieras tú a ponerte triste. Mira; ven, te voy a enseñar algo que te gustará.

Y la señora Alva, queriendo distraer a Josefina, llevola para mostrarle algunos objetos, cuyo arreglo la ocupaban días há.

-Mira -dijo- ya tus hermanos tienen cama blanda y abrigada para estos meses de invierno. Desde mañana principiarán a ir al colegio. ¡Qué felicidad! Ya puedo ver que mis nietos reciben educación digna de su elevado nacimiento. Mira, les he comprado estos dos vestidos... ¿qué te parece?, y también estos zapatos. Ya no sucederá como el día pasado, que los arrojaron del colegio, no por faltas que cometían, sino por los vestidos demasiado viejos. ¡Oh cuánto debemos agradecerle su protección a la señora de Rubio!

¡Ah mamá, muy desgraciadas somos! -exclamó Josefina sin poder ocultar su emoción.

-Sí, hemos sido muy desgraciadas; pero Dios se ha compadecido al fin de nosotros. Yo, aunque antes parecía estar muy contenta, no lo estaba; no podía estarlo, viéndote a ti, hijita mía, trabajar más de doce horas al día. En la noche, cuando nadie me veía, lloraba mucho; lloraba pensando que tú no resistirías ese trabajo incesante, y que morirías como tu madre...Y entonces pensaba qué sería de mí, qué sería de tus dos hermanos, si te perdíamos a ti... ellos son dos criaturas que no pueden trabajar, yo una anciana, que no sirvo para nada.

En este punto Josefina no pudo resistir más, y lanzándose   —113→   al cuello de la señora Alva, prorrumpió en amargo llanto.

-¡Madre!... ¡Madre! ¡Estamos otra vez solas en el mundo!

Ambas quedaron por un momento estrechamente unidas y llorando. La señora Alva parecía no haber comprendido las palabras de su nieta, y la miraba asombrada.

-¿Qué es lo que quieres decirme? ¿Has perdido acaso la protección de la Señora Rubio? Ya sabes que para resistir el infortunio, siempre hay fuerzas en mi alma. ¿Habla, qué ha sucedido?

Josefina no podía contestar, los sollozos embargaban su voz.

-Ya lo comprendo: esas grandes señoras creen que los pobres debemos quedar al nivel de los animales domésticos de su casa -observó la señora Alva, con toda la altivez que su sangre y su alcurnia le inspiraban.

-Hoy mismo -dijo Josefina enjugando sus lágrimas- es necesario que vayas donde todas mis parroquianas, y les avises que vuelvo a coser vestidos y a trabajar flores.

-Pero dime ¿qué es lo que ha sucedido?

-Mamá, no me exijas que te revele lo que debo callar; es un secreto.

-Josefina: -dijo con solemne acento la señora Alva- mientras más rudas son las pruebas a las que Dios somete la virtud, mayor es el premio que debemos esperar. Ten valor no desesperes; si hoy la señora Rubio nos retira su protección, mañana la Providencia nos enviará lo que perdemos con ella, si es que hemos sacrificado bienes materiales a los grandes bienes del alma.

Y la señora Alva, con ese espíritu templado en el infortunio, y alentada por su aristocráticas aspiraciones, recibió tranquila y resignada la cruel noticia de que su nieta volvería a trabajar sin tregua ni descanso, y la escasez y la pobreza, volverían a morar entre los suyos hoy tan felices.

Llegada la hora de comer, Josefina estuvo muy triste, parecíale impasable el frugal alimento que su abuela le presentaba.

¡Dios mío! ¡Era posible que en tan poco tiempo ella se hubiese acostumbrado a los suculentos potajes de la mesa de la señora Rubio!...

  —114→  

Dejó los platos sin haber logrado pasar un sólo bocado.

Se dirigió a su dormitorio; quería pensar con entera libertad en Alcides.




ArribaAbajo- XXIII -

Blanca Sol había principiado a amar a Alcides, precisamente porque comprendía que él había cesado de amarla. Sin darse ella misma cuenta, él fue adquiriendo grandes méritos e inmensos atractivos que antes no llamaron su atención, como si el amor hubiera llegado a iluminar la parte más bella del alma de Alcides, aquella parte que sólo podía estimarla hoy que le amaba.

Y luego, para que Alcides se elevara como si vientos amigos le llevaran a las nubes; tenía a su lado, a la vista, el término de comparación. ¡Qué diferencia! ¡Alcides y D. Serafín!

Por primera vez, antojósele hacer la autopsia moral de su esposo. Más como la disección se verificaba partiendo del punto de vista de lo bello o lo simpático, resultó mi D. Serafín, conceptuado por su esposa, sin ninguna buena cualidad moral.

Muchas veces ocurriole, antes de ahora, calificarlo, contentándose con estas sintéticas palabras: tiene el alma atravesada; pero hoy no, hoy no se contentaba con éste, que juzgó incompleto calificativo, y fue más allá: y como si su corazón necesitara disculpas, quiso poner en relieve los defectos de su esposo.

Así a medida que decrecía su estimación para él crecía su pasión para Alcides; pero con su natural coquetería, había retardado con amaño y sagacidad el día de una declaración que fuera inevitable caída.

Por fin, llegó la violenta despedida de Alcides, y ese fue el día que puede llamarse estallido de la pasión.

Entonces Blanca Sol amó y amó con verdadera pasión; como sólo amara a los veinte años.

Entonces pensó renunciar a la sociedad, al lujo, y vivir vida aislada, modesta, sin más felicidad, sin más alegría que la que él pudiera darle.

Y ¡cosa rara! también a sus hijos, a los hijos de D. Serafín,   —115→   principió a amarlos con ternura hasta entonces por primera vez sentida.

Y D. Serafín, presenció la escena singular para él, de ver a Blanca, pasar horas enteras, entretenida con las gracias de sus hijos pequeños, prodigándoles caricias y palabras de maternal afecto. Y ¡cosa más rara todavía! dejaba de asistir a tertulias y fiestas dadas por algunas de sus amigas, prefiriendo quedarse en casa muchas veces sola y triste.

¿Sería que Blanca iba a principiar a ser «madre de sus hijos y amorosa esposa de él?» Con esta idea su corazón se henchía de regocijo y esperanza. Pero luego recordó esa maldita cama, separada por todo un girón de piezas que hasta entonces Blanca se empeñaba en alejar de la suya, y suspiró triste y desconsoladamente.

Si D. Serafín hubiera sido capaz de un tantico más de perspicacia, hubiese observado, que en los bailes y paseos la ausencia de su esposa coincidía con la ausencia de Alcides, y que ella, dejaba de asistir a fiestas y tertulias, sólo por estar bien informada de que no había de encontrarlo a él allá.

Qué felicidad es contar con amigos como Luciano: ellos prestan servicios importantísimos, y en caso de necesidad, hasta descienden de su condición de adoradores apasionados a la de terceros. Así Blanca llegó a obtener datos exactos y sabía si Alcides asistiría a tal o cual invitación o frecuentaría esta o la otra amistad.

Blanca, después de la riña con Luciano, riña a la que él no dio importancia alguna, quiso hacer las paces, pensando que en esa circunstancia, necesitaba más que nunca de su reporter.

Luciano, no vio en tal conducta sino uno de los raros caprichos de su amiga, y cumplía con informarla hasta de los menores detalles de la vida de Alcides, no sin dejar de asombrarse al comprender que Blanca amaba verdaderamente.

Un día D. Serafín decíale a su esposa:

-Parecéme que llevas vida demasiado triste, si tú quieres, iremos esta noche al teatro.

-La compañía que trabaja ahora es tan mala, que...

-Cierto; pero como tenemos el palco abonado, te distraerás allá algo más que en casa.

  —116→  

-Veré a Alcides, pensó Blanca, y convino en asistir por la noche al teatro.

Allí estuvo él.

Blanca lo contempló amorosamente; hasta llegó a imaginarse que le sería posible vivir así, completamente dichosa, sin más alegría que verlo aunque fuera a la distancia.

Había entrado de lleno, totalmente, al amor apasionado y resignado.

Vio con inmenso regocijo que Alcides, fijó en ella más de una vez sus gemelos de teatro.

-Me ama aún -pensaba con íntima satisfacción.

D. Serafín también estuvo sumamente contento; participaba de la ya rara, alegría de su esposa.

De regreso del teatro, ella se dirigió a su alcoba, él la siguió resueltamente.

Había concebido un atrevido proyecto.

Blanca había estado tan hermosa, tan seductora que... ¡Vaya! ¿pues qué? ¿No era él acaso su marido?...

Blanca estaba contentísima, era preciso aprovechar tan propicia ocasión.

Acababa de ver Orfeo en los Infiernos y estas óperas bufas impresionaban mucho a D. Serafín.

Blanca se dirigió directamente a su espejo. Quería mirarse para cerciorarse una vez más de que estaba hermosa.

Alcides había fijado muchas veces en ella su mirada. ¡Ah! ¡Él volvería a caer pronto a sus pies!...

Sentíase rejuvenecida, hermoseada.

¡Treinta años! No, ella no tenía treinta años. Sólo a los quince se ama así con tanto ardor.

No quiso llamar a Faustina; ella sola pensaba desvestirse.

