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ArribaAbajo Electra: entre Atenas y la Atenas del Plata63

Rodolfo Modern


A Carlos Alberto Ronchi March.


I. Electra en el mundo

Entre Átridas y Lágidas se despacha una buena porción de la tragedia griega clásica. El mito trágico evoca personajes y asuntos, les otorga una dimensión supratemporal, estructura, con valor permanente, una sociedad a la que dona sentido, reparte ejemplos que traspasan los límites normales de lo humanamente soportable, y mezcla concepciones y pasiones cuyo origen atribuye a la voluntad de los dioses, al destino o al corazón humano mediante la gradación de los impulsos y emociones de los hombres y mujeres que pueblan sus construcciones.

El teatro griego clásico está, en sus orígenes, como se sabe, vinculado con la religión oficial, se constituye como un ritual más del culto. Sin embargo, poco o nada tendrá que ver con el drama sacro medieval y sus finalidades dogmáticamente edificantes. Las leyendas puestas en escena, provenientes de tradiciones diversas, son moldeadas por la imaginación de cada poeta, de ahí sus límites y contradicciones. Pero lo primitivamente religioso no está desvinculado de las creencias políticas, de los pilares que sostienen las instituciones del Estado. El carácter que asumirá a lo largo de ese casi milagroso siglo V es, al mismo tiempo, particular y universal. Las versiones podrán ser (y son, efectivamente) distintas, pero las historias contadas remiten a una temática encadenada de muertes violentas y venganzas, de reacciones divinas no siempre racionalmente inteligibles, de pasiones feroces, injusticias manifiestas o ambiguas y gestos de ciega abnegación que afectan, en medida diferente, a héroes y simples mortales,   —114→   donde también inciden sueños proféticos y oráculos. Entre estas fuerzas en pugna el hombre debe decidirse y afirmar, con el margen de libertad que le es concedido, ante el edificio animado que la mitología levantó, su propia elección, en cuanto que la voluntad divina se ejerce sólo por intermedio de las acciones humanas.

Todo nombre propio es como una condensación simbólica de sus significados, una condensación expansiva, si se me permite el oxímoron. Todo nombre es también una historia hacia adelante y hacia atrás de sí mismo. Conlleva, además, una determinada geografía. Y si sus resonancias llegan a ser poderosas, el nombre adquiere un carácter prácticamente universal. Tomemos, para el caso, el de quien ocupará el resto de este trabajo, el nombre de Electra.

Electra es la «brillante», o el «ámbar amarillo» por el color dorado de sus cabellos. Hija de Agamenón y Clitemnestra, sus hermanos son Ifigenia, Crisótemis y Orestes. Y sus tíos, Helena y los Dióscuros. Aparece con el rol principal en Las Coéforas, la segunda de las tragedias que componen la Orestíada, de Esquilo, como también en las de Sófocles y Eurípides, que llevan su nombre. Séneca la incorpora a la galería de sus piezas trágicas; y está presente en obras dramáticas de Hans Sachs, el maestro cantor y zapatero de Nünberg (1554). Entre los autores de teatro más destacados de los siglos siguientes que se ocuparon de ella, cabe la mención de Voltaire (1750), Alfieri (1776), y las versiones de Leconte de Lisle (1837) y A. Dumas (1865). En el siglo XX retoman el personaje dramaturgos de primera línea. Así Hugo von Hofmannsthal (1904) -a quien el músico Richard Strauss presta la sombría magnificencia de su versión operística-, la ópera de Ernst Krenek (1929), Eugene O'Neill en su trilogía Mourning becomes Electra (1931), Jean Giraudoux (1937) y Jean Paul Sartre, quien tituló Les mouches (1943) a su adaptación. Gerhard Hauptmann, a su vez, vuelve a las raíces clásicas con su Atriden-Trilogie, cuya tercera parte es Elektra (1947). Son variaciones en torno al mismo tema que reflejan, además de las personalidades de sus autores, las preocupaciones y los problemas de la época en que vivieron.

