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ArribaAbajo Palabras de homenaje en ocasión del fallecimiento de don Adolfo Fernández de Obieta53

Rodolfo Modern


Hace tres semanas escasas, Adolfo de Obieta abandonó su delicada envoltura terrenal. Para la cultura de nuestro país, y especialmente para la Academia Argentina de Letras, a la que se incorporó como miembro de número a partir del 23 de septiembre de 1993, su pérdida ha significado un fuerte golpe. Similar, por cierto, al ocasionado por la desaparición física, hace poco, de los académicos Enrique Anderson Imbert, Martín A. Noel y Ofelia Kovacci, ex presidenta de la Corporación.

Adolfo de Obieta se recibió de abogado y de doctor en Jurisprudencia. El ejercicio de la profesión le fue ajeno en lo sustancial, y francamente no lo imaginamos trajinando por las secretarías y pasillos de Tribunales. Pero durante su extensa y fecunda vida, sí abogó por la causa de la cultura superior, que en él se confundía con una denodada búsqueda de espiritualidad. Este rasgo trasuntaba a través de su presencia frágil, en su aspecto de hidalgo español de centurias pasadas. Nunca lo rozó la vulgaridad, era refractario al lugar común y a una acción que no significara una entrega total del espíritu. Por presencia podía ennoblecer aquello con lo que estuviera en contacto, aun accidentalmente.

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Es cierto que la búsqueda de las verdades esenciales le fue, de algún modo, facilitada, en cuanto que su padre se llamó Macedonio Fernández. Y, en este breve recordatorio, deseo señalar una característica relevante de su conducta filial. Me refiero a su devota admiración por la persona y obra del ilustre progenitor. Y es al hijo a quien le debemos el fundamental esfuerzo de haber hecho editar la obra entera de Macedonio.

Quienes tuvimos el privilegio de tratarlo, supimos de su discreción extrema. Intentaba pasar casi inadvertido, como para hacerse disculpar su innegable talento de ensayista y poeta. Estaba hecho de buen sentido, tacto, comprensión y generosidad. Si algo no le parecía bien, prefería callar, porque entendía perfectamente el valor de la palabra, que solía aplicar en sus escritos con agudeza, ironía sutil, sensibilidad exquisita y una sabiduría extremada. Sus ensayos tenían siempre la doble virtud de deleitar y enseñar, lo que le confiere un sentido ejemplar a su escritura.

Adolfo de Obieta gozó merecidamente del reconocimiento de sus pares. Fue un tenaz indagador del futuro y, más allá de ese futuro, lo obsesionaba el saber propio de lo que está ubicado en las zonas del misterio, al que se refieren las tradiciones más venerables y respetables. Me refiero a aquello último que confiere una dignidad despojada de las circunstancias y trampas de la materia. Buscó permanentemente la luz, ésa que pudiera coincidir con la que emergía de su espíritu bañado de pureza.

Permítaseme un recuerdo personal. En mi último año de estudiante de la Facultad de Filosofía y Letras, Ricardo Rojas, director en ese entonces del Instituto de Literatura Argentina, nos había encargado a un grupo de estudiantes el fichaje de leyendas y mitos folclóricos del noroeste argentino. En una ocasión, estando yo allí, cayó en mis manos, no recuerdo ahora cómo, un extenso poema acerca de la rosa, dotado de armoniosas cadencias e imágenes hermosas. Estaba impregnado de lirismo y no llevaba firma. Tanto me impresionó que lo copié y guardé durante décadas.

En una ocasión, se allegó hasta mi casa, creo que por cuestiones concernientes al PEN Club. La conversación derivó hacia asuntos más gratos y, no sé por qué, le mostré el poema que tanto me había con movido casi medio siglo antes. Lo leyó, se sonrió y dijo: «Es mío, lo   —87→   escribí yo». Para mí, eso fue prueba de algo que supera la coincidencia. Era una confirmación. Porque el poema era tan perfecto como la espiritualidad que lo acompañó en vida y, estamos seguros, seguirá con él ahora y siempre.

En septiembre de este año, Adolfo de Obieta hubiera cumplido noventa años de edad.

Rodolfo Modern