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ArribaAbajo La inédita Colección de poesías patrióticas

Pedro Luis Barcia


Señora Presidenta, señores académicos, autoridades, amigos, señoras y señores:

Agradezco vivamente las palabras de bienvenida de la señora presidenta, doña Ofelia Kovacci y, si no fuera afrenta para su proverbial mesura y ponderación, diría que ha cometido, al referirse a mí aquello que el maestro Alonso de Nebrija llamaba «macrología», para decirlo con un grecismo que denomina a los discursos demasiado remontados.

Pareciera que a la Academia también ha llegado la influencia japonesa en el arte de las presentaciones curriculares. En nuestros días se practican dos formas niponas de presentación: el bonsái, que reduce una frondosa copa arborescente curricular a un pigmeo arbolito de escritorio, y el «ikebana», que se las ingenia para elaborar con ramitas secas y algunas pocas piedras, un magnífico centro de mesa. Es evidente que nuestra Presidenta ha hecho cursos sobre esta última técnica, y yo me beneficio de ello. Gracias. Breve vocablo éste pero, en mi caso, adensado de hondas resonancias y connotaciones cordialísimas.

Vivir, decía André Gide, consiste en ir descubriéndose padres. Esto es, acreedores con quienes estamos en deuda vitalicia: mis padres, mi esposa, mis hijos, mis hermanos, mis amigos, mis maestros. Gracias a todos ellos y gracias a Dios.

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En el seno de esta Academia, inicialmente quiero evocar a dos miembros de la Corporación, mis maestros, con quienes me formé por años en sus cátedras, en las que me hicieron sitio: don Ángel José Battistessa y don Juan Carlos Ghiano. «Lo que se hereda no se hurta», dice el dicho placero de «filosofía vulgar» como llamaba el humanista Juan de Mal Lara a los refranes. Me he enriquecido con su legado generoso.

Sumo a mi deuda, al grupo de actuales cofrades que me propusieron a la consideración del senado pleno y a los colegas que me dieron su voto y apoyo.

Debo confesarlo paladinamente: estoy felicísimo de integrar la Academia y gozaré de ello hasta que los colegas se den cuenta de la equivocación cometida, y se dirán con resignación, como advierte el dicho popular -«evangelio pequeño» los llamó Gracián- de mi provincia nativa: «Siempre aparece una torta frita entre los pasteles». Pero ya será tarde, porque como reza el dicho, para seguir en el registro de la voz del común: «Tanto anda uno con la miel que algo se le pega». Y para entonces, merced a la frecuentación de estas altas damas y varones de la Casa, ya me habré «apastelado».

Mi aproximación a la Academia fue por grados -como lo he hecho, a Dios gracias, todo en mi vida- y no por saltos de pértiga, como se acostumbra en nuestros ámbitos universitarios. Cuando el doctor Battistessa asumió la presidencia de la Academia, me invitó a aportar algún trabajo novedoso para retomar la serie «Clásicos Argentinos». Le acerqué, entonces, el grueso tomo de las Prosas, de Rafael Obligado, autor sólo conocido como poeta y no como prosador. Y el volumen colector se publicó en 197655.

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Pocos años después, en 1981, cuando con motivo del cincuentenario de la Corporación, se convocó a un concurso internacional para presentar una edición crítica, con estudio y vocabulario, de La lira argentina (1824), concursé anónimamente, y el prestigioso jurado constituido por los académicos don Emilio Carilla, Raúl H. Castagnino y Carlos María Ronchi March otorgó a mi trabajo, por voto unánime, el galardón. La Academia publicó al año siguiente la voluminosa edición56.

Conocí la Casa por dentro, en mis frecuentes visitas para las infinitas tareas de corrección de pruebas de página. Supe entonces de la calidez humana de doña Leonor Etchepare y de la cordialidad de don Mario Carpena y tuve la asistencia en el trabajo de galeotes de pruebas, del entonces bibliotecario don Luis Hourcade. Y, dulcis in fundo, la mano siempre generosa y sabia del profesor Ronchi March, quien me ayudó a pulir formalmente el vocabulario de argentinismos, anejo a la edición.

Pero este paso por grados tuvo un tercer escalón, cuando la Academia publicó mi edición de las Prosas, de don Enrique Banchs, en 1982, fruto de la investigación que descubría la calidad de prosista del eximio y decantado lírico argentino57. El tomo hacía pendant con el de las Poesías, ya editado por la Corporación, y así se lograban completar, poesía y prosa, las dos alas de la mariposa del anagrama del autor: EB.

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Y así me hallé autor de tres libros académicos, sin serlo yo, caso único en los anales de la Corporación. Lo digo con natural orgullo. Pero esto es historia del siglo pasado. «Vengamos a lo presente», como nos amonesta Manrique.

Me ha sido asignado el sillón «Juan Cruz Varela». Quien inauguró este sitial fue nada menos que don Roberto Giusti, y me acrezco pensando que, en algo, uno participa en la trayectoria de este crítico de proverbial honestidad intelectual, que no esquivó el juicio a lo contemporáneo en materia literaria. Fue varón de convicciones firmes y juicio de notable acuidad estimativa. Por supuesto que, aunque herede este sillón, tengo claro que una cosa es la cátedra y otra, el catedrático.

Luego ocupó este sitial un personaje entrañable y querible -digo por su obra, pues, lamentablemente no alcancé a conocerlo-, don Elías Carpena. Siempre fue mi gusto el repasar sus cuentos criollos y sus romances, y el memorable discurso «Defensa de Estanislao del Campo y del caballo overo rosado» que, en su edición primera, supo comentar el académico Antonio Requeni. Y, como graficando lo que es la labor académica, tomó el testimonio de Carpena, su sucesor, don Ángel Mazzei, que destinó a su precedente un par de trabajos: la Antología, que publicó en Ediciones Culturales Argentinas, y la edición prologada y anotada de Chicos cazadores. Mazzei fue un vigilado poeta en El país de la tarde, Los años melodiosos o Niebla de primavera, y un estudioso de los motivos poéticos, como los del agua, la cigarra, el domingo, en la poesía española y argentina. Sus calibrados y finos trabajos que versan sobre la poesía de Enrique Banchs, el Modernismo, la poesía de Buenos Aires, los dramaturgos posrománticos y otros temas. A ello, debe sumarse su labor docente, a través de la cátedra y de su manual de literatura argentina e hispanoamericana, con el que estudiaron muchas generaciones de jóvenes. Su activa labor periodística fue otra vía de docencia, con sus recensiones y sus notas sobre el   —113→   idioma. Al despedir sus restos, en nombre de la Academia, don José Edmundo Clemente sintetizó en una frase la obra de Mazzei: «La vocación misionera de su entusiasmo humanístico».

