Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —[121]→  

ArribaAbajoComunicaciones


ArribaAbajo José Luis Lanuza en mi recuerdo42

Antonio Requeni


Jorge Calvetti solía decir que la única muerte es el olvido. Yo agregaría que, en el caso de los escritores, éstos mueren definitivamente cuando ya nadie lee sus obras. Es lamentable, pero los argentinos tenemos gran facilidad para olvidar. ¿Alguien lee hoy los libros de José Luis Lanuza? Creo que muy pocos. Las nuevas generaciones ignoran a la mayoría de quienes los precedieron -salvo algunos nombres inconmovibles- y no muestran demasiado interés en conocerlos. Si persiste esa tendencia es probable que la historia de nuestra literatura incluya un extenso catálogo de olvidos. En este año en que se cumple el centenario del nacimiento de José Luis Lanuza, trataré de reparar, aunque sea mínimamente, dicha injusticia.

José Luis Lanuza fue un protagonista insoslayable de la vida literaria porteña entre las décadas del 40 y el 60. Quienes lo conocimos, a principios de los 50, recordamos su breve estatura, su figura regordeta y su aspecto generalmente serio, pero no huraño ni petulante, tras el que se ocultaba una entrañable afectuosidad. Yo le encontraba algunas similitudes físicas e intelectuales con Alfonso Reyes. Al igual que el autor de La experiencia literaria, también calvo, de corta talla y rolliza contextura, Lanuza fue un autor erudito y ameno cuya prosa trasunta siempre, como la del mexicano, una suerte de simpatía que hace más atractivo su discurso y contribuye a establecer un vínculo cordial con el lector.

Nacido en Buenos Aires el 29 de septiembre de 1903, sobrino del político Alfredo L. Palacios, interrumpió los estudios de Derecho para   —122→   dedicarse al periodismo y a la literatura. Era apenas adolescente cuando publicó su primer artículo en el periódico Renovación, que dirigía José Ingenieros. Siguió colaborando en Caras y Caretas y lo hizo después en Última Hora, El Hogar, La Razón, El Mundo, La Nación y La Prensa.

Compartía el ejercicio del periodismo con el del verso cuando, un año antes de aparecer su libro de poesías Mitología para adolescentes, Arturo Cambours Ocampo lo incluyó en su Antología de la Novísima Poesía Argentina, en 1931. Pero la erupción lírica se extinguió pronto. No volvió a escribir o a publicar poemas. Intentó la narrativa con su libro de cuentos Juanita de Valparaíso, en 1936, y a partir de la década del 40, se consagró exclusivamente al ensayo histórico y literario. Su bibliografía incluye Cancionero del tiempo de Rosas, Los morenos, Instantáneas de historia, Morenada, Pequeña historia de la calle Florida, Esteban Echeverría y sus amigos, Coplas y cantares argentinos, Pequeña historia de la Revolución de Mayo, Una nube llamada Helena, Pintores del viejo Buenos Aires, Genio y figura de Lucio V. Mansilla, El gaucho y Las brujas de Cervantes, libro este último editado por la Academia Argentina de Letras, a la que Lanuza había ingresado en 1972 para ocupar el Sillón Esteban Echeverría, vacante por la muerte de Conrado Nalé Roxlo. Lo propusieron Borges, Mujica Lainez y Francisco Luis Bernárdez. En 1974 fue elegido Secretario general de la Corporación y poco después pronunció su discurso de ingreso, presentado por Bernardo González Arrili. Murió dos años después.

Lanuza presidió en tiempos políticos difíciles la Sociedad Argentina de Escritores y el PEN Club, y fue profesor de la Escuela de Bibliotecarios de la Biblioteca Nacional. A todos estos cargos lo llevó no sólo su prestigio de escritor de muchos y variados saberes, sino también, su inobjetable calidad humana y sus probadas convicciones democráticas. En cuanto a su obra, cuyos temas tanto podían ser los poetas de la Independencia, la mitología griega o los clásicos españoles del Siglo de Oro, se destaca por una escritura pulcra y elegante. La seducción de su estilo parece emular el de muchas páginas de Lucio V. Mansilla, Migué Cané o Eduardo Wilde.

