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ArribaAbajoDiscurso de bienvenida

Carlos Alberto Ronchi March


Señor Presidente
Señores Académicos
Señoras y Señores:

Cuando Conrado Nalé Roxlo, el gran escritor de fulgurante y hasta temible ingenio, fue designado académico, se hizo presente por primera vez, con cierto retraso, en la sala donde sus colegas estábamos tomando una taza de té, como solemos hacer, antes de iniciar la sesión. Echó una mirada panorámica sobre todos los circunstantes y dijo con fuerte voz: «Ahora comprendo lo que me han dicho sobre las dos generaciones que forman este Cuerpo: los jóvenes, de setenta a ochenta, y los maduros, de ochenta a noventa». No se crea que esta hilarante observación no tenía algún ligero fundamento: en las últimas décadas, hemos contado con algunos gratísimos colegas nonagenarios, como el maestro Ángel J. Battistessa, que a esa edad era capaz de recitar sin un solo error tiradas enteras de las tragedias de Racine o de Corneille, o por entero el Art Poétique, de Boileau; o como el gran narrador y crítico Enrique Anderson Imbert, fallecido hace tres años, que al filo de los noventa solía amenizar nuestras reuniones con alguno de sus memorables cuentos fantásticos; o, por fin, un caso como el de Bernardo González Arrili, que repuesto por entonces de un breve percance cerebral, regresó meses después quejándose de su caducidad, y cuando un joven colega le dijo afectuosamente: «Pero, don Bernardo, si estoy seguro de que todavía le gustan las pibas», respondió con su típico humorismo: «Eso es verdad, pero no me puedo acordar por qué».

Con todo, no hay que extremar las cosas. Hace años venía yo diciendo: «Elijamos académicos más jóvenes, porque de lo contrario se va a convertir esto en un geriátrico». Felizmente, así se hizo. Desde tiempo atrás, nuestra inolvidable Presidenta, Ofelia Kovacci, y yo, acaso por habituados al ambiente más variado de la Facultad, teníamos puesta la mirada en un joven y ya muy destacado profesor de   —32→   Filología Hispánica y de Latín: el inteligentísimo y muy docto catedrático a quien hoy, con extremo placer y afecto, tendré el gusto de presentar a ustedes: el doctor José Luis Moure, quien no obstante la valiosa obra que tiene ya realizada, es actualmente el más joven de los que forman nuestro cuerpo académico.

José Luis Moure cursó sus estudios en el Colegio Nacional de Buenos Aires, que conservaba todavía sus tradicionales seis años obligatorios, de los cuales otros tantos eran, precisamente, de latín. Pasó luego a la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, donde se destacó como siempre por su responsabilidad, por su espíritu creador y por lo que en filología se denomina acribia, la precisión, la exactitud, el rigor en todo lo que se hace (palabra que no casualmente, me temo, falta en el Diccionario de la Real Academia Española, pero que debido a su común origen griego se usa a menudo en italiano, en francés e, incluso, en alemán).

Todas estas virtudes de Moure determinaron que, a dos años de graduado, su antiguo profesor en el Colegio Nacional de Buenos Aires, el historiador Alberto Salas, le encomendara la edición de un antiguo cronista de la conquista del Perú. Este hecho, que parece fortuito, fue un tanto decisivo para la futura carrera de Moure. En efecto, enterado de que Germán Orduna, el docto profesor de Literatura Medieval en la Facultad, dictaba un seminario sobre un tema bastante relacionado con aquél en el Instituto de Filología Amado Alonso, del cual era en ese momento director, se sintió impulsado a intervenir en dicho seminario, y su intervención fue tal, que al año siguiente, resultó designado auxiliar de investigaciones en dicho Instituto.

Éste fue sólo el comienzo. Orduna sabía elegir a sus colaboradores, y también abrirles camino. Bajo su dirección, Moure obtuvo una beca de iniciación en el Consejo de Investigaciones Científicas (CONICET) en 1978, y otra de perfeccionamiento en 1980. Esta última coincidió en el mismo CONICET, con la creación del Seminario de Edición y Crítica Textual (SECRIT), cuya dirección se confió naturalmente a Orduna. Naturalmente, digo, porque ya hacía años que Orduna, al estudiar los códices de los textos medievales que explicaba en su cátedra, estaba al tanto del campo de estudios que otro famoso teórico, Dom Quentin, había llamado, en 1926, ecdotique, es decir, en castellano, ecdótica (del griego ékdosis, edición), que el Diccionario de la Real Academia Española, simplificando un tanto las cosas, define como «disciplina que estudia los fines y los medios de la edición   —33→   de textos». La llamada hoy, generalmente, ecdótica o teoría de la crítica textual partió, en términos amplios, de la metodología formulada por el gran latinista, germanista y hebraísta Karl Lachmann, en 1850, en el breve, pero memorable prólogo que antepuso a su edición del poeta latino Lucrecio. Los debates han sido largos, y abundantes las aquiescencias y las negaciones; entre estas últimas, la refutación que sobre los códices posteriores, de tradición fundamentalmente itálica, le dirigió mi gran profesor de filología griega en Florencia, Giorgio Pasquali, en su libro extenso e intenso, de validez en gran parte actual, Storia della tradizione e critica del testo, Firenze, 1952.

