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Bocetos al lápiz de americanos célebres

Tomo I

Clorinda Matto de Turner



Retrato



Portada



Pocas, tal vez ninguna mujer peruana ha merecido tantas páginas biográficas, apuntaciones de su vida, juicios y estudios literarios como la señora Matto. Nosotros hemos trepidado mucho para elegir entre los notables trabajos de los señores Sandoval, Lemoine y Delgado, este último publicado por nuestro semanario «El Perú Ilustrado», para que acompañe al grabado que aparece en la portada de este libro y hemos tenido que optar, por derecho de antigüedad dando preferencia a los apuntes del señor Gamarra que datan del año 83. Los creemos suficientes para el retrato de la notable escritora conocida y juzgada con entusiasmo en la República de las letras.

Desde el 83 la autora lleva publicados 2 tomos de Tradiciones y leyendas, un texto de Literatura, una bella novela titulada «Aves sin nido» y ha servido durante dos años y medio la redacción en jefe del prestigioso diario que se publica en Arequipa con el título de «La Bolsa».

Los EE.




ArribaAbajoApuntes de viaje

Allá por el año de 1876, la señora Gorriti había establecido en la capital de esta república, las llamadas «Veladas Literarias», o sea reuniones en las que se rendía homenaje al talento, se estimulaba a la juventud y se cultivaba el Arte con un entusiasmo que nunca decayó.

Cuando alguna notabilidad europea, americana o nacional, llegaba a Lima, se apresuraba la señora Gorriti a saludarla, agasajándola con una «Velada», y así fueron recibidos Villergas y Pastor Obligado, y así fue también recibida la joven escritora cuyo nombre encabeza estas líneas.

En los salones de la novelista argentina, siempre que se trataba de hacer una manifestación de la naturaleza de que hablamos, se veían reunidos los Pardo, los Amézaga, los Palma, los Fuente, los Llona, Salaverry; y formaban el encanto de aquellas inolvidables reuniones, entre otras, las Riglos   —6→   de Orbegoso, las Cabello de Carbonera, las García Robledo, Villarán de Plasencia, Lazo de Eléspuru y otras no menos distinguidas por su talento y hermosura.

Allí pues, una noche fue coronada la tradicionista señora de Turner, y por primera vez conocimos a esa joven, cuyo nombre habíamos visto figurar en varios semanarios nacionales y extranjeros con éxito magnífico.

Allí fue donde conocimos por vez primera a esa joven como de 20 años, esbelta y con todos los encantos de la juventud, realzados por los de un talento notable y una educación esmerada.

Con sus propias manos la señora Gorriti adornó las sienes de la hermosa tradicionista con una corona de rica filigrana, semejando las enlazadas ramas del simbólico laurel, y colocó en sus manos una valiosa pluma y tarjeta de oro, a la par que un magnífico juego de botones de no poco valor, como recuerdo de sus amigas y homenaje de sus hermanas en las letras.

La fiesta aquella fue de las más espléndidas: los poetas cantaron a la joven tradicionista y todos nos apresuramos a poner a sus pies una flor, como humilde tributo de cariño y admiración.

Desde entonces deseamos conocer algunos apuntes biográficos de la que, durante su permanencia en Lima, mereció la atención de aquella ilustrada sociedad.

¡Quién había de decir al que estos renglones escribe, pidiendo hospedaje en las columnas de este periódico, quién había de decirle que llegaría hasta el suelo que vio nacer a Clorinda Matto de Turner, para recoger hoy esos apuntes, que pluma más brillante y mejor talento reclaman!

Clorinda Matto nació en el Cuzco el 11 de Noviembre de 1854, del matrimonio del señor Ramón Matto y la señora Grimanesa Usandivaras, habiendo quedado huérfana de madre a los siete años.

  —7→  

En el Cuzco, donde hemos recogido estos apuntes, recibió la instrucción primaria bajo la dirección de la señora Antonina Pérez, y fue bajo el techo paterno donde cultivara el estudio de la Filosofía, Literatura, Historia Natural y otros que por entonces no se enseñaban en los colegios de señoritas.

En 1871 contrajo matrimonio con el señor D. José Turner, de nacionalidad inglesa: ya por entonces sus primeros ensayos literarios habían visto la luz pública en «El Heraldo», «El Mercurio», «El Ferrocarril», y «El Eco de los Andes», periódicos del Cuzco, bajo los pseudónimos de «Mary», «Rosario», «Betsabé» y «Adelfa», pues desde los trece años reveló su marcada predilección por las letras. El talento de aquella niña despertaba, como las flores de los campos, llenas de una pureza singular y de un colorido raro, a la par que encantador. Sus amigos la instaron a firmar sus escritos y aún a fundar un semanario de educación, literatura, artes y ciencias, tal fue «El Recreo»; el mejor que hasta la fecha se ha publicado en el Cuzco, tanto por lo esmerado de su impresión, cuanto por el respetable cuerpo de colaboradores que tenía entre nacionales y extranjeros.

En todos estos primeros ensayos le sucedía a Clorinda, lo que a todos los literatos que principian; andaba en busca de su centro, y así como el novelista francés Julio Verne comenzó por escribir zarzuelas, siendo su género la novela científica en que ha llegado a ser maestro; como nuestro Ricardo Palma comenzó por la poesía lírica y siguió por el drama, hasta escribir uno que le hemos oído decir que le pesa más que sus culpas; Clorinda Matto comenzó por lo que llamaremos artículos ligeros o sueltos, hasta que encontró el argentado filón de las tradiciones, que con mano maestra hoy maneja, y que indudablemente aún no ha explotado en toda su grandeza, pues no son sino primeras producciones   —8→   las que le han conquistado una merecida reputación como escritora.

Hemos visto con frecuencia reproducidas sus tradiciones en periódicos extranjeros, de tanto mérito como «El Correo de Ultramar», y podemos citar entre muchas las que han sido más aplaudidas como sus «Testigos sin tacha», «Vaya un decreto», «Lo que costó un recibimiento», «El que manda, manda», «Cuenta clara», y «Tambo de Montero».

Como un homenaje de afecto y admiración a la escritora, ha publicado el señor Sánchez Díaz, Fiscal de la Corte de Huaráz, dos pequeñas colecciones de tradiciones con el título de Cusiccoillor y Hojas de un libro, y según sabemos muy pronto verá la luz pública un magnífico tomo, el primero que contendrá más de cuarenta tradiciones, inéditas las más, y pocas de las publicadas como colaboración en «La Alborada del Plata», «La Ondina del Plata», «El Correo del Perú», «El Semanario del Pacífico», «El Porvenir», «La Cartilla Popular», «El Obrero», «El Rodadero», «La Autonomía», «La Ley», «El Álbum» y «La Bolsa».

Entre otros géneros que, con notable acierto ha cultivado además la señora de Turner, conocemos las hermosas leyendas indias «La peña del castigo», «Frailes» y «Cchaska», y entre sus biografías publicadas bajo el epígrafe de perfiles, la de María Ana Centeno, Francisca Zubiaga de Gamarra, el Obispo Antonio de la Raya y Manuel Suárez.

Bajo el anagrama de Carlota Dimont, ha publicado artículos de los llamados de fondo, manifestando así la facilidad de su brillante pluma, la variedad de su estudio y la fuerza de su talento. Varias sociedades literarias la cuentan entre sus socios honorarios, y creemos no engañarnos al pensar que muy en breve será una notabilidad americana; pues sus tradiciones, a más de la corrección de lenguaje a que cada día más se encaminan para   —9→   seguir en la forma las huellas de don Ricardo Palma; a más de esa chispa o tinte juguetón de don Ricardo, que le es particular, tiene, en sus tradiciones, la escritora un espíritu filosófico más marmado y una elevación de concepto que hará de sus producciones un género sobresaliente y más conforme con la corriente progresista y nueva de la época. Don Ricardo Palma es un académico que ha venido a registrar los pergaminos en los apolillados estantes de la América; Clorinda Matto será la tradicionista americana que, en la literatura de Juan M. Gutiérrez, llevará a España en hermosos fragmentos la historia de su Patria.

Hemos dicho una palabra acerca de la escritora y no terminaremos sin encomiar las virtudes de la mujer peruana.

El 6 de Abril de 1883 llegamos a Tinta, a la histórica población en cuyas cercanías, en 1781, se libró aquella sangrienta batalla, en la época del virreinato de don Agustín Jáuregui, entre las fuerzas españolas al mando del Mariscal de campo don José del Valle y las indígenas del patriota Tupac-Amaru, quedando este vencido y con su sangre regado el campo en que algún día floreciera el árbol de la libertad. Supimos que nuestra respetada amiga habitaba ese pueblo y que llevaba aún el luto de su viudedad. Su esposo había muerto dejándola una fortuna quebrantada, y la joven escritora, sin dejarse abatir por la desgracia, se había puesto al frente del comercio de su casa y vivía consagrada al trabajo con la constancia, fe y talento de una verdadera norte-americana. Así no nos fue menos grato, a nosotros que la habíamos visto coronada en los salones de la señora Gorriti, encontrarla, al ir a visitarla, en su escritorio rodeada del libro mayor, del borrador y del de caja, pluma en mano, haciendo el balance de partidas numéricas, como pudiera haber estado registrando antiguallas para encantarnos con una tradición.

  —10→  

Acababa de establecer un molino con el que había comenzado a dar impulso a su trabajo, y sus dependientes partían en ese momento a Bolivia, llevando un cargamento considerable, cuya realización serviría para establecer en mayor escala el giro comercial que con fe y resignación había principiado. He allí la mujer peruana, he allí la laboriosa mujer cuyas prendas jamás nos cansaremos de elogiar.

¿Qué hubieran dicho Madama de Staël, Jorge Sand, Fernán Caballero, Carolina Coronado, María del Pilar Sinués de Marco y todas aquellas sobresalientes escritoras al ver a la tradicionista americana, hermosa y joven, ni más ni menos que un banquero, un tenedor de libros o un jefe de casa mercantil personalmente dirigiendo, ordenando, trabajando ella misma y hablando de negocios como en un salón pudiera hablar de literatura?

¿No es verdad que esto es encantador y respetable?

El estudio y el trabajo dándose la mano ¿no es cierto que simbolizan el porvenir?

¿No es ese el tipo verdaderamente americano, ese no es el carácter, el bello, ideal práctico de nuestra sociedad?

¡¡Un hogar santificado por el trabajo y embellecido por el Arte!!...

Una mujer que consagra su talento a su patria y que con el sudor de su frente sostiene no solo la decencia de su casa y su buen nombre sino también la educación de sus hermanos, una escritora que así vive honra a su nación y es digna del respeto y aplauso universal y quienes al encontrarla a nuestro paso hemos sido testigos de virtudes semejantes, faltaríamos a un deber no consagrándole un recuerdo.

Abelardo M. Gamarra.

Arequipa, 17 de Agosto de 1883.



  —[11-12]→     —13→  

ArribaAbajoIntroducción

El historiador tiene que tomar el escalpelo del anatómico, en lugar de la pluma galana del literato, y con aquel proceder al examen del cuerpo, analizando los sucesos y componentes, colocando con calmosa serenidad aquí las partículas sanas, allá las viciadas, cada cual en su puesto; después tiene que ir al pupitre, y con el escrúpulo del alquimista trasladar al papel el resultado de sus estudios.

El biógrafo no tanto.

Sin llegar a los linderos del panegírico, su tarea casi se reduce a tomar los puntos culminantes de la vida de un individuo desde la cuna, explotando sus buenas acciones para ejemplo, con más satisfacción que sus vicios para anatema; pues, la corriente civilizadora de nuestro siglo admirable, tiene ya marcado el cauce   —14→   de los trabajos intelectuales que, para vivir, necesitan llevar caudal de enseñanza.

Con estos propósitos he emprendido esta labor, acaso superior a mis fuerzas; y aunque vengo garantida por la triple entidad de sexo, corazón y conciencia, que me pone en lugar favorable para emitir juicios desapasionados y tal vez no tan desnudos de autoridad, como parezca a primera vista, al tratarse de escritos brotados de un cerebro femenino, débil y sin cultivo; no por estas consideraciones he de prescindir de solicitar la benevolencia del lector.

Enemiga soy, por carácter y por educación, de buscarle la tilde al personaje que descuella a respetable altura en el escenario de la gran comedia humana, donde me tocó también papel y que, en ocasiones dadas, me concede el derecho de pasar a término codeando las comparsas para abrirme paso. Pero, si esto mismo me ha hecho aspirar siempre al cumplimiento del deber, si una austera escuela de sufrimientos, poco interrumpidos, me ha legado enseñanza y rectitud de juicios, ello no importa más que la duplicación de deberes para con la patria peruana, cuyo amor puro y límpido brilla en mi alma.

Hoy, que entrego al público sud-americano una obra meditada en la soledad, y compulsada por estudios incesantes, no temo aventurar la frase al decir que, páginas tengo en «Bocetos al lápiz», que consuelan y avivan el patriotismo; porque los hijos de los hombres que pasaron por la tierra dejando virtudes y glorias como   —15→   huella de su tránsito, quedan aún como buen elemento para la regeneración social a que aspiramos.