«Noctámbulo incorregible», como lo caracterizó Fermín Estrella Gutiérrez al despedir sus restos, José Luis Lanuza se hallaba tan a gusto rodeado por los volúmenes de su biblioteca de la calle Charlone   —123→   como sentado a una mesa del restaurante Edelweiss, de Libertad y Corrientes, en compañía de sus amigos, hasta altas copas de la madrugada. Esas copas eran, en realidad, balones. Lanuza fue un gran bebedor de cerveza y a muchos nos asombraba verlo vaciar litros y litros, durante varias horas, sin perder jamás la compostura.

Yo fui, tal vez, el más joven integrante de aquellas tertulias nocturnas de los años cincuenta. Las chispeantes acotaciones de Lanuza, dichas con el tono de mayor naturalidad y sensatez, se hicieron proverbiales en esos encuentros donde se rendía culto a los juegos de palabras basados en sobrentendidos, en los que el Peque Lanuza -lo llamábamos así por su abreviada estatura- fue un verdadero maestro. Eran contertulios habituales el poeta Mario Luis Descotte y su esposa; el crítico de teatro Jacobo de Diego; el periodista Andrés Muñoz, autor de una biografía de Quinquela Martín; el humorista Carlos Warnes, que firmaba César Bruto; la novelista Laura del Castillo y su entonces marido, el poeta y diplomático hondureño Jaime Fontana; el Cholo Valencia, dibujante peruano de la revista Leoplán; Alfredo Gaillardou, yerno de Eduardo González Lanuza, que se disfrazaba de mapuche y recitaba versos nativos con el nombre de «El Indio Apachaca»; el joven poeta y entonces secretario de redacción de Billiken, Oscar Hermes Villordo; Oscar Uboldi, experto en letras extranjeras; Lisa Lenson -así firmaba entonces la novelista Luisa Mercedes Levinson- y Verónica Dellepiane (a veces, Lanuza, en presencia de ambas, empezaba así su frase: «Lisa y verónicamente hablando...»). Alguna vez asistió Luisa Sofovich, extrañamente sin su marido, Ramón Gómez de la Serna, que era muy celoso. En otra ocasión, llegó el matrimonio formado por Norah Lange y Oliverio Girondo, con dos mujeres tan disímiles como la princesa Isabel de Padilla y Borbón y la vedette francesa Xenia Monti, la primera que hizo un desnudo total en el teatro Maipo. Los que no faltaban nunca eran un ex comisario de apellido Campos, al que Lanuza llamaba «Campitos», y un curioso personaje apodado «El Aduanero» (era vista de aduana) que, por lo general, se encargaba de abonar la abultada adición.

Los años fueron dispersando a aquellos alegres cofrades que dilapidaban sus noches entre destellos de ingenio y la liviana espuma de la cerveza. Por la gravitación de su vasta cultura y su gracejo sobrio pero brillante, José Luis Lanuza fue siempre el dómine máximo   —124→   de dichas tenidas de las que surgió, seguramente, el tan justo apodo de «Pequeño Lanuza Ilustrado».

Algunos amigos seguimos encontrándonos con él. Lo visitamos cuando estuvo internado en el Hospital Francés y cuando se mudó por unos meses a Glew. Fuimos así testigos de su progresiva declinación física, sobrellevada con ejemplar estoicismo. Las prohibiciones de los médicos debieron de resultarle penosas, pero no dejó traslucir angustia ni claudicación. Una tarde de 1976, pocas semanas antes de su muerte, lo visité junto con Jorge Calvetti en su última casa de la calle Concepción Arenal. Con enorme tristeza lo recuerdo sentado en la cama y bebiendo lentos tragos de Coca-Cola. Lo acompañaban su ahijada Haydée y otros amigos con los que apenas podía dialogar. Sin embargo, el Peque Lanuza llegó hasta el final sin quejarse, sin dramatizar su estado. A sus muchas virtudes, debo añadir ésta para dar cabal testimonio de la delicadeza de su espíritu.

Pero no voy a seguir evocando esa etapa dolorosa. En lugar de su imagen envejecida y demacrada, prefiero conservar la de aquel último bohemio de rostro redondo y lleno, con sus ojitos vivaces tras los vidrios de los anteojos, de hace cincuenta años. Aquel José Luis Lanuza sabio, ameno, de incisiva gracia y temerariamente bondadoso, cuya nobleza y cortesía recorren también, sutilmente, las líneas y entrelíneas de sus libros.