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ArribaAbajo De prosa y poesía. Reflexiones autocríticas40

Dinko Cvitanovic


Señores Académicos:

En primer lugar y al margen de retóricas y protocolo, quisiera reiterar hoy, en mi primera visita a esta Casa, mi profundo agradecimiento a todos ustedes por el honor que me confirieron oportunamente al designarme Miembro correspondiente en Bahía Blanca. Reitero también lo señalado en mi carta formal de aceptación, en cuanto a mi real y firme vocación de servicio en toda actividad que de algún modo pueda ser útil a los fines de la Academia. Tampoco quiero dejar de mencionar el agradecimiento e inclusive la emoción que siento por el simple hecho de poder presentar una comunicación en este recinto. Y me permito repetir que no se trata de fórmulas circunstanciales sino sencillamente de sentimientos personales que aquí expreso con toda satisfacción.

Una comunicación. Todos sabemos a qué alude este término dentro de las convenciones profesionales, universitarias, académicas. No menos conocida es su procedencia   —370→   del verbo «comunicar» que significa, a partir de su primera acepción en el diccionario, «hacer a otro partícipe de lo que uno tiene». Heme aquí, pues, ante un auditorio especialmente calificado con el propósito de hacerlo partícipe de lo que tengo. Y, al reexaminar críticamente lo que he hecho al cabo de muchos años en la tarea de la investigación literaria, puedo transmitirles algunas conclusiones que me vienen preocupando sobre todo -para delimitarlo en términos temporales- en esta última década. Trataré de resumirlas, no sólo con beneficio de inventario sino con ánimo de superación, es decir, con cierta proyección hacia el futuro inmediato. Más allá de algún eventual mérito en lo realizado hasta el presente -apreciación que en última instancia atañe a mis pares más sabios- prefiero comunicarles lo a mi juicio no hecho, hecho a medias y en todo caso lo que estimo deseable.

La necesaria autocrítica que nos debemos todos los que trabajamos en el ámbito de la cultura me induce a las siguientes reflexiones:

Aparte de los errores, omisiones, cuando no erratas -¡siempre las erratas!- advertidos tardíamente por el propio autor o señalados como corresponde en algunas reseñas críticas de otros, constato otras limitaciones y falencias, pequeños y grandes vacíos que desearía subsanar no solamente con un afán de mejor realización personal sino también con el propósito de ofrecer un pequeño servicio a la revalorización de nuestras letras.

Mi vocación primera, desde la adolescencia, ha sido la prosa, género que comencé a cultivar desde temprano mediante la elaboración de varias novelas y de una cantidad de cuentos, algunos de ellos publicados con excesivo ímpetu en revistas y periódicos de provincia de corta vida. Seguramente gracias a Dios, un primario sentido autocrítico me hizo desistir bastante pronto de la difusión pública y relegar en consecuencia un nutrido fajo de papeles a su   —371→   plenamente merecido anonimato. Pero no por ello se diluyó mi vocación por la prosa sino que se encauzó más tarde en la vía del estudio y de la investigación crítica de novelas, cuentos y ensayos. De los tres lustros dedicados casi exclusivamente a las letras de la Edad Media y del Renacimiento español quedan testimonios que reflejan -no digo en calidad pero sí en cantidad- esta perniciosa tendencia hacia la prosa: la novela española del XV, el Quevedo de Los sueños y de El Buscón (no por cierto, el de los Sonetos...), el inevitable Quijote. No muy diferente, en cuanto al género elegido, han sido mi acercamiento y posteriores indagaciones en el campo de las letras hispanoamericanas en general y en el de las argentinas en particular. Fernández de Lizardi, Sarmiento y Echeverría, Alejo Carpentier, Leopoldo Marechal, Ezequiel Martínez Estrada; quiero decir, el narrador o el ensayista, casi nunca el poeta. Lo propio podría decir de Borges -nada menos- y de algunos más.

