Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —249→  

ArribaAbajo Leonidas de Vedia en las letras y en el periodismo

Jorge Cruz


Señora Presidenta, señores académicos, señoras y señores:

A la Institución que hoy le rinde homenaje, Leonidas de Vedia estuvo activamente unido durante quince años, en especial cuando sus cofrades lo eligieron Secretario general primero y más tarde Presidente. El período en el cual secundó a Rafael Alberto Arrieta, primoroso poeta lírico y ensayista sabio y de estilo depurado, merece estimarse entre los más destacados en la historia de la Corporación.

Con el sello de la Academia apareció en 1972 el último libro de Vedia, cuyo título lleva el nombre de uno de los faros de la poesía moderna, y faro asimismo que iluminó los estudios franceses del autor y no dejó de encenderse en ninguna de sus obras. El libro se titula simple y vivamente: Baudelaire.

En Lecturas, publicado en la madurez de sus 40 años, Vedia incluyó un ensayo denominado «El triunfo de Baudelaire». Se refiere en él a la recepción de Las flores del Mal, el libro que llevó a su autor ante la justicia. El capítulo expone este caso, uno de los más sonados en la historia del arte, pero rescata la adhesión de contemporáneos relevantes como Jules Barbey D'Aurevilly y Theophile Gautier, que percibieron en los versos del amigo, además de la perfección formal, la elevada espiritualidad.

El autor recuerda que fue el desdeñoso Víctor Hugo quien acuñó una expresión muy repetida luego al reconocer que Baudelaire había sido portador de una «nueva vibración», ese «frisson nouveau» que tuvo la virtud de marcar un antes y un después del poeta. Vedia se revela en su libro inicial lector enamorado de otros autores de Francia: Boileau entre los antiguos, pero sobre todo escritores del siglo XIX: Stendhal,   —250→   Alphonse Daudet y, ya en el siglo XX, Paul Valéry, otro de los escritores que suscitaron la devoción del crítico.

En las breves palabras introductorias de Lecturas, advierte lo siguiente, refiriéndose a él en tercera persona: «En su cátedra de historia de la literatura francesa halló la renovación constante de la ilusión y el placer con que estudió las obras, los escritores y los aspectos literarios a que en muy pequeña parte se refieren estas notas. Las reúne en la idea de que puedan servir de guía a quienes aspiren a conocer algunas fuentes de crítica, algunos antecedentes tan útiles como los que encontró en los autores citados».

Estos propósitos del crítico aplicado a servir de guía y empeñado en alumbrar los textos con el auxilio de otros lectores, poetas y estudiosos, orientaron sus restantes libros, escritos con el tono coloquial y cálido del maestro que se desvive por transmitir sus propios entusiasmos. Ángel Mazzei, en su reseña de Baudelaire, observó «el tono reposado y claro de las lecciones al modo francés».

En 1947 apareció un volumen denominado Estudios franceses, que alcanza sus niveles de interés más elevados en «Las etapas de Jean Moréas», en «La Jeune Parque, tema y presencia de Paul Valéry» y en «Arthur Rimbaud: la adolescencia lírica».

«Jean Moréas ofreció en la Francia de su adopción [el poeta era riego] las transiciones de su credo, primero decadente y simbolista». Él inventó el término «Simbolismo» y redactó el manifiesto de 1886. Fundó luego la escuela románica, vuelta a las fuentes del Renacimiento, y, por último, en la etapa final de su camino, retornó a un «clasicismo que no llegó a desdeñar a los románticos». Vedia estudia con pormenor las tres etapas y en su recorrido revive un período precursor de la poesía moderna.

El crítico subraya la actualidad de Valéry, que, como Descartes, «pasó veinte años en una meditación solitaria, y, como aquél, sólo consintió, después de esos veinte años, en comunicar al lector sus indagaciones». Entre los poemas de Valéry que reflejan mejor su pensamiento «acaso ninguno nos haya dado, como La Joven Parca, tanto contenido, tan rica sustancia del pensamiento de Valéry». «Es él mismo», escribió André Fontainas, aludiendo a la presencia del autor en su famoso poema. Lo dice en un libro titulado Dans la lignée de Baudelaire.

