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ArribaAbajo El poeta Roberto Ledesma a cien años de su nacimiento54

Antonio Requeni


Roberto Ledesma nació el 27 de julio de 1901 en una casa ya desaparecida de la calle Charcas al 4000. Uno de sus abuelos fue Pepe Posse, el gran amigo de Sarmiento. Tenía diez años cuando su familia se mudó a Hidalgo y Chubut (actual Ángel Gallardo), hoy barrio de Caballito y entonces casi la pampa. El poeta recordaría siempre ese paisaje que describió en su novela para niños Juan Sinruido. Durante el bachillerato, en el colegio Mariano Moreno, colaboró en revistas estudiantiles y después de interrumpir los estudios de medicina, a los 20 años, empezó a enviar colaboraciones poéticas a la revista El Hogar e ingresó como periodista en el diario La Razón. Allí reencontraría a quien había sido uno de sus amigos de infancia, Córdova Iturburu. Por esa época colaboró además en Caras y Caretas.

Esto ocurría a comienzos de la década del 20, años de efervescencia literaria en que los jóvenes ultraístas, acaudillados por Borges, creaban revistas en las que se rechazaban los magisterios de Darío y de Lugones, proclamando una nueva sensibilidad poética. Ledesma no se sintió particularmente atraído por esa belicosa corriente literaria y mantuvo una secreta devoción por el autor de Cantos de vida y esperanza. No obstante, publicó en la revista Martín Fierro alguna colaboración. Sus versos de inspiración clásica y con fuerte impregnación neorromántica, no se ajustaban a los propósitos renovadores de sus colegas, por lo que prefirió destinar a la mencionada revista prosas   —358→   satíricas que tuvieron buena aceptación. Publicó su primer libro en 1925, cuando en un concurso de Amigos del Arte para obras inéditas fue premiado El buscador de oro, poemario que aparecería después con el título Caja de música.

A partir de ese momento empezó a colaborar en La Nación y en 1928 formó parte de la primera comisión directiva de la Sociedad Argentina de Escritores, creada por Leopoldo Lugones. Al fundarse el diario El Mundo, su primer director, Alberto Gerchunoff, lo invitó a incorporarse como redactor, función que desempeñó muchos años, en los que fue compañero de Conrado Nalé Roxlo, Roberto Arlt, Horacio Rega Molina, Carlos Mastronardi y Francisco Luis Bernárdez. En 1933 se le otorgó el segundo Premio Municipal de Poesía por el libro Transfiguras. Diez años más tarde publicó Tiempo sin ceniza y Nivel de cielo, con los que obtuvo una Faja de Honor de la SADE, el Premio «Sur», instituido por Victoria Ocampo, y el tercer Premio Nacional de Poesía. No muchos saben que Ledesma compartía su pasión literaria con la curiosidad por las ciencias naturales. El dinero del premio municipal le sirvió para comprar un microscopio y el del tercer premio nacional para adquirir su casa.

Quiero volver un poco atrás para contar otro episodio que tuvo, seguramente, gravitación en su vida. Ledesma no podía ser sino un ferviente admirador de Enrique Banchs, con cuyos sonetos algunos de los suyos poseen indudable parentesco. Desde muy joven visitó al autor de «La urna» y en esas visitas conoció a Amalia, hermana menor del maestro, con la que en 1924 contrajo matrimonio. La unión no duró muchos años, a pesar de que, suponemos, debía de existir entre ellos afinidad intelectual. Amalia, la hermana de Enrique Banchs, no sólo era devota lectora de poemas. También los escribía. Después de la separación publicó un libro de versos titulados Racimos, en el que, a pesar del título, hay sonetos nada desdeñables.

Años después, Ledesma volvería a casarse, esta vez con Esther Chiérico, hija del escultor Santiago Chiérico y hermana del crítico de arte y periodista Osiris Chiérico. Con Esther y con la hija de ésta vivió una etapa de felicidad y armonía en su acogedora casa de la calle Ramallo, en Belgrano R., donde lo visité en más de una oportunidad y frente a la cual, tras su desaparición, en 1966, los amigos plantamos un árbol en su memoria y colocamos una placa conmemorativa.

