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Hace 38 años, cuando cursábamos Gramática en nuestro primer semestre en la Facultad de Filosofía y Letras, un compañero juzgó así los méritos de Ofelia Kovacci, que a todos ya nos parecían inalcanzables: «sólo su elegancia
le impide ser mejor docente»
. Ofelia fue elegante en su atuendo, en su andar, en sus maneras permanentes, en su método expositivo, en su trato; en una palabra, en su forma de administrar la vida. También en la de dejarla.
Pagó un precio excesivo por su vigilada sobriedad, algo que yo ya me atrevo a llamar soledad, pero que fue acaso el dominio más acogedor que le permitió su severa actitud frente al vivir, entendida como una implacable opción por las responsabilidades y una postergación -nunca sabremos cuán dolorosa- por otras demandas de la condición humana. La respetamos tanto que nos avinimos a creer en la justicia de esa ecuación: su discreción perfecta nos forzó a ser discretos, su distancia nos impuso lejanía. Nos alegrábamos cuando su naturaleza tierna se filtraba en una sonrisa que ampliaba una mirada limpia, casi infantil.
Como no le pasó a la Bella Durmiente, Ofelia tuvo que dormirse para que pudiésemos decirle cuánto la quisimos.