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ArribaAbajoEvocación de Víctor Hugo en el bicentenario de su nacimiento

Federico Peltzer



- I -

Introducción


Cuando se programó la lista de escritores a quienes la Academia Argentina de Letras rendiría homenaje en el curso del año 2002, pedí tomar a mi cargo el consagrado a Víctor Hugo. No sólo me impulsó la admiración, también medió una razón personal. En mi adolescencia, con el deslumbramiento de la edad, conocí la poesía de Hugo, merced al limitado francés propio del secundario y acaso por deseo de emular a las primeras amigas, devotas del poeta. Leí entonces sus versos, ya encendidos, ya tiernos, entre ellos los dedicados a su amigo Louis B., donde le recomienda visitar Blois, la casa que fue familiar y la tumba vacía de su padre:


¡Maison! sépulcre, hélas, pour retrouver quelque ombre
De ce père parti sur le navire sombre...



Con idéntica emoción («¡hélas!») trataré de evocar hoy la figura del poeta.




- II -

Vida


En Hugo se da el caso del puro hombre de letras que, siéndolo, quiere influir en la historia y modificar la sociedad. De ahí su militancia   —318→   política, su largo destierro, su prédica a través del arte en diversos géneros.

Víctor Marie Hugo nació en Besançon el 26 de febrero de 1802. Sus padres eran muy distintos: «Mon père, vieux soldat, ma mère vandeéne». Fue el menor de tres varones. Por la carrera militar de su padre, la familia debió viajar adonde era enviado: Córcega, Elba, Nápoles, luego dos años a España (1811-1812), donde el General Hugo servía al rey José, hermano de Napoleón. Quizá ahí se le pegó al joven el énfasis declamatorio que le achaca Brunetière77 y también el gusto por los temas a la española, presentes más tarde en algunas de sus obras teatrales.

De vuelta en Francia, los hermanos recibieron una buena educación; y el futuro escritor leyó a los clásicos, sobre todo, a Tácito y Virgilio. Se distinguió muy pronto en los juegos florales de Toulouse y fundó un periódico juvenil, Le Conservateur Littéraire. Sin embargo, su adolescencia no fue fácil, por la separación de sus padres en 1812 y la necesidad de abrirse camino en la literatura, única tarea que creyó apropiada para él.

La animadversión de la madre por el marido lo inclinó, por un tiempo, al partido realista de Luis XVIII. A los veinte años, se casó con Adèle Foucher, hija de una familia vinculada con la suya y amiga de la infancia. Tuvieron varios hijos y él, sin duda, la estimó, como se deduce del lugar que le asigna en «La prière pour tous». Con el tiempo los amores de uno y otra los separaron: ella los tuvo con Sainte Beuve, archicrítico de Hugo; y él con Juliette Drouet, antigua modelo y ex amante del pintor Pradier.

Tras las Odes (1822) aparecieron innumerables obras: novelas, teatro, sus mejores libros de poesía. En 1830 estrenó Hernani, que desencadenó una batalla que ha sido llamada «la Austerlitz de la literatura». El período entre 1822 y 1840 es el más fecundo en la creación de Hugo. Se suceden éxitos y fracasos, suscita adhesiones sin límites y rechazos severos; es, sin duda, el pope del Romanticismo, no sólo francés, sino en toda Europa.

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En 1838 viajó a Alemania; de esa experiencia nacerán algunas obras, como Le Rhin. En 1841 ingresó a la Academia. Por entonces su casa en la Place des Vosgues era, como dice Thibaudet, «une capitale littéraire»78. En 1843 murió ahogada su hija Leopoldina, y ello fue el dolor más grande de su vida. En plena madurez, Hugo se volcó al Partido Liberal, inspirado en los ideales napoleónicos. Par del Reino, un escándalo lo privó de una carrera política promisoria.

