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ArribaAbajoCentenario de Eduardo González Lanuza y de Berta Vidal de Battini


ArribaAbajo Eduardo González Lanuza: perplejidad y transparencia30

Horacio Castillo


«Pulsar un alma es cosa grave», escribió alguna vez Eduardo González Lanuza. Y, consciente de esa gravedad, intentaré palpar -o pulsar- su propia alma hoy que la Academia Argentina de Letras lo recuerda en el centenario de su nacimiento. En nuestra Corporación fue miembro de número desde el 10 de julio de 1975 hasta su muerte, ocurrida el 17 de julio de 1984, y en ese carácter ocupó -y honró- el sillón que lleva el nombre de Francisco Javier Muñiz, en el cual le precedieron don Ángel Gallardo y el premio Nobel doctor Bernardo Houssay. Sumó, así, a esa ilustre tradición académica, sus notables condiciones humanas e intelectuales y, en particular -para decirlo con sus palabras- «la verdad de la vida que sangra en todas las cosas».

Los que lo conocieron, dentro y fuera de nuestra Casa, recuerdan su calidez, su pureza espiritual, su sentido de la   —320→   amistad, su amor a esta Academia a la que seguía concurriendo cuando, ya sin voz por una terrible enfermedad, se valía para hablar de un recurso mecánico. Nuestro ex presidente, don Raúl Castagnino, que le dio la bienvenida oficial a esta Corporación, calificó la personalidad de González Lanuza como «balsámica». Dijo entonces: «Hay seres humanos que transportan consigo y transfieren a sus semejantes un natural hábito de placidez y bondad, un sentido comprensivo de la vida, su pizca de sal y buen humor. Si, por añadidura, están dotados del don creador, de su pluma, de sus obras emanará un efluvio saludable y confortante, de bonhomía y sosiego, de dulzura y paz, de serenidad espiritual». Y nuestro colega Enrique Anderson Imbert, que despidió los restos, sintetizó la personalidad que nos ocupa en estos términos: «Fue una inteligencia seria y responsable, consecuente y aun sistemática, para quien el diálogo de un yo con un tú, transforma al individuo biológico en persona espiritual».

Había nacido en Santander, España, el 11 de julio de 1900 y, aunque llegó aquí siendo niño, su fisonomía y su carácter -también su obra- conservaron rasgos, valga el oxímoron, de la suave reciedumbre del Finisterre peninsular. Aquí, en la Escuela Otto Krause, se recibió de químico industrial y, aunque pueda parecer distante de las letras, habla de su pasión por el misterio del mundo y de lo que sería su destino poético: con palabras de Pasolini, dare stile al caos. «Y creo -dijo al respecto- haber cumplido a conciencia con la química remendona, retribuyéndole con la mejor mediasuela posible la muy poca libertad económica con que ella me permitió moverme en el campo de las letras». Más aún, en plan de confidencias, declaró que su Opera Omnia, el libro más voluminoso salido de sus manos, lleva el inverosímil pero auténtico título de Manual de cervecería.

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Esa pasión por lo real, o si se prefiere -dicho con sus palabras- esa «perplejidad», lo arrojó en plena adolescencia a la poesía, donde encontró no sólo la vía de expresión de su interioridad sino, también, el tubo de ensayo -y aquí uso una imagen que acaso le hubiera sido grata- de su rampante rebeldía. Imbuido del garbo vanguardista fue «denodado pegador de carteles» en la revista Mural y militante en Prisma, la Proa de la primera época y Martín Fierro. En 1924 publicó su primer libro, Prismas, donde desahogó teórica y prácticamente su ansiedad ultraísta, entonada en el creacionismo de Vicente Huidobro que en 1916 había estado en Buenos Aires. Éste, en una conferencia, había dicho: «La primera condición del poeta es crear; la segunda crear; y la tercera crear». González Lanuza, en el prólogo de Prismas, coincidía: «Estimo que toda poesía que no sea creacionista, es decir, que no sea capaz de crear (...) está totalmente de más».