Principió a desatarse el peinado, y sin dejar de mirarse al espejo hablaba con D. Serafín; éste desde el sitio en que estaba, veía la imagen de su esposa reproducida en el espejo.

-No te parece que el cerquillo me asienta mejor así enrizado como lo he llevado esta noche.

-Sí, esta noche has estado muy bien.

Y sin volverse a mirarlo, Blanca, arreglaba y desarreglaba el undoso cabello, que como nube dorada por un rayo de sol, llevaba en la frente, prestando mayor hechizo a su lindo rostro.

  —117→  

-No sé que tienes esta noche; los ojos te brillan como nunca.

-Es que estoy contenta, muy contenta.

-¡Albricias!, murmuró don Serafín.

-Cuanto me alegra verte así.

-Sí, estoy contenta, y pienso ir a la primera tertulia que me conviden. Este traje granate que he tenido esta noche, ¿no te parece que me sienta mejor que los otros?

-Sí, has estado muy bien esta noche.

De pronto Blanca se volvió con intenciones de sentarse en el diván a esperar que su esposo se retirara a sus habitaciones, para poderse acostar ella y quedose pasmada mirando a don Serafín.

Estaba instalado definitivamente.

-¡Qué es eso! ¿Piensas acaso quedarte aquí?

D. Serafín tuvo tentaciones de decir:

-¡No! Pero... tuvo que rendirse a la evidencia y dijo. -Sí, y con amorosa sonrisa, balbució entre dientes algunas palabras más que ella no llegó a escuchar.

Blanca sin manifestar enojo por aquel inesperado asalto al lecho nupcial, hizo una mueca llena de gracia y continuó riendo maliciosamente.

Después de haberse despojado de sus joyas y adornos, díjole a su esposo:

-Espérame que ya vuelvo luego -y dirigiose a las habitaciones de sus hijos.

-Cada día esta más corregida. Vendrá presto. Habrá ido a ver a sus hijos -pensaba D. Serafín.

Pero pasaron diez, veinte, cuarenta minutos.

De seguro que esta era una de las extravagancias de Blanca. ¡Qué demonios! ¡No hay como entender a las mujeres! Cuando él se imaginaba que la suya estaba más contenta, más satisfecha, salía con alguna novedad capaz de sacar de quicio al mismísimo Job.

Se vistió apresuradamente. Llamó. ¡Blanca!... ¡Blanca!

Dónde diablos se habrá ido esta mujer.

Se dirigió a las habitaciones de sus hijos.

-La señora, pasó hace poco para el dormitorio de U. -le dijo una de las ayas de sus hijos.

-¿A mi dormitorio? ¡Esto sí que sería gracioso!...

  —118→  

Y era verdad. Blanca estaba en el dormitorio de él con la puerta muy bien cerrada.

D. Serafín sintió ímpetus coléricos, y estuvo a punto de echar abajo, a viva fuerza, esa puerta, cerrada sólo para él.

Pero dominó su cólera y se volvió decidiéndose a sí mismo: Lo que no ha de ser bien castigado, que sea bien callado.

Y volvió a acostarse en la cama de Blanca, rabioso y desesperado.

Este estado de ánimo no fue parte a impedir, que un momento después, él durmiera profundamente.

Y mientras D. Serafín dormía, Blanca agitada, nerviosa no llegaba a conciliar el sueño.

Y en esas horas de insomnio se entregaba a reflexiones tan serias y profundas, que nadie diría brotadas en el cerebro de la veleidosa y superficial Blanca Sol.

Su condición de mujer casada, y casada con un hombre al cual hoy menos que nunca, podría amar, presentósele con toda la espantable realidad de su vida.

Pensaba que el matrimonio sin amor, no era más que la prostitución sancionada por la sociedad; esto cuando no era el ridículo en acción, como era su matrimonio ridículo que para ella era ya tortura constante de su corazón.

¿Qué sucesión de acontecimientos pudo llevarla hasta casarse con D. Serafín?

Y ahora ¿qué remedio?, ahora que menos que nunca quería ser esposa de él.

Antes, cuando aun no amaba a ningún hombre, encontraba más fácil, más hacedero tolerar, lo que hoy le era insoportable y repugnante.

Si Alcides la amara como antes, si quisiera consagrarle su vida y su porvenir, ella pensaría en una separación definitiva, llevándose a su lado a sus hijos.

¡Mis hijos! Por primera vez al pronunciar estas palabras sentía arrasarse sus ojos en lágrimas.

¡Ah! Ellos solos, podrían obligarla a aceptar el sacrificio de vivir al lado del hombre ridículo, que de más en más, tornábasele antipático.

Por dicha de ambos esposos, la escena aquella del dormitorio no volvieron a recordarla y D. Serafín llevando adelante su principio de que, lo que no ha de ser bien   —119→   castigado, debe ser bien callado, manifestose al día siguiente atinadamente tranquilo y sereno como si tal hubiese sucedido.

Así ella continuó amando a Alcides y él amándola a ella, resignadamente.

Esta situación de amante olvidada y desdeñada, era la menos apropiada al carácter vehemente y apasionado de Blanca, y un día resolvió hablar con Alcides, segura de reconquistar aquel corazón, que por tan largo tiempo vio a sus pies.

Bajo pretexto cualquiera, el primero que le ocurriera, mandó llamar a Alcides, por medio de una esquelita muy perfumada y muy afectuosa.

Él, a pesar de sus enérgicos propósitos de olvidar para siempre a Blanca; llevó a sus labios la esquela, aspiró su maléfico perfume, y besó el papel donde ella había posado su mano.

En ese momento, su amor a Josefina del que creía estar tan seguro, se disipó como nube arrastrada por el huracán.

Dos horas después de recibida la esquela, Alcides atuzaba sus largos mostachos, perfumaba su siempre hermosa cabellera, sembrada ya de hilos de plata, y mientras se vestía, pensaba que en el amor de ciertas mujeres hay maleficio, algo que es más poderoso que la voluntad y más imperioso que la razón.

Bien sabía, que Blanca le llamaba para principiar de nuevo sus escaramuzas, llenas de astucia y coquetería, que no harían sino encadenarlo más y más sin esperanza de llegar a la meta de su felicidad.

Conocía el juego siempre falso y mañoso de ella, e iba persuadido de que, más que el amor lo llevaba allá un capricho o quizá más bien, la debilidad de su voluntad para resistir a sus seducciones.

Desde la noche que prometió a Josefina, ser su protector y su amigo, Alcides huía de acercarse a Blanca, con el mismo empeño que se huye de la desgracia. Desechaba el recuerdo de Blanca como un mal, y acariciaba la imagen de Josefina como la imagen de la felicidad.

Quería persuadirse a así mismo de que su amor a ésta, era un sentimiento que nacía de su corazón, en tanto que su pasión a la otra, era un amorío que él debía borrar de su recuerdo.

  —120→  

Antes de tomar su sombrero se detuvo a reflexionar sobre su última resolución. Lo que su conciencia, su razón le dictaban, era no volver donde la señora de Rubio. Pero... sucedió lo de siempre... Alcides no supo dominarse.

Cuando Blanca le vio llegar, le sonrió cariñosamente y con su voz de sirena y su mirada de hechicera le tendió la mano, diciéndole. -Estamos de paz ¿no es verdad?

-¿Quién puede estar de guerra con U?

¡Vaya! Confieselo U. pensó darme celos ¿no es cierto?

-¿De qué modo?

-Diciéndome que amaba U. a Josefina.

-Y ¿qué le importa a U. que yo ame a Josefina?

-Cierto, que no debiera importarme, pero...

-Qué, ¿diga U?

-Pero no puedo prescindirlo; tengo celos.

-Celos, ¿U. que no sabe amar?

-El amor llega cuando el amante se escapa.

-Y el amor se va, señora, cuando el amante se cansa.

-Yo creía que el vocabulario amoroso no conocía la palabra cansancio.

-Sí, la conoce, cuando es el cansancio de la burla y el escarnio.

-Vaya, Alcides, no hablemos de eso.

Y Blanca le tendió la mano, que él se apresuró a estrechar y besar apasionadamente.

Un momento después, siguiendo su costumbre de veterano de las filas de Cupido, Alcides arrodillado a los pies de Blanca, le juraba con eficacia y fervorosamente que su amor no había disminuido un punto, y que si estuvo aquella noche con Josefina, fue para olvidarse un momento de la ingratitud de ella, la única mujer que él amaba.

Las palabras dichas entre ruido de besos, los besos cortados tan sólo para dar paso al suspiro, que el exceso de respiración les hacía exhalar. Promesas dichas al oído, para que ni el aire al pasar las pudiera sorprender...

¡Ah! ¡quién había de creer; que aquella mujer tan tierna tan apasionada, era la misma de otros tiempos, la burlona y satírica Blanca Sol!... ¡Quién había de creer, tampoco, que el corazón de aquel hombre, maldecía en   —121→   ese momento su suerte, que de nuevo le encadenaba a los pies de Blanca, y acariciando a ésta, pensaba en Josefina, en la virtuosa joven, cuyo amor le traía la única ventura que él esperaba en lo porvenir; los goces tranquilos de la familia y la dicha serena del amor que le ofrecía la modesta costurera!