Tras la revolución de 1848, cuyo ideario creyó compartir, lo decepcionó el ascenso de Luis Napoleón. En 1852 se desterró a Bruselas, disfrazado de obrero, y en 1856 pasó a la isla de Guernesey. Desde allí dio a conocer algunas obras de menor relevancia y comenzó La Légende des Siècles. Entre 1871 y 1873, lo abrumaron nuevas desgracias: murieron sus dos hijos varones; enloqueció Adèle, la menor; y murió Juliette Drouet. De nuevo en Francia, presenció la humillante derrota imperial en la guerra franco-prusiana de 1870-71. Publicó algunos libros más y completó con nuevas entregas La Légende... Nombrado senador, tuvo escasa actuación parlamentaria, se limitó a votar siempre junto con la izquierda. Murió el 22 de mayo de 1885, a los ochenta y tres años, «dans la saison des tuses», como había deseado. Sus funerales constituyeron una verdadera apoteosis, y fue enterrado en el Panteón.




- III -

El hombre y el escritor


Abarcar toda la personalidad y la obra de Hugo requeriría un libro. Por ello sólo me referiré a lo esencial en cada uno de los géneros que cultivó.

Hugo fue admirado hasta el delirio dentro y fuera de su país. Maestro y faro para muchos, encarnó el hombre de resonancia mundial, capaz de jugarse, con vida y obra, por las causas que creyó justas. También fue denigrado por algunos de sus contemporáneos: ciertas actitudes suyas y sobre todo la envidia, siempre en acecho, se cebaron   —320→   en su contra. Su personalidad facilitó el camino a la malquerencia. Por eso conviene acudir a la crítica posterior para hacerle justicia.

Quienes lo juzgan con imparcialidad no vacilan en señalar su falta de tacto y de delicadeza, su egoísmo, la vanidad que lo llevaba a esgrimir pretensiones de nobleza, su engallada infatuación y su demagogia en busca de popularidad79. Otras cualidades que se le adjudicaron pueden, en cambio, aportar algo positivo: así la total ausencia de sentido del ridículo, tan temido por la mésure de sus compatriotas. También es posible achacarle un reiterado afán filosófico que no se tradujo en aportes originales. Sus ideas son nobles, pero comunes; por eso nadie suele disentir cuando las expone en boca de sus personajes o por cuenta propia. La frase de Faguet es lapidaria: «Hugo est le philosophe de la phraséologie du XIX siècle»80. Tuvo, en cambio, una virtud: no se dejó ganar por la melancolía propia de muchos románticos. Cuando Darío escribe: «Con Hugo fuerte y con Verlaine ambiguo», acierta al calificar a los dos poetas. Más allá de los dolores que soportó, fue optimista. Creyó siempre en un Dios providente y en un Cristo misericordioso, aunque abandonó bastante temprano las filas del cristianismo.

Más claras fueron sus ideas literarias. A ellas me referiré ahora, al seguir su trayectoria por los distintos géneros.




- IV -

El creador


1. El poeta. Le preguntaron a Gide quién era, en su opinión, el más grande poeta de Francia. Respondió: «Víctor Hugo, hélas. Era de esperar. La medida lucidez de la generación de Gide no era compatible con los desbordes del viejo romántico. Sin embargo, la crítica está de acuerdo en que Hugo fue el primer lírico y casi único en la épica.

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Renovó la lengua francesa apelando a todas las palabras, sin exclusiones. Conocedor de la amplitud de sus vocablos, no desdeñó arcaísmos, tecnicismos, neologismos. Amó y paladeó la sonoridad musical de las palabras: nadie como él para ubicarlas en el mejor lugar del verso, hacer resaltar su cadencia y subrayar los sonoros acordes o los matices suaves. De ahí la perfección de sus ritmos, quizá sólo comparables a la ductilidad de La Fontaine. ¿Habría sido posible el simbolismo sin la apertura que Hugo significó? Es verdad que, a veces, su grandilocuencia aturde, sobre todo cuando se embriaga con el recuerdo de las glorias napoleónicas... Pero, por sobre las ideas, resplandece siempre la armonía de la forma.

