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VII. Historia de la República Argentina, Por D. Vicente F. López

Javier de Salas


(Dos tomos impresos en Buenos Aires.)


1.

Si en todo tiempo consagra esta Corporación buena parte de sus tareas al estudio de esas regiones de allende el Atlántico, que no há mucho integraban la patria, ofrece hoy mayor incentivo á su trabajo, y hácelo halagüeño la tendencia de los escritores de la América latina á juzgar de nuestros actos é intenciones con imparcial y á veces benévolo criterio, cual si disipados añejos enconos, desvanecidas quiméricas susceptibilidades, borradas

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cautelosas diferencias, arrebatase la reacción su fuerza á la acción para recordarles que sus mayores son los nuestros y que nuestros mayores llevaron á aquellos países sangre, idioma, religión, leyes, costumbres, virtudes y vicios.

No es esto pretender que nunca ni en ningún caso dejen de mostrarse hijos más cariñosos de la tierra en que vieron la luz del día que de los que llevaron la luz á aquellas tierras; pero dentro de límite tan justo cabe el movimiento de aproximación entre pueblos del mismo origen hasta aparecer unidos como en un haz con el idioma por lábaro y la fraternidad por divisa, si no enteramente en esa esfera de la vida real y práctica de las naciones, al menos en esa otra tan necesaria al cuerpo social como el sentimiento lo es al cuerpo humano.

Podrá variar la religión importada, alterarse las costumbres y con las costumbres las leyes, oscilar en sus gradaciones, virtudes y vicios, y aun adulterarse el idioma al extremo de adquirir carta de naturaleza palabras, frases y giros extraños; variará en suma, todo lo que en parte ó en todo dependa de la voluntad humana; pero subsistirá inmutable como la verdad misma la serie no interrumpida de hechos que van marcando en el tiempo la vida de la humanidad. Podrá, pues, dudarse si siempre estará aquí el idioma de aquellos pueblos; pero nunca dejará de estar la raíz de la historia de cada uno, como radica en la casa solariega el tronco genealógico de numerosa y desparramada familia.

Desgajándose de nuestra historia las suyas, se explica la visita siempre grata que en este período de reconciliación recibimos de obras escritas allende el Océano por hijos de las regiones á que la metrópoli dió vida á costa de la vida propia.

Tales reflexiones me ocurrían al ver sobre este tapete una Historia de la República Argentina, por D. V. F. López; é impresionado así el ánimo al recibir el honroso encargo de informar sobre ella: á la Academia, imaginé mi tarea reducida á tributar aplausos al autor, plácemes á todos por tener un libro más sobre asunto tan importante, y á mí la enhorabuena por el provecho que había de sacar de un estudio acomodado á mis afecciones.

Algo distante de la verdad estaba este mi cándido prejuicio. Y no es esto decir que haya sido completamente decepcionado;

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sino que me ha acontecido lo que al navegante que al comenzar las singladuras en aguas bonancibles, confiado en el cariz y en conocidos derroteros, experimenta ya engolfado chubascos y contrastes y desfogues repentinos de viento y revesas de corriente y embates de olas durante el escarceo de aguas movidas por régimen anormal. No sería el símil exacto, si no añadiese que tales tormentas, levantadas por el viento de las pasiones, podrán haber obligado á precauciones en el aparejo y en la derrota; pero no han combatido á la nave más que en determinados puntos, tornándose en el resto del viaje tan prósperos, que quizá hayan pecado de favorables.

De cualquier modo, la severidad de la censura no ha de influir en el imparcial juicio para acallar el aplauso cuando sea justo y como, no yo, sino la Academia, es la llamada á fijar el fiel, me veo en la precisión de molestarla con un escrito más extenso de lo que pide un sencillo informe.

En los dos tomos recibidos hasta ahora de caja octavo mayor y letra del tipo diez, el primero de 500 páginas y de 50 más el segundo, comprende el autor de esta obra la introducción, que arranca desde la época del descubrimiento de las Indias occidentales hasta el momento histórico del cambio de régimen colonial en las regiones del Plata durante el virreinato de Cisneros.

Comienza exponiendo á grandes rasgos la situación de Europa en el siglo décimoquinto, de continuo amenazada por el poder compacto y formidable de los turcos, que dominaba todos los mercados de la industria, los canales del comercio y los veneros de riqueza. La nación en mejores condiciones para oponer firme dique á aquel devastador torrente era España.

«Un espíritu militar, fuertemente nutrido en las luchas de independencia á la vez que de religión, la había preparado á presentarse entre las naciones como la mejor organizada para la guerra campal, y dádole, no sólo una escuela de brillantes y grandes capitanes, sino un semillero de soldados aguerridos y templados con indomable orgullo nacional.»

Pero aun así, ni España, ni toda Europa hubiera podido contrarrestar el inmenso poderío de los turcos, sin que se realizara el milagro de encontrar tesoros acumulados sin más trabajo que

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levantarlos en especie para llevarlos al campo de la actividad y de la lucha. «Y este, añade el autor, fué el milagro realizado por Colón, que por cierto estaba muy lejos de saber lo que hacía; este el milagro de la unificación de España por Fernando é Isabel; este, en fin, el papel que representó la América en el milagro de salvar á Europa.»

Remóntase de aquí á las civilizaciones egipcia, fenicia y griega, periplo de Hannón y otros viajes y exploraciones marítimas de la antigüedad, para deducir como base de estudio la conjetura, más que raciocinio histórico, de que los pelasgos439 (hombres del mar), que según el autor no eran otra cosa que las razas malayas, pudieran tener contacto con el continente de América: apoyada en el estudio de las formas físicas de los cuatro ó cinco grupos etnológicos que ofrece el habitante de las cordilleras de Chile y el Perú, mesetas del Ecuador y Nueva Granada, cuyo cráneo, escasez de barbas á veces hasta la nulidad, cabellos de mechas lisas y cerdosas, color de la tez, temperamento y salientes pómulos hubiera podido pasar cada uno por vivo retrato de un Timur-lan o de un Gengis-Kan. Y al presentar de tal modo el problema que á la ciencia moderna ofrecen las poblaciones primitivas del continente americano, concluye con que no está fuera de lo posible el conocimiento que de su existencia pudieran tener los pueblos del mundo antiguo.

Aunque el propósito del autor no sea extenderse sobre la época del descubrimiento, la índole de su obra ó importancia del asunto oblíganle á dedicarle algunas páginas como antecedente indispensable

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de la región que trata de historiar. Habla pues de Colón, y verifícalo á veces con rigorosa exactitud, á veces con esa severidad novísimamente aventurada que parece reacción de la hipérbole de otros tiempos, y que como reacción toca en el extremo contrario, apartándose de igual modo, aunque con movimiento menos generoso, de la sana crítica.

En el primer caso sigue á un historiador general nuestro que no ha tenido ni podía tener el propósito de estudiar aquella gran figura en todos sus detalles; en el segundo ajusta su criterio al de esos modernos americanistas que hastiados de considerar el descubrimiento del nuevo mundo como la mayor novedad de los siglos y no encontrando una más grande, buscan medios de aminorar su importancia. El autor en suma, extrema su severidad no tanto en lo que dice, como en lo que calla.

