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ArribaAbajo Una provincia de la tierra y del cielo. La Poesía de Carlos Mastronardi

Alejandro Bekes


Cuando recibí de esta Academia la invitación a hablar sobre Mastronardi, lo primero que pensé fue que iba a hacerlo ante personas que tenían sobre mí una ventaja insuperable: la inestimable ventaja de haber conocido personalmente al poeta. Yo apenas puedo decir que en mi adolescencia alguien me señaló una vez a un señor mayor, del que creo recordar que estaba muy triste, y me dijo que era el hermano del famoso poeta, que había muerto hace poco. Esto fue en Concordia, hacia 1976 o 1977. No puedo precisar lo que sentí, pero seguramente no me engaño si digo que fue una especie de pavor religioso: estaba cerca de alguien que era hermano de un poeta... Mastronardi era por entonces, para la mayoría de nosotros, el autor del primer verso de «Luz de provincia». Sábato ha dicho, festivamente, que la fama suele deberse a razones equivocadas; no así en este caso, porque ese verso inicial del poema es justamente famoso. Lo malo estaría en que él agotara la popularidad de Mastronardi. Y digo «estaría», porque hoy Mastronardi no es realmente popular en Entre Ríos, donde muy pocos recuerdan a los poetas y en cambio todos hablan, como en otras partes, de ciertos senadores y diputados que tienen palacios, testaferros o caballos de carrera: hablan, en fin, de los sujetos que los medios masivos imponen a la consideración pública, y no de los hombres que, movidos por un impulso generoso, movidos por el amor y no por la ambición insensata, dejaron algo valioso a los que vinimos después.

Estamos aquí, ahora, para tratar de reparar en lo posible ese error. Y por eso es que me atreveré a hablarles de Mastronardi, pese a que tal vez algunos de ustedes tendrían mayor derecho que yo para evocarlo; me animaré a hablar de él porque un poeta, cumplido su día sobre la tierra, nos pertenece a todos por igual; porque un poeta, a   —290→   diferencia de otros hombres, rara vez deja herencias delimitadas y tangibles, pero se deja a sí mismo hecho poesía. Y se deja, no por pedacitos ni por franjas, ni repartido en momentos esporádicos de emoción literaria, sino confiando en que la eternidad completará su figura y lo transformará por fin en sí mismo, según nos dejó dicho Stéphane en aquel verso que todos sabemos de memoria -Tel qu'en lui même enfin l'eternité le change- y que a Mastronardi le cuadra perfectamente, según el tiempo y la distancia nos va mostrando la verdadera dimensión y la significación de su poesía.

Cabe ahora que nos preguntemos, entonces, cuál es esa significación. Es curioso, pero la pregunta nos enfrenta, aun sin querer, con otra mucho más amplia, que nunca deja de ocurrir y que aparentemente no tiene respuesta: la pregunta por la significación de la poesía en general. Se nos dice que no hay, en nuestro tiempo, género más cultivado ni menos leído. Podríamos criticar ambos términos. No creo ser pesimista si digo que no todos los que escriben versos cultivan la poesía, ni mucho menos le rinden culto. Y en cuanto a leerla, es verdad que los libros de poesía tienen pocos lectores, pero no es menos cierto que los recitales suelen tener un público bastante numeroso y sobre todo muy atento. Lo que nos lleva a pensar que tal vez la poesía esté entre las necesidades vitales de los seres humanos, aunque sea en sus formas elementales (que siempre tienen el mérito de lo ingenuo y naciente) o en las formas degeneradas, es decir en las deformidades, que podemos ver con relativa frecuencia en algunas publicaciones u oír en algunos recitales.

La poesía de Mastronardi, ya lo sabemos, está en las antípodas de lo ingenuo y de lo informe. Si hay algo evidente en ella, es la voluntad de forma, el empeño clásico. Si hay algo legendario en Mastronardi, es la infinitud de su método, la larga paciencia con que pulió su instrumento de contemplación. Porque no debemos pensar que su trabajo fue meramente el de corregir una torsión sintáctica o mejorar un epíteto. Se trata de otra cosa. Es un trabajo interior el que transforma la materia caótica de la memoria y del sentimiento en verdadera poesía. Es esto lo que no comprenden quienes creen que para escribir poesía basta con un lápiz y un papel. La artesanía es solamente la cara visible del arte, cuyo objeto profundo es el espíritu del artista. En este sentido, insisto, el caso de Mastronardi es paradigmático.

