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En el Día del Idioma, instituido en conmemoración de la muerte de don Miguel de Cervantes (y ya van 385 años), la Academia Argentina de Letras ha creído conveniente introducir alguna variante en su participación y, esta vez, rendir homenaje a cuatro escritores españoles, cuyos aniversarios redondean, por así decirlo, una cifra significativa. Son ellos Leopoldo Alas (Clarín), Ramón de Campoamor, Emilia Pardo Bazán y Pedro Salinas. Me toca referirme al último de los nombrados, por cumplirse este año el cincuentenario de su muerte.
No me ocuparé hoy del poeta de La voz a ti debida, Razón de amor, El Contemplado; ya lo hice, en nombre de nuestra Academia, al celebrar en Mendoza, en 1991, el centenario de su nacimiento. Procuro ahora referirme a otro aspecto del creador brillante y del crítico lúcido: hablo de su preocupación por el lenguaje y su defensa de la palabra, ese don inestimable que hemos recibido los humanos. Se trata de una prédica que merece recordarse dentro de la múltiple personalidad de Salinas y de lo que significó para las letras del siglo XX.
Esa personalidad se manifestó, ante todo, en el poeta.
Creo que pocos como Salinas han exaltado la búsqueda del amor, su
glorificación y caída. Me atrevo a decir que, en nuestra
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lengua, nadie desde Bécquer lo hizo con tanta
consagración. Dos de los citados libros traducen la obsesión de
todo amador por acceder a lo inaccesible: el
tú, el otro que no se quiere como tal,
sino alcanzado, penetrado y fundido con el
yo del amante; una empresa imposible, repito,
pero por la que vale la pena arriesgarlo todo. José Manuel Blecua ha
hablado del «hallazgo de una metafísica amorosa que a ratos
linda con el platonismo y a ratos se halla en sus antípodas»
(Sobre el rigor poético en España y otros
ensayos, Ariel, Barcelona, 1977, p. 155 y ss.).
Cuando, pasado el turbión, Salinas, poeta, profesor y crítico desterrado se avino -o se resignó- por aguas más serenas, aparecieron sus libros de madurez: Todo más claro (1949) y Confianza (1964). Antes, en El Contemplado (1946) nacido ante el mar de Puerto Rico, meditó sobre el sentido de la existencia en estos tiempos en que «La nada tiene prisa» y la posible «Salvación por la luz»: «Y de tanto mirarte, nos salvemos».
En el Prólogo de
Todo más claro escribe, ante el
avasallante mundo cientificista: «Conozco la gran paradoja: que en los
cubículos de los laboratorios, celebrados templos del progreso, se
elabora del modo más racional la técnica del más
definitivo regreso del ser humano: la vuelta del ser al no ser».
Y
dentro del poemario, emprende otra aventura, la eterna, porque caracteriza al
hombre: «Si inicia -ser o no ser- / la gran jugada: / en el papel
amanece / la palabra».
La palabra, he ahí la gran clave. Porque es el don por excelencia otorgado al hombre: el que corporiza lo más profundo, lo esencial, con sus limitaciones, sus equívocos, sus derrotas, pero al fin único instrumento para nombrar al mundo y decirle al otro interlocutor (que somos todos) lo que pensamos, sentimos, procuramos expresar, porque nos es indispensable hacerlo.
¿Y cuál ha de ser nuestra palabra sino la recibida como herencia con la propia lengua, la más apta para representar —71→ esa interioridad rica, nunca exacta, es verdad, pero estimulante para perseverar en el uso de esa facultad? Palabra nuestra, genuina, por encima de la jerigonza babélica con que hoy nos inundan las modas y las técnicas. Salinas exaltó la palabra y, por eso, hoy traigo a colación su apasionada defensa.
El 24 de mayo de 1944, en la Universidad de Puerto Rico, pronunció una conferencia, editada en 1991 por la Real Academia Española, que tituló «Defensa del lenguaje». Me propongo glosar sus principales conceptos.
Se hallaba, dijo, después de muchos años,
respirando un aire lingüístico español: «Cuando se
siente rodeado de su mismo aire lingüístico, de nuestra misma
manera de hablar, ocurre en nuestro ánimo un cambio análogo al de
la respiración pulmonar; tomamos de la atmósfera algo,
impalpable, invisible, que adentramos en nuestro ser, que se nos entra en
nuestra persona y cumple en ella una función vivificadora, que nos ayuda
a seguir viviendo»
(p. 13).