Así pues, las palabras de Alcides, no fueron como las de ella, expresión de amor y la pasión verdadera: él habló muy bien; pero habló sin convicciones. Frases empenachadas y románticas, que sonaban a huecas; ampulosidades teatrales, más propias para dichas en un salón de baile, que en diálogo amorosamente íntimo.

Y para que, lo trágicamente ridículo de la vida, tuviera su complemento, quizá necesario, faltaba sólo que el destino del malaventurado don Serafín, trajérale en ese momento, para sorprender la primera escena verdaderamente amorosa entre su esposa y Alcides.

En lo más apasionado de este diálogo, apareció él, entrando, no por la puerta que daba al corredor, que a esa cuidó Blanca de ponerle picaporte, sino por la puerta que comunicaba con las piezas interiores. D. Serafín penetró en la habitación, distraídamente, sin imaginarse que espectáculo tan estupendo, por su espantable realidad le esperaba.

Ella que le vio, no tan pronto como hubiera sido preciso, para que él no se diera cuenta de lo que pasaba, dio un grito y arrojó violentamente a Alcides lejos de sí.

D. Serafín, adelantose a largos pasos trémulo de rabia y con los crispados puños en actitud amenazante.

Alcides algo inmutado, pero tranquilo le esperó de pie.

Blanca, también de pie, estaba menos pálida que Alcides.

-¡Infames! -Vociferó don Serafín furioso.

-Caballero, estoy a las órdenes de U.

-Sí, es necesario que yo lo mate a U.

-Será un duelo a muerte.

-Y a ti también, ¡adúltera!-gritó don Serafín levantando las manos para lanzar sobre su esposa este horrible apóstrofe.

Blanca, con su habitual serenidad recurrió a su inagotable astucia, y parodiando aquella escena, inventada por Dumas, en la cual, María Antonieta sorprendida por Luis   —122→   XVI, en el momento en que su amante estaba postrado a sus pies; ella, como la Reina de Francia dijo: -¿Pero que significa todo esto? Si el señor se ha arrodillado a mis pies, sólo para pedirme la mano de Josefina, de mi pobre protegida.

Alcides, halló la astucia de Blanca como una salida aceptable y dijo:

-Señor Rubio, si cree U. que con esto he ofendido a su esposa, le repito estoy a las órdenes de U.

-Eso es mentira, yo quiero matarlo a U.

-Ahora mismo, si U. gusta.

-Qué haré ¡Dios mío! Mira Rubio te juro que el señor me hablaba de Josefina, y me pedía de rodillas su mano.

-¡Quita de aquí infame!

Y don Serafín rechazó tan violentamente a su esposa que la obligó a retroceder dando traspiés.

-Señor Rubio: entre dos caballeros como nosotros, no hay necesidad de testigos; estoy a sus órdenes.

-Sí, ahora mismo, no necesitamos de testigos para romperle a U. el alma.

Alcides sin dar importancia a la fanfarronesca bravata de don Serafín, salió él primero y bajó las escaleras, mirando con aire risueño el ademán amenazador de don Serafín. Éste sin tardar más tiempo que el necesario para tomar su rica caja de pistolas de desafío, que por lo flamante y lustrosas, manifestaban que por primera vez iban a perder su virginal pureza, bajó apresuradamente las escaleras.

Ambos se encontraron en la puerta de calle.

Entre dos hombres que quieren matarse por una mujer, siempre hay uno, que no debía ser sino el matador.

Antes de haber concluido de descender las escaleras, don Serafín alcanzó a escuchar que su esposa lloraba con agudísimos y desconsolados gemidos.

-Tal vez mañana estará viuda -pensó sintiendo aflojársele un tanto los músculos tensivos de su cuerpo.

El coche de Blanca estaba casualmente enganchado. D. Serafín subió cometiendo la distracción de sentarse al lado opuesto de la testera, lo que le valió una observación de su cochero, que muy cortésmente le dijo: Va U. señor de espaldas.

-¡Oh!... ¡Ah!... ¡Cierto! -y cambió de sitio.

  —123→  

Las lágrimas de su esposa enjuagáronse más pronto de lo que él pudo imaginarse. Cuando sintió que partían los dos coches, recordó el susto aquel de marras, cuando fue él a llamar a la policía para aprehender a los ladrones, lance risible que sólo pudo acobardar el pusilánime espíritu de su esposo. Después de recordar los detalles de aquella escena con aire de íntima convicción dijo: -¡Él no se batirá!...

Y mientras ella hacía esta exclamación, él en su carruaje tirado por un par de briosos bayos, se dirigía a la Pampa de Amancaes orden que don Serafín muy enfáticamente había dado a su cochero.

-Siga U. a ese carruaje -había ordenado a su vez Alcides, subiendo a un coche de alquiler, que acertó a pasar en ese momento.

Y ambos carruajes se dirigieron a la Pampa de Amancaes, que más de una vez ha sido teatro de algunos duelos, y ese día lo sería del de un Ministro de Justicia, del futuro candidato a la presidencia de la República.

En el tiempo que duró el viaje, que no puede ser menos de media hora, don Serafín como hombre prudente y previsor, meditó larga y profundamente.

Pensó que Alcides, era un tirador de primera fuerza, que sin más ni más, iba a clavarle una onza de plomo en el cráneo. Se arrepintió de su ligereza en aceptar este desafío, sin todas las formalidades del caso.

-Y después de todo -dijo-, si este perillán me mata, quién me dice que de aquí no se irá a donde Blanca, y ya sin impedimento ninguno los dos se amarán... se... ¡oh!... ¡no!... ¡jamás!...

Luego recordó haber oído la relación de aquellos dos duelos de Alcides, de los cuales, había resultado uno de los contendientes muerto, y este fue como él un marido celoso.

En este punto sintió que horrible escalofrío, helaba todos sus miembros.

¡Qué diablos! Un hombre no está obligado a dejarse matar por el primer tragacureñas que quiera ponerlo de blanco de su revólver. De seguro que el que inventó los desafíos no fue un hombre casado y con hijos. Y bien pensado, es la mayor tontería, cuando no se va con entera seguridad de matar, aceptar estos laces, que tal vez entran   —124→   en el plan de las felicidades, que con la muerte del marido ha de realizar el rival.

Y don Serafín en el colmo de su rabiosa desesperación, se mordía los puños y se retorcía de furor.

A su vez, Alcides, también se dio a cavilar, que tal vez iba a morir. Y morir por una coqueta sin corazón, debe ser cosa risible -decía, dando al diablo la hora en que aceptó este desafío. Y sí, como era probable, él mataba a ese ridículo marido, que al fin y al cabo, era todo un Ministro de Estado, ¿cuántos sinsabores podían venirle? Y luego, Josefina, ¿qué diría, al saber que se había batido con el esposo de Blanca?

Bajo la influencia de estas serias reflexiones, llegaron ambos a la hermosa Pampa de Amancaes.

D. Serafín, con su caja de pistolas bajo el brazo, descendió de su coche. Estaba mortalmente pálido, frío sudor humedecía su frente y sus manos trémulas estrechaban fuertemente la rica caja de sus pistolas.

-Creo que hemos parado en el sitio más apropiado, dijo Alcides bajando del coche.

-Sí -contestó el mísero, pudiendo apenas articular esta sílaba.

Luego abrió la caja y presentando las pistolas, con tembloroso acento:

-No tenemos padrinos que carguen las armas -observó.

-Cada cual cargará la suya.

Las armas se cargaron, las distancias se midieron, las condiciones se ajustaron.

...¡Dios mío! A don Serafín no le quedaba más que una esperanza; que Blanca, mujer fantástica y muy dada a las escenas de efecto y dramáticamente raras, se le presentara y cayendo de rodillas en medio de los dos, implorara el perdón de su falta.

A cada instante, imaginábase sentir el ruido de un coche, que velozmente traía a una mujer, (a la suya) que pálida, despeluznada, sacaba la cabeza por el ventanillo del coche, agitando en la mano un pañuelo blanco, con el que quería decirles: -¡Esperad, no os matéis!...

A medida que Alcides veía crecer el terror de D. Serafín, mayor empeño manifestaba él en llevar a cabo el   —125→   desafío. No obstante, quizá él deseaba menos realizar este lance.

Todo estaba ya listo y sólo fallaba, que ambos combatientes tomaran sus respectivos sitios. Un momento más, y la bola de la pistola de Alcides atravesaría el corazón de D. Serafín.

Pero él, acercándose a Alcides, preguntó.

-¿Verdaderamente U. desea casarse con Josefina?

-¿Por qué lo duda U. señor Rubio?

Me parecía que esto no era verdad.

-A fe de caballero se lo juro.

Entonces ¿por qué nos batimos?

-Porque U. lo desea.

-¡Yo!...

Un momento después, los dos coches regresaban, trayendo a los dos contendientes, aunque no muy amigos, muy satisfechos de verse libres de un grave peligro.

¡Y eran dos hombres!

¡Ah! si hubieran sido dos leones o dos gallos, uno de ellos hubiera quedado valientemente dueño del campo.

Aquí se debe decir como Juan Jacobo Rousseau: «El hombre que piensa es un animal degradado».




