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ArribaAbajo- VIII -

En aquellos momentos harto difíciles para la política interna de Bolivia, la armada mano de Chile arrojó en las codiciadas playas de Atacama el guante de reto a la predilecta hija de Bolívar, y el Perú noble, caballeroso y audaz, hermanado con la nación de allende el Titicaca, recogió   —87→   ese guante para ir ambos al campo de batalla.

Bolivia rechazaba unánime el gobierno del General Daza; pero la infausta guerra externa le hizo resignarse, confiar y esperar en el soldado que alguna vez se apellidó valiente; y le entregó sus destinos, rodeándolo de popularidad que él mismo se encargó de hacerla fugaz con su extraño y culpable proceder15 en la retirada de Camarones, la tarde del 16 de noviembre, en que «el cielo mismo parecía ruborizarse de acto tan vergonzoso, cubriendo al sol en su ocaso con un tinte siniestramente purpurino que infundía fatídicos presagios más fáciles de sentir que de expresar... El único responsable de ella es el General Daza; aunque él asegure que fue influido por muchos jefes de su círculo»16 hecho reconocido por Bolivia, y reprobado con la energía del pueblo viril que, reunido en comicio, redactó esta manifestación:

«El pueblo de La Paz, reunido en comicio popular, considerando: 1.º Que la ineptitud, cobardía y deslealtad del General en jefe del ejército boliviano han llegado a afectar los vínculos de la alianza con nuestra hermana, la República del Perú; alianza que Bolivia está resuelta a sostener, sin omitir sacrificio alguno. 2.º Que el funesto sistema de desaciertos de la ominosa administración del General Hilarión Daza ha conducido la ruina del país en el interior, el   —88→   descrédito en el exterior, la deshonra nacional en la guerra que Bolivia sostiene con la República de Chile... declara: 1.º Que el pueblo de La Paz ratifica y sostiene la alianza Perú-Boliviana para hacer la guerra a Chile; y protesta seguir la suerte común hasta vencer o sucumbir en la actual lucha. 2.º Que destituye al General Hilarión Daza de la Presidencia de la República y del mando del ejército boliviano; nombra General en jefe de este al General Narciso Campero, y ruega al señor Contra-Almirante General Lizardo Montero (peruano) se haga cargo del mandó del ejército boliviano (el de Daza en Tacua) hasta que el General Campero se constituya en el teatro de la guerra. 3.º Que nombra una junta de Gobierno compuesta de... La Paz, diciembre 28 de 1879». (Siguen las firmas.)

El entusiasmo era creciente, así en el Perú como en Bolivia, y todos sin excepción se hicieron soldados. Don Gregorio Pacheco apareció en las filas de defensa, el primero; su fortuna, sus esfuerzos, su influencia social, todo lo puso sin reserva alguna a disposición de la autoridad; y en momentos de ofrecer su persona como simple soldado, surgió un pleito de familia iniciado por don Narciso Campero, aquel a quien prestó su favor y sus consideraciones. Pacheco debía atender este litigio personalmente; pues era su honorabilidad la que podía mancillarse.

Fue por este solo motivo que excusó su persona del tributo de sangre impuesto al deber   —89→   de ciudadano: pero quedó en el país formando parte del comité de guerra, ocupado activamente en crear recursos y engrosar las filas de los defensores de la causa común. Accionista de la Compañía minera de Huanchaca, impulsó con este carácter el auxilio en numerario, material y personal, que esa Compañía prestó incansable a la 5ª División comandada por ese mismo General Campero, la cual destinada en los consejos de la defensa al rol importante de amenazar la recuperación del Litoral y servir en su caso de oportuno refuerzo al Ejército de la Alianza que operaba en Iquique y Tarapacá para oponerse al desembarque de los chilenos, vagaba en los desiertos de Lipez, sin horizonte para sus aspiraciones de combate, sin rumbo para sus marchas forzadas, y agotando en su lucha con el desierto la fuerza viril de los denodados hijos de Potosí, Tarija, y Chichas. La infructuosa y martirizante peregrinación de ese grupo de valientes, es un misterio doloroso que mortifica el patriotismo. La historia se encargará de profundizarlo; pero el hecho es que esa misma quinta División, llegada por fin a Oruro, fue el núcleo de la elevación de su jefe a la Presidencia de la República.

Mientras tanto los acontecimientos de la guerra del Pacífico se desarrollaban con funesta precipitación. El heroísmo del Almirante Grau sufría, en Iquique, un doloroso contraste con la pérdida del blindado «Independencia». La rutilante estrella del semi-Dios de la guerra marítima   —90→   se eclipsaba para siempre en el desastre de Angamos, y la Patria, mustia y callada; solo podía ya regar sus plantas con el llanto de sus hijos. Libre el invasor chileno de sus preocupaciones por mar, desembarcaba en Pisagua sobre los cadáveres de los gloriosos hijos de La Paz que, metidos en el agua, quisieron constituirse en diques vivientes para impedir que la aleve planta pisará el suelo sagrado de la Alianza. Afrontados, en fin, los beligerantes en tierra firme, la dispersión de San Francisco, otro misterio de la guerra del Pacífico, en que el valor boliviano hizo su deber, al frente de inepcias a que fue extraño, y la vergonzosa retirada de Camarones, todavía otro misterio de esa malhadada guerra, inclinaron la balanza al lado del invasor, vacilante un momento con la victoria de Tarapacá donde los nuestros se trocaron en héroes, y en que Bolivia estuvo dignamente representada por el abnegado valor del glorioso batallón «Loa». Esa victoria manifestó una vez más que la fuerza de la Alianza solo estaba en la bravura de la tropa, jefes de batallón y oficiales, siendo una cifra negativa la pericia de los jefes superiores que mandaban ese grupo de patriotas, sin tener ni las dotes morales del comandante de un cuerpo de ejército, ni la presencia de ánimo, y mucho menos, la intrépida serenidad de un General en jefe.

El Sol de los Incas principió a velarse opacado por las negras sombras del infortunio. Dueño el ejército chileno del mar y de la costa de   —91→   Iquique, iba a tener en jaque al ya diminuto ejército de la Alianza. El escritor boliviano que cito, dice: «El indigno jefe de Bolivia, que sintió el eco repercutivo de la maldición de su país por el estéril sacrificio de San Francisco, meditaba un colosal delito de leso patriotismo y de indigna deslealtad, tratando nada menos que de regresar a La Paz, con el fin de ahogar en sangre la actitud del país contra su inepcia y cobardía. El 27 de diciembre del 79, un acuerdo espontáneo de jefes y oficiales del ejército boliviano, puso fin a esa incertidumbre. El sátrapa fue depuesto del mando militar, mientras que en Bolivia se le deponía también de su investidura presidencial, encomendando el mando al explorador del Desierto, el General Campero».

Tales acontecimientos fueron un golpe eléctrico en el interior de Bolivia, y los pueblos todos secundaron ese movimiento regenerador. En Sucre, la voluntad popular confirió el puesto de Prefecto al doctor Aniceto Arce, y el de Comandante General al ciudadano Gregorio Pacheco.

Grande era el significado de esta última investidura en quien la recibía, porque el país necesitaba más que de administración interna, de elementos de guerra que acopiar en el teatro de los sucesos, tarea ardua en medio de lo exhausto de los parques, de la incomunicación que impedía adquirir armas y municiones, y del desaliento que habían producido los últimos desastres. Ambas autoridades llenaron, empero, dignamente   —92→   su cometido; el espíritu público se reanimó; los cuarteles se poblaron de voluntarios; y de todas partes acudieron nuevas fuerzas, que la indigna traición del 12 de marzo hizo inútiles, quitando la mitad de las probabilidades a la batalla campal que se preparaba como decisiva.

Mientras que los ejércitos beligerantes se disponían a resolver el problema, en el incierto terreno de las armas, Bolivia atendía también a su reorganización política, desquiciada por el advenimiento y el fin del Gobierno de Daza.

Convocada una Convención en la ciudad de La Paz, el señor Pacheco fue electo Diputado por dos Distritos electorales, el de Nor Chichas y el de San Lorenzo de Tarija. Habiendo optado la representación de este último como más inmediato a su país natal, se disponía a tomar asiento en esa Asamblea, la más notable que registran los anales parlamentarios de Bolivia.

Fue en esta ocasión que el vecindario de Sucre le dirigió un voto de confianza, suscrito por más de 500 firmas de lo más honorable de la Capital, y que por su importancia, como dirigido a un simple ciudadano, vamos a trascribir enseguida, tomándolo de un impreso contemporáneo. Dice así:

«Voto de confianza del pueblo de Sucre al señor Gregorio Pacheco».

«Sin otro interés que la justicia y la conservación del orden público, seguro medio de salvar la honra nacional, ofrecemos al señor Pacheco este voto de confianza».

  —93→  

«En momentos difíciles y premiosos, lo nombró el pueblo Comandante General de este Departamento, y el señor Pacheco con noble e hidalga lealtad aceptó nuestra confianza, sacrificando su tranquilidad e intereses privados».

«Hoy que por justos temores, que plegue a Dios no se realicen, ha dejado el señor Arce la Prefectura que ese mismo pueblo le encargara, habiendo recaído con este motivo ambas autoridades en el señor Pacheco, ratificamos la confianza que este señor nos inspira; y le pedimos lleve su abnegado patriotismo al extremo de encargarse de esa doble tarea, en previsión de los conflictos que acaso de otro modo pudieran pesar sobre el país, pues que por sus no desmentidos actos merece las simpatías de todas las clases, está encarnado, por decirlo así, en el corazón del vecindario de Sucre, y es por ello, el hombre de la conciliación y la paz entre los círculos políticos, sin que pudiera calificársele comprometido con ninguno de ellos».

«En las Repúblicas el voto del pueblo es la fuente legítima de la autoridad: de él emanó la Comandancia general del señor Pacheco, reconocida y autorizada después por el Jefe Supremo del Estado, y le pedimos y esperamos que, obedeciendo al pueblo, se sirva conservarse a la cabeza del Departamento hasta que su alto deber de Representante lo llame a la Convención Nacional, en cuyo concepto supone el mismo Gobierno el caso de subrogarlo. Por nuestra parte concurriremos con entera decisión a   —94→   sostener el orden establecido y el imperio de la ley. Sucre, a 29 de abril de 1880. Basilio de Cuéllar, Pantaleón Dalence, José Manuel del Carpio, Mariano Ramallo, Saturnino Sanginés, Manuel Ignacio Salvatierra, Juan Fernández de Córdova, Manuel Primo Oroza, Jorge Delgadillo, José María Calvo, Daniel Calvo, Manuel E. Reyes, Mariano Navarro, Tomás Villegas, Luis Pablo Rosquellas, Belisario Boeto, Benjamín Fernández, Pedro José Zilveti. Siguen más de quinientas firmas».

Formada la Asamblea por medio de una elección libérrima, puesto que no se trataba de personas sino de la salvación de la autonomía Nacional; convocada en los momentos solemnes en que iban a jugarse los destinos del país en el movible terreno de los combates; colocada como la Convención Francesa entre el enemigo exterior y el desequilibrio interno; esa Convención, apenas instalada el 25 de mayo de 1880, recibió el aviso de la derrota del Alto de la Alianza, ocurrida el 26. La sesión del 30, solemne como ninguna; con la severa majestad del duelo público, pero también con la clara percepción del peligro común, manifestó que el Legislador boliviano sabe dominarse para restañar la sangre que vierte del corazón herido y enjugar la ardiente lágrima que brota de los ojos. Esa sesión del 30, en que los pro-hombres del país se mostraron a la altura de la situación, no sólo dotó al pueblo con la Constitución política que actualmente rige, sino que organizó   —95→   los poderes públicos, eligiendo como Presidente Constitucional al mismo General que acababa de ser derrotado. En esa sesión y en las siguientes, interrumpidas un momento con la muerte del Presidente de la Convención, Daniel Calvo, de quien puede decirse que falleció por exceso de dolor patrio, la Asamblea sistemó la Hacienda, atendió a la formación de un nuevo ejército, reorganizó el servicio administrativo interno, y puso, en fin, las bases de la marcha normal, que, pasado el conflicto de la guerra, debía seguir el país por el fecundo carril de las instituciones.

La Convención de 1880, no juzgada todavía con el severo criterio de la historia, fue tan importante para Bolivia, como la primera en que se declaró su independencia. Si en esta se modeló la estructura de la República, declarándose viable al niño que, concebido el 25 de mayo de 1809, nació al mundo con las salvas del cañón de Ayacucho, en aquella se electrizó el cuerpo de ese mismo niño exánime con el desastre del 26 de mayo, volviendo a la vida institucional para continuar su desarrollo.

En esa Convención, cuyas sesiones duraron seis meses, el señor Gregorio Pacheco, Presidente de la Comisión de Hacienda, contribuyó poderosamente a las medidas de reorganización de este importante ramo, como que era el principal para reanimar la resistencia. Su autorizada opinión era siempre concluyente, formada como estaba en la escuela del trabajo, que es la   —96→   única que enseña lo que cuesta la adquisición de un capital, e impone la necesidad de gastarlo con discernimiento. «Tan larga y sostenida sesión legislativa fue para el señor Pacheco una provechosa enseñanza, que le hizo conocer más todavía el país y sus recursos, distinguiendo a los hombres de la situación para clasificarlos según sus aptitudes».