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Se diría que en él, a diferencia de lo que ocurre con Valéry, la concepción intelectual de la poesía no proviene tanto de un propósito deliberado, cuanto de una necesidad íntima y apenas explícita. Si leemos con atención ciertas páginas de sus Memorias, ciertos versos de Conocimiento de la noche, nos encontramos con una sensibilidad extrema que parece requerir como contrapeso el recato, la penumbra como refugio, y que logra, por un supremo esfuerzo, resolver la precariedad y hasta el desvalimiento vital en pura belleza, porque así como en el verso de Valéry asistimos a la resolución de las orillas tumultuosas en lejano rumor -le changement des rives en rumeur- así en Mastronardi la pena de ser se convierte, para decirlo de un modo canónico, en una música, un rumor y un símbolo.

Pero hay más. El método no se limita a reducir a una forma la materia doliente o nostálgica del tiempo, sino que hace de ella una sustancia viva; mejor dicho, la devuelve a la vida. La poesía no es recuerdo de la belleza vivida, sino que es esa belleza. Si queremos ver el rostro de Helena, lo que podemos hacer es leer la Ilíada, porque ése es su rostro, aquel que se parecía terriblemente a los de las diosas inmortales. Si queremos revivir lo que fuimos, no nos basta con recordarlo; necesitamos el arte. Uno de los últimos cuentos de Borges, «La memoria de Shakespeare», nos propone la paradoja de que si un hombre común recibiera mágicamente la suma de los recuerdos del mayor poeta, esa memoria no le serviría de nada, porque no es más que el barro informe con que el artista labró su obra y se labró a sí mismo; porque al fin de todo el artista (como lo afirma el verso de Mallarmé) se transforma en su obra. Al respecto, es revelador comparar ciertos poemas de Mastronardi con los pasajes de su prosa autobiográfica que parecen referirse a las mismas anécdotas.

La infancia es una provincia perdida adonde no nos llevan los caminos trillados. Son los sabidos lugares, tan ajenos y tan lejanos sin embargo como algo visto en un sueño. Esto se vuelve notorio, como digo, a quien lee la autobiografía de Mastronardi y la contrasta con sus versos. Las Memorias de un provinciano contienen bellas semblanzas, afortunadas digresiones, atinados toques de humor y momentos de honda filosofía, incluso diré de poesía verdadera; pero ésta casi nunca brota de la pintura del pasado, sino de la reflexión melancólica   —292→   de ese pasado. Para recobrar de veras lo que fue, para resucitarlo, Mastronardi necesita el verso, necesita el ritmo; lo digo a sabiendas de que quizá esta cláusula pone en cuestión el método sustentado por él. Si la poesía es una operación exclusivamente intelectual, ¿cómo se explica que el mismo asunto, tratado en prosa y en verso, dé frutos tan diferentes? Yo afirmo que, para un verdadero poeta, el verso siempre sugiere otra cosa, anuncia otro derrotero. No sé si el hecho es misterioso; en todo caso, nos propone un problema. La prosa de las Memorias es delicada, sabrosa, y casi no hay página que no tenga su pincelada maestra. Pero detrás sólo está la marchita y desvencijada sustancia de los días, sólo está la ceniza de lo vivido. Para asistir a la vida misma, tenemos que leer «Luz de provincia» o «La rosa infinita» o «Los bienes de la sombra». Allí la infancia no está simplemente evocada: allí está la infancia, entera y sin otro propósito. Allí está entera la Arcadia.

Está claro que este ámbito donde revive la provincia no agota la obra de Mastronardi; pero vale la pena preguntarnos cuál es el sentido y el valor de esta creación, sin duda la más característica del poeta que estudiamos. Yo siento que sin ella, sin la clara imagen de esa provincia vista con ojos maravillados (primero los ojos del niño y después los de la infinita añoranza), la poética de Mastronardi podría haber quedado prisionera de su propio rigor, podría haberse quedado en libre y ligero juego, en mero ejercicio inteligente... Lo que la labor del poeta tiene de necesario, lo que al poeta se le impone: tal es, a mi juicio, el secreto regalo de la musa. Con esto no creo contradecir necesariamente la sentencia valeriana que Mastronardi cita en su ensayo: El alma es un mal poeta. El propio Mastronardi reconoce allí que es difícil creer que temas tan nobles como el de Narciso o el del Cementerio Marino se le hayan presentado por puro azar al poeta francés. En todo caso, convendremos en que la tarea del espíritu no es configurar señales en el vacío, sino traer a la luz una esencia posible, algo que «siempre estuvo ahí», como las notas en el arpa de Bécquer, esperando la mano capaz de conmover las cuerdas, de traer al mundo esa música. Desde luego, no estoy diciendo que la tierra de Entre ríos tenga una música... No, es el hombre el que pone su música en las cosas, o al menos es así como hemos llegado a pensarlo. Ojalá tuviéramos todavía la inocencia de pensar lo contrario.