ArribaAbajo- XXIV -

Siguiendo la tradicional costumbre de menguados y cobardes, que muy bonitamente terminan sua lances de honor, refocilando el acobardado ánimo con un suculento almuerzo, D. Serafín y Alcides, debieron ir al Americano a terminar su desafío; pero no fue así, y aunque en el primer momento diéronse la mano amistosamente, muy luego cada cual se dio a urdir la manera mejor de asir a su rival por el cuello.

Si antes Alcides, fue valeroso y atrevido en los distintos lances de honor en que debió cruzar el acero con algún ofendido marido, ahora que su amor a Blanca había llegado a ese grado en que la razón principia a argumentar; porque al fin después de furiosa lucha, se siente ella más poderosa que el amor; el sereno raciocinio, sugiriole este dilema: -Ser valiente ante el marido de la mujer que no   —126→   se ama, es ser doblemente cobarde ante la propia conciencia: yo no debo, pues, matar a este desgraciado marido.

De aquí la falta de valor de Alcides, nunca comparable a la cobardía de D. Serafín, del señor Ministro de Justicia, Culto y Obras Públicas.

D. Serafín regresaba de este raro desafío, muy meditabundo; pero no muy triste.

¡Cosa más rara! Parecíale que un peso inmenso habíanle quitado de sobre el corazón. Pensaba con íntimo regocijo que Blanca mujer astuta y artificiosa, había de procurar halagarlo, mimarlo, quizá acariciarlo para hacerle olvidar la escena aquella que él vio perfectamente, y que estaba muy lejos de ser una petitoria de la mano de Josefina.

En adelante sus derechos de marido ofendido le darían valor para exigir muchas cosas, que él tanto deseaba y que humildemente le era forzoso callar.

Sí, todo cambiaría en adelante. De víctima iba a pasar a verdugo, de tiranizado a tirano.

Se presentaría siempre muy serio, muy altivo. Y ella de fijo que tendría que ser muy amable, muy cariñosa, muy condescendiente.

¿No era él el ofendido? ¿No era ella la culpable?

A pesar de sus furiosos celos, que tantas amarguras le hicieran apurar; él prefería esta situación de marido ofendido, a la otra de marido desdeñado.

Las tiránicas y caprichosas arbitrariedades de su esposa tiempo há pesaban sobre su amoroso corazón, con insoportable pesadumbre.

En esos momentos, cuando iba a presentarse de nuevo ante Blanca, bajo esta nueva faz, recorrió en su memoria las distintas épocas de su vida.

Su juventud había sido muy triste, casi solitaria y aislada. Él fue un joven moral, no por convicción ni por principios, sino porque su padre le decía a todas horas, que debía acostumbrarse a la vida metódica, la única que conserva la salud y asegura la fortuna contra las asechanzas de los que, con el nombre de amigos, no son más que ruines especuladores de los ricos.

Una querida, él no la tuvo jamás. ¡Qué había de poder sostener mujer el hombre que por toda renta, no llega a   —127→   contar más, que con aquella peseta, dada para dulces por su avaro padre!...

Por eso su amor a Blanca fue como estallido de todas sus pasiones y afectos.

La muerte de su padre, que le puso en condiciones de llegar a la posesión de su inmensa fortuna; sólo acaeció cuando él estaba ya encadenado a los pies, de la que debía ser su diosa y también su tirana.

Su padre, que siempre le hablara del matrimonio, como medio de orden y economía, jamás hubiera consentido que él tomara por esposa a la mujer que, en su concepto, era la más derrochadora que existía en Lima.

Después de pasar revista a todos estos acontecimientos, rememeró las deliciosas horas de su pasada vida matrimonial.

Y volviendo la mirada hacia al presente, antojósole que todo podía volver a su primitivo estado.

Por su parte, si Blanca se enmendaba, él estaba llano a perdonarla ésta su primera falta.

Su situación la encontraba de mucho más fácil compostura hoy, que lo que estuvo pocos días antes.

Por lo pronto, esa misma noche con todo el imperio y los derechos de un marido celoso, volvería a la alcoba, de la cual por tanto tiempo estuvo, caprichosamente alejado. ¡Ah! Al fin iba a realizar este justísimo anhelo de su amoroso corazón ¡Qué felicidad!...

Y D. Serafín frotándose las manos, sonriose con toda la alegría que esta esperanza le trajera.

La verdad es, que después de haber sorprendido a su esposa en medio a esta escena, significativamente amorosa; él estaba más contento, más tranquilo y más esperanzado de volver a ser como antes, dichoso marido.

Lo que indudablemente le convenía, era llevar adelante la ingeniosa invención de Blanca, y dejarle creer, que él no dudaba que Alcides estaba arrodillado a los pies de ella, sólo para pedirle la mano de Josefina.

Bajo la influencia de estas conciliadoras ideas, llegó a su casa; Blanca, aunque abrigando el humillante convencimiento de que su esposo no se batiría, esperábale ansiosa y agitada.

Pero así, que le vio llegar, de una sola mirada, adivinó   —128→   lo que pasaba en el corazón de don Serafín, y corriendo hacia él con el rostro iluminado por jubilosa expresión, díjole:

-¡Gracias a Dios, que te veo llegar sano y salvo!

Blanca estrechó entre sus dos manos las de su esposo. Él tuvo necesidad de hacer grande esfuerzo para no abrirle los brazos.

Sintió impulsos generosos, hubiera querido poderle decir. -Conozco tu falta, pero te perdono.

¡Ah! si ella hubiese podido ver en ese momento el corazón de su esposo, no se hubiera atrevido a esteriotiparlo diciendo, como dijo en otro tiempo: Tiene el alma atravesada.

Y para ocultarle el triste concepto que ella tenía formado de su valor, aventuró tímidamente esta pregunta:

-Y Alcides ¿ha salido herido?

-No, él está como yo, sano y salvo.

-¡Pues qué! ¿no os habéis batido?

Naturalmente ¿como había yo de ir a matar al novio de Josefina?

-Sí, cierto; pero ¿qué te ha dicho él?

-Me ha dado toda clase de explicaciones, que al fin he tenido que convencerme, y suspender el duelo.

-¡Habla! ¿qué dice?

-Me ha jurado, que su matrimonio con Josefina se realizaría dentro dos meses.

-¡Imposible!, exclamó ella con imprudente angustia.

-¡Cómo! ¿tú no dices que él te pedía de rodillas la mano de Josefina?

-Sí, es verdad... pero...

-Pues, sí señor, Alcides me ha dado la más cumplida satisfacción, y en prenda de la veracidad de sus palabras, me ha pedido que tú y yo seamos padrinos de su matrimonio con Josefina.

-Y tú ¿qué piensas? ¿Autorizarás con tu presencia un matrimonio que será el escandalo de la sociedad?

-Y ¿por qué no? Josefina es una muchacha bien nacida y virtuosa.

-¡Virtuosa! Pues sabe que la he arrojado de mi casa porque la he sorprendido en citas con Alcides.

-Que tal mosquita muerta; así son estas beatitas.   —129→   ¿Quién había de creerlo? Muy bien has hecho. Con que en citas ¿eh? Con razón el pícaro de Alcides nos visitaba con tanta frecuencia ¿Y como es que has llegado a tan interesante descubrimiento?

-Aquella noche que Faustina dio de voces diciendo que había ladrones en mi dormitorio; eran ellos que aprovecharon de la oportunidad ara estar juntos.

-¡Ja, ja, ja! ¡qué tales pícaros!...

Y el señor Ministro, que estaba contentísimo, reía con la naturalidad del hombre satisfecho. Sí, don Serafín estaba contentísimo; acababa de salvar de un desafío lleno de peligros, y luego venía a saber que Alcides, verdaderamente amaba a Josefina.

Y mucho más lo estaría, si adivinara hasta que punto el amor de Alcides para Blanca, había principiado a evaporarse, dejando lugar a la reflexión y al razonamiento. Y cuando un enamorado reflexiona, es porque está desandando el camino del amor: o lo que es lo mismo, ha cambiado de rumbo, y avanza hacia más halagüeña y seductora senda.

Como si la razón, apoyada por la indignación, por la conveniencia y por la reflexión, hubiera sido el adalid armado que valerosamente combatía contra de la señora de Rubio, y a favor de Josefina; así día a día fue desapareciendo el amor para la una y arraigándose el naciente amor para la otra.

¡Blanca Sol iba a ser pues vencida por la oscura costurera de la calle del Sauce!...

Y Alcides para evitar toda explicación fingió un gran enojo como resultado del ridículo desafío entre él y don Serafín.

Enojo ¿de qué? ¿De que ella hubiera desafiado las iras de don Serafín, agregando la mentira a trueque de salvarlo a él?

¿No le había mimado, acariciado, besado, en esos cortos instantes, que precedieron a la desgraciada aparición de su esposo?

Y para colmo de males en las naturalezas como la de Blanca, las desgracias en el amor, sobreexcitan el organismo, y avivan horriblemente la pasión, por lo mismo que el amor propio, es el punto más vulnerable de su corazón.

¿Cómo era posible, que lo que ella había considerado   —130→   como gran pasión, como una de esas pasiones, que en ciertos hombres, resisten a todas las pruebas y sobreviven a todas las decepciones, viniera al fin a encontrarse con que no era más que un sueño, un poco de humo evaporado?... ¿Cómo era posible que todo no hubiera sido más que un capricho, uno de aquellos caprichos, que a los hombres como Alcides pueden ocurrirles al doblar la esquina de una calle?...