  —251→  

En el ensayo dedicado a Rimbaud, Vedia señala que mientras para Verlaine la poesía «era la expresión directa de sus experiencias sentimentales», para Mallarmé -también, como aquél, en la línea de Baudelaire-, la poesía era la expresión «sabiamente concertada de un esfuerzo intelectual hacia la belleza pura». Rimbaud, diez años más joven que aquellos pero dotado de una precocidad que le permitió figurar en las filas de la misma generación, rompió todas las normas, en su vida y en su obra, y llevó a extremos extraordinarios la teoría de la metáfora.

Es significativo anotar que en el volumen de 1947, Vedia anunció, como libro «en preparación», el titulado «Baudelaire, estudio crítico y biográfico». El poeta de Las flores del Mal, presente aquí y allá en los Estudios franceses, reaparece en La poesía del Simbolismo, el mejor libro de Vedia, editado en 1961. El crítico no ha dejado de lado sus temas dilectos y en su nueva obra, la gravitación de Baudelaire es constante, primero en el capítulo titulado «Las flores del Mal» y luego a través de poetas que formaron la ilustre prole de su autor: Stéphane Mallarmé, Valéry y Paul Claudel.

En el ensayo escrito con motivo del centenario de la publicación, en 1857, del libro impar, Vedia declara que Baudelaire, «en contra de lo que se ha creído mucho tiempo, fue un artista universal y que su expresión general no reside solamente en su famoso libro de poemas, sino que está representada en su conjunto de escritor. Las doctrinas del arte por el arte estaban en boga cuando comenzaba a llamar la atención con su creación personalísima, y fue sin duda uno de los fervorosos de la idea del arte como máxima orientación. Rechazaba toda creencia en utilitarismos artísticos y juzgaba subalterno interesar el arte con afanes ajenos a su propia razón de existir [...] Toda su labor es una biografía en la que no penetran episódicamente elementos vulgares de la vida, sino su pensamiento sobre todas las cosas, su definición y su crítica, porque en Baudelaire hubo un crítico implacable hasta consigo mismo, según lo revelan sin lugar a dudas sus incansables apreciaciones a propósito de lo mucho que observó de sí mismo y de los demás. [...] Sus páginas sobre Wagner, sus críticas de arte, sus traducciones de Poe, su íntima valoración de las famosas analogías, su concepto de la retórica, sus poemas en prosa, Mon coeur mis a nu, («Mi corazón al desnudo»), con su entrañable experiencia, todo, en   —252→   fin, coronado por Les Fleurs du Mal, nos dan hoy la idea de su ingenio intuitivo, de su rara virtud penetrante y aguda...».

Así reafirma Vedia que Baudelaire no fue el poeta de un solo libro sino el genio potente que abarcó la vida y la cultura en todos sus matices. «Es indudable -manifiesta- que la preocupación por la belleza domina la visión baudelairiana, con raro imperio simbolista». Y a propósito cita un pensamiento significativo del escritor: «Por la poesía y a través de ella, por la música y a través de ella, el alma entrevé los esplendores situados más allá de la tumba». Y otro pensamiento del maestro, aducido por Vedia como prueba de su incontaminada idea de la poesía, enuncia un credo que los poetas de su línea sostuvieron celosamente. «Ningún poema será tan grande, tan noble, tan verdaderamente digno del nombre de poema, como aquel que haya sido escrito únicamente por el placer de escribir un poema».

Y luego de reiterar que para el poeta «el principio de la poesía es estrictamente y simplemente la aspiración humana hacia una belleza superior», Vedia formula esta verdad: «Baudelaire, el místico del arte, místico de la poesía, es un espectáculo que llega hasta nuestros días y nos muestra que de todos los poetas de su tiempo es el que menos elementos perecederos presenta en su riquísimo haber de creador y renovador».

En su libro incluye una traducción de los seis cuartetos de «Las Flores», de Mallarmé, en alejandrinos y rimas consonantes, de acuerdo con el original. Es una aventura seductora, un intento audaz de identificarse con el propio autor en el anhelo de rasgar los velos de los misteriosos símbolos. La versión, pulcra y armoniosa, posee una belleza verbal digna de los versos franceses.