Fiel a esa escuela se presentó en sociedad con versos de este tenor:



Cuando
el jazz-band de los ángeles
toque el fox-trot del juicio final
      (Apocalipsis)

La fábrica en silencio
hace su digestión de hombres dormidos
      (Mediodía)

Se cuelgan las palabras de los cables
Klaxons, chirridos, voces.
Solos como Bhudas de hierro
sonríen los buzones.
      (Instantánea)



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Pero el colmo de ese «gimnasio», como lo llamó años después, son los poemas finales del libro, donde disponía los versos en distintas columnas, separados por líneas verticales, con palabras en mayúscula, seguramente como un eco del «Golpe de dados» de Mallarmé.

Esta insurgencia continuó en 1927 con un libro de cuentos, Aquelarre, de corte audaz y experimentalista, y hasta cierto grado en Treinta y tantos poemas, de 1932, en el cual se insinúa ya una expresión más interesada en la armonía de fondo y forma. Según Borges, Prismas fue «el libro ejemplar del ultraísmo». Pero como Borges, como Molinari y algunos otros compañeros de generación, la obra de González Lanuza cedió paso a formas clásicas, de cuño hispánico, en las que perseveró hasta el fin de sus días. Se cumplió lo que alguna vez llamé «la paradoja vanguardista»: lo que llamamos cambio, renovación, innovación, es en rigor un acto conservador. Porque cuando el arte se ha convertido en artificio, cuando el lenguaje degenera en retórica y la forma deviene uniforme, el creador -el verdadero innovador- lo devuelve a su centro de gravedad, a la vida. Y en arte la vida es la forma que, como dice Paul Klee, es el supremo contenido. Lamentablemente, al ceder o no profundizarse aquel sarampión vanguardista, se produjo un reflujo formalista que reiterado por el Cuarentismo retrasó la renovación de nuestra lírica, concretada luego por individualidades como Girri, Molina, Orozco, a expensas de otras tradiciones poéticas.

A partir de ese hecho la obra de González Lanuza se desplegó en los distintos géneros: poesía, teatro, ensayo, relato autobiográfico, historiografía literaria, crítica de arte, periodismo. Su interés por el teatro se manifestó temprano: Mientras dan las seis, en colaboración con Armando Villar, es de 1931; El bastón del Señor Polichinela, farsa de muñecos, de 1935; y Ni siquiera el Diluvio, de 1939. Las tres   —323→   fueron representadas en el Teatro del Pueblo. Después se agregó Misterio de Navidad, suerte de misterio medieval editado en 1966. En todas estas obras, dotadas según Castagnino de «gracia y teatralidad», González Lanuza puso en obra su profundo conocimiento de la naturaleza humana, esa «eterna levadura» como dijo don Federico Peltzer que permite renacer y proclamar el triunfo de la vida.

En la prosa, a los relatos de Aquelarre, de 1926, que ya citamos, se sumaron Cuando el ayer era mañana, donde registró tiernas y diáfanas memorias de su infancia española, y Cuaderno de bitácora, una sagaz invitación al viaje. No menos entusiasta fue en el ensayo, que abarcó una gran cantidad de intereses: Horacio Butler, Raúl Soldi, Centurión, Roberto J. Payró, Rafael Alberti, el Martín Fierro, los martinfierristas y sus Variaciones sobre la poesía. A lo que resta agregar su abundante producción de articulista, acaso de prosapia española, un poco a la manera de Salvador de Madariaga y de Francisco de Ayala.

Pero el eje de su vocación literaria fue la poesía. La poesía, según escribe, entendida como «estado naciente, el estado de creación pura e ininterrumpida». «El poeta -dice- crea realidad, como el gusano de seda crea la seda». Y también: «No es desde luego la inspiración, ese éxtasis baboso, ni esa iluminación celeste que pretendían sufrir los romanticosos agudos; pero es la presión continua de las ideas poéticas, la marejada de sensaciones, la pujanza de mil formas sin forma que anhelan transmutarse en realidad viviente». Creía, como Rilke, que un poema nace de la experiencia, y aclaraba que podía tratarse de una experiencia futura, como en el caso de Rimbaud. Y antes que Heidegger postuló que el objeto verdadero de la poesía «consiste en alcanzar la identidad del Ser consigo mismo».