La idea, escribe, con que Colón andaba pidiendo el apoyo de todos los reyes de Europa reposaba sobre una verdad y sobre un inmenso error. La verdad no le pertenecía, el error sí. Pase por exacto hasta cierto punto, pero no lo es que creyese el ilustre navegante podría arribar al Catay con un buquecillo cualquiera guarda-costas; ni deslustran lo más mínimo su justa fama las aseveraciones de Plinio, Dicearco, Pomponio Mela y otros filósofos de la antigüedad sobre la redondez del planeta. Aducirlas en contra suya es juzgar á aquella época desde la actual. La idea sobre la esfericidad de la tierra legada por la tradición caldea y egipcia á la civilización helénica, sustentada más tarde por alguna escuela filosófica de la antigua Atenas, conocida de San Isidoro y tal vez de los moros y judíos españoles que colaboraron en los «Los libros del Saber» del décimo Alfonso de Castilla, debió llegar tan confusa á los últimos siglos de la Edad Media que, ó no comprendida ó mal interpretada ó ignorada ó puesta en olvido, vagaba la mente por la esfera de la fantasía respecto á la forma de nuestro planeta. Á excepción de un cosmógrafo noruego que confusamente la presentía, de un sabio florentino que fundadamente la conjeturaba y de un piloto genovés que por intuición propia ó asesorado por esta la tenía por cierta, ¿quién ó quiénes de tantos como examinaron los planes del piloto ó por lo menos su fundamento tenían idea de esas teorías de la antigüedad? Si alguien,

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¿no las hubiera aducido en pro? Si muchos, ¿habría tenido tantos en contra? Si hubieran sido tan conocidas en aquella época como en esta, ¿se habría tildado de visionario y loco á quien las sustentaba?

El mismo lo dice á los Reyes Católicos: «Todos aquellos que supieron de mi impresa la negaron burlando;» y en otro lugar: «Siete años pasé aquí en su Real corte disputando el caso con tantas personas de tanta autoridad y sabios en todas artes, y en fin, concluían, que todo era vacío.»

No insistiré sobre este punto por no repetir lo que años há expuse en refutación de la misma materia á un ilustrado escritor americanista; pero aun á trueque de recordar otros por mí también sustentados, no puedo menos de rectificar la aseveración, siquiera la tome de historiadores generales nuestros, de que «fueron presidiarios y malhechores los tripulantes de las históricas carabelas;» y rectifícolo no tanto por lo que menoscabe uno de los timbres más preciados que España puede y debe ostentar en el descubrimiento del Nuevo Mundo, como por oponerse enteramente á la verdad, que es el primordial fin de nuestro Instituto.

Lo temerario de la empresa no exigía ciertamente menor ofrecimiento que la moratoria en el pago de deudas, y aun el perdón del grillete á los que así aventuraban la vida: atinada estuvo la cédula real en previsión de que nadie se brindase á secundar un proyecto calificado universalmente de absurdo y temerario, con especialidad por la nación marítima y sabedora cual ninguna de la cosmografía; y si el tildado de loco no hubiera encontrado en la villa de Palos hombres de valor tan firme para realizar la empresa, como firmeza de fe en él para intentarla, es probable que por entonces fracasara á pesar de la cédula y del apoyo del entusiasta fraile y del ardoroso prelado y aun del poderío de una gran reina; porque ni el halago era bastante á mover la voluntad de los delincuentes, ni constreñidos con el mandamiento real osaría el piloto afrontar tantos elementos contrarios, teniendo antes que vencer los que le presentarían á cada hora una tripulación forzada y de tales antecedentes.

No; sin la heroica intrepidez de los Pinzones, con especialidad de Martín Alonso, tanto más plausible cuanto que no se les podía

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ocultar la solidaridad en el peligro y la desigualdad de la fama, ¡sabe Dios si otro sería el nombre ensalzado por el mundo como descubridor del nuevo Continente!!!

Pero ¿cómo presumir que esta desigualdad ante la fama había de tocar en el extremo de la más terrible injusticia? Porque mucho han justado las plumas en el vasto palenque abierto en el estadio de la Historia por el egregio nombre de Colón; mucho se ha lamentado la ingratitud de España al Almirante, buscando argumento en un solo suceso, de que la nación no podía ser responsable, y argucias en los demás; pero nadie recuerda la que, empezando por el mismo Almirante, se ha tenido hacia el heroico piloto de Moguer, cuyo infortunio le persiguió hasta convertir en perjuicio de su fama los buenos intentos que para realzarla desplegaron su hijo y deudos en las mañosas declaraciones que obran en el pleito famoso sobre los derechos de Colón.

Si el autor de la Historia en que me ocupo hubiera recordado la lectura de este procedimiento en Navarrete, y conocido la ampliación y comentarios sobre aquel asunto, que bajo el titulo Colón y Pinzón publicó en el año anterior el erudito académico, Sr. Fernández Duro, no hubiese aceptado la lección de los presidiarios; y lejos de suponer que el ilustre navegante se aventuraba en un buquecillo guarda-costa, hubiera escrito que gracias á Pinzón, llevó las tres mejores carabelas existentes en aquellas aguas.

Dirigiéndome á la Academia en cumplimiento de un deber de sus Estatutos, no puedo omitir, como haría en otro caso, algunas palabras del autor relacionadas con el descubrimiento. Léese en su obra tras un pasaje de la de Gebhardt sobre el examen del proyecto de Colón por la Asamblea de sabios de Salamanca.

«Por lo visto, el Espíritu Santo que había inspirado á Plinio, á Mela, á Dicearco y á otros paganos de la antigüedad, anduvo poco amable con los obispos, cardenales y confesores de España, y sería el caso (sic) de repetir con el primero: ¡Ingens hic pugna litterarum et vulgi!»

No más correcto en la forma, ni más acertado en la esencia, encuentro este otro que aparece comentando la bula de demarcación.



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«Pero es que el Papa y su sacro colegio de cardenales, mal servido al parecer por el Espíritu Santo en su acto colectivo, en el que, seegún el dogma, no hay error posible, aceptó lisa y llanamente el enorme error en que estaba Colón, y dió por sentado que lo que se había descubierto era una de las islas adyacentes á la costa occidental de Asia, etc.» «Entretanto la infalibilidad y la sentencia papal tenían que estrellarse contra la inflexibilidad de la naturaleza y no podía alcanzar siquiera el valor de la cosa juzgada, que da presunción de verdad á los juicios de los tribunales humanos. Es verdad que los papas y el sacro colegio saben mucho más de los mares del otro mundo, que no se pueden navegar ni tocar como los de este, que de otras cosas más claras de aquí abajo.»

¡Lástima que á un escritor tan ilustrado le lleve la pasión al extremo de falsear el carácter de una sentencia arbitral bien conocida! Nada diré de la ironía que resalta en el comentario, porque sin ella no hubiera puesto tan de relieve la pasión, aunque siempre lo estaría el error histórico. Con él y con breve reseña de los descubrimientos de Cabral en el cabo de San Agustín, de los de Magallanes y Sebastián Cabotto, termina la demarcación del Papa tratada como hemos visto en el capítulo IV.

En compensación describe magistralmente en el V la orografía y constitución física de la América del Sur, y al hablar de la inmigración, apunta un error grave que, á su juicio, prevalece entre propios y extraños.

«Se cree, dice, que la inmigración se puede forzar en la escala de la voluntad y de las subvenciones gubernativas. Los unos acusan á los gobiernos de su estagnación y los otros llegan hasta temer que de un momento á otro, por un acaso ó combinación posible, se puedan derramar en nuestro país tales masas de extranjeros que veamos fatalmente supeditada y amenazada por ellos nuestra misma nacionalidad política. Los unos y los otros incurren en un grandísimo error y son víctimas de una vana ilusión. El inmigrante es una simple mercancía en el país donde entra: Es un valor que para entrar necesita tener pronto ya, y al contado, el precio con que se ha de pagar y asegurar su propiedad.

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La entrada, pues, de la inmigración está sujeta a la ley proporcional en que se desenvuelve el capital liquidado de un país: es decir, el capital pronto que paga y toma. El inmigrante es un consumo, es una asimilación que tiene un precio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Así como el consumo y la producción siguen para adelante ó para atrás, según las evoluciones del capital con que se pagan y se explotan sus fuentes, así también la inmigración está sujeta á las mismas evoluciones, y jamás país ninguno tendrá más inmigración que aquella que pueda pagar, es decir, que aquella que tenga capital hecho pronto, y que cuente con fuentes de producción explotadas y explotables en el país adonde inmigre.»