El patrón del sitial que paso a ocupar es Juan Cruz Varela, y su nombre se halla estrechamente ligado por varias razones al tema de mi incorporación: «La inédita Colección de poesías patrióticas». En primer lugar, Varela es el mayor poeta neoclásico argentino y la Colección es la mayor antología de esa poesía. En segundo lugar, Varela es el autor representado en ella con mayor cantidad de piezas poéticas, llevándose la parte del león con casi un tercio del total. Además, son varios los críticos que le atribuyen la paternidad de la selección antológica que nos ocupa. De ser así, Varela estaría afirmando un precoz rasgo de argentinismo al dar precedencia, por sobre sus colegas en la lira, a la propia obra en el florilegio que ordena.

Juan de la Cruz Varela -éste era su nombre- vivió entre 1794 y 1839. No participó, como sí lo hicieron otros varones representados en la Colección, en la alternancia de la espada y la pluma, tales los casos del coronel Juan Ramón Rojas, Esteban de Luca o el venerable don Vicente López y Planes, en épocas en que, como dice el cancionero popular:


El amor como la guerra,
lo hace el criollo con canciones.


Su padre, don Jacobo Adrián Varela luchó, como don Vicente López y Planes, contra los ingleses. El presbítero Pantaleón Rivarola recuerda su nombre en su poema La gloriosa defensa. En esto se cumplía la coplita de los días mayos:


En tiempos de guerra
toditos batallan:
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unos con las letras
y otros con las armas.


Y algunos con ambas.

El campo de lucha de Juan de la Cruz fue el de la poesía civil y del periodismo político, y aun faccioso, donde su pluma se movió en varios registros.

La etapa inicial de las guerras de la Independencia transcurrió para Juan de la Cruz en Córdoba, donde estudiaba en el Seminario de Nuestra Señora de Loreto. Expulsado de allí, ancló en el convictorio de Nuestra Señora de Monserrat, donde se doctoró en Teología, pero no continuó la carrera eclesiástica; tampoco la de Derecho, en la que se insinuó.

De esta etapa juvenil, nos ha quedado un manuscrito de trescientas páginas, con poemas de diversa índole. Un manojo de fábulas -que han sido debidamente editadas por María Luisa Olsen y Antonio Serrano Redonnet58-, un poema que cuenta su juvenilia cordobesa, algún sainete, varios epigramas -para los que tenía pluma fácil y ácida- y poesías eróticas a Delias y Lidias, donde las ninfas eran las de los arroyos cordobeses, antes de ser las del «Río como Mar», Neptuno y sus nereidas.

Llegado a Buenos Aires fue empleado público -anticipando otro rasgo argentino común a Lugones, Banchs o Florencio Sánchez, y tantos- y para ayudarse en los ingresos, se atareó en «cuestiones inmobiliarias», según lo tenemos registrado en anuncios de El Argos de Buenos Aires, en 1818. No está mal para un lírico esta forma de subsistencia, que asocia dos intereses, según los versos de Conrado Nalé Roxlo:

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Al escribano interesa
quién es dueño de la casa,
pero al amor del amante
quién se asoma a la ventana.


Bajo el ministerio de Rivadavia, y después, bajo su presidencia, fue el poeta oficial de las reformas de don Bernardino. «Guerrillero de las campañas del progreso» lo menta con elogio Juan María Gutiérrez en su estudio crítico59. En tanto, un periódico de la oposición, El Tribuno, apuntaba descalificadoramente:


Un poeta hubiera
que con sus coplitas
pitanza obtuviera.


Trabajó activamente en El Centinela, El Mensajero Argentino, El Tiempo y El Granizo, donde colaboraba con munición gruesa, en prosa y verso, con su nombre y seudónimos.

Hay una sombra grave que pesa inexorable en sus laureles. Me refiero a la desgraciada e infausta carta que firmó a las 10 de la noche del 12 de diciembre de 1828, en la que recomendaba a Juan Lavalle la ejecución de Manuel Dorrego, gobernador de Buenos Aires. Y aquellas palabras con que finalizaba su misiva: «Cartas como esta se rompen...». Lavalle -de quien dijo Esteban Echeverría en un verso lapidario, en vida del militar: «Lavalle es una espada sin cabeza»- guardó aquella carta condenatoria de Varela. La concatenación de desgracias que siguió a la desatinada resolución del militar, asesorado por políticos de levita -otro rasgo precursor de lo argentino- provocó, entre otros efectos, el penoso exilio del   —116→   poeta de por vida en el Uruguay, donde habrá de pasar en pena, y aun en prisión, en Santa Catalina y en la Isla de las Ratas.

Para amortecer en algo el dolor del destierro, retomó su contacto con las distantes Arcadias de Roma, con la traducción de clásicos latinos, iniciada en sus días cordobeses, con las Tristia, de Ovidio, continuada ahora con las Odas, de Horacio -algunas vertidas en octosílabos, anticipándose así a Echeverría en el rescate del metro- y los libros de su dilecta Eneida (I, II y parte del XI).

Su prosa, además de la batalla periodística, trazó dos trabajos destacables: una serie de artículos sobre la literatura argentina, publicados en El Tiempo (1828-29) y una carta a Rivadavia sobre su concepción de la traducción de los clásicos60.

Como poeta trágico, ofrece, según el modelo de sus días en «la Atenas del Plata», tres obras de factura neoclásica: Dido y Argia y un olvidado texto incompleto, Idomeneo. Épocas aquellas, como la de la fría noche de junio de 1823, en que Varela leyó discreta y escandidamente los endecasílabos que comentaban el amor de la reina de Cartago, en la tertulia de Rivadavia, junto al Ministro de Hacienda y el plenipotenciario del Perú, almirante Blanco Escalada. O tempora, o mores!, en que políticos y militares estaban atentos a la literatura. La escena fue reconstruida por Enrique Banchs en un romance de un libro potencial suyo sobre el Buenos Aires antiguo, en el que concluye sobre la pasión de Dido expuesta en los versos de Varela: «un amor de pura rima».

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El más alto aporte de Varela a la literatura de su momento fue su poesía civil, en el comentario de las luchas de la Independencia y en la celebración de las innovaciones rivadavianas -en hidráulica, agricultura, etc.- a la mejor manera de los poetas españoles Quintana y Gallegos, sus modelos, por lo demás.

Es el mayor poeta neoclásico argentino y cierra el período poético que había abierto para dicha corriente Lavardén, en 1801 con «Al Paraná», y cuyo testimonio retomó don Vicente López y Planes, a comienzos de El triunfo argentino, cuando dice:


Hijo de Apolo, tu sublime acento
suspende un tanto...
Mi trompa es débil, celestial la tuya...


Y anota, a pie de página, que dichos versos se refieren a: «El doctor don Juan Manuel Lavardén, cantor argentino» (v. Lira, ob. cit., p. 604).

Y, como en una carrera de postas, a su vez, Varela toma el relevo, cuando manifiesta que su verbo empalma con el del maestro:


Dadme, López, la trompa con que un día,
entonaste aquel himno...


Varela es, cabe recordarlo, el primero en llamar «Madre Patria» a España:


La Madre Patria mirará gozosa
a una sola familia americana...