Toda su obra es precisamente la experiencia plena de los seres y las cosas, de las plantas y los animales, el macrocosmos y el microcosmos, los objetos de la ciencia y la   —324→   metafísica, el cuerpo y el alma, el amor, el dolor, el arte, la religión. Todo el universo visible e invisible pasó por el tamiz de su espíritu y se hizo Verbo. Ahí están, como testimonio, sus poemarios, desde los iniciales Prismas, Treinta y tantos poemas y La degollación de los inocentes, de 1924, 1932 y 1938, respectivamente, a Puñado de cantares de 1940; Transitable cristal, 1943; Oda a la Alegría y otros poemas, 1949; Retablos de la Navidad y de la Pasión, 1953; Suma y sigue, 1960; Profesión de fe, 1970; Hai-Kais, 1977; los poemas para niños de El pimpirigallo y otros pajaritos, 1980; y Aires para canciones, 1981.

Ese conjunto, esa suma lírica, es un canto a la vida, a la libertad, a la alegría, o más bien esa Durch Leiden Freude, a la alegría a través del dolor, que inspira el himno schilleriano-beethoveniano. Canto, o Cántico que, como en el caso de González Lanuza, sólo podía nacer de una profunda conciencia de la muerte, de una lucha -como él mismo lo reconoció- verso a verso con la muerte.

Escribe en Puñado de Cantares:


Allí entre el ser y el no ser
este cantar oscilaba,
le di mi ser y es tan breve
que el no ser ya aquí le aguarda.



En Transitable cristal:


Dejé a mi muerte al borde de la nada
cuando a gemido y semiluz nacía,
y sigue allí aguardando todavía
el lento atardecer de mi jornada.
      (Espera)



En Profesión de fe y otros poemas:

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Verbigracia la muerte. Ya está escrito
y no me vuelvo atrás. Sí. Verbigracia
la muerte, la archimuerta, remuertísima.
      (Verbigracia)



Y en Suma y sigue:


   En el principio
era la gota, seguida
de otra gota, en densidad
idéntica, en miedo idéntica,
y otra gota sucedía
a otra gota en tiempo líquido:
ya rezaba un rosario
inagotable, la Nada.
      (Nocturno)



En su discurso de recepción en esta Academia González Lanuza comparó al poeta con Sísifo, condenado por los dioses a llevar una roca sobre los hombros hasta la cumbre, desde donde volvía a despeñarse y a reanudar el ascenso, y así eternamente. Como Sísifo, dijo, «el poeta aprieta los dientes en la consecución de lo imposible, endurece los músculos en el esfuerzo supremo, ya está por llegar. He aquí el endecasílabo soñado, la metáfora impar, el Cántico de los Cánticos, la Palabra definitiva y consagratoria. Ya resplandece el Verbo. Pero de pronto -la tinta ya se secó- la supuesta armonía se resuelve en estruendo, todo se desmorona». Es, dice González Lanuza, el día siguiente del poema que se creyó logrado y que, ahora, revela su nada. Y Sísifo, el poeta, debe recomenzar la pendiente sin fin.

Pero la identificación del poeta con Sísifo tiene una connotación más profunda. Sísifo, como sabemos, fue castigado porque al descender al Hades encadenó a Thanatos, la muerte. La gente ya no moría, había terminado la guadaña   —326→   mítica. Y esto no podía ser tolerado por los dioses que, entonces, le infligieron la inapelable condena. Sísifo, sin embargo, el poeta, no ha renegado de aquella empresa y sigue empeñado en encadenar de nuevo a la muerte. Por eso dice el poeta griego Odysseas Elytis: «La poesía comienza allí donde la muerte no tiene la última palabra». Y toda poesía, toda auténtica poesía, como la de González Lanuza, persigue ese antiquísimo sueño, el mismo de aquellos que purificaron Delos, la isla consagrada a Apolo. Como cuenta Tucídides, se abrieron los sepulcros y se prohibió nacer y morir en la isla, de modo que las parturientas y los moribundos eran trasladados a una isla vecina. La poesía cumple ese milagro. Como en el caso de don Eduardo González Lanuza que hoy, ya liberado del tiempo y del espacio, nos sigue diciendo desde su Libro de Horas:


En vano viviré, no canto en vano;
cesa el durar, el canto permanece,
polvo es el nombre que regresa al polvo,
nadie sabrá quien dijo lo que digo,
mas lo que debe perdurar, perdura.