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ArribaAbajoManuel Peyrou (1902-1974)62

Antonio Requeni


El 23 de mayo de 1902, hace cien años, nació en San Nicolás de los Arroyos, provincia de Buenos Aires, el cuentista y novelista Manuel Peyrou, a quien la Academia Argentina de Letras designó miembro de número el 5 de abril de 1972. Presentado por Ricardo Sáenz-Hayes, Jorge Luis Borges, Francisco Luis Bernárdez y Carlos Mastronardi, ocupó el sillón Joaquín V. González, vacante por el fallecimiento de Arturo Marasso, pero no llegó a pronunciar su discurso de in corporación. Murió dos años después, en 1974.

Manuel Peyrou se graduó en la Facultad de Derecho, de Buenos Aires, pero nunca ejerció la abogacía. Durante su juventud trabajó en los ferrocarriles -entonces, ingleses- mientras, fervoroso lector de la narrativa en lengua inglesa, maduraba su vocación literaria. En 1935, con su cuento «La noche incompleta», inició su colaboración en La Prensa, diario cuya redacción pasó a integrar poco después, primero como redactor y, luego, como editorialista e integrante del suplemento literario, función que cumplía al alcanzarlo la muerte.

Su primer libro, La espada dormida, cuentos policiales publicados en 1944, y la novela El estruendo de las rosas, también de índole policial, publicada en 1948, habían llamado la atención de Jorge Luis Borges, con quien Peyrou mantuvo posteriormente una amistad nunca interrumpida. Fue Borges quien lo vinculó con Sur y le encargó la sección de crítica cinematográfica en Los Anales de Buenos Aires, revista que el autor de El Aleph dirigía y desde la que dio a conocer   —108→   los primeros trabajos de escritores que, con el transcurrir del tiempo, llegaron a ser nombres significativos de nuestra historia literaria; uno de ellos: Julio Cortázar.

Mientras ejercía el periodismo, Peyrou siguió desarrollando una labor literaria merecedora de importantes reconocimientos. Su primer libro, La espada dormida, obtuvo un premio municipal; en 1953, publicó La noche repetida, cuentos; en 1957, Las leyes del juego, novela a la que se adjudicó el Tercer Premio Nacional; en 1959, El árbol de Judas, cuentos distinguidos con el premio Ricardo Rojas; en 1963, Acto y ceniza, novela; en 1966, Se vuelven contra nosotros, novela, Segundo Premio Municipal; en 1967, Marea de fervor, cuentos; y en 1969, El hijo rechazado, novela, Segundo Premio Nacional de Literatura. Peyrou obtuvo también la Medalla de Oro del Consejo del Escritor correspondiente al decenio 1951-1960 y el Primer Premio en el Certamen Nacional de Cuentos que realizó, en 1956, la Dirección General de Cultura por su cuento «La desconocida».

El relato de detectives, especie literaria que cultivó durante su primera etapa de escritor, fue el género en el que llegó a producir sus mejores páginas. Sin desmedro de su estilo personal, esos libros iniciales lo acercaban espiritualmente a Chesterton y a O'Henry, para quienes la complejidad y la destreza del razonamiento deductivo se amalgamaban con el ejercicio del ingenio y la ironía. Los cuentos policiales de Peyrou figuran en varias antologías argentinas y extranjeras. Entre las últimas, pueden citarse: Los más bellos cuentos del mundo, editada en Madrid por el Reader Digest, y la Antología de escritores argentinos, publicada en 1970, en Grecia, por Jorge Humuziadis. Asimismo, su novela El estruendo de las rosas fue traducida al inglés, editada por Herder and Herder, de los Estados Unidos, que también incluyó su cuento «Julieta y el mago» en una antología de cuentos hispanoamericanos.

Después de haber incursionado en el relato policial, con el éxito del que hemos dado cuenta, Manuel Peyrou enfrentó la difícil empresa de la narración psicológica y testimonial. Preocupado por la realidad política del país y por la decadencia de las costumbres, registró en sus novelas, sin ninguna complacencia, las formas negativas del devenir político argentino. Las leyes del juego, Acto y ceniza y El hijo rechazado son buenos ejemplos de dicha intención. Como con reminiscencias de Balzac, lo social y económico se destacan en las peripecias de   —109→   sus criaturas. Al juzgar Las leyes del juego, Juan Carlos Ghiano estableció otras comparaciones:

Como Eugenio Cambaceres y Julián Martel -escribió Ghiano-, Peyrou ha escrito un relato donde se eluden los análisis de las conciencias en todo aquello que no refleja el estado social.



Es que Peyrou, después de haber practicado el juego de lo policial y lo fantástico, que lo aproximaba al orbe literario de Borges, se interesó por los conflictos de las psicologías sociales para abordar a través de ellos la novela de testimonio y denuncia.

Existe otro rasgo de su personalidad literaria -y también humana- que no es posible soslayar: su amor por Buenos Aires. Este admirador de la literatura inglesa gustaba describir en su obra cosas y hechos de nuestra ciudad, sobre todo la zona del centro, de la que era un permanente y encariñado caminador. Peyrou pertenecía a un tipo de argentino que va, lamentablemente, desapareciendo: internacional por formación y mentalidad, y acendradamente porteño por temperamento.