¡Oh! esto era horrible. Y para venir a parar en tanta indiferencia, la había perseguido, casi asediado tanto tiempo y con afán tanto.

¡Había acaso esperado verla rendida, amante, apasionada, para vengarse de los desdenes, resignadamente sufridos por él, y cruelmente inferidos por ella!...

Blanca no sabía qué pensar.

Alcides después del día aquel en que salió de la casa para desafiarse con don Serafín, no había vuelto más, ni aún había concurrido a ninguna tertulia de aquellas donde ella iba semanalmente.

En este estado de lucha y sufrimiento, vio la señora de Rubio trascurrir una tras otras las horas de los días y los meses.

Y ella que esperó ver a Alcides llegar furtivamente, en momentos en que él no estuviera en casa, para decirle. ¡He salvado! Te amo hoy más que nunca. ¡Cúmpleme tus promesas y seamos eternamente felices!...

¡Dios mío! pero esto era agregar la burla al desamor.

Si había habido un desafío, tanto mejor. Un amante que se bate con el marido de su amada, adquiere méritos inmensos, incalculables.

Ella no había creído, no creería jamás, que Alcides, se hubiera portado como decía D. Serafín, cobardemente. Él sí, el miserable, él debió ser el que temblaría en presencia de Alcides.

Por su parte D. Serafín había vuelto a ser feliz. Qué importaba haber visto a uno de los enamorados postrado a los pies de Blanca. ¡Bah! Demasiado lo sabía él, que Alcides, era uno de los fanáticos adoradores de ella. Mientras tanto cuántas ventajas había alcanzado en su nueva posición de marido ofendido.

Ya había vuelto a vivir como antes, es decir, ya era el   —131→   marido de su mujer. Ya no se le antojaba a Blanca decir que el humo del cigarro la desvelaba.

Con tal que ella no volviera a cometer otra falta semejante, él la perdonaría de todo corazón.

Por el momento, lo que más necesitaba, era desechar toda preocupación o mortificación que ofuscara su inteligencia o perturbara su espíritu.

Sus caudales amenazados de próxima quiebra, demandábanle, entera serenidad de ánimo y completa consagración a sus negocios.

Principió por renunciar la cartera de Ministro, que tan honradamente llevara, y en cuyo desempeño, si alguna vez tuvo fragilidades o cometió faltas, fue sólo por ceder a las influencias, siempre irresistibles de su querida esposa.

Se prometió a sí mismo, no volver a recordar jamás la escena de Blanca con Alcides, este maldito recuerdo le trastornaba la cabeza y le producía grande perturbación mental.

Observó con regocijo que Blanca, secundaba sus planes de economía y de orden tan necesarios en sus difíciles circunstancias.

Sólo si le mortificaba el ver que ella, de ordinario tan alegre, tan risueña, tan expansiva, estuviera ahora, de continuo meditabunda, disgustada, muchas veces colérica y hasta alguna vez pareciole notar en sus ojos, indicios inequívocos de llanto.

¡Llorar Blanca! Esto conceptuábalo él inverosímil. A no ser que llorara presintiendo la bancarrota que les amenazaba, única causa, a su juicio, aceptable para explicarse las lágrimas de su esposa.

Si Alcides hubiera continuado visitándolos, tal vez hubiera llevado sus sospechas al terreno sentimental amoroso.

Pero ¿cómo había de imaginarse, que su esposa llorara por un hombre, al que no había vuelto a ver más hacía ya seis meses; y para mayor abundamiento, sabía con evidencia que era el novio de Josefina?

Porque precisa saber, que esta vez D. Serafín, no desempeñó el papel de ciego y bobalías, que diz que es propio de maridos desgraciados. No, él tomó muy serias medidas.

  —132→  

Un día llamó al mayordomo de servicio, al que entraba con más libertad a los salones de recibo, y poniéndole un billete de cien soles en la mano, díjole: Te pagaré muy bien, sí cada día que yo regrese de la calle, me das por escrito la lista de las personas que han venido a visitar a la señora.

-Pierda cuidado el señor, que en eso, soy yo muy listo, -habíale contestado el criado.

Y en esta lista que le fue entregada puntualmente todos los días, jamás veía el nombre de Alcides.

Respecto a salidas de calle, también obtuvo noticias fidedignas y llegó a informarse, de que esas salidas eran para ir de visitas o de tiendas, lugares en los cuales, Blanca, se presentaba con sombrero y en talle, traje poco adecuado, al concepto de D. Serafín, para asistir a citas amorosas.

Blanca se retraía día a día, con inexplicable insistencia de fiestas y saraos. ¿Para qué ir a esos lugares, si ya de antemano sabía que él no estaría allá? Hasta para las fiestas de Iglesia, por la que antes manifestara entusiasmo y deferencia, ahora apenas si llamaban su atención.

En esos días, vinieron a solicitarla para la colecta de una pomposa obra piadosa, nada menos que para la reconstrucción del templo de...

Una suscripción con la que ella hubiera dejado pasmadas y confundidas a las demás colectoras; puesto que se trataba de entregar por mensualidades una cantidad que, aunque crecida, ella entre sus numerosos amigos, había de reunirla en un santiamén, de cuatro papirotazos.

Pues así y todo Blanca Sol, rehusó él honroso puesto de Presidenta, que las señoras reunidas, con tan noble fin, le designaron.

Lo cual dio por resultado, que gran número de las cursis que quisieron ser colectoras, tan sólo por pertenecer a la sociedad que ella había de presidir; decepcionadas con este fiasco, dieron al traste con la suscripción y la obra piadosa, abandonada y desesperada ocultó su rostro entre los escombros de la antigua derruida iglesia.

Muchas de las que se decían señoras del gran mundo, juzgando este eclipse como completa decadencia, pretendieron imitarla, esperando elevarse y ocupar el puesto de Blanca en sociedad; pero como ninguna poseía las dotes   —133→   físicas e intelectuales, ni el chic de ella, no hubieran llegado ni con mucho, a destronarla.




ArribaAbajo- XXV -

Como un medio de dominar la difícil situación, creada por los últimos acontecimientos entre Blanca, don Serafín y Alcides; este último compró todos los créditos y valores, que directa o indirectamente, pudieran servirle en contra de aquel.

La fortuna de don Serafín, estaba a punto de desaparecer. Sus gastos, tiempo há que superaban en mucho a sus entradas.

Para llenar este déficit, recurrió a los préstamos con ruinosos intereses, y estos fueron como el agua, que entrando gota a gota en una nave, concluye por hacerla hundir.

Las escrituras hipotecarias de don Serafín, estaban todas con plazo vencidos; así pues, fácil fue para Alcides, comprar esos créditos, que, mal pagados los intereses, y peor asegurado el pago del capital, le endozaron los documentos, creyendo los acreedores, salir de un deudor casi insolvente.

La fortuna de Alcides a pesar de la vida regalada y de los numerosos gastos que la recargaban, no había sufrido el menor desfalco; lejos de esto, distintos y atinados negociados, habían casi duplicado el capital, recibido en herencia a la muerte de su padre.

Después que Alcides hubo adquirido la transferencia de la mayor parte de los documentos, eligiendo los de fácil cobro, y también los que gravaban las fincas hipotecadas por don Serafín; llevó su atención a otro punto y pensó en Josefina, en la hermosa florista, que debía ser para él, ángel custodio que le resguardara de las irresistibles seducciones de Blanca Sol.

En vano fue que Alcides, esperara por muchos días recibir de Josefina alguna misiva, anunciándole su salida de la casa de la señora de Rubio y llamándolo para presentarlo a su abuela, como a su amigo y protector. La pobre Josefina estaba muy lejos de pensar en buscar a Alcides.

  —134→  

En el estado de miseria en que vivía, su amor propio y su dignidad impusiéronle silencio. Una mujer tan pobre como ella no podía buscar a un joven como Alcides, sino para entregarle su honor, a cambio de su protección.

Y para colmo de infortunios, en sus apremiantes necesidades, su abuela se vio obligada a llevar a la casa de préstamo, los únicos muebles de la pieza que servía de salita de recibo.

La señora Alva, contando con la protección de Blanca, cometió la imprudencia de notificar a las antiguas parroquianas de Josefina, que su nieta no trabajaría ya, sino para la señora Rubio; así fue que a pesar de haber participado a todas aquellas que volvía a ser la costurera y florista de otro tiempo, nadie acudió a darle trabajo. Necesitaba que trascurriera algún tiempo, y este tiempo sería de insalvables angustias.

Blanca, además, había cometido la grave injusticia de no devolverle los vestidos, ni ninguna prenda de vestir de las que ella dejó al salir de su casa. Los celos la llevaron hasta ese extremo.

Tres meses después de haber dejado la casa de Blanca, Josefina, principió a ver que los zapatos estaban ya demasiado usados, y el vestido negro, el de salir a la calle, estaba también algo raido.

Como por efecto de economía, fueles forzoso despedir a la única criada que servía para compras de la pulpería, los hermanos de Josefina, dejaron de asistir al colegio para prestar su pequeño contingente de servicios, desempeñando el oficio de mandaderos.