La Odisea narra cómo Egisto, primo de Agamenón, sedujo a su cuñada Clitemnestra durante la ausencia de su marido. Al regreso del rey, lo mata a traición con la complicidad absoluta de su amante. Siete años más tarde Orestes, criado en la corte del rey Estrofio en la Fócide,   —115→   regresa a Argos con Pílades, su primo e hijo de Estrofio, para destronar al usurpador y vengar a su padre. Ningún crimen tenía para los griegos la gravedad del parricidio, que aparece en las cosmogonías Urano-Cronos-Zeus. En un régimen fundado en el patriarcado, el matricidio era quizás apenas menos grave, pero suponía un temor misterioso que agravaba el hecho. Ése es uno de los centros culminantes para los tres trágicos griegos, quienes tratan el matricidio con una mezcla de horror y predilección. La imagen de un hijo matando deliberadamente a la madre, los griegos la admiten únicamente en el caso en que la muerte es ordenada por el padre o por el dios que asume su causa. Y sin motivaciones religiosas a la vista, Hamlet es, con múltiples y complicadas derivaciones, una especie de fusión, aunque en el fondo condenada al fracaso, también por múltiples motivos, de Orestes y Electra.

El Orestes de Esquilo vuelve sustentado por los dichos del oráculo de Delfos. En Esquilo, a la concepción arcaica marcada desde el primer verso por la invocación al Hermes subterráneo, se superpone un problema moral, la cuestión de la legitimidad del acto de Orestes. En Homero era Orestes el vengador de su padre, y éste era un título de gloria. En la Orestíada es el desdichado asesino de su madre. Y como para agravar el conflicto, Clitemnestra opone, al morir, el derecho del «vientre» al puramente masculino de la raza. Los poetas quisieron que Orestes, después de su crimen, fuera atormentado por las Erinias, diosas casi tan poderosas como Apolo. Y es nuevamente Esquilo quien encuentra la solución más «humana» al instituir en la tercera parte de Las Euménides, el Areópago que, bajo la protección de Palas Atenea, estará facultado para impartir la justicia de los hombres, lo que implica un nuevo y beneficioso enfoque del problema. Pero los rayos de la venganza, por decirlo así, son esencialmente emitidos por Electra.

Los poetas trágicos han situado a Electra al lado de su hermano Orestes. En Esquilo ella es un aliado del brazo fraterno que ansía restablecer la justicia; en Sófocles ella lo excita salvajemente para el cumplimiento de un acto que, más que de devoción paternal, asume el rostro de la venganza; en Eurípides ella lo fuerza a actuar en tanto que Orestes, habiendo descargado toda su agresividad al matar a Egisto, pierde su fe en Apolo para ver en el matricidio algo distinto de la ejecución de un crimen abominable.

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El personaje de Electra es, quizás, una de las invenciones más geniales de la tragedia griega clásica. Orestes puede fluctuar según el cambiante curso de sus emociones, pero el odio de la hija por la madre es reforzado por la existencia agobiante de los celos. Criatura secundaria, dejada a un lado por los parientes más próximos, en especial la madre, Electra se convierte en una fanática que agrava su suerte a fin de atraer la cólera de los cielos sobre los asesinos de Agamenón. Ese padre, que ha sacrificado a su hermana y a la que ella ha conocido apenas, se le convierte en una especie de ídolo. La auténtica asesina de Clitemnestra es ella, mucho más que Orestes, un mero brazo ejecutor de la feroz voluntad de su hermana.

En el final de Las Coéforas, las mujeres que llevan las libaciones para derramarlas, por orden de los reyes, sobre el túmulo de Agamenón, gesto hipócrita si los hay, dicen:

No hay mortal que pueda asegurarse una felicidad perpetua. Hoy éste, mañana aquél, todos han de encontrarse con el dolor.



El decorado único, las puertas del palacio, se mantiene en la Electra, de Sófocles. Tampoco han cambiado los datos de la acción, pero sí el espíritu, como si éste percibiera las cosas (y los personajes) desde otro ángulo. Pero los planes de Orestes, acompañado del solidario Pílades que se mantendrá mudo a lo largo de toda la pieza, son alterados por la hermana. Electra es la personalidad más fuerte. La venganza será conducida y manejada por ella. Así se enfrenta a Clitemnestra, devoradas ambas por la pasión del odio. Entre ellas no cabe la conciliación. Pero la reina vive, además, en el terror que el regreso de Orestes significa. También el remordimiento está ausente de su ánimo. Y no puede disimular su alegría cuando la enteran de la presunta muerte de su hijo. En Sófocles, si el sacrificio de Ifigenia a manos de su cónyuge es el origen de su odio contra éste, al que detestaba, y es también uno de los motivos para la comisión del adulterio con Egisto, ese odio mortal entre madre e hija es el centro de la tragedia sofoclea, mucho más que la «fatalidad» del destino de los Átridas. Al lado de ambas, el resto de los personajes se destaca con perfiles más débiles. La desdicha de Electra conmueve a Orestes. En cuanto a Electra, es más dura que Antígona, mientras que Crisótemis es más blanda que Ismena.