(«A la paz...», 1823)                


La voz final de Varela adquiere vibraciones casi románticas en las modulaciones de su poema «El 25 de Mayo de 1838». Pero hay un notable texto, menos recordado, titulado   —118→   «De mi muerte», compuesto en impecables versos sáficos, que Azorín elogió en un artículo suyo («La muerte del poeta», 1937), en el diario porteño La Prensa. Como cierre de este homenaje al patrón de mi sitial, quiero retraer algunas estrofas notablemente tajadas:



Ora benigno me dilate Jove
estos momentos que llamamos vida,
ora le plazca que el presente sea
      mi último día.

Bien me acostumbre la dolencia larga
a ver de lejos que la Muerte llega,
bien como rayo que improviso hiere,
      súbito venga.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Oh cielo, escucha mi ferviente voto,
y no me niegues lo que solo ruego
para el momento en que la tumba helada
      me abra su seno.

Muera primero que mi tierna esposa,
primero muera que mis dulces hijas,
y, moribundo, con errante mano
      pulse la lira.



La Colección de poesías patrióticas


El proyecto y su elaboración

Un decreto del Gobierno de Buenos Aires, del 9 de julio de 1822, ordenó que se compilaran los poemas compuestos desde 1810, con motivo de las luchas por la Independencia, y delegó tal función en la Sociedad Literaria de Buenos Aires.   —119→   Ésta designó a tres socios para concretar la compilación: Vicente López y Planes, Esteban de Luca y Cosme Argerich61.

Hay constancias de que, hacia mediados de 1824, se habían tirado varios pliegos de una Colección de poesías en la Imprenta del Estado, la misma donde, se imprimía El Argos de Buenos Ayres, uno de los órganos de la Sociedad Literaria. Lo curioso es que al dato se lo halla en un proceso judicial, en el que se denuncia el robo de pliegos de papel de dicha imprenta por un prensista que trabajaba en ella: Antonio Coriche. La denuncia registra62:

Veinte pliegos del Dro. Civil que se está imprimdo en la actualidad. Veinte y nueve pliegos de la médica curativa qe' se acabó de imprimir. Diez y siete pliegos de la Colección de poesías que se está imprimiendo. Y diez Argos...



Nada sabemos de las personales intenciones del tal Coriche para el hurto pero, por el acto deshonesto descubierto, se registra a qué obra pertenecían algunos de los pliegos robados: al parecer, a la compilación solicitada a la Sociedad Literaria.

Este delito ocurre a mediados de 1824. Ese año concluye el gobierno de Martín Rodríguez y, con él, el ministerio de Rivadavia, fautor de la iniciativa de la compilación. La Sociedad Literaria de Buenos Aires se había fundado el 1.º de enero de 1822. El «acta de defunción» de la Sociedad se labró el 26 de junio de 1924, justo en el tiempo en que se deja constancia de la existencia de los pliegos de la Colección por   —120→   el hurto de ellos, porque no se sabe de otra obra de índole semejante en relación con las prensas del Estado. Además, en 1824 muere De Luca, uno de los compiladores, en un naufragio en el Plata. Cae políticamente el mentor de la obra, Rivadavia; se disuelve la Sociedad que la propiciaba; se desmiembra el equipo colector; luego, es atendible que el proyecto quedara sin respaldo y cayera en el olvido.

Como en 1824 no se editó la obra planeada, don Ramón Díaz -miembro propuesto más de una vez para integrar él dicha Sociedad Literaria, pero nunca incorporado- publicó La lira argentina (v. nota 56). Una vez más en nuestro país, la iniciativa privada asumía la tarea no cumplida por el Estado. Juan Cruz fue aprobado como miembro de la Sociedad, pero no alcanzó a incorporarse por la disolución de la entidad.

Es posible que, entre 1824 y 1826, la Colección durmiera el sueño de los justos. Además, la edición de la Lira casi la invalidaba, pues cumplía con los objetivos del proyecto. Pero en 1826, don Bernardino retoma las riendas de gobierno, esta vez como presidente y, con él, retorna a la arena de la política cultural Juan de la Cruz Varela. Entonces, es posible que asumiera la tarea de la Colección, para la que no había sido designado años atrás. Y es factible que comenzara su labor a partir de los 17 pliegos en 4.º que yacían en la imprenta, y que corresponderían a una parte considerable de la obra. Todo esto es hipotético, pues no hay pruebas al respecto.

Si la que hoy conocemos como obra inédita, la Colección de poesías patrióticas, es la que estaba elaborándose en pliegos en 1824, es evidente que alguien la continuó porque el poema más reciente está fechado en 1825, un año después de los hechos señalados: «El 25 de Mayo de 1825» (poema L) por Florencio Varela, hermano de Juan Cruz.

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Facsímil del ejemplar de la Biblioteca Nacional



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El título

Lo que hoy se denomina Colección de poesías patrióticas es un conjunto de 353 páginas en 4.º que no tiene portada, ni índice, ni indicación de imprenta, ni año de impresión, ni nombre del o de los compiladores. Su caja tipográfica es de 16 x 9 centímetros. La obra es centro de un conjunto de enigmas, algunos aún irresueltos.

El nombre Colección de poesías patrióticas reza en la página 1 y en el resto de los cabezales de las siguientes. Esto es indudable. No obstante, estudiosos y críticos la han mencionado de diversas maneras. Poesías patrióticas es una de las designaciones que usa Juan María Gutiérrez al referirse a ella; la usa en una sola ocasión:

Creemos que este decreto (el de 1822) se llevó a ejecución resultando el volumen con el título Poesías Patrióticas, que no se dio a circulación por razones que ignoramos; pero del cual se conservan algunos ejemplares sin carátula y sin índice -353 páginas, in 4.º- y sin indicación de la imprenta. Está dividido en «Canciones, Odas y Cantos»63.



Andados los años, Enrique García Velloso retoma la designación en un juicio sintético y nada beneficioso para el tomo:

La avalancha ripiosa y amanerada del tomo de Poesías Patrióticas que por decreto del Gobierno se mandó imprimir en 1822. Esta especie de antología que no se ajusta a ningún plan y mucho menos a ninguna selección, fue escondida   —123→   misteriosamente al público, pero han llegado hasta nosotros varios ejemplares64.



García Velloso exagera en la descalificación de la obra, al decir que no tiene ni plan ni sentido selectivo. Como hombre de teatro, sabe crear un suspenso respecto de la fortuna de la colección cuando incorpora la expresión: «fue escondida misteriosamente al público», con lo que ceba nuestra curiosidad.

La denominación de Lira nueva para la Colección fue muy difundida. Ella la define en relación con La lira argentina, a quien, obviamente, se consideraría la «Primera lira» o «Lira antigua». El 15 de febrero de 1859, Ángel Justiniano Carranza escribe a Juan María Gutiérrez para pedirle en préstamo un ejemplar de la obra65:

Mi estimado Gutiérrez:

Deseando tomar un dato de la Lira nueva, publicada por Juan Cruz Varela en 1826, le suplico se digne prestármela por dos o tres días.

