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V. Los chapines en España

Francisco Danvila


Las naciones europeas más importantes, en especial Francia é Italia, poseen una historia indumentaria propia. España carece de ella. Nuestros arqueólogos comienzan á reunir algunos de los elementos plásticos y documentales que han de formar la base de aquel trabajo, y, aunque no abrigue la pretensión de que se me considere como tal arqueólogo, quiero ofrecer mi modestísimo óbolo para tan patriótica empresa. Trataré, pues, de los chapines, objeto indumentario que, naciendo en la más remota antigüedad pagana, ha venido usándose hasta los comienzos del último siglo.

Y ¿qué son los chapines? se preguntará ante todo. La respuesta es sencilla. Son un calzado compuesto especialmente por una alta suela, formada con más ó menos corchos, y sujeto al pie por encima del empeine con una brida ó dos orejeras de tela ó de cuero. Por el momento basta con esta descripción que se irá detallando más en el curso de este escrito.

Si mi estudio no se concretara al chapín español, y especialmente al famoso valenciano, iría á buscar su origen en los primeros pueblos del Asia; pero es suficiente encontrarle en Roma, de donde hubo de importarse en España. Y en efecto, el kassyma griego, bajo el nombre de fulmenta, calzado con alta suela de corcho, era de uso general entre las romanas.

El P. Lacerda, en su obra sobre Virgilio, apellida Vincula á la fulmenta; Rodrigo Méndez Silva, en su Catálogo de los Reyes, supone que los romanos, para tener á sus mujeres en clausura, les pusieron chapines, costumbre que observaron las españolas, sirviéndoles en su tiempo (1637) de gala para el paseo; y Navarrete, en sus Discursos políticos, siguiendo á Méndez Silva, asegura que en latín se titularon manicæ (grillos). Pero, digan estos señores lo que quieran, los chapines se llamaron fulmentœ por los romanos, que se servían de ellos, tanto para defenderse de la humedad del suelo durante el invierno en las fangosas calles de la

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ciudad eterna, como por vanidad, para ostentar más estatura que su propia y verdadera. Al menos así nos lo dicen Plinio, Plauto y otros escritores latinos.

Si durante la prolongada dominación de los romanos no pasó á España la fulmenta, que es lo más probable, pasaría con las demás prendas indumentarias que los godos adoptaron en la civilización latino-bizantina. Es sensible que San Isidoro en sus Etimologías solo nombre las baxeæ que calzaban las mujeres visigodas, sin determinar su estructura, y quede la cuestión en meras suposiciones.

A mitad del siglo IX, en 855, se encuentra de nuevo el rastro de los chapines, en una escritura de donación que incluye la Marca Hispánica, hecha al monasterio Sxalatense, y en la cual Prótano, archipresbítero, dona, entre otros objetos de valor, VIII Soccas. Estos suecos son los mencionados chapines, pues, así se han llamado luego en Castilla, como veremos, y en Aragón; aunque en este último reino se les apellidaba adanas de pie.

El maestro Pero Antón Beuter dice en la Historia de Valencia, hablando de su conquista en 1238: «corrieron todos (los moros), con gran priesa quien primer pudiera besar las manos al rey ó la reyna y sino el estribo ó el chapín;» y, aunque el maestro escribía en el primer tercio del siglo XVI, no parece extraño su aserto al hallar que en 1268 Alonso X, en el Ordenamiento de posturas dado en Jerez, prohibe á los judíos, quizás como objetos dignos de ser usados únicamente por personas de condición, «los çapatos escotados, los çuecos y los çapatos dorados.»

Tenemos, pues, que en la segunda mitad del siglo XIII los chapines, no solo se usan en Castilla y Valencia, sino que son considerados como una prenda de distinción que no más calzan las clases privilegiadas.