Como todo poeta de primer orden, tuvo el genio de la imagen. Émile Faguet sintetiza las tres cualidades perceptibles en las suyas; éstas no son nunca traducciones elocuentes o rebuscadas de las ideas; son verdaderas, escogidas, elaboradas81. Cuando leemos (la cita es mía) «Au bord de la mer» (Les chants du crepuscule) y hallamos estos versos:


Quand ton pas gracieux, court si léger sur l'herbe
Que le bruit d'une lyre est moins doux que son bruit,



las sensaciones visuales y musicales se unen para traducir, ante todo, la gracia de unos pasos de mujer y el efecto que producen en quien la ve.

Hay quienes lo prefieren épico, sobre todo en la ciclópea tentativa que representa La Légende des Siècles; hay quienes lo valoran lírico en las evocaciones del pasado, la exaltación de los nobles sentimientos. Ello va con los gustos. Quizá una de sus carencias sea la dimensión amorosa, casi ausente en sus primeros libros y que sólo asoma en Les feuilles d'Automne, en «O mes lettres d'amour, de vertu, de jeunesse...», es decir, a los treinta años. Las pasiones otoñales, y sobre todo Juliette Drouet, encendieron al fin su pluma, pasados los cuarenta, en Les rayons et les ombres.

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Cuando Brunetière escribió su Histoire de la Littérature Française, no contaba con la perspectiva suficiente para valorar a Hugo. Quizá los desbordes del espíritu romántico no eran muy del agrado de su clasicismo. Sin embargo caracterizó certeramente los cuatro libros más importantes del maestro. Tras los intentos de Les Orientales y las Ballades, Les feuilles d'Automne representa una aproximación a la realidad interior, casi familiar; ello añade un valor psicológico a los aciertos poéticos. Menos le place Les chants du Crepuscule, donde asoman -como se dijo- los poemas de amor. Vuelve a elogiarlo en Les voix intérieures, pues reencuentra la magia de Les Orientales, pero en una atmósfera menos artificial. Por fin, Les rayons et les ombres revela el anhelo de pasar a la acción, convertir la poesía en instrumento de aquélla, gravitar en el presente y en el futuro. No se trata solamente de impulsar la acción exterior; es preciso que sea reveladora del propio yo y de todo lo que lo rodea. Dice otra vez Faguet que Hugo fue uno de los primeros en reparar en el alma oscura de las cosas, algo ausente en los clásicos y apenas vislumbrado por Chateaubriand y Lamartine. Quizá esto lo convierta en antecesor de la poesía que siguió a la suya82.

Dos palabras sobre La Légende des Siècles, cuya primera entrega data de 1859, continuada con una segunda en 1874 y una tercera en 1881, especie de epopeya donde se mezclan ideas, acontecimientos y doctrinas hasta culminar en cierto misticismo abarcador de los contrarios, tanto religiosos como filosóficos y hasta esotéricos. Hugo anunció su propósito: expresar la humanidad en una obra cíclica, pintada sucesiva y simultáneamente en todos sus aspectos, los cuales se renuevan en un solo e inmenso movimiento de ascensión hacia la luz83.

2. El dramaturgo. Hugo libró sus más reñidas batallas a través del teatro, desde el Prefacio de Cromwell (1827) hasta el estreno de Hernani y de muchas otras de sus obras.

En el primero, está sintetizado el credo romántico. Asume la revalorización del grotesco y de su función estética como reverso de   —323→   lo sublime y característica del genio moderno. Lo bello y lo feo desempeñan un papel, el segundo complementa al primero. El drama expresa la más completa poesía y, en él, lo grotesco representa la suprema belleza. El genio moderno, o puesto a la simplicidad del antiguo, nace de la unión fecunda de los extremos. Tras echar esas bases para el arte nuevo, Hugo se ocupa de Shakespeare (aún no valorado suficientemente en la tierra de Racine), critica las famosas unidades clásicas y analiza el papel del verso en la obra dramática.