Pertenezco al número de los creyentes. Tengo fe en los futuros buenos destinos del Perú.

Y si en el curso de mis estudios entro alguna vez a hacer apreciaciones duras sobre los acontecimientos de la guerra del Pacífico, en relación a la alianza Perú-Boliviana, me inspiro siempre en la justicia, recuerdo a menudo que la pluma del historiador debe ser cosmopolita hasta donde pueda, y con frecuencia me detengo para consultar autores de las tres nacionalidades ayer beligerantes. No olvido tampoco, y lo repito, que mi sexo, y mi independencia consiguiente lejos de la política, han de otorgarme la serenidad necesaria para juzgar, aunque incidentalmente personajes y sucesos contemporáneos de inmediata relación con la fisonomía moral de la persona cuya historia me ocupe.

Lejos estoy de pretender que mis Bocetos aspiren al sello de biografías completas: su nombre lo dice; pero, si con estas páginas despierto en la juventud americana recuerdos sagrados y respetos merecidos, habré alcanzado todo, quedando colmadas de recompensa las veladas que a este libro ha dedicado

La autora.





  —[16]→     —17→  

ArribaAbajoDon Juan de Espinosa Medrano

- O sea -
el doctor Lunarejo


A Monseñor José Antonio Roca

Donde crió Dios más dilatados y copiosos los tesoros de la tierra, depositó también los ingenios del cielo.


Dr. Fr. Fulgencio Maldonado. Censura al APOLOGÉTICO de don Luis de Góngora por el doctor Espinosa Medrano.                


Postrada y abatida se encuentra la que fue altiva reina de cetro de oro, la ciudad sagrada del Sol; pero bajo sus bóvedas se ocultan tesoros inmensos y junto a ellos descansan cenizas venerandas que los nietos hemos de remover con natural orgullo, como   —18→   el patrimonio valioso del porvenir, pues, así como los hijos que sobresalen por sus merecimientos constituyen la felicidad de sus padres, también es verdad comprobada que cuando aquellos se elevan a una altura superior, atrayendo hacia sí las miradas de admiración y de respeto del mundo -a despecho tal vez de la emulación, pobre y mezquina-, forman la aureola gloriosa de la tierra que, viéndolos nacer, cobijó su cuna con cariño maternal. Así es para nuestro país antorcha de luz refulgente la que vamos a sacar, de entre los sarcófagos sagrados de los muertos, para que alumbre con llama vívida de estímulo y de propia satisfacción al pueblo de Manco, grande por sus tradiciones regias y quién sabe si más grande aún por su venidero.

Si el Cuzco tuviese en blanco las páginas de sus anales, si no se hubiesen inscrito ya en ellas tantos nombres ilustres, bastaría el de don Juan de Espinosa Medrano, a quien Mendiburu apellida el sublime y el pueblo cuzqueño conocía con el nombre de el doctor Lunarejo, para oponerlo en noble parangón ante los hombres eminentes, así en literatura y ciencias como en artes y virtudes, de otras partes, desde el comienzo del siglo XVII a nuestros días.

Los brevísimos renglones que Mendiburu ha consagrado en su Diccionario Histórico Biográfico del Perú al preclaro ingenio de las Indias que nos ocupa, no han podido abarcar todas las noticias que los peruanos tenemos derecho   —19→   a investigar para el estudio de nuestra propia historia. El que, venido al mundo en cuna humilde supo elevarse, con sólo el peldaño del libro y la oración, hasta brillar como el astro rey en el cielo literario de la América del Sur, harto merece que se le consagre cuadro detallado en la ya rica galería de los ingenios patrios.

Ricardo Palma, el respetado maestro y digno guardián de los archivos bibliográficos del Perú, fue el primero que me señaló el nombre del doctor Lunarejo como tema de mis estudios histórico-cuzqueños. Cinco años llevaba de prolijas investigaciones, así en los empolvados archivos que están a mi alcance, como en la tradición oral recogida con la cautela que depura lo inverosímil, cuando el importante trabajo de don José A. de Lavalle sobre el doctor don José Manuel Valdez, su vida y sus obras, y la brevedad de los renglones del Diccionario citado, vinieron a redoblar mis afanes para dar término a las presentes líneas, comenzadas tiempo ha. La referencia va para estímulo de otros, y no con ánimo de entrerrenglonarse con los tres mencionados escritores, miembros de la Real Academia Española, gloria legítima también de las letras nacionales.


ArribaAbajo- I -

Allá donde los lirios nacen con mayor perfume y lozanía, en el pueblecito de Calcauso de   —20→   la antigua doctrina de Mollebamba, provincia de Aymaraes, en el Virreinato, nació también, hacia el año 1619, un hijo de cónyuges indígenas, entre humildes pañales, a quien dieron en el bautismo el nombre de Juan, llamándose sus padres Agustín Espinosa y Paula Medrano.

Si se ha dicho que Minerva misma recibió a Hércules en su nacimiento, salvándole de Juno, a nuestro compatriota lo recibieron en ignorado terruño los ángeles tutelares de la Ciencia y de la Virtud, para acompañarlo en toda la jornada de la vida que comenzaba. Al mismo tiempo las Musas lo prohijaron. Apolo iluminó su frente infantil con el dorado rayo del Parnaso, y el Genio, batiendo sus vaporosas alas sobre la choza de la alegre aldea, recogió el perfume de los lirios, y con él solemnizó el nacimiento del indiecito.




ArribaAbajo- II -

Sano y robusto como todos los niños de la raza peruana, pocos trabajos dio a su madre el chiquitín que, después del gateo y consiguiente crianza en coles1, entró en los cinco, y después en los siete años de su edad.

El párroco de Mollebamba sostenía en la casa cural una especie de CLASE DE PÁRVULOS, en donde distraía sus horas sobrantes del desempeño ministerial, y allá iban todos los angelitos   —21→   de tez tostada por el sol, no sólo a recibir su ración de maíz cocido, sino a alabar a Dios y conocer las letras.

Juan formó número en la pequeña falange escuelera, y acudía con tan solícito empeño y rara constancia que no se hizo esperar el tiempo en que sobrepasó a sus menudos colegas, en el conocimiento del A, B, C, aprendizaje de lectura corrida, recitación de la doctrina cristiana y ayudar a misa.

Encantado el buen sacerdote-maestro con la habilidad y conducta intachable de su discípulo, le tomó a su cargo más de cerca, pidiendo a los padres de Juan que lo dejasen desempeñar las menudas faenas de la sacristía. Así lo otorgaron ellos con grande regocijo del niño, que en la nueva ocupación no veía, como un muchacho vulgar, el halago de aprovechar los restos de las vinajeras y hostiario, sonar la campanilla o sacudir el incensario en la misa mayor, sino la proximidad al misal y a los libros del párroco.

Lo que llamamos vocación no es otra cosa que la tendencia del espíritu a su mayor perfeccionamiento, mediante las funciones en que el cuerpo toma su más noble concurso de acción.

El día del ingreso de Juan a la sacristanía del curato de Mollebamba, quedó definido su porvenir.




ArribaAbajo- III -

El ilustrísimo obispo don Antonio de la Raya, al fundar el colegio de Guamanga y el Seminario   —22→   de San Antonio Abad en el Cuzco, creó becas gratuitas para los hijos de indios; y una de ellas cupo a Juan, por intermedio del cura de Mollebamba, llegando al Cuzco en calidad de sirviente.

En el cerebro de aquel niño dormía el genio que en hora dada debía despertar y cual llama eléctrica inflamarse, al roce de los estudios, para alumbrar primero los claustros escolares que honró; después, la poltrona del profesorado que enriqueció con su ciencia; el coro magistral que dignificó con sus virtudes; la cátedra sagrada donde su palabra potente predicó la verdad evangélica; la cumbre de la montaña sacra donde su lira de poeta entonó cánticos líricos de sublime armonía; y por fin, el modesto retrete del hombre de letras, templo augusto donde se escribe el libro con la savia de la propia existencia.

Algo más.

Vistió la túnica de cándida blancura del sacerdote católico, y su frente ciñó la nacarada diadema de la virginidad real, posesión alcanzada por heroicos y muy contados viajeros en el trabajoso valle del dolor.

Maravilla y entusiasma en verdad la vida de aquel varón, nacido en ignorada aldea, y cuya cabeza coronaron desde temprano los laureles de la gloria más saneada, cual es la que recoge la fama en alas del propio merecimiento.

Espinosa Medrano recibió de Dios el tesoro de la inteligencia para engrandecerse; pero, en   —23→   grado tal, que alcanzó la victoria más completa sobre las oposiciones que la ojeriza del gobierno colonial oponía a los hijos de naturales, para concederles el goce de las preeminencias y dignidades de la Metrópoli. Al frente de ese egoísmo punible existían, no embargante, hombres de la talla de La-Raya, Las Casas y otros, cuya palabra era escuchada con respeto en el palacio de los reyes españoles: los efluvios de la inteligencia privilegiada del hijo de Indias traspasaron las barreras del Atlántico; la justicia del trono y la ley de igualdad observada por el Pontífice, ampararon los expedientes de americanos, rubricando concesiones para dar a la patria de los Incas dignidades como Juan de Espinosa Medrano y Juan Dávila Cartagena, cuzqueño también, que después de ocupar las sillas del coro de la catedral en toda su escala ascendente hasta arcediano, fue presentado por S. M. Carlos II para arzobispo de Tucumán, y preconizado por S. S. Inocencio XI en Bula de 1687.




ArribaAbajo- IV -

Admitido Espinosa Medrano en el Seminario de San Antonio Abad, en breve se impuso voluntario encierro para no distraerse en los estudios, a los que se consagró ya con firme resolución de hacerse sacerdote por vocación y no por las mezquinas miras de la tierra, que traen como consecuencia el mal ministerio.

Su constancia la pregonaban los superiores, y   —24→   de su marcha literaria daban brillante testimonio los exámenes, cuyo éxito llamaba la atención unánime.

Se cuenta que una vez dio examen para salvar a un colega suyo, hijo mimado de un vecino notable, dueño de títulos y dineros, pero escaso, casi mendicante de ingenio trasmisible a su descendencia.

A los 18 años, Espinosa Medrano era un joven que representaba 25. El distinguido escritor doctor don Félix C. C. Zegarra dice, en su importante BIBLIOGRAFÍA DE SANTA ROSA, que Lunarejo a los 12 años tañía ya con inteligencia y desembarazo, no uno sino varios instrumentos musicales, habiendo logrado por sí solo hacerse a la vez que diestro ejecutante, hábil compositor.

Regular estatura, conformación robusta y sana, color oscuro, rostro y manos salpicados de muchos lunares negros, que le atrajeron el sobrenombre de lunarejo, -bautizo de colegio que recibió grado universitario, pues, más tarde fue llamado el doctor Lunarejo-; ojos negros, de expresión algo melancólica, mirada concentrada y atrayente, voz arrogante de timbre sonoro y pronunciación fácil, carácter suave y franco por excelencia, que lo hizo amar con entusiasmo por sus discípulos; tal es el conjunto personal del aventajado estudiante.

Parece que sus votos de castidad los hizo desde niño, y supo llenarlos con escrupulosa abnegación y pureza encantadora.

  —25→  

Tan repetidos eran los progresos en su plan de estudios que, a poco trecho andado en la ardua carrera de las letras, hablaba y escribía con propiedad siete idiomas a saber: latín, castellano, mexicano, portugués, griego, francés y quechua, la dulce lengua nativa, planteando y defendiendo las más difíciles cuestiones de la divina Ciencia, y leyendo los clásicos en el original de su composición.

La cátedra de Artes y Teología del Seminario le brindó muy luego sus bancos de enseñanza, y allí escribió y publicó después su obra de LÓGICA, en latín y castellano, cuya importancia despertó la emulación y la envidia en varios de sus contemporáneos que trataron de deprimirlo. Pero, como el tranquilo caudal que resbala en profundo álveo, prosiguió Espinosa Medrano el curso que el deber y la vocación señalaban a su talento cultivado. Consagrado a sus estudios, esperó el tiempo que iba a darle la edad suficiente para las órdenes sagradas, que, en efecto, obtuvo, graduándose enseguida de doctor en la Universidad de San Ignacio de Loyola del Cuzco, ese antiguo foco de ilustración y saber donde, como a los claustros salmantinos, acudían las notabilidades del Perú en demanda de la orla doctoral. En esta la recibió también don Francisco de P. Vigil, como ya dije otra vez.




ArribaAbajo- V -

En 1658 confiaron interinamente a Espinosa el curato de españoles de la iglesia catedral,   —26→   donde desplegó celo y virtudes singulares, y escribió una de sus obras más conocidas, terminada en 1660, de la que vamos a ocuparnos luego.