Pronto debió generalizarse su uso en la ciudad del Turia, pues ya en 1300 se había formado en ella un gremio de chapineros (tapiners), que debía ser numeroso y contar con abundantes fondos cuando por mano de Jaime Mateu, platero, contribuía con 100 libras valencianas á la obra de Santa Catalina mártir. El hecho lo testifica una lápida encontrada en una excavación hecha frente á la puerta de dicha iglesia, que abre á la calle actual de

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la Tapinería (chapinería), según testimonio del Dr. D. Agustín Sales. Siguiendo y aumentando la boga de aquel atavío, se les adornó desde luego con tal riqueza, que vinieron á constituir verdaderas joyas. Así se comprende que en 1352 Ramón Çanihuela comparezca ante el Consejo de la ciudad reclamando la indemnización de «III parells de tapins nous» (tres pares de chapines nuevos) que le habían robado las gentes de la Unión (Libre de comparecencies); y que en 1375, como nos dice Escolano en sus Decadas, los Jurados viendo que «los chapineros, en aquel vacío y matizado dibujo que hacían en las paredes de los chapines de imaginería, pintaban con devoción indiscreta imágenes de santos que andaban debajo de los piés de las mujeres» lo prohibiesen bajo graves penas. A reprimir sin duda estos excesos, aunque inútilmente, había ya acudido Alonso III de Aragón, dictando aquel fuero incluso en la rúbrica de Draps e de vestir (XXI), por el cual prohibía á las mujeres llevar chapines «sino cuberts de oripell, sens eflocadura» (sino cubiertos de oropel sin lazos) bajo la pena de 200 florines. Y digo que esta providencia fué inútil, porque siguió el lujo en tal objeto y á su esmerada construcción se sacrificaban hasta los protocolos que para ello vendían los escribanos, como se deduce de una disposición foral inserta en su rúbrica, título XIX del libro I de las Instituciones de Pedro Jerónimo Tarazona.

También en Castilla, á mitad del siglo XIV, habían de acudir los reyes á moderar aquel despilfarro, empleando el entonces usual medio de la tasa. D. Pedro I, en su Ordenamiento de Menestrales, dado en Valladolid el año 1351, decía: «E den a los çapateros de lo dorado por el par delos çuecos dorados ssiete maravedís, e por el par de çuecos de tres cintas cinco maravedís, e por el par de çuecos de una cinta cuatro maravedís.» Y su hermano y sucesor D. Enrique, en 1369, desde Toro, tasaba también los çuecos, todos, dorados, mayores y menores, cintados, llanos, de cadena y blancos.

Sabemos, pues, que en este tiempo los chapines se construyen de piel dorada y común, de color y blanca, en su parte superior, y se adornan con lazos de cintas, sin duda para unir las orejas ó capelladas, y de corcho en su inferior, con dibujos y hasta imágenes

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de santos. Desde luego se habrá comprendido que estas máquinas no podían ponerse sobre las calzas de tela que entonces se usaban, las cuales en breve se hubieran destruído; y con efecto los chapines se colocaban sobre las polaynas ó gervillas, especie de borceguíes de piel fina y suela delgada. El P. Fray Francisco Eximenes, en su Carro de los dones (carro de las mujeres), las representa y vitupera diciendo «que todas van de fiesta todo el día, cantando en francés todas almizcladas y con olor de Timem (?), y solamente de punta tocan en tierra cuando van en chapines y polaynas.» Este párrafo prueba el extremo de las polaynas, y además aclara el sentido de los chapines de puntas en Aragón, que no parecía bien definido.

Al finalizar dicho siglo XIV, el chapín es ya un objeto de lujo y de necesidad, que forma en Valencia uno de los primeros ramos de exportación.