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Pero volvamos atrás otra vez. Después de Nivel de cielo, libro de 1943, apareció en 1953 su ya mencionada novela Juan Sinruido, y en 1955 la editorial Hachette publicó La llama, selección de versos y prosas, con un inteligente y afectuoso prólogo de Eduardo González Lanuza. En 1957 Ledesma publicaría su último libro de poemas, El pájaro en la tormenta. Completan su producción los ensayos Evolución del soneto en la Argentina, Genio y figura de Rubén Darío y Una geografía vista por poetas.

En toda su obra, la escrita en verso es sin duda la de mayor relevancia. Ya he dicho que Roberto Ledesma no fue un poeta de estética innovadora o revolucionaria. Le interesaba más lo aceptadamente bueno que lo azarosamente nuevo. Ese desapego por la novedad a ultranza influyó, seguramente, para que no mereciera la atención de las generaciones más jóvenes, siempre proclives a exaltar la rebeldía, la transgresión. Sin embargo, la poesía de Ledesma no peca de pasatismo; el equilibrio de una belleza ceñida, despojada de adornos retóricos, son los rasgos de un estilo que, como dije antes, prefirió la obra bien hecha, de acuerdo con cánones tradicionales, a la riesgosa experimentación.

Recuerdo con placer el día en que, siendo muy joven y sin conocerlo, leí por primera vez sus versos en la Antología Poética Argentina recopilada por Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares. Encontré allí tres sonetos burilados como perfiles de medalla, con una adjetivación tan precisa, un juego de consonantes y un ensamble tan justo y natural, que parecían existir desde antes del autor, como si éste se hubiera limitado a extraerlos en bloque de un yacimiento misterioso. Sonetos escritos directamente para las antologías, detenidos en el tiempo, que parecían detener el tiempo. Quiero leer uno de ellos:



Pienso en todas las veces que he amado
y, en vez de rostros de mujer, evoco
cierto aire, cierta luz que no he soñado,
y que si existen no lo sé tampoco.

Tal vez el corazón estaba loco
y lo de entonces se le habrá olvidado.
Alguien, esto es verdad, iba a mi lado,
y todo lo demás era muy poco.
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O era la misma cosa indefinida;
cierta luz, cierto aire que se olvida;
eso que ahora llamo y no responde.

Dos sombras que se iban alargando
sobre una senda de quién sabe dónde,
en otro tiempo, no me acuerdo cuándo.



Agrego otro soneto que no está en la mencionada antología y que yo guardo, manuscrito y dedicado por el autor:



Si la gacela de ojos de gacela
se asoma y mira con temblor de hoja,
sientes, en un ahogo de congoja,
que la gacela mira y no recela.

Hay, en esa mirada que no vela,
algo que te lastima y que te enoja;
algo en esa mirada te sonroja
y, como te sonroja, te rebela.

Mirando esa mirada desvelada,
halla la vida demasiado cruda,
hasta la luz encuentra demasiada.

Porque en esa mirada que no escuda,
en esa desnudez de la mirada,
se ve que la gacela está desnuda.



Los sonetos, coplas y demás composiciones de Ledesma están hechos de versos nítidamente dibujados, sobrios, de serena fluencia. El poeta se mantuvo fiel a sí mismo, a un concepto apolíneo y vital de la poesía, género en el que debía resplandecer, a su juicio, la claridad, el sentimiento, y un insoslayable anhelo de comunicación.

Pocas semanas antes de que muriera, a los 65 años, tras una prolongada agonía, La Nación publicó su último poema, un soneto titulado «Recuerdo de un caballo». Esos versos hablarán de Roberto Ledesma mucho mejor que cualquier texto crítico o unas simples palabras de homenaje, como las que acabo de pronunciar.

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Hace tiempo que libre de herraduras
fuiste a pacer en los nocturnos prados,
y que ya ni recuerdas tus llanuras,
suelto en un más allá sin alambrados.

Aquí, entre rascacielos y apreturas,
te me has vuelto una sombra de olvidados
años de correrías y aventuras,
en pajonales, montes y bañados.

Pero entra en la ciudad un viento en celo,
oloroso a relincho, a nido, a tallo
quebrado, a res, a plumas en revuelo,

y al otro lado del recuerdo te hallo,
te embrido y parto en dirección al cielo,
por escondida huella de caballo.