Manejaba constantemente los clásicos2 y holgábase saboreando las páginas de Góngora, cuando tuvo conocimiento de la crítica que en la «Fuente Aganipe» hizo el portugués Manuel de Faría Sousa de su autor favorito, y escribió   —27→   el Apologético de don Luis de Góngora que dio a la estampa en 1662 en Lima, imprenta de Juan de Quevedo y Zárate, dedicándola al Conde Duque de Olivares, reinante en la privanza de Felipe IV y que prestaba decidida protección a literatos y pintores. Esta obra notable dio a conocer a Espinosa Medrano en España, y le conquistó tantos admiradores y partidarios como bellezas contiene la defensa del poeta cordobés por quién fue tanto el entusiasmo de Medrano, como lo expresa el final de su canto citado por Mendiburu y que no puedo dejar de trasladar aquí, ya por la felicidad de elección, ya como por muestra del estilo castellano del cantor de los Andes que dice así:

«Salve tú, divino poeta, espíritu bizarro, cisne dulcísimo. -Vive, a pesar de la emulación, pues duras a despecho de la mortalidad. -Coronen el sagrado mármol de tus cenizas los más hermosos lirios del Helicón. -Descansen tus gloriosos manes en serenísimas claridades: sirvan a tus huesos de túmulo ambas cumbres del Parnaso, de antorchas todo el esplendor de los astros, de lágrimas todas las ondas del Aganipe, de epitafio la Fama, de teatro el orbe, de triunfo la muerte, de reposo la eternidad»3.

  —28→  

Oigamos aún al Lunarejo en su dedicatoria de esta obra al Duque Conde de Olivares Don Luis Méndez de Haro, a quien dedicó también Don García Coronel sus «Comentarios sobre Góngora». -«Mucho padrino es V. E. (Príncipe Excmo.) para que mi pequeñez aspire a su patrocinio; pero menester es, que sea tan grande si ha de llegar su sombra hasta el otro mundo. Acá llegan las luces de su Valor, Prudencia, Rectitud, Magnificencia y Benignidad; hechizo que pudiera contentarse ciñendo su actividad a la esfera de toda esa Europa; pero pasa, arrebatando poderosamente las veneraciones, a inundar nuevos climas con la fragancia de tan glorioso nombre. Orlen, en horabuena, trozos de cadenas rotas o eslabones desengarzados las Armas de V. E., que a lazos de más suave prisión tiene entregados esta monarquía los cuellos; y rómpanse porque no necesite de cadenas, quien cautiva con las virtudes.»

Fácil es concebir que en la corte aumentó la fama del doctor Espinosa Medrano, con la rapidez vertiginosa del entusiasmo que nace y crece abonado por el mérito positivo y modesto. Nombre pronunciado ya con respeto en la estancia de la reyecía, y ciencia reconocida con el límpido brillo del diamante pulimentado, no podían menos que granjear dignidad al ilustre peruano. En efecto, vino la presentación real de 26 de Febrero de 1677, a cuyo mérito ocupó en propiedad el curato de San Cristóbal, redil   —29→   de las almas confiadas a su cayado pastoral, donde Espinosa Medrano puso en práctica todo el caudal de sus virtudes y estudios evangélicos, en favor de sus hermanos los indígenas, vertiendo al quechua el tesoro de su ciencia.

Nada simboliza tan cumplidamente la patria como la lengua, -ha dicho un escritor bogotano-. En esta se encarna cuanto hay de más dulce y caro para el individuo y la familia, desde la oración aprendida del labio materno y los cuentos referidos al amor de la lumbre hasta la desolación que traen la muerte de los padres y el apagamiento del hogar; un cantarcillo popular evoca la imagen de alegres fiestas, y un himno guerrero, la de gloriosas victorias; en una tierra extraña, aunque viéramos campos iguales a aquellos en que jugábamos de niños, y viéramos allí casas como aquella donde se columpió nuestra cuna, nos dice el corazón que, si no oyéramos los acentos de la lengua nativa, deshecha toda ilusión, siempre nos reputaríamos extranjeros y suspiraríamos por las auras de la patria4. La realidad de esta poesía descriptiva la hemos encontrado al juzgar al doctor Espinosa Medrano.

Las páginas consagradas al poeta cordobés respiran erudición, entusiasmo y armonía; pero los poemas líricos, en quechua, encierran toda la poesía acallada largo tiempo en el corazón de los haravicus peruanos. Perlas que van cayendo   —30→   una a una en cáliz de oro, sus versos nos hacen contemplar las praderas, ya no sólo alegradas por la pompa de sus arboledas y el susurro de sus corrientes cristalinas, hasta percibir el aroma que empapa la brisa de sus tardes, cuando el maíz amarillea y la calandria fabrica su nido, sino encantadas por el himno celestial del cristianismo, mostrando al hombre que se recostaba solitario y ciego, a la escasa fronda de los chachacomos, y después en fraternal unión, con luz en sus pupilas y fe en su alma, reclinado bajo la sombra de la cruz santa de la redención.


Limpic chaccha mayo, suchurillay
      chaquiñyta ttasnurispa
Ccapac sacha mallqui, llantuicullay
      huateccaita aiquerispa5



Así acaba el canto a la Religión y a la Cruz el sublime poeta que, en su lengua nativa, compuso el idilio de las almas tristes alegradas por los efluvios de la religión.

¡Cuánta pérdida para las letras nacionales el no conservarse sino pequeñísimos fragmentos   —31→   de aquellas obras inmortales, como el «Ollantay»!

La elevación de concepto, la viveza de imágenes locales y el clasicismo en el idioma nativo, dotes que sobresalen en las poesías de Espinosa Medrano, dejarían, no lo dudemos, satisfecho el gusto más exigente sobre americanismo en literatura.

Entre sus traducciones del latín a la quechua sorprende encontrar el rapto de Proserpina, de Virgilio6.

El drama nacional no fue desdeñado por el vate.

Escribió tres piezas cómicas en quechua y castellano, de las que una se representó en el Seminario con motivo de los festejos anuales del Patrón titular. El argumento bellísimo y de un fondo moral encantador, helo aquí7:

Es el templo del Sol, que se levanta suntuoso, y allí se celebran las fiestas anuarias de Inti-huata. Las escogidas de la casa de Acllas entonan himnos de alabanza, tributo de las creencias que viven purísimas en el corazón de la virgen peruana. Dios, que como Padre universal ha recibido aquellas ofrendas que a Él se dirigen por intermedio del Sol, ha decretado hacerse conocer en verdad y figura, y llega al templo   —32→   el ángel del Evangelio con el sagrado Código y la cruz bendita entre las manos y entona:


Caimi yachay,
caimi ccochucuy8



y la luz que desprenden sus alas ofusca la del sol.

Los corazones dispuestos ya por la gracia, sienten, meditan y se preguntan:


Kanchay ecapac llallí
Intí tutayachíc
¿ccanchu ashuancanqui?9
[...]



Puesta de manifiesto la creencia subsistente en Pachacamac, Cristo es recibido como el Hijo unigénito de aquel verdadero sol del mundo.

Espinosa Medrano, diestro en la alegoría y en los golpes de escena, no ha descuidado tampoco en su obra qué sea terreno fértil y puro aquel en que se deposite la primera revelación del Criador, por eso elije el corazón de la mujer, creyente sincera de todas las elucubraciones maravillosas del espíritu.




ArribaAbajo- VI -

Las canonjías requerían oposición en concurso.

  —33→  

Espinosa Medrano acudió a él, instado por sus numerosos discípulos, pues, nunca abandonó la enseñanza de la juventud, que iba ante su ciencia y sagacidad en demanda de lecciones.

Esta fue la época en que los émulos, que nunca han faltado en la vida de los hombres de mérito, echaron a relucir sus armas para la ruin batalla. La envidia, por supuesto, acudió solícita contra el sacerdote; pero tuvo que rasgar sus vestiduras, como el Pontífice confundido por la serena palabra del Maestro, y huyó despavorida para refugiarse en los tenebrosos antros de la derrota.

Se siguió un largo litigio bajo pretexto de que, siendo indio el Lunarejo no era digno de ocupar la silla canonjial, pleito que halló término glorioso en la cédula real dada en San Lorenzo el 18 de octubre de 1682, presentando como canónigo del coro de la catedral del Cuzco al ILUSTRE DOCTOR DON JUAN DE ESPINOSA MEDRANO, quién tomó silla, como primer canónigo magistral, el 24 de diciembre de 1683 dejando expeditas las puertas que dan ascenso a la dignidad mediante las virtudes y los merecimientos del hombre. Al mismo tiempo se abrió de par en par la puerta de la inmortalidad para el escritor peruano, en cuya alma grande renació el entusiasmo por la predicación y por las letras, y cuya laboriosidad no le fue en zaga a la de D. Antonio León Pinelo, uno de los tres hermanos de este apellido, quien escribió veinte obras de importancia. Dio a la estampa varios   —34→   poemas líricos, en quechua y castellano, un «Tratado de Teología», las «Crónicas y anécdotas de la catedral»10, un tomo de sermones que sus discípulos compilaron con el título de «Novena Maravilla» y una narración rimada de los festejos hechos al Conde de Lemus en 1668, donde su ingenio se levanta altivo con la sangre peruana, ora dominando los espacios como el águila, ora suave, trinando como el ruiseñor posado en el follaje de la palmera.

¿Quién podía ya eclipsar las glorias de aquel talento sobrenatural y de tantas virtudes comprobadas?

Espinosa Medrano era el rayo refulgente en el suelo peruano cuyo reflejo alumbró hasta el otro lado de los mares.

La época es la que diseña los caracteres.

En la Apología de Góngora, encontramos el lazo de flores con que el hijo de las vírgenes selvas del Perú se ligó con la madre del idioma castellano; en la poesía lírica y dramática, aparecen el peruano, orgulloso de su patria, y el sacerdote, junto a su Dios.




ArribaAbajo- VII -

«En 31 de Diciembre de 1684 fue nombrado el doctor Espinosa Medrano Tesorero del coro   —35→   de la catedral, en virtud de cédula real dada en Madrid el 20 de marzo del expresado año; y promovido al Arcedianato el doctor Bravo Dávila, ocupó Medrano la silla de Chantre, por otra cédula real de 1686.

La sociedad tributaba al canónigo Espinosa Medrano toda clase de consideraciones y respetos. El templo se llenaba de gentío notable cuando se anunciaba al doctor Lunarejo como el orador sagrado del día; su voz era escuchada, y su opinión, fuente de consultas cuotidianas. Las casas más aristocráticas se honraban con mirar a Espinosa como el alma de sus veladas y el director sagaz de sus hogares. En el coro mismo despertó cariño y estimación sin límites. La secretaría episcopal ponía bajo su amparo consultas dudosas, y era el favorito del obispo Mollinedo Angulo, quien se encantaba con la vasta ilustración del Lunarejo, origen de una conversación siempre animada e instructiva.

El talento se impone cuando va acompañado de virtud.

Así quedaron avasalladas las preocupaciones de casta, nacimiento, color y fortuna, por el libro y la oración. Laureada victoria que, si se obtuvo en el coloniaje, debería sentar sus reales en la REPÚBLICA, haciéndonos prácticos, renunciando la fama apócrifa que, acaso más de una vez, se compra a precio de vil mercancía.

El doctor Alfonso Bravo de Paredes y Quiñones dice, citando el texto de Claudiano; Felicidad es suma verse en esta corta patria un sujeto   —36→   epílogo glorioso de muchos grandes; no sé si con más propiedad que yo lo repito con experiencia y admiración del doctor Juan de Espinosa Medrano. Miro en este argumento ya no las luces todas de este Demóstenes indiano; tienen estas otra esfera mayor a que iluminar brillando, siendo usurero empleo de la atención en los púlpitos: veo no el vuelo entero de este Fénix criollo remontarse con imperceptibles giros al Olimpo, siendo sutil despertador de las Águilas en la cátedra. Un rayo sí admiro de sus centellas que siendo el menor que ha guiado su pluma, líneas son de oro sin borrón excediendo a otra obra de su materia. No sólo es apetitoso al paladar más desabrido, sino que embriaga dulcemente al ingenio más hidrópico de erudición»11.




ArribaAbajo- VIII -

La «Choronica historial», al hablar de Lunarejo, ha consignado en sus páginas el siguiente paso: «Predicando un día en la catedral advirtió que repelían a su madre que porfiaba a entrar y dijo: señoras, den lugar a esa pobre india que es mi madre. Y al punto la llamaron convidando sus tapetes. Esta humildad le granjeó, demás de la escogida literatura y erudición de que le dotó el cielo, muy copiosos honores con cúmulo de méritos a otros más sublimes».

  —37→  

Todos los cronistas y compiladores de allende los tiempos, consagran al doctor Lunarejo el tributo de merecidos elogios y admiración que suben, en fragante espiral de incienso, al templo de la inmortalidad decretada para su genio.