Corría entre tanto el periodo Presidencial del General Campero con esa labor infecunda, por exageradamente doctrinaria, que la caracterizaba. Entregado su jefe a la instrucción rutinaria del soldado; ocupados los poderes públicos, más de discusiones académicas, que de la tarea obligada de prevenir las contingencias de la guerra estacionada en el territorio de la Nación aliada; con la perspectiva de negociaciones diplomáticas, tan pronto concebidas como desbaratadas, se acercaba rápidamente el tiempo de la terminación del periodo Presidencial.

En el intervalo, un incidente deplorable puso todavía en relieve los sentimientos patrióticos y desinteresados del señor Pacheco. El Batallón «Colorados», resto glorioso de esos valientes, que por un momento pusieron a raya el poder del número en el campo de la Alianza, había sido enviado a Sucre para su reorganización.

Olvidado casi por completo, con ajustes retrasados de algunos meses y con la perspectiva de mayor escasez, se dejó dominar del vértigo sedicioso, y en la noche del 26 de mayo, aniversario del desastre, estalló la insubordinación con   —97→   el designio de tomar las municiones del parque y lanzarse a desastrosas aventuras.

Dominado felizmente el movimiento, el señor Pacheco abrió su bolsa para gratificar a los sostenedores del orden, y prevenir nuevas emergencias con el ajuste y pago de la tropa. Más tarde, esos valientes extraviados un instante por los consejos de la desesperación, caían en un patíbulo heridos por balas nacionales, ellos a quienes había perdonado el plomo del enemigo.

El país tenía que afrontar pues la venidera crisis eleccionaria, en medio de estas circunstancias poco favorables para el cambio de la situación política. Se aproximaba el momento difícil de prueba, para los hombres públicos que hasta entonces se habían hecho expectables. Tres figuras se destacaban en el cuadro de la situación. El valiente y caballeroso General Eleodoro Camacho, restituido al país de su larga prisión en Chile, rodeado del prestigio militar de sus servicios en la guerra y de la abnegación con que, habiendo depuesto a Daza, se sometió a la designación legal del que debiera sucederle. El doctor Aniceto Arce, que nombrado primer Vice-Presidente con Campero, y desterrado por este calificandolo de partidario de Chile, volvió de su destierro a reasumir sus funciones, prestigiado así por su posición política y su inmensa fortuna. El señor Gregorio Pacheco, de popularidad establecida como filántropo, también de posición desahogada, y que acababa de renunciar el cargo de Senador por   —98→   Chuquisaca. No tardó en formarse atmósfera alrededor de estos tres nombres prestigiosos, dando origen a los partidos políticos que se formaron bajo las denominaciones de Liberal, Constitucional y Democrático, tomadas de los puntos culminantes de las profesiones de fe que habían dejado traslucir sus directores. En momentos de estarse agitando la enojosa y ya duradera cuestión de la guerra, natural era que los tres partidos ostentaran en su enseña algo que reflejara su pensamiento al respecto. Al General Camacho se le tuvo por partidario acérrimo de la guerra, y por lo mismo, con ardientes simpatías hacia el Perú. Al doctor Arce se le calificó por decidido pacista y no muy antipático para Chile. El señor Pacheco no participó de ninguna de estas calificaciones extremas, porque si anhelaba el triunfo de la dignidad nacional, lo quería sin nuevos estériles sacrificios ni más sangre derramada inútilmente. Fue sin duda a esto que se debió la inmensa popularidad que rodeó su nombre, desde el momento en que un grupo de ciudadanos de Cochabamba inició la lucha electoral, proponiendo desde luego la candidatura de este modesto ciudadano.

El señor Pacheco vaciló mucho para aceptarla, porque tenía la conciencia formada de los arduos deberes del puesto y conocía su insuficiencia; pero la rapidez eléctrica con que se propagó la idea en todos los ángulos de la República, y las premiosas exigencias con que de todas partes se vio sitiado, le determinaron a prestar su   —99→   aceptación. Dictó en consecuencia su programa que, en síntesis, proclamaba: «Patria libre y feliz para todos; fusión de los partidos para que concurriesen a continuar la guerra, en caso preciso, o a firmar una paz honrosa; trabajo, orden y moralidad para buscar el progreso por todos los rumbos posibles; instrucción y educación para el pueblo, cuya suerte debía ser el constante objetivo de los esfuerzos de un sistema esencialmente democrático».

Tal fue, leal y sintetizado, el programa del partido democrático que llevó, vitoreado y triunfante, el nombre de don Gregorio Pacheco de un extremo a otro de la República de Bolivia.




ArribaAbajo- IX -

Empeñada en Bolivia la lucha eleccionaria, en el Perú se precipitaban los acontecimientos de la guerra del Pacífico, que, si impuso algunas privaciones físicas a Bolivia, en el orden moral le dejó el bautismo de su rehabilitación a los ojos del mundo; pues, el peligro de su autonomía le mandó sostenerla paz interna, presentándose el pueblo primogénito de la Independencia, el mismo, sufrido y viril, de los tiempos en que la palabra libertad dulcificaba la agonía de los héroes.

La entrada a Arequipa del ejército chileno y la aproximación de las huestes enemigas a la frontera del Desaguadero, dieron nuevo toque de alarma a los pueblos bolivianos que pasmados   —100→   contemplaban en nuestro suelo el saqueo, el incendio, el pillaje y todo género de desmanes, cometidos por el vencedor, quien no respetaba ni los cadáveres del vencido.

La proximidad del peligro, redobló, como era natural, los preparativos de defensa en La Paz, poniendo paréntesis a la iniciada lucha eleccionaria y de partidos, para pensar solo en la guerra externa. Chile, en cuyos cálculos de conquista entraba la debilidad traída por el cisma interno a que, ÚNICAMENTE, debía sus fáciles victorias en el Perú, se sorprendió ante la unión compacta de los bolivianos, y comprendiendo por otra parte que sobraba para el lleno de su plan imposibilitar al generoso defensor, se detuvo en los linderos del Illimani.

Entonces funcionaba el Congreso, en La Paz, y en la ciudad estaban los candidatos a la Presidencia. El señor don Gregorio Pacheco, a quien rodeaban numerosos clubs electorales, los convirtió en otros tantos centros de defensa. Una noche memorable del mes de octubre del año 83 recorrió personalmente más de sesenta de esos Clubs, comunicando a sus concurrentes el ardoroso entusiasmo de que se hallaba poseído para repeler la invasión, si ella osaba profanar el suelo sagrado de la patria. Faltaban recursos pecuniarios para sostener y aumentar el ejército, armar la guardia nacional, y poner cualquier instrumento de defensa en manos de los ancianos, las mujeres y los niños. Pacheco puso a disposición de la autoridad toda su fortuna,   —101→   entregando desde luego la suma de cincuenta mil bolivianos para los gastos más urgentes de la guerra. Prometió ademas equipar y sostener una División de dos mil hombres, viéndose rodeado en un momento de más de novecientos voluntarios listos para formar esta falange.

Tan remarcable conducta mereció la resolución de 30 de octubre de aquel año, que dice así:

«El Senado Nacional, Declara: El filántropo y eminente patriota Gregorio Pacheco merece bien de la patria. Se le acuerda un voto de honor y gratitud, por su valioso donativo y abnegada actitud para la defensa nacional. Una comisión del Senado pondrá en sus manos esta resolución. Sala de sesiones del Senado Nacional, La Paz, octubre 27 de 1883 Aniceto Arce, Juan Francisco Velarde, Secretario. Casa de Gobierno, La Paz, a 30 de octubre de 1883. Cúmplase con arreglo a la Constitución. Narciso Campero, A. Quijarro».

La Cámara de Diputados por su parte, le dirigió también el oficio siguiente:

«Secretaría de la Cámara de Diputados, La Paz, a 27 de octubre de 1883. Al señor Gregorio Pacheco. Señor: Nos es grato poner en conocimiento de Ud. que la Honorable Cámara de Diputados, en su sesión del día de hoy, ha aprobado la moción siguiente: "La Cámara de Diputados, aplaudiendo el generoso ofrecimiento verificado por el ciudadano Gregorio Pacheco, que consta del impreso titulado 'Al Gobierno   —102→   y a mis conciudadanos', declara que aquel merece bien de la patria, y pasa a la orden del día". Aprovechamos de esta ocasión para ofrecer a Ud. el homenaje de nuestra particular deferencia. De Ud. atentos servidores. Dámaso Sánchez, Manuel Aguirre».

El retiro de las fuerzas chilenas allende la frontera, y las negociaciones diplomáticas que se entablaron para hacer cesar el estado bélico, permitieron continuar su tarea de propaganda a los partidos políticos contendientes. La lucha fue ardorosa y sostenida; y hoy, que podemos juzgarla a la distancia del tiempo trascurrido, se puede establecer, como un hecho, que la ventaja obtenida por el jefe del partido democrático, fue debida exclusivamente a su popularidad. La pasión opositora la quiso atribuir a los recursos pecuniarios de que podía disponer, sin advertir que los poseía también, y en mayor escala, su competidor el señor Arce.

Si en toda controversia de este género es un factor poderoso el favor oficial, será necesario rememorar igualmente que, lejos de contar Pacheco con las simpatías del Gobierno de Campero, llevaba en contra suya la animadversión de este personaje y su círculo, ya político, ya personal, por el pleito que tenían pendiente; ya por la notoria decisión gubernamental hacia el candidato militar, unido en afecciones, de cuerpo y de sistema, con el antiguo General en Jefe del ejército de la Alianza. Esa popularidad crecía sin embargo rápidamente, y se manifestó   —103→   con toda su evidencia en la entrada que el señor Pacheco hizo en Sucre de regreso de La Paz, el 4 de julio de 1884, aniversario de su natalicio. Jamás particular alguno recibió mayores ovaciones que las que la Capital, intérprete del sentimiento nacional, hizo al candidato predilecto.

Restablecida la calma relativa, se verificaron las elecciones en Mayo; y no fue extraño que el escrutinio diese en la República el siguiente resultado a cada uno de los tres candidatos a la Presidencia de Bolivia:

Pacheco....................11,760 votos
Arce....................10,268 »
Camacho....................8, 202 »



Por lo visto, ninguno de los pretendientes obtuvo la mayoría absoluta, aun cuando la enorme diferencia a favor del señor Pacheco venía representando en las ánforas la genuina preponderancia del civilismo, que aspiraba llevar al poder a un ciudadano honrado, garantizado por su pureza administrativa, su carencia de odios y rencores en la arena política, la decisión por el principio democrático, inscrito en su bandera, su culto musulmán por la Ley y, en fin, la consagración virtual de la idea magna que irradiaba en la mente del futuro mandatario, en su anhelo por mejorar la suerte del pueblo menesteroso.

La elección quedó librada al Congreso, donde el partido Pacheco representaba la minoría. La crisis era inminente, porque si alguno de los   —104→   otros llegaba a prevalecer en la Asamblea, sería contra el voto popular que, en la elección primaria, había designado ya al preponderante; sería contra el torrente de la opinión pública, que, en caso de ser burlada, hacía temer una revolución que nadie, y mucho menos el candidato favorecido, deseaba. «Entre tanto, en el Congreso, se hacían cruda guerra los partidos beligerantes, aceptando o eliminando diputados en la calificación. Hubo un momento en que el fundado temor de la eliminación de un grupo de diputados constitucionales, por la acción coligada de los otros dos partidos, colocó al tercero en la alternativa de la derrota con el alejamiento completo de su influencia en el poder naciente, o en la revolución, si, aunado con el partido liberal, le confería la palma del triunfo»17. En este estado surgieron conferencias y arreglos, entre los señores Pacheco y Arce, que generalmente están apreciados como un convenio amistoso, de donde nació la renuncia de sus votos que elevó ante el Congreso don Aniceto Arce, conjurando la temida crisis; y la ley de 2 de setiembre de 1884 proclamó Presidente Constitucional de la República de Bolivia al ciudadano don Gregorio Pacheco. El 3 prestó este el juramento, ciñendo la banda presidencial, y ese día entró la República en el periodo de paz interna y de progresos, relativamente inesperados en el estado beligerante, pues   —105→   aún no se alcanzó a ajustar ningún tratado de paz ni de tregua en la guerra externa.




ArribaAbajo- X -

El primer decreto del señor Pacheco, basado en su ardiente deseo de ver floreciente la ventura nacional, fue abriendo comunicación libre y franca al comercio europeo por las aguas del Atlántico y los ríos Paraguay y del Plata. No podía ser otra la administración práctica del nuevo Jefe del Estado, en cuya mente vivía palpitante la idea de que las facilidades de comercio con las naciones del mundo, la protección al emigrante, y la garantía ofrecida al industrial, son los verdaderos resortes de riqueza en un país libre y democrático.

Sin que entre en mi ánimo la pretensión de escribir un juicio político administrativo, vamos, a seguir los pasos del señor Pacheco en su carrera pública.