Quien ahora les habla lo conoció a comienzos de 1958, al ingresar en la redacción de La Prensa. Manuel Peyrou -Manolo, como lo llamaban sus compañeros- era entonces un cincuentón alto, corpulento sin ser gordo, de rostro ancho, mentón saliente y pelo negro, apenas entrecano, peinado a la gomina. Lo recuerdo vestido, siempre, con traje marrón en invierno y blanco en verano. Pocas veces lo vi sonreír, su gesto era habitualmente adusto. Se lo respetaba por su responsabilidad profesional, la firmeza de sus principios democráticos y su competencia como hombre de consulta en los muchos y, a veces, delicados problemas que presenta cotidianamente la tarea periodística. Trabajaba entonces en el suplemento literario, junto a su director, José Santos Gollán, y solía escribir en el cuerpo del diario una columna de temas misceláneos, con un enfoque crítico de la realidad, donde desfilaban los asuntos más diversos, entre observaciones sagaces y toques irónicos. No firmaba con su nombre, sino con un seudónimo: Septimio.

Pero para mí, el mayor motivo de respeto hacia ese colega mayor era su amistad con Borges. No pocas noches, Borges concurría al comedor del diario y yo, desde una mesa vecina, los observaba mientras los dos comían y charlaban animadamente. Cuánto hubiera dado por poder oír aquellas conversaciones, ya que, estaba seguro, hablarían de libros y escritores. Más de una vez; me pregunté cómo podían   —110→   ser tan amigos, ya que ambos eran, al menos desde el punto de vista literario, muy distintos. Los dos profesaban la pasión por la literatura, pero mientras Borges creía que las palabras servían menos para expresar la realidad que para crear nuevas realidades, las palabras eran para Peyrou sólo una herramienta, un objeto de uso que él utilizaba para describir la realidad y reflexionar sobre ella. En su estudio sobre Lugones, Borges había sostenido que «la realidad no es verbal», que las cosas y las palabras pertenecen a ámbitos diferentes; no concebía, por otra parte, una literatura utilitaria. Como para Mallarmé, escribir era dar un sentido nuevo a las palabras de la tribu. El escritor era, para él, un alquimista, un revelador de mundos mágicos. Para Peyrou, en cambio, el lenguaje era un medio, un instrumento con el que era posible ya no transformar la materia de la realidad, sino captarla y documentarla. Peyrou, un realista, se proponía reproducir lo que veía, como si la literatura tuviese la función de un espejo; mientras Borges se internaba por el laberinto de la imaginación y los sueños y, al igual que la Alicia, de Lewis Carroll, pasaba al otro lado del espejo. Peyrou dijo en cierta ocasión que, para referirse en un relato a la Plaza Libertad -era un ejemplo-, se necesitaba antes recorrerla, observarla, sentarse en sus bancos, contemplar detenidamente sus árboles, la gente que la frecuentaba. No se permitía inventar, escribir sobre lo que no conocía. Por supuesto, estoy refiriéndome a los libros que publicó después de haber abandonado su etapa de novelista policial.

Siempre fue Peyrou un hombre reservado. Poco sabíamos de su vida fuera de su actividad literaria y periodística. En alguna ocasión, lo vimos en el diario con dos hermosas mujeres; después supimos que eran sus hermanas: Graciela Peyrou, escritora como él, y Julia Peyrou, pintora. Varias veces lo encontré en una confitería de Viamonte y Maipú, a la que concurría porque lo dejaban entrar con su perro. Otro local, al que iba por las noches después de salir del diario para beber su acostumbrado vaso de whisky, estaba muy cerca de la casa de Borges, pero Borges no participaba de ese hábito nocturno. Lo encontré, sí, con Borges, Mastronardi y Enrique Fernández Latour en algún otro café, también céntrico, ya que Peyrou, aparentemente, no incursionaba más allá de diez o quince cuadras alrededor de su departamento de la calle Esmeralda.

Pocos años antes de morir, sus compañeros nos enteramos, casi por casualidad, de que se había casado recientemente, pero no conocimos   —111→   a su esposa. Lo recuerdo en ese último período de su vida. El régimen político, cuyos abusos autoritarios él había documentado en la saga que componen sus últimas novelas, se había vuelto a instalar en el país. Peyrou vivía agobiado por el retorno de esa situación que él creía abolida, confinada para siempre en las páginas de sus libros y que, de nuevo, pugnaba por transformarse de ficción en realidad. Los amigos contemplamos, entristecidos, su propia tristeza, que se enseñoreaba de su físico, día a día disminuido, y pesaba en su corazón como una carga inexorable.

Su muerte, ocurrida el 1.º de enero de 1974, no nos produjo excesiva sorpresa pues hacía tiempo que, impotentes, veíamos a Peyrou morir poco a poco de esa melancolía, de esa depresión nacida del choque entre sus convicciones cívicas, de arraigada tradición liberal, y la realidad de acontecimientos que se volvían, hostiles, contra su mundo de valores intelectuales y éticos. Ese día, el director de La Prensa, Alberto Gainza Paz, me llamó para encargarme la redacción de la correspondiente nota necrológica. Después de haberla escrito y enviado a su despacho, como me lo había indicado, volvió a llamarme para pedirme que hablara el día siguiente, en el cementerio, en nombre de la dirección y del personal del diario.

El 2 de enero, por la mañana, en el peristilo del cementerio de la Chacarita, despedí los restos de Peyrou, por La Prensa, y luego hizo lo propio Jorge Luis Borges, en representación de sus amigos y de la Academia Argentina de Letras. Desde entonces, cada vez que me encontraba con Borges o lo llamaba por teléfono para solicitarle un reportaje, siempre me decía: «Ah, sí, Requeni, el amigo de Peyrou». Pese a que le había enviado mis libros y que guardo una tarjeta suya en la que elogió un poema mío, yo siempre fui para Borges, desde aquel día, nada más que el amigo de Peyrou. Hoy reflexiono: sí, nada más, pero también, nada menos. Porque no deja de ser un privilegio y un orgullo haber sido «el amigo de Peyrou».

Antonio Requeni