De estas palabras, que ojalá pudiesen ser comprendidas por los infelices emigrantes del litoral Cantábrico é islas de Canaria pasa á la geografía histórica del territorio argentino, pero este artículo merece particular estudio.




2.

El autor observa la diferencia notable entre las grandes porciones de aquella región en la época del descubrimiento; las unas, inmensos desiertos donde erraban razas bárbaras y salvajes: tales eran las Pampas y el Chaco; las otras, cultivadas por un pueblo eminentemente civilizado (sic) y civilizador en sus conquistas; tanto, añade, que los españoles al descender de Bolivia (quiere decir de lo que hoy es Bolivia) y tomarlas para sí, no hicieron otra cosa que establecer la autoridad de sus armas en los caminos y en los centros de vida civil, donde ya estaba constituída una sociedad administrativa é industrial, que por su propio organismo y cultura, prestábase fácilmente al predominio de la raza conquistadora europea. Tal porción era la comprendida desde el Norte de Jujui al Sur de Córdoba. Aduce como prueba, que su topografía no presenta nombre alguno que no pertenezca al idioma imperial de los incas del Cuzco, cuyo predominio había alcanzado tal virilidad, que se extendía desde lo que hoy es Nueva Granada á todas las regiones occidentales de la América del Sur á uno y otro lado de las cordilleras.



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Conocedor, al parecer, del idioma de los quíchuas, al par que menciona sus conquistas, que las verificaban, dice, llevando el culto, la ley, la disciplina y los hábitos que constituyen el orden civil y religioso de los pueblos civilizados, explica los nombres que en tal idioma tuvo ó conserva la topografía de los territorios que ocuparon. Chuquisaca, por ejemplo, compuesto de choke y saca, significa cosa apiñada y estéril; Pilcomayo, igual á Pilluirscu-mayo, río abundante de pescado; Cuchillacta determina un punto rural; Ayan-pitin quiere decir las cortaderas; Cala muchita, el presidio de las pedreras; de muchuyta, trabajo forzado; y cala, sacar y labrar piedras; Aseochinga, muchos tigres; Pocho es el lugar de los sembrados y de las cosechas; de pochuk, participio del verbo pochi, sembrar y cosechar. El mismo nombre de Pampas (llanuras) y el de Patagonia los cree provenientes de las colonias quíchuas, que lindaban ya amenazando invadir el desierto al tiempo de la conquista española, pues que pata es colina y cuna ó gunya es partícula característica de los plurales en aquel idioma, significando así las colinas, mesetas ó gradas. Por ello, y por ser absurdo que de una palabra de sentido recto se pase á otra sin ningún sentido, rechaza la derivación de la palabra española patones, corrompida después en patagones440.



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Al describir las huellas de tal civilización en el territorio argentino, traza á grandes y repetidos y entusiastas rasgos, más propios, en verdad, de la novela que de la historia, la fisonomía del pueblo imperial de los incas. «Poseedores, dice, de una ciencia profunda á la manera de los pueblos asiáticos antiguos, consumados en las artes, en la astronomía, en la literatura, en la agricultura, en la administración, en la estrategia y en la política, su ambición se extendía sobre todos los horizontes del vasto continente, cuyo centro ocupaban, y habían emprendido su conquista

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por entero sobre el trazado de un plan tan gigantesco como hábil.»

En la naturaleza de las cosas está, ha dicho antes, que solo los pueblos dominadores por sus armas y por su lengua sean los que puedan dar á la tierra que pisan el bautismo eterno de su gloria y de su espíritu. Y aunque de los romanos nada supiéramos por los libros, bastaríanos seguir los rastros de su lengua en la geografía del mundo moderno para que pudiésemos restablecer por entero el perfil de su genio y de su imperio.»



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A la primera lectura de este párrafo, creíalo yo establecido como proemio de las civilizaciones egipcias, fenicias, asirias y otras del Oriente; pero á seguida encontré este otro:

«Los quíchuas han desempeñado ese mismo papel en el continente Sud-americano. Su gloria y su lengua se hallan estampadas en la tierra argentina de que fueron los primeros civilizadores. Ellos fueron los que asimilando el territorio argentino dentro de la vida social, lo arrancaron á la barbarie primitiva y los que le prepararon para sus destinos futuros. Y como la justicia de

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Dios es siempre grande y clara en las cosas humanas, cuando los siglos se acumulen á los siglos, y cuando el territorio ocupe en el mundo la plenitud de la opulencia á que se halla destinado, la lengua de los quíchuas vivirá incorporada á la celebridad de los lugares que hayan venido á ser famosos por las armas ó por las riquezas de nuestro país.»

Insiguiendo en la comparación, más que atrevida, temeraria, de la civilización del pueblo de los Incas con la del pueblo romano, dice que «la ciudad quíchua, como la ciudad romana, tenía su campo atrincherado (castra), que los quíchuas llamaban pucará; su agerconsagrado al Sol y á los labradores con el nombre de Pocho ó Pochuc; y si se fija la vista en los alrededores del Cuzco y se quiere determinar los cuatro lugares típicos de la ciudad quíchua «encontraremos á cada instante la preocupación de los Pirhuas y de los Incas fijas en el templo del Sol ó Capitolio, llamado Intihuassi; en pucará el Campamento; en cuzco el Municipio, y en pochuc el Ager.

Al aplicar su estudio á la topografía cordobesa ó tutcumana, que así llamaban los quíchuas á toda la parte del continente hoy argentino, situado entre las cordilleras, el mar, el estrecho austral y el Río de la Plata, se expresa en estos términos:

«En donde había un templo del Sol, un Intihuassi, era necesario, pues, que hubiese también un Cuzco, es decir, un Municipio colonial; era preciso que hubiese un Ager, un área labrable oficial y consagrada, una tierra del Sol, y que hubiese un pucará o campo atrincherado para los tesoros y para defensa de la colonia. Bajo esta base estaba concebido el Cuzco Andino, y así tenían que ser sus colonias; del mismo modo que en España y en África cada ciudad ó municipio romano era un trasunto de la soberana del Tíber. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .»

A tal premisa de pie forzado no hay duda que corresponde la siguiente consecuencia:

«Si Córdoba, prosigue, tenía un Intihuassi, era de toda necesidad que bajo el área designada á la propiedad del municipio colonial donde se hallaba ese Capitolio Incano, coexistiesen también los otros tres pilares del cuadrilátero municipal (Roma quadrata), y que su territorio nos presentase, como el del Cuzco

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Andino, un Cuzco nuevo ó tutcumano, un pucará ó campo atrincherado, y un pocho ó ager de labranza.»

Y bien, continúa con el mayor desenfado, ¿quién ignora que á esta fórmula de una deducción de mera analogía responden los hechos con una verdad incuestionable? Córdoba nos ofrece bajo un área determinada por las circunstancias especiales del tiempo y del suelo, un nuevo Cuzco con el nombre de Cozquín; un pucará y un pocho. Tenemos Cozquin en lugar de Cozco, porque cosquin es corrupción de cozco-inna, que quiere decir el Cuzco nuevo, colonia del Cuzco ó dependencia del Cuzco.441

Y como si aún fuera poco, añade: «Establecidos así los quichuas en esa admirable posición, que constituía en Córdoba el poder militar y de organización civil y religiosa, extendieron su lengua y su brazo hasta el Carcaraña y hasta el Tio, mientras que circundando las pampas por el Oeste y el Nordeste, echaban á lo largo de esa frontera y de la de San Juan los puestos que se ligaban con sus establecimientos centrales de Aconcagua y de Quiltote [Quillota] en Chile... «La civilización y la lengua de los quíchuas se hallaban á las puertas de lo que hoy es provincia de Buenos Aires cuando los detuvo la conquista española.»