Los dos caballeros de la orden de Alcántara don Francisco Valverde y don Diego de Loaiza y Zárate y don Bernabé Gascón Riquelme, Presbítero, don Juan Lira y don Francisco López de Mejía, compatriotas y discípulos de Medrano, figuran entre los que escribieron poesías en elogio de su maestro. Las censuras a la Apología de Góngora, hechas por el Chantre de Arequipa doctor Maldonado, natural de Lima y por Fray Miguel de Quiñones Catedrático de Prima, Guardián Regente de los Estudios del convento de San Francisco del Cuzco, son otros tantos ramilletes de flores que perfuman la tumba del vate, así como la GLORIA ENIGMÁTICA DEL DOCTOR JUAN ESPINOSA MEDRANO, libro que en alabanza de este publicó el doctor Francisco González Sambrano.




ArribaAbajo- IX -

Hemos dado ligera noticia del doctor Juan Bravo Dávila y Cartagena que en 1687, dos siglos justos ha, fue ascendido a Arzobispo del Tucumán, donde murió presa de la nostalgia de esas verdes praderas aromadas por las flores de la pallcha, alegradas por el canto de las tuyas y los tordos; que no alcanzó a olvidar con los deberes   —38→   de la mitra ni con los halagos del noble pueblo argentino.

Como llevamos narrado, Bravo ocupaba el arcedianato cuando fue promovido para el arzobispado donde le esperaba su sepultura, y Espinosa Medrano debía reemplazarlo en el coro; pero la salud de este amenguaba de manera rápida e inesperada, tanto, que no llegó a ocupar la silla de arcediano, porque la cédula real y merced respectivas llegaron en momentos en que aquel espíritu superior iba a desprenderse de la vestidura mortal, que le fue prestada en Calcauso, para volar al infinito donde luciría con los resplandores de la fe.

El doctor Juan de Espinosa Medrano durmió en el Señor el 13 de noviembre de 1688, a los 69 años de peregrinación por la tierra, después de haber practicado todas las virtudes necesarias para hacer feliz su despertar en el cielo.

La muerte, que acaba una existencia, comienza la era de justificación del individuo.

Apenas se borró el nombre de Espinosa Medrano de la lista de los vivos, la gloria lo escribió con buril de diamante en su libro de oro bruñido, y los propios antagonistas pregonaban la apología del doctor Lunarejo.

El duelo no se concretó a una familia o a una corporación; fue duelo del pueblo: todo él rodeó sollozante el féretro del ilustre difunto.

Los ángeles, que recibieron al niño en la cuna, devolvieron al cielo el espíritu del hombre en medio de gratas melodías. ¡En cambio, las   —39→   musas vistieron el crespón de luto, porque en nuestras playas enmudecía la lira del sentimiento!...

Su retrato, hecho al óleo, se conserva en el Seminario de San Antonio Abad.




ArribaAbajo- X -

La solemnidad del entierro de los restos del doctor Espinosa Medrano acaso no tenga igual en su época.

El arzobispo del Tucumán, que esperaba consagrarse en el Cuzco, fue quién desde la cátedra sagrada y acentuadas, por sus lágrimas, expuso las virtudes del sabio, del sacerdote, del maestro y condiscípulo.

El ilustrísimo obispo don Manuel de Mollinedo y Angulo cantó el primer responso, vertiendo el agua lustral y su llanto sobre las reliquias que volvían al seno común.

Le siguieron, el venerable Deán don Bartolomé Santibáñez y el Chantre don Francisco de Goizueta. Llevó el estandarte del duelo el corregidor don Pedro Balvín, y la urna mortuoria la levantaron en hombros, a disputa, los catedráticos y graduados de la Universidad y del Seminario de San Antonio Abad.

Doscientos años, dos siglos han cumplido, el 13 de noviembre de 1888, desde cuando las campanas del Cuzco tocaron a muerto por el más esclarecido de sus hijos.

Acaso hemos guardado larguísimo silencio   —40→   parecido al olvido. Pero, los plazos se cumplen. Es mi desautorizada pluma la que pondrá término a aquel, recordando en la patria el nombre de quien brilló en todas las esferas del saber humano de su época, ejercitando al mismo tiempo las virtudes del cristianismo que ennoblecen al hombre, acaso más aún que el saber.

¡¡No sólo el mármol y el bronce prestan su contingente para inmortalizar al genio: también la tradición, escrita sobre las hojas del laurel que ciñe la frente pensadora de los mortales, vive lozana y fresca al través de los siglos!!




ArribaAbajo- XI -

El doctor Lunarejo dejó dotada la fiesta de la Anunciación de Nuestra Señora, en la catedral, instituyendo para su celebración cuatro capellanías, de a cuatro mil pesos cada una.

Al Perú, su patria, ha legado algo más: el esplendente rayo de su gloria, que reflejará perdurablemente sobre la tierra que meció su cuna y guarda sus cenizas.

Sea nuestro recuerdo de admiración el monumento levantado a la esclarecida memoria de DON JUAN DE ESPINOSA MEDRANO o EL DOCTOR LUNAREJO, en cuyo epitafio hemos de grabar orgullosos:


Gloria peruana,
Hijo del Cuzco.







  —41→  

ArribaAbajoGregorio Pacheco

  —42→  

Retrato

  —43→  

ArribaAbajo[- I -]

Alguna vez he pensado que la talla de los grandes hombres no debe medirse por la altura en que están, sino por el número de sus virtudes; y meditando mejor sobre mi idea, creo que en esta base podría descansar la felicidad de los pueblos, privados de esos ídolos que cruzan el cielo de su historia como ráfagas encandecidas; lanzando, al huir, la ceniza del oprobio, o la amarga frase del maldito.

Este pensamiento ha guiado las más veces mis bocetos biográficos, y por eso complázcome grandemente en buscar personajes y sucesos entre los sepulcros del olvido -pase el modismo- o en la quietud del hogar, donde no resuena la algarabía de las pasiones políticas. Así, en mis estudios sobre actualidad americana, encontré una personalidad enaltecida por méritos, ya   —44→   raros en el siglo en que el petróleo, que reduce a escombros los mejores edificios de la grandeza moral de los pueblos civilizados, es el materialismo en las ideas y el egoísmo en la acción; y a aquellos méritos, personificados por un hombre, quise consagrarles mis tareas de velada.

En noviembre de 1887 tracé ligerísimos renglones que perfilaron esta personalidad; pero, mi pluma tuvo que esforzarse en demasía aquella vez para cumplir, si se quiere, solo un compromiso contraído con el director de un semanario literario -«El Perú Ilustrado»- que engalanó sus columnas con el retrato litográfico del señor don Gregorio Pacheco. La causa porque reservé la amplitud de mis juicios, formulados de tiempo atrás en mi mente, no fue otra, lo declaro con sinceridad de palabra, que la grave circunstancia de encontrarse, por entonces, el personaje a quien se referían, rigiendo los destinos de su patria como Presidente Constitucional, época poco halagüeña para los narradores históricos, cuya pluma, entre huir de reseñar virtudes, o mejor acercarse a señalar extravíos en los mandatarios, prefiere el silencio.

Al presente han desaparecido aquellos obstáculos; el padre ha vuelto al seno del hogar, el obrero a la faena; y, como el ilustre Presidente de Estados Unidos que el día en que bajó las gradas del poder fue al taller de baulería a continuar fabricando baúles, Gregorio Pacheco, después de entregar la banda presidencial al Congreso de su patria con estas palabras: «os devolveré   —45→   , gustoso, estas insignias sagradas que, para honra de Bolivia y gloria de mis hijos, no están salpicadas de sangre hermana, ni bañadas con lágrimas de viudas y huérfanos durante mi administración»12; ha vuelto al taller del industrial con el corazón regocijado por el deber cumplido, con la frente iluminada por la apacible luz de una conciencia tranquila, jamás oscurecida por las sombras del remordimiento proyectadas por el dolo, la sed avara o la injusticia; pues él mismo dijo: «al cambiar esas insignias con los instrumentos de la industria, volveré tranquilo a mi hogar y a las faenas ordinarias del trabajo, a que estoy acostumbrado, que por rudas que sean, ofrecen menos inquietud y sinsabores que la vida pública; volveré sin ningún remordimiento que acibare mis días, y sin que ningún espectro levantado de patíbulo político, turbe mi sueño»13.

Véole pues de nuevo en su ruda faena, de pie junto a las bocaminas, enterrado el rostro, la frente mojada por el rocío del trabajo, el brazo armado con el cincel, el corazón nutrido por los mismos filantrópicos sentimientos de la víspera de su advenimiento a la primera magistratura; le contemplo ahí nutrido por el espíritu sublime de los hijos de Vicente de Paul, sonrojándose cuando da, porque teme herir la susceptibilidad de la pobreza; y, con la pupila humedecida por lágrima furtiva, acercarse al ser haraposo,   —46→   quien, como dice un galano escritor americano14 lleva la escualidez en la faz, la ancianidad en las canas, las enfermedades en el cuerpo, -por quien los demás dicen ya no anda, se arrastra; no habla, su voz es un gemido; no puede trabajar, casi no puede pedir; todo parece ha muerto en él, excepto el hambre, la necesidad del anciano. Del anciano que es un niño sin madre y sin nodriza, niño desvalido que se amamanta con las amarguras de los desengaños y los pesares de la pesada existencia; ¡que tiene de niño lo impotente, de hombre las pesadumbres!... ¡Alma vigorosa tal vez, miembros desfallecidos; fuego en el espíritu, hielo en la materia; triste consorcio de la fuerza y la debilidad! Y después, correr hacia el niño, ángel sin alas; espíritu sin materia, extenuado, llorando por el alimento que implora sin saber por qué le falta; pidiendo como pide la flor el rocío, sin negar por eso su aroma al sol que le quema. ¡Anciano y niño! ¡Niños los dos! -A estos se llega el señor Pacheco, y alarga la caridad con caridad, escondiendo la mano después de repartir el pan de trigo para el hambre, el pan del alma para la pena, haciendo de la humanidad su familia. Y porque lo he visto en misión tan grande en todos los momentos de su vida, aún en aquellas alturas políticas de donde no suele distinguirse a los pequeños, a los desvalidos, ni a los que sufren; por eso vuelvo a tomar la pluma, para rendir homenaje de justicia, desde la tierra del sol,   —47→   al invicto ciudadano del Alto-Perú, dando forma a los datos que obtuve, enriquecidos, al presente, por muchos e importantes detalles inéditos, que debo a mi ilustre amigo el doctor José María Valda, sobre cuya frente brilla también la diadema del magistrado probo, ilustrado y modesto.




ArribaAbajo- II -

Si el pedestal de la gloria llama a los hombres que se han distinguido por sus virtudes cívicas, para levantarlos bien alto en el seno de las muchedumbres; la Historia, por su parte, fría y severa, recoge nombres y hechos y los consigna en las páginas de su libro, pesado, como que es de oro, sin enmendaturas, porque no es la pluma la que escribe sino el buril quien graba sus caracteres.

Que don Gregorio Pacheco tiene su puesto ganado a carta cabal y en primera línea, entre las notabilidades de la América Sur, no es por cierto punto que irán a aclarar sus biógrafos; pero sí, ellos y yo, dejaremos constancia de que no fue el brillo falso de una situación pasajera, que entre las Repúblicas jóvenes del nuevo continente suele entregar al culto político nombres nacidos en momentos anormales de su política siempre fluctuante, el que rodeó de consideraciones a la persona que nos ocupa.

Pacheco es uno de esos hombres superiores a quienes hay que juzgar bajo faces diferentes;   —48→   pero, eso sí, todas partiendo de un solo centro, donde vive encarnado el más sano patriotismo y amor a la humanidad en una de sus más puras manifestaciones: la caridad cristiana, tan otra respecto a la filantropía.

Por esa diversidad de faces, hemos de encontrar a don Gregorio, en el curso de estos renglones, ya socavando la roca granítica con la picota del minero, para pedirle sus riquezas a la tierra en cambio del sudor que abrillanta la frente del obrero; ya acumulando ese fruto, no en provecho exclusivo sino compartido con la Patria y el desgraciado; ya en el pupitre Municipal o en el banco parlamentario, iniciando para la República una etapa de paz y de progresos; paz afianzada cuando su planta tocó el primer escalón que conduce a la silla presidencial donde, colocado por la voluntad unánime de los pueblos, pudo y supo regirlos por la Ley y el deber, sin la ingerencia del sable ni la intolerancia de la soldadesca. Hemos de verlo rompiendo el círculo egoísta del acaudalado vulgar que acumula su fortuna en la caja de fierro de dobles chapas y dobles llaves. Él no; lejos de su persona el egoísmo, ese óxido verdoso de las almas avarientas, ha entregado sus llaves a los menesterosos, diciéndose «para todos» y gloriándose de atesorar bendición, suspiros, oraciones. Todavía aún más; hemos de admirarle arrojándose al mar en salvación de un niño desconocido, desafiando el caudal del río Cachimayo para arrancar de sus tumbos a un anciano.

  —49→  

En la hora de la prueba para Bolivia, con motivo de la guerra del Pacífico, hemos de contemplar al ciudadano ofreciendo su brazo, al minero alargando su caudal; y en fin, hemos de simpatizar con el creyente sincero, hoy que, según la expresión de mi amigo el celebrado autor de las «Brochadas», el que no cree en los milagros de la ciencia, es llamado necio; y el que duda de los milagros de Dios es apellidado sabio.