Pocas veces, la literatura conoció una batalla tan bien perfilada en sus opuestos como en el estreno de Hernani, ocurrido en 1830. Théophile Gautier, testigo presencial, la ha retratado con vivacidad de joven comprometido. Dice que esa velada decidió sus vidas, porque el entusiasmo que los arrebató persistió a lo largo del tiempo. Tenían la «claque» en contra, ya que suele ser clásica en sus gustos; también recelaban de que un complot hundiera la obra. Los odios literarios son más feroces que los políticos, porque tocan las fibras más íntimas de la sensibilidad. Con siete horas de anticipación, los fieles de Hugo discutían a oscuras, dentro del teatro, acerca de ese nuevo Corneille que, con ribetes de Shakespeare, presentaba un drama a la española, bien romántico por cierto. Poco a poco, fueron apareciendo las damas venerables y los cráneos académicos; crecía la tensión, y era de temer un tumulto:

Bastaba con pasear la mirada sobre ese público para convencerse de que no se trataba ahí de una representación ordinaria; que se enfrentaban dos sistemas, dos partidos, dos ejércitos, incluso dos civilizaciones -no es exagerado decirlo- que se odiaban cordialmente, como se odia en los odios literarios, y sólo reclamaban la batalla, prontos a arrojarse el uno sobre el otro84.



La batalla fue ganada por los jóvenes y, poco a poco, el público aceptó la nueva sensibilidad.

Hernani es un típico drama romántico, con pasiones violentas y ocultas hasta que se manifiestan en todo su poderío. Están los buenos, en el caso del protagonista y doña Sol, y los malvados vengativos,   —324→   como Ruy Gómez. El desenlace es trágico y con veneno, rico en gestos sublimes. Llama la atención el cambio que se opera en la personalidad del rey Carlos (V de Alemania, I de España), avasallador al comienzo y prudente luego de ser coronado Emperador. No falta la exaltación de la figura del bandido (Hernani lo es, en parte), rico en nobles sentimientos.

Años después, en 1838, Hugo retomó el ambiente español en su celebrada Ruy Blas, cuya acción transcurre en el período de decadencia barroca, durante el reinado de Carlos II. Ahora el protagonista es un lacayo, elevado a la dignidad de conde para servir a las intrigas palaciegas de su amo noble y derrocar a la reina María de Nemours. Su misión es nada menos que seducirla, pero brota el amor entre ambos, un amor imposible terminado también trágicamente. Si en Hernani Hugo había proclamado, al dedicar el Prólogo a los jóvenes, que el Romanticismo era el liberalismo en la literatura, ahora explica por qué optó por dos tiempos extremos en la historia de España: el del surgimiento del poderío y el de la decadencia. Entre ambos hay un paralelismo, el contraste entre la nobleza levantisca e intrigante y la pureza de los plebeyos, un bandido y un lacayo.

Muchas otras obras de teatro cimentaron la fama de Hugo: María Tudor, Marion Deforme, la citada Cromwell, Lucrecia Borgia y Le roi s'amuse, popularizada por la ópera de Verdi Rigoletto. Cito el juicio de Brunetière:

Sus dramas se parecen unos a otros: son poco dramáticos y esencialmente melodramáticos, novelescos, líricos. Líricos, es decir, de pura invención, y donde interviene de continuo la personalidad del poeta85.

3. El novelista. Desde joven escribió Hugo novelas. Así Bug-Jargal y Han de Islandia. El 93 corresponde a sus años finales. Dos novelas, sin duda, han perdurado hasta nuestros días y entre todos los públicos. A ello han contribuido varias versiones cinematográficas.