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En la tragedia del autor de Edipo rey, no hay verdaderamente un problema moral, tampoco social. Y la búsqueda de la justicia, mucho más proclamada que ejercida, es un pretexto para la presentación de un acto de venganza. Una concepción ideal, como en Antígona, brilla aquí por su ausencia. En lo que atañe a los dioses, no asumen como en Esquilo, un papel principal. Apolo da a Orestes su consejo para la ejecución de su propósito. Y, al revés de lo que ocurre en el autor de Los persas, la pieza concluye en Sófocles sin ningún problema o interrogación respecto al futuro. El coro difunde un ánimo, al final, de paz y tranquilidad; las Erinias están fuera del horizonte visible. Orestes, que mata en primer término a su madre, no duda ni un instante. Son las voces de los muertos, que reclaman venganza, parecería, más que los dioses y sus oráculos y los sueños, quienes manejan el curso de las acciones.

Eurípides, a su vez, ofrece otra versión. Casa a Electra, por designio de los reyes, con un campesino de Micenas, un marido ficticio, pero generoso, que no se atreverá a tocar a su legítima mujer. Y, lejos de la pompa de la realeza, Eurípides concibe un decorado campesino. Orestes mata a Egisto prácticamente a traición y viola el principio sagrado de la hospitalidad debida al huésped. En cuanto a Clitemnestra, es asesinada más por la incitación de Electra que por la propia voluntad de su hijo, sometido antes a la vacilación y la duda, hasta el punto de que se desmiente así lo que él mismo ha dicho: «Son los dioses quienes me han conducido a la victoria».

La conclusión, típicamente euripidiana, arriba desde lo alto de los cielos a través de los Dióscuros, hermanos divinos de Helena. Son ellos los que ordenan los esponsales de Electra con Pílades. Y la misma Electra tiene conciencia de que el doble crimen cometido no fue producto del dictado de los dioses, sino de la cólera nutrida por los seres humanos. Y, para oponerse a la versión de Esquilo, el corifeo concluye aquí:

Así lo quiso la sentencia del destino y el oráculo imprudente pronunciado por Febo.





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II. Electra en la Argentina

Además de los abordajes realizados en Europa y los Estados Unidos que ya se mencionaron, el mito llegó también a las orillas del Plata. Un tema como el de la tragedia de los Átridas, una de cuyas culminaciones era el personaje de Electra, con esa ronda interminable de odios, muertes, celos y venganzas, chorreando sangre y atrocidades, no podía sino atraer la atención -y el trabajo- de dramaturgos argentinos de prestigiosa trayectoria. La tarea fue emprendida por Omar del Carlo con Electra al amanecer (1948), Sergio de Cecco con El reñidero (1963) y Julio Imbert con Electra (1964). En estas tres piezas se conservan, en lo fundamental, los lineamientos trazados por los trágicos griegos, pero se alteran las épocas y varía el enfoque que hace a las relaciones y tensiones entre la reina Clitemnestra y Egisto, por una parte, frente a Orestes y a Electra, por otra. Con todo, la presencia de la hija de Agamenón, aun con el nombre cambiado en un caso, resulta la fuerza conductora y dominante. Se respeta la unidad de tiempo, y no siempre la de lugar. La música, cuando la hay, se adapta a otros tiempos, y el coro se encarna, cuando así ocurre, en uno o dos personajes. Pero, a pesar de coincidencias, o mejor, similitudes, lenguaje y enfoques, lo mismo que el perfil de los personajes, muestran diseños diferentes. Y por supuesto, todas las piezas, ahondando en detalles psicológicos, se mantienen dentro del marco de un clima trágico y asumen un carácter de universalidad querida y lograda.