Como si una regla -y no precisamente de oro...- guiara mis pasos de crítico, la poesía ha quedado casi excluida de mis escritos. Las pocas excepciones, significativamente recientes para mí, no hacen sino confirmar aquella regla no escrita pero en mi caso ominosamente real. Ahora, en estos últimos años, al escrutar a mi alrededor -libros de crítica, programas universitarios, proyectos de investigación- advierto que mis limitaciones en este orden son ampliamente compartidas, por decirlo de alguna manera: mal de muchos consuelo de tontos. La poesía, «el príncipe de los géneros literarios» (como la define Mario Vargas Llosa) está relegada a un lugar secundario, en el mejor de los casos a un semidecoroso desván, cuando en realidad, sin ella, la entera Casa de las letras no tendría razón de ser. Arribar a la poesía, es decir a la esencia, es la misión mayor del escritor y de su arduo compañero de cada día, el crítico.

Desde otro ángulo, al contabilizar rápidamente la nómina de autores argentinos en los que me he detenido con   —372→   preferencia, surge una conclusión no menos llamativa: Gálvez, Mallea, Martínez Estrada, Borges, Sábato, Marechal. Todos ellos pertenecen en alguna forma a lo que podría llamarse parte del canon de las letras argentinas, acaso con ciertas salvedades, por ejemplo: el tono admonitorio y protestatario de Martínez Estrada, en un principio vilipendiado o esgrimido por razones extraliterarias, ha dado lugar en los últimos tiempos a una valorización más definida de sus genuinas cualidades de escritor; la incorporación de Marechal al canon ha sido lenta y dubitativa, aunque muestra claros signos de afirmación al cumplirse -precisamente en estos días- su centenario. Y en cuanto a Manuel Gálvez, entre los nombrados sin duda el más prolongadamente relegado por la crítica, recibe, no obstante, renovada atención, sobre todo por parte de un par de destacados críticos extranjeros, Myron Lichtblau y John Walker.

Sin embargo y pese a las reservas apuntadas, parece evidente que los autores nombrados forman parte del canon de nuestras letras, ya sea por su genuina estatura intelectual, ya sea por la difusión masiva que tuvieron o tienen en la actualidad, ya sea por la labor de críticos de jerarquía que en algún momento han puntualizado sus valores de manera decisiva, ya sea, en fin, por la suma de varios o de todos estos factores.

En resumen, pues, al reexaminar mi modesta obra crítica, compruebo que he obedecido inconscientemente a dos motivaciones: mi congénita dedicación a la prosa y aún más o menos persistente afincamiento en las obras de figuras consagradas. No obstante, en esta suerte de autoincriminación profesional podría acaso alegar en mi favor el haberme detenido con cierto ahínco en el estudio de ciertos aspectos estético-literarios de Martínez Estrada, en la reactualización y reencuentro vital con el siempre necesario Mallea de los años 30 y 40 y en unos apuntes que pretenden rescatar al Gálvez más consistente y menos estudiado,   —373→   el de Hombres en soledad. En cuanto al ámbito de la poesía, el vacío es mucho más notorio, si cabe. Aparte de algunos lejanos ejercicios escolares, generalmente referidos a la Edad Media europea, apenas podría mencionar un par de acercamientos recientes a autores de nuestra época.

Ahora bien, con la intención de superar estas limitaciones, correspondería que enmarque esta problemática dentro de mis reales posibilidades de trabajo y, en un sentido más objetivo, dentro de las circunstancias críticas y creativas de los tiempos que corren.

En el primer aspecto, soy consciente de que no puedo convertirme de buenas a primeras en un estudioso crítico de la poesía. Para ello, creo, además de aparato técnico convencional, se requiere de alguna manera ser poeta. Y yo no lo soy. Los arcanos de la poesía constituyen para mí algo así como aquellas piedras preciosas de los lapidarios medievales, cargadas de asechanzas, sortilegios y hasta de imponderables virtudes curativas. Calibrar esta álgida multiplicidad es tarea que me maravilla pero me sobrepasa. Seguiré pues en connivencia con la prosa, pero sin perder la ilusión de arrebatar al menos algunos de aquellos extraordinarios destellos por la sencilla razón de que en la buena prosa siempre hay poesía.