La fama de este producto valenciano es universal, y atentos á conservarla los Jurados por medio de uno de sus principales dignatarios, reglamentan su fabricación para que su bondad no se menoscabe. En 10 de Junio de 1389 En Berenguer de Dalmau, Mustaçaf (almotacén), en dicho año publica, por medio de pregón, varias disposiciones que forman parte de la Rúbrica de tapicers (chapineros), inclusa en el códice titulado Libre del mustaçaf, recopilado en 1563, que posee el Ayuntamiento de Valencia. En ellas prescribe la clase de cueros y pieles con que se han de obrar las diversas partes del chapín, capelladas, brancas y taconeras, bien sean los chapines llanos, dorados, floreados ó de color. También se prescribe que estos últimos se barnicen, tal vez para defender los corchos de las humedades.

No hay, pues, duda. El chapín, á pesar de sus muchos inconvenientes, ha arraigado bien en las costumbres de la nación española, y su existencia se prolongará aún durante tres siglos largos. Pasarán los reyes, las dinastías, y el hijo de la fulmenta romana no morirá hasta que vengan á destrozarle los borbónicos tacones de grana. Aun entre las personas morigeradas alcanza favor. Según cuenta La gracia de la gracia, el P. Joseph Borreta, una piadosa señora preguntóle á San Vicente Ferrer si era pecado llevar chapines, y el Santo le respondió con su habitual

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gracejo: «Ten cuidado en no caer.» Tan natural se consideraba aquella costumbre.

Y no solo entre la grey cristiana, hombres y mujeres, grandes y pequeños gastaban chapines, sino también venía haciendo uso de ellos la población agarena desde los primeros tiempos de la invasión con el nombre de alcorques, palabra derivada, según Dozy, de kork (corcho) y del artículo al. Mármol, en sus Guerras civiles de Granada, los llama chapinitos, por ser bajos y de una sola capellada, aunque esto se refiere ya á su época. La palabra alcorque, derivada del latín quercus, pasó á Castilla; y por ello, sin duda, algunos escritores creyeron que los habían introducido los árabes en España. Los chapines subsistieron entre los musulmanes hasta la caída del reino granadino. Recuérdese á este propósito la machacadura que á Isabel de Solís ó Zoraya ocasionaron con sus chapines las esclavas de la sultana Ayxa, cuando aquella se retiraba de su primera cita con Muley-Hacem, padre del infortunado Boabdil. Más tarde aún se hallan vestigios de esta moda entre los mudejares de Castilla, y por algunas disposiciones de Los devedamientos de la ley y çunna (Ley de moros, capítulo VI), en que se nombran las xerrillas, puede inferirse que no se usarían sin el acompañamiento de los chapines ó alcorques.

Pero volvamos á Castilla y á Valencia y entremos en el siglo más brillante y último de la Edad Media española, en el caballeresco siglo XV.

Continúa durante él la importancia del venturoso calzado, y tanto, que un escritor místico, el Dr. Agustín Sales, en su Historia del convento de la Trinidad, al referir la vida de la venerable abadesa de aquel monasterio, Sor Isabel de Villena, que floreció en el primer tercio del mencionado siglo, cuenta que el Arcángel San Miguel le presentó seis pares de chapines de varias clases. Los unos de plata especialmente obrados, los otros ya de brocado verde, azul ó blanco; estos de terciopelo grana bordados con matas de arrayán (vellut vermell, brodats de mates de murta), y aquellos de oro tirado singularmente construídos. Por supuesto que á la entrega de cada par acompaña un comentario teológico en extremo edificante y oportuno, sin que se le ocurriera al buen

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doctor decirnos si la abadesa podía usar semejante calzado. No he podido comprobar esta especie, pero la hace sospechar el leer en las cuentas de la procesión del Corpus de Valencia, año de 1451, que el Consejo paga algunos sueldos, moneda del reino, por los escarpines dorados con suela de corcho que calza María Magdalena; y claro es que si á las Santas se las adornaba con ellos no habría de haber inconveniente en que los usaran las abadesas, por más que tal uso no se conformase gran cosa con su respetabilidad ni con la modestia de su estado.