La instrucción y la prensa, esos dos focos de luz que prestan calor y aliento a la vida intelectual, sin cuyo concurso el hombre en poco se diferencia del bruto, le debieron, desde el primer momento, atención preferente. ¡Y cómo no, si fue la escuela pobre y triste de un cantón donde él comenzó a nutrir su espíritu, y fue el libro, la lectura ordenada, lo que, robusteciendo sus aspiraciones, consiguió levantarlo a las serenas regiones de la instrucción bien ordenada, y luego al primer puesto de su Patria! Así   —106→   mismo, él que pasó la infancia mano a mano con la escasez, faltándole la lumbre de leña en las oscuras y húmedas noches de invierno; y el pan de cebada en las amargas horas de vigilia18; conservaba en su corazón grabadas las escenas en la trastienda de los menesterosos, y guardando memoria afectuosa para ellos, se preocupaba tanto por mejorar las casas de Beneficencia.

Más que respetables son las cantidades de dinero que, durante la prosperidad de su fortuna, ha asignado al sostenimiento y creación de escuelas, colegios y casas de misericordia; pero, lo que aún enaltece más al ex-mandatario de Bolivia, es el haber cedido íntegro el sueldo de Presidente, al sostén y ensanche de las numerosas escuelas que llevan su nombre, y a los establecimientos de caridad. Complázcome en apuntar, que este es el único caso de desprendimiento tan levantado como provechoso que registran los fastos de la historia contemporánea, en las Repúblicas de la América meridional. Y con esa misma satisfacción que inspiran las acciones nobles, entraré a enumerar algunas de las fundaciones realizadas por su brazo incansable.

Antes de salir de Livi-livi estableció un bonito plantel de instrucción primaria para los hijos de los mineros y pobladores de todos los dominios de su propiedad, donde todas las tardes al   —107→   declinar el sol, cuando la campana anuncia el Ángelus se oye el Padre Nuestro que centenares de criaturas dirigen al cielo por el señor Pacheco cuyo nombre aprenden, sin duda, a amar y bendecir para siempre. Después creó el «Liceo Pacheco» de Cotagaita, y toca a su periodo presidencial la creación de sin número de escuelas que él subvenciona en las capitales de departamento y de provincia.

Emprendió, en unión de varias personas, la formación del tercer claustro del HOSPITAL y la adquisición de catres de fierro para los ocho salones de aquel asilo de la humanidad doliente que, según referencias que tengo de persona autorizada, es la mejor de la vecina República, y después vino el «Manicomio Pacheco» de Sucre, fundado por don Gregorio a sus solas expensas, bajo el plan de los mejores institutos médicos de su clase en Europa, y que, para Bolivia tiene la misma importancia que, para el Perú, el hospital DOS DE MAYO fundado por el Presidente Balta, servido por las hermanas de caridad y asistido por los más afamados facultativos de nuestra culta capital. El «Manicomio Pacheco» tiene para su fundador la significación del más virtuoso homenaje rendido a la humanidad paciente, en memoria de la noble dama doña Josefa Madriaga, abuela materna de don Gregorio, que, como llevamos mencionado, sufrió de enajenación mental, producida por las persecuciones que muchos de su familia sufrieron de parte del Gobierno colonial, antes de que la insurrección   —108→   independiente de Potosí fuese sofocada por don Rafael Maroto, ese activo intendente de la provincia de la Plata y presidente de la Real Audiencia de Charcas que, sin la gloria de asistir a la acción de Quinua (Ayacucho) el 9 de diciembre de 1824, regresó a España y se hizo caudillo infiel del partido de don Carlos de Borbón. Su fundador entregó el MANICOMIO al Estado, en calidad de propiedad Fiscal, con un memorial de donación reversible a él o a su familia, en el solo caso de dársele un destino extraño a su objeto, emergencia única para la cual debería tenerse presente su costo, registrado en cuenta documentada que asciende a la suma de B. 121,780.15 c.

El Congreso aceptó la donación por ley de 24 de noviembre de 1885, cuyo tenor trascribo, siguiendo la ilación histórica y por lo que pueda tener de importante, en el porvenir, la presente biografía trazada con imparcialidad de ánimo y libertad de pluma. Dice así:

«Visto el memorial del ciudadano Gregorio Pacheco y los documentos adjuntos, el Congreso Nacional resuelve: Artículo 1.º Acéptase la donación que el ciudadano Gregorio Pacheco hace a la República del establecimiento que ha edificado en la Capital Sucre, para curación y asilo de enajenados. Artículo 2.º Declárase dicho establecimiento de carácter nacional; asignándose sobre el Tesoro de la República la subvención anual de B. 6,000 para su sostén y mantenimiento. Artículo 3.º El dicho establecimiento   —109→   se denominará «Manicomio Pacheco», y su administración queda encargada a la Sociedad Humanitaria de San Vicente de Paul. Artículo 4.º Ríndese un voto de gratitud nacional al ciudadano Gregorio Pacheco, otorgándosele como manifestación de dicho sentimiento, una medalla de oro con las siguientes leyendas: en el anverso: «El Congreso Nacional al filántropo Gregorio Pacheco», y en el reverso: «Manicomio Pacheco» Sucre, octubre 2 de 1884». Artículo 5.º Este establecimiento no podrá en ningún tiempo, temporal ni perpetuamente, ser destinado a objeto distinto del de su instituto, según voluntad expresa del donante, debiendo en caso contrario abonarse previamente, a su familia o a sus descendientes, el precio de su costo que según la respectiva cuenta documentada, asciende a la suma de B. 121,780.15. Comuníquese al Poder Ejecutivo para su cumplimiento y fines consiguientes. Sala de sesiones del Congreso Nacional, La Paz, Noviembre 23, 1885. Mariano Baptista, Isaac Tamayo, Tomás Valdivieso, Senador Secretario, Dámaso Sánchez, Diputado Secretario, Sabino Pinilla, Diputado Secretario. Casa de Gobierno, La Paz, noviembre 24 de 1885. Cúmplase con arreglo a la Constitución. Gregorio Pacheco, Macedonio Doria Medina.




ArribaAbajo- XI -

Volveremos al mandatario de Bolivia siguiendo en esta parte, a la letra, los datos inéditos   —110→   que me ha suministrado un distinguido escritor de aquella República, cuyo criterio recto se recomienda a la par de la frase concisa.

Iniciado el Gobierno del señor Pacheco bajo felices auspicios de sincera concordia, puesto que los partidos opuestos; Liberal y Constitucional residente en Sucre, felicitaron al nuevo Magistrado ofreciéndole su cooperación a favor de la común labor de labrar la ventura patria cuidando de la cosa pública. Una sola nota discordante se dejó percibir en ese concierto, y fue esta la sombría y marcada repugnancia del General Campero, que en un documento clásico cual es el mensaje de despedida, llamado por él su testamento político, no tuvo embarazo en declarar que había estado a punto de dar un golpe de Estado que evitara la situación naciente. El ejército, fiel a la consigna de su respeto a la ley batió marcha al jefe proclamado. Todos los corazones se abrieron a la esperanza, saludando el acontecimiento como al signo precursor del imperio de las instituciones y el golpe de gracia al reinado del hecho, que tantas y tan profundas heridas había inferido al organismo político, extenuando la Nación para entregarla exánime al azar del peligro exterior.

Y a fe que había razón; porque de las tres únicas trasmisiones legales del mando por votación general que registra la historia de Bolivia, hasta 1884, las dos anteriores, de Belzu a Córdova, y la de Frías a Ballivian, fueron muy pronto   —111→   seguidas de revoluciones populares o de tumultos de cuartel.

El pueblo iba a sostener su propia obra, y el militarismo tan temido no era ya más que una institución como cualquiera, sin otro objetivo que la conservación de la paz pública.

Iniciada bajo estos auspicios la nueva administración, su primer acto fue un homenaje a su programa fusionista, reconociendo los méritos del Presidente cesante y del competidor en la elección, el General Camacho, a quienes conservó sus clases militares, asignándoles el sueldo íntegro. A otro de los competidores, el señor Arce, se le confirió la misión diplomática de primera clase ante el Gobierno de Chile y ante varios Estados de Europa, confiriendo igual representación ante el gobierno peruano, al prestigioso General don Eleodoro Camacho, cuyo solo nombre abría una senda de simpatía en el pueblo mártir, heroicamente defendido por a espada, la pluma y la palabra del generoso amigo del Perú, del político franco, y leal en la contienda exterior que acababa de reducir a cenizas las mejores poblaciones cobijadas por el pabellón bicolor. El acierto de elección del señor Pacheco no solo estuvo concretado a su Ministro; sino también a todo el personal de la Legación, por lo mismo que esta llevaba la delicadísima misión de deslindar derechos perturbados por una guerra desastrosa y acercar relaciones alejadas por las sombras de la desconfianza y deslealtad que, en oscura silueta, dejó el comportamiento   —112→   de las fuerzas bolivianas en la retirada de Camarones. Por eso figuraba como secretario el sagaz diplomático doctor don Fernando E. Guachalla, a quien le cupo también la suerte de representar dos veces a su patria en calidad de Encargado de Negocios, y de obtener que se disipasen por completo los nubarrones que, frecuentemente, entoldan el cielo diplomático de las Naciones, creados por la ligereza de juicio y apasionamiento inconsciente de la prensa diaria, defecto que se nota igualmente en la prensa de Bolivia y del Perú, en esos artículos mal meditados e impulsados por el calor de un excesivo celo patriótico.

La política fusionista iniciada por el Gobierno Pacheco halló práctica inmediata, revelándose en la conservación de los empleados en los puestos que les designó la administración fenecida, y el nombramiento de personas del partido liberal para otros que debían proveerse, comenzando, como hemos visto, por su jefe que fue recibido con regocijo en Lima, y cuidando el señor Pacheco de que fuese el mérito saneado la única carta de recomendación, sin esas distinciones de color político y bandería que, a mi juicio, son la gangrena republicana, que corroe en su seno mismo la Carta Fundamental, así en el Perú como en Bolivia, como en las otras Repúblicas nacidas en este siglo a la vida de la Libertad; gangrena que, en hora más o menos precisa, viene a apartar a los gobernantes del   —113→   programa administrativo que imaginan al tomar asiento en el solio presidencial.

Don Gregorio Pacheco no se vio, desgraciadamente, libre de este mal contagioso, incitado por la intransigencia de un reducido círculo, y, como todos, tuvo que apartarse de su credo político, basado en la liberalidad y en la fusión; pero sin renegar de él, porque comprendía muy bien que el Presidente que se hace Jefe de partido deja de ser Jefe constitucional de la Nación. El modesto ciudadano de la víspera sabía que el caudillo de partido debe a este su pensamiento, sus esfuerzos y su acción, precisamente contra sus adversarios, mientras que el Presidente de la República se debe al pueblo todo, sin distinción de colores, ni de opiniones, no pudiendo concebir como se pueda gobernar un pueblo libre luchando contra los unos y favoreciendo exclusivamente a los otros.

Aspiración legítima de Bolivia es la de buscarse salidas al mundo exterior, por puertos y caminos propios, colonizando y fomentando, a la vez, las inmensas zonas feraces de territorio contiguas a varias de sus fronteras. Uno de los primeros actos del Gobierno Pacheco fue confirmar y ampliar las bases del contrato existente con la Empresa nacional de Bolivia, a cargo del infatigable obrero del progreso Miguel Suárez Arana, quien se comprometió a abrir la ruta, al través del Chaco boreal, hacia un punto aparente en la ribera del Alto Paraguay correspondiente a Bolivia, en el que se fundaría un puerto   —114→   que, en los designios del empresario, llevase el nombre de Pacheco. Este dorado ensueño se ha perseguido sin descanso durante la administración de don Gregorio, ya ofreciéndose él mismo ante el Congreso para conducir personalmente los trabajos con la cooperación del Ejército, entusiasta con la perspectiva de tarea tan beneficiosa, ya encomendándolos a empresarios extranjeros que, desgraciadamente, fracasaron ante lo arduo de la empresa. La Providencia quiso premiar tan laudables propósitos permitiendo que, al terminar el periodo Presidencial de Pacheco, se despejara la incógnita de la ansiada apertura de comunicación con el Alto Paraguay al través de las soledades del Chaco boliviano. Dos jóvenes esfórzados, Cristian Suárez Arana y Zenón Calvimontes, vigorosos heraldos de la generación que asoma a tomar sobre sus hombros el peso de los destinos de sus mayores, enviado el primero por la junta de caminos de Santa Cruz, y el segundo por la Legación de Bolivia en el Paraguay, consiguieron empalmar la ruta de Puerto-Pacheco al interior con la que del último punto habitado del Chaco se encaminaba a Pacheco, abiertas ambas por la Empresa Nacional de Suárez Arana. Creo que no tardará en ensancharse, frecuentarla, y llevar al trayecto población colonial para que, en breve tiempo, sea una realidad la comunicación exterior por caminos y puertos propios, y Bolivia, respirando desahogadamente con las brisas de su región Oriental, sea más dichosa y   —115→   rica, dejando de hallarse bloqueada entre las breñas de los Andes.