De todos modos, se habla hoy de críticos neolachmannianos, algunos cum grano salis, como el propio Orduna. No debemos olvidar, a este respecto, que la editorial Giardini, de Pisa, ya le había publicado a Orduna, en 1981, los dos volúmenes de su edición del Rimado de Palacio, que lo hizo mundialmente conocido.

A los que me digan que estoy valorizando con exceso los méritos de una edición crítica hecha con estos nuevos métodos, les recordaré un solo ejemplo: un filólogo de la talla de Américo Castro, que había publicado en 1911 una edición del Buscón, de Quevedo, advirtió su insuficiencia, y la volvió a publicar, con nuevo texto, en 1927. Pues bien: compárese ahora, dentro de la línea nueva de que hablamos, con la edición de la misma obra realizada por Fernando Lázaro Carreter, Salamanca, 1966.

Volviendo a la tarea inicial del SECRIT, diré que Orduna se lanzó entonces, con Moure, como único colaborador, y el Dr. Ferro como técnico, a realizar su proyecto de edición crítica de la Crónica de los Reyes de Castilla, de Pero López de Ayala.

A partir de aquí se suceden los trabajos de Moure sobre ramificaciones de este problema, llenos de originalidad, como el que le publicó don Claudio Sánchez Albornoz en sus Cuadernos de Historia de España, sobre la frustrada edición de Jerónimo Zurita, o como el artículo sobre la autenticidad de las cartas de Benahatin, que apareció en la revista Incipit. Otros más podría citar, pero no lo permite esta síntesis.

En 1992 presenta Moure, ante la Facultad, su tesis sobre la llamada Crónica abreviada del Canciller Ayala, que le confiere el doctorado con la calificación de sobresaliente. Con tales antecedentes, es designado por concurso profesor regular de Filología Hispánica, a los   —34→   treinta y seis años, con la obligación de codictar Historia de la Lengua, Dialectología Hispanoamericana y, en los últimos años, Lingüística Diacrónica.

La actividad docente lo condujo a adentrarse en el estudio del español de América, y naturalmente, esto lo llevó a participar como encuestador dialectal en el magno plan del Atlas Lingüístico de Hispanoamérica, llevado adelante por el infatigable, versadísimo y casi ubicuo Manuel Alvar, que fue también, en épocas mejores, director de la Real Academia Española. Su muerte, en agosto de 2001, nos ha afectado extraordinariamente a quienes admirábamos, además, su extraordinaria calidad humana. Pero aquella vinculación de Moure con él como encuestador en regiones, como Santiago del Estero, Córdoba y La Pampa, dejó asimismo, sus frutos; así su artículo Notas léxicas sobre el español de Santiago del Estero y su erudito estudio El basilisco: mito, folclore y dialecto, publicado en 1999, en la prestigiosa Revista de Filología Española. Del mismo modo, su actividad como profesor lo ha llevado a interesarse, un poco en la línea de nuestra recordada académica correspondiente, Beatriz Fontanella de Weinberg, en el estudio de la temprana documentación colonial-rioplatense. Fruto inicial de ese empeño fue su trabajo Una copia inédita del Acta de Fundación de Buenos Aires, con introducción, trascripción y notas críticas, publicado en un volumen de homenaje a la memoria de su maestro Germán Orduna, que había muerto en diciembre de 2000, y dejó una obra póstuma que se titula, precisamente, Ecdótica.

Desde mayo de 2001, por resolución del CONICET, Moure ejerce la dirección interina del SECRIT. Ya han aparecido un grueso volumen doble (XX-XXI) de la mencionada revista Incipit, todavía única en su género en lengua española, y el volumen seis de Publicaciones.

Quiero terminar con unas palabras generales sobre la obra de Moure. Creo que, sin descuidar la responsabilidad que le corresponde en el SECRIT -responsabilidad un tanto pesada-, su camino más fecundo puede estar en las dos líneas de trabajo más recientes a que he aludido: la dialectología hispanoamericana y, muy en especial, el español de la Argentina. No es una exhortación; ni siquiera un consejo. Es una opinión basada en un recuerdo que me parece valioso. En una larga conversación que tuve con mi gran maestro Amado Alonso, luego de una clase de fin de curso, me ofreció proponerme como lector de español en la universidad de Uppsala, en Suecia, gentileza   —35→   que lamentablemente, no pude aceptar, porque mi consagración a la lingüística indoeuropea y a la filología griega ya estaba firmemente decidida desde el comienzo de mi carrera en la Facultad. Pero la conversación continuó por otros caminos, y Alonso acabó por referirse a su propia obra como investigador y profesor en la Argentina. Él veía como grave omisión de su parte no haber propiciado, o impulsado, más abundantes trabajos del tipo del que realizó la notable estudiosa Berta Elena Vidal de Battini sobre el habla rural de San Luis, u otros semejantes. Yo considero que Moure, por su rigurosa preparación, por su sorprendente capacidad de trabajo y por el entusiasmo con que lo emprende, se halla admirablemente calificado para realizar o auspiciar investigaciones que reparen aquellas omisiones que en su propia obra, extraordinaria como fue, advertía Amado Alonso, su lejano predecesor en la cátedra.