Esta importancia piadosa, digámoslo así, de los chapines, corría parejas con su importancia social, puesto que era el calzado tanto de las damas linajudas y de las reinas, como de los caballeros y nobles y de los soberanos. El elegante bulto sepulcral de doña Elvira de Acebedo en Santa Clara de Tordesillas, como el de doña María de Orosco en San Pedro de Toledo y el de doña Sancha de Rojas en Fres del Val, calzan chapines de extremada factura, aunque no tan lujosos como los de doña Isabel de Portugal, esposa de D. Juan II, en la Cartuja de Miraflores. De ellos, los de doña Elvira y la reina son redondos, los últimos cuajados de perlas y sostenidos sobre la cara del pie por tres cordones, de perlas también, que se unen en su centro. Los de doña María y doña Sancha son más bajos, de punta, y adornados con dibujos, probablemente de ataujía ó media ataujía, labor que sobre los corchos se producía en Valencia.

También hubo de gastarlos bajos Isabel I, sin duda por consejo de su confesor P. Fray Hernando de Talavera, enemigo declarado de tales objetos. En su Tratado de los pecados que se cometen en el vestir y en el calzar, dice censurándolos: «Son de diversa manera (los chapines) obrados y labrados, castellanos y valencianos; y tan altos y tan gran cuantidad, que apenas hay corchos que los puedan bastar.» Cuya nueva la amplía hasta la exageración el P. F. Bartolomé Jiménez Patón, en sus Comentarios á dicho tratado, añadiendo: «Se veían chapines casi tan altos como las mismas mujeres, pues los había de 24 corchos y chapines y xervillas que tenían de coste 700 reales.» Sin alcanzar de mucho esta medida en la tabla de la Decolación de San Juan, perteneciente á la escuela de Castilla, que se atribuye á gallegos, y guarda

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el museo del Prado, se pueden ver los chapines de brocado y perlas que calza Herodías, y podrán medir hasta 10 centímetros.

De estas censuras, de las del P. J. Alfonso de Cartagena, en su Discurso sobre los malos trajes, y de otras, se aprende que los chapines, çuecos ó alcorques, se forraban de paño ó seda, y crecían á medida que avanzaba el tiempo. Aún nos dicen algo más; que los chapines fueron censurados por San Ambrosio en sus Obras morales y también que se calzaban sobre zapatos romos.

Ya en este punto me contentaré, para cerrarle, con citar la donosa sátira que Mosén Jaume Roig, escritor valenciano, hace del sexo débil burgués en el Libre de les dones, y en la cual, al enumerar las pretensiones de la mujer, dice del combatido calzado:


«Calçes tapins,
ab escarpins
de vellut blau,» etc.



Esto es, «calzas, chapines con escarpines de terciopelo azul, etcétera,» con lo cual algo nos enseña en el asunto.

No escapaban por completo los alcorques masculinos á los ataques de la crítica, á pesar de su relativa humildad y modestia. D. Enrique de Villena, en el Triunfo de las donas, vitupera aquella moda en los hombres, que solamente encuentra disculpable en tiempos lluviosos. Pero con todo ello, la moda se sostenía y generalizaba en el sexo fuerte, que la había adoptado desde su comienzo. Y esto acontecía en todas las clases y estados. La estatua yacente de D. Juan II en Miraflores calza chapines de igual estructura que su esposa doña Isabel de Portugal. En la estampa de Nuestra Señora del Rosario, de Domenech, grabada en 1488, se ve un caballero que se los ha descalzado para arrodillarse; y en los grabados de Las artes de la vida humana los calzan individuos de varias condiciones. Hasta en una égloga de Juan de la Encina parece que se trata de ellos entre pastores. Exceptuando los de D. Juan, los demás son bajos y llanos.