La primera en el tiempo fue Electra al amanecer. Omar del Carlo, un escritor con antecedentes valiosos, la publicó en 1948. Sin embargo, su obra más conocida es Proserpina y el extranjero, que sirvió de libro a la ópera del mismo nombre, de Juan José Castro. En el reparto de personajes de Electra al amanecer, las Furias Tisífone, Alecto y Megera asumen un papel coral y son varias las escenas donde aparecen tras Orestes o Electra coloreando la acción. El autor introduce también a un Desconocido que es, más que presumiblemente, y quizás en una alusión al padre de Hamlet, el fantasma de Agamenón, a quien Electra reconoce y en quien se apoya. La acción tiene lugar, según las acotaciones escénicas, «en Grecia» y «en un paisaje idealmente antiguo», mientras «los personajes están ataviados con trajes de nuestra época». La obra se desarrolla a lo largo de nueve escenas que transcurren   —119→   desde la irrupción del alba hasta el alba del día siguiente, con lo que la unidad de tiempo resulta estrictamente respetada. En cuanto a los lugares, son distintas partes del palacio real o los jardines lindantes. Y, aunque el vestuario corresponde a nuestra época, los hábitos y la atmósfera coinciden mejor con una edad media imaginaria. Falta la invocación o la presencia de los dioses, pero en una ocasión se cita a un Dios sin características específicas.

Orestes, tras un exilio de quince años, vuelve al hogar acompañado del Preceptor, que lo quiere bien. Pero, a diferencia del homónimo de los griegos clásicos, no hay en su ánimo, posiblemente por el largo tiempo de la separación, ningún deseo de venganza. El odio o el rencor no son pasiones que anidan en su corazón. Así, cuando Electra lo acosa con sus reclamos de venganza, puede decir: «Húndanse los Átridas con sus antiguos rencores». No sin razón la hermana lo juzga como «débil» y «pusilánime» ya en la primera escena. Él prefiere, porque así su idiosincrasia lo exige, la conciliación, el perdón, el olvido. En la escena quinta Orestes, que no ve salida a su situación, ante los apremios de Electra y las maniobras de su madre, quien procura despertar en su ánimo los sentimientos más tiernos y promete que le cederá paulatinamente sus poderes (pues ella ejerce el poder absoluto, y Egisto es calificado de siervo), prefiere huir. De esta manera exclama:

Cuando llegue la noche abandonaré esta casa. No quiero ser el pretexto en torno al cual estalla el odio celosamente acumulado por los míos. No perdonan ni quieren olvidar.



El odio que prevalece en Electra motoriza, sin embargo, la acción, y contrarresta con sus argumentos las tentativas de Orestes por escapar del cerco. Las vacilaciones del hermano la conducen al insulto y a mostrar su verdadera naturaleza. Y lo increpa de esta manera al final de la escena sexta: «¡Bardaje! Yo debí llevar el signo del macho en el cuerpo», lo que recuerda un dicho similar que Eurípides pone en su boca. Es que ha estado masticando su venganza durante tres lustros. Y la llegada del Desconocido acicatea su voluntad, como le ocurre a Hamlet en presencia del fantasma de su padre. La Nodriza, otra fuerza moderadora, habla de «su corazón henchido de odio», lo que la emparenta con sus antecesoras clásicas. Hay una fiesta, y Electra, decidida a todo, se viste espléndidamente. Será, lo tiene decidido, su   —120→   fiesta. Y de nada valen los esfuerzos de Clitemnestra y sus promesas para reconquistar a Orestes, dispuesto a alejarse para evitar mancharse de sangre. La intensidad de su sentimiento, que da fuerza a sus palabras, envuelve finalmente a Orestes que se anima, en una escena fuera de la vista del espectador, a dar muerte a su madre y a Egisto. Enajenado, sin dominio de su propia conciencia, Orestes se presenta ante Electra, a quien confunde con una bestia feroz. El clímax llega en la última es cena, cuando se revelan los frutos de este desborde de sangre. Vale la pena, en este sentido, transcribir los fragmentos finales de la tragedia. Electra (arrodillándose frente al hermano) proclama:

¡Libre! Libre para dormir la noche entera sin llagas en el corazón.



Lo que provoca la pregunta de Orestes:

¿Dormir?... ¿Quién podría dormir si le han cortado los párpados?



Ante la magnitud del doble asesinato, una de las Furias, Tisífone, exclama: «¡Matricidas!», a lo que Electra responde: «Cierto. Pero tengo al fin la paz de mi padre muerto».

Y, ante los invitados, se confiesa:

Yo guié su mano vacilante. Yo la hundí en las blandas entrañas ignominiosas.



Y agrega:

He aniquilado con un crimen más grande al crimen mismo.



El monólogo final de Electra muestra, al cabo, la inutilidad de esta orgía de sangre y su propio desamparo.