En Hacienda, el nuevo Gobierno tenía la perspectiva de la banca-rota, corolario obligado de la situación bélica de que el país salía con el pacto de tregua con Chile, aprobado por el Congreso. No obstante, su primera medida fue suspender el descuento de guerra que gravitaba sobre el sueldo de los empleados, procurando ahorros con la disolución de algunos cuerpos del ejército y disminución de gastos en el material de guerra. La tarea, en este importante ramo, debía ser de reorganización, y a ella se entregó decididamente, tratando de que la ley del presupuesto fuese clara, precisa y practicable. Pacheco se sujetó estricta y religiosamente a esa ley, que es la clave del movimiento administrativo; y si no consiguió nivelar los gastos con los ingresos, por el quebranto de algunos ramos de entrada, ha logrado al menos que los servicios públicos sean cubiertos con toda regularidad. Ha obtenido más, y es haber satisfecho, mediante transacciones equitativas, algunas de las onerosas deudas exteriores, que de tiempo atrás venían gravando la situación rentística del país, con la desconfianza de pago por parte de los acreedores y el aumento progresivo de crecidos intereses. Una nación sin crédito es un cuerpo muerto, ha dicho un pensador contemporáneo. Entregada a sus exiguos recursos tiene que llevar una vida mezquina, puramente vegetativa, sin poder dilatar su esfera de acción, sin medios   —116→   ni aliento para explotar sus gérmenes de riqueza, sin la seguridad del orden de mañana que puede ser perturbado por el tesón con que se buscan puestos oficiales, para tomarlos por asalto, a falta de otras ocupaciones hijas del trabajo independiente. El crédito, fruto de la confianza que inspira la honradez, fue uno de los más grandes objetivos de Pacheco en el poder, y él puede decirse que puso sus bases esforzándose en pagar aquellas deudas, aún a riesgo de desequilibrar la balanza financial del país. Sin embargo, y a pesar de la autorización que recibió del Congreso para negociar un empréstito extranjero, trepidó en usar de ella, ya porque consideró tal vez que el crédito nacional no se hallaba todavía suficientemente asegurado en el interior, ya porque, en el estado de las rentas ordinarias del Tesoro, el servicio estricto y legal del empréstito, había de agravar de pronto la no muy desahogada situación rentística. Indudablemente a estas consideraciones se debe el que, al bajar del poder, Pacheco no haya ligado su nombre a esa larga nomenclatura azarosa de gobiernos deudores que registran los mercados monetarios de la América latina. Pacheco procuró terminar, por arreglos honrosos y equitativos, las inveteradas cuestiones de límites con los Estados vecinos, que ocasionaban frecuentes reclamos y la inseguridad de las fronteras. A este noble propósito han correspondido los tratados de límites concluidos con el Paraguay y con la República Argentina y el Perú,   —117→   así como el de comercio y navegación con el Brasil. Al intento no menos noble de estrechar los vínculos de amistad con las secciones Americanas y los Estados europeos, han correspondido también otros tratados con el Perú, el Ecuador, Venezuela y Francia, celebrados por los diversos plenipotenciarios que acreditó su administración.

Ya hemos referido cuanto hizo Pacheco de particular por el incremento de la instrucción base del engrandecimiento y fortaleza de los pueblos. De Presidente, redobló sus esfuerzos, de suerte que no hay casi centro de población que no tenga una escuela con la denominación de «Pacheco», sostenidas todas no solo con los emolumentos del puesto, sino también con los recursos particulares del individuo.

«Bajo la administración Pacheco se ha dotado a los Colegios oficiales de aparatos y laboratorios para la enseñanza; se han adquirido locales y refaccionado otros destinados a los mismos establecimientos; se ha fundado, y funcionó con provecho, la escuela telegráfica; se han enviado en fin jóvenes militares a Francia, España, el Brasil y Buenos Aires, para que ya teórica, ya prácticamente, ensanchen y perfeccionen sus conocimientos profesionales, a fin de que pueda plantearse con ellos el Colegio militar, núcleo feraz que pueda dotar al país de oficiales dignos de vestir con honra el uniforme del militar verdadero. Suma de labor es esta que, por sí sola, bastaría para festonar gloriosamente la hoja   —118→   de servicios de cualquier republicano y patriota de corazón, que puede a su vez esperar que la Patria le alargue su carta de ciudadanía, enriquecida con el voto de gracias que nunca esquivaron las Naciones civilizadas a sus buenos servidores»: y como, no lo pongo en duda, sucederá al presente, en la vecina República, con el propagador de la instrucción que, después de hacer el bien general, goza de la paz del hogar.




ArribaAbajo- XII -

Réstame aún señalar y analizar algunos puntos de la vida política del sostenedor de la paz interna de su patria como el antídoto contra el estancamiento de los progresos universales, tan felizmente comprobado en distintos países, y sobre todos en Estados Unidos del Norte, donde la faena del taller aleja a los hombres de las luchas revolucionarias.

Para revelar la entereza de carácter que distingue a don Gregorio Pacheco, consiguiente a una voluntad propia, bastaría a su biógrafo consignar la severidad con que aseguró la independencia del poder judicial, quitando del camino ese escollo fatal del cohecho que, ya en forma de insinuación del Ejecutivo, ya en el de dádivas del litigante poderoso, prepara la zozobra de la Ley, y presenta a los pueblos el Dolo con los augustos ropajes de la Justicia. Pero, todavía hay algo superior a esto. Me refiero a las preeminencias del culto para la Religión del Estado,   —119→   y al celo con que cuidó del Patronato Nacional cuidando que los ministros del altar respetasen este, como él mismo respetaba el sincero ejercicio de la Religión jurada. Como comprobante de lo que llevo dicho, haremos memoria del incidente que hubo con el obispo de La Paz, a quien suspendió las temporalidades por desacato a la ley, acto de rectitud aprobado y sancionado por la Asamblea Nacional, después de severas interpelaciones. Y vaya en paralelo este procedimiento con la orden general que, a insinuación del señor Baptista, expidió el Gobierno en setiembre de 1885, relativa a las sociedades secretas mandando borrar del ESCALAFÓN a los militares inscritos en las Logias Masónicas. Esto para el historiador, para el que diseña un carácter, pone de manifiesto el culto que don Gregorio Pacheco profesa a la Libertad. Yo pienso que el hombre debe ser suyo propio; sentirse rey y señor al decir yo soy yo; y practicar el bien por sí sin dependencias ridículas que sujetaron la caridad a la forma en épocas en que el misterio tenía sus razones de ser y que, al presente, las conceptúo inútiles, así como se hace una exigencia el que la masonería borre de sus ritos lo ridículo y secreto.

El proceder levantado, valiente y rodeado de independencia, del señor Pacheco, no podía menos que promover acaloramiento en una sociedad donde todavía imperan los dos fanatismos, el de la Religión y el de la Masonería, cuyas Logias se desmoronaban, no por la aludida orden   —120→   sino por haberse maleado sus sanas prescripciones con mal personal.

La generalidad de católicos ardientes que las ve con ojeriza, organizó una solemne manifestación popular al Jefe del Estado, cual suele hacerlo esa opulenta ciudad en los momentos álgidos de su entusiasmo. A los discursos que se le dirigieron contestó con una alocución, obra exclusiva de sus sentimientos en materia de conciencia religiosa, con la que quedó tranquilo el celo fanatizado de las multitudes y restituida la calma próxima a turbarse, a impulsos de ese elemento de combustión que enciende la peor de las guerras, la de las creencias religiosas. Como la prensa recogió las palabras del Presidente Pacheco, vamos a reproducir esa alocución, la que, con los antecedentes que la motivaron, entusiasmó el celo católico aun de las Naciones vecinas, habiendo las matronas de Santiago de Chile dirigídole una expresiva felicitación, suscrita por más de trescientas firmas de lo más notable de esa Capital. La alocución dice así:

«Conciudadanos: He escuchado con detenida atención las benévolas expresiones con que acabáis de honrarme, a nombre y en representación de todas las clases sociales del pueblo de La Paz, que, en sorprendente número, veo reunido. Acepto con profunda gratitud esta elocuente manifestación popular, sin mérito de mi parte, por solo haber cumplido mi deber de precautelar el orden público como Jefe de la Nación, procurando la moralidad y disciplina de   —121→   nuestro Ejército, como que es el fiel guardián de nuestras instituciones. Hasta aquí, nada nos deja que desear por su patriótico y honorable comportamiento. No desconozco que la confianza con que me honráis la debo más bien a los nobles y generosos sentimientos de este heroico pueblo, tan celoso siempre por su libertad, como por sus creencias religiosas. Católico como vosotros, aspiro con vosotros a vivir y morir en la religión de nuestros padres. ¿Qué poder humano puede oponerse a ello?

»No obstante, señores, os recomiendo que la conservéis pura, tal como salió de los labios del Hombre-Dios, del Redentor del Mundo. Tened bien presente, que muchas veces el exceso de celo suele conducir al fanatismo; y el fanatismo es extraño a la Religión Católica, es tan funesto como el Ateísmo; ¡porque el uno y el otro desbordan las pasiones humanas, levantan cadalsos!... La Religión Católica es pura caridad, mansedumbre y humildad; sostiene, empero, grandes combates; sus armas son la persuasión y el corazón su conquista, y en la lucha posee la virtud de volver bien por mal. Es con esta generosa guerra que ha destrozado en el mundo las cadenas de la esclavitud, dignificando e ilustrando a la humanidad. A ello ha contribuido poderosamente la tolerancia, tanto de opiniones políticas como religiosas, la tolerancia que es la virtud social más grande, que es el medio más eficaz para el conocimiento de la verdad, a cuya sombra se desarrolla la prosperidad   —122→   de los pueblos. Combatid las ideas erróneas, en religión y en política; pero respetad a los hombres; porque todos son hermanos nuestros. El sentimiento de benevolencia y caridad no debe faltar jamás en la conciencia leal y honrada de los católicos. Por su parte cuenta el Gobierno con este elemento poderoso para hacer efectivas las garantías individuales, ofreciendo al mismo tiempo toda la autoridad de que dispone para reprimir cuanto tienda a alterar el orden público.

»Retiraos, compatriotas, tranquilamente a vuestros hogares, llevando la palabra de paz a vuestras familias, y la confianza de que el Gobierno sabrá sostener las legítimas aspiraciones del pueblo. Os saludo con gratitud, dignos hijos del Illimani».

Estas palabras, improvisadas por don Gregorio, nos revelan al ciudadano íntegro, como toda la vida del hombre nos ha mostrado al justiciero sin afectación, exento del ateísmo que es la noche del espíritu; y fuerte como el creyente de buena fe, cuyo análisis ha hecho un distinguido escritor peruano al hablar del titán americano con estas profundas y sentenciosas palabras. «Siendo, pues, sinceramente religioso no conocía la codicia, esa vitalidad de los hombres yertos, ni la cólera violenta; ese momentáneo valor de los cobardes, ni la soberbia, ese calor maldito que solo engendra víboras en el alma»19.

  —123→  

Las sinceras creencias religiosas nacidas en el seno de la desgracia, crecidas al calor de la opulencia, y refrendadas en el solio del poder; han nutrido, pues, en todas las épocas de su vida al bizarro espíritu del ciudadano que legará su nombre a la historia, recomendado por el número de sus buenas obras.

No mencionaré la perfección, porque esta solo es relativa en el hombre, siendo imposible hallar personalidad humana sin la tilde que compruebe las intermitencias del espíritu, en su lucha con la materia y en su predominio de sensibilidad.

Parece que don Gregorio Pacheco ha sido fuertemente inclinado al amor, y aunque en esta materia pienso, como un notable publicista de nuestro siglo, que «la vida privada debe ser amurallada», tampoco encuentro en la historia del señor Pacheco ni un ligero perfil que, ante mis lectores de Bolivia, pudiese recordar ninguno de los luctuosos cuadros que horripilaron el palacio de gobierno en los calenturientos días de Melgarejo; ni los arañamientos ridículos en el santuario de la familia. En mi concepto, ese culto rendido al Amor, con la elevación de principio y dignidad de forma, lejos de empequeñecer al hombre lo levanta aún más en la esfera de los merecimientos personales.

Serán actos que recomienden no poco al señor Pacheco, ante el historiador, la sagacidad con que llevó la unión y la concordia a las filas del ejército, harto desmoralizado en razón de las   —124→   frecuentes revueltas que cuenta Bolivia en sus anales; el espíritu de protección que reveló en favor de toda industria americana, como prueba el haber trocado el haraposo vestuario de sus soldados con uniforme confortable de telas hechas en la fábrica peruana de Lucre (Cuzco), y el cómo, merced al salario bien pagado, y el rigor de la disciplina militar, obtuvo un ejército propiamente guardián del orden, y agente de la ley, que, a poseerlo las Naciones aliadas en el nefasto año 79, habríase decidido en diferente sentido la guerra externa.

Por fin, si para ello de estas páginas llevamos la vista a los fundos mineros de Esmoraca, Huanchaca, Guadalupe y Ángeles, y allí encontramos cientos de operarios, cuyo salario, va junto con la medicina para sus enfermos, la túnica para la desnudez, el libro para la ignorancia, el cariño y los consuelos para sus desgracias; tendremos que despojarnos de todo sentimiento de parcialidad y ver que, entre la suma de los méritos y defectos consiguientes al hombre, los primeros representan guarismo mayor, y será forzoso convenir, digo mal, será justiciero confesar que don Gregorio Pacheco posee virtudes superiores a la época presente, donde reina el egoísmo individual dándose de mano con el escepticismo moral y religioso.

Lejos estoy, sí, de colocar a este personaje junto a los Genios que brillan contadas veces en los horizontes de las naciones, marcando una nueva era en los futuros destinos de la humanidad;   —125→   pero, me coloco en el dintel de la gloria para escribir su nombre, y afirmo que él ha sido la nube bienhechora que preservó a la humanidad doliente, de las congojas del hambre, y a la República de los mortíferos ardores del sol de la guerra.