Entre los pesares que afligieron el corazón de la señora Alva, ninguno tan hondo, como el de ver a sus nietos «educándose como hijos de sirvientes». ¡Ah! ¡Y no había remedio! La miseria con sus enflaquecidas manos amenazaba ahogarlos a todos.

Cada día, cada hora, la situación tomaba aspecto más alarmante, y el porvenir presentóseles a cada una de las personas que componían la familia, sombrío y aterrador, cual jamás le vieron en su vida.

Al fin Josefina, resolvió ir a buscar trabajo a casa de una modista de fama: allí trabajando todo el día, ganaba apenas para la subsistencia de sus hermanos y de su abuela.

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El orgullo de la señora Alva, sintiose cruelmente lastimado al ver a su nieta, a la hija de un acaudalado hacendado, de peona de un taller de costura.

Entre los muchos recursos, que para remediar la angustiosa situación de la familia, pudieron haber aceptado, casi todos tocaban con la insalvable valla de las ideas aristocráticas de la señora Alva.

¡Ir los niños a una escuela municipal a rolar con la gente del pueblo! ¡Oh! No, imposible. Consentía en que Josefina trabajara flores y vestidos, y esto era ya demasiado para su orgullo y sus antecedentes de gran señora.

A pesar de su recto criterio, y sus austeras virtudes, no cedía un punto, así que se trataba de sostener su nombre y su condición que la colocaban en la primera clase.

Aun en medio de esta pobreza, ella esperaba confiada, en Dios que premiaría sus virtudes y le devolvería su perdida fortuna. Cada día que pasaba asombrábase de que ese no fuera el que le anunciara su rehabilitación en la sociedad. -No, esto no puede durar así: ¿acaso mi fortuna fue mal adquirida? Dios se acordará de nosotros; esperemos, -decíale a Josefina.

Y ambas, esperaban, sino tranquilas, esperanzadas y resignadas con sus desgracias.

¿Qué era mientras tanto de Alcides? ¿Él, el causante de la desgraciada situación de Josefina, y el sólo llamado a prestarle su apoyo y cumplirle el juramento pronunciado la noche aquella, de angustiosa situación para él, y de noble y abnegada resolución para ella?

Alcides buscaba desesperadamente a la joven costurera; pero sucedió que había perdido su huella.

Recordaba que Josefina, un día de los muchos que hablaba con él, en el corredor de la casa de la señora de Rubio, habíale dicho: -Ya mi abuela ha dejado las estrechas y húmedas habitaciones de la calle del Sauce, ahora vive en otras, situadas en la calle de... es una casita más aseada y mejor ventilada.

Desgraciadamente, después que perdió Josefina la protección de Blanca, no pudiendo pagar su nueva y cómoda morada, se vio en la necesidad de ir a ocupar otra en apartada calle más pobre y más triste que la primera.

Alcides preguntó, inquirió sin que persona alguna llegara a darle noticias ciertas de la joven.

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Sucedió, que habiendo en corto tiempo ocupado tres domicilios en distintas calles, los vecinos últimos, ni aún conocían de vista a la joven costurera.

Seis meses habían ya trascurrido, y Alcides no se decepcionaba en sus pesquisas e indagaciones para conocer el paradero de Josefina.

Días enteros pasaban los espías asalariados por Alcides, apostándose en la esquina de esta o la otra calle donde vivía alguna joven, que según noticias recibidas, poseía las condiciones físicas por él designadas.

Alcides no alcanzaba a explicarse, cómo era posible que en Lima no se pudiera conocer el domicilio de una persona que, aunque pobre, era de las que se llaman decentes.

Desesperaba ya de descubrir a la hermosa florista, que día a día cautivaba su corazón con el incentivo que para el amor posee, todo lo difícil, lo misterioso, lo desconocido; cuando al fin llegó a presentarse feliz oportunidad para realizar sus ansiados descubrimientos; y esta oportunidad no debía ser otra que una de las famosas procesiones de Lima.

Cada país, cada ciudad, cada pueblo tiene sus costumbres, sus tradiciones, sus preocupaciones, que en el trascurso del tiempo, llegan a imprimirle lo que puede llamarse su fisonomía moral y característica.

Esta fisonomía característica de Lima, hace delineado mejor que en otras de sus raras costumbres, en la de ciertas procesiones que, como la del Señor de los Milagros, es propia sólo de Lima.

Desde que Alcides buscaba a la costurera de la calle del Sauce, no había dejado de asistir a ningún espectáculo o fiesta en que se congregara gran multitud de gente; atisbando con mayor cuidado, los lugares donde concurren muchachas bonitas y pobres.

La procesión del Señor de los Milagros, es concurridísima por la clase que en Lima está representada por la gente de color: negros, mestizos, indios; pero todos vestidos con esmero y llevando la flamante levita comprada expresamente.

Las criadas de casa grande y toda la gente del pelo, también se presentan emperejiladas, ataviadas con trajes y mantas flamantes, desplegando en este día lujo inusitado,   —137→   que a mengua tendrían no estrenar rico vestido en tal procesión.

Si el extranjero que pisa nuestras playas, hubiera de juzgarnos solamente por la híbrida concurrencia que viera en este día; apuntaría en su cartera algo semejante a esto: «En el Perú por cada cara blanca que se ve, hay diez de color».

Pero si el tipo de la raza blanca es escaso, en cambio, parece que las más guapas y lindas jóvenes se dieran cita para ir allá; pero cubriéndose con la tradicional manta peruana; que coquetería de la mujer limeña, en todo tiempo ha sido, ocultar su rostro, dejando, solamente visible lo suficiente para que descubran que es hermosa y seductora.

Sin saber por qué, vago presentimiento llevó a Alcides a la popular procesión, para buscar allá a su encantadora aunque humilde dama.

Un sabueso husmeando la presa perdida en el bosque, sería apenas comparable a Alcides, buscando a la joven en medio de ese bosque de cabezas humanas, que se apiñan y se agrupan, oscureciendo la atmósfera con el humo del incienso de las mil sahumadoras, que van delante del anda del Señor de los Milagros.

Jamás acostumbraba Josefina, asistir a ninguna fiesta pública, ni procesión religiosa; fue pues la casualidad, o como dicen los fatalistas, su destino, que envolviéndola en el torbellino de acompañantes, llevola allá.

Venía ella de entregar algunos trabajos, ansiosa de recibir la paga, que siempre llegaba a la casa, para llenar urgentes necesidades: cuando sin poder evitarlo se dio con la popular procesión, que, después de haber comido y bebido en los Huérfanos venía a la Encarnación; porque es fama que Nuestro Señor, come y bebe en una Iglesia, duerme en la otra, y va al siguiente día a refocilarse con el almuerzo en la vecina parroquia.

Los que conocemos el significado de estos dichos vulgares, sabemos, y el que no lo sepa, de fijo que ha de adivinarlo, que no es nuestro Señor, el que como bebe y duerme; sino sus acompañantes, que se corroboran y confortan con los apetitosos potajes nacionales, preparados ad hoc, entre los que figuran, en primer término, los turrones de miel.

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En el momento en que Alcides, observaba con mayor afán, vio que algunas mujeres, se dirigían a un punto como si trataran de socorrer a una persona, dirigiose allá, con natural curiosidad, y divisó que sostenida por pobre mujer del pueblo, estaba una joven, que había caído al suelo, privada de sentido.

Al pronto no pudo verle el rostro; pero alcanzó a ver blanca, delicada mano, que debía pertenecerá distinguida señora.

El corazón lo dio un vuelco, cual si alguien hubierale dicho al oído: esa es la mano de la mujer que amas y buscas.

Atropellando, y arrollando a los que le impedían el paso, llegó a colocarse al lado de la desconocida.

En ese momento otra mujer descubría el rostro de la joven, agitando al aire con su pañuelo y diciendo: -Es el calor de la concurrencia, lo que debe haberla producido este desmayo.

Al mismo tiempo Alcides, profundamente impresionado exclama: -¡Es ella, es ella! ¡Josefina!

Y pasando por entre la multitud, pudo llegar hasta colocarse delante de la joven.

-Es mi hermana, permítanme llevármela, es necesario sacarla de aquí.

Y diciendo y haciendo, Alcides levantó a la joven en sus robustos brazos, como lo haría con una criatura, dirigiéndose luego al primer coche que se presentó por allí.

Una mujer del pueblo mirándole decía: -¡Caramba! por las ganas con que le aprieta, yo diría que no es su hermana sino su conocía.

-Así son estos blancos, más pícaros que nosotros, y luego con quebrantarse pa atrás, creen que lo tapan todo.

-Je, je... Je ¡qué buena cosa! Y adelante del Señor de los Milagros, nosotras le hemos entregau a la muchacha pa que...

-Calla hombre, no habléis indecencias.

-Con razón los comercios, dicen que deben quitar las procisiones pa que no hayga lugar a escándalos.

-Si los blancos no vinieran a meterse aquí, nada malo se viera.

-Y se la lleva de veras -dijeron algunos mirando asombrados a Alcides, que con gran dificultad, lograba   —139→   abrirse paso por entre la compacta multitud, formada en su mayor parte por zahumadoras, que con lujosos pebeteros, van delante del anda del Señor de los Milagros.