Ya no me resta sino la vejez. Orestes se marchitará a mi sombra mientras el cardo avanza sobre la casa.



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En el último parlamento Electra ha tomado también posesión de Orestes, quien, abrumado por los remordimientos, muere en los brazos de la hermana y la deja sola y sin esperanzas:

¡Mírame! Sólo tengo polvo en la boca. (Aterrada). ¡Orestes! No me abandones.



Con esta nota, desgarradora y aleccionadora a la vez, concluye la tragedia de Omar del Carlo.

Apegada en gran medida a los modelos griegos, la prosa del autor fluye con seguridad y cuidado de los parlamentos con que se gradúa el discurso dramático. En el nivel lingüístico no faltan los recursos retóricos de las metáforas, nunca indescifrables. Y mientras la voluntad de Electra se manifiesta indoblegable, concentrada en una única finalidad de destrucción que no tiene demasiado asidero racional, pues conoció apenas a su padre, la presencia del Desconocido le refuerza el llamado de la sangre. Debe vengarse, y su castigo será el vacío posterior, en cuanto ya ha desaparecido aquello que constituía y animaba su vida. El personaje resulta así, además de obsesivo, monolítico. Y debe apelar a toda su astucia persuasiva para torcer la voluntad del infinitamente más débil y humano Orestes en su propósito de borrar un pasado infame. Al lograrlo, termina por arrancar de raíz cualquier sentimiento de piedad. Y acentúa la hostilidad hacia su madre que cuentan las historias anteriores. Y si Egisto es aquí poco más que un títere manejado por su adúltera cónyuge, Clitemnestra, oscilando entre el miedo y la inútil adulación, tampoco se aparta en lo fundamental del papel que los trágicos griegos le habían asignado, aunque todo se desenvuelve, según se dijo, en el plano puramente pasional de lo humano. En la pieza no falta un cierto clima de suspenso, que en el final se resuelve en la consabida orgía de sangre y de lamentos. Pero el nivel de dignidad con que la tragedia ha sido compuesta, que el lenguaje refleja, merece que no caiga en el olvido.

Con El reñidero, Sergio de Cecco, uno de los dramaturgos argentinos más dotados de las últimas décadas, no sólo obtuvo su consagración, sino también el mérito de haber construido una de las no demasiadas tragedias perdurables de nuestra escena. Sin mengua del verdadero espíritu trágico propio del género y sin apartarse de la unidad de   —122→   tiempo fijada en el siglo V a. C., el autor actualiza los sucesos y les confiere una sólida verosimilitud donde se fusiona, con mano segura, el ambiente local con el ademán universal percibido como telón de fondo. La obra se divide en dos actos, la acción se traslada a una casa ubicada en el entonces suburbio de Palermo Viejo, y se ancla en 1905. Barrio de taitas y de cuchilleros al servicio de un caudillo de la política, venero fértil para la imaginación de Borges o, en el teatro, para Eichelbaum, por ejemplo, los hechos se disparan a partir del velorio del caudillo menor don Pancho Morales, versión actualizada y criolla de Agamenón. Su mujer, Nélida, es Clitemnestra; Elena Morales, la hija, es el nombre que De Cecco da a Electra. Aparecen también Santiago Soriano, ladero de don Pancho, amante de Nélida y matador de su patrón, y algunos personajes menores pero no superfluos, como Lala, la nodriza, un trapero y el delegado del verdadero caudillo. Y por supuesto Orestes, nombre que el autor respeta, tal vez por ser el más complejo y atormentado en el tramado de la pieza. La sala donde se realiza el velorio está en un primer plano, un pasillo lleva al reñidero de gallos, «un redondel de bancos en semicírculo y arena», según reza la indicación escénica. Es que ese reñidero para gallos de pelea no sólo vertebra, como símbolo y metáfora a la vez, la atmósfera de esta tragedia, sino que sirve de símil al desenvolvimiento de la acción. En esta sociedad patriarcal, donde el padre de familia ejerce una autoridad despótica sobre el conjunto de los miembros, la ley suprema que rige con carácter religioso (pues la religión no tiene aquí cabida) es la del coraje, la afirmación de la hombría, sin la cual uno no es nada o casi nada, y que se manifiesta a través del culto de la sangre. Pancho Morales personifica esta creencia y obedece el código tácito del que es deudor y que lo justifica. Por lo demás, en su conducta sólo acepta las órdenes del político que está por encima de él, considera a la mujer un objeto más para satisfacer sus caprichos, y su relación con los hijos es distante y severa. Con Orestes, el hijo, bordea la crueldad. Lo único que le importa de él es «que se haga hombre», es decir, que esté capacitado para matar en el momento oportuno a la menor indicación paterna. La sumisión que exige se patentiza en el trato que da a Nélida-Clitemnestra, su mujer, un instrumento más de sus deseos y, asimismo, de sus celos. Pues Nélida, en pos de una vida más plena, y para satisfacer un sentimiento natural, se ha liado con Soriano-Egisto, cuyo   —123→   papel excede el de la tragedia clásica. Es el ladero, el segundo de don Pancho, y lo traicionará de todas las maneras posibles, pero ama a Nélida como el marido nunca lo hizo.

