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ArribaAbajoNecrología

Enrique Anderson Imbert (1910-2000)



ArribaAbajo Palabras de despedida57

Óscar Tacca


En dos ocasiones anteriores -tan tristes como ésta- las circunstancias hicieron que compartiera un coche con Anderson Imbert. (Yo lo llamaba siempre don Enrique, con esa costumbre muy española de llamar a los maestros: don Ramón, don Dámaso, don Claudio...). De la conversación se infería que don Enrique no le temía a la muerte. Era absolutamente lúcido y coherente, pero en ambas ocasiones manifestó reiteradamente su deseo de morir en Buenos Aires. Aquí volvía cada año, prolongaba su estancia cada vez, hasta que otras razones, o algún malestar físico, lo llevaban nuevamente a los Estados Unidos.

Cada vez que venía nos entregaba lo mejor de sí: su fe en la democracia, el vasto saber de su formación filosófica, la amplitud de su versación literaria. Solía traer un libro inédito, realizaba alguna disertación, proponía iniciativas para la vida de la Academia, daba su opinión y consejo a quien se lo pedía. Sus exposiciones frecuentemente aportaban datos insólitos y una cuota de humor.

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El país tuvo el fruto de su talento y de su labor: la política, al comienzo de su vida, y en una orientación muy definida, el periodismo, en un órgano combativo, la cátedra, en distintas universidades; diarios como La Nación, revistas como Nosotros, Claridad y Sur publicaron sus ensayos y sus cuentos; ciudades como Mendoza, Tucumán o La Plata lo contaron en su enseñanza, y su prestigio bien fundado le ganó respeto y admiración en el país y en los Estados Unidos. En 1946, el régimen imperante y sus propias convicciones lo llevaron a exiliarse y continuar su actividad en la Universidad de Michigan, hasta que en 1965, la Universidad de Harvard creó para él la primera cátedra de Literaturas Hispánicas, que desempeñó hasta retirarse de la docencia en 1980. La Academia Argentina de Letras, que hoy le rinde este homenaje, tuvo la satisfacción y el honor de incorporarlo en 1978. Pronunció el discurso de recepción Juan Carlos Ghiano. Anderson Imbert disertó sobre «Narrador, texto, lector». Entre 1980 y 1986 fue vice-presidente de la Institución.

Todo esto, sin embargo, es el lado público y externo del hombre que estaba a la altura de los compromisos y exigencias, académicas, políticas, sociales. Pero quienes hemos tenido la suerte de compartir con él algunos ratos junto a un vaso de vino o una taza de té, no olvidaremos su simpatía, la relación oral de anécdotas o momentos de su infancia, de su adolescencia, de sus pasos iniciales como estudiante universitario, de su cambio de carrera, de su relación con ilustres maestros de La Plata o de Buenos Aires (Henríquez Ureña, Martínez Estrada, Arrieta, Korn), de sus primeros amores, que aparecerían después, en su vida o en sus relatos...

Crítico penetrante, narrador de ingenio, meduloso ensayista, sorprendía a menudo con ideas originales, que no provenían forzosamente de las letras, sino por ejemplo de las ciencias, o de su interpretación de la Historia. No profesaba   —421→   religión o credo determinado, pero comulgaba con el enigma, el prodigio, el misterio.

Bien sabemos, también, que en lo que va dicho falta lo principal. Lo principal es todo cuanto escribió. Una obra que abarca todos los géneros, abordados en muchos casos con el nivel de la excelencia. Aquí seremos deliberadamente parcos, porque su obra ha sido vastamente conocida, difundida, estudiada, ponderada y laureada. Entre los lauros y distinciones contó con el Laurel de Plata del Rotary Club, el Premio Echeverría de Gente de Letras, el Diploma al Mérito de la Fundación Konex, los doctorados de las universidades nacionales de Cuyo y Tucumán. La Academia Argentina de Letras lo propuso en numerosas ocasiones -incluso este año- para algunos premios del ámbito de la lengua española, que, en estricta justicia, creemos debieran haberle sido otorgados.

Asumió la escritura como un destino. La asumió como una vocación, un compromiso, un oficio. Escribió hasta el final de su vida. La muerte, seguramente deja trunco más de un cuento, una novela, un ensayo. Para don Enrique -revirtiendo la frase- la vida no fue una pasión inútil.

Despedimos, pues, fraternalmente a Enrique (como le decían los amigos), discipularmente a don Enrique (como otros lo llamábamos); unos y otros con la misma tristeza, al maestro y amigo, que nos dice adiós, desde Buenos Aires, como soñaba.