De forma, que sucedía entonces lo que siempre ha sucedido en materia indumentaria. El capricho, ó cualquier impensada circunstancia, introduce el uso de esta ó aquella prenda de vestir,

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sea ó no inconveniente ó extravagante. Truecan contra ella los moralistas, la reglamentan los legisladores, y sin embargo subsiste su moda hasta que otra la derriba y la sustituye. Y esta de los chapines, al menos en Castilla, se la había combatido de todas suertes. No sostendré que mi presunción sea muy fundada, pero sospecho que de la mala voluntad de algún legislador adusto debió nacer la idea de apellidar Chapín de la reina al servicio extraordinario de 150 cuentos de maravedís, que pagaban los vecinos del Estado llano para gastos de las bodas reales. Verdad es que también pudo inspirar el título de semejante tributo la costumbre castellana de que el día de la boda comenzaran las mujeres á usar el alcorque, por lo que se estableció la frase vulgar para decir que esta ó aquella moza se casaba, de que á la tal se la ponía en chapines. Este uso, que seguía vigente en tiempos posteriores, inspiró aquellos versos de un precioso romance de Quevedo:


«Y por ponerse chapines
alzacuello y verdugado,
sin saber lo que se hacía
dió á su marido la mano.»



Prosigue en el siglo XVI la boga de los chapines. Las mujeres deliran por ellos, aun las de la última clase popular, y tanto, que doña Juana, en 1515, por su pragmática de Burgos, al permitir que se puedan traer alcorques con seda, exceptúa á los oficiales de manos, obreros y labradores, y naturalmente á sus mujeres. Que estas los usaban, nos lo dice el célebre obispo de Mondoñedo en sus Cartas familiares, donde escribe en la LI: «qué placer es ver una mujer levantada de mañana, andar rebuelta, la toca desprendida, las faldas prendidas, las mangas alzadas y sin chapines los piés..., lavar su ropa, ahechar su trigo..., barrer su casa, encender su lumbre, poner su olla...,» etc. Frases estas no menos expresivas que algunos versos de Rodrigo de Reynosa, en Las coplas de las comadres, en las cuales ridiculiza el necio afán de engalanarse las mujeres del pueblo usando entre otros objetos los chapines y las xervillas.

Por fortuna, para los padres y maridos, el Emperador puso

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coto á las exigencias de los chapineros, en su pragmática sobre la carestía del calzado, expedida en Monzón, año de 1552, en la que se tasan los chapines por dedos de altura. Y en efecto, esta debió ser su condición dominante especialmente en los valencianos, cuando Juan de Mal-Cara los menciona por ello en la descripción del traje de una novicia de alta estatura, comentando su refrán 33 de la centuria III.

Y no era fundada ni extraña la consideración que se dispensaba á los chapines valencianos, trabajados con exquisito primor, y á cuya obra concurrían dos gremios, el de chapineros (chapiners) y el de pica-chapines (picatapins), sobre quienes velaban los jurados de la ciudad, celosos del buen nombre de esta industria local. En el ya citado Libre del mustaçaf, y rúbrica de chapineros, se hallan unas disposiciones del Consejo sobre este asunto. Por ellas vemos que los chapines valencianos no podían construirse con piel de carnero dorada ni lisa, por ser obra falsa, sino con oropel de cabrito; que las suelas debían ser de ciertas partes, las mejores del cuero del buey, y de corchos nuevos. Al mismo tiempo se ordena la clase de orladuras y piezas que en las telas y forros deben ponerse y cuáles han de ser estos, con otras curiosas particularidades. Este documento revela el hecho de que también los niños usaban ya chapines en aquella fecha, pues distingue los chapines, en mayores y menores, y para personas de 12 años, arriba ó abajo.

Interesante en el asunto es el citado documento, y no lo es menos una provisión de los Jurados de Valencia, en 1534, resolviendo algunas cuestiones habidas con hijas y mujeres de maestros chapineros y pica-chapines que se intrusaban en el gremio, picando aquel calzado, es decir, claveteando los corchos con tachuelas que formaban dibujos, y á las cuales, sin duda en atención á su habilidad, se les permite, bajo ciertas condiciones, aquella industria. Concesión es esta muy notable para el tiempo, pues el gremio de chapineros, al que se hallaba agregado el de pica-chapines, había alcanzado ya bastante importancia para concurrir al Consejo de la ciudad con los otros, como lo efectuó en 10 de Julio de 1465 y en 5 de Junio de 1531, tener su sepultura en la iglesia de Santa Catalina Mártir, su casa gremial, y salir

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en las funciones públicas con sus banderas y estandarte de damasco carmesí con fajas de oro y un zapato y un chapín bordados del mismo metal en ellos, con la imagen de San Pedro, por remate del asta.