Se me ocurre que una de las vías apropiadas para centrar esta aspiración es ahondar en lo que se ha dado en llamar la novela lírica. Las dificultades no son escasas. Aparte de formas más o menos híbridas, de precarias experimentaciones postmodernas (muy lejanas en calidad de un Joyce, por ejemplo), el renovado auge de otros géneros, como el de la novela histórica, parece merecer en estos tiempos una especial y divulgada afición no sólo entre los novelistas sino también entre los críticos. Es notorio que dentro y fuera de nuestro país este último género atrae a unos y otros y, es menester admitirlo, en varios casos con sobrado fundamento. La novela lírica, voz en principio diferente   —374→   de rara densidad, pareciera relegada en tanto cultivo y también en tanto objeto crítico. En el primer caso, la poderosa tradición generada por Virginia Woolf da la impresión de haberse desvanecido después de mediados del siglo que concluye. Sin embargo, en años más recientes, importantes estudiosos han recalado en sus entrañas. Bastaría citar entre ellos el fundamental estudio de Ralph Freedman, The Lyrical Novel (1966) y el no menos ambicioso, englobador y sagaz de Ricardo Guillón, La novela lírica (1984). Este último en particular hace hincapié en una de aquellas figuras inmerecidamente olvidadas que dio notorio brillo al género, la chilena María Luisa Bombal. La autora de La Niebla es uno de varios hitos importantes de una tradición literaria, que se halla también entre nosotros y aún no ha recibido la debida atención. Rastrear en algunas de sus secuencias puede conducir a reflexiones críticas novedosas sobre aspectos centrales de la narrativa argentina del siglo XX. Pongo por caso el de una recordada integrante de esta Corporación, la señora Jorgelina Loubet, en el estudio de cuya obra narrativa me encuentro empeñado desde algunos meses, tarea que pretendo continuar en algunos otros autores de nervio cercano o similar.

Para terminar, quisiera mencionar un par de actividades grupales en este contexto de acercamiento a la poesía. Una de ellas fue un curso de posgrado sobre la poesía argentina del período 1930-1050, dictado en la Universidad Nacional del Sur en 1997, que constituyó para mí una experiencia única, porque al enseñar poesía por primera vez en mi carrera logré la cálida participación de ocho docenas (entre auxiliares y colegas), junto con los cuales ejercitamos, recreamos e inclusive reescribimos con nuestros modestos recursos instancias cruciales de la lírica nacional. Finalmente, en las investigaciones de un grupo de trabajo que llevamos a cabo en la misma Universidad, sobre las relaciones entre la Argentina y Europa han comenzado a   —375→   gestarse algunos apuntes que conciernen tanto a la poesía como a la novela lírica.

Nuestra aspiración es continuar en esta línea, no para encerrarnos en una forma peculiar de escritura sino con el propósito de afianzar y enriquecer en lo posible una vertiente que estimamos rica en sí misma y a la vez incitadora para sus lectores críticos. Con ello tenemos la esperanza de asir la palabra esencial con algo más de propiedad y, de modo concomitante, tal vez allegar a la conformación del canon la presencia de voces por ahora ausentes, olvidadas o simplemente desconocidas y dejadas de lado en el fárrago de una actividad crítica y de una difusión masiva de autores y obras que, en más de un caso, con el andar del tiempo resultarán penosamente «prosaicas».

Señores Académicos:

Les agradezco la atención prestada. Ruego me disculpen el tono un tanto confesional y si se quiere «existencial» de esta exposición, pero no he podido ni he querido hacerlo de otra manera. Sólo puedo decir que, en tanto obstinado prosista, no se me ocurre una manera diferente de expresar mi anhelo de poesía que no sea a través de la confesión. Digo bien, confesión. Ésta es, a su modo, existencia y verbo, en otras palabras, una forma de poesía que a nadie puede negársele. Nada más.