Pocos, pues, cuentan la felicidad de al terminar el periodo constitucional de su mando, dejar consolidadas las bases para el venturoso porvenir de su Patria; y al descender del solio del Jefe Supremo, presentarse ante la Asamblea Nacional y verter estas magníficas frases.

«Está terminada mi honrosa tarea de daros cuenta de mis actos.

»Residenciad mi conducta política y administrativa, mediante la acción del Ministerio público, que establece el artículo 121 de la ley fundamental del Estado.

»Hallaréis errores u omisiones involuntarias en la gestión de los negocios e intereses públicos, como tributo común a la insuficiencia humana; pero no encontrareis un solo caso de peculado o de dilapidación de los dineros del Fisco, cuyo manejo, durante el cuatrienio, ha corrido aun a cargo de mis adversarios políticos, como una garantía de mi fiel administración de la hacienda nacional.

»Pronunciad vuestro solemne VEREDICTO, con espíritu imparcial, pero enérgico, cual cumple a la majestad de la Representación Nacional; y estad seguros de que, descendiendo de la altura del Poder Supremo, ocuparé el banco del   —126→   acusado, con la tranquilidad que inspira la conciencia del hombre honrado: título a que jamás he podido renunciar».

Nada más correcto que quien subió a la cumbre del poder, en 1884, levantado por la voluntad de los pueblos, al bajar dando estricta y honrada cuenta, en 1888, fuese recibido en los brazos de sus conciudadanos, y que su nombre, como el óleo republicano quede flotando siempre en la tranquila superficie del mar que baña las costas americanas.

Hombre de corazón, mandatario moderado, demócrata liberal, en la verdadera acepción de la palabra, patriota que manejó con pureza los fondos Fiscales, progresista de buen quilate, don Gregorio verá todavía desarrollarse y fructificar la semilla que ha depositado en el pueblo fomentando la paz, la instrucción y el trabajo. El progreso no es obra de un mes ni de un año; es el resultado paulatino, pero seguro, de la sensatez de los pueblos y de la honrada consagración de sus conductores a la ardua tarea que les está encomendada.

Los que, como el ex-Presidente Pacheco, así favorecen su desarrollo, y descienden del poder con la conciencia tranquila y sin remordimientos, con las manos puras y llevando consigo el notable desfalco de su fortuna particular, honradamente ganada, y con voluntad sacrificada en aras del deber, merecen el respetuoso homenaje del historiador.



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ArribaAbajo- XIII -

Siguiendo el orden, en el plan que he dado a este trabajo, para perfilar la figura así moral como física del señor don Gregorio Pacheco con el colorido real que posee alma tan excepcional, me resta algo que consignar, comprobándolo con documentos que he recogido, ya en recortes de diarios, ya en opúsculos y hojas escritas durante los años en que mi desgraciada Patria estuvo convertida en el panteón de la civilización, sirviendo de cuartel al ejército invasor.

La deplorable situación en que quedaron en el Perú las familias, especialmente en Lima, durante los días de la ocupación y en general por consecuencia de la guerra asoladora, conmovió profundamente el alma de don Gregorio Pacheco, y contristó su magnánimo corazón el relato de tanto infortunio, que, antes que nadie envió fondos para socorrerlas en lo posible, por conducto del Ministro Argentino aquí residente: y mientras los ricos del Perú huían al extranjero con sus caudales, dejando su patria desolada y sus hermanos envueltos en la miseria, un respetable prelado distribuía, por ausencia del Ministro Argentino, ingentes socorros que, en nombre de don Gregorio Pacheco, llevaron pan, salud y vida al seno del dolor.

Los peruanos de corazón no han olvidado esa generosa participación que el señor Pacheco tuvo en nuestras horas de angustia; como no habrán olvidado los hijos de los pueblos Argentinos,   —128→   Catamarca y la Rioja, que, sumidos en los estragos del hambre, en 1883 le debieron también oportunos socorros por medio del Cónsul de Bolivia en Salta.

Es del Ministro de la República Argentina, residente en La Paz, la siguiente carta dirigida con tal motivo, y cuyos conceptos honran tanto al signatario como a la persona a quien fue dirigida -«La Paz, setiembre 19 de 1883-. Muy respetable señor. Hoy a las 8 P. M. he leído en un diario de esta ciudad la carta de usted, fechada en Sucre el 21 de julio del corriente año, dirigida al Cónsul de Bolivia, en Salta, para que entregue la suma de dos mil fuertes oro a las víctimas de la miseria en las Provincias Argentinas de Catamarca y la Rioja.

Vivamente impresionado por un acto tan fraternal y humanitario, me complazco, como Representante Diplomático de la República Argentina, en expresarle los más sinceros votos de agradecimiento. Veo en su persona a la encarnación de la unión de dos países, que, apartados por la distancia, se aproximan por el corazón. Abre usted, desde Bolivia, el camino de los recíprocos auxilios, que será la inconmovible base que sirva de asiento, en las evoluciones históricas, a las simpatías recíprocas. Gracias por su noble iniciativa.

»Hace usted otro importante recuerdo: "Existen en mi ánimo, dice, consideraciones muy especiales de inmensa simpatía, de amor al pueblo Argentino, en cuyo seno se encuentra el   —129→   origen de mi familia, la cuna de mis padres, y podré decir, el centro de mis más caras afecciones, con muy gratos recuerdos de mi infancia".

»Me siento feliz, con sus palabras, que son la sonriente promesa con que lejanos y queridos recuerdos lo ligan a mi país. Ojalá que los descendientes de los Argentinos sean, para Bolivia, ciudadanos de su temple, de sus sentimientos y de sus ideas, porque así la concordia y la felicidad común marcarán el mismo derrotero para el destino de las dos Repúblicas. Soy de usted, atento y obsecuente servidor. Silvano Bores. Al señor Gregorio Pacheco».

Si del Perú no le fue en aquella época ni la simple expresión de gratitud, en cambio, mil bendiciones subieron al cielo para el desprendido y filantrópico caballero, siendo honor y mucho para una pluma peruana el haber emprendido el estudio de una personalidad americana, a quien hemos seguido en sus tres fases de relieve: acaudalado, mandatario, caritativo.

Pero, lo que más enaltece al señor don Gregorio Pacheco, lo que le hará amar siempre con amor de admiración y de respeto por propios y extraños, es ese heroísmo sin nombre que ha manifestado, en muchas ocasiones, revelando un desprendimiento de la vida, tanto más admirable por su posición llena de felicidad cuanto sin precedentes en la historia de los ricos vulgares.

Don Gregorio, no sólo es diestro en la equitación, como nieto del llanero de las pampas Argentinas;   —130→   también es admirable en la natación, pero ejercitada en la corriente de los ríos.

En 1873 se bañaba en la bahía de Valparaíso: un niño inglés, que poco sabía nadar, iba a ser engullido por el mar, pues las olas lo envolvieron con esa rapidez que aterra; y Pacheco se lanzó a salvarlo, sufriendo en sus cálculos aquella dolorosa transición que experimenta el nadador fluvial en la espesa y salada corriente del mar. Hubo pues lucha hercúlea; pero, consiguió salvar al niño, con asombro de los bañantes; y aunque esto le costó una seria enfermedad al salvador, su corazón podía henchirse con la satisfacción más pura que sigue a la práctica del bien. Otro caso análogo ocurrió en 1877, en la hacienda de Nucchu, propiedad de don Gregorio, donde este salvó al doctor don Ricardo Eguía quien, al bañarse en el río «Cachimayo», majestuoso a la sazón en su creciente, se dejó tomar en el remolino de una profunda posa. Salvar a un hombre envuelto en un remolino es cosa tan difícil como llena de peligros; pero don Gregorio no atendió más que al deber de humanidad, impulsado por su valor y serenidad, y echándose con temerario arrojo a la onda turbia le arrancó su presa ya en los supremos momentos de angustia.

Un incidente ocurrido en Puerto-Pérez (Chililaya) en una de las noches del año 1883, oscura, fría y tempestuosa, viene acá, como de molde, para completar el cuadro, dando a don Gregorio Pacheco todo el aire caballeresco de   —131→   los antiguos salvadores que llevaban en su broquel la consigna «por mi Dios y por mi dama».

Don Gregorio Pacheco acababa de despedirse, a bordo del vaporcito del lago Titicaca, de su esposa y familia, quienes dejaban Bolivia en viaje para Europa. Antes que la familia Pacheco, salió del puerto una lancha tripulada por don Poliandro Moscoso, el señor Benavides y un joven dependiente de una casa comercial, resultando la pérdida absoluta de la lancha y tripulantes, entre quienes no había ningún práctico. La consternación por el suceso se hizo general en el puerto. Sin embargo, no hubo quien aventurase un viaje nocturno en medio de esa tempestad rugidora que tanto amedrenta, aun a los experimentados marinos que han surcado el Atlántico.

En verdad, que razón no falta. Las olas del lago parece que, apartándose de la ley del flujo y reflujo, establecieran una nueva teoría de corrientes, a borbotones, de olas encrespadas y en ebullición. Y en medio de la multitud apiñada, se presentó el que estaba en vísperas de ser elevado a la primera magistratura de Bolivia. Don Gregorio Pacheco tomó un bote, y solo se lanzó en medio de ese pequeño abismo negro, en busca de los viajeros perdidos, a quienes no tardó en encontrar luchando en un esquife de totora, rotos los remos y en situación desesperada. Trasbordó a su lancha a dos de los pasajeros del bote perdido y, remolcando este, regreso con los salvados, entrando al puerto en medio   —132→   de los vítores y las exclamaciones de admiración de una multitud apiñada en la playa.

Después de los sucesos narrados, no es de extrañar que don Gregorio Pacheco haya atraído hacia su persona las simpatías y consideraciones de las sociedades humanitarias, y que la de «Salvadores de los Alpes marítimos» le haya remitido diploma, como a socio activo, acompañado de palabras de aliento a quien desde niño se adhirió a la gran causa de los favorecedores de la humanidad.

Pacheco es también socio fundador de la Sociedad «Socorros mutuos» de La Paz, y como tal proporcionó de su peculio propio todos los fondos necesarios para la traslación de las Hermanas de caridad que dirigen el «Hospicio de Huérfanos» y regentan las escuelas creadas por la enunciada sociedad, a la cual ha dotado con 10,000 B. en acciones de Banco, para formar un capital que garantice la duración y consistencia de tan importante sociedad.

Y con la misma encantadora sencillez con que alarga la mano a sus amigos, Pacheco deposita en el Templo el escondido óbolo, como sucedió en la construcción de la Iglesia de Tupiza, que le debe repetidas donaciones, siendo la última de diez mil Bolivianos que le han completado su merecido esplendor.

Sírvame de lujo cronológico la copia del incidente que proporcionó a don Gregorio la oportunidad de aumentar una obra pía más a la ya larga que ha escrito en su vida. Visitaba un día   —133→   este señor la plaza del mercado de La Paz, cuando un repentino aguacero, de los muy frecuentes en esa ciudad, puso en confusión a las pobres vivanderas para resguardar sus vituallas. El trabajo de galerías se hacía, pues, indispensable; y Pacheco donó al Concejo Municipal tres mil bolivianos para la obra, con cuyo motivo el Concejo le dirigió el oficio siguiente:

«Concejo Departamental de La Paz, a 26 de junio de 1884. N.º 203. -Al señor don Gregorio Pacheco-. Señor: Habiendo usted, ofrecido espontáneamente, la cantidad de dos mil cuatrocientos bolivianos para el trabajo de las galerías del mercado público de esta ciudad, en armadas de a doscientos bolivianos mensuales, y en término de un año, el Concejo recibió como anticipo de su generosa oferta, la suma de mil bolivianos, cantidad con la que se inició inmediatamente el trabajo referido.

»Posteriormente, y por las penurias en que se encontraba la Caja Municipal para la continuación de la obra, se ordenó la suspensión de ella. Sabedor usted de esta circunstancia, se ha servido remitir dos mil bolivianos más a esta Tesorería. A mérito de este nuevo auxilio, recibido a tiempo oportuno, se ha impulsado el trabajo, hallándose en estado de techar las arquerías con calamina.

»Conocedor el Concejo de esta última donación, de los sentimientos filantrópicos de usted que han hecho superar su ofrecimiento gratuito en la cantidad de seiscientos bolivianos, me encarga   —134→   tributar a usted su más profunda gratitud por el beneficio que acaba de recibir esta ciudad. Con este motivo, me repito de usted muy atento servidor. -Emilio Adrián».

Creyente sincero y sin afectación, como lo hemos estudiado, hizo que en el jubileo sacerdotal de León XIII presentasen sus dos hijos, al Padre común de los católicos, dos riquísimos estandartes con el escudo de armas y el busto de la Virgen del Carmen, patrona de Bolivia, como la expresión sencilla de un corazón nutrido en el bien, que también iba a reunir su ofrenda a las que enviaron todos los representantes del orbe, ofrenda que sin duda lleva la tranquilidad del hombre que se siente superior a sus semejantes, por el cumplimiento del deber y la propaganda del bien, sin temer la censura de estos ni la envidia de aquellos.




ArribaAbajo- XIV -

El 4 de julio de 1889 ha entrado el señor Pacheco en los 66 años de su vida, que él ha procurado bordar de flores habiendo nacido en senda sembrada de abrojos.