Si en algún punto se pretendió imitar la fabricación valenciana, hubo de ser en Madrid, y así lo expresa Gaspar de la Cintera en sus Coplas al encomiar los ricos chapines de aquella villa.

Bien le anduvo al chapín en el siglo XVI, pero no fué menos su ventura en todo el XVII, por más que otra cosa opine un ilustrado arqueólogo de nuestros días. Trataré de probar, pues, Dios mediante, que los chapines alcanzaron á los primeros años del reinado de Felipe V.

Las obras del indicado siglo XVII nos declaran que ese calzado era propio de todas las clases y de ambos sexos, como en las anteriores épocas. D. Francisco López de Úbeda hace decir á su Pícara Justina: «Al punto bajé la mano para desenvainar un chapín valenciano.» En la Garduña de Sevilla, de D. Alonso de Castillo Solórzano, cuenta la heroina que «afligida con la muerte de su amante tomó por remedio dejar los chapines y con las basquiñas en la mano á todo correr,» etc. Cervantes refiere en su Rinconete y Cortadillo que en cierto trance «alborotáronse todos de manera que la Cariharta y Escalanta (mozas del partido) se calzaron sus chapines al revés.» Y en fin, los autores dramáticos de la época se ocupan de ellos en diferentes pasajes de sus obras. Entre los muchos que pudiera citar, lo haré tan solo de algunos que revelan pormenores chapineros que no conocíamos.

Por Lope de Vega, en La discreta enamorada, se sabe que existían chapines de luto, quizá aquellos negros de cordobán que la tasa de 1627 valoraba en cuatro y medio y cinco reales, según tuvieran tres ó cuatro corchos.

En El ofensor de sí mismo, de Monroy, dice uno de los personajes:


   «Chapines tiene también
y moños en los chapines.
Grande bobería es
poner sobre la cabeza
lo que tienen á los piés.



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Dió los chapines el uso
porque no puedan correr
para alcanzarlas de pronto.»



Este moño le formaban las cintas que, pasando por los ojetes, reunían las capelladas sobre el pié. En La huerta de Juan Fernández escribe Tirso de Molina:


   «No gastará la mulata
manto fino de Sevilla,
ni cubriera la virilla
el medio chapín de plata»



Y con ello nos certifica el lujo en los chapines de las damas de aquel tiempo, lujo que Lope de Vega ya había censurado en su Gatomaquia, diciendo:


   «Chapines de tabí con sus virillas
entre una y otra descubriendo espacios
de la roja color de los topacios,
de nuestra edad y siglo maravillas,
que lo que ser solía
un medio celemín con ataujía
un pirámide es hoy de tela de oro,
y cuestan sus adornos un tesoro.»



La confirmación de todo ello nos la dan otros escritores de la época. D. Cristobal Pérez de Herrera, médico de Felipe III, propone en sus Quincuagésimas el siguiente enigma:


   «De seda y de plata y oro
y de cuero de animal
me componen, y soy tal
que sin guardarme decoro
me huellan y tratan mal.»



Y luego, al declarar qué es el chapín, añade: «Compónese el chapín valenciano y otros contrahechos, de diferentes matices dorados y plateados y con plata fina en planchas y clavos en las

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virillas y aun cintas de seda en las capelladas.» Estas virillas y clavos podían en alguna ocasión sacar de apuros á sus dueños, como aconteció que, habiendo una mujer ido á visitar el sepulcro del Siervo de Dios, venerable Simó, se apartó á un lugar secreto de la iglesia, y quitando unas y otros de los chapines, los puso en el plato de la obra, según cuenta el obispo Aparici en la vida de aquel religioso. Y aun esto parece moderado, si se tiene en cuenta que Navarrete, en los Discursos políticos, dice: «Ha llegado el exceso á tanto, que algunas mujeres han comenzado á poner en los chapines virillas de oro, y no ha faltado quien las haya claveteado con diamantes, exorbitancia y exceso que no conocieron las Faustinas y Cleopatras.»