En ese momento un individuo, vestido con la extraña túnica morada; acercose a este grupo, y con vez pedigüeña y gangosa decía: Para la cera de mí Amo y Señor de los Milagros.

El ruido de algunas monedas, caídas en el platillo respondía a la demanda de éstos, que se dicen devotos del Señor de los Milagros.




ArribaAbajo- XXVI -

Después que Alcides subió al coche, llevando en brazos su preciosa carga, encontrose perplejo, sin saber que determinación tomar.

-Hé aquí un trance difícil e inesperado, decía, mirando a la joven, que pálida, inerte, con la cabeza reclinada, y la frente cubierta con algunas guedejas de pelo, estaba allí asemejándose más, a una muerta, que a un ser lleno de vida y juventud como era ella.

Llevarse a la propia casa, a una mujer desmayada, es indigno de un caballero: entregarla a manos extrañas y decir que había sido recogida como una desconocida; hubiera sido lo más expedito, pero Alcides no quería ni pensaba abandonar a la que en ese momento, era para él, tesoro de inapreciable valor.

Tiempo hacía que miraba a la modesta costurera como áncora de salvación a la que él quería asirse, como único arbitrio para huir de Blanca, de ella, a quien ya principiaba a temerla, más que amarla. Josefina que tan noble y generosamente quiso sacrificarse por salvarlo del ridículo que Blanca le deparaba la noche aquella del 12 de Agosto; Josefina, la casta doncella que podía brindarle todo el sentimentalismo y la ternura de su virgen y amante corazón, estaba allí, en su poder, suya era y nadie podría arrebatársela.

Y Alcides contemplaba amorosamente el desmayado cuerpo de la joven.

Mientras hacía todas estas reflexiones, el coche tomando   —140→   la dirección opuesta a la que traía la procesión, había doblado para la calle de Belén, y se dirigía a la de Boza donde vivía Alcides.

Hay hechos casuales, que la mano del destino parece combinar con un fin preconcebido.

¡Que hacer!... No hubo remedio...

Alcides hizo detener el coche, y como en la procesión él mismo llevola en brazos a sus habitaciones.

Un momento después, Josefina, siempre desmayada, estaba recostada en uno de los ricos divanes del salón de recibo de la casa de Alcides.

Contemplola un momento. El parecido del rostro de Josefina con el de Blanca, avivó el recuerdo de ella. Pero ¡ah! ¡Cuánta distancia entre la una y la otra! La misma que entre Luzbel y el ángel que huella su cuerpo.

Desechó estas reflexiones. Principiaba a alarmarse por éste ya largo síncope. ¡Sería situación tremenda y de graves consecuencias si Josefina estuviese muerta! Se apresuró a aspergear con agua fría su rostro; colocó su mano sobre el pecho de la joven, y observaba atentamente. ¡El corazón latía! Llamola sacudiéndole el cuerpo. -¡Josefina! ¡señorita Josefina!...

Al fin ella exhaló largo y angustioso suspiro, y recobrando el conocimiento miró asombrada la elegante y lujosa alcoba de Alcides, luego fijando en él sus ojos, abiertos desmesuradamente en señal del asombro que la poseía, exclamó: ¡Dios mío! ¿Qué ha sido de mí? ¿Donde estoy?...

Alcides, con el más sincero y afectuoso tono que le fue dable emplear, díjola: Está usted en mi casa en la casa de un caballero, que sabrá respetar como merece a la señorita Josefina.

Ella intentó con un brusco movimiento, ponerse de pie, pero su cuerpo no obedeció a su voluntad, y volvió a mirar a Alcides, cual si dudara de sus palabras.

-Lo que necesitamos ahora es, que usted recobre sus fuerzas para llevarla luego a su casa. ¿No le parece bien?

-Sí ahora mismo -y Josefina haciendo un nuevo esfuerzo, se incorporó y púsose de pie en actitud de partir.

-Espero señorita Josefina, que me concederá usted un sincero perdón por mi osadía al traerla a mi casa; pero es el caso que yo no conocía la dirección de la casa de usted y...

  —141→  

-¡Ah! es verdad yo vivo en la calle de...

Josefina, se ruborizó sin atreverse a dar la dirección y las señas de las pobres y humildes habitaciones, que ella con sus dos hermanos y su abuela, ocupaban, en una de las más retiradas calles de Lima.

El tono afectuoso y caballerosamente ingenuo de las palabras de Alcides, devolviéronle su natural confianza y su habitual tranquilidad. Y a más, aquel usted, acompañado de la palabra señorita, eran pruebas de respeto que debía llevar en consideración.

Josefina tomó de nuevo asiento.

¡Ella en las habitaciones de Alcides!... ¡Lo veía y no podía creerlo!

¿Cómo saldría de allí? ¿Qué diría para no alejarse tan presto como su conciencia y su dignidad lo exigían? Por que era la verdad, que ella no pensaba ni deseaba retirarse sin llevar alguna esperanza, que alentara su enamorado corazón.

Encontrose indecisa sin decidirse a aceptar ninguno de los recursos que su mente le sugería.

Manifestarse agradecida, cariñosa, estando sola con él, no le pareció propio ni digno, y a más, pudiera ser peligroso.

Ella nunca se había encontrado sola con un hombre, y menos en sus propias habitaciones como estaba ahora.

Felizmente el momento de silencio que dio lugar a todas estas reflexiones, no fue largo, y Alcides vino a sacarla de tan embarazosa situación; él se complació en referirle cómo fue que asistió a la procesión impulsado sólo por la esperanza de encontrar a una persona, no, no era sólo una persona era más; era un tesoro que él buscaba hacía largo tiempo. Y luego con sencillez y naturalidad le refirió cómo el corazón le palpitó, cuando en medio al tumulto formado por las zahumadoras, alcanzó a ver una mano blanca y delicada, que él adivinó debía ser la de ella.

En este punto Josefina, exhaló largo y doloroso suspiro.

Recordó que esa mano blanca y delicada de que hablaba Alcides, estaba llena de callosidades, producidas por el uso constante de la tijera y de algunos instrumentos de florista.

-Mucho tiempo hace que me ocupo de usted señorita Josefina.

  —142→  

-¡¡De mí!!

-Sí; yo la le he buscado desesperadamente.

-¡Gracias! -dijo ruborizándose sin atrever a preguntarle para qué podía él buscarla.

Luego Alcides le habló de amistad, de amor, de los afectos puros y elevados, que sólo puede inspirar la mujer buena y virtuosa.

Sin alardes de conquistador le hizo la narración de cómo él había formado muchas veces el proyecto de contraer matrimonio, dando siempre con la amarga decepción de hallarse, con alguna joven vana, superficial y sin corazón. Es que había cometido la ligereza de esperar hallar en los aristocráticos salones que él frecuentaba, a la que debía ser su esposa.

Y Alcides riendo se presentaba: ¿Cómo es que he podido olvidar, que hay prendas morales, que sólo pueden hallarse en la mujer modesta y virtuosa?...

Alcides, estuvo atinado y hasta elocuente en estas íntimas confidencias.

-Ahora espero no me sucederá otro tanto; al fin creo haber hallado a la mujer soñada y esperada.

A Josefina le parecía que el corazón quería romperle el pecho, tan violentos y acelerados eran sus latidos.

Y Alcides decía: -A medida que más se conoce el mundo, más se estiman ciertas cualidades morales, y concluimos por convencernos de que nada hay comparable a una mujer buena y virtuosa.

¡Dios mío! ¿Sería verdad lo que estaba oyendo? Ella valía algo, valía mucho, puesto que se sentía buena y virtuosa como decía Alcides.

En ese momento, hubiera apostado y sostenido, que llevaba en la frente una diadema, no material como la de las reinas, sino una diadema de luz, que iluminaba su almas. Sentía vértigo, como cuando se siente uno elevarse repentinamente a inconmensurable altura.

Josefina, concluyó por reírse franca y alegremente de algunas historietas con que Alcides, quiso amenizar esos momentos de íntima comunicación.

-¡Qué bello pasar toda la vida así, al calor de los más dulces afectos del alma!

Y estas palabras las decía Alcides, no fingiendo la felicidad que no sentía, sino inspirado por aquella situación deliciosamente tranquila y risueña.

  —143→  

Josefina, también estuvo locuaz, expansiva, como si se hallara en completa seguridad: hasta llegó a olvidarse que estaba en la habitación de un hombre soltero, y que a más, era su enamorado.

Así que fue llegada la hora de retirarse, Alcides llevó a Josefina a la habitación contigua, al cuarto de vestirse.

-Venga usted Josefina, se arreglará usted un poco el peinado y se prenderá la manta.

Y ella le siguió resueltamente y ¿por qué no? Iba escudada por el título que Alcides acababa de darle. Era una mujer virtuosa y Josefina sentía humillos vanidosos considerándose persona de punto.

Alcides salió un momento; fue a dar orden que trajeran un carruaje.

Josefina le esperó tranquilamente, y se entretenía en examinar las habitaciones de Alcides.

¡Cuánto lujo para un hombre solo!... Aunque estaba acostumbrada a ver el rico mueblaje de la casa de la señora de Rubio, encontró, tanto o mejor amuebladas las habitaciones de Alcides.

¿Sería posible que ella llegara a vivir algún día con esos cortinajes, con esas alfombras y con todo ese boato?...