Su personal es interesante, a primer examen, con todo el tipo del hijo aristócrata de Salta. De estatura distinguida, presencia gallarda, bien formado, constitución vigorosa y robusta, desarrollada al impulso del trabajo; su cabeza erguida deja medir la frente espaciosa donde flota, visible al espíritu, esa gasa misteriosa reveladora   —135→   de la bondad y la energía, acentuada más claramente por sus ojos azules dotados de mirada escrutadora e inteligente. Su rostro moreno, tostado por la intemperie de los minerales, que quema la cutis tanto como el aire del mar, contrasta con el rubio de sus cabellos, donde ya brillan abundantes esos hilos de plata precursores de la calma del corazón, e indicio de la actividad del pensamiento. Su andar, ligero y firme, pinta al hombre de negocios; así como sus labios, guarnecidos de poblado bigote, revelan astucia de comerciante en una sonrisa fácil de donde brota, con frecuencia, el punzante epigrama que maneja con oportunidad y chiste, siendo la palabra, concisa por lo general, trasmitida con voz de timbre varonil y metal agradable al oído. Su conversación familiar es amena, espiritual, a las veces profunda en observaciones, y siempre lleva el sello de la bondad que es característica a don Gregorio, pues, parece que ese hombre nunca trabó conocimiento con el odio ni el rencor, aún en el paroxismo de los partidos políticos, que es la más tupida venda puesta a la razón de la humanidad.

El escritor boliviano, a quien he citado con tanta frecuencia, dice, en sus apuntes inéditos, al juzgar al señor Pacheco. «La certera mirada con que de un golpe comprende, conoce y juzga a los hombres y las cosas, es una de sus dotes morales. Las cuestiones más abstrusas no resisten a su penetración, y una vez fijado el punto de la dificultad, se abstiene de decirlo con   —136→   el tono magistral y olímpico que despliegan a veces los hombres en el poder. Él escucha con docilidad las observaciones ajenas y las discute con calma, de manera que la decisión sea el fruto reflexivo de las opiniones más razonables. No tiene, pues, ni la terquedad que no admite contradicción, ni la volubilidad que hace flotar el ánimo entre decisiones contrapuestas. Pero una vez fijado el acuerdo, sabe llevarlo a su ejecución con la firmeza enérgica que presta el convencimiento. El señor Pacheco tiene un talento natural, un juicio claro y perspicaz, educado y fortalecido en el manejo de los negocios industriales que han constituido la ocupación de la vida. Ellos no le han permitido hacer estudios teóricos y profundos de ramo alguno; pero tiene la suficiente ilustración, nacida de la buena y metodizada lectura, para emitir opiniones concienzudas y rectas sobre todo lo que no es ajeno a su comprensión. No es literato; pero su estilo epistolar es un modelo de concisión, profundidad y sentimiento. Los numerosos tomos de su correspondencia, escritos con su letra metida, clara y correcta, estudiados que sean algún día con detenido criterio, pueden muy bien arrojar abundante y nutrida luz sobre los sucesos contemporáneos y los hombres que actuaron en ellos».

Punible sería para el historiador o el biógrafo, silenciar en estos renglones la particularidad que sus subordinados observaron en don Gregorio, cuando estaba de Presidente y se sometía   —137→   a su decisión algún reclamo entablado por dos interesados. Se preguntaba con llaneza ¿cuál de estos tendrá, pues, la justicia? Reconcentrándose enseguida, iba al examen y emitía su fallo.

Sobre el pecho del ínclito personaje, cuyo retrato aparece al frente de este trabajo, lucen las cuatro insignias honoríficas que enseguida enumero, faltando la condecoración de Venezuela con el busto del Libertador que le fue acordada: 1.ª la medalla de oro y cadena del mismo metal que los pueblos bolivianos obsequiaron a don Simón Bolívar, y que el fundador de las cinco Repúblicas americanas legó a los futuros presidentes de Bolivia para que la usasen, junto con la banda tricolor, como distintivo de mando. Esta medalla fue llevada por don Hilarión Daza al teatro de la guerra del Pacífico, y devuelta después de enojosas gestiones: 2.ª la Cruz de la «Sociedad de San Vicente de Paul» conductora de los hospitales, acordada a su benefactor constante: 3.ª la medalla de los «Salvadores de los Alpes» que solo se otorga en dos casos: por filantropía notoria y por arrojo en salvamento de vidas, sea en naufragios o incendios; y ambos casos le dieron el título a don Gregorio, como llevo narrado: la 4.ª es la medalla de oro otorgada por el Congreso boliviano al fundador del «Manicomio Pacheco», con el decreto que dejo trascrito en el curso de estos apuntes a cuyo término me acerco.

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La fama no espera que ciertas personas bajen al silencio de la tumba para levantar su sonoro clarín y entonar: ¡GLORIA y JUSTICIA!

Ella flota en los espacios de la vida, siguiendo al hombre con mirada imparcial desde su cuna de niño hasta su ataúd de cadáver; y cuando el cúmulo de los merecimientos de aquel logran conmoverla, entona también ¡Gloria y Justicia!

Vine a biografiar una figura contemporánea de talla superior en la esfera moral, a quien hemos visto, desde su hogar huérfano y mísero, llegar paso a paso a la meta de la Felicidad, tejiendo la guirnalda de merecimientos que ornarían su frente en el poder, y desde la altura pensar y sentir por la humanidad que sufre y llora, como él mismo sufrió y lloró ayer; derramando con profusión el bálsamo de la caridad, que indudablemente perfumará más suave que el sándalo de Arabia, las horas del caballero don Gregorio Pacheco.

Dejo la pluma con la satisfacción de haber consagrado mi tarea no a una nulidad encumbrada, sino al ciudadano digno de América, para quien, como la Fama, he escrito: ¡JUSTICIA y GLORIA!





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ArribaAbajoFrancisca Zubiaga de Gamarra

A Juana M. Gorriti


ArribaAbajo- I -

Cara redonda, de tez alabastrina; ojos pardos, de mirada penetrante y altiva; nariz un poco arremangada; boca muy pequeña, dibujada por labios delgados y rojos; cabellera abundante, sedosa, y un tanto rubia que indicaba haber sido dorada en la niñez; alta estatura; aire esbelto y modales varoniles; formando en conjunto una mujer interesante y bella, son los detalles de la señora Francisca Zubiaga, hija de don Antonio Zubiaga, natural de Quipuzcoa, empleado en tiempo del gobierno colonial en un destino de finanzas,   —142→   el que, llegando al Cuzco, contrajo matrimonio con la señorita Antonia Bernales, cuzqueña tan interesante como virtuosa, matrimonio que vivió durante algunos años en la ciudad del Cuzco, trasladándose después a Lima por exigencias del empleo de Zubiaga.

Doña Francisca, primogénita de aquel enlace, nació en el caserío de Huacarpay o Anchibamba, del distrito de San Salvador de Oropeza, que dista cinco leguas del Cuzco, a las márgenes de la laguna de Moina, y pertenece a la provincia de Quispicanchi de aquel vasto departamento.

Se encontraba de viaje el señor Zubiaga, en compañía de su esposa, cuando esta fue sorprendida por el alumbramiento de su hija, en el caserío citado, donde la niña vio la luz primera y fue bautizada, en Oropeza, con el nombre de Francisca, el año 1803, sirviéndole de padrino don Juan Pascual Laza paisano y amigo íntimo de Zubiaga, por quien conservó doña Francisca veneración y cuidados filiales durante su vida.

Los primeros años de Francisca trascurrieron en la ciudad del Sol; pero, cuando su familia tuvo que trasladarse a la capital, por razones del destino de su padre, como llevo indicado, fue también llevada la señorita, quien recibió en Lima una esmeradísima educación, la mejor que en aquellos tiempos podía alcanzar la mujer, y desde los primeros albores de su vida manifestó una clara y expansiva inteligencia, así como un carácter excesivamente valeroso, siendo de notarse que, en sus juegos infantiles, siempre   —143→   prefería los de un niño, y que su voz gruesa, de acento limeño muy marcado, y sus modales varoniles iban en armonía con sus gustos e inclinaciones.

Robusta y nervuda, montaba a caballo con elegancia y maestría, manejaba muy bien la pistola y era verdaderamente admirable en la natación.

Una de las cosas que menos le agradaba era el trato con las de su sexo, gustándole siempre la sociedad de varones; pero, anotada sea la circunstancia de que, cuando contraía amistad con alguna mujer, era amiga muy cumplida, así como era vehemente en sus pasiones y resuelta, hasta lo inverosímil, en la ejecución de sus propósitos.

Una de las diversiones favoritas de Francisca Zubiaga era la del juego de gallos; pues, cuando regresó al Cuzco asistía a la Cancha o circo donde hacía grandes apuestas.




ArribaAbajo- II -

El giro que llevaron los asuntos de la familia Zubiaga, obligó a esta a regresar a la ciudad del Cuzco donde había dejado algunos bienes raíces, Francisca se opuso a ese viaje de vuelta, y consiguió que sus padres revocasen su resolución. La joven Francisca ganaba en hermosura tanto como adelantaba en edad, y multitud de corazones palpitaban por poseer su mano y su afecto. No obstante, sus destinos eran superiores   —144→   a los de una simple madre de familia, por mucho que para mí sea esta la misión más sublime de la mujer.

Sus aspiraciones eran elevadas, grandes, insaciables; y estaba decretado que ellas se colmasen.

Habiendo enviudado el coronel don Agustín Gamarra de su primera esposa doña Juan a Manuela Alvarado, natural de Jujui, conoció a doña Francisca Zubiaga, y quedó prendado de su hermosa figura, y más que todo de su carácter varonil y esclarecida inteligencia, y contrajo matrimonio con ella en la ciudad de Lima, poco antes de la batalla de Ayacucho.

Después de esta famosa función de armas que rompió para siempre las opresoras cadenas que nos sujetaron al trono de España, el General Gamarra fue el primer jefe patriota que ocupó la capital del Cuzco, la cual le hizo una recepción muy suntuosa. Nombrado, enseguida, Prefecto de este departamento, llamó a su esposa, que seguía residiendo en Lima, y doña Francisca emprendió el viaje por tierra. Noticioso Gamarra de la proximidad de su esposa, salió en su alcance hasta el Apurímac; y en el pueblo de Suriti de la Provincia de Anta se velaron don Agustín y doña Francisca que solo estaban desposados.

El Cuzco todo bendijo la unión de estos ilustres cuzqueños, y todos los pueblos, en competencia, obsequiaron grandes fiestas para manifestar su júbilo por tal enlace.

  —145→  

La villa de Urubamba, hoy ciudad, convidó al señor Prefecto y esposa a pasar algunos días de solaz en aquella deliciosa provincia, que bien puede llamársele el jardín del Cuzco, y entre otras fiestas, que el vecindario había preparado, se dieron unas corridas de toros en las que ostentaron grande lujo.

La falta de tropas de línea hizo que los nacionales de Urubamba participasen del general entusiasmo, proponiéndose presentar un despejo en el que, según tradición, emplearon en lugar de flores escudos de oro y plata, alcanzando vivas y aplausos por la lucidez con que se desempeñaron.

Terminada la corrida, hizo llamar la señora Zubiaga al Capitán que mandó el brillante despejo, pues encontró en él un joven que debía destinarse en el Ejército, por su porte gallardo, inteligencia y aire de todo punto militar. El joven se llamaba Mariano La-Torre que, no obstante las resistencias de su anciano padre, fue destinado en clase de teniente al regimiento del coronel Frías. Este ha sido más tarde el famoso jefe de caballería valiente coronel Mariano La-Torre, víctima de los vencedores de Yanacocha y fusilado por Cerdeña en el pueblo de San Sebastián, a pesar de ser prisionero de guerra.

La elección prueba que la señora Zubiaga poseyó la perspicacia y penetración de conocer a los hombres de verdadero mérito, así como fue   —146→   dotada de grande claridad para explicarse en un estilo lacónico.

Anunciada en el Cuzco la visita del Libertador don Simón Bolívar, se llenó de entusiasmo el vecindario, y muy especialmente el bello sexo, quien preparó una guirnalda de brillantes para obsequiar a tan valeroso soldado. Doña Francisca fue nombrada para presidir una comisión, compuesta de las más hermosas jóvenes del país, encargada de saludar a Bolívar y presentarle el valioso obsequio de las hijas del Sol.

A la entrada del Cuzco levantaron arcos triunfales y un tabladillo, donde debía recibir Bolívar las ovaciones casi fabulosas de un pueblo que sabía premiar las nobles hazañas y estimar el valor de los que tan dignamente pelearon por la santa causa de la libertad.

La señora Zubiaga saludó, pues, a Bolívar, con un patriótico discurso, y le puso la guirnalda que había salido de gran tamaño en razón de no ser conocido personalmente don Simón. Este afortunado guerrero, que arrancó del yugo español una gran parte de la América del Sur, aceptó el regalo con marcadas pruebas de estimación, y después de agradecer a la patriota sociedad de la antigua metrópoli de los Incas, se sacó la guirnalda para obsequiarla a la más hermosa cuzqueña, que sin disputa era doña Francisca, y la que, después de lucirla durante el baile, la devolvió al Libertador con frases agradecidas. Esta corona regaló Bolívar a Córdova.