Si resumimos, nos encontraremos que las capelladas del chapín femenino, porque solían ser más de una, unidas por un moño de cintas, se componía de telas preciosas, y que sus corchos se cubrían con virillas, generalmente de plata. Estas virillas, que Cervantes llama rapacejos en su Tía fingida, no se sabe á punto fijo qué altura tenían. Ya había dicho Tirso que cubrían medio chapín, cuando el Dr. Mira de Mescua, en su Fénix de Salamanca, escribe este diálogo:

   «-¿Y mis chapines, Villena?
-Aquí los trae un criado.
-Muestra. ¡Qué angostas virillas!
-No se usan más de dos dedos.
-Echan á perder los ruedos,
ya me cansan.
-Pues undillas.»


Estos dos dedos concuerdan con Tirso, pero de ningún modo con D. Jerónimo Alcalá, que en su Donado hablador, escribe: «Salió, pues, mi deseo de dama, vestida á lo grave, alta de cuerpo, muy derecha, sobre media vara de chapines con sus virillas de plata de un gran xeme.» Mas como no quiera seguir la broma del satírico donado, me contento con aquellos dos dedos de virillas, que no es poco.

Las cintas que forman el moño también son de rigor, aun cuando su notoria flaqueza ocasione más de un percance.



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-¡Jesús!
-¿Qué ha sido?
-Casi nada,
abrirse de un chapín la capellada.


-Deme V., si trae, un par de cintas, dice el bachiller Quiñones, en su entremés D. Gayferos; y en verdad que debía ser trance de entremés romperse la cinta del chapín en la calle, y encontrarse la dama sin poder volver á casa.

Y con esto, creo ya de todo punto necesario describir con minuciosidad el chapín del siglo XVII; es decir, el chapín en la plenitud de su perfección y apogeo de su imperio, porque si ahora no lo hago, me lo va á impedir en breve su ruina. Por fortuna, ha de sacarme en parte de este empeño el ilustrado D. A. Orellana, que, en vista de unos que poseía su amigo el regidor don Antonio Pascual, hace de ellos la siguiente pintura:

«Son dos chapines pequeños, como de señora de poca edad: las dos plantillas, así la de encima (esto es, la plantilla sobre que descansa el pie) como la de abajo, que ha de tocar en el suelo, son de una suela delgada, y en el intermedio, entre suela y suela referidas, es el alma de corcho, y el todo, computado el grueso de ambas á dos suelas, compone de elevación el casco y grueso de dos dedos; de modo, que el todo de las plantillas, asiento del chapín, tendrá tanto de grueso como la plantilla de un alpargate regular de hilo. La cara del pie, equivalente á lo que decimos cara en el zapato, es de ropa de tisú, pero no formando punta si que existe roma, y haciendo la misma figura que en los alpargates, queda sin ropa la extremidad ó punta del pie: de modo, que si se pusieran los piés descalzos ó sin medias, se descubrirían los dedos. La ropa ó tela que por encima cubre el pie está dividida en dos partes, como el chanclo ó abarca, de forma que subiendo hacia el medio de la cara del pie une á la de cada lado por unos agujeritos ú ojales que tiene la ropa; á la extremidad se ceñían ambas alas cordándose con una cinta cruzada de parte á parte, enebrada por dichos ojales. El talón y carcañal y lados, aunque no con tanta elevación como los zapatos de cara, si con la que demuestran los alpargates usuales, tienen lo mismo de la misma

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tela de tisú, la cual en todo el chapín está guarnecida de un galoncillo de oro, que forma un perfil, como la cinta que ahora suele ponerse por el orillo de los zapatos.»


