Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —[346]→     —[347]→  

ArribaAbajoDiscurso en el sepelio del académico honorario Monseñor Doctor Octavio Nicolás Derisi133

Pedro Luis Barcia


En nombre de la Academia Argentina de Letras y en mi carácter de Presidente de la Corporación, vengo a despedir de «su vida en el tiempo», como solía él decir, a Monseñor Dr. Octavio Nicolás Derisi, nuestro Miembro Honorario y Decano de los integrantes de nuestra Casa.

Según una saludable práctica de la mayoría de las academias de la lengua española de Hispanoamérica -y aun de la francesa, entre otras-, en el seno de nuestro Cuerpo pleno, desde su fundación, siempre se eligió para integrarlo a un intelectual y hombre de pluma del ámbito eclesiástico. El primero que aportó desde sus muchos saberes fue Monseñor Gustavo Franceschi. Su mismo sitial fue ocupado, a partir de su designación, el 10 de junio de 1976, como Miembro de Número, por Monseñor Derisi. El sillón lleva el nombre del benemérito franciscano fray Mamerto Esquiú, de quien hizo un ceñido, cálido y fraternal elogio Monseñor Derisi en el acto de incorporación.

Monseñor sucedía en esa breve sede a un amigo personal suyo, el estimado don Leónidas de Vedia, a quien el académico prelado asistió cristianamente en su tránsito, como lo recordó en alguna ocasión. Monseñor Derisi fue recibido en la Academia por otro amigo y colaborador en uno de los más altos logros fundacionales del flamante académico, la Universidad Católica Argentina, don Ángel José Battistessa. Mi maestro don Ángel le tenía un afecto y respeto muy fuertes, y el nombre y las obras de Monseñor surgían de continuo en nuestras conversaciones semanales de poscátedra.

  —348→  

Cuando se incorporó a la Academia, habló sobre «La Palabra», (Boletín, XLII, n.º 163-164, 1977, pp. 7-16), breve y sugestivo título tras el que expuso el esquema de lo que fue, un año más tarde, todo un libro. En sus palabras liminares, Monseñor Derisi ofreció, in nuce la esencia de un hondo y meditado ensayo. La disertación de Monseñor Derisi como recipiendario muestra, para quien no conozca su obra, todas sus características como escritor y pensador. En primer lugar, el orden de la disposición de su materia, esta vez, en cuatro apartados: I) La palabra en Dios, II) Del Verbo imparticipado al Verbo participado, III) La palabra humana y IV) El verbo personal de Dios en el hombre. A propósito de este rasgo de su fisonomía intelectual, siempre lo vi como un Midas del orden: lo que tocaba se situaba en su justo sitio, y todo se disponía por grados y escalas. Él encarnaba el dicho Sapientia est ordinare. Una segunda constante de su modalidad discursiva es el asociar los planos de lo humano y lo trascendente, en constante esfuerzo de religamiento. Un tercer rasgo es la atención y proyección sostenida en sus reflexiones al campo de la cultura. Y una cuarta nota propia es la apelación a las Sagradas Escrituras, que asocia de manera fluida y adecuada a sus consideraciones, enriqueciendo las letras con pasajes del libro de los libros.

En aquella conferencia inaugural de su condición de académico, supo recordar un ensayo que aún permanece inédito entre los muchos papeles del doctor Battistessa: «La poesía de la celebración de san Francisco de Asís a Claudel», que explora desde el «Canto a las criaturas» hasta la obra del gran poeta francés, pasando aun por autores no cristianos, como el caso de Rainer María Rilke, quien habla de la función del poeta en un notable soneto que comienza:


Celebrar, esto importa. Para ello elegido
surge como la gema de las piedras calladas.
Su corazón, efímero lagar irreprimido
que da un vino infinito al hombre en sus jornadas...



Entonces, allegó Monseñor Derisi los versos de alta cetrería -caza de altanería a lo divino- de la «Noche oscura», de san Juan de la Cruz, límite de la palabra humana, y trajo a mención el mayor ensayo de estética compuesto por un argentino: Descenso y ascenso del alma por   —349→   la belleza, de Leopoldo Marechal. El prelado le había destinado una adensada recensión al librito del poeta, precisamente en nuestra Revista Eclesiástica de La Plata, en el mes de julio de 1940 (pp. 537-539). Pero además, rescató un olvidado ensayo marechaliano «La contemplación poética» (La Nación, domingo 9 de septiembre de 1941), que sin duda guardaba recortado en alguna de sus carpetas de trabajo. Me resulta grato evocar ahora esta confluencia de Monseñor Derisi con Battistessa y Marechal.