Al hombre le preocupa la palabra. Y apunto: sobre todo hoy,
porque nos la están arrebatando, no sólo por la
contaminación del idioma, sino por el repliegue que adopta ante la
invasión de la imagen. Cito: «Le preocupa por una
motivación profundamente vital. Le preocupa porque se ha dado cuenta del
poder fabuloso, y en cierto modo misterioso, contenido en esas leves celdillas
sonoras de la palabra».
El hombre moderno -dice- ha percibido
quizá un poco tarde el doble poder de la palabra: de vida y muerte, de
verdad y mentira, la palabra que engaña y la que aclara. Acusa a los
políticos y sus tergiversaciones, y rescata el poderío de ese
don: «La palabra es luz, sí. Luz que alguien en el aire oscuro
lleva. El hombre conoce la facultad guiadora de la luz, se va tras ella.
¿Adónde llega? Adonde quiera la voluntad del hombre que
empuña el farol. Porque siguiendo esa luz, igualmente podemos arribar a
lugar a salvo que a la muerte»
(p. 15).
Se reconoce profano en materia lingüística, pero no
habla como erudito: «En todo caso, mis títulos no son de sabio,
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sino de enamorado»
(p. 18). Y proclama la
función excelsa del lenguaje: «Lo cual significa que el
lenguaje es el primero, y yo diría que el último modo que se le
da al hombre de tomar posesión de la realidad, de adueñarse del
mundo»
(p. 20). «Todo el mecanismo del
lenguaje se le brinda, como al músico el teclado del piano, para
expresar lo que siente su alma»
(p. 21). A mayor
dominio del lenguaje, más se expande la dimensión humana. Por eso
se lamenta, y con cuánta razón, ante el balbuceo verbal a que hoy
asistimos y que comprueban a diario padres, maestros, profesionales. Cito:
«Hay muchos, muchísimos inválidos del habla, hay muchos,
cojos, mancos, tullidos de la expresión»
(p.
23). Compara la situación con la del niño dolorido, que
aún no sabe hablar y, por lo tanto, no puede precisar en su queja
dónde le duele: «Hombre que malconozca su idioma no
sabrá, cuando sea mayor, dónde le duele, ni dónde se
alegra. Los supremos conocedores del lenguaje, los que lo recrean, los poetas,
pueden definirse como los seres que saben decir mejor que nadie dónde
les duele»
(p. 25).
Si el lenguaje oral aporta semejantes posibilidades,
¿qué decir de la palabra escrita; la que perdura y posee la
más rica magia para superar lo temporal? Merced a ella, vive el hombre
en el presente, retrovive el pasado, se sobrevive para el futuro. Afirma:
«Es una actividad trascendental, es un hacer de salvación. El
alma humana se confía al lenguaje para traspasar su fatalidad
personal»
(p. 34). Imaginemos -dice- una comunidad que
renunciara a la palabra escrita, a los libros (como en el cuento de Bradbury);
supongamos que conservara todos los adelantos técnicos de nuestros
días, pero sin la escritura. Hoy nos anuncian la desaparición del
libro, aunque no de la escritura, eso sí, sujeta a una
«caída del sistema» o a la introducción de
algún «virus» insidioso. Tal hecho sería como un
suicidio de nuestra identidad: «Olvidarse de la escritura, condenarse
a la desaparición de la memoria del
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futuro, aceptar la
simultaneidad de muerte material y muerte espiritual [...]. Esa curiosa
generación hipotética, al no dejar constancia escrita de lo que
sentía, lo que quería, de lo que hizo, es decir, de su vivir
peculiar, se hundiría, apenas acabada materialmente, en lo
incógnito. Y sus afanes, sus acciones, quedarían por la mayor
parte reducidos a un puro trazo de sus idas y venidas, sobre la arena, pronto
borrado; a unos ademanes dibujados en el aire de unos años e idos con el
aire mismo»
(p. 44).
