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ArribaAbajoLa lengua española y el habla de los argentinos

Emilia P. de Zuleta


Hace algo más de cien años, un filólogo francés que vivía en nuestro país, Luciano Abeille, escribió un libro en el cual formulaba la teoría de un posible idioma nacional, en razón de las diferencias entre el lenguaje popular de los argentinos y el español. El libro se llamaba El idioma de los argentinos, y la profecía de su autor no se ha cumplido.

En aquel momento, hubo polémicas sobre este asunto, y ellas se prolongaron con nuevos planteos en las décadas siguientes. Ricardo Monner Sans, Arturo Costa Álvarez, Américo Castro, Jorge Luis Borges, Amado Alonso intervinieron sucesivamente en ellas a través de libros y de artículos que hoy consultan solamente los especialistas. Sin embargo, habría que volver sobre ellos y, en particular, sobre Borges en textos, como El idioma de los argentinos (1928), donde identifica a éste como el uso coloquial de los criollos, tan alejado de casticismos como de aplebeyamientos degradadores y falsos. Del ahondamiento en el espíritu criollo, sin entorpecer «la circulación total del idioma», surgirá la expresión idiomática. En un artículo de 1936, aclara aún más su posición:

Que discutamos o ignoremos las decisiones de los treinta y seis individuos de la Academia de la Lengua, domiciliados en Madrid, me parece bien; que los queramos sustituir por los treinta y seis mil compadritos, domiciliados en el almacén de la esquina, me parece pasmoso13.



Y en 1941, en su artículo «La peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido histórico», sobre el libro del mismo título de Américo   —42→   Castro, objeta la referencia a jergas rioplatenses. Salvo el lunfardo, no hay jergas en este país, sostiene, en polémica con Amado Alonso, director del Instituto de Filología14.

Alonso, por esos años, había encarado un proyecto de reafirmación del castellano frente a las tendencias de corrupción y disolución. Así fue como concibió la idea de un orbe hispánico total, una koiné lingüística por encima de la separación geográfica. Esta inquietud se fue manifestando en obras, como El problema de la lengua en América (1935); Castellano, español, idioma nacional (1942); La Argentina y la nivelación del idioma (1943); y en trabajos reunidos en colecciones póstumas. Incluso en un artículo de 1935, reprochaba a las clases dirigentes argentinas su carencia de responsabilidad en el uso del lenguaje y el empobrecimiento voluntario del léxico que, en su habla, se manifestaba.

La Argentina, con su movimiento editorial, le parecía un centro singularmente adecuado para que, desde él, emanara el impulso de unificación, a pesar de la fuerza disgregadora del nacionalismo idiomático. Para Alonso, este fenómeno se inserta en una perspectiva más amplia, dentro de la cual, examina el problema de la conciencia misma de nacionalidad, manifiesta a través de este ideal de la lengua propia y de las aspiraciones que lo originan. Otro elemento de tensión analizado es el juego entre lo regional y lo nacional -castellano, español-, perceptible en los orígenes mismos del idioma y que posteriormente se reproduce, en un ámbito más amplio, entre el tronco común español y las diferenciaciones nacionales americanas. En este difícil juego ha de vencer, pensaba Alonso, la tendencia unificadora basada, no en la imposición del habla de una región o de una simbiosis del habla de diversas regiones. El modelo común, la única imagen de unidad posible, habrá de hallarse en el lenguaje literario, en el uso que de la lengua han hecho los buenos escritores, fuera cual fuere su radicación geográfica. Amado Alonso, inscripto en la corriente lingüística idealista, parece repetir, como Croce, que la poesía e il linguaggio nel suo essere genuino. Por eso funda la preservación del idioma, su conservación y su renovación, dentro de un equilibrio que no altere su fisonomía en la enseñanza de la literatura.

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Este particular punto de partida, unido al hecho de que en Alonso se integraban el filólogo, el pedagogo y el hombre de acción y, además, habiéndose dado en Buenos Aires la circunstancia histórica propicia, fue el origen de una de las experiencias más interesantes en la enseñanza del castellano como lengua materna. En efecto, Amado Alonso participó en la comisión ministerial que, en 1935, redactó los nuevos programas de castellano en las escuelas secundarias argentinas y, a través de ellos, llevó por primera vez al dominio escolar las doctrinas lingüísticas de Saussure, Bally y Vossler. Dichos programas iban precedidos de prolijas instrucciones que revelaban un enfoque singularmente sabio y práctico, con abundantes ejercicios de lectura, redacción, expresión oral y aprendizaje de poesías de memoria. Unos años más tarde, en 1938, la edición de una Gramática castellana, en colaboración con Pedro Henríquez Ureña, suministraba la base bibliográfica necesaria para la aplicación de las nuevas orientaciones. De este modo, se articula una relación poco corriente entre la investigación universitaria y el plano de la enseñanza común. El mismo Henríquez Ureña, junto con Narciso Binayán, fueron autores de un Libro del maestro y un Libro del alumno, editados por Kraft, para su utilización en los últimos grados de la escuela primaria.