En nuestra Academia, Monseñor Derisi aportó su autorizada opinión en torno a los aspectos léxicos de las ciencias sagradas, de la teología y de la filosofía; además, claro, de su criterio ponderado y sensato que lo caracterizó toda su vida y su voluntad dialogal de tender allegamientos entre quienes disputan.

Sorprende cómo un hombre de gestión intensa y permanente como lo era se hiciera tiempo para sus clases, conferencias y para la composición de esa vastísima obra escrita que nos ha legado. Sólo quisiera recordar de ella algunos de sus muchos trabajos dedicados al arte, a la estética y a la literatura y a la poesía. Sus libros: Arte cristiano (1946), Lo eterno y lo temporal en el arte (1968), el mencionado sobre La Palabra (1978); sus varios artículos, para dar un muestreo de sus muchas atenciones y preocupaciones: «El cristianismo en la poesía de Víctor Hugo», en su época de colaborador de Criterio (septiembre de 1935, pp. 85-87 y octubre, pp. 197-109), donde comentó libros recientes, tales como Filosofía y poesía y Arte y escolástica, de Jacques Maritain; «Carta a Ernesto Sábato sobre Hombres y engranajes» (Sapientia, VII, 1952, pp. 137 y ss.), «Jubileo literario de Hugo Wast» (Sapientia, X, 1955, 290 y ss.), o la valiosa recensión de la vasta obra de Charles Moeller, Literatura del siglo XX y cristianismo (Sapientia, 1960, pp. 163 y ss.), o el meduloso ensayo «Arte y poesía», en la mencionada Revista Eclesiástica platense.

Su labor como traductor también aportó lo suyo, como con Situación de la poesía, de Raissa y Jacques Maritain. Labor en que lo secundó su amigo y estrecho colaborador Monseñor Guillermo Blanco.

Me conmueve evocar a Monseñor Derisi, con su animada capacidad de entusiasmo -dando al vocablo toda su dimensión etimológica- y de constancia inigualada en pro de las empresas en las que se empeñaba y siempre con notable concreción. Sus viajes semanales por sus   —350→   cátedras, entre Buenos Aires y La Plata; y aquí, entre la Universidad Nacional, donde fundó el Instituto de Filosofía y la Revista de Filosofía, y el Seminario, uno de sus grandes afectos.

Recién llegado de mi provincia a estudiar en La Plata, conocí a Monseñor como profesor en un curso de «Introducción a la Filosofía» que dictaba para la comunidad estudiantil, casi toda del interior. Su palabra oral era más llana y accesible que la escrita, y lucía más despojada de los tecnicismos de la escolástica y de los latinismos específicos. Recuerdo el enorme esfuerzo -tal vez, no, y fuera para él espontáneo- para allanarnos el camino en la lucubración, en medio de los conceptos, para lo que tomaba ejemplos de la vida cotidiana y, aun, a algunos compañeros como sujetos de ejemplificación. También recuerdo cuando me obsequió la colección completa de esa notable revista de los Cursos de Cultura Católica que fue Ortodoxia y donde hallé, por vez primera en mis lecturas, algunas firmas y temas que se me harían habituales en el futuro. Y, por fin, recuerdo haber oficiado como acólito en las misas que, de cuando en cuando, por ausencia obligada del sacerdote a cargo de la comunidad universitaria estudiantil, oficiaba en el Colegio de la Misericordia. Me llamaba la atención entonces, la concentración profunda en que se sumía en el momento de la consagración de las Sagradas Materias, como aislado por completo de lo circundante y como suspendiéndose en su acción de gracias final.

En su discurso de recepción, dijo:

Solo el hombre es el ser que ha recibido de Dios el don inapreciable de la palabra, capaz de preguntar y de de-velar el ser o palabra constitutiva de las cosas pronunciadas por Dios en lo más íntimo de ellas, y el don de la palabra y de la libertad para continuar la obra de la Palabra creadora de Dios en el mundo y constituir así el mundo propio de la persona humana, que es la cultura.



Monseñor Derisi cumplió con esta redención de las realidades culturales desde la Palabra y por medio de su palabra humana, que fue sapiente, iluminadora y pontonera. El Señor lo ha recibido en su seno y ahora, merecidamente, está frente a la Palabra. Que descanse en paz, querido y respetado Monseñor Derisi.