Deseando a Ud. prosperidad

Ángel J. Carranza

Juzgado, feb. 155/59



Andados los años, en 1910, Carranza la sigue designando de igual manera en su voluminosa e inconclusa obra Composiciones poéticas de la epopeya americana. Lo asienta   —124→   cuando, a propósito de una oda de Juan Cruz Varela, escribe: «Esta composición apareció por vez primera en un folleto de 12 páginas, lujosamente editado en Buenos Aires por la Imprenta de la Independencia. Reproducida en La lira argentina y en la Lira Nueva, ha sufrido cambios y supresiones en la edición de las obras del autor, de donde la tomamos»66. Y, a propósito de otro poema de Varela, el que comienza «Era que Jove había...» (CLX de las Composiciones...), escribe: «Fue la primera composición de este poeta que vio la luz pública. Al reimprimirse en la Lira Nueva (1825), sufrió algunos retoques y supresiones hechos por el autor»67. En un tercer sitio de su compilación, Carranza, al anotar el poema CCIX, apunta: «Este canto se publicó anónimo; pero al reimprimirse en la Lira Nueva (1825) con el nombre del autor (J. C. Varela) introdújole algunas variantes»68.

Gutiérrez habla, en alguna ocasión, de «las dos Liras», en una nota autógrafa una carta dirigida a Carlos Casavalle, de fecha 23 de julio de 1860: «Sería bueno que tuviese Casaballe un ejemplar de las Dos Liras y de las poesías de Mitre, Rivera Indarte»69.

Antonio Zinny también la menta como Lira Nueva cuando le escribe al librero y editor Casavalle: «Esta colección   —125→   (Lira Nueva) carece de carátula e índice, pero fue hecha en Buenos Aires por el año 1827»70.

Juan María Gutiérrez, en una oportunidad, hace una pequeña variante al título real de la obra: «En las páginas de El Centinela se encuentran casi todas las composiciones de las que vamos a hablar, en donde aparecieron anónimas y, más tarde, recogidas por su autor en la Colección de Poesías Patrias»71. Dice «patrias» en lugar de «patrióticas»72.

Rescato aquí un documento interesante: es una carta de Juan María Gutiérrez a Pastor Obligado, del 30 de octubre de 1862, recogida en una copia, en el ejemplar de la Colección que perteneció a Rafael Obligado. Es el escrito de Gutiérrez donde más se detiene en definir la obra:

Colección de Poesías Patrióticas (1810-1823), (sic)
in 4.º, 353 páginas

Un decreto de julio de 1822, firmado por el ministro D. Bernardino Rivadavia, mandó que se reunieran en una colección y se imprimieran con esmero, las composiciones   —126→   poéticas publicadas durante los triunfos de la Revolución, y que fueran dignas por sus méritos y espíritu de transmitirse a la posteridad. Fue sin duda en cumplimiento de esta excelente disposición como se formó la Colección de poesías patrióticas en un volumen in 4.º de 335 (sic) páginas, la cual nunca se puso a la venta y fue hecha según la tradición por D. Juan Cruz Varela. Pero sea esta o no la persona a quien se le encomendó este trabajo literario, el hecho es que su colector demostró mucha inteligencia y gusto en la elección de las piezas, la mayor parte de las cuales ganaron con ser retocadas por su mano. A más de entendido, el colector demuestra que era muy conocedor de muchas cosas.



Antonio Zinny, en 1879, menciona la Colección en una nota de una obra suya:

Este trabajo fue encomendado al distinguido poeta Juan Cruz Varela, quien, con el título de Colección de Poesías Patrióticas, publicó un libro de 353 páginas en los últimos días de la presidencia de Rivadavia, y por consiguiente, muy posterior a la batalla de Ayacucho, puesto que registra varios cantos referentes a esta, que, como se sabe, tuvo lugar el 9 de diciembre de 1824. Este libro no se puso en venta, porque, después de confeccionado, no agradó a su compilador; por consiguiente, es sumamente raro [a] diferencia de La lira argentina, cuya edición de 200 ejemplares, hecha en París, bajo la inspección inmediata del doctor Francisco de Paula Almeyra y de don Ramón Díaz, abunda, relativamente, en el Río de la Plata. La Colección de Poesías Patrióticas carece de carátula y de índice, y fue hecha en Buenos Aires, en 1827, y, según el ojo, por la imprenta del diario El Tiempo, y consigna composiciones poéticas, hasta enero de 1826, de los siguientes: Vicente   —127→   Lopez, Cayetano Rodríguez, Esteban de Luca, Juan Ramón Rojas, Buenaventura (sic) Hidalgo, Juan Crisóstomo Lafinur, Florencio Varela y del compilador, de quien hay muchas73.



Menéndez Pelayo, que no vio, naturalmente, los pliegos de la Colección, se refiere a ella con algunos despistes, inusuales en él, que es erudito de individuadas noticias: «Además de La Lira, se imprimió en 1827 una Colección de poesías patrióticas formada por D. Esteban de Luca, D. Juan Cruz Varela y D. Esteban Echeverría, pero no llegó a circular, ni se conoce más ejemplar que el de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires». La tríada concertada por don Marcelino era imposible de reunir, pues don Esteban estaba desde 1825 en París y retornaría al Plata en 183074.

Inapelablemente, el nombre de la obra es Colección de poesías patrióticas, tal como se lee en el folio 1 impreso y en todos los cabezales de los pliegos.

Don Antonio Zinny, la mayor autoridad en la prensa argentina del siglo XIX, estima que la Colección que hoy conocemos fue impresa en las prensas del periódico El Tiempo, atento al análisis del ojo de la tipografía75.

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Imagen

Juan Cruz Varela.



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El antólogo y el contenido de la obra

En cuanto al responsable de la selección, no se ha postulado otro nombre hasta hoy que el de Juan Cruz Varela. Así, con insistencia, lo subraya el mejor conocedor de la obra de este autor, don Juan María Gutiérrez, en su estudio clásico (citado en nota 59). Y reiteran esta atribución Ángel J. Carranza, Antonio Zinny, en el sitio señalado, y nuestro académico don Rafael Alberto Arrieta, quien asocia al hermano menor, Florencio, a la tarea antológica76.

Personalmente estimo, con una fundamentación prolija y tediosa de exponer aquí, que Juan Cruz retomó lo recogido en los pliegos en cuestión, abandonados en 1824, trabajo de la tríada elegida por la Sociedad, y continuó la labor selectiva, con alteración evidente del orden sucesivo que se había mantenido en las piezas iniciales, hasta la número XLI, sobre un total de 62 poemas. Ya veremos en detalle la estructura interna de la obra.

Ahora bien, el conjunto de hojas impresas nunca fue reunido y editado como libro. Hemos consignado la teoría de Zinny, en la carta que dirige al editor y librero Carlos Casavalle, que Varela no quedó satisfecho del resultado de la impresión. También puede postularse que la caída del gobierno de Rivadavia, en 1827, abortó por segunda vez la conclusión de la obra, y que Varela, en medio de la agitación política de esos días, jamás completó su labor de editor.