Como madre, la señora Zubiaga fue mujer;   —147→   pues siempre mostró cariño y desvelos por sus hijos, aunque ninguno le vivió mucho tiempo. Esposa, debió ser muy cumplida y amante, puesto que asistió con asiduidad esmerada y acompañó a su esposo en varias correrías militares, haciendo como cualquier otro soldado la vida de campaña, y compartiendo como el último todas las fatigas y penalidades de la vida militar.

Donde la señora Zubiaga dio a conocer por completo su carácter guerrero y las nobles y excepcionales dotes de su corazón femenino, fue en la campaña del Alto Perú (Bolivia) en 1828. Acompañó a su marido y recorrió toda aquella República con el Ejército del Perú, separándose de él solamente para ir a la Argentina, en busca de su hijastro Andrés, hijo del primer matrimonio de su esposo. Por este joven, que después fue el Coronel Gamarra, tuvo doña Francisca el cariño y la solicitud de una verdadera madre, lo cual prueba de una vez más la nobleza y magnanimidad de su corazón.

A la cabeza de un batallón y con su escolta de 25 lanceros, mandada por un capitán Navarrete de sobrenombre el colorado20, tomó ella personalmente la plaza de Paria, y contribuyó en mucho, con sus consejos y hábil política, a la capitulación del Ejército boliviano con el nuestro en Piquiza, donde su esposo fue proclamado Gran Mariscal por el Ejército peruano.

De regreso al Perú, pasó a la capital, de donde   —148→   tomó enseguida el camino del Cuzco, deseosa de visitar el querido país que la vio nacer, y esta fue la última vez que sus plantas tocaron el suelo patrio.

Estando en el Cuzco se sublevó contra ella un batallón de infantería, y noticiosa de lo ocurrido tomó un disfraz de varón, pidió un caballo ensillado, y embozada en una capa militar penetró el cuartel revolucionario, dentro del que, descubriendo su rostro, dijo a los soldados: «cholos, ¿ustedes contra mí?»21 A lo cual contestaron los revoltosos con un entusiasta «¡viva nuestra patrona!». El motín quedó terminado y salió la Zubiaga, arrojando a los soldados unos cuantos puñados de plata.

Comprometido el Perú, en 1833, en una cuestión con Bolivia, el gran Mariscal Gamarra se vio obligado a dejar la capital de la República, y trasladarse a la frontera de aquella nación. Entre tanto, fue informada doña Francisca de que el General La-Fuente trataba de mostrarse hostil a Gamarra, negando el refuerzo de tropas que necesitaba. La mujer, vigilante por los intereses del marido, y la insigne patriota, sacrificándose por el bien nacional; tomó el partido de amarrar a La-Fuente y quitarle toda la autoridad que investía; así lo hizo, y dio parte a su esposo cuya aprobación y agradecimiento recibió.

Poco tiempo después, en 28 de enero de 1834, estalló una revolución contra el General Bermúdez,   —149→   a quien Gamarra había pretendido hacer elegir Presidente. Doña Francisca se puso a la cabeza de las pocas tropas leales que quedaron, y salió de Lima a caballo, empuñando una pistola, y abriéndose paso por entre el pueblo amotinado y sublevado en favor de Orbegoso. Este había tomado ya los castillos del Callao, y reforzádose en ellos: la Zubiaga conoció que sus tropas no eran suficientes para recuperar a viva fuerza los castillos perdidos, y contramarchando tomó el camino de la sierra con dirección a Jauja, llevando una división compuesta de dos batallones y un escuadrón de caballería, los primeros comandados por los coroneles Zubiaga, hermano de doña Francisca, y Guillén, que años después fue muerto en una revolución estallada en Ayacucho. Una de las compañías de infantería, mandaba el capitán don Manuel Ignacio Vivanco, después General, y Navarrete la caballería de la escolta, siendo el General Antonio Elizalde quien acompañó a la señora en esta retirada que se emprendió a las doce de la noche.

Ocupada la señora Zubiaga en los preparativos de la defensa que debía hacer, recibió aviso de que Gamarra se encontraba de regreso de su expedición al Norte, y contramarchó, previo arreglo sin duda, ocupando ambos nuevamente la capital que no opuso ya resistencia a Nino y Semiramis modernos, si se permite la comparación, dirigiéndose después ambos a la ciudad del Cuzco.

En este mismo año de 1834 se encontraba la   —150→   señora Zubiaga en Arequipa, donde estalló un movimiento político acaudillado por Lobatón a favor de Orbegoso, después de las acciones campales de la división de San Román del 2 y 5 de abril en Miraflores y Cangallo, dando la derrota del General Nieto y cuando Gamarra partió hacia Tacna en persecución del caudillo vencido. El pueblo amotinado dispersó al batallón «Pultunchara» que servía de guarnición, y atacó la casa del señor Gamio donde estaba alojada la señora Zubiaga quien, no teniendo fuerzas a sus órdenes para repeler a sus enemigos, tuvo que apelar a la fuga. En tal ocasión dio un terrible salto de la azotea al segundo patio de la casa contigua, donde por favor de la Providencia encontró un sombrero y capa de clérigo, se los puso y salió a la calle, contra los consejos y aun súplicas de los dueños. Tomó asilo en la casa fronteriza, desde donde presenciaba con la mayor sangre fría el ataque que hacían a la suya, y las investigaciones de la gente para encontrarla y darle muerte. Por la noche pasó a otra casa de amigas, y poco tiempo después, con un disfraz de varón, fue hacia la costa para tomar un puerto: en efecto, se embarcó en Islay con dirección a Valparaíso.

La narración ligera que dejo hecha por la misma índole de este escrito, prueba muy de sobra el genio guerrero, la grande alma e inteligencia con que la naturaleza dotó a la señora Francisca Zubiaga de Gamarra.

Lo que más enaltece a esta mujer extraordinaria   —151→   es el interés vivo que tomaba por el Ejército, cuidando de proporcionarle la mejor alimentación posible, y los desvelos que se imponía en favor de los enfermos, asistiéndolos con verdadera caridad evangélica, aun sobre los mismos campos de batalla, donde siempre se la vio dar, la primera, el ejemplo de valor y desempeñar los oficios de las hijas de San Vicente de Paul.




ArribaAbajo- III -

El matrimonio de don Agustín Gamarra y doña Francisca Zubiaga que tan festejado había sido, y algunos años feliz, llegó en 1834 a un completo rompimiento, por causas que no entra en mi ánimo publicar; pues, no me creo con suficiente derecho para penetrar en el sagrado recinto de la vida privada y porque, al hablar de personas juzgadas ya por Dios, no debemos tocar la funeraria losa que las cubre. Tales investigaciones quizá correspondan a su biógrafo.

Los fatales resultados del salto que dio la señora Zubiaga en Arequipa, y del que hemos hablado ya, dieron fin a su preciosa existencia a la temprana edad de 32 años.

Quillota, ciudad distante doce leguas de Valparaíso, lugar pintoresco por su vegetación y apetecido por los convalecientes a causa de la benignidad de su clima, fue el lugar que señalaron los facultativos para restablecer la salud de   —152→   la ilustre enferma; pero, desgraciadamente, no surtió el efecto anhelado, y tuvo que regresar a Valparaíso.

El Gran Mariscal La-Fuente -dice el Coronel don Andrés Gamarra- le proporcionó un médico de una fragata de guerra que acababa de fondear en el puerto. Este examinó a la señora detenidamente, y opinó que muy pronto terminaría su existencia. Así fue, en efecto, y murió en la madrugada del 5 de mayo de 1835 la admirable cuzqueña, cuyas últimas disposiciones son notables como su vida.




ArribaAbajo- IV -

Llamó a su médico y le dijo: «Doctor, yo creo que mi mal no tiene ya remedio y que camino a prisa hacia la muerte. Ud., como todos los demás médicos, me engaña, creyendo sin duda afligirme con el aviso de mi próximo fin. Pero, tal suposición es mal entendida: he visto muchas veces la muerte muy de cerca, en mi tránsito sobre este mundo, sé que he nacido mortal y que me toca, como a toda criatura, el turno de pagar este tributo a la naturaleza. Con que Doctor, ¿cuántos días más puedo vivir? Dígalo con franqueza».

El médico dio aún algunas escusas; pero, obligado, tuvo que decir la verdad, asegurándole muy contados días de existencia.

La noticia no alarmó en manera alguna a doña Francisca, y antes bien, dio las gracias al   —153→   doctor. Llamó ese mismo día dos facultativos más, y después de oír, serena, esta valiente mujer, la opinión unánime de ellos, les suplicó no dijesen nada a su servidumbre e hizo sus arreglos espirituales.

Se confesó y dijo a su confesor: «Hágame Ud. traer el viático sin lujo ni ostentación ninguna, porque ahora soy una pobre penitente y no la Presidenta del Perú».

Después de recibir el Santísimo con ejemplar devoción, manifestó ante su servidumbre la mayor tranquilidad y aun alegría, a fin de evitar aquellos tristes momentos que preceden a la eterna separación. Y la noche antes de su último día ordenó que nadie entrase en su dormitorio, porque necesitaba descansar sola hasta el siguiente día por su tarde, sin que nadie la perturbase.

Los que la asistían cumplieron con inquietud esta caprichosa disposición, y mientras tanto se ocupó la señora Zubiaga en cambiarse completamente la ropa, púsose un vestido del todo blanco, peinó su hermosa cabellera, perfumó su habitación y dejó sobre su mesa un lacónico testamento, en el que declaraba que jamás, en la elevación en que como pocas mujeres se viera, ni en los trabajos, que como ninguna había pasado, renegó de la Santa Religión en que sus cristianos padres la habían criado; y, entre otras cosas, ordenaba que su corazón fuese extraído y remitido al Perú donde su esposo, si aún vivía; que en caso de no existir, pues que la vida   —154→   de un militar era más precaria que la de otros, se entregase a su tío materno el doctor don Pedro P. Bernales, Deán de la Catedral del Cuzco. Que sus pocas alhajas estaban destinadas a los sirvientes que la asistían, etc.

Arreglado todo lo que ella creyó preciso, se reclinó graciosamente sobre un diván, y durmió el sueño eterno la ilustre cuzqueña doña Francisca Zubiaga de Gamarra, legando a su país un recuerdo honroso, y a la posteridad episodios dignos de encomio.




ArribaAbajo- V -

Las últimas disposiciones de la señora Zubiaga fueron cumplidas con exactitud religiosa. Su corazón, de un tamaño sorprendente, fue conservado en alcohol, llevado al Cuzco por el Mayor don Luis de La-Puerta, hoy General, y exhibido, en 1841, en el catafalco levantado en los funerales del Generalísimo de mar y tierra don Agustín Gamarra.

Después de la muerte del señor Deán doctor Bernales, quedó el corazón de la señora Zubiaga depositado en el monasterio de Santa Teresa, donde por desgracia no existe ya tan valiosa prenda pues; las monjas no la supieron apreciar ni conservar para recuerdo de mujer tan especial y digna de admiración.





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ArribaAbajoManuel Suárez

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Retrato

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ArribaAbajo- I -

MANUEL SUÁREZ fue el nombre que llevó el modesto Coronel del batallón «2 de Mayo».

Habríalo escrito yo con lágrimas si la gloria con la que ha bajado al sepulcro, no fuese un motivo de consuelo para su familia, y de orgullo patrio para la tierra que meció su cuna.

Nacido en el Cuzco el 18 de octubre de 1839, del matrimonio del General don Manuel Suárez y la señora Paula del Mar, exhaló el alma en aras de la patria, dejando su cadáver envuelto en el sudario de los mártires de la autonomía nacional, en las escarpadas rocas de Tarapacá, el 27 de noviembre de 1879.

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Recorramos su foja de servicios, tal como he podido adquirirla.

La carrera de su padre había sido para Manuel Suárez, hijo, el sueño dorado de su niñez, y la aspiración vehemente de sus primeros albores juveniles; hasta que en 1859 sentó plaza como Alférez de caballería en el 4.º Regimiento provisional, mandado por el Coronel don Aniceto Robles, con el cual hizo la campaña al Ecuador.

Ascendido a Teniente en 1860, pasó al escuadrón de artillería volante que entonces mandaba don Francisco Bolognesi, el gigante de la defensa de Arica que murió quemando el último cartucho.

Separado del servicio, en la época del General l'ezet, se dio de alta en las filas del ejército restaurador, en la ciudad de Huancavelica, entrando a Lima el recordado 5 de noviembre, bajo las órdenes del 2.º Vice-Presidente don Pedro Díez Canseco.

Nombrado Jefe de la batería de Santa Rosa, en el Callao, fue vencedor en el glorioso «2 de Mayo» del 66, valiéndole su serenidad y pericia militar en aquella jornada, el ascenso a la clase de Sargento Mayor.

Hizo la campaña del 67 con el General don Mariano Ignacio Prado, en el sitio de Arequipa que terminó con el triunfo del General Canseco; época en la que se retiró a la vida privada volviendo al Cuzco, donde permaneció durante el Gobierno Balta.

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Llamado en 1872 por el ilustre Manuel Pardo, fue destinado como tercer Jefe del batallón «2 de Mayo» con el que hizo las dos campañas a Moquegua, a órdenes de los Generales Buendía primero, y La-Cotera después, siendo ascendido a Teniente Coronel, pasado el combate de Yacango.