De todos modos, al clima de opresión se agrega el ingrediente de la muerte, una muerte latente que aguarda su ocasión para manifestarse. El espectador se entera, de entrada, de muchas de estas circunstancias, durante el velorio de don Pancho, asesinado en la flor de la edad, a los cincuenta años. Todos conocen más o menos la situación, todos tienen sospechas de lo ocurrido, pero no hay pruebas, y hay miedo. Quien resume el asunto es un personaje, Vicente:

No A veces veo el barrio y se me hace que es la pista de un enorme reñidero y que nosotros somos los gayos [sic], puestos a ganar. O morir.



No sólo se respira sangre sino, sobre todo, odio, un odio cuya usina central se instala en Elena-Electra. No en balde la palabra «odio» es la que aparece con mayor frecuencia en la obra. Vaya como muestra este diálogo: Nélida (a Elena): «Las dos hemos perdido lo mismo». Elena: «Pero no sentimos lo mismo». El personaje de Elena no sólo está colmado de un odio tremendo por la madre. Lo complican el amor, más allá de lo filial, por su padre y, en relación inversa, los ardientes celos que su madre le despierta. Porque, al fin de cuentas, es ella la que se acuesta con el padre y le roba así el contacto que Elena desearía tener. Esto se advierte claramente en la escena en que se abraza apasionadamente al padre, que parte para un viaje, porque no quiere sentirse «tan sola». Elena:

Yo estoy sola, como los muertos, ella, en cambio, anda por la casa, canta, se arregla. Cuando la oigo reír, siento que me duele hasta la piel.



Este amor es tan exclusivo que, pese a su edad (anda por los treinta), rehúsa conocer a otros hombres, sencillamente no le interesan. De Cecco ha insertado detalles interesantes, imposibles en la tragedia griega clásica. Por los racconti que iluminan el pasado, lo explican y permiten la actuación directa de don Pancho Morales. Y cuando Soriano confiesa que mató a su patrón «en duelo limpio», Nélida se queja de que está:

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cansada de este aliento a sangre, a odio, de este ruido a cuchillos que [...] tengo enquistado.



En cuanto a Orestes, ha regresado hace poco, no del exilio como sus antecesores sino de la cárcel, donde permaneció dos años. Para probar que tampoco él es cobarde, ha matado a otro hombre, a un adversario de su padre. Y, siempre maltratado y desdeñado por éste, se entera de que el padre, para salvar su propia libertad, lo ha entregado a las autoridades, un acto de falta de hombría que en don Pancho no parecía concebible, lo que adensa sus conflictos interiores. Porque Orestes, a diferencia de su hermana, que lo insta a la venganza, a que mate a Soriano «esa misma noche», se niega. Está harto de ese encadenamiento de muertes sucesivas que no tiene fin, se siente sin fuerzas para hacer frente a las ansias sanguinarias de su hermana. Orestes está convencido de que «es al ñudo cuerpear al destino», o sea, que las cosas no pueden forzarse, que todo ocurrirá como debe ocurrir. Pero tanto insiste Elena que, al final del primer acto, le arranca al hermano la promesa de que matará al asesino de su padre, al nuevo dueño de casa. Y no serán pronunciadas en vano las palabras de Elena con las que se cierra el acto: «Tengo que llenarlo de odio».