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Al llegar á este punto, impresionado el ánimo por tantas y tan

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extrañas novedades contrarias á cuanto sabíamos de tales regiones, acudía á mi mente el recuerdo de aquellos intrépidos caballeros que solos, ó acompañados de sus yanaconas, atravesaban desde el alto Perú hasta el río de la Plata, abriéndose camino por espesos bosques y enmarañados matorrales, vadeando ríos ó cenagosos pantanos, afrontando en débiles balsas corrientes impetuosas desbordadas á su término en cataratas, improvisando reductos para mal reparar con intranquilo sueño las imponderables fatigas de sus heroicas empresas, y destrozadas las vestiduras, y extenuados por el cansancio, y demacrados por el hambre y atormentados por sed abrasadora, quedábales aún brío para esgrimir sus armas contra centuplicadas hordas salvajes en esos mismos territorios que el autor supone civilizados por anterior y más trascendental conquista.

Recordaba yo á aquellos otros, no menos intrépidos, fundadores de ciudades en parajes donde jamás las hubo, siempre en alarma y arrostrando los continuos asedios de tribus feroces é indómitas, constreñidos á trasladar á otros lugares sus fundaciones, no sin haber pagado su osadía con horribles tributos, en el mismo territorio en que, según el autor, no tuvieron que hacer más que «establecerse en los centros de vida civil, donde estaba ya constituída una sociedad administrativa é industrial, que por su propio organismo y cultura (sic) prestábase fácilmente al predominio.»

Recordaba también á aquellos otros virtuosísimos varones que por muy diversos y elevados fines afrontaban inermes la barbarie, sin que les arredrara el martirio y feroz antropofagia para catequizar en la sacrosanta religión del Crucificado, única fuente de civilización verdadera, no solo á los tupis ó guaranis del Paraguay, sino á los calchaquíes, lules, diaguitas, juríes, comechingones é innumerables tribus que poblaban el Tucumán, jamás señoreadas por los incas, nunca influídas por civilización de mayor alcance que el alcance de sus flechas, nunca, las menos bárbaras, sometidas á otra cultura que el cubrir su desnudez con pieles por frío, no por vergüenza, ó las vergüenzas de sus desnudas carnes con plumas de avestruz ó mal tupidos y no muy sóbrados mandiles.



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Y al recordar primero á los Chaves, Sedeños, Rojas, Gutiérrez, Ayalas, Mendozas, Heredias y Mansos, y después á los Prados, Zuritas, Castañedas, Pachecos, Bazanes, Aguirres, Villaroel, Aguilar, Medinas, Tejadas, Figueroas y Fuentes, venía a mi memoria con la fundación de Córdoba (la de Tucumán, no la malograda del valle de Calchaquí), el nombre ilustre de su fundador D. Jerónimo Luís de Cabrera, su expedición hacia el río de la Plata, donde tuvo el encuentro con Garay, fundador de Santa Fe, su previsión de construir antes de la salida un buen fuerte en el pasaje, que hoy (1750)llaman Pucará, dice el P. Lozano, lo que parece expresar que no tendría aquel nombre en la época de su construcción (1574); y como á la vez resonaba en mis oídos lo del Cosquin de Córdoba su Pucará ó campo atrincherado del cuzco tucumano, temí se derrumbara todo aquel aparato de rica y exuberante fantasía, al venir á tierra uno de los pilares del cuadrilátero municipal (Roma quadrata), que tenía por norma y centro el Incano capitolio; á menos que no retrotraiga el año de 1574 al imperio de los incas, ó suponga la borla encarnada en la frente de Cabrera, y la amarilla en la de su teniente Suarez de Figueroa, gobernador en ausencia de aquel, del fuerte recién construído.

Pero al leer después que «concentrados los ejércitos del Inca en las alturas de Bolivia (entiendo la razón del anacronismo), descendieron á las tierras argentinas con un concierto admirable y con una habilísima estrategia que por sí sola denota un alto desarrollo social y administrativo, que estaba ya en posesión, no solo de todos los recursos de los pueblos eminentemente civilizados, sino del conocimiento también de las matemáticas para concentrar en un grande propósito las líneas estratégicas y topográficas de un país extenso; al ver cómo el autor mueve los ejércitos imperiales de los incas, por el territorio hoy argentino, con la misma seguridad que si tratara de las legiones de César por Europa y Asia, entonándoles himnos encomiásticos, que aquellas envidiarían, por la organización, por la estrategia, por las miras profundas y elevados fines de esa Odisea perdida, que así llama á su invasión incana; al leer que no hay muchas naciones de quienes la historia pueda referir grandeza igual á la que se revela

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allí por la lengua, en la concepción y en la ejecución de tal propósito; al considerar cómo nos habla de las escuadras de los quíchuas recorriendo el mar del Sur; de la lengua hecha, fijada y escrita con escritura completamente apta para expresar las ideas en toda la órbita de las combinaciones que puede hacer la mente humana, tales como la lengua del censo, la oficial, la legal, la sacerdotal, la financiera, la científica, la apropiada á historia, la literaria, la comercial; sus poesías, sus leyendas, su estilo literario y su vocación al teatro que practicaban antes de la conquista; al ver consignado que á veinte leguas del río de la Plata, hacia el interior, enviaban las caravanas del comercio antes de la conquista de los españoles; al presenciar, en suma, el desfile á paso resuelto y ligero de tantas y tan novísimas aseveraciones; apercibir en lontananza otras de mayor aparato y no menos lucido atavío, viendo pasar y repasar, cual jefe de la línea, la preponderancia de la civilización incana sobre la española en su influencia respecto al actual estado de la República Argentina, diríase ó que los incas á que el autor se refiere no son los que nos han dado á conocer Cieza de León, Acosta, Zárate, Gómara, Herrera, Montesinos, Santillán, el indio Pachacútic, el inca Garcilaso, ni las regiones á que alude las historiadas por Ruy Díaz de Guzmán, Lezama, Guevara, Bárcenas y Lozano, ó que presentaría documentos fehacientes en que apoyar sus aseveraciones, escapados á la diligente investigación de historiadores y cronistas, y documentos de tal índole, que contradijeran ó radicalmente alteraran cuanto han dicho y se ha sabido hasta hoy de aquellos países.

Pero no; el autor deduce lo que asevera solo por analogía de la nomenclatura geográfica. Su narración lo dice en este pasaje: «Demostrada por la lengua la existencia de la larga serie de colonias que los quíchuas habían extendido, etc., etc.:» en otro: «No hay muchas naciones de quienes la historia pueda referir grandeza igual á la que se revela aquí por la lengua,» y confirma uno y otro quitándonos la esperanza de la prueba documental en que debiera apoyarse para deshacer toda una historia cimentada en relaciones de testigos presenciales de los hechos y actores de los sucesos de la narración, al decir. «Nos faltan, en verdad y por desgracia, los archivos de esta gloriosa parte de nuestra antigua

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historia colonial; pero ella ha quedado estampada y escrita en el idioma con que las grandes razas escriben sus hechos. La de los quíchuas está esculpida sobre las montañas, los valles y los ríos, que eternamente llevarán el nombre con que los bautizaron los grandes hombres, los guerreros y políticos que fecundizaban aquella vida social. Ese sublime recinto no pertenece por cierto á la sociabilidad española. Pertenece á la civilización incana. Es menester reivindicarlo, porque es una justicia y una rehabilitación exigida por la verdad histórica.»

No puede ocultarse al claro talento del autor, que si el dar nombre á la geografía de un territorio es propio solamente de las grandes razas, no ha existido ninguna pequeña, porque aun en los países habitados por salvajes, tienen las montañas, valles y ríos, la nomenclatura dada por sus indígenas. Las grandes razas, si así convenimos en calificar á las conquistadoras y civilizadoras, la dan á las poblaciones, ciudades y demás centros de sociabilidad que suponen movimiento, progreso y cultura; la dan también á los accidentes hidrográficos y orográficos que no la tengan; y por lo común aceptan, corrompida siempre al pasar á su idioma, la que han designado sus guías ó auxiliares indígenas de sus armas. Y esto es precisamente lo ocurrido en la conquista española del territorio, hoy argentino, en lo que no se refiera á la nomenclatura de la falda oriental de la Cordillera, donde fué el antiguo camino á Chile.