Elevado a primer Jefe del mismo batallón, «2 de Mayo», marchó a la ciudad de Ayacucho, donde permaneció acantonado durante un año, hasta que el grito de guerra lanzado por Chile hizo que fuese de los primeros en presentarse al litoral amenazado, tomando cuartel en Iquique, hasta el 22 de noviembre, siendo él uno de los que soportaron el desastre de San Francisco con la amarga resignación del soldado subalterno que lamenta la imprevisión de sus Generales y viendo morir a sus mejores amigos. Esto bien lo probó en la inmediata jornada de Tarapacá, donde se le vio como al Cid, montado en su veloz Babieca, dando ejemplo de valor, introduciendo el aliento en sus filas, desafiando el plomo destructor que cruzaba por el campo produciendo aterrador chirrido en los aires, y levantando el polvo de los caminos. ¡¡En las carpas mismas de la ambulancia a la que fue llevado, se oyó que el hijo de la Patria mezclaba la voz de «¡adelante! ¡No hay que rendirse!» con los ayes del herido, y el desfallecimiento del moribundo!!




ArribaAbajo- II -

Trabose el combate del 27.

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Siempre desventajoso por parte del Perú, atendida la superioridad del número y de las armas enemigas.

Tres veces rechazaron los nuestros el pelotón de mapochanos, sin reparar en la lluvia de metralla y fusilería. Tres veces comenzó una lucha cada vez reforzada por el amor patrio.

¡Por cada peruano que caía sin vida, diez redoblaban su ardor bélico para luchar contra veinte!

¡Faltaban ya los proyectiles para nuestras armas; pero este grave incidente lo salvaron los nuestros, pidiendo a los muertos la munición necesaria a los vivos, y los cadáveres chilenos surtían nuestro ejército cuyo valor se había trocado en heroísmo!

¡Una vez más!

Era preciso echarse sobre los krupps y tomarlos a la bayoneta. Indispensable era aumentar las víctimas; pero en cambio, sonreía la victoria.

Los enemigos no lo creían.

Asaltados en sus propias trincheras, trocaron su desesperación por el pavor, y el campo fue del peruano.

El ángel de la victoria había tomado en sus brazos nuestro pabellón para entonarle el himno de gloria. Pero, al desplegar sus alas para volver al cielo, había arrebatado consigo el espíritu de muchos valientes, entre los que iba también el de un joven cuyo gallardo cuerpo yacía herido de muerte al pie de un animal salpicado   —161→   con sangre. Era el de Manuel Suárez que, cruzando el espacio de lo visible, penetraba en la mansión de los Grau, Velarde, Heros, Zubiaga, Rueda y tantos otros mártires del deber.

Al entrar en el reino de la inmortalidad, contaba Suárez 40 años, veinte de los cuales había pasado en el cuartel sobrellevando las fatigas del soldado, y asegurándose un porvenir envidiable; pues, sin la traidora cooperación de la Muerte, él habría regido alguna vez los destinos del Perú con suficientes títulos para tan elevado puesto.




ArribaAbajo- III -

Recordémoslo algo más.

Manuel Suárez no tenía talla elevada. Su color, tostado por el ardiente sol de los collados, era más moreno que blanco. Simpático para cuantos le conocían, se distinguía por su fina educación, la dulzura de su voz, y la modestia que se revelaba en todas sus acciones: era buen mozo sin afectación.

Cuando se le hablaba de su valor, sonreía disculpándose con la fortuna: y alguna vez que no podía negar sus disposiciones militares, exaltaba las buenas dotes de sus subalternos, como pretendiendo rebajar las propias. Una de sus aficiones más ardientes era la cría de caballos, como que la equitación formaba el mejor recreo de su vida.

Modelo como hijo, no sabría qué calificativo   —162→   darle como a hermano, yo que, en familia, seguía de cerca sus pasos.

Fue tan bueno como cumplido.

¡Sin duda que por eso vivió poco en el valle de la prueba!

Su existencia ha pasado con la rapidez con que desaparecen los dorados celajes de verano, dejándonos el vivo recuerdo de su esplendente luz.





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ArribaAbajoDoctor don Antonio de la Raya


ArribaAbajo- I -

Vamos a bosquejar, aunque con pálida luz, una de las figuras más notables entre los Prelados que gobernaron la diócesis cuzqueña, durante el coloniaje.

Ella se yergue majestuosa, a la vez que humilde, en medio de los defensores de la justicia y los propagadores de la caridad. De la caridad, grandioso sentimiento en alas del cual sube la criatura casi al nivel de su Creador. Aliento de vida que logra matar el egoísmo, y deja en la humanidad eternas lumbreras de virtud personificadas, ya en mujeres como Sor Ángela en Brescia, o Luisa de Marillac, fundadora de   —166→   las Hermanas de caridad en 1625, o Florencia Nghtingale, el ángel de la verdadera caridad, o en varones esclarecidos como Vicente de Paul y tantos otros, a cuyo lado podrá ocupar su puesto el Ilmo. don Antonio de la Raya, cuyos trabajos descollaron con más ardor al pisar el suelo americano.

Alma grande, no podía dejar de sentirse animada a la práctica del bien al cruzar las poéticas playas americanas, donde la tiranía más cruel de los conquistadores pesaba sobre los indios, aniquilando una parte numerosa de nuestros hermanos. Dotado del mismo espíritu que inmortalizó al Ilmo. Bartolomé de las Casas, el contendor de Sepúlveda, ambicionó la gloria de libertar la desventurada raza indígena, no solo del despotismo de sus opresores, sino también de todas aquellas imposiciones de los Virreyes y señores, que nos recuerdan los célebres derechos del feudalismo.

Tal fue el programa que se trazó este hombre del Evangelio, y con él en el corazón, se lanzó a las encrespadas olas del océano.




ArribaAbajo- II -

Nacido en Baeza, del matrimonio de don Francisco de la Raya e Inés María de Navarrete, fue oleado y bautizado en la parroquia de San Salvador.

Así como un cielo sereno y sol radiante, en la mañana, nos anuncia la belleza del día, los primeros   —167→   años de la Raya fueron el preludio de su grandeza posterior. Compasivo por naturaleza, nunca pudo convenir con aquellas travesuras infantiles que dañan a los animales. Un día encontrolo doña Inés asido de dos pequeñas golondrinas a las que bañaba con tiernas lágrimas. Preguntado por qué lloraba, contestó «pienso en el dolor de los padres de estos pequeñuelos cuando al volver hallen el nido vacío».

¡Ah!, era una travesura cruel de la que había reconvenido ya a uno de sus compañeros de escuela.

Así sus juegos, sus tendencias, su porte mismo, revelaron desde temprano al que, cruzando los mares llevaría el consuelo a los proscritos hijos de los Emperadores peruanos; y su voz, de protesta y castigo, a los que, fundados en mezquinos derechos terrestres, alzaban el látigo contra hermanos tal vez mil veces más dignos que sus opresores.

Cuántas veces preguntaría La Raya, con la misma emoción que el autor de La destrucción de la Inaia ¿es un crimen el color? ¿Podrá serlo cuando la dignidad, el honor y la virtud están escritos en el corazón del hombre por la mano de Dios?

¡¡Nunca!!




ArribaAbajo- III -

La Universidad de Bolonia contó a La Raya entre sus canonistas y legistas. Allí obtuvo en   —168→   1561 la borla del Doctor, pasando a ser Maestre Escuela de la Iglesia de Jaén y muy luego Inquisidor de Cerdeña, Llerena, Granada y Valladolid.

Aquellos cargos que desempeñó La Raya, no fueron más que otras tantas pruebas del espíritu esencialmente cristiano que lo inflamaba. Por eso se mostró reformador de las abusivas leyes inquisitoriales, en las que descubría mucho de antievangélico y con las que no podía convenir él que veía en cada hombre un hermano, y en cada error la marca de la raza de Adán.

Sin duda que las referidas protestas suyas en este sentido, y la silenciosa respuesta de la curia, le obligaron a presentarse a Su Santidad pidiendo su separación de los cargos inquisitoriales para volver a Baeza, donde fundó un Colegio consagrado a nuestra Señora.

Penetrado en aquella época de la verdad que proclama nuestro siglo, probando que la instrucción es la fuente de todo progreso, quiso ser uno de los antiguos colaboradores de esta grande obra de regeneración social, que, según Victor Hugo, será la enseña gloriosa puesta sobre las sienes del Siglo XIX.

Sevilla debe a La Raya, el magnífico Colegio llamado de «Los ingleses» en cuyos salones se dejó oír la voz del fundador, que trabajaba como profesor. Pero los reducidos claustros de un colegio eran estrechos para contener el alma de un hombre como La Raya. Necesitaba un horizonte más dilatado: sus pupilas debían abarcar   —169→   todo el Nuevo Continente, y extenderse su corazón por la poética América, en cuyas risueñas colonias brillaba el acero español deslumbrante y destructor como el rayo.

En esas anchurosas selvas había hombres que oprimían, y hermanos oprimidos; y allí debía presentarse La Raya, como el ángel de los consuelos, pidiendo libertad para la raza de Huáscar y de Sumac-Ttica.

Cumpliose la voz del destino.

Propuesto para Obispo del Cuzco, fue elegido por Clemente VIII y consagrole el Arzobispo de Granada don Pedro de Castro y Quiñones.

Dispuesto a partir en compañía de un hermano suyo, fue sorprendido en Cádiz por la invasión inglesa de 1594, y solo debido al favor de un amigo, pudo emprender su viaje armando velas hacia el Nuevo Mundo en un bajel equipado por un hombre inteligente, que llevaba en el corazón ese código admirable dictado por el Nazareno, y en las manos la luminosa vajilla de la caridad.

En julio de 1598 entró en su Iglesia, y sus primeros pasos fueron hacia la instrucción y el alivio del indio, como que eran los dos pensamientos que daban calor a su cerebro.

Fundó el Colegio del Seminario en el Cuzco con ochenta alumnos, y el de Guamanga llamado de la «Compañía», donde instituyó becas para niños indígenas a quienes se les colmaba de preferencias, lo que contribuyó a dar al Cuzco   —170→   hombres de la ciencia del doctor Lunarejo y del doctor Chulla.

Al primero he consagrado labor meditada recopilando sus datos biográficos; las anecdotillas picarescas del segundo, son del conocimiento general, y han sido el alma de esas disputas palaciegas.

El palacio de La Raya, estaba constantemente visitado por indígenas llorosos que salían con las lágrimas enjugadas y el semblante empapado en aquella sonrisa de consuelo que hace nacer la voz dulce de un amigo.

Esa pobre raza indígena sometida al esquileo, por la misma razón que los ganados que pastaba en el fundo de su señor; esa raza altiva que veía su frente humillada ante el látigo y el torniquete de los blancos, había encontrado un amigo en La Raya, y principió a amar la religión que este predicaba, la misma religión odiosa en boca de sus opresores.

El uno le gritaba amenazándole con el suplicio: -todos somos hermanos- y sin embargo lo dejaba junto con los perros guardianes del zaguán. El otro le decía -todos somos hijos de un solo Padre- y lo sentaba a su mesa, y restañaba sus heridas.

Ante el uno temblaba el catecúmeno, y ante el otro lloraba de satisfacción elevando al cielo sus manos empalmadas.

Razonar y practicar, es, a mi humilde juicio, todo el secreto para obtener los respetos y el convencimiento del ignorante.



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ArribaAbajo- IV -

El obispo que me ocupa, autorizó la fundación del monasterio de Santa Catalina de Arequipa, así como su traslación a la ciudad del Cuzco; y según lo afirma el Maestro Gil González Dávila en su Teatro Eclesiástico, fue quien instó a Su Majestad la concesión del pedido de Solano para dividir el obispado en dos o tres.

No debe extrañarnos si en su palacio episcopal encontramos la modestia, casi la pobreza, pues según una curiosa relación hecha por su secretario, las limosnas que aquel Prelado distribuyó con conocimiento del mayordomo, ascienden a 300,000 pesos fuertes.

Indudablemente que el Obispo La Raya habría cosechado en grande los frutos de la instrucción y la caridad que iba sembrando con admirable constancia; pero su salud declinó como declina el sol después de agostar la mala yerba que arranca el florista.

En 1604 tuvo que pedir un obispo auxiliar, designando a Fray Luis de Oré, y murió el 28 de junio de 1606.




ArribaAbajo- V -

Hemos visto, con mis lectores, al Ilustre Prelado, en Europa ocupado en fundar institutos de enseñanza, en América propagando los templos   —172→   del saber y levantando la voz del derecho y la igualdad en defensa del indio.

Sin embargo, en medio de la luz que proyecta esta simpática figura que dejo delineada, hay una sombra que viene a darnos un claro-oscuro cuando contemplamos su retrato. No habría querido encontrar su nombre en la lista de los inquisidores, por más que me diga a mí misma: él protestó contra algunas de sus tendencias, porque tengo aversión innata a esa doctrina de el fin justifica los medios, y quisiera que los inquisidores hubieran pensado con San Agustín, afirmando que «Dios no quiere que se pierda el pecador, sino que se convierta y viva».

No obstante, sin el egoísmo de doctrina, acatando el mérito donde quiera que brille, rindamos tributo de admiración y el merecido homenaje a la memoria del doctor don Antonio de la Raya, propagador de la instrucción, colocando una corona sobre la frente de uno de los ardientes defensores que tuvo el indio, en la persona del Venerable Obispo del Cuzco.