¡Y vivir con Alcides, al lado del hombre amado, en cuya compañía la más oscura choza había de parecerle un palacio!... Sería posible que ella con sus flores de trapo, con sus ayunos por necesidad, con sus desvelos por trabajar, sufriendo resignadamente sus miserias, sus angustias, su abandono; sería posible que con todo esto se pudiera conquistar la riqueza, el lujo, un palacio, y más que el palacio, el corazón del hombre que ha tiempo ella amaba y lo amaba sin esperanza!...

Pero ¡ah!, pensando en estas cosas, había olvidado que era necesario, antes que viniera el señor Lescanti, arreglarse el pelo y prenderse su manta: esa manta que ni siquiera era de vapor, como la de la gente rica, sino de cachemir, que ella usaba «así de cualquier modo como la llevan las beatas, sin un solo alfiler».

Josefina se sonrió pensando cuán súbitamente, podría ese pobre y raído vestido, trocarse por el elegante y lujoso que llevaría, si por acaso llegaba el día, que ella fuera una gran señora, la señora de Lescanti.

Alcides volvió y miró complacido a Josefina; ella se   —144→   arreglaba tranquilamente como si estuviera en su propia alcoba.

-Será preciso, señorita Josefina, cuidar de que no la vean salir de mi casa.

Esta advertencia le produjo el efecto de rudo golpe dado por la realidad.

¡Ah! Cierto, había allá, en la calle, un público que no la conocía, que al verla salir de la casa de un hombre soltero, a ella que iba tan pobremente vestida, la tomaría, o por la sirvienta o quizá por una mujerzuela que había ido a vender su honor. ¡Ah! ¡Y ella que se imaginaba llevar en ese momento aquella diadema de luz, que deslumbraría a cuantos la mirasen!

-¿Qué haré? ¿Será preciso cubrirme con la manta para que no me conozcan?, -preguntó con tristeza Josefina.

-No, será más seguro que salga yo al balcón, y cuando no se vea en toda esta calle una persona conocida, le daré aviso.

Estos detalles la preocuparon. Así se comportaría Alcides con otras, con las que venían donde él, no traídas desmayadas como había llegado ella, sino traídas por sus propios pies, y llevadas por su propia voluntad.

En casa de Blanca, en los aristocráticos salones de la señora de Rubio, es donde había oído ciertas historias, que le revelaron la posibilidad de muchas cosas que antes hubiera ella juzgado como inverosímiles y absurdas.

Muchas veces en la época que había vivido al lado de la señora de Rubio, ocurriole comparar sus sentimientos, sus ideas, sus aspiraciones, con los sentimientos, las ideas, y aspiraciones de Blanca, y aunque siempre estuvo de su parte la nobleza, la rectitud, la abnegación y todo lo que es propio de un espíritu superior; nunca se había atrevido a considerarse superior a una gran señora, a la señora de Rubio; pero hoy sí, hoy que era amada y respetada, imaginaba estar a inconmensurable altura, más arriba aún que la señora de Rubio.

En este punto llegó Alcides a decirle, salga usted señorita. Ahora no hay cuidado.

-Adiós, señor Alcides.

-Hasta mañana.

Y ambos diéronse cordial apretón de manos.

  —145→  

Qué poder tienes tú ¡oh virtud! ¡que así te impones a las coincidencias más despreocupadas!...

Así exclamaba Alcides, viendo alejarse a Josefina, a la honrada costurera, que había tenido entre sus brazos, estando él solo en sus propias habitaciones, sin sentir por ella más que cariño, respeto, anhelo de labrar su felicidad.

Y la semejanza del rostro de Josefina, con el de Blanca, era un nuevo incentivo para el amor de Alcides.

Si él fuera a referirles a sus amigos esta escena, entra él y Josefina; habían de juzgarla inverosímil, y más propia de una novela romántica, que de la vida de él, de Alcides Lescanti, que amaba a Josefina con ese amor, mezcla de voluptuosidad y delicadeza, que lo llevaba a estimar en mayor valía, las cualidades físicas y morales de la mujer, con ese refinamiento del hombre, que ha libado el amor hasta sentir el cansancio y tal vez el hastío, quedándole solo, el frío análisis, que le convierte en una especie de catador de lo bueno y muy bueno.

Al día siguiente Alcides, sentía anhelo por ir a casa de Josefina. Temía, que su abuela, la señora Alva, tuviera conocimiento del incidente de la víspera, y comprendía, que el hombre que lleva a su propia alcoba a una joven desmayada, puede aparecer como un villano o un infame, si no se presenta a la casa de ella, a dar cumplida explicación, y Alcides que en asuntos de caballerosidad, creía medir los puntos más altos conocidos, quería que esta explicación fuera muy cumplida.

A la hora que él acostumbraba visitar a las de su clase, a las de su alcurnia, a la hora de las visitas de etiqueta, a las cinco de la tarde, se acicaló y vistió con el mayor esmero, para ir a casa de Josefina, a la calle de Maravillas, esto como si dijera al otro mundo al mundo de los desvalidos.

Qué lejos es necesario ir a buscar a la verdadera virtud -pensaba Alcides, recordando la apartada calle en que vivía la pobre costurera.

Y mientras Alcides, alegremente se preparaba para ir a visitar a Josefina; ella, allá en los dos cuartos que servían de única morada a las cuatro personas que componían su familia; había caído en profunda melancolía.

¡Cuándo volvería a verle! Mañana le había dicho   —146→   él, al despedirse; pero aquello no podía ser más que vana promesa, que no debía cumplirse.

¡Cómo era posible esperar que fuera él, el señor Lescanti, hasta la calle de Maravillas, buscando unos cuartos, que por más señas, ni siquiera daban a la calle, sino que estaban como escondidos en el interior de una casa derruida y mal parada! Cómo sería dable, que el señor Lescanti llegara hasta allá, atravesando mil callejuelas, y luego el patio de una casa, sucio polvoroso, sin veredas, para llegar a entrar por el callejón, pasar por un sitio próximo del botadero, donde se sentía malos olores, como que era casa de vecindad...

¡Dios mío! ¡Cómo era dable que ardiendo tanto amor en el corazón y bullendo tantas ideas poéticas en la mente se pueda vivir, esperar la felicidad rodeada de lo más prosaico y horrible que presenta la miseria!...

Josefina contemplando el triste cuadro de su misérrima situación, sentía desfallecimientos y dolor indecibles.

Pero a pesar de todas estas reflexiones, ella procuró estar lo mejor que le fue posible. Se vistió con el único vestido elegante que la quedaba; y en el peinado, desplegó todas sus dotes artísticas, de florista y modista del mejor gusto.

En cuanto a la habitación que le servía de salita de recibo, empleó en su arreglo sumo cuidado y diligencia, para presentarla tan limpia y decente cuanto era posible exigir de los pobres trastos que la ocupaban.

Felizmente hablan tocado con una señora muy caritativa, que al saber que los muebles de la salita, estaban en casa del prestamista, les dio el dinero necesario para desempeñarlo a condición de que entregaran cada domingo un sol.

Sin este bendecido recurso, ella no hubiera contado ni con una silla para convidarle un asiento al señor Lescanti.

Compró un ramillete de flores, con margaritas y juncos que perfumaban deliciosamente la atmósfera. Primero lo colocó en un vaso del comedor, pero luego vio que esto «hacía mal efecto» y cambió de idea; desató el ramillete y lo arregló en un pequeño azafate, a manera de misturero para que así se lucieran todas las flores.

-¡Jesús! hija, hoy estás fantástica y derrochadora lo   —147→   menos has gastado veinte centavos en ese ramo de flores.

-Es preciso algún día darle gusto al gusto -decía Josefina casi alegre principiando a acariciar fundadas esperanzas de que Alcides había de venir a buscarla.

Y Alcides llegó, sí, llegó, y muy categóricamente pidió la mano de la señorita Josefina.

La señora Alva, que conocía a Alcides y sabía que él era uno de los más ventajosos partidos que alcanzar pudiera la más distinguida joven de la aristocrática sociedad limeña; estaba a punto de perder el juicio de alegría.

No se cansaba de hablar y comentar tan fausto acontecimiento, no obstante aseguraba que no le causaba a ella novedad, pues bien segura estaba de que la virtud de su nieta, había de recibir el justo premio que Dios depara a los buenos.

A pensar de otra suerte, era preciso ser como los ateos, que no creen en premio ni castigo cuando la justicia de Dios, si tarda no olvida jamás.

Alcides había vuelto al día siguiente a advertirles que no pensaran en gasto ninguno para el ajuar de la novia.

¡Ah! Risible advertencia que hirió el orgullo de la aristocrática señora Alva.

El señor Lescanti pediría a París un ajuar completo para Josefina, no de otra suerte pensaba obsequiar a la virtuosa costurera, a la que esperaba ver convertida en gran señora.

Tres días después la señora de Alva con sus tres nietos, ocupaban aseada y elegante casita perfectamente amueblada. Allí permanecerían en tanto que se corrían las diligencias matrimoniales y se terminaban los preparativos de mudanza de ajuar en la casa de Alcides.

La señora de Alva, continuó diciendo todos los días con acento profundamente convencido: -Yo siempre esperé que Dios premiara a la virtud modesta, y al trabajo honrado.