Así que no comprendería, ó comprendería en sentido irónico lo del mérito sublime, y contraria, por tanto, la consecuencia que el autor ha querido deducir del párrafo transcrito, de no terminarlo con estas palabras: «Si los quíchuas no nos hubieran preparado el terreno para recibir el germen de la vida social, hoy no tendríamos ese germen ni sus resultados, como no lo tienen ni las Pampas, ni Arauco, ni el Chaco.»

Véase cómo lejos de exagerar yo, al exponer la preferencia que el autor daba á la civilización de los incas sobre la española, quedé corto en la materia, si aquel párrafo quiere decir lo que dice. Y que dice lo que quiere decir, lo prueba con aplicar, cuando trata de españoles, la palabra sociabilidad, y civilización cuando de los incas. Únicamente nos la concede para deducir las

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consecuencias expresadas en el párrafo que á continuación transcribo:

«La civilización española absorbió, devoró, y después de haberse opilado con el banquete, que halló servido, quedó, como las boas, en el sopor de una digestión difícil y enfermiza. Ella empero nada creó, fuera de los puertos marítimos improvisados por el comercio europeo, y cuyo desenvolvimiento verdadero no procede sino del movimiento dado por la guerra de la emancipación. Los telares, la agricultura, la metalurgia, la minería, la irrigación, la vida civil, las artes, las postas, todo estaba ya formulado. Con la conquista, así en la América del Sur como en el reino árabe de Granada, todo lo que era industria, libertad y labranza comenzó á desperecer. El cristianismo fué el único elemento nuevo traído por la sociabilidad española, que vino como germen de vida á propinarnos los medios de la regeneración moral y comercial, en cuya senda entramos los descendientes de los colonos europeos por la revolución de 1810.»

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Sin la respetabilidad del autor, y la que previamente concede la Academia á toda obra sometida á su examen, bastaría por única contestación un punto final, en vez de los suspensivos con que en gran número, aunque nunca de expresión suficiente, continúa el párrafo transcrito; puntos que no brotan, como á primera vista pudiera creerse, del encuentro de aquellas aseveraciones con la verdad histórica, cual brota la chispa de dos electricidades contrarias, ni quieren denotar sorpresa, ni los genera la exaltación del espíritu patrio, sino la pausa que el ánimo há menester ante una preterición de tres centurias y doce generaciones, y la preparación que necesita para hacerse cargo del silogismo establecido por el autor, que someto á su consideración, por si pudiese influir en ediciones posteriores de su obra. «El cristianismo, dice, fué el único elemento nuevo, traído como germen de vida por la sociabilidad española; «pero habiendo dicho antes que no tendrían hoy ese germen de vida ni sus resultados, si los quíchuas no hubieran preparado el terreno, parece deducirse que de no haber mediado aquella circunstancia, no hubiera sido el cristianismo elemento suficiente para la regeneración moral, ó

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que lo fué merced á los quíchuas; y como en esta senda no se entró hasta la revolución de 1810, resulta que, ó deja sin ascendencia á los colonos europeos, ó estos no recibieron de su ascendencia el cristianismo.

Aunque el autor no presenta documentos para apoyar sus analogías y destruir la historia, se abroquela previamente contra la impugnación con estas palabras:

«Muchos, quizás, mal preparados por lo insustancial de las ideas europeas acerca de la etnología y la historia americana, desprovistos de antecedentes bastante sólidos para alcanzar la extensión de los problemas que conciernen á las civilizaciones Sud-americanas, estarán no poco dispuestos á tomar como un cuadro de pura imaginación el que acabamos de trazar sobre la robustez gigantesca á que había llegado la nacionalidad de los quíchuas bajo el reinado de Huayna-Capac.»

¡Y cómo no han de estimarse así, no ya por los europeos sino por los americanos y por toda persona imparcial, las hipérboles y fantasía empleadas en todo lo que se refiere al dominio de los incas, comenzando por la pretensión de hacer homogéneos bajo la pan-nacionalidad-quichua los diferentes pueblos, varios en idiomas, costumbres y nombres gentilicios, sometidos á los reyes del Cuzco? Y pase en buen hora la frase, si la emplea por abreviar la expresión, no sin recordar que se comete impropiedad análoga á la que resultaría de llamar castellanos y aun españoles á los tudescos, italianos, flamencos y demás entes regidas por el emperador Carlos ó por su hijo el segundo Felipe.

Pero esa invasión ordenada con miras profundas; esos ejércitos imperiales al igual en sus conocimientos tácticos y estratégicos y matemáticos de los de las naciones más adelantadas; esas escuadras surcando el Pacífico; ese admirable concierto en planes de conquista y colonización; en una palabra, esa rica fantasía en el concebir, y esa hipérbole en el narrar, anulando á veces y deprimiendo siempre todo lo español, y en todo caso ensalzando lo quíchua, no pasarán seguramente ni á los ojos de los europeos ni á los ojos de los americanos; y no será mucho que unos y otros y los argentinos, que todos son unos en la República del saber, pesen en su criterio el juicio del autor sobre este

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punto con la misma benevolencia con que juzgamos de las excelentes intenciones del héroe manchego, cuando veía princesas en labriegas y desaforados gigantes en rudimentarios molinos.

Los mismos quíchuas, para quienes parece exclusivamente escrito este pasaje de la obra, al verse retratados, habrían de quedar tan sorprendidos como lo fueron á poco de la conquista al mirar sus imágenes en azogadas lunas, adornados á medias con algunos militares arreos de los viracochas.

¿No considera el autor que al exagerar de tal modo una civilización442, que solo podía merecer tal nombre en relación á la barbarie de los pueblos limítrofes, trae á la memoria aquellas palabras de un inca á un condiscípulo de Garcilaso? «Si los españoles no hubieran hecho más que traernos tijeras, espejos y peines, les hubiéramos dado cuanto oro y plata teníamos en nuestra tierra.» No ve que su incomprensible hipérbole choca con estas otras de aquel ingenuo y esclarecido historiador inca, «los indios del Perú, en aquellos tiempos y hasta que fueron los españoles, fueron tan simples que cualquiera cosa nueva que otro inventase, que ellos no hubiesen visto, bastaba para que se rindiesen y reconocieran por divinos hijos del sol á los que las hacían» (p. 206); lo cual compruébase con el oro que presentaban á los caballos y bocados de este metal que les ofrecían y con el nombre semidivino de viracochas, dado á los españoles. Y al hablar de esas escuadras ¿no reflexiona que trae á la mente otro pasaje no menos expresivo del inca Garcilaso? «No supieron, dice, ó no pudieron hacer piraguas ni canoas como los de la Florida y los de las islas de Barlovento y Tierra Firme»443.



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Sin la conquista española ¿hubieran sabido escribir su propio idioma? ¿hubieran tenido un Garcilaso? . . . . . . . . . .

Si á un indio antes de la llegada de los españoles se le hubiera dado á elegir entre una cesta ó bandeja de oro y la cosa que pudiera contener, hubiera preferido la cosa, después de su conquista hubiera optado por la bandeja.

¡La civilización incana!

