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ArribaAbajoLengua y habla en el escritor

Federico Peltzer


Ya que mis colegas precedentes se han referido a la función de las Academias de la Lengua y a las actividades de la nuestra en particular, así como a la importancia de defender la lengua y de señalar los abusos que cometen contra ella los medios de difusión, deseo aportar mi testimonio como escritor y mi experiencia acerca de los recursos que, quien se considera tal, puede utilizar lícitamente para servirse del habla sin descuidar la lengua.

El diccionario de la Real Academia Española define así la lengua: «Sistema de comunicación verbal y casi siempre escrito, propio de una comunidad humana». Para el habla, emplea esta caracterización: «Realización lingüística, por oposición a la lengua como sistema». Lo dicho da idea de que el habla tiene mayor amplitud que la lengua, sobre todo por el sello individual que le imprimen quienes la usan.

Conviene aquí repasar algunos conceptos del maestro Ferdinand de Saussure, verdadero sistematizador en materia de lingüística. Para Saussure, la lengua es una parte del lenguaje, aunque esencial. Es a la vez un producto social de la facultad del lenguaje y un conjunto de convenciones necesarias adoptadas por el cuerpo social para permitir el ejercicio de esa facultad en los individuos. Por ser social, el individuo   —32→   no puede crearla ni modificarla: «Es un sistema de signos en el que sólo es esencial la unión del sentido y de la imagen acústica, y donde las pautas del signo son igualmente psíquicas». El habla -distinta de la lengua- es la suma de todo lo que las gentes dicen y comprende: a) combinaciones individuales dependientes de la voluntad de los hablantes; b) actos de fonación igualmente voluntarios, necesarios para efectuar tales combinaciones. No hay nada de colectivo en el habla, sus manifestaciones son individuales y momentáneas. En ella no hay más que la suma de los casos particulares (véase: Saussure, Ferdinand de: Curso de Lingüística General, 4.ª ed., Bs. As.: Losada, 1961, pp. 49-66).

Vayamos ahora a la parte testimonial anunciada.

El escritor, sobre todo en el caso del narrador y el dramaturgo, afronta un desafío: emplear la lengua con la mayor perfección posible y, al par, prestar atención al habla. Quizá el poeta lo experimenta en menor medida, porque no está sujeto al tiempo de la narración o de la acción dramática y, especialmente, al diálogo.

En la historia de la literatura pueden hallarse infinitos casos, tanto de imitación como de invención de un habla, y hasta de un estilo. Juan Montalvo (Capítulos que se le olvidaron a Cervantes) acercó su prosa a la del creador del Quijote. Si bien con sentido paródico, Conrado Nalé Roxlo, en su Antología apócrifa, imitó a muchos de nuestros mejores escritores. En el campo de la invención, convendría recordar algunos experimentos de los surrealistas; entre nosotros, ciertos poemas de Oliverio Girondo, el «glíglico» empleado por Cortázar en Rayuela y la «hache fatídica», agregada a ciertas palabras que no la llevan para subrayar su falta de contenido y su excesiva solemnidad.

Hay sin embargo escritores que, por voluntad de estilo, son poco amigos de innovar en el habla, conforme a lo que sería aconsejable según el sexo, la edad, la educación recibida, el origen y la condición social de los personajes. No pretendo criticarlos. Sólo subrayo que, en muchas ocasiones, el narrador y el dramaturgo están obligados a usar el lenguaje propio del ambiente en que se desenvuelven sus criaturas. Entre nosotros, bastaría remitirse a la literatura campera o regional, también, a la porteña y hasta orillera. Otro tanto vale para el influjo de la inmigración en el sainete criollo.

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Procuraré, ahora, dar testimonio de mi experiencia personal en cuanto al manejo de lengua y habla, de acuerdo con los desafíos que, bien o mal, me propuse en algunas de mis narraciones.

El primero tuvo lugar cuando acometí la difícil tarea de imaginar nuevos episodios quijotescos durante la vida y, también, después de la muerte del héroe. Para ello tenía que imitar, en la medida de mis fuerzas, un lenguaje inimitable, e incluso la forma de expresarse de sus actores. La «fuente» (si así puede llamársela) para semejante audacia fue... el propio Quijote. Estoy convencido de que, si se frecuenta la lectura de una gran obra, algo de su lenguaje penetra por una especie de ósmosis, se hace carne en el escritor y le permite escribir «como si». Agrego que, además de Cervantes, me ayudó la lectura de los grandes prosistas de los Siglos de Oro.