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Lo cierto es que la obra está concluida, pues al pie de la página 353 se lee «FIN». No se trata, pues, de una obra inacabada. Escasos ejemplares del conjunto han perdurado, agavillados en unidad por algunas manos desconocidas. El resto de los pliegos, tal vez, tuvo misteriosa y silente dispersión. Zinny, en la citada carta a Casavalle, habla de que dispusieron de ejemplares de la fallida e inédita Colección: Andrés Lamas, Juan María Gutiérrez, Bartolomé Mitre, Ángel Justiniano Carranza y Clemente Fregeiro, cuyo ejemplar perteneció al canónigo Piñero. Otro sería de propiedad de Ernesto Morales, que fue vendido en una subasta. A estos, cabe sumarles otros tres: el del propio Zinny; un ejemplar que perteneció a Woodbine Parish, que fue cónsul general de Su Majestad británica en el Río de la Plata, autor de una obra importante sobre nuestro país; así lo testimonia don Horacio Zorraquín Becú, quien vio ese ejemplar en Londres, en 197777; y, por último, otro que perteneció a la biblioteca de don Rafael Obligado, en el cual se encuentra la copia de la carta de Gutiérrez a Pastor Obligado, que transcribí más arriba. En total, podrían computarse nueve ejemplares, si es que algunos de ellos no son los mismos que han transmigrado de una biblioteca a otra. Debemos sumarle el ejemplar de la Colección M. Mermon, que preserva la Academia y que, al parecer, fue propiedad de don J. R. Peña. Así llegamos a la decena.

Este libro potencial, jamás editado, está dividido en dos partes tituladas: «Canciones», con once poemas ordenados cronológicamente desde 1810 hasta 1823, y «Odas y cantos», con 51 piezas. Esto hace un total de 62 textos. La sección   —131→   «Odas y cantos» mantiene la ordenación cronológica, desde 1811 hasta el poema XLI, que es de 1824. Es decir que los 41 poemas iniciales están ordenados secuenciadamente al hilo de los años. Pero, a partir del poema XLII (1823), se registra una alteración de aquel principio de orden, con frecuentes intercalaciones que anticipan y retrasan la cronología: XLI (1824), XLII (1823), XLIII (1823), XLIV (1818), XLVI (1822), XLVII (1825), LII (1820), LIX (1822), y el final, LXII, de 1822. Este replanteo parece revelar la presencia de otra mano en el proyecto inconcluso en 1824 y abandonado por quienes dispusieron la ordenación cronológica del contenido. A enero de 1824, corresponde el poema de Florencio Varela: «A los alumnos del Colegio de Ciencias Morales» (XLI). De esta manera, podría postularse que la Colección tuvo dos momentos de elaboración: desde 1822 hasta 1824, con dos tercios del contenido ordenado y ya impreso en los pliegos hurtados y, quizá, producto de la comisión tripartita integrada por López, De Luca y Argerich. Y una segunda etapa de elaboración, en el «nuevo momento rivadaviano», en que otra mano retoma el proyecto -quizá, la de Juan de la Cruz Varela- que asume completar el trabajo a lo largo de 1826. Con la caída de Rivadavia, deja concluido el libro potencial sin llegar a editarlo. Cuándo se imprimió el último tercio (poemas XLII a LXII), no se sabe.

Sigue siendo una incógnita el año en que se finalizó la impresión de las 353 páginas de la obra. Hay que analizar las distintas opiniones. Enrique García Velloso habla de «las Poesías Patrióticas de 1822»; puede llamarla así si se refiere al año del decreto del Gobierno en que dispuso su composición78. Es obvio que la fecha ad quem de conclusión de impresión   —132→   de la obra es posterior al 25 de mayo de 1825, pues el poema L, de Florencio Varela, está datado, desde el título, en ese mes y año. Carranza le asignó dos años diferentes. En la citada carta de 1859 a Juan María Gutiérrez, escribió: «La Lira Nueva, publicada por Juan Cruz Varela en 1826». En tanto, cuando organizó de su voluminosa obra Composiciones poéticas de la epopeya americana (1910) asentó, a propósito de un poema: «Al reimprimirse en la Lira Nueva (1825) sufrió un par de retoques» (ob. cit., p. 120) y reitera el año en otro sitio del libro: «... al reimprimirse en la Lira Nueva (1825)» (p. 169). Pero esto no significa que los pliegos concluyeran de imprimirse en 1825, 1826, 1827 ó 1828. Los cuatro años han sido postulados como los de impresión final -ya que no de edición- y, en mi estimativa, los años 1826 ó 1827 parecen los candidatos más firmes.

Ricardo Rojas varía sus opiniones. En una ocasión, estima que «porque figuran versos fechados en 1825, lo que permite conjeturar que la obra fue impresa en 1826» (La literatura argentina, ob. cit., t. II, 1918, cap. XIV, p. 554) y, cuatro años más tarde, escribe: «No es aventurado creer, por consiguiente, que los pliegos ya impresos de la edición oficial fuesen reunidos hacia 1828, por el impresor o el colector, o por algún aficionado diligente y ello explica la escasez de copias, la falta de prólogo y de índice en los ejemplares salvados, sin pie de imprenta ni antecedentes algunos sobre la edición»79, pero no da argumentos para su afirmación.

Los textos no están numerados. Para hacer referencias a ellos, en mi edición presentada a la Academia, los señalo con romanos y numero con arábigos los versos de los textos, de cinco en cinco, para facilitar las citas, remisiones y comparaciones.



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La Lira y la Colección

La Lira cobija 131 poemas frente a los 62, menos de la mitad, de la Colección. La lira argentina es una compilación de lo que se produjo durante las guerras de la Independencia, hasta 1824; es decir que su criterio central es más bien testimonial histórico y no estético. En cambio, la Colección quiere ser una antología, una muestra de lo mejor de entre lo publicado en los años independentistas, según, claro, la estimativa del antólogo. Juan Cruz Varela escribió de la compilación de Díaz en un artículo de la serie citada de El Tiempo: «... una mezcla confusa de lo bueno, de lo malo y lo detestable que tenemos en poesía».

Rafael Alberto Arrieta habla de «la promiscua hospitalidad de La lira y el anonimato nivelador de sus composiciones» (ob. cit., p. 425). Y así es, en efecto, porque en el seno del libro se codean las liras de López, De Luca y de Varela, con la guitarra de Bartolomé Hidalgo y la vihuela de fray Francisco de Paula Castañeda. Además, cantidad de poemas figuran sin los nombres de sus autores, tarea en la que debí atarearme, al preparar la edición académica, para la identificación de la mayor cantidad posible de textos. En La lira argentina conviven la poesía de neto corte neoclásico, con la gauchesca y la popular en más de un registro.

La Colección nace de un concepto estrictamente neoclásico, es poesía de cultura libresca que excluye las voces que no sean académicas. Se ha desestimado de la selección todo lo que pueda tener aire popular o poesía del común, de acuerdo con el lema de la Ilustración: «Todo por el pueblo, para el pueblo y sin el pueblo». Juan María Gutiérrez escribió de Juan Cruz: «... su poesía es social pero no popular» (ob. cit., p. 417). Y si la antología en cuestión es obra de Varela, responde netamente a su postura y a la índole de su propia producción: Odi profanum vulgus et arceo.