En «El universo de Mallarmé» -otro capítulo- estudia un poema fundamental: «L'aprés midi d'un faene» («La siesta de un fauno»), destinado por el autor al teatro, aunque finalmente rechazado nada menos que por Théodore de Banville y por el célebre actor Coquelin, quienes no hallaron en el «Fauno» la anécdota para sustentar el interés del público. Al mencionar las tentativas de explicar esta «obra laboriosa y recóndita de quien creía con sinceridad ejemplar que el mundo puede salvarse por medio de una mejor literatura», apela a los juicios de Pierre Beausire, Albert Thibaudet y Henri Mondor, el ilustre mallarmeano, quien dedicó un libro entero a la enigmática «siesta del fauno».

  —253→  

Otro ensayo enfoca un poema dramático de casi imposible representación también, el «Amphion» de Valéry, que resurgió en el autor a raíz de una conversación con Claude Debussy. Vedia llama la atención sobre el vínculo que Valéry establecía entre el lenguaje y la danza. «En Valéry el ritmo tuvo una gravitación constante, y con esa idea musical vio la posibilidad del teatro poético después de sus obras L'Ame et la Dance y Eupalinos. Así surgió Amphion, cuadro admirable en donde el teatro aparece envuelto por el encanto de la danza y el símbolo, hasta un alto grado de belleza, con un sentido poético que la música de Honegger interpretó fielmente».

Anfión, «capaz de edificar al son de la lira cedida por Apolo la ciudad de Tebas, era un símbolo puro de la creación de la arquitectura y, a la vez, de la potencia del canto con la música». El melodrama de Valéry es, «además de una obra de arte del Simbolismo francés, un resumen [...] de todo Valéry, admirable confluencia, en la belleza, de los más variados rumbos estéticos del poeta».

El autor de «El cementerio marino» reaparece en «Los símbolos de Paul Valéry», donde Vedia despliega el friso de las grandes composiciones valeryanas, buscando aclararse sucintamente el sentido que ellas ocultan. Así, «La Joven Parca» plan tea «el problema de la conciencia frente a las imposiciones duras y materiales del vivir y sus compromisos imperiosos». En «Los pasos», «les enfants de mon silence» son «las ideas poéticas que se acercan en la aurora fecunda, productos de la meditación y de su voluntario aislamiento». En «Palma» habla de «los días vacíos» del poeta, y en «El cementerio marino» la meditación transcurre «en medio de esa doble circunstancia de la muerte eterna y el mar, símbolo viviente en su siempre recomenzado ritmo». En «Cántico de las columnas», las columnas se convierten en «símbolos metafísicos por medio de su armonía y de su número», y en «Fragmentos del Narciso» vuelve «a sí mismo, a su rigor personal, con un alto sentido de la conciencia que se mira, rodeada de fuerzas exteriores».

Completan La poesía del Simbolismo «El genio poético de Francia», acertada síntesis del itinerario poético del país dilecto; y «Wagner en el Simbolismo», uno de los episodios más atrayentes de aquel movimiento. A estos libros donde confluyen los temas entrañables de Vedia, cultivados a lo largo de muchos años, hay que añadir la traducción   —254→   y el estudio de Gaspar de la Nuit, de Aloysius Bertrand, los bellos poemas en prosa que inspiraron a Maurice Ravel.

Al margen de los estudios franceses, Vedia dedicó un amplio ensayo a Enrique Banchs, publicado por Ediciones Culturales Argentinas en 1964. Está basado, en parte, en una entrevista al grande y apartadizo poeta, de quien obtuvo valiosas declaraciones acerca de importantes aspectos de su obra. Banchs, esmeradísimo Tesorero de la Corporación académica, fiado en la probidad de su interpelante, no vaciló en aportar al ensayo argumentos de primera mano. Sus autores simbolistas vuelven a guiarlo en el examen del poeta argentino. Vedia escribe: «La belleza sin pretextos de que se habló en la Francia de Mallarmé y de Valéry, había encontrado en Banchs un intérprete y un tono, mientras creaba con el éxtasis lírico de Las barcas, el milagro de lo que no muere, de lo que perdura como un eco de un tiempo y de una armonía inolvidables». Vedia ilustra con un pensamiento de Valéry una afirmación de Banchs que el idealismo de Benedetto Croce había enunciado en sus estéticas: «Escribir es tarea material, lo que importa es pensarlo; realizo la obra para mí, el objeto es pensar una imagen poética y luego la abandono». Para Valéry -recuerda Vedia- «escribir o publicar era detener el curso de la creación: una obra jamás se acaba... sino que se abandona». Con intención de resumen dice: «Creo que Banchs ha llegado a ser, en su preocupación de estilista, en su anhelo de la perfección señalada por sus últimos poemas, un místico de la belleza». A Baudelaire lo había calificado de «místico de la poesía», «místico del arte».