Pase la aplicación de tal nombre al organismo del único pueblo del vasto continente Sud-americano que se regía por leyes tradicionales, en parte arcádicas, en parte despóticas, derivadas de una teocracia que consideraba de procedencia divina á una familia del linaje humano; pero si con criterio imparcial se examinan aquellas leyes, aquellas diferencias esenciales de castas, de razas, la terrible dureza de castigos por delitos y faltas leves, y aun por actos ajenos á la voluntad, la más terrible aún con que se penaban accidentes fortuitos, ampliando la responsabilidad del supuesto delincuente á su familia, á su tribu, á todo un pueblo, y á veces á toda una comarca entera, la exagerada exacción en los tributos, la especie nauseabunda en que la pagaban algunos pueblos, el absoluto albedrío de los reyes extensivo en oraciones á todo el linaje de los incas, para satisfacer con entera impunidad, y aun sin mancha de delito todo género de concupiscencias, debemos concluir con que la religión y constitución política implantada por las dotes singulares y refinada astucia de Manco-Capac, no hubieran podido continuarse sin las especiales condiciones del territorio, y el natural manso, humilde y esencialmente supersticioso de un pueblo, que con un poco de maíz y ligeras ropas, tejidas en el mismo hogar, atendía á sus necesidades, acomodándose con docilidad indolente y supersticioso temor al más hipócrita despotismo, y olvidando en la embriaguez y aun aplaudiendo, el yugo de aquellos servidores amparados por la ley para el más cómodo ejercicio de la tiranía.

¡Pobre pueblo, que relativamente feliz en su ignorancia y

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aislamiento, habría de pesar todo su infortunio al contacto de una civilización mucho mayor, y sufrir el pesadísimo yugo que las razas superiores imponen por ley terrible de la condición humana!

¡No he de escatimar esta verdad, ni tampoco á aquella civilización, si así hemos de llamarla, la moralidad estricta en que descansaban algunas leyes, especialmente las dictadas por Pachacutic, sobre el cohecho y jueces prevaricadores. Tampoco negaré la habilidad desplegada en las sorprendentes edificaciones del Cuzco y de Casamarca, siquiera se llevaran á cabo á fuerza de sangre; ni la suma de trabajo y natural ingenio que suponen sus dos extensos caminos y rudimentarios puentes; ni la destreza de unos pocos en contar por piedrezuelas y retener fechas y ciertos hechos por los quipus; ni nada, en fin, de lo que nos cuentan los primeros conquistadores; pero si en los templos del Sol y jardines del Inca, en vez de planchas de oro y frutales de oro y plata hubiesen encontrado hierro, y cuencas carboníferas en lugar de plata y oro en el territorio peruano, es probable que algunas narraciones se resintieran menos de la hipérbole que en la imaginación movía el reflejo esplendoroso de aquellos codiciados metales. ¡Y sin embargo! todo el oro extraído del Perú y toda la plata descubierta después de la conquista en el famoso cerro, representan, no relativamente, sino en absoluto, mucho menos valor que el carbón sacado en una sola centuria del seno de la tierra en las Islas Británicas. No podía comprenderse entonces esta verdad, y aun hoy ha de luchar la reflexión contra la imaginación para posponer la riqueza aparente de lo que solo sirve de medio de cambio, á la riqueza efectiva de lo que directa é inmediatamente se aplica á la industria.

No es, pues, maravilla que se juzgara riqueza, y bienandanza, y ventura, y poderío, lo que era miseria é infortunio, y flaqueza, y ruina, y ciertísima perdición de la Metrópoli. Sí; porque al cifrar nuestra principal industria en el rescate del oro, aceptábamos, sin saberlo, ante el mundo antiguo el papel que ante nosotros representaban los engañados del nuevo mundo. Fuimos ante la Europa civilizada los indios del viejo Continente, y al serlo, mermada la población, paralizado el telar, perezosa la

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esteva, abandonado el escoplo, tan esquivo el brazo al trabajo como presto para la espada, decaímos con rapidez tanto mayor y cuanto más obligaban á sacrificios los timbres gloriosos de esta señora de dos mundos, esclava de su insoportable grandeza.

Tal fué para España, digo yo ahora aplicando á mi discurso la frase empleada por el autor en el principio de su libro, el milagro realizado del descubrimiento y conquista de las Indias occidentales. Afirmar que el único móvil fuera la sed de oro, estímolo tan absurdo, como negar que entrara por factor. La afirmación ó negación absoluta en uno y otro caso supondría grave desconocimiento de la Filosofía y de la Historia; y la censura en el segundo, desconocimiento mayor de una ley inherente á la condición humana.

¿No se han sacrificado en todo tiempo las vidas al afán de riquezas? Las razas superiores ¿no han abusado siempre de las inferiores para el logro de venales deseos? Aun dentro de las mismas razas, ¿no han ejercido análogo abuso las castas?... Pues ¿por qué ese irreflexivo, ó no sé si llamar rutinario anatema sobre los españoles, si hubiera obrado lo mismo cualquier otro que fuese el pueblo conquistador?

Pero ¿era todo codicia?

Gastando los moldes de esta palabra en todo lo que se refiere á la conquista de las Indias occidentales por los españoles, se pretende deslustrar una serie no interrumpida de hechos dignos de la epopeya; se procura eludir el examen de otros merecedores de eterna alabanza, y aun se intenta velar con envoltura pecaminosa acciones, tendencias y fines que, movidos por la abnegación, es el mundo pequeño para contenerlos, pobre la historia para aplaudirlos, mezquina la inteligencia humana para juzgarlos, y únicamente serán comprendidos y valorados en el mundo donde el alma viva identificada, digámoslo así, con la absoluta belleza, con la justicia absoluta, con la verdad eterna ¡Dios movió á aquellas acciones, y solo en Dios encontrarán su fin!

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

No todo era tampoco concupiscencia en la obra de la espada, que entraba por mucho la aspiración al engrandecimiento y

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lauro, mantenido por el espíritu de aventura. Bien lo pregona el desprecio de millones de escudos que hacía el caballero por conservar el caballo para la guerra; lo atestiguan esas expediciones para poblar en territorios donde sabían previamente los expedicionarios que nunca había habido oro ni plata; y basta para demostrarlo, considerar que puestos en un lado de la balanza el oro americano que esterilizó á nuestro país, y en el otro la sangre española que fecundizó á aquellas regiones, el fiel inclinándose hacia este último, indicará siempre que solo el triunfo de una gran idea pudiera pagarse á tan subido precio.

No á otro alguno se hubiera realizado la empresa más grande que vieron los siglos, porque la acción corresponde siempre á la fuerza que la determina; y cuando en el suelo americano había oro, y cuando dejó de haberlo, y cuando ha sido preciso llevarle, y entonces y después, y hoy mismo, ha demostrado esta nación al mundo y está demostrando que sabe olvidar su material conveniencia para mantener á costa de su sangre los empeños de la honra444.

Esta alteza de miras, exagerada á veces al extremo de merecer la censura de una crítica fria y calculada, la convierte el autor en sentido contrario, juzgando con estrecho criterio al pueblo conquistador en un solo momento histórico y bajo una sola faz,

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y ocurriéndole un símil no menos estrecho, aunque bastante largo. Tal es el boa que absorbe, devora y queda en el sopor de una digestión difícil.

No sé si el autor recuerda que durante este sueño se embellecía la ciudad del Cuzco, se terminaban las otras principales del Perú, se fundaban las más importantes del Tucumán, se expedían ordenanzas para el buen gobierno de aquellos reinos, se dictaban otras parciales sobre hospitales, lonjas, edificios públicos y tambos, se reglamentaban las profesiones, artes útiles, oficios é industrias, se echaban, en suma, por unas partes los cimientos de la civilización, mientras que por otras continuaban su obra la cruz ó la espada; y se hacía más, porque se iban coleccionando esta multitud de ordenanzas, provisiones y cédulas procedentes de un solo virreinato, y se remitían aquí, por si desde allí se ocurría á alguien asegurar que fuese quíchua el virrey D. Francisco de Toledo, que todo esto y mucho más llevaba á término cumplido.