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Debe quedar claro, por otra parte, que la provincia cantada por Mastronardi no es la de ahora, sino la de entonces. Y la provincia de entonces ya no existe sino como reconstrucción elegíaca,


porque sólo de lejos las cosas son distintas
y se vuelven, impares, nuestros hondos cimientos.



La de ahora, ya sabemos, no difiere esencialmente de cualquier otra tierra. Abunda en suaves lomadas, en islas de exasperado verdor, en palmares, en anchos ríos y en ocasos inolvidables, pero también en vidas ultrajadas, en violencia estúpida, en amores atribulados, en dilaciones de la ley y en los mil golpes naturales de que la carne es heredera. No se trata, entonces, de hablar de la mansa vida provinciana. El poeta jamás debe mentir. Se trata, en cambio, de la armonía original del mundo, de aquella que fue nuestra y que una vez perdimos. La provincia perdida, con sus pastajes, sus parvas atardecidas, sus patios perfumados por la glicina y sus manos maternales, le da encarnación visible, respirable, a la intuición de esa armonía que merece el canto:


La conozco agraciada, tendida en sueño lúcido.
Da gusto ir contemplando sus abiertas distancias,
sus ofrecidas lomas que alegran este verso,
su ocaso, imperio triste, sus remolonas aguas.



Y también:


La tarde, ausencia y fuego, se pierde en los arroyos
y allá están, los he visto, unos lacios juncales
que agravan de sombría delicia y de secreto
el verdor extendido, la dulzura incansable.



Se objetará quizá que hay una diferencia importante entre «Luz de provincia», escrita en un presente que parece actual, aunque tal vez intente ser eterno, y poemas decididamente elegíacos como «La rosa infinita», «Los bienes de la sombra» y «La dádiva sin rostro», donde campea con su entero poder el pretérito imperfecto. Parece obvio que   —294→   esa diferencia radica en las respectivas fechas de composición, o de gestación, de los textos. Uno siente (más allá de toda precisión biográfica) que la Entre Ríos de «Luz de provincia» está ahí, que el poeta la ha recobrado. Sin embargo, el final del poema nos habla de un ocaso que confunde sus tiempos; y el pasado, sostenido hasta allí por el presente, aparece en el verso final, proyectando su luz triste, su misteriosa luz retrospectiva, sobre lo leído. Es así que ese verbo: una vez yo pasaba... abre la puerta a la elegía y justifica el tono de los poemas que vendrán.

La obra poética de Mastronardi es breve, pero el espacio ideal que abarca es extenso. Su voz, siempre reconocible y profunda, puebla el silencio fundamental con una música experta, que parece extenderse sin límites. Una música que además se sustenta en ese silencio, que parece crearlo en nosotros no bien empezamos a oírla. Tal vez sea una prueba de la alta poesía esa capacidad para acallar las otras voces, para liberar nuestro espíritu de ruidos, en el momento de alzar su palabra. Ese voluntario aquietamiento es la señal inconfundible de la plenitud.

Libre del patetismo y de estridencia, la poesía de Mastronardi comunica siempre una lenta y constante emoción, emoción que a veces se resuelve en desolada unción elegíaca y a veces trepa hasta altozanos de escalofrío, como en la estrofa final de «Los reyes olvidados»:


Te excavan y te ahondan lentísimos ausentes,
oh tumba de los otros, alma vuelta al mañana,
sumisa a unos fantasmas que te sitian y roban
para entregar al tiempo la criatura desierta.