La primera, Notre Dame de París, publicada en 1831, sitúa la acción en 1482, en el cruce entre el fin de la Edad Media y el comienzo   —325→   de la Moderna. Muestra el erudito trabajo de documentación del autor, que podría servir de ejemplo a ciertos novelistas de hoy. Tres personajes resultan inolvidables: el turbio Claudio Frollo, arcediano de la Catedral, hombre de libros y también de pasiones contenidas; el desdichado campanero Quasimodo, víctima de un amor imposible; y la gitana Esmeralda, personaje de inigualada frescura, en quien algunos han creído ver la continuación a lo romántico de Preciosa, la gitanilla cervantina. Hasta el débil Luis XI aparece en escena. Pero es sobre todo la Catedral el escenario y la protagonista inexcusable para una acción siempre vivaz. Y París, un París todavía medioeval, con sus fiestas de locos, sus tabernas, sus escenas de tortura y ajusticiamiento, sus callejuelas enmarañadas.

La otra es Los miserables, publicada en 1862. Aquí Hugo, ya maduro, firmemente arraigado en sus preocupaciones sociales, presenta al perseguido Jean Valjean, a quien la sociedad no da espacio para redimirse. Lo que Dios perdonó a través de Monseñor Myriel no perdona la implacable justicia humana. Sin embargo, dos mujeres son rescatadas por Valjean: la prostituta Fantine y su ingenua hija Cosette. La reconciliación final llega, aunque sólo a la hora de la muerte del héroe. Con ella culmina el vasto cuadro, en el cual se incluyen las turbulentas jornadas de la rebelión de 1832 que ensangrentó a París.

Se ha dicho que la sensibilidad de Hugo y la debilidad de sus ideas le impidieron trazar grandes caracteres y que se explayó mejor en las figuras secundarias, los hechos históricos o la pintura de los lugares86. No lo afirmaría con tanta seguridad. A través de su vasta obra como novelista y dramaturgo, creo que algunas de las figuras citadas perduran con nitidez: Hernani, Ruy Blas, Esmeralda, Quasimodo, Jean Valjean, Fantine tienen asiento seguro entre los caracteres inmortales que nos ha legado la literatura francesa.




- V -

Conclusión


Es sencillo percibir los defectos en los gigantes; Hugo lo fue y, de ahí que su figura aparezca más expuesta. El Romanticismo prodigó   —326→   algunos en toda Europa, desde Rusia hasta el Atlántico, y aún los traspasó a nuestra América. La influencia de Hugo produjo turbulencias que, por sí solos, no habrían podido agitar en Francia Chateaubriand, Vigny, Lamartine, Musset, Gautier. Hugo penetró en España, saltó a América; y su huella fue perceptible en los poetas. Bastaría recordar los nombres de Andrés Bello (adaptador de «La oración por todos»), José María de Heredia, Rafael Pombo, Justo Sierra, Francisco Gavidia, Jorge Carrera Andrade, Juan Montalvo y nuestros compatriotas Olegario Andrade y Ricardo Gutiérrez. Y prolongó su influjo en los primeros modernistas, como Salvador Díaz Mirón y Rubén Darío.

Hugo solía llamarse a sí mismo «Olimpio», quizá porque aspiró a ser el primer dios del nuevo Parnaso. Por algo propuso como tarea para el poeta:


Doit qu'on l'insulte ou qu'on le lue
Comme une torche qu'il secoue
Faire flamboyer l'avenir87.



No pudo trasmitir, en verdad, el «resplandor» del porvenir de justicia y progreso que anheló; otro siniestro resplandor ensangrentó al siglo XX. Hoy, a doscientos años de su venida al mundo, merece nuestro reconocimiento por lo que hizo y por lo que quiso hacer. Acaso nada sea tan apropiado como revivir en su memo ria el verso que, para él, estampó Verlaine en la dedicatoria de Sagesse:


Votre vers m'enivrait comme un chant de victoire.