Algo parecido me ocurrió en ciertos momentos al escribir mi novela La razón del topo. En la pensión donde se ha recluido el protagonista, vive un viejo solterón, especie de hidalgo trasnochado, don Hernando, deseoso de comunicarse con aquél y quebrar su aislamiento. Como no se le permite el diálogo, recurre a las cartas, redactadas con una prosa digna del siglo XVII. Aquí el modelo fue un muy querido y respetado tío paterno, quien vivía con un hermano y con la familia de éste, en la misma casa, aunque reducido a su cuarto y que, en lugar de abandonarlo, recurría a las cartas para comunicarse; y otro tanto hacía con sus otros hermanos, no ya convivientes con él. Pues bien: las cartas de don Hernando guardan sospechoso parecido con las de mi tío.

En mi novela Aquel sagrado suelo, evocadora de la dolorosa Guerra de la Triple Alianza contra el Paraguay, debí enfrentar algunos problemas relacionados con la lengua y con el habla. Ante todo, el habla rosarina, porque el héroe era nativo de Rosario y algunas escenas transcurrían allí. Para imitarla, además de mi experiencia personal, recurrí a especialistas, como nuestra colega, Nelly Donni de Mirande, quien ha escrito mucho y bien sobre la sustitución de la «s» (especialmente en el final de las palabras) por una hache aspirada que mucho se parece a la jota: «nohotro», por «nosotros»; «los hombreh» por «los hombres», etc.

Otro problema, en la misma novela, se me planteó en las cartas apócrifas que inventé, supuestamente dirigidas por Lucio V. Mansilla, el cultísimo «dandy» del ejército, a su hermana Eduarda. Para aproximarme   —34→   a su estilo, siempre vivaz y con rasgos de humor, leí todo lo que pude de sus escritos, las «Causeries», algunas cartas, etc. Aquí, como en el caso del Quijote, traté de que el estilo del escritor se me contagiara por ósmosis.

Por fin, el problema del «voseo». Es sabido que buena parte de las tropas que sumó el ejército argentino pertenecía a Buenos Aires y al Litoral, donde aquella forma es corriente, sobre todo en el trato familiar o entre pares. Me aseguré, con diversos testimonios documentales, de que así ocurría y de que el «tú» quedaba descartado. Incluso comprobé que, más de cincuenta años antes, la mujer de Mariano Moreno, en las cartas que le había escrito (y que nunca llegaron a sus manos porque las extravió la muerte) figuraba esa forma de tratamiento.

Otro desafío, para mí, fue el empleo de un lenguaje apropiado en los cuentos que llevo escritos sobre el fútbol, el habla de quienes lo frecuentan (cronistas, participantes, sobre todo «hinchas»). Aquí debo confesar que mi fuente ha sido... personal. Durante largos años, antes del predominio de las «barras bravas», recorrí las canchas de fútbol de diversos tamaños, riesgos y categorías: desde el Monumental de Núñez hasta Sportivo Dock Sud. Allí registré las más variadas expresiones, algunas muy pintorescas, y sólo lamento no haber llevado una libreta (como la que ha mencionado mi colega Blaisten) para anotarlas. Pero, aun sin ellas, traté de imitar el habla y hasta el tono del hincha.

Para terminar, recuerdo que en mi novela La vuelta de la esquina, cuya estructura es policial, aunque el tema apunta a otra cosa, hay varios momentos en que dialogan delincuentes, dentro de la cárcel y fuera de ella. Aquí me valió la frecuentación de nuestro famoso (por desdicha) instituto de detención de Villa Devoto, al que debí acudir para visitar a un pariente cercano, largo tiempo recluido por una distracción en cuanto a lo previsto por el Código Penal. De tal modo conocí muchas expresiones, no sólo del argot carcelario, sino también propias de los reclusos. Por ejemplo, preguntarle al recién ingresado: «¿Qué delito te hacen?», como si el juez se lo imputara con malicioso afán de perjudicarlo.

He querido testimoniar mi propia experiencia en cuanto al uso del habla, cuando las situaciones planteadas en una narración, o la índole de los personajes, hacen indispensable apartarse de la ortodoxia de la lengua. Si conseguí o no mi propósito, queda a juicio del lector. Pero   —35→   cabe una reflexión final: el escritor debe ser un observador con un oído muy atento. A veces, no basta con conocer la lengua: es preciso frecuentar el habla, prestar atención al pueblo en sus diversos estratos y aprovechar la rica vena que ofrece porque, a menudo, es más original que la culta. Eso sí: no abusar, porque el abuso revela enseguida el artificio, y la naturalidad se desvanece. La transgresión, tan difundida hoy, degrada el lenguaje, corroe la lengua y comprime el habla. He ahí una manera de socavar la identidad de un pueblo. Así lo he podido comprobar y desdichadamente lo compruebo a diario, por escritor empeñoso y, sobre todo, por viejo.

Federico Peltzer