Nadie ignora que no se da vida sino á costa de la vida propia; el mundo entero sabe que se la dimos á América y lo pregonan la religión, las costumbres, la geografía y el idioma; solo el autor dice: que «la civilización española nada creó»; que «todo lo que era industria y labranza comenzó á desperecer» (valga por decaer ó por perecer); «que los telares, la agricultura, la metalurgia, la minería, la irrigación, la vida civil, las artes, las postas... todo estaba ya formulado...» ¿Por quién?... Ya lo he repetido hasta la saciedad, por una conquista anterior mucho más trascendental y tan beneficiosa como destructora y fatal fué la española... ¡por la de los quíchuas!

Y lo dice en español por ser su idioma propio, y propio del país que historía, según la portada de la obra, un escritor que por nombre de pila lleva Vicente y por apellido López. Y lo dice después de haber escrito «que solo los pueblos dominadores por sus armas y por su lengua, son los que pueden dar á la tierra el bautismo eterno de su gloria y de su espíritu.» Y lo escribe en una confederación, cuyos estados se denominan, Córdoba, Santiago, San Luís, Mendoza, San Juan, La Rioja, Santa Fe, y cuyas ciudades principales se designan en el mapa con nombres

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de igual procedencia. Y lo publica en Buenos Aires, nombre que no parece quíchua, dónde según ha asegurado no llegaron aquellas legiones eminentemente civilizadoras más que á veinte leguas de su término.

Y aquí ocurrirá al lector. ¡Qué rareza de la confederación argentina al proclamar capital de todos sus estados á una población que podrá ser la más culta, la más industrial, la más rica, la más importante, pero que no tuvo la suerte de ser civilizada por los quíchuas!!

Paso á demostrar que tampoco las otras disfrutaron de aquel beneficio, no sin conocer que la exclamación supuesta en el lector, nos expone á aquella otra del autor, sobre lo mal preparados y desprovistos de antecedentes que estamos, por lo insustancial de las ideas europeas acerca de la historia americana.

Temeroso yo, por lo mismo, de aventurar palabras, siquiera movidas por el mejor deseo, al riesgo de una fundada rectificación en la controversia, debo declarar y declaro que al suponer que el idioma propio del autor era el español, hubiera añadido poco más ó menos estas palabras suyas:

«No solo es la Geografía la que habla de la grandeza imperial de los Incas, sino que habla también de ellos la misma lengua argentina con las contribuciones numerosísimas y bellas, con el acento dulcificado que el quíchua le ha incorporado, para darle una fisonomía especial en el cuerpo mismo del habla española. El castellano en el Río de la Plata, como el inglés en Norte América, tomó un cierto tinte de ternura primitiva, en el acento característico y en el tono simpático de los yaravís. Ese es un rasgo nuestro y precioso que debemos conservar en la lengua propia, para consagrar con él el tipo de nuestro estilo, y acabar de fundar así en todas sus fases la estructura completa y propia de nuestra nacionalidad.»

Nada hay que decir de esta mejora del habla de Cervantes, merced á las bellas contribuciones del quíchua, sobre todo si crea un tipo como el autor supone necesario para completar la estructura de una nacionalidad. Y así explicado el patriotismo, puede medirse el suyo por el número de contribuciones que acepta en su obra, si no del quíchua del francés, que aunque

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aprovechen lo mismo al idioma, tienen la ventaja de halagar más por la procedencia del tributo, sin ofensa sea dicho del primero de los expresados pueblos.

Pero no son del mismo sentir otros literatos argentinos, entre ellos el puro, castizo y correcto D. Andrés de Lamas, como puede verse en su erudito, bien escrito y mejor pensado prólogo á la historia del Paraguay del Padre Lozano; y el mismo autor olvida á veces los consejos que da, perdona las contribuciones extranjeras, concede moratoria á los quíchuas, y se presenta de tal modo, que al leerle, se le tomaría por verdadero mito de nuestros abuelos.




3.

Aunque nueva por todo extremo la lección del autor sobre la civilización del Tucumán por los quíchuas antes de la llegada de los españoles, no es nuevo el conato de introducir el dominio directo de los incas en parte, si bien pequeñísima, de aquel vasto territorio. Alguno como Ruíz Díaz de Guzmán lo supuso hasta las sierras, á cuya falda fué fundada primeramente la ciudad de San Miguel, limitándolo en los llanos, cuyos pobladores jamás les rindieron vasallaje, ni reconocieron otra soberanía que la de sus caciques; otros creen que pudieron extender su dominio por la que era jurisdicción de la ciudad de Todos los Santos de la Nueva Rioja, llevando para ello sus armas desde el reino de Chile por los valles de Abaucán, Malfín y Andalgala, hasta el de Famatima; alguno, fundándose en el nombre Chicoana que recibió un pueblo enclavado en el territorio de los calchaquíes, conjetura que los chicoanos solo por ser ingas debían estar bajo el señorío de los del Cuzco; ninguno empero lleva su hipótesis más allá de la zona limítrofe al camino de Chile.

El P. Lozano, reconocido por argentinos y españoles como primera autoridad en la materia, entre otros motivos, por haber tenido á la vista para redactar su notable historia, cuantas relaciones se escribieron á raíz de la conquista y desde la conquista hasta su época (1750), rechaza con razones de sana crítica, ó con autoridades de valer, el empeño de introducir por cualquier camino

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el imperio de los incas en el territorio cuya historia se le había confiado; combate la lección sobre tal punto del autor de la Argentina, las suposiciones y conjeturas de los otros, y cita al P. Diego de Lezama, el más diligente investigador de las antigüedades del Tucumán, el cual tiene tales aseveraciones por falsas y fingidas mucho tiempo después de la conquista, porque en los de ella no hay en papel ni historiador alguno memoria de tal tradición, antes bien, se dice en todos que los calchaquíes, nunca sujetos á extranjero yugo, verificaban frecuentes excursiones en los dominios del Inca, apresando sus vasallos para comerlos ó conservarlos en esclavitud.

El P. Guevara en su historia del Paraguay, Río de la Plata y Tucumán (que por cierto aparece con notables supresiones en la colección de Angelis), sostiene sustancialmente lo mismo, y en parecidos términos se expresa el anónimo incluído por Mata Linares en el tomo vigésimo séptimo de su importante colección.

Garcilaso limita el imperio de los incas á la llegada de los españoles por el Norte hasta el río Ancasmayu (río azul), entre los confines de Quito y Pasto; por el Mediodía en el río Maulli, que corre Leste-oeste en el territorio de Chili antes de llegar á los Araucos; por el Este le da término en la inaccesible cordillera de nieves, nunca jamás, dice, pisada de hombres, ni de animales, que los indios llaman Ritisuyo.

Leyendo detenidamente la narración de este ilustre escritor, atestiguada en muchos pasajes con las de Cieza de León, los Padres Valera y Acosta, López de Gómara, Zárate, Herrera y otros, no solamente se pueden comprobar aquellos límites, sino seguirse paso á paso el avance del imperio de los incas por conquista ó sumisión desde Manco-Capac hasta el padre de los infortunados Huascar y Atahuallpa.

Pero, una sola mirada al mapa bastaría, sin auxilio de la historia, para comprender que los Andes por el Oriente, y por el Mediodía el desierto de Atacama, debían ser y fueron valladares contra la ambición de los reyes del Cuzco, por lo menos hasta el octavo inca Yupanqui, que á fuerza de sangre y de tiempo logró vencer el segundo. Así se comprende que las conquistas que llegaron á extenderse más de mil leguas en el sentido del Meridiano,

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alcanzaran escasamente ciento veinte en el del paralelo por el Ecuador y la mitad hacia el Sur, circunscribiendo el imperio de los incas en esa larguísima y estrecha faja que, antemural del Pacífico, contornea la América meridional desde el río Ancasmayu hasta el Maulli.

¡Cuánto tiempo, cuántos trabajos, cuánta sangre vertida para alcanzar un efímero dominio sobre dos desiertos á partir desde Atacama hasta cincuenta leguas más allá de Chili! Inútiles fueron los esfuerzos para continuar, que esta empresa hallábase reservada, andando el siglo, para los heroicos soldados de Valdivia. La reforzada hueste del hermano de Yupanqui rota y deshecha por los purumaucaes en cruel batalla que duró cuatro días, hubo de retirarse terriblemente maltrecha, desbandándose gran número de fugitivos por las tierras comarcanas. Conviene mucho tal dato á los fines de esta investigación.