Falta añadir á esta miniatura que el corcho, cuando no se pintaba y barnizaba, se cubría de un tejido de valor y por encima de la pintura ó de la tela se picaban las virillas más ó menos anchas de este ó aquel metal con tachuelas de lo mismo. En una providencia del Mustaçaf de 9 de Diciembre de 1650 se manda entregar «dos chapines de lama nacarada con dos virillas de plata y clavos delante, y dos rosas de cinta nacarada con trenza de plata,» lo cual robustece algo de lo dicho.

Creo que ya se habrá comprendido bien la estructura y condiciones del chapín; y como su descripción se ha hecho sobre uno valenciano, no ha de hallarse exagerado que Escolano, en sus Décadas, al enumerar las manufacturas de Valencia que se exportaban en 1611 de esta ciudad, «algunas de ellas con blasón de ser las más aventajadas de España,» incluya los pintados chapines entre los tejidos de seda, guardamines (sic) y paños finos.

Pero había ya sonado la hora de la decadencia. El gusto francés, que venía poco á poco apoderándose de la sociedad española durante el reinado de Carlos II, minaba su existencia. En La relación de las fiestas efectuadas por haberse terminado la capilla la Virgen de los Desamparados en 1667, su autor D. Francisco de la Torre no nombra ya como asistente á ellas, entre los demás gremios, al de chapineros.

Existían no obstante el gremio y los chapines, porque veintinueve años después, en 1696, aún juraban el cargo de vehedores del oficio Leonardo Hugo y Valero Matheu, y hablan del susodicho calzado D. Antonio de Guevara en El menosprecio de la corte, año de 1673, y el incógnito francés que publicó Les mémoires de la cour d'Espagne, y se refieren al período de 1679 á 81. En este libro se encuentra el siguiente párrafo:

«Nadie osaba socorrer á la reina (2.ª esposa de Carlos II), porque no se permite á ningún hombre tocarla y principalmente en pie, á menos que no sea su primer menino, que le pone sus chapines: estos son una especie de sandalias donde las damas meten sus zapatos y esto las levanta mucho.»





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Quien les dió el golpe mortal lo declara D. Francisco Calderón Altamirano al exclamar, en sus Opúsculos de oro, publicados en 1707, increpando las modas francesas: «¿Qué (diremos) de unos tacones que por enanos desprecian los chapines?» En efecto, los tacones rojos de Versalles, que también aumentaban la estatura de damas y caballeros, sin los muchos inconvenientes de los chapines, aunque con mayor peligro de una torcedura de pié, terminaron la agonía. En 1709 moría el último maestro chapinero de Valencia, y en el mismo año se vendía la casa gremial situada en la calle de la Tapinería para pago de deudas. Al año siguiente se dispuso de su sepultura, y como al limpiarla y disponerla para nuevos entierros se hallara una tabla de San Pedro, patrón del gremio, en la víspera de la fiesta de aquel año, se tuvo el hallazgo como providencial, con cuyo motivo se le hizo gran función, predicando en ella el canónigo Mosén Pedro Gil Dolz, cuyo sermón se guarda inédito en el archivo de aquella iglesia. Verdaderamente fueron las honras fúnebres del gremio de chapineros de Valencia.

Y aquí termina este esbozo de la monografía del chapín de Castilla y Valencia, que otros podrán completar con nuevos y mejores datos. Entre tanto, algo sabemos ya de aquel legendario calzado que han usado tantas generaciones, y que sirviendo de gala y atractivo en los piés de las mujeres de baja y alta cuna, Dios sabe la influencia que habrá tenido en los destinos de nuestra patria. No hay que reirse: siempre pequeñas causas han producido grandes acontecimientos.

Francisco Danvila.

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(Boletín de la Real Academia de la Historia, tomo XII, pág. 340.)







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