Creo que no necesita cuadro más límpido cualquier entidad sud-americana, para merecer el respeto otorgado por la civilización, y la inmortalidad decretada para todos aquellos que transitan el valle de la vida enjugando lágrimas, restañando heridas, sin esquivar los nobles impulsos de un corazón de proporciones excepcionales.




ArribaAbajo- III -

Después del sitio de Toledo en 1522 sostenido por Juan de Padilla, y a la muerte de este por su viuda doña María Pacheco, contra Carlos V, y después de fenecido el Imperio, varios individuos de la familia Pacheco nacidos en el Brasil y en Portugal, pasaron a establecerse en la Habana y el Río de la Plata. De esta última procede don Gregorio; pues su padre, don José Brígido Pacheco, nacido en Salta de la República Argentina, contrajo matrimonio en su mocedad con la señora doña Josefa Leyes, natural de la provincia de Chichas, departamento de Potosí   —50→   en el Alto-Perú, estableciéndose en la expresada provincia, de la cual forma parte el pequeño pueblo de Livi-livi, residencia habitual de los esposos.

Livi-livi que estaba destinado a las pequeñas, pero significativas, correrías de los insurgentes, durante las sublevaciones intermitentes contra el gobierno colonial, fue también señalado para tierra natal de un preclaro ciudadano; pues allí nació don Gregorio el 4 de julio de 1824, cuando ya el sol de la Libertad brillaba en el horizonte de las Repúblicas surgidas del brazo de Bolívar. En aquella fecha en que nacía el niño destinado a elevadas labores sociales, festejaba también la América del Norte su emancipación política, alcanzada el 4 de julio de 1777.

Chichas es notable en la magna guerra de la Independencia; pues su fértil suelo fue teatro de muchas campañas y de lucidos combates, en la lucha colosal, y precisamente ahí los últimos disparos, que afianzaron la autonomía americana, llevaron la bala que con Olañeta en Tumusla abrió la tumba de la dominación española, rompiendo los fierros de la pesada cadena colonial. También se distingue la vasta provincia mencionada, no sólo por la feracidad de su terreno y la firmeza de las convicciones de sus hijos, que alguna vez le dieron el nombre de «La Vendèe de Bolivia», al decir del ilustre magistrado Valda, sino por la remarcable tenacidad de sus habitantes para el trabajo, por la probidad y elevación de miras, que hicieron decir a   —51→   un pensador contemporáneo, es el país Barco de renombre proverbial en el medio día de la Francia.

Siguiendo la ilación de ideas, no quedará fuera de sitio consignar aquí que la familia Pacheco tomó una parte muy activa en la guerra de la Independencia, abrazando la causa libertadora con el ardor de su sangre; y entre ella figura en primer término el respetable canónigo don José Andrés Pacheco y Melo, hombre de campanillas, doctor en Teología y Derechos, que vino como capellán de dos de los ejércitos que el patriota gobierno de Buenos Aires envió a las provincias del Alto-Perú, para cruzar las operaciones de las fuerzas realistas, en su pretensión de hacer de ese territorio el punto de apoyo de sus movimientos estratégicos. Este distinguido sacerdote, de quien se hace tan honrosa mención en la biografía mejor escrita de Pio IX, concurrió al Congreso del Tucumán en 1816 representando a Chichas, y su voz no fue muda en aquella memorable asamblea que principió a dar forma a las nacionalidades nacidas al calor de la gloriosa revolución del año 1809, donde las figuras de Farfán de los Godos y José Gabriel Tupac-Amaru se proyectan con los distintivos de valor e iniciativa.

Dejan el ánimo suspenso las persecuciones y las penas impuestas a los patriotas por los tenientes de la corona, en aquella época de transición política y de cambio radical en las instituciones. Para tener idea de ellas, bastaría copiar   —52→   algunas de las sentencias mandadas ejecutar por Bobes, en los linderos del Orinoco, y por el Visitador José Antonio de Areche, en el Cuzco, mandando descuartizar a toda la familia de Tupac-Amaru, y comprender que no podía permanecer impasible la delicada organización de las mujeres a la vista de semejantes iniquidades, por mucho que los climas fríos diesen tonicidad a sus nervios levantando el espíritu e infundiéndoles valor. Cuando un miembro de la familia llegaba a caer prisionero, la desolación más grande se apoderaba de las esposas e hijas, y no pocas veces se lamentaban accidentes, deplorables de por vida, como sucedió con la respetable matrona doña Juana Madriaga, esposa del notable marino don Pedro Leyes, que vino de España enviado por el gobierno de la Metrópoli para la exploración del Bermejo, impedida por la revolución independiente. Ese matrimonio fue progenitor de la señora Josefa Leyes, madre de don Gregorio Pacheco. A consecuencia de las persecuciones políticas, que llevo referidas, la señora Madriaga sufrió una enajenación mental, de por vida, y la familia Pacheco quedó en un estado de miseria deplorable, llegada al colmo en 1824, época en que nació don Gregorio, siendo recibido en las playas de la vida sin patrimonio alguno, y pronto quedó también huérfano de madre, rodeado de sin número de desgracias domésticas, sin distinguir en la trabajosa infancia la más ligera luz de esperanzas para el porvenir.

  —53→  

Mas ¿por qué iba a desesperar, como las almas pequeñas, cuando la mano de Dios saca del caos la refulgente diadema de la felicidad para rodear la existencia de seres privilegiados? Para que don Gregorio Pacheco fuese lo que es hoy, era necesario que la atmósfera que respirase en la niñez fuese triste y sombría; que supiese verter lágrimas de frío en la desnudez, lágrimas de necesidad con el aguijón del hambre; y por eso su corazón, sabiamente preparado para el día de poder y de grandeza, amó a los pobres con el noble calor de los recuerdos.

Acaso no es lógico que todo niño nacido en cuna de oro está colocado sobre un abismo en cuyo fondo mora la Miseria, y que toca a la educación y a los hábitos de moral doméstica sostener el equilibrio de esa cuna para no descender el precipicio: tampoco es hija exclusiva de la imaginación la idea de que a todo ser nacido en ese fondo sombrío lo contemplemos dotado de alas blancas, ligeras, diáfanas, que en el momento dado le presten fuerza y poder para volar a las serenas regiones de la grandeza y del poder. Tenemos delante la realidad del pensamiento que acabo de formular. Pero, es preciso no dejar en olvido que el supremo motor reside en el individuo, como vemos en el caballero de quien estamos hablando en el que, la docilidad de carácter, sin que yo aprecie lo que los fisiólogos llaman la índole hereditaria, y la vena de una aspiración elevada por la honradez   —54→   llevada al escrúpulo, encierran el secreto de la prosperidad de don Gregorio Pacheco.

Una feliz casualidad puso en mis manos la copia de una carta privada escrita por don Gregorio a su hijo mayor don Fernando, que actualmente reside en París completando su educación. Esta carta tiene tal carácter de interés para los biógrafos del señor Pacheco, que nunca podrá acusárseme de inconveniencia en su publicidad; pues, en sus revelaciones íntimas, se ve al hombre de corazón noble, se revela la personalidad física, y aparece la talla moral decorada por la sincera expresión paterna que, sin pensarlo, sin proponérselo tal vez, trasmite a sus descendientes un curso completo de moral, cimentado en la honradez práctica y el trabajo sin descanso.

¡Con qué profundo respeto he contemplado al señor Pacheco cuando, al hablar con el más querido de sus hijos, en esa intimidad beatífica de dos almas que se comunican tras el lazo de los afectos recíprocos, reseña su infancia dolorosa, su anhelo por instruirse, su perseverancia en el trabajo y los resultados que obtuvo para legar a sus hijos una fortuna respetable y envidiada posición social, resultado consiguiente de principios sanos que, sembrados en un corazón recto y decidido por el bien, es raro que dejen de producir fruto sazonado!

La fuerza creadora del cerebro me ha hecho ver como en panorama de limpios cristales, el sombrío hogar del huérfano don de la madre de   —55→   su madre yacía loca, y él, junto a la fría chimenea, empeñado en trazar sus planas sobre los papeles arrojados como inservibles por los compañeros de estudios. Y con esa rapidez vertiginosa del pensamiento, haciendo girar los sucesos y los años, le he admirado, ya hombre poderoso por su voluntad exclusiva, fundando con los dineros ganados por su brazo el famoso «Manicomio Pacheco», en memoria de la adorable anciana cuya mirada inquieta, fría, y sin expresión acompañó su infancia.

Y no he podido menos que sentirme satisfecha de que mi afición al estudio me haya deparado la fortuna de ser mi pluma la que traza la primera biografía completa del preclaro ciudadano don Gregorio Pacheco.

Mas, volviendo a la carta que me ha sugerido estas consideraciones, y a fin de que no se desvanezca la impresión agradable que su lectura deja en el ánimo, haré la copia en capítulo especial.




ArribaAbajo- IV -

«La Paz, II de Febrero de 1886.

Señor Don Fernando Pacheco.

París.

Mi tan querido hijo.

Te tenía anunciada esta carta con el loable designio de imprimir en tu ánimo afición por la escritura, que tan útil es al hombre, y que tú no   —56→   la tienes, dejándote absorber por tu pasión a la lectura, al extremo de rayar en monomanía: con tal objeto, voy a referirte un rasgo biográfico de mi infancia. Desde luego, no es que de yo mayor importancia a la primera sobre la segunda; por el contrario, coloco en primera línea la utilidad del estudio, de la pasión por la lectura, e inmediatamente después, la de la escritura. Lo primero trae consigo el cultivo de la inteligencia; lo segundo es su complemento, indispensable para expresarse con precisión por escrito, haciendo uso correcto de las letras, y atendiendo sobre todo a la verdadera acepción de las palabras que han de usarse. Para esto último, no hay estudio que baste; los hombres más ilustrados, los más consumados puristas, consultan diariamente los autores clásicos, los diccionarios y las gramáticas de los idiomas en que escriben.

Después de esta importante digresión, paso a mi objeto.

A los diez años de edad, a mi regreso de Salta, encontrábame con mi padre, don José Brígido Pacheco, en Suipacha. Sus malas condiciones de fortuna lo obligaron a constituirse en preceptor de primeras letras, y yo era su segundo. A tal punto llegó su mala situación, que no contábamos ni aun con lo necesario para la vida, y no le era posible a mi desgraciado padre comprar papel para que yo perfeccionara mi letra. Entonces tuve la buena idea de aprovechar los claros de las planas de los niños para   —57→   ejercitarme en la escritura. Mis progresos fueron rápidos, y en pocos meses hacía mi práctica copiando el Catecismo de la Doctrina Cristiana por el Padre Astete, varios compendios de ortografía, de urbanidad y de aritmética (que yo sabía todos de memoria y vendía a los mismos niños, por un real el Catecismo, y por medio el ejemplar de los demás compendios). A pesar de tan bajo precio reportaba una utilidad de un cincuenta por ciento. Esta utilidad nos servía en pequeña parte para satisfacer nuestras necesidades supremas alguna vez.

Desde entonces servía de amanuense a mi padre y a cuantos querían ocuparme, gratis siempre.

Más tarde, estando ya de 13 años de edad, el doctor don Domingo Aparicio (padre que fue de la señora Corina de Pacheco, y sobrino político de mi padre don José Brígido), por sentimientos de compasión, me tomó a su cargo, y fui a vivir con él en su hacienda Santa Ana; allí le servía de amanuense, lo mismo que a su padre el Coronel don Mariano Aparicio.

Puede decirse que de ahí data mi educación; porque el doctor Aparicio cuidaba de que escribiera correctamente, y todas las noches hacía que le leyera en alta voz los libros que me daba, explicándome lo que creía que no estuviese a mis alcances de niño. El doctor Aparicio llegó a amarme con ternura, me trataba como a hijo, cual si el corazón le hubiera presagiado que, andando los tiempos, debía ser yo el   —58→   esposo de su hija única. Más tarde tuve ocasión de saber que tenía muy alta idea formada de su protegido, y que le auguraba un gran porvenir. No obstante, un año después dejé la casa por circunstancias que sobrevinieron, pero sin que la voluntad del doctor Aparicio, ni la mía, hubieran tenido parte en separarnos. El doctor Aparicio se vio obligado a sentar plaza de militar en el célebre Batallón 8º, formado por su padre, y concurrió a todas las campañas de esa época, con muy buen nombre de valiente y honrado, lo que le valió ascensos progresivos hasta Teniente Coronel; dejó la carrera en 1843, y murió en 1845.

Me he distraído con la anterior digresión. Vuelvo a mi objeto.