No menos importa recordar que la famosa expedición intentada por el mismo hermano del inca Yupanqui contra los moxos, sirviéndose de balsas arrastradas por la corriente del río, solo sirvió para mermar el ejército, sin lograr, después de un asedio de tres años, otro resultado que una amistad, debajo de la cual fué permitido á mil incas poblar en el territorio de los moxos, quedando estos bajo el dominio de sus curacas independientes en absoluto, como lo eran antes de la proyectada conquista.

Todo el poder del inca fracasó después por completo en la expedición contra los chiruanas: de los diez mil hombres que envió, regresaron algunos á los dos años de sangrientas y estériles luchas. Pero qué mucho, si, una centuria más tarde, apenas pudo conseguir el virey D. Francisco de Toledo de la feroz condición de aquellos antropófagos, que su voracidad respetara siquiera los cadáveres de su propia gente.

La extensión del imperio de los Incas hacia puntos importantes de la costa, á partir siempre del Cuzco, databa de muy próxima fecha á la aparición de los españoles, tanto que se cree que el primer inca que vió la mar del Sur fué Yupanqui, el hijo de Pachacutec. Por el hermano de este inca fué conquistado el valle de Rimac, donde más tarde habían de fundar los españoles la ciudad de los Reyes (Lima); lo fué también el famoso de Pachacamac,

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que había de imponer nuevos ídolos á la religión supersticiosa de los adoradores del Sol; fuéronlo sucesivamente los de Huarcu, Malla, Chillca y otros más hacia el Norte; pero todavía los descendientes de los curacas Cuismancu y Chuquimancu, que los regían, alardeaban de independencia, traducida por hostilidades y aun por rebeliones en tiempo de Huayna Capac, á semejanza de los de Huancavillca y de otras provincias, que rebeldes al yugo de los del Cuzco, mataban á los gobernadores incas y maestros que los conquistadores les habían enviado. Y esto era sin salir del territorio peruano.

En cuanto á las pretendidas colonias ó incursiones en el del Tucumán, nada de lo que conocemos puede ilustrar la cuestión como algunos documentos insertos en el tomo II de las Relaciones geográficas de Indias, recientemente publicado por el distinguido americanista y electo académico D. Marcos Jiménez de la Espada.

Su interés y congruencia en este estudio son tales, que encaminan la sana crítica hacia un fallo decisivo.

En una relación de las provincias del Tucumán, que en 1569 dió el gobernador Diego Pacheco al del Perú Lope García de Castro, habla de las tres ciudades pobladas por diversos Gobernadores que hay en aquellas provincias, que eran Santiago del Estero, en los Juries; San Miguel de Tucumán, que participa del servicio de Diaguitas, y Nuestra Señora de Talavera, donde también son juries, aunque diferentes en lengua y nación y en alguna manera de vivir. Al referirse á la expedición de 40 hombres armados que á principios de 1568 había cometido á su teniente el capitán Juan Gregorio de Bazán, dice que «corrió hacia el nacimiento del Sol más de 50 leguas, á donde vió muchos pueblos y gente doméstica, aunque toda desnuda, de la manera de los juríes:» della, añade, sirve al presente en Nuestra Señora de Talavera.

Es decir, que siete lustros después de haber pisado Pizarro y los suyos el territorio peruano, seis corridos desde la entrada de Chaves y Salcedo capitanes de Almagro en Juxui, y cinco desde la de Rojas, Gutiérrez, Heredia, Mendoza y demás, primeros invasores del Tucumán, no aparecen aún vestigios de la menor colonia quíchua.



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En otra relación sumaria de la tierra y poblaciones que descubrió D. Jerónimo Luís de Cabrera, Gobernador de la provincia de los juríes, cuando fué á poblar en nombre del Rey una ciudad (probablemente Córdoba), se lee que, salidos los expedicionarios de Santiago del Estero, se caminó hacia el Sur primero por llanos unas 40 leguas, después unas 50 por serranía, que son las cordilleras que dividen aquella tierra de Chile. Encontraron por visita que hicieron y por informaciones que tomaron, más de 600 pueblos de indios, cuya suma calculaban en unos 30.000, gente en su mayor numero, vestida unos con lana, otros con cueros labrados con pulicía, á manera de los guadamecís de España. Esto y el llevar un cuchillo colgado con un fiador de la mano derecha, «que se proveen los más de ellos, y otras cosas que de hierro tienen, de rescate,» es claro indicio del contacto de aquellos indios con los españoles. Lo es también de que no pertenecía á la nación quíchua, las diversas lenguas que hablaban y ser gente que no se embriaga ni se dan por esto del beber, como otras naciones de indios, ni se les hallaron vasijas que denunciasen aquella costumbre.

Tampoco se ve rastro de colonia quíchua en la Relación verdadera del asiento de Santa Cruz de la Sierra, límites y comarcas della, Río de la Plata y el de I-guapay é Sierras del Pirú en las provincias de los Charcas, remitida al Virrey D. Francisco de Toledo, probablemente por Ruy González de Maldonado445, procurador general de todas aquellas provincias y gentes, y que acompañó al gobernador Francisco Ortiz de Vergara y Obispo Fray Pedro de la Torre el año de 1564 en su viaje desde la Asunción á los Charcas.

Habla de los feroces Chiriguanes, de los Comoguaques, Nocegues y de otros Chiriguanes que dicen de Pirataguari, 45 leguas al Norte de Santa Cruz; de sus colindantes los Chiquitos, cuyo nombre verdadero era Tobacicoci, amigos ya y servidores de los españoles: ni una sola palabra de los Ingas.

Figura en el mismo libro otra Relación de las provincias del

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Tucumán, que dió Pedro Sotelo de Narvaéz al licenciado Cepeda, presidente de la Real Audiencia de la Plata en 1583, á juzgar por las referencias que se hacen á las fundaciones de las ciudades de que trata, que son Santiago del Estero, San Miguel de Tucumán, Nuestra Señora de Talavera, Córdoba y Lerma, diciendo de esta última que aún no podía sustentarse por no tener fundamento su población.

La lengua general que hablaban los indios de aquellas provincias era la diaguita, aunque había otras llamadas tonozote, indama, zanavirona y lule. Los hombres tapaban sus vergüenzas con plumas de avestruz, las mujeres con mandiles muy pequeños tejidos de paja ó de lana, amique después que los cristianos entraron en aquella tierra, vestían todos en general á fuer de los del Perú de lana y algodón. Continúa, hablando del clima, productos indígenas del suelo, otros importados de Castilla, que se dan con facilidad, obrajes establecidos de paños, frezadas, sayales, bayetas, cordobanes, suelas, sombreros, reposteros, paños de corte, alfombras y otras industrias importadas desde la conquista y fundación, así como del fomento en la cría caballar, mular y vacuna, y ganado lanar y de cerda. La relación expresa que por los indios que sirven en Santiago y su término, se tiene noticia de los de más abajo hacia el Oeste, que son antropófagos chiriguanes, y que yendo adelante (supongo hacia Xuxui) se da en el valle de Calchaqui poblado por indios de guerra, que saben servir como los del Perú y es gente de tanta razón como ellos: «Han hecho despoblar tres veces por fuerza de armas á los españoles y dado muerte á gran número. La comarca depende de un gran Señor que por medio de caciques sojuzga á unos dos mil y quinientos indios que había en las partes pobladas del valle, entre ellos muchos bautizados y vueltos á sus idolatrías». Al hablar de San Miguel de Tucumán, expone, al igual de la anterior relación, que los indios son diaguitas, tonozotes y lules, lo mismo que los de