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Bartolomé Hidalgo, poeta de dos registros -neoclásico y gauchesco-, está representado solamente con «El triunfo», es decir, por una de sus manifestaciones de la primera veta, pero han sido expulsados a las tinieblas exteriores sus cielitos y diálogos patrióticos. Castañeda no halla sitio para sus «teruleques» y «anchopitecos», y otras notas de su desenfadada modalidad.

A diferencia de La lira, que es una obra polifónica o multívoca, si se quiere, la Colección es unívoca y aun monótona. Dada la uniformidad de la lengua poética de la escuela neoclásica, se hace difícil establecer distingos de autoría entre los textos que, por momentos, parecen todos escritos por la misma mano. No obstante, el antólogo se preocupa mucho más que Ramón Díaz, el compilador de la Lira, por suscribir en los poemas su autor y hace figurar sus nombres propios al pie de las piezas de la Colección. Hay una aguda conciencia de autoría que contrasta netamente con la obra de 1824. Adviértase que, en un cómputo total, de 62 poemas sólo 4 son anónimos. Puedo aportar la identificación de tres de éstos sin referencia autoral: el V es de fray Cayetano Rodríguez, el XI pertenece a Juan Ramón Rojas, y el XXX es de Juan Crisóstomo Lafinur.

También está lejos de la voluntad del antólogo de la Colección el aceptar que franquearan su aduana de control selecto seudónimos, como sí aparecen en la Lira, algunos realmente divertidos. En rigor, uno sólo se incluye, rubricando el poema XXIV, un nom de plume: «Censor de Buenos Aires», tras el cual puede reconocerse al sacerdote chileno Camilo Henríquez, de activa participación en el diarismo de aquellos años.

Juan de la Cruz Varela suscribe 24 de los poemas incorporados, es decir, más de un tercio del total de los elegidos; Esteban de Luca está presente con catorce piezas; López y Planes y Lafinur se hacen sitio con cinco cada uno; con   —135→   tres, dan su aporte Cayetano Rodríguez, el coronel Rojas y Florencio Varela. Este último es el autor más joven de todos los incluidos. Y, por fin, con una sola pieza, la mencionada, Hidalgo. Para completar la nómina de autores, faltaría mencionar a Camilo Henríquez

Señalo otro rasgo diferenciador de las dos obras. La Lira ofreció a sus lectores los textos tal cual se habían publicado, recogiéndolos de periódicos, folletos e impresos sueltos de la época. La Colección, en cambio, introdujo corrección formal a los poemas, aspirando con ello a la perfección poética, y haciendo primar, una vez más, la intencionalidad estética. De allí que, si se compara el texto de un poema en su publicación en las hojas periodísticas, con su versión en La lira, y, luego, con la versión recogida en Colección, podrán advertirse los efectos del castigo vigilante en el tomo que quedó inédito. Otra cuestión que aquí se plantea es si todas las correcciones en los textos son obra de la misma mano, supuestamente, la de Juan Cruz Varela. Debo aclarar que no: en mi edición de La lira ya he señalado que hay variantes, en algunos poemas de varios autores, entre la versión hemerográfica y la recogida en el libro de 1824. También es señalable que el autor que muestra mayor preocupación por corregir sus textos es, precisamente, Juan Cruz Varela.

La Colección, como la Lira, se abre con la «Marcha nacional» (1811) -nuestro Himno- de Vicente López y Planes y se cierra con una elegía de Juan Cruz Varela, una de las mejores piezas del género entre nosotros: «A la muerte de su amigo Matías Patrón».

La pieza más antigua que recoge es la «Canción» (1810) de Esteban de Luca -que aun cantábamos, cuando niños, en los actos escolares de mi provincia-, que empieza: «La América toda / se conmueve al fin / y a sus caros hijos / convoca a la lid». La más reciente de las piezas es la número L, pertenece a Florencio Varela y se titula: «Al 25 de Mayo de 1825».

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La Colección está adornada por orlas, viñetas y veintitrés grabados que abren o cierran los espacios de los poemas y les dan cierto aporte de ilustración alusiva. Son grabados comunes a otras colecciones de la época; no parecen elaborados para nuestra obra argentina80.

Podrían señalarse dos momentos en esta antología poética neoclásica: el de los poetas de Mayo, que va desde 1810 hasta 1816, y en el que lucen López, Cayetano Rodríguez, Rojas y de Luca; y el de los de Julio, que va desde 1816 hasta 1827, que se cierra con el «Canto a Ituzaingó», de Varela, que sella la independencia americana. Varela, para entonces, ha quedado casi solo en escena. En verdad, estos períodos son producto de un arte cisoria artificial, de alguna manera, porque de 1810 a 1827 la poética imperante es sólo una: la neoclásica. Paso a paso, también la gauchesca se va haciendo camino desde el poema de Juan Baltasar Maziel, del último tercio del siglo anterior. Pero ni en caudal ni en vigencia puede aún competir con la entonación de las odas y los cantos.




La poesía de la Colección

Los motivos poéticos de la Colección se ajustan, salvo cuatro excepciones, a la celebración o al llanto -oda o elegía- de los sucesos exitosos o luctuosos en el proceso de las luchas de la liberación política. No hay sitio para otras modulaciones: ni para la poesía satírica, ni humorística, ni erótica. Las excepciones son todas de la pluma de los Varela, los tres primeros citados de Juan Cruz y el último de Florencio: «A la libertad de prensa» (1822), poema XXXVII; «A Buenos   —137→   Aires con motivo de los trabajos hidráulicos ordenados por el Gobierno» (1823); «A la Sociedad de Beneficencia» (1823), poema XL y «A los alumnos del Colegio de Ciencias Morales» (1824), poema XLI.

La poesía de la Colección es unánime en los motivos y uniforme en la expresión. No obstante, cuanto se pueda decir -y se ha dicho, incluso con burla- de esta poesía neoclásica como formal, fría, retórica, afectada, debería tener en cuenta que ella nace de la voluntad de expresión de un pueblo que quiere ser independiente y pone esta poesía al servicio de la patria naciente, dándole una voz en el plano de la lírica. Quiere expresar los sentimientos colectivos, aunque la voz individuada sea la de López o la de Varela. La oda y el canto son, cierto, voces de solistas, pero sobre el sentimiento del común, aunque las modulaciones no sean las del decir popular y del frasco placero. Los coros de las canciones invitaban a todos a sumarse al himno en manifestación colectiva.

Fue una poesía circunstanciada, pero no fue tomada como circunstancial. Por lo demás, Goethe decía que toda poesía es circunstancial, en tanto nace de determinadas y precisas circunstancias del autor y de su tiempo. Incluso, algunos poemas recogidos en la Colección son «poesía de encargo», como aquel canto encomendado a De Luca por el Gobierno u otro, al mismo Juan Cruz por una Secretaría de Estado. Pero lo que esto revela es el alto sitio en que las gentes de la política de entonces tenían a la Poesía. Mucho va de entonces a hoy. La función celebrante o plorante que cumplían odas, cantos y elegías no tenía sustitutos. No había felicidad o tristeza colectiva sin poesía que la expresara.