Se pregunta Salinas si tiene el hombre como individuo, el hombre
en comunidad, deberes inexcusables para con su idioma. Señala,
premonitorio: «Pueblo que no la haga vive en el olvido de su propia
dignidad espiritual, en estado de deficiencia humana. Porque la
contestación entraña consecuencias incalculables. Para mí
la respuesta es muy clara: no es permisible a una comunidad civilizada dejar su
lengua desarbolada, flotar a la deriva, al garete, sin velas, sin capitanes,
sin rumbo»
(p. 46). El pueblo que desee conservar su
lengua en un nivel de autenticidad y de originalidad, debe cuidarla,
defenderla; el porvenir de esa lengua dependerá de lo que dicho pueblo
quiera hacer con ella: «Pero solo puede cuidarla si tiene conciencia
de lo que es y de lo que vale»
(p. 57). Nos pide una
toma de conciencia: ¿Qué hice, qué puedo hacer por mi
lengua? Y, tras ella, una opción. Esa pregunta, que muchos
supondrán sin importancia, es ahora acuciante, porque la lengua
está amenazada y, con ello, la identidad, lo irrenunciable.
Habla Salinas de las Academias, y es oportuno citarlas porque, a
menudo, se las asocia con la represión en el uso natural del lenguaje.
Algo de eso -reconoce- ocurrió en el comienzo de aquéllas.
También advierte cómo después se pretendió la
abolición de toda regla, de toda censura académica. Ni lo uno, ni
lo otro; él propicia educar para la lengua: «Lo que llamo
educar lingüísticamente al hombre es despertarle
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la
sensibilidad para su idioma, abrirle los ojos a las potencialidades que lleva
adentro, persuadiéndole, por el estudio ejemplar, de que será
más hombre y mejor hombre si usa con mayor exactitud y finura ese
prodigioso instrumento de expresar su ser y convivir con sus
prójimos»
(p. 52). Y esto se consigue, tras la
toma de conciencia, con la selección, que no es concesión libre,
sino opción por lo mejor. Dice: «La postura de una comunidad
lingüística consciente, ante este caso, debe ser capitalmente
selectiva»
(p. 53).
Claro que, para seleccionar, primero hay que conocer. De ahí la necesidad de una educación eficiente, en lo que al conocimiento de la lengua se refiere. Dos reglas coadyuvan para este fin: primero, la aceptación de una norma lingüística, no por simple acto de autoridad, sino por la práctica que el uso ha aconsejado como la mejor. Segundo, la frecuentación de los clásicos, los autores que conocieron, amaron y manejaron bien el lenguaje.
Concluye con una referencia a lo que llama «el honor lingüístico». Se pregunta si puede una generación aceptar la cínica postura de legar a sus hijos menor patrimonio espiritual que el recibido de sus padres. El deber de todo grupo histórico, de toda generación, es la trasmisión enriquecida de esa herencia. Es lo que hoy descuidamos en todos los órdenes, no sé si por incapacidad o por negligencia; el «vive como quieras» o «todo está permitido» que nos abruma.
Con referencia al lenguaje, afirma el poeta que hemos recibido el
que hoy hablamos de quienes ayer pusieron todo su empeño por mejorarlo.
Y concluye: «Pues bien, éste es mi llamamiento: que cuando
nosotros se lo pasemos a nuestros hijos, a las generaciones venideras, no
sintamos la vergüenza de que nuestras almas entreguen a las suyas un
lenguaje empobrecido, afeado o arruinado. Éste es el honor
lingüístico de una generación humana, y a él apelo en
estas mis últimas palabras»
(pp. 80-81).
Las reflexiones que he glosado importan un homenaje al poeta a quien conmemoramos en los cincuenta años de su muerte. Sus palabras son un elogio para el idioma que nos hermana, un alerta para el futuro y una apelación para obrar. ¿Cumplimos siquiera una parte de su programa?
A diario vemos cómo el idioma se encoge o recurre, generalmente sin necesidad, a injertos de otras lenguas, cuando hay en la propia voces que equivalen. Incurrimos así en el frívolo empleo de giros y de palabras que no enraízan con lo que somos y debemos ser. Son alerta porque, por comodidad, nos plegamos a la costumbre. La responsabilidad recae especialmente sobre los mayores, temerosos de parecer inactuales. Gobernantes, escritores, profesionales de la enseñanza, personas de buen nivel cultural, todos caemos en el relajante «dejar hacer». Y no hablemos de los famosos comunicadores, de los popes que, con su jerga lanzada desde los «medios», avergonzarían a un corralero del tiempo en que Borges era joven. Por fin, es una apelación para obrar, en el ámbito de cada uno y en la medida de lo posible, desde la casa, el periódico, el libro, la tribuna o el simple diálogo, para que el hermoso y rico idioma que tenemos siga siendo lo que fue; o sea, más aún, por la expansión bien entendida que los tiempos aportan. Sólo así podremos sentirnos titulares de ese «honor» que el poeta nos reclama.