De Cecco maneja con habilidad dramática la constelación de relaciones entre los protagonistas de la pieza. E inicia entre la madre y el hijo un tira y afloja donde la seducción se cruza con el rechazo. Al final del diálogo, ella sabe que habrá un enfrentamiento muy próximo: «¿Te vas a medir con Soriano, verdad?», pregunta Nélida, temblorosa, a Orestes; y éste responde, fatalista: «La taba ya está echada, madre». En un arranque de desesperación y miedo, Nélida recuerda al hijo el despotismo paterno, su ser distante, «los ojos fríos», los castigos que le infligía por cualquier motivo, y en el racconto que sigue se ve a don Pancho abofeteando por celos a su mujer y dándole una tremenda trompada a Orestes al haber acudido en su defensa. Orestes, enterado de que su propio padre, por temor, lo entregó a la policía, lo vitupera por su cobardía, y también a Elena por habérselo ocultado:

¡Mala hembra! ¡Pa ella Orestes era solamente un cuchillo que iba a hacerle su venganza!



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En las escenas finales, Elena cree que Orestes ha dado cumplimiento a su promesa y sale a escena con un candelabro de velas encendidas. Llega ataviada con un vestido rojo, completamente distinto de los que llevaba hasta ese momento. Toda ella ha rejuvenecido. El diálogo que sigue es profundamente revelador. Elena se dirige a Orestes:

[...] Tus manos me lo están diciendo todo, todo. Cómo se cerraron en la daga, cómo volaron por el aire. ¡Todavía estás húmedo de sudor! ¡Dichosas manos! ¡Hubiera querido ser ellas EN ESE MOMENTO!... Porque ahora somos libres, Orestes.



Pero Orestes se pregunta: «¿Libres? ¡Para qué!», aunque ella agregue que, desde ese momento, protegerá a su hermano contra todo. Luego ocurre la revelación final, Orestes no ha dado muerte a Soria no, no obstante su promesa no ha podido, no ha encontrado los motivos suficientes dentro de sí:

Yo los desprecio, mas la causa no me hace estrillar, el odio no me cabe [...] ¿A seguir matando?... ¿Por qué hay que pagar pa ser un Morales?



Pero luego, en un rapto final, y «como hipnotizado» según la indicación escénica:

Orestes mira a Elena, luego saca el revólver y dispara todas sus balas contra Soriano y Nélida. Elena va a ocupar el sitio que ocupaba Nélida y Orestes, de pie, a su lado, como Soriano, los dos de frente al público.



El telón baja.

De Cecco ha estructurado la tragedia de una manera en que no pueden encontrarse huecos, resquicios, decaimientos. Cada personaje responde por sus actos con sus palabras, sin grandilocuencia ni flojera, y las palabras se blanden como puñales que a puntan al corazón del protagonista. Los perfiles son netos, la monomanía y los complejos de Electra están puestos en evidencia con el mínimo de recursos; mientras las vacilaciones de Orestes, que ofrece un rostro humano y limpio, sólo pueden desembocar, cuando todos los frenos de la conciencia moral han fallado, en una locura que lo desborda. Entonces la tragedia cumple con los preceptos fijados por Aristóteles: despertar en   —126→   el espectador el terror y la compasión redentora. Es justo, desde ese punto de vista también, que El reñidero haya suscitado tanto éxito, y que pueda ser considerada en el plano superior que le corresponde. Una reflexión final, casi obvia: la fidelidad con que se reproduce, desde el medio social y cultural donde se origina, el lenguaje de la pieza. Lenguaje de un suburbio de Buenos Aires en los albores del siglo XX, entre compadrón y malevo, De Cecco ha sabido ensamblarlo en el curso de la acción y en cada uno de sus personajes de un modo impecable y sin artificio ni exageración alguna.

Las dos tragedias reseñadas no se apartan de los lineamientos fijados por los clásicos. Las pasiones enfrentadas son, además de destructivas, de efecto moral. Y la acción es estrictamente terrena, se desarrolla en épocas distintas, eso sí, pero sin una proyección de trascendencia. No hay futuro, tampoco cielo. Muy otro, y novedoso por demás, resulta el tratamiento, sucinto pero intenso y original, con que Julio Imbert, hombre de teatro reconocido y de capacidad cabal, encara su versión del personaje. Su Electra discurre a través de pocas páginas y se desarrolla, prácticamente sin decorado, en un plano intemporal, opuesto a las puntualizaciones que encontramos en las piezas de Del Carlo y De Cecco.