Inmediatamente después de separarme del doctor Aparicio, pasé a la Casa de Tojo, al lado de mi primo don Manuel Anzoátegui, con asentimiento de mi padre, que vivía aun, y que murió al poco tiempo. Allí prestaba a mi primo los mismos servicios de que me había ocupado en Santa Ana, ayudándole además a llevar los libros de sus sencillos negocios. Anzoátegui era un hombre ilustrado, muy estudioso, de sano juicio y recto criterio; poseía una buena biblioteca y era un notable latino. Pude ganarle la voluntad, con mi buen comportamiento, e interesarlo en mi suerte. Principió a enseñarme gramática latina por Nebrija; me contraje al estudio de tal manera, que a los tres meses hacía oraciones correctamente en latín, pues   —59→   por este medio creía yo entrever el cielo abierto para colmar todas mis aspiraciones, reducidas al cultivo de mi inteligencia, ayudado con la lectura de la librería que tenía a mi disposición. Mas por desgracia ahí me detuve: mi primo me manifestó su designio de hacerme ordenar, pues que estando tan adelantado en el latín, me mandaría a Sucre a continuar mis estudios para la carrera del sacerdocio. Le agradecí en el alma; pero, incapaz de engañarlo, le declaré que prefería ser jornalero. -«A trabajar entonces, amiguito», me dijo, y continué sirviéndole de dependiente honorario durante cinco años, término en el que principió a interesarme en sus negocios. Durante este tiempo leía con avidez cuanto libro me era posible, siendo mis obras predilectas las «Recreaciones filosóficas del Padre Almeida», la «Historia Romana», las «Vidas paralelas de Plutarco», todas las obras de viajes, el libro del «Hombre de Bien» por Franklin, y mi delicia el «Quijote por Cervantes». El tratado de física en la obra de Almeida me interesaba mucho, hacía varios experimentos, y me fue muy útil mas tarde. Sobre todo, mi pasión dominante era, y es, la de los números: si hubiera tenido la fortuna de poder estudiar matemáticas, pienso que hubiera hecho progresos en tan importante ramo de los conocimientos humanos.

Aquí pongo término al rasgo biográfico de mi infancia.

Al consagrártelo, mi único objeto es hacerte   —60→   notar que mi afición a la lectura, mi contracción a la escritura y mi pasión por los números, son el origen de la posición en que me encuentro; son, en fin, el galardón del nombre que ustedes llevan. Con tan asidua contracción adquirí un pequeño caudal de conocimientos, facilidad para expedirme en mi correspondencia comercial; y los números me obligaron a pensar, a llevar correctamente mis cuentas, y a formar las complicadas combinaciones de negocios que me han dado posición social, y, relativamente, una notable fortuna.

Pienso ahora en que mis hijos, desde que han tenido uso de razón, han contado con todos los medios y recursos de que absolutamente carecía su padre para cultivar su inteligencia y para crearse una buena posición social: hoy mismo, a costa de ingentes gastos, se encuentran en Europa, complementando su educación.

¿Será posible que no correspondan a las esperanzas de sus padres, haciendo estériles sus sacrificios? ¿Sería posible que no les sirva de ejemplo y de estímulo la historia de la vida de su pobre padre, y los esfuerzos supremos que hizo para salvarse de la miseria en que vino al mundo, hasta alcanzar a ser algo en la sociedad, hasta merecer la consideración y los votos de sus conciudadanos para regir los destinos de su patria? No abrigo temor alguno, mucho menos desconfianza. Mis hijos han de corresponder dignamente a las esperanzas de sus padres, utilizando sus sacrificios.

  —61→  

Deseo que cada uno de ustedes conserve una copia de esta carta, y tú, Fernando, la autógrafa. Cuando yo deje de existir comprenderán ustedes su mérito.

Los bendice tu papá, que tanto los ama.

Gregorio Pacheco».




ArribaAbajo- V -

La docilidad de carácter no es para el niño el preservativo de las bellaquerías a que se inclina la infancia, y cuyo correctivo encierra la educación acompañada del ejemplo práctico, de parte de aquellos que constituyen la familia, propia o adoptiva.

Algunos años pasó el jovencito Pacheco en compañía de su tío don José Andrés, quien se complacía con la viveza infantil de su sobrino; pero repetidas veces tuvo que lamentar las consecuencias de las compañías que sugerían a Gregorio travesuras ajenas a su edad y condición, haciendo fruncir el entrecejo al virtuoso sacerdote.

Se me figura que el travieso la daría de enamoradizo y faltón de la casa; pues, cuéntase que el capitán don José María Urbina, que más tarde llegó a ser Presidente del Ecuador, acantonado algún tiempo en Tupiza, mozo alegre, hombre de pelo en pecho, decidor, bromista y amanerado con educación de cuartel, sugería   —62→   calaverada y media a Pacheco, riendo y celebrando las gracias.

Por dicha la acción bienhechora del Prócer de la independencia, don José Andrés, tuvo poder suficiente para contrarrestar las lecciones nocivas que su sobrino recibía de sus amigos, inspirándole virtudes y sentimientos patrióticos, al calor de la práctica de actos admirables de valor y de civismo. Fue en el hogar de ese hombre de acción incesante, que don Gregorio principió a hacerse ágil y robusto; domador precoz de los potros de la llanura, que más tarde daría al joven Pacheco la personificación del hombre de a caballo, titán del sud de Bolivia que, como el gaucho pampero de Salta, levantado sobre los lomos de indómito corcel se lanza al través de la llanura, aspirando el aire de las lomas embalsamadas por las flores de la montaña silvestres, puras y olorosas.

Livi-livi, Tupiza, Salta y Suipacha son los lugares donde pasó la infancia trabajosa de don Gregorio hasta el día en que, como el marino audaz, entró en el barco de la vida para cruzar resuelto ese mar insondable del comercio social, yendo con rumbo conocido, puesto que bregaba con el timón del trabajo impulsado por una voluntad de acero.

Su alma, también suficientemente preparada para la lucha, iba nutrida con las lecciones de sana moral y probidad que en todo tiempo robustecen y vivifican el espíritu.

La educación y aspiraciones juveniles de don   —63→   Gregorio lo impulsaban a abrazar la carrera militar, en auge entonces de prodigiosos atractivos para la juventud de Chichas, que se enardecía y deslumbraba con los relatos casi fabulosos de las campañas del Perú y del sur de Bolivia, donde su provincia tenía remitidos tres batallones de infantería y varios cuerpos de caballería, que glorificaron el nombre de Chichas por su valor, sufrimiento y pericia militar. En estos últimos figuraban, como jefes, el coronel don Mariano Aparicio y su hijo don Domingo, amigos de don Gregorio, circunstancia que podía apoyar sus aspiraciones. Mas, sea porque el destino marcase otro rumbo distinto a la planta del joven nacido en signo de industrial, sea que un sentimiento de amor paternal, egoísta con ese sublime egoísmo que nace en el corazón de los padres, de parte del Coronel Aparicio y la familia de este fue recia la oposición que mostró al ingreso de don Gregorio a las filas del ejército, inclinándolo a tomar el comercio como el control de su actividad prodigiosa, y cuyo buen éxito aseguraban sus conocimientos de contabilidad, los hábitos de trabajo, orden y método, verdadera llave mágica con la que el hombre puede abrir las arcas de la Fortuna ensanchando hasta lo infinito su campo de labor.

Bajo tan saneada garantía planteó sus primeros trabajos agrícolas y mercantiles, en sociedad con su primo don Manuel Anzoátegui. Cinco años fueron suficientes para conocer los felices resultados mercantiles, que acrecentaron las relaciones   —64→   y giros de la compañía, llevándole a asociar a la casa al señor don Narciso Campero, distinguido boliviano nacido en Tajo del departamento de Tarija, hacia el año 1813, y poco tiempo después a don Vicente Anzoátegui, hermano de don Manuel, girando la sociedad bajo la firma de «Gregorio Pacheco».

Una vez persuadida la casa del halagador producto de sus labores, resolvió ensanchar la escala de sus giros, estableciendo también casas comerciales en Tupiza y Tarija, acordando la marcha a Europa del socio más entendido, que, indudablemente era don Gregorio, quien debía traer todas las mercaderías y elementos del caso. En efecto, emprendió el penoso y por entonces aún temido viaje al viejo mundo, en 1845, y regresó un año después trayendo no solo mercancías manufacturadas sino un caudal nuevo en la mente. Conocimientos, ideas, aspiraciones; ¡cuánto no brota en el hombre de las sierras americanas en aquella escuela práctica de los viajes, donde el alma mira al través de cristales desconocidos que, ora agigantan el paisaje, ora disminuyen la dificultad ante el poder de la maquinaria! Y entablando el diálogo de las comparaciones, ¡cuánto no sueña y desea para el suelo donde nació! Todo lo grande, todo lo bueno está, en el pensamiento del viajero, junto a la ciudad natal, al lado del fogón de familia; en los confines de la patria.

Hablo aquí del hombre serio y honorable que sale a viajar, no de los pedantes que al volver   —65→   de Europa miran con desdén, su tierra y hasta desconocen a la noble campechana que les nutrió en su seno, y cuyos ahorros regados con llanto del alma fueron a lucir en la «Gran Opera».

Don Gregorio, afiliado entre los primeros volvió en 1846, con mayores bríos para el trabajo, para implantar mejoras y buscar el verdadero y sólido progreso de las naciones, brindado por las industrias en la copa de flores cuyo lema es, paz, progreso, trabajo.




ArribaAbajo- VI -

Recuerdo haber hablado en el párrafo anterior de un santo egoísmo paterno, adivinado en los cálculos del Coronel don Mariano Aparicio para prestar tenaz resistencia al ingreso de don Gregorio Pacheco al cuartel. Voy a ratificar mi idea; pues, el Coronel Aparicio abrigaba miras de un ventajoso enlace de familia, y no como quiera basado en mandato paterno ni en el poco cálculo de acumular fortuna. Hacía tiempo que los grandes ojos azules del joven Gregorio fijaban su intencionada mirada en el apacible rostro de Ángela Corina, hija única de don Domingo; miradas que no pasaron desadvertidas para el celoso padre, como tampoco rechazadas por ella, pues la flor del cariño perfumaba su alma y Gregorio Pacheco era tan digno de su amor como de su mano.

En 1850 iba al altar de Himeneo la feliz pareja,   —66→   y el nuevo estado mostró a don Gregorio dilatados y sonrientes los campos de la felicidad del hogar que, casi puede decirse, conocía recién el huérfano de no lejana época. Desde ese día redobló sus esfuerzos de trabajo, y dirigió sus cálculos hacia el seno de la tierra, a la que iba a robar sus abrillantados tesoros a fuer de constancia sin nombre.

Su objetivo fue la minería tan rica en Bolivia como lo era en el Perú, y en ambas naciones despreciada en medio de esa fiebre intermitente y siempre mortífera de la política, y de las fortunas improvisadas a golpe de sable o al azar de las ánforas.

En 1853 liquidó la sociedad que con los hermanos Anzoátegui y Campero giraba bajo la firma de Pacheco, y en 1855 se asoció don Gregorio con don Manuel Inocente Ramírez hombre probo, sagaz, trabajador, en fin, a propósito para compañero de Pacheco, y ambos ensancharon las labores mercantiles, dando preferente atención a la minería, donde, tras dolorosa y larga prueba, hallaron la veta de la Fortuna. En efecto, los negocios de la casa «Pacheco y Ramírez» llevaban rumbo floreciente, no sucediendo igual cosa con los trabajos minerales, donde venía cosechando decepciones numéricas tan remarcables que pusieron a riesgo de fracaso la casa, lo que vino a realizarse, desgraciadamente, con el último golpe dado por los crecidos gastos que hizo en Europa el señor don Narciso Campero, a quien Pacheco interesó   —67→   en la sociedad; regresó aquel en malísimas condiciones, lo que produjo la inmediata liquidación, en 1858, con pérdidas considerables para la casa; y allí se separaron Pacheco y Campero, últimos mandatarios de Bolivia, sin que Pacheco hubiese sospechado entonces la ingratitud que nacía en el corazón de su protegido, que creciendo con el tiempo amargaría muchas de sus horas bonancibles con un pleito tan temerario como pretencioso. Pero, este contratiempo no quebrantó la acerada voluntad de los principales socios, y volvieron al trabajo con redoblado tesón. Ya, en aquellos días, don Gregorio Pacheco era padre, y el amor a los hijos debía avivar su anhelo para dejar asegurado el porvenir de los caros pedazos de su corazón. Si se ha dicho que el tesón del minero rivaliza con el capricho del jugador que apunta su fortuna al azar, la comparación carece de exactitud cuando se trata del minero con los conocimientos científicos que aseguran el éxito final de una explotación. Don Gregorio Pacheco era el hombre del estudio experimental y práctico, conocedor del terreno y que, como el anatómico disecando y separando las arterias con el escalpelo distingue la carie, practicaba con el cincel las escudriñadoras labores descubriendo en el seno de la roca las deslumbradoras arterias de rosicler, las venas de fierro, el corazón de plata; reconociendo aquel, observando el otro, dejando la señal de la estaca en este.

Cuantas veces pasó en el oscuro y húmedo   —68→   socavón de las peñas acosado del hambre, rendido de fatiga, tal vez desalentado en sus ansias; pero recordaba que era padre, y esa voz suprema de la naturaleza era para él la linterna maravillosa que le llevaba luz y nueva vida.