Vedia dejó en la Academia, aparte de su libro sobre Baudelaire, numerosos discursos: en primer lugar, el de su recepción, consagrado a Fray Mamerto Esquiú, titular de su sillón, y luego discursos en las recepciones de Fermín Estrella Gutiérrez, Pedro Miguel Obligado, Manuel Mujica Lainez y Ángel J. Battistessa; otros, en ocasiones de adioses definitivos, y, en fin, otros sobre La Cautiva, de Esteban Echeverría, sobre «El monumento a Darío» y, para no desmentir su vocación francesa, sobre Valéry, además de algunas disertaciones circunstanciales.

En la bibliografía de Vedia merece citarse un trabajo titulado Mitre ciudadano, con el registro de uno de los aspectos más preclaros del prócer y, al mismo tiempo, personal testimonio de fe democrática.   —255→   Como hombre de prensa, dejó en las páginas de La Razón y posteriormente en La Nación, incontables notas suyas.

En La Razón llegó a desempeñarse como corresponsal en la Guerra del Chaco, sangriento conflicto que libraron Bolivia y Paraguay entre 1932 y 1935. En La Nación fue un muy apreciado crítico cinematográfico y un redactor de notas destacadas en las que se juega la opinión o el prestigio de un diario. A partir de 1961, año del fallecimiento de Margarita Abella Caprile, quien había reemplazado a Eduardo Mallea en la dirección del Suplemento Literario, Vedia ocupó el cargo y lo ejerció durante quince años, fiel a la idea original de esa sección, es decir que fuera una tribuna para los escritores.

En su condición de periodista, Vedia fue, entre 1947 y 1949, presidente del entonces destacado Círculo de la Prensa. Actuó en la función pública, primero, entre 1955 y 1957, en la Provincia de Buenos Aires, como Director General de Cultura, y a continuación, entre ese año y 1958, como Secretario de Cultura de la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires. Estas fueron actividades muy bien desempeñadas, pero al margen de su dilatado ejercicio de la docencia secundaria y del periodismo, dos auténticas vocaciones suyas.

Durante largos años de trabajos, con los esfuerzos y contrariedades de toda vida, Vedia, según se ha visto, persistió en la lectura y el estudio de los arduos pero seductores poetas simbolistas de su dilección y sus críticos. Esas arraigadas preferencias señalaban, en lo profundo, una aspiración personal a un ideal de perfección. Mucho más que simples objetos de curiosidad intelectual o de afán erudito, ellos fueron, para él, trasuntos, símbolos habría que decir, de una existencia superior, difícil de alcanzar pero actuante siempre, aun en los pensamientos y en las acciones cotidianas. Estaban allí como las referencias de un espíritu sin duda predispuesto, abonado desde la infancia por ejemplares enseñanzas, y no obstante enriquecido por las solicitaciones de la belleza que refina y purifica.

Atribuyo a este bienhechor influjo algunos de los rasgos característicos de Vedia: su actitud indiferente frente a las apariencias y el resuelto apego a los valores profundos en los individuos y en las cosas. Nunca magnificaba sus cargos, ni sus tareas, jamás se daba importancia. En los demás, consiguientemente, no lo engañaban las   —256→   poses; veía siempre a la persona más allá de la categoría, fugaz o transferible, que pudiera asumir entre los otros. Abarcaba estas exterioridades con talante de suave humor y sentía horror, sobre todo, por la exteriorización de la virtud en quienes sientan cátedra de severidad.