Sin embargo, la acción de la escuela no basta. Porque, ¿cómo se adquiere el habla? Primero, por imitación de la madre y de la familia, en el ámbito del hogar; segundo, a través de la enseñanza en la escuela, ya a partir de lo que Ángel Rosenblat llamó el segundo nacimiento; tercero, mediante la práctica de la lectura; cuarto, a través de los medios de comunicación.

En el primer paso del proceso, incide profundamente el modelo: que la madre y el padre sean o no hispanohablantes. En la época en que escribe Alonso, los efectos de la inmigración masiva, con sus picos en 1912, 1920 y 1930, estaban aún vigentes en la sociedad. Este hecho presionaba sobre la función de la escuela [segundo paso del proceso], que debía suplir las carencias del niño y del adolescente con el fin de desarrollar en él una competencia lingüística suficiente para sus necesidades de expresión y comunicación.

El hábito de la lectura, en tercer lugar, era corresponsabilidad de la familia y de la escuela. Entonces, y ahora, los estudios demuestran que ese hábito se desarrolla primariamente en la familia, por imitación   —44→   de un lector en ejercicio, generalmente un abuelo o una tía y, en menor medida, el padre y la madre. Luego, el encuentro con una maestra o un profesor que posea, en verdad, ese hábito o vicio impune, como también se lo ha llamado.

En cuarto lugar, estaban los medios de comunicación, los diarios y revistas que cumplían una función pedagógica de gran envergadura, especialmente entre los inmigrantes aficionados a su lectura. Y la radio, que acompañaba los trabajos y los ocios de la familia, y que también suministraba modelos lingüísticos.

Hoy algunos de estos factores y, por tanto, sus efectos, han cambiado. La Argentina se ha convertido, más bien, de un país de inmigrantes en un país de emigrantes. La inmigración de países no-hispánicos ha descendido y, en cambio, ha aumentado la de los países del área hispánica, cuyo lenguaje apenas incide en el habla de los argentinos. Llamar azafate a una bandeja, o falda a una pollera; el uso de la segunda persona tú y sus correspondientes formas verbales no afecta al sistema de la lengua española ni a la tradición del habla de los argentinos.

La escuela, lamentablemente, ha desplazado sus ejercicios pedagógicos hacia el análisis del sistema de la lengua, casi siempre con la aplicación de nuevas doctrinas lingüísticas que se sustituyen entre sí velozmente. Se ha descuidado la práctica de la redacción y de la lectura, sobre todo la lectura en alta voz, y se ha abandonado la recitación que era un método, no sólo de enriquecimiento del mundo interior del alumno, sino también de adquisición de lenguaje.

En cuanto a los medios de comunicación, a los que se ha agregado la televisión, hay que reconocer que han sustituido, en gran parte, lo que no viene de la familia o de la escuela. Por eso, en un examen equilibrado y justo, habría que reconocer todo lo que aportan en el orden de la información. Asimismo, habría que descargarlos en gran parte de las imputaciones de corruptores de la lengua que se les hacen. No proponen modelos de habla: hablan, nos hablan, como la sociedad habla. Y en esta era de globalización han inventado, también, una suerte de español neutro para uso de los teleteatros o «culebrones», que ha ensanchado el área de difusión de nuestra lengua y es examinado con interés por algunos lingüistas. A la vista de lo ocurrido en estos últimos cincuenta años, quizá Amado Alonso no hubiera desaprobado algunos aspectos de estas simbiosis.

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Hoy hablan español casi cuatrocientos millones de hombres y de mujeres, más de treinta de ellos en los Estados Unidos. Hay fenómenos de contaminación en algunas fronteras: el portuñol, en las zonas de contacto con Paraguay y Brasil; el habla de los chicanos y puertorriqueños, en las grandes ciudades norteamericanas.

Pero, en general, el español goza de buena salud, y su fuerza expansiva supera ampliamente las tendencias que se orientan a su disolución. La función de la Real Academia de la Lengua y la de las Academias correspondientes se ha activado y modernizado, y en forma inteligente se atiende, sobre todo, al uso y compone diccionarios actualizados y abarcadores del mundo inabarcable del idioma.

En tanto, el habla de los argentinos, que es un organismo viviente dentro del vasto dominio común, la «patria de Cervantes», que definió Carlos Fuentes, sigue su rumbo con su singularidad propia, sin impedir «la circulación total del idioma», como la describió Borges con su fervor polémico.

Emilia P. de Zuleta