La poesía de la Independencia nace de una decisión de compromiso. Es una poesía responsable frente a su hora y de dimensión social y política.

Los poemas reunidos en la Colección no cantaron a Dorilas en el prado, ni dibujaron anacreónticas y pastorelas.   —138→   Eran voces afectadas, sí, pero en busca de una expresión propia de la hora, del día, del contexto. Estuvo allí cuando fue necesaria, celebrando, estimulando, llorando, festejando y acompañando todo el proceso. Estuvo, dentro de su estilo y posibilidades, a la altura de las circunstancias. Funcionó como un instrumento social de expresión comunitaria, como en pocas ocasiones se ha dado en el país. Una muestra de ello es nuestro Himno nacional argentino.

Claro que ella se expresa en moldes, canta en medio de limitaciones preceptivas, está transida de convenciones y expresiones formularias. Pero detrás de todo ello, hay fervor cívico. Las modalidades imperantes le entibian ese fervor, le frenan el ímpetu, le amortecen el entusiasmo o se lo trasmutan en énfasis. Se le hace imposible la expresión directa, espontánea. La motivación cordial pasa por la aduana de lo estatuido y no corta trajes, sino que viste los del guardarropa neoclásico. Esta situación recuerda la reflexión de Paul Valéry, acerca de que un poeta puede hablar calurosamente del hielo o frígidamente del calor. Todo esto es cierto. Pero la raíz del canto es auténtica.

Los modelos eran españoles, pero esta poesía se valió del legado peninsular poético para cantar las formas de distanciamiento y diferenciación política con la Península, precisamente. Es verdadera la afirmación sabida de Alberdi, escrita en 1841: «Somos independientes en política y colonos en literatura». Pero esos «colonos» se valieron de la herencia recibida -la lengua y el lenguaje poético- para reclamar con rebeldía contra las mismas autoridades políticas que los heredaron. La naturaleza no da saltos, y la poesía tampoco. Se necesitó un tiempo, un proceso, en este esfuerzo en busca de nuestra expresión, hasta ir descubriendo modulaciones más auténticas y propias. La gauchesca fue una vía nueva, pero no debe caerse en la simplificación de afirmar que esta poesía fue generada por la Revolución y la   —139→   Independencia. Es olvidar que su comienzo programático e intencional se dio en el siglo XVIII con «Canta un guaso en estilo campestre», de Juan Baltasar Maziel y el sainete El amor de la estanciera81.

Con fácil ironía posmoderna, podemos burlarnos de estos intentos y denunciar achaques retóricos, alabeadas metáforas y manidos símiles. Sí. Pero todo era un esfuerzo noble de quienes querían expresar lo que sentían aquellos que no tenían voz propia, y se esforzaron por estar a la altura de los altos motivos mediante lo empinado de los tonos y las expresiones.

La poesía de la independencia refleja, mejor que otras expresiones de la hora, nuestro imaginario social. Los emblemas, los símbolos, los sueños, las frustraciones, los proyectos, las exaltaciones y depresiones, los modelos humanos a que aspiraban los hombres de Mayo y de Julio y a partir de los que pautaban sus acciones.

La cultura de toda época constituye un megasistema o sistema de sistemas. En la Ilustración, todos los sistemas (económico, político, literario) están presididos por un paradigma racional cartesiano. El sistema literario letrado está regido por firmes poéticas y preceptivas que definen y demarcan los modos operativos de la creación poética en todas sus manifestaciones. Cada género y cada especie -por momentos, con fuerte concepción biologista evolutiva- tiene sus reglas inamovibles. La poesía lírica generó una lengua poética particularmente reconocible en toda la producción epocal, en el período que va desde mediados del siglo XVIII hasta el   —140→   primer tercio del XIX. El léxico iluminista es recurrente y clasificable en torno a ciertas palabras que constelan campos semánticos organizados e interrelacionados. La lengua de la lírica abunda en grecismos y latinismos; se anticipa a la «grafía ornamental y aristocrática», dilecta del Modernismo rubendariano, en la escritura de los vocablos; el fraseo sintáctico es latinizante. Cada actitud poética tiene asignada su forma estrófica, su tono, sus temas. La fuente nutricia es la tradición grecolatina, y ella se constituye en modelo imitable. El nutrido almacén mitológico abastece a las referencias letradas y se acoge a todo un mundo de alusiones y sobrentendidos de complicidad cultural libresca para quienes se respaldan en la cultura clásica. Todos estos rasgos se conciertan a la hora de componer un poema. Los modelos españoles generaron su imitación epigónica hispanoamericana. Uso el adjetivo «epigónico» para aludir a la forma literaria calcada sobre otra, y «discipular» para designar a aquélla que se vale de la expresión ajena como estímulo para buscar la propia personal. Los poetas hispanoamericanos del período de la Independencia son epígonos de los españoles coetáneos y, en segundo plano, de los italianos de igual corriente.

El sistema paradigmático de la poesía neoclásica se aprendía en los colegios y seminarios, donde los jóvenes hacían la mano componiendo poemas sobre pautas y propuestas dadas, como ejercicios de clase o participación en concursos. El aprendizaje del latín en sus mejores modelos clásicos -Ovidio, Horacio, Virgilio- se asociaba a lo «neoclásico» para robustecer el legado. Hay, con ello, un fuerte reaseguro de transferencia del legado europeo y español a lo americano. Lavardén, López y Planes y Juan Cruz Varela, poetas de la modalidad neoclásica, encarnan tres generaciones que se educaron en ese contexto sociocultural presidido por el paradigma racional de la Modernidad y mantuvieron activo el testimonio de la corriente estética de la Ilustración.   —141→   La poesía neoclásica, con sus rasgos peculiares, era, por entonces, la poesía.

Llegada la hora de la lucha por la libertad política, los poetas argentinos pusieron al servicio de «la patria nueva» su oficio y se esforzaron en adecuar las pautas de la poética de escuela a expresar las realidades locales históricas que estaban viviendo. Creyeron que de esa manera, valiéndose del instrumento expresivo calibrado por las preceptivas y prestigiado por el uso de altos poetas, podían acompañar desde su ángulo, la creación estética, el proceso que se daba en pro de la liberación política. Quisieron escribir la poesía de la revolución y no generar una revolución en la poesía. Al apoyarse en modelos relevantes, recurriendo a las figuras mitológicas y a las formas expresivas remontadas, estaban levantando el gran tema de la Revolución sobre sus cabezas para presentarlo a todos. Aproximaban lo nuestro a lo europeo que, por entonces, era lo universal. Es, en el fondo, un procedimiento de poderosa intertextualidad.