Vedia tenía la virtud de hacer grata la vida de quienes lo rodeaban. En su discurso de despedida, con motivo del fallecimiento del ex Presidente de la Academia, el 3 de noviembre de 1975, Ángel J. Battistessa ponderó el limpio y apacible recuerdo que don Leonidas había dejado no sólo entre sus colegas sino también entre los demás colaboradores de la Corporación. Por mi parte doy fe de que en los quince años que trabajé a su lado -y Horacio Armani puede atestiguarlo también- las tardes en La Nación eran jornadas bonancibles y casi siempre divertidas. En más de una oportunidad, consciente del insólito clima, yo le recordaba a Vedia dos versos de Martín Fierro, en los que el gaucho protagonista evoca tiempos mejores: «Aquello no era trabajo / más bien era una junción».

Y la «junción» arreciaba con los visitantes frecuentes. La llegada casi diaria de Manuel Mujica Lainez significaba diversión segura, lleno de cuentos, propios y ajenos. De pronto sacaba su lapicera de gruesa pluma y propinaba una cuarteta a un recién llegado o dedicaba un soneto, admirablemente medido y rimado a alguien que juzgaba más interesante.

A propósito de Mujica Lainez, vale la pena citar su «casi-ovillejo» leído en la comida que se sirvió en honor de Vedia, en octubre de 1961, con motivo de haber asumido la dirección del Suplemento Literario de La Nación. Eduardo Mallea, en sus veinticinco años en ese mismo puesto, nunca había publicado una página suya, y Mujica Lainez instaba a Vedia a romper ese hábito. He aquí el casi-ovillejo: «No procedas como Midas, / Leonidas, / rey de Persia o rey de Media, / de Vedia, / que si en oro trastrocaba / cuanto su mano tocaba, / al final de la comedia / él sin nada se quedaba. / A la gente que te asedia / con sus prosas repetidas, / acógela, buen Leonidas. / Convierte el verso insonoro / en claro lingote de oro / por virtud del Suplemento: / mas ten el discernimiento / de ocuparte de tu bien / y publica tú también. / Lo requieren nuestras vidas / que la inútil prosa entendía. / Publica a   —257→   muchos, Leonidas, / pero publícate, Vedia. / No procedas como Midas».

Todos iban a ver a Vedia, eminentes colaboradores y aspirantes a serlo, gente de variada laya intelectual y humana. El escritorio, mandado a hacer por Mallea en su época, tenía una forma convexa que lo asemejaba a un balcón o a un palco de teatro. Desde allí Vedia oteaba la vida literaria y, con frecuencia, el escritorio se transformaba en laico confesionario. Con expresiones de aliento y esperanza, depositaba la infaltable colaboración en una canastilla de alambre al alcance de la mano, primer paso en el circuito de la publicación. Los coloquios se animaban siempre porque Vedia era un conversador fuera de lo común dispuesto a hablar pero también a escuchar. Alguna gota de acíbar debía probar a veces y a Vedia le tocó una realmente insólita. No recuerdo si por una publicación postergada o por otro motivo, un personaje obviamente ridículo lo retó a duelo. El melodrama terminó en comedia y el episodio dio pábulo a comentarios entre asombrados y festivos.

La semblanza de Vedia quedaría incompleta si no mencionara su sincero culto a la amistad. No puede extrañar en hombre de tanta calidad humana. En el tiempo en que lo conocí, formaba con Pedro Miguel Obligado y con Juan José de Urquiza un jocundo terceto mosqueteril. Eran muy distintos pero confraternizaban perfectamente. Tuve oportunidad de verlos departir con inteligencia y humor en la inolvidable mesa de María del Luján Ortiz Alcántara, poeta, pintora y mujer de mundo. Pedro Miguel era un hombre francamente encantador y Juan José de Urquiza desparramaba alegría. También en casa de Urquiza gocé del espectáculo de esa amistad envidiable.

Lo recuerdo a Vedia en los almuerzos de María Teresa Maiorana, sabia en literaturas comparadas, y en casa de Jorge Max Rohde, donde se reunía la Academia Rubén Darío. Lo recuerdo asimismo, en ámbitos más poblados, en los banquetes que hace décadas reunían a escritores, a dramaturgos, a periodistas, para celebrar novedades literarias, viajes o designaciones halagüeñas. En los de La Nación las intervenciones de Vedia se esperaban. Era un orador admirable, elegante, ameno y elevado, con oportunas citas de poetas, dichas estupendamente.