Para ubicarla dentro de sus propósitos y límites, parece oportuno reproducir los párrafos iniciales que preceden la obra. Dice allí Imbert:

Ejercicio de diálogo, sin relación con la mitología que utilizaron Sófocles, Eurípides, etc. Tampoco impugna el fanatismo religioso, como bien lo hizo Pérez Galdós en su Electra, de donde tomé asimismo el nombre de Evarista... Que se vea a Electra en una elevación, como si fuese única sobre la curvatura del globo en sombras. Que ella, de pie en esta inflexión, esté como pisando el vientre del mundo, de un mundo que no parezca otra cosa que un vientre grávido, a punto de alumbrar. Que del largo vestido y el pañuelo a la cabeza negros de Electra surjan apenas su cara y sus manos secas y amarillas. Evarista, más vieja que Electra, cuando está a su lado ocupa depresiones del terreno, siempre en un nivel inferior.



Este «ejercicio dialógico» contiene una pizca de acción y se inicia con un ruego de la protagonista que solicita, en vano, el regreso de su hijo querido, llamado Arno como el río, un símbolo más de los múltiples que surcan la obra. Evarista usa exclusivamente «expresiones y   —127→   términos del Génesis y del Levítico». Las oraciones y la Biblia implican un trasfondo religioso. Al desesperarse Electra por haber perdido a su hijo, Evarista, que reemplaza al coro, alude a su culpa con términos y símbolos tomados del Antiguo Testamento (sacerdotes, corderos, tórtolas, expiaciones, tabernáculos), referencia indirecta a las tragedias clásicas con sus sacrificios y homenajes. El coro (Evarista) asume también una función de consuelo:

Oye, Electra. El rey y el siervo y tu hijo y Henoch son uno solo. Volverá, porque no se ha ido, porque está en todos lo mismo que está en ti.



Esta Electra es doctrina viva de amor, de posesión maternal, se emparenta con lo cósmico universal, y no con el odio que separa y rechaza. Las alusiones a la maternidad son múltiples, mientras las Electras predecesoras son estériles y rechazan lo masculino, posiblemente porque en ellas anidan sentimientos de masculinidad. Evarista dice:

El mundo tiene un hijo solo, Electra, nunca tuvo más que un hijo solo [...] porque el dolor de mil es tanto como el dolor de una.



Esta Electra se opone asimismo a la muerte, a la sangre derramada, por lo que Evarista declara:

no mueren más en mil hombres que en uno solo. Mil hombres que mueren en cada uno de los mil.



En esta pieza, el enfrentamiento entre los seres humanos no tiene cabida. Todo debe tender a la paz y a la armonía. Y lección suprema, también en pugna con las Electras anteriores, Evarista prefiere:

¡El mundo es un eterno y permanente Génesis, Electra! Tú estás muerta y estás naciendo en otros, pero nunca acabarás de morir ni de nacer.



Arno es descrito como un ser hermoso, desnudo al sol, lo que permite, en este grito de amor, la intrusión de la Naturaleza, ausente en las Electras ya mencionadas. En su lenguaje extático, poético, la exaltación pertenece a la vida, no a los poderes y pasiones que se concretan en la muerte. Electra exclama:

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¡Soy él! ¡Soy toda él! ¿No ves? Amo está en mí, me he despojado de mí misma, y en mi cuerpo tienes que ver su cuerpo, y en mi rostro tienes que ver su rostro, y en mi voz tienes que oír su voz. ¡Es Arno quien te mira! ¡Es Arno quien te habla!



Pero Electra, que es amor y unión, que es la que da la vida, una versión alterada de la Eva bíblica, no puede soportar la separación y se estrangula con su pañuelo y se ahoga al caer al río que, eterno, no cesa de fluir, como parte del flujo vital. Ha dicho Electra:

No puedo contra el río, Evarista. La corriente me arrastra lo mismo que a su espuma.



No ha podido soportar la vida sin el hijo, no ha sabido resistir y se inmola, lo que tampoco sucede en las Electras anteriores. Y es Evarista quien sella el diálogo y confirma su elección de vida:

Nada muere... (Desnuda el pañolón del cuello de Electra y le cubre la cabeza; luego, sube la colina y en el lugar de Electra dice unas palabras y baja al otro lado). Y Timma fue concubina de Eliphaz, hijo de Esaú, la cual parió a Omalec, y éstos son los hijos de Ada, mujer de...



La Electra de Julio Imbert, escasa en lo que se refiere a una teatralidad externa y sin artilugios psicológicos, constituye así un testimonio único, más bien a contramano, en la sucesión dramatúrgica de uno de los personajes más fuertes e inquietantes que la escena ha sido capaz de concebir.

Rodolfo Modern