Acababa de morir el acaudalado minero don José Sánchez Reza, español que explotaba a la sazón el afamado mineral de Ángeles en Portugalete, dejando, a su muerte, a su hermano don Clemente como heredero y sucesor en la dirección de la veta. Este no tardó en persuadirse de su inexperiencia y ver claro que la marcha de la explotación llevaba el camino a una quiebra de ahogo en la mina, y pensó en confiarla a manos avezadas con el trabajo para él tan nuevo, fijándose para ello en los señores Gregorio Pacheco y Manuel Inocente Ramírez, a quienes asoció a sus trabajos. Los socios llegaron también con el contingente de un modesto capital, mucha parte de él consistente en créditos contra la misma casa de Reza, con lo cual la explotación recibió un refuerzo tan considerable, que marca la época exacta de la que data la fortuna saneada y respetable del actual dueño de los afamados minerales del sud.

Los socios encargados del trabajo entraron de lleno a él, distribuyéndose las labores en esta forma: Ramírez en las minas; Pacheco entre los establecimientos de beneficio de metales y el escritorio: y, sistemaron con tal acierto la vida de la industria, que, una empresa condenada por todas sus apariencias a una gradual y definitiva   —69→   decadencia, pudo en breve tiempo ponerse boyante, y sacar a flote las más fundadas esperanzas. Con todo, el señor Reza cuya salud era extremosamente delicada, no se resignó a permanecer en lugares donde corría eminente peligro su existencia, haciéndolo suspirar por las brisas del Tumarí, ciudad donde estaba establecida su familia, y propuso a los socios el traspaso de sus acciones que, aceptado por ellos, se llevó a término en 1860, recibiendo él la mitad del valor al contado, asegurándose el pago de la otra mitad con los bienes patrimoniales de la señora esposa de don Gregorio, y quedando desde aquella fecha los minerales de la exclusiva propiedad de la firma «Pacheco y Ramírez» ventajosamente conocida en el comercio, y la misma que rápidamente aumentó el crédito y respetos debidos a los comerciantes de probidad y buena fe, a quienes anima el espíritu del trabajo moderadamente compensado y no solo el deseo de hacer fortuna echando la conciencia en saco roto. Puede asegurarse que la prosperidad marcaba con lápiz rojo el Haber de los afortunados dueños de «Ángeles», cuando surgió un incidente inesperado. Se presentaron don Álvaro y don Enrique Reza, hermanos de don Clemente y don José, pidiendo la mitad de la herencia del difunto hermano, y este reclamo que en rigor de ley debía recaer sobre el vendedor don Clemente, se allanó merced al espíritu desprendido, sagaz y bondadoso de don Gregorio Pacheco, quien fue de opinión que se diera una fuerte   —70→   suma de dinero a los hermanos de Reza. Estos quedaron satisfechos del proceder tan caballeroso de Pacheco, y la propiedad quedó una vez más asegurada para el justiciero trabajador, a quien sonreiría ese venero de riquezas a medida de sus magnánimos sentimientos, quedando también asegurado el cimiento del edificio que levantaba para un porvenir brillante. Esos tristes y solitarios minerales de Ángeles fueron convertidos en centro de labor constante, y allí se trasladó don Gregorio con su distinguida esposa y los tiernos hijos de su matrimonio. Pero, la infancia, delicada como la flor que abre su broche junto a la nieve, no pudo resistir el aire mefítico de las bocaminas, y los esposos Pacheco vieron en breve enlutado su corazón por el crup que consecutivamente arrebató a tres de sus pequeñuelos vástagos, obligándolos a abandonar aquella morada para salvar la vida a los dos que sobrevivieron a sus malogrados hermanos. Y el amoroso padre, preocupado no solo con la salud del cuerpo sino también con el alimento del espíritu que nutre una buena educación, pensó en esos retoños del alma; y para ellos en el clima benéfico y en el Colegio provechoso; y eligió la capital de Sucre, donde se trasladó con toda su familia en 1862, llevando consigo la dirección de los negocios de Chichas que siempre los atiende personalmente.

Este cambio de residencia, ha significado también para el señor Pacheco, cambio de faz en sus labores de ciudadano. El obrero, que después   —71→   de ruda campaña, iba a la ciudad llevando el contingente de su honorabilidad acrisolada, de los buenos elementos que brinda una fortuna adquirida a golpe de mazo, se debía a su patria, y al juego de las labores sociales. El país le pidió su brazo, y él lo alargó con aquella lealtad propia del hombre que, lejos de la falsía diplomática, solo aprendió a ennoblecer el trabajo, respetar su palabra y amar la verdad.




ArribaAbajo- VII -

Iniciado don Gregorio Pacheco en la vida pública, como miembro Municipal de su provincia, una vez llegado a Sucre entró de lleno a la labor activa de la política, y con el tesón propio de su carácter, marcó una era provechosa para su Patria.

Esos puestos municipales son, en casi todos los países democráticos, a propósito para revelar las aptitudes del ciudadano. Pacheco no se hizo esperar en iniciativa, como no tardó tampoco para él la consiguiente popularidad que lo llevó al banco parlamentario, por mandato de sus comprovincianos que lo eligieron diputado a la Asamblea legislativa de 1864, reunida en Cochabamba, donde descolló por su patriotismo y abnegación, y reveló sus dotes y su competencia para los trabajos públicos.

El periodo constitucional de la Presidencia del General José María de Achá tocaba a su término, y los intereses políticos se agitaban para la elección del sucesor.

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El candidato preferido por el Presidente era el General Sebastián Agreda, su Ministro de la Guerra.

La oposición, organizada después de los luctuosos días que habían precedido, tenía los suyos del partido llamado rojo.

Pacheco, constante opositor de los gobiernos de hecho, pertenecía a este grupo.

Como no es extraño a este propósito recordar sus actos y persecuciones con tal motivo, vamos a referir un episodio de su vida, relacionado con los movimientos políticos que se organizaron, por los partidarios del doctor José María Linares, contra el Gobierno del ilustre General Belzu, esposo de la señora Gorriti.

Una de las muchas revoluciones fraguadas contra dicho General, la de 1853, principió en Tupiza, encabezada por Pacheco, Manuel Inocente Ramírez, José María Aramayo, Atanasio Ovando y José María Pizarro. Estos cinco individuos tomaron el cuartel de una pequeña columna que guarnecía la villa, y quedó consumada allí la revolución, que habiendo tomado creces terminó con la batalla de Mojo, el 10 de julio de dicho año, ganada por el General Jorge Córdova a las huestes de la revolución dirigidas por Linares, los Generales Velasco y Carrasco y otros jefes importantes, como los Cortés, los Balza, y el Coronel Tejerina, que murió heroicamente en el combate, habiendo formado parte del elemento civil el doctor Casimiro Olañeta, que se ausentó antes de la refriega.

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El pretendiente Linares se empeño en hacer jefe a Pacheco, dándole el grado de Comandante de línea del Escuadrón sagrado. Pacheco rehusó esta investidura, comprendiendo el ridículo que acompaña a los jefes improvisados, y peleó como simple soldado en el referido Escuadrón. Derrotado, emigró a la República Argentina, donde hizo llevar a su joven esposa, pero como el Gobierno nacional de esa República ordenase la internación de los emigrados bolivianos al Tucumán, Pacheco y Ramírez eludieron la orden dirigiéndose a los bosques del gran Chaco Argentino. Allí visitaron y recorrieron la orilla izquierda del caudaloso Bermejo pasando por entre salvajes, hasta cerca de la Esquina grande. Un año después, regresaron a sus hogares, en Bolivia, a mérito de uno de los muchos decretos de amnistía con que el magnánimo General Belzu contestaba a las revoluciones sofocadas.

Atentos estos antecedentes, la acción de Pacheco en el Parlamento de 1864, aunque no su palabra, porque no es orador, contribuyó eficazmente a prestigiar el grupo a que pertenecía, de manera que entonces contaba ya con la consistencia necesaria para entrar en la lucha con la seguridad del éxito.

Pero el campo electoral quedó bruscamente cerrado con el audaz asalto al Poder que consumó, en Cochabamba, el General Mariano Melgarejo, en el aciago 28 de diciembre de 1864.

Durante la larga dominación de este mal soldado,   —74→   el señor Pacheco, ya notable vecino de Sucre, desplegó sus tendencias progresistas, alentando con su palabra, y con su ejemplo, cuanto elevado pensamiento germinaba para el cambio de situación, cuanta idea noble se concebía para el adelantamiento del país, no obstante el férreo resorte de compresión que esa funesta época había creado para las aspiraciones de progreso, cuyo desarrollo solo es posible a la sombra del orden, cuando este está basado en el imperio de la ley y en el tranquilo juego de las instituciones.

Fue uno de los que fundaron la Sociedad Humanitaria de San Vicente de Paul, en julio de 1863, cuyo principal objeto era reorganizar y mejorar el servicio y la administración del Hospital de Santa Bárbara. No solo consagró a ese objeto sus recursos pecuniarios, sino también su asiduo trabajo personal. Él estableció el sistema de contabilidad, que se observa hasta ahora, tan claro, preciso y metódico, que diariamente se conoce a primera vista el gasto de las diversas atenciones de la casa, tan bien documentado, que no es posible, ni se concibe, que pueda existir el más pequeño desvío de fondos tan sagrados como los que se destinan a establecimientos de caridad y de beneficencia.

El Hospital carecía en lo absoluto de un departamento para locos. Pacheco que, como hemos visto, había tenido en su familia seres queridos atacados de esta terrible enfermedad, construyó uno a su costa con el carácter de provisional,   —75→   mientras le fuera dado levantar el suntuoso edificio del actual.

Las reiteradas tentativas del país para sacudir de sus hombros la pesada dominación de Melgarejo, tuvieron en el señor Pacheco su colaborador más constante. Melgarejo lo sabía; pero en la imposibilidad absoluta de atraerse este carácter independiente, enemigo tenaz de la opresión, prefería vigilarlo sin poner nunca la mano sobre él, por más ocasiones que se le presentaron para ello.

Debatíase en el Parlamento la ruidosa cuestión del tratado de límites con el Brasil. La opinión lo rechazaba indignada; pero había en el poder interés en que se aprobara y fue aprobado, no obstante la valiente oposición de una minoría de Diputados, condenados después a la oscuridad y las persecuciones. A este acto de espoliación de una considerable zona del territorio más importante de Bolivia, contestó el país con el movimiento revolucionario de Diciembre del 68, iniciado en Sucre y secundado en Cochabamba, el cual tuvo el éxito desgraciado de las numerosas tentativas anteriores, estrelladas siempre contra el poder brutal de la fuerza. La revolución de Sucre fue largamente fomentada por Pacheco, que secretamente suministró los fondos necesarios, alentándola además con la influencia moral de sus muchas relaciones. Una de ellas, el malogrado Coronel Gabino Pizarroso, tipo heroico del militar de honor, fue el comandante de la fuerza expedicionaria   —76→   a Potosí que condujo el Doctor Mariano Reyes Cardona, Diputado y alma de la oposición al pacto. Esa expedición, compuesta de una pequeña fuerza de policía, de artesanos y jóvenes abnegados de ilustración y carrera, se lanzó impertérrita a desafiar el tremendo poder de Melgarejo. Pizarroso llevó el presentimiento de su gloriosa muerte, y seguro del sacrificio, encomendó a Pacheco la suerte de una hijita suya, que, en efecto, encontró un segundo padre en el que fue el depositario de la última voluntad y de las íntimas angustias del que la dio el ser.

Mientras tanto, cada descalabro revolucionario, si por el momento afirmaba el poder del autócrata, no tardaba en ser contestado con nuevas tentativas en todos los ángulos de la República; hasta que la revolución que estalló en Potosí encabezada por el General José Manuel Rendón, y que fue secundada en el Norte por el General Agustín Morales, fue el gran sacudimiento que con la horrorosa hecatombe y el saco de aquella noble ciudad, el 28 de noviembre, y la victoria de las barricadas de La Paz, el 15 de enero del 71, echó por fin abajo la dominación de ese Atila de los tiempos modernos.

Así quedó consignada otra vez más todavía la eterna verdad de que un pueblo que quiere ser libre, lo es siempre, aun cuando se le quiera plegar bajo el peso del terror.

Pacheco se encontraba en los minerales del   —77→   Sud cuando tuvo lugar ese histórico derrumbe, el cual, después de disipada su polvareda, debía aclarar los nebulosos horizontes de la Patria. Generoso, y pronto siempre a suavizar la suerte de las víctimas de la causa que era la de todos, que era la suya, alargó pródiga mano a los fugitivos de la catástrofe de Potosí, que por el camino del Sud, buscaron el asilo Argentino. Si sus socorros no llenaron cumplidamente tan noble objeto, no por eso fueron menos reales, positivos y sinceros.

Cambiada, pues, la decoración del teatro político de Bolivia, y puesto en escena el nuevo mandatario, General Morales, renació en todos los pechos la esperanza de mejores días bajo la salvaguardia de instituciones que el país quiso procurarse.