  —258→  

Esta prenda la había heredado de su padre. Don Enrique de Vedia fue un extraordinario lector y en el colegio por él fundado tenía a su cargo, en reuniones públicas, la lectura de escritores argentinos. Esta pasión por la lectura lo llevó a escribir El arte de leer. Fue autor de Lecciones argentinas y de varias novelas: Transfusión, Quintuay, Alcalis, Rosenia y Una novela. Fue rector del colegio de Concepción del Uruguay, ciudad entrerriana donde nació Vedia, el 27 de junio de 1901, y más tarde lo fue del Colegio Nacional de Buenos Aires. En uno de sus raros poemas, Vedia rindió homenaje a su padre, mentor insustituible pero tempranamente perdido, cuando el hijo tenía apenas 16 años. Lo leyó José León Pagano en la recepción académica de Leonidas de Vedia, el 28 de abril de 1959.

Pagano, en su discurso, dice haber leído, años atrás, en una revista juvenil, una composición de prosa narrativa. «El autor -dijo Pagano- desarrollaba en ella un asunto del Renacimiento italiano, un tema de fondo imaginativo, una invención poética. Me cautivó por su finura». La vocación literaria de Vedia, tempranamente revelada, dio origen a la Revista de América, dirigida por Carlos Alberto Erro, Enrique Lavié y Leonidas de Vedia. Entre diciembre de 1924 y julio de 1926 aparecieron seis números. Publicó trabajos de su coetáneo Eduardo Mallea y páginas de Ernesto Palacio, Luis Saslavsky, Pablo Rojas Paz, Luis Elizalde, Eduardo González Lanuza, Leopoldo Marechal y Francisco Luis Bernárdez. En el último número figuró una «Curiosa antología de jóvenes prosistas» con trabajos apócrifos que imitaban el estilo de Pablo Rojas Paz, Jorge Luis Borges, Eduardo Mallea y Benjamín Jarnés. Una especie literario-humorística que Conrado Nalé Roxlo manejaba con soltura.

Vedia, en suma, se había incorporado resueltamente a la vida literaria porteña, en tiempos en que revistas como Martín Fierro y Proa reunían a los jóvenes de una generación que iba a convertirse en la más renovadora y clara del siglo XX. El periodismo y la docencia absorbieron al codirector de la Revista de América. Continuó en el libro su labor docente. «Lee y enseña a leer -como dijo Pagano en el discurso de recepción académica-. Instruye y deleita. Es el maestro en el artista, el poeta en el transmisor de emociones, dirigidas a embellecer la vida del espíritu».

  —259→  

Este gusto por la enseñanza era un rasgo familiar, una forma generosa de ser argentino dándose a los demás. Entre las familias intelectuales de nuestro país -los Mitre, los López, los Varela, los Bunge- los Vedia se distinguieron por esa entrañable vocación de servicio que en ellos se extendió a las armas. En la línea de los Vedia estaban don Nicolás, general de la Independencia y suegro de Mitre; don Julio, hombre de espada y de pluma y guerrero del Paraguay; don Agustín, soldado y escritor; Joaquín de Vedia, personalidad extraordinaria, eminente crítico dramático y animador inteligentísimo de la vida teatral porteña; Mariano de Vedia y Mitre, historiador, traductor de poetas ingleses y Presidente de esta Academia. A ellos hay que agregar al general Nicolás de Vedia y, en nuestros días, a Bartolomé de Vedia, sobrino de Leonidas, periodista de sólida formación y elevada doctrina, y escritor de primer orden.

Esa vocación de servicio característica de una estirpe de argentinos señaló la personalidad de Vedia en la prensa, en la enseñanza, en la crítica, en el libro, en el amor a los grandes poetas, en la amistad y en la devoción familiar. Si las acciones superiores y dignas de memoria se mantienen en algún lugar, sin necesidad del socorro de la frágil o caprichosa memoria humana, allí deben estar las cumplidas por el nobilísimo Leonidas de Vedia.