Cuando un poeta dice: «... y a par de los Ulises, cuál asoman / los Homeros divinos», está sugiriendo que las empresas de nuestros libertadores generan los poetas que sepan cantarlas debidamente. Y cuando otro escribe: «... y sin Homero, ¿qué fuera ya de Aquiles?», subraya y encarece la propia labor poética, y la del gremio, que habrá de dejar en sus versos indeleble memoria a la posteridad de las acciones heroicas de nuestros próceres. Uno recuerda la segura respuesta de Roldán cuando, frente al enemigo árabe avasallante, el joven amigo Oliveros le aconseja retirada, el héroe de Roncesvalles se niega a hacerlo para «que no se canten de nosotros malas canciones». El héroe tiene clara conciencia de que la fama depende, en gran medida, de los poemas celebratorios que sus acciones generen. Mediante el verbo poético, nuestros neoclásicos transmutan a San Martín en «el Aníbal de los Andes»; a Lima, en «Troya» y al Maypo, en «el furioso Janto».

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Hay, tal vez, una ingenuidad poética al presentar a nuestros prohombres asociándolos a paradigmas míticos. Pero, al tiempo, ello revela una grandeza de alma de quienes ven la realidad inmediata en dimensiones heroicas. Esta dimensión sostenida entonces por los poetas está totalmente ausente en nuestra realidad actual. Si antes fue Clío la musa inspiradora de los forjadores de la historia y de los historiógrafos, hoy, para muchos, parece ser Cloacina -la Venus descubierta en las cloacas de Roma, según nos narra Tito Livio en el segundo libro de sus Décadas- en el tratamiento de las figuras de nuestro pasado. Aquellos hombres, amigos de los padres de la patria y algunos sus colaboradores incluso, supieron ver la dimensión trascendente de sus acciones sin necesidad de que mediara entre ellos la perspectiva temporal.

El poema se componía asociando tres fuentes de índole diversa: el parte de batalla aparecido en la hoja periódica, el modelo virgiliano u horaciano y las pautas de las poéticas de Luzán o Hermosilla, junto a los modelos de Cienfuegos y Quintana.

La poesía neoclásica de la Independencia cumplió una importante función en la construcción del imaginario cultural, de base sociopolítica, de la patria naciente. Contribuyó a consolidar el sentido de pertenencia de los hombres de un pueblo conmocionado, en trance de convertirse en Patria Nueva, con su abusivo uso de mayúsculas que cargaban de sentido arquetípico y antonomásico las realidades que mentaban. Mitificó el tiempo presente en oposición al pasado, al ayer, al hablar de «Patria Nueva», de «Mayo» y de «Julio», como «nuevos tiempos». Al seno de ese complejo y auroral imaginario, aportó gradualmente elementos de identidad nacional, respaldé los símbolos patrios que la encarnaban: la bandera, el escudo, la escarapela y, de muy particular manera, el Himno, la «Marcha patriótica», creación de esa poesía neoclásica, que consagré el pueblo y convalidó la Asamblea.   —143→   De igual manera, tantas otras canciones, como las once incluidas en la sección así llamada en nuestra Colección, que fueron musicalizadas y entonadas y coreadas en los actos y celebraciones públicas. Propuso una galería de héroes, aún no Panteón consagrado, al celebrar a cada uno -San Martín, Belgrano- por sus triunfos militares, que convertía, con su proclamación memorable en verso, en el éxito de la comunidad, del común, de todos. Se hizo voz del pueblo, le dio canto y llanto a través de la oda y la elegía82. Creó y difundió toda una imaginería simbólica: «el Árbol de la Patria», «el Sol de Mayo», «el Mes de América»83. Troqueló nombres de sitios que fueron, por antonomasia, los de triunfo para la memoria popular: Salta, Tucumán, Chacabuco, Maipú, Lima y los de la derrota: Cancha Rayada, Vilcapugio, Ayohuma. Fijó un vocabulario,   —144→   adecuando a lo nuestro el léxico legado de la Ilustración española. Fue instrumento para desarmar la ideología española y afianzar la nueva ideología. Y no concluye aquí la enumeración que, por lo demás, da materia sobrada para más demoradas exposiciones. Lo hago en otro sitio.

La poesía neoclásica de la Independencia fue, estrictamente hablando, una institución cultural política de altísimo valor en la plasmación del imaginario popular naciente.

Es auspicioso que se haya organizado este acto -sin duda la alta disposición de la Presidenta así lo previó-, primer acto público del año, en este mes de mayo, que la poesía de la Independencia consagró como uno de sus motivos dilectos. Lo llamó «Mes de la Patria», «Mes de América hermoso» (XXX, 14) o «Mes de los Meses», como lo mencionó Juan de la Cruz Varela, con acertada sintaxis de aumentativo hebreo; o «Mayo de las Flores», como lo bautizó equivocadamente el coronel Juan Ramón Rojas (XXX, 33), revelando en la apelación una presencia fuerte de la impronta europea entre nosotros. Por ello, Varela corrigió esta nominación, «Mes de las Flores», por la más adecuada a nuestro hemisferio, de «Mes de los Frutos», los que sin duda se estaban recogiendo en las empresas militares y políticas que se sucedían.

Desde el 1.º hasta el 25 de este mes de mayo, aludimos al trabajo de la Academia con sentido nacional. Y en el volumen que hoy aporto se asocian trabajo y voluntad de rescate de un valioso legado argentino: la inédita Colección de poesías patrióticas. Como se sabe, soy un sostenido y empecinado explorador de lo que Juan María Gutiérrez llamó «el vasto Panteón de nuestra prensa periódica». He sido, como investigador, contemporáneo, de esas gacetas y periódicos, rescatando náufragos y no cadáveres de su mar impreso.

He preparado una edición anotada de los pliegos de la Colección, que se constituye en la otra ala -haciendo complemento   —145→   con la Lira- de la poesía independentista argentina. Además, en un apéndice, he recogido un medio centenar de poesías del momento no rescatadas ni en Lira ni en Colección. Si en 1824, La lira argentina nos puso a la cabeza de los pueblos hispanoamericanos libres, al constituirse en la primera compilación de la poesía motivada en las gestas independentistas, con este aporte, la Academia, con la Lira y ahora con la Colección, se sitúa a la cabeza de la colecta de la poesía patriótica de los años gloriosos, con el mayor caudal de poemas generados en aquel motivo grande. Éste es mi ofertorio a la Academia, que me abre con generosidad sus puertas y, como no es cosa de ingresar con las manos vacías, y lo mío vale poco, me valgo de las obras de los poetas de nuestra libertad y de nuestra independencia para adelantar mi colecta, y que ello me respalde en esta recepción.

Y para concluir esta ya larga exposición, venga al caso un cuento popular, que airee un tanto el ambiente letrado de esta poesía neoclásica. Un cura, a quien se le inundaba la iglesita en una orilla del río, decidió trasladarla a la banda de enfrente. Cargó su burro con los ornamentos, custodias y cálices, y comenzó a arrear la bestezuela por el puente hacia su destino. Al ver los vecinos cuál era la carga del pollino, se descubrían respetuosamente. Y el burro, que lo era y mucho, pensaba satisfecho, para sí: «¡Ahora reconocen quién soy!». Yo no llegué a ser tan burro como el jumento del cura, por eso sé, de firme, que si se me saluda hoy es no por lo que soy, sino por lo que porto: la Colección de poesías patrióticas. A ella, el saludo. Muchas gracias.