Reuniose en Sucre una Convención, compuesta de los pro-hombres llamados a dirigir la situación que inauguraba. Pero Morales, desde las primeras sesiones de ese nobilísimo areópago faltó bruscamente a la Convención, a propósito de la renuncia que hizo del mando supremo para que se eligiera al más digno, la que presintió que iba a serle admitida. Esta otra esperanza frustrada dio la medida de lo que podía ser un mandatario que no tenía ánimo de someterse a la voluntad popular, tomando la suya como la única regla de sus actos.

Semejante decepción predispuso inmediatamente todos los ánimos contra él, y principió otra vez el trabajo de zapa y mina para derribar   —78→   un poder que se creía con suficiente título autoritario por solo el hecho de haber contribuido a derribar otro poder igual.

Pacheco no fue extraño a los trabajos iniciados con tal propósito, los cuales no tuvieron consecuencia por el momento, a causa de la falta de ánimo de alguno o algunos, que debían obrar en primera línea. El General Morales concibió prevenciones contra él, alentadas diariamente con los rastreros chismes palaciegos, que, entre otros hechos, verdaderos o falsos, llevaron la especie de que Pacheco había bautizado a Morales con el epíteto de «mata-muertos» alusivo al suceso del 6 de setiembre del 50.

El carácter soberbio y agresivo de tal personaje -dice un escritor boliviano- no inspiraba, por cierto, seguridad alguna para que industriales en auge, como Pacheco y don Aniceto Arce, a quien también odiaba Morales, dejasen de temer un ataque a sus intereses, como ya había sucedido con los de Arteche en Colquechaca. Este fundado temor, la necesidad de ponerse en guardia y el interés del giro industrial de ambos, hicieron que emprendieran viaje a Chile, donde desde luego contrataron dos mil rifles, con la seguridad de tomar Cobija, si arreciaba el desborde del Gobierno, y trasportar inmediatamente ese armamento al Sud para levantar Chichas y Tarija y lanzarse sobre Potosí, mientras Morales estaba en el Norte.

Cuando Pacheco se hallaba en Chile, fue honrado con la elección de Diputado por Chichas,   —79→   a la Legislatura ordinaria que debía principiar sus funciones en 1872.

Encontrábase todavía allí, cuando se precipitaron los acontecimientos de Noviembre de dicho año, que dieron fin con la administración y la vida misma del Presidente Morales. Sabido es cómo la antipatía de este hombre con el Gobierno parlamentario lo puso en pleno choque con la Asamblea, agriándose su ánimo imperativo, a causa del giro que tornó la cuestión del secuestro de los minerales de Colquechaca, y cómo, para evitar el voto de censura preparado contra él, agrega el escritor citado, apeló al indigno medio de la grotesca cencerrada con que hizo que terminaran las sesiones de la Asamblea.

Desde ese instante no existió ya Gobierno legal.

Disuelta de hecho la legislatura, y vista la imposibilidad de las capitulaciones empleadas para que reanudara sus funciones, Morales, asumió abiertamente la dictadura, cuyo imperio fue de horas, hasta que el revólver de su propio sobrino fue la solución de este drama sombrío.

Vuelto el país al régimen interrumpido, mediante la continuación de las sesiones de la Asamblea y la toma del mando por el doctor Tomás Frías, en su carácter de Presidente del Consejo de Estado, se abrió de nuevo la marcha legal del país, estableciéndose un periodo de bonanza en la intermitencia crónica de sus destinos.

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El señor Frías, en vez de seguir con el mando, como era de ley, hasta completar el periodo constitucional de su predecesor, ostentó lujo de desprendimiento convocando a elecciones, quizá sin advertir que el terreno político, candente todavía, no era a propósito para una lucha electoral entre partidos que se habían organizado a impulsos de odios y venganzas que, como sedimento perturbador, dejaron los pasados disturbios.

Presentábanse tres partidos en la arena electoral. El militar y reaccionario Melgarejista, representado por el General Quintín Quevedo; el civil y reaccionario Moralista, por el doctor Casimiro Corral; y el llamado rojo, o conciliador, encarnado en los hombres de la situación y en su nobilísimo representante, el joven Teniente Coronel Adolfo Ballivian, hijo del vencedor de Ingavi. El combate fue sostenido; y aunque las ánforas arrojaron considerable mayoría en favor de Ballivian, ausente a la sazón en Londres, no era la absoluta que requería la ley constitucional para la proclamación del electo. En esta emergencia, la misma ley atribuía la elección a la Asamblea Legislativa quien debía verificarla entre los tres que habían obtenido la mayoría relativa de sufragios. Convocada extraordinariamente la Asamblea para el 23 de abril del 73, y aceptada la renuncia que hizo el señor Frías, de la Presidencia, Ballivian fue proclamado Presidente en 7 de mayo del mismo año después del primer turno de escrutinio   —81→   en que fue excluido el General Quevedo.

El señor Pacheco fue de Chile a Lima al encuentro del candidato de sus afecciones. Emprendieron juntos el regreso a la patria; pero la Providencia que le deparó la satisfacción del triunfo electoral de su candidato, le reservaba otra de las más grandes amarguras que desangran el corazón paternal, la mayor de las contrariedades que pueden ofrecer al desterrado voluntario que vuelve a respirar con avidez los aires vivificantes del suelo natal.

Viajaba el señor Pacheco con el mayor de sus hijos, Manuel, el primogénito de su matrimonio. Joven acabado de educar, bien organizado y robusto, que había vencido sin dificultad los inconvenientes del viaje marítimo y terrestre, fue impotente para resistir los peligros del viaje, que podemos llamar aéreo, de la Cordillera. Llegó apenas a la cima del Tacora, y entregó allí su espíritu a Dios, en brazos de su padre, cuyo ardoroso aliento fue insuficiente para animar esa existencia que desaparecía en edad juvenil, fija la mirada en el horizonte patrio, tras el cual latían los corazones impacientes de su madre y sus hermanos. Pacheco, rodeado de la doble soledad del árido desierto y de su alma desgarrada por el dolor, sepultó con sus propias manos los inanimados restos del hijo predilecto; y depositando un postrer, beso sobre la nevada tierra que los cubría, hasta que pudiera trasladarlos a su hogar, siguió su camino,   —82→   con planta vacilante, a donde le llamaba el cumplimiento del deber de Diputado. Llegado a la Paz, y no obstante el estado de su alma, contribuyó poderosamente en las sesiones de la Asamblea a la elección del candidato popular; y dejándole investido de los emblemas del mando, voló a su casa a mezclar su llanto con el de los suyos, y a exhortarlos a la resignación consoladora del cristiano.

Adolfo Ballivian, una vez Presidente, siguió las huellas de su ilustre predecesor, mentor y amigo, el señor Frías. Con la fe del patriotismo y el entusiasmo de la edad viril, trabajó sin descanso en la ardua labor que se le señaló; pero el periodo de su administración duró muy poco. Minada su salud por una grave enfermedad, el exceso del trabajo apresuró traidoramente sus funestos efectos. El 14 de febrero de 1874, sábado de carnaval, moría en Sucre, produciendo su pérdida el efecto de trocar en duelo general, sinceramente sentido, esa festividad loca de carnestolendas por la que son entusiastas los pueblos americanos.

El malogrado Presidente pasó los últimos días de su vida en la risueña finca de Nuccho, propia de Pacheco; allí se conserva todavía la habitación que ocupaba, en el mismo estado de menaje en que la dejó tan interesante huésped. El propietario la guarda así con profunda veneración, de la que participan todos cuantos van a visitarla. Este expresivo exvoto de la amistad de Pacheco, y el recuerdo de haber sido el mismo   —83→   Nuccho el lugar en que el Gran Mariscal de Ayacucho dictó su último mensaje, firmándolo apenas con el brazo herido en el motín militar del 18 de abril del año 28, hacen de Nuccho un monumento que está llamado a ser histórico en Bolivia.

Esa prematura vacante puso otra vez en la Presidencia al mismo señor Frías, como jefe del Consejo de Estado. Continuó, pues, el régimen legal y progresista del país. Lo poco que se ha avanzado en esta línea lo debe Bolivia a esos periodos de bonanza que aunque tan frecuentemente interrumpidos, no dejaron de esparcir saludable semilla, que desarrollada después, ha de fructificar bienes positivos y fecundos para el porvenir. Pacheco colaboró en esta administración, ya en su carácter de munícipe, ya en su investidura de Diputado, y ya principalmente en su rol de industrial inteligente y activo.

Pero, estaba escrito que, tras de toda manifestación de la voluntad popular inauguradora de una situación legal, había de sobrevenir otra siniestra del espíritu de revuelta y caudillaje.

La Administración Frías tuvo que luchar con el motín del batallón «Verdes» que, desbordado, dominó por dos días en La Paz. Tuvo también que luchar con el movimiento revolucionario de Quevedo-Corral, comprimido con el hecho de armas de Chacoma y la toma de las barricadas de Cochabamba. Lo peor de todo fue que el civilismo del doctor Frías, en la necesidad de un hombre de guerra para las operaciones militares   —84→   que demandaba la conservación del orden, puso desgraciadamente los ojos en Hilarión Daza, soldado sin principios, lleno de ambición, e intrigante por naturaleza, elementos con los que se elevó, paulatinamente, desde que se puso en contacto con Melgarejo, a quien llevó en pocos días la noticia de la revolución de Sucre el 68, hasta la cara vuelta que dio a su protector con el batallón que mandaba, en 1870. Después, brazo derecho de Morales y fiel ejecutor de su voluntad, se injirió entre los hombres que figuraron con la situación sobreviniente. Las campañas de Chacoma y Cochabamba lo elevaron a la alta clase de General, haciendo de él un personaje necesario, a la vez que una amenaza para su país, ansioso de desterrar de sus costumbres políticas la inveterada propensión a erigir en principio de autoridad la voluntad de cualquier soldado audaz, que pudiera disponer de algunas bayonetas, como sucede en muchas de las Repúblicas Sud-Americanas.

Bajo estos siniestros auspicios, y próximo a terminar el periodo constitucional del mando, se convocó a elecciones para dar sucesor al viejo Nestor de Bolivia. Presentáronse como candidatos, el referido General Hilarión Daza, Ministro de la Guerra, y el doctor José María Santivañez, patricio respetable, del orden civil, y de méritos comprobados. Ardorosa fue la lucha; pero la concupiscencia del mando del candidato militar y sus errores de cálculo, en cuanto a la cifra posible de votos que llegaría a obtener, dieron   —85→   al traste con las elecciones, y produjeron los sucesos del 4 de mayo del 76, de igual naturaleza que los de 28 de diciembre del 64. Pacheco era miembro de la mesa receptora de Sucre, y el último día de votaciones estalló el motín militar, repercusión del de La Paz, en la puerta misma del Palacio Legislativo en que funcionaba la mesa. Pacheco fue el último en abandonarla, como una protesta viva del buen sentido nacional, que veía otra vez eclipsado el imperio de las instituciones, con la destitución y prisión del anciano magistrado que tanto se esforzara en arraigarlas. No ha mucho que el Presidente Pacheco ha querido honrar la memoria del que fundó el orden constitucional, provocando ante las cámaras la ley que ordena la traslación de los restos del venerando anciano, desde las playas extranjeras en que exhaló su último suspiro, víctima del voluntario ostracismo a que quiso condenarse. Mientras van esos restos, y como un homenaje de respeto y gratitud, figura su retrato en la testera del salón de sesiones del Senado Nacional.

Un año esencialmente seco, la pérdida de las cosechas, el hambre que sobrevino y la peste que le subsiguió, marcaron el gobierno de Daza.

Durante estas calamidades públicas, el celo del patriarca de la caridad Pacheco, redobló, su afán para aliviar la escasez y conjurar la epidemia. Es notorio, el cómo contribuyó largamente a sostener por mucho tiempo la olla del pobre y cómo dio alimento a los que desfallecían   —86→   de hambre. Al Concejo Municipal de Sucre donó diez mil bolivianos, destinados a proveer las necesidades de la Capital con víveres negociados afuera. Así que, en este Municipio y en el inmediato de Yotala, el hambre no se dejó sentir con la intensa gravedad que en otros lugares, como la peste no fue tan mortífera, combatida, como lo fue, en los lazaretos que se establecieron para los centros poblados. A todo contribuía con sus recursos y su celo personal este diligente obrero del bien. Hizo, en fin, cuanto podía esperarse del hombre benéfico que puede y sabe socorrer la suerte desgraciada de sus hermanos, y que en esta lamentable época lo hizo con esas muchedumbres hambrientas y enfermas, que vagaban como espectros demandando un mendrugo de pan, con qué mitigar el hambre, y un lecho en que morir con menos sufrimientos. El año terrible «78» puso en mayor relieve las dotes altamente filantrópicas de Gregorio Pacheco, a quien se acostumbró el pueblo a mirar desde entonces con el amor y respeto que nunca le faltarán.



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