Poema éste, dicho sea de paso, que nos deja atisbar el fondo trágico, la zozobra íntima que el poeta trata de vencer, el enemigo al que opone, denodadamente, sus murallas verbales, sus alejandrinos inamovibles; ese oscuro enemigo del que habló Baudelaire, que se alimenta de la vida que perdemos. Si es certera esta clave, ella nos permite entender perfectamente la propensión reflexiva, el carácter metafísico de su poesía última. No me refiero tanto a aquella que, aunque hermosa, parece deberse a una suerte de ejercicio (un ejercicio   —295→   de venerable prosapia, que Parménides y Lucrecio también practicaron), como es el caso del poema «Unidades», donde se lee por ejemplo:


Trama el hijo esa noche nupcial que lo procrea
y dicta el doble fuego del amante y la amada
cuando es vida incorpórea que ver la luz desea.



Poesía, insisto, que, aunque noble y bellamente escrita, parece no tener raíces en la experiencia vital. (Caso semejante es el conmovido poema doctrinal dedicado a Edgar Allan Poe). Me refiero más bien a otros textos, algunos de tono sombrío, que revelan el propósito estoico de pararse de cara al destino, aceptando con valentía lo irremediable. También aquí se encuentra ocasión de belleza, como en estos dos versos memorables de «La frontera invisible»:


Busco al inmóvil griego que me predijo y puso
en un lugar incógnito de su grandiosa esfera...



O en éste, que abre el segundo cuarteto de «Exhumaciones»:


Perdido en esos bienes callaba mi destino.



Versos que se resisten al estudio, versos que sólo quieren la frecuencia y el goce. De esta serie, no voy a negarme al deseo de citar entero el siguiente soneto, emblemático del hondo coraje de que hablábamos:



Incógnito eslabón de una cadena
cuyo extremo está siempre en el futuro,
animo ahora la infinita escena,
que me quiere también actor oscuro.

Parte y razón de un orden que sustento
siquiera un día, como todo humano,
así me justifico y doy aliento
al mudo porvenir. No hay hombre vano.
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Hoy me dejan los átomos dichosos
en la porción visible de la esfera,
donde respondo a fines misteriosos.

Sumada está mi condición precaria
al unánime plan, pues soy ligera,
fugaz burbuja, pero necesaria.



En la poesía de Mastronardi no falta tampoco la erótica, y ésta no es afantasmada ni lánguida, aunque su efusividad quede oculta, viva oculta en comarca de signos y de fábulas, como él mismo se dijo de sí mismo, completando la máxima de Epicuro: Lathe biosas. Poemas como «Romance con lejanías» y «Música; nocturna» aventuran el elogio de la mujer ausente o presente, con notas de sensualidad y de serena ternura:


La rosa de mirarte arde en silencio...



Pero si hay un texto de pasmosa originalidad en Mastronardi, ese texto es «Algo que te concierne». Después de muchos años y de muchas lecturas, pienso ahora que este poema es algo así como el reverso de todo petrarquismo; es, digamos, como si en él viéramos el otro lado del tapiz que tejió toda una tradición de la poesía occidental: la tradición de la amada lejana, die ferne Geliebte. Aquí, al compás irregular de un verso más bien libre, el poeta empieza por evocar para ella una fiesta; una fiesta ya apagada y remota, casi irreal, una fiesta que sin duda es la cifra de todo lo que en nuestra vida es exterior y momentáneo: un encuentro de sombras corteses, dice,


tan incierto que ya no recuerdo su lugar ni su tiempo,
y cuya condición menguante
es la de todo aquello que se funda en las formas,
en los acuerdos exteriores,
y no en la intensidad que nos construye...



De esa ocasión casi olvidada nada queda, continúa el poeta, salvo tu pensado rostro, un rostro que vive en la sensible música que engendras,   —297→   y que salva del callado naufragio aquel encuentro: porque la realidad con tu recuerdo empieza. Ahora, el poeta parece hojear, repasar en su noche solitaria el arquetipo del texto erótico, el manantial del amor filosófico, el Banquete de Platón. Fijémonos en el desparpajo con que nos muestra la oficina del poeta, la escena original donde ha de nacer el dios alado. ¿Cómo es posible que ese gesto de mostrar, casi al descuido, cómo nace la mitología amorosa, no rompa el encanto, no desdibuje la ilusión? Y es todo lo contrario: la ilusión es tan firme que nada pierde con que la veamos nacer. Mejor dicho, la ilusión es tan cierta, la poesía es tan verdadera, que la realidad sensible colabora con ella, la sostiene y la nutre:



Dejo el antiguo texto. Es tarde. Me devuelven al mundo
el poder inmediato de la noche
y el viento que en los árboles insiste.
Ya han de andar las abejas sobre jardines jónicos.
El tiempo se demanda bajo la intensa lámpara.
Yo escribo que te quiero.

Semejante a una ternura antigua
regresa el habitual carro del alba,
como si fuera el eslabón que salva
la persistencia, el orden de este mundo.
La ciudad duerme bajo la lenta lluvia.
Suena un vago reloj en el piso de arriba
Vuelvo a mí mismo, a verte.



Me he detenido extensamente en este poema llevado por el deseo, posiblemente vano, de mostrar más de cerca cómo se organiza esta voluntad de forma, que traza libremente sus derroteros y genera su propio espacio, como las constelaciones, como la música.

Le gustaban a Mastronardi, indudablemente, las secretas aventuras del orden. Sospecho que no es su arte poética, sin embargo, lo que más nos atrae ahora de él, por mucho que valga su ejemplo laborioso como antídoto contra la ignorancia, la estólida vulgaridad y el cinismo que nos abruman. Vivimos tiempos oscuros, tiempos de prueba y de dolor. El alma de los que todavía pedimos justicia se retrae, acongojada, ante los desmanes y ante la insensatez que nos rodea. El mal que nos aqueja es la extensión de nuestra inmoralidad pública y privada.   —298→   El espíritu busca un refugio para no morir. La poesía es uno de esos refugios, y la de Carlos Mastronardi tiene méritos para alzarse entre la más noble que tenemos. En ella está sin duda nuestra Argentina: la que perdimos, la que todavía queremos.



Vuelvo a cruzar las islas donde el verano canta,
y un aire enamorado de esa extensa delicia
en cuya luz diversa y en cuya paz se anuncia
la querida, la tierna, la querida provincia.

Larga dulzura creada para entender la dicha,
durable rosa, quieto fervor, gajo de patria.



Que no nos engañe la palabra provincia. La provincia es un gajo de patria, y de los gajos puede rehacerse el árbol.

La patria, escribió Leopoldo Marechal, debe ser una provincia de la tierra y del cielo. Excepción hecha de una minoría más o menos visionaria, podemos decir que nuestros padres se preocuparon sobre todo de la parte terrestre; por algo el propio Marechal, en su página de 1966, insistía en que había que poblarle el costado de arriba... Y bien: ese país material, ese país de trigales y frigoríficos que recibimos en herencia, ahora está perdido. Si queremos hallar todavía algo de su esencia, creo que sólo la encontraremos en el arte, en las letras, en la memoria. Y que ese país esencial exista y que no sea un completo desierto, se lo debemos en especial a los poetas. Lugones se dijo feliz por haber bebido patria en la miel de su selva y de su roca. Digamos nosotros que somos felices de poder beberla todavía en la oda de Lugones, o en las páginas de Adán Buenosayres, o en los versos de «Luz de provincia».

La provincia perdida de Mastronardi es también, para nosotros, la perdida posibilidad de un cantar compartido, de un lugar entre los hombres y las mujeres que hicieron el país, aquellos que regían los cielos y el ganado entre pastajes sin límite, que gobernaban el arado y la casa, que tendían la mesa y le enseñaban a leer al futuro. Que nos quede al menos la patria secreta del arte y del pensamiento. Que no se nos muera esa Argentina íntima. Que seamos capaces de legarla a nuestros hijos y a los hijos de los demás. Mientras ella exista, nos quedará la esperanza de volver a ver un país que alcance para todos.

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Al hombre numeroso de penas y de días, la poesía de Mastronardi le promete refugio, amistad y consuelo. Como él, buscamos una comarca donde podamos desandar las jornadas y rehacernos a despecho de los hados, no para hacerle trampa al destino, sino porque, como Novalis sabía, el mundo empieza con un sueño, y una poesía que nos ayude a soñar de nuevo la patria es hoy el más bello y precioso de los legados. Y si la vida nos fallara, siempre esperaremos ese hondo latido, eso que viene de la penumbra al verso, con creciente y fatal soberanía y concede sentido a lo acabado. Por mucho que vivamos, por mucho que pensemos y nos esforcemos, siempre tendremos dentro al niño o al muchacho que soñó nuestra vida, la vida que acaso no pudimos darle. En un patio, en un paseo por el campo, en una puerta que miraba al ocaso, se quedó nuestra tierra, nuestro tiempo más puro. Allí estamos para siempre en la brisa, libres, oscuros, y la vida inmensa se extiende ante nosotros:


Una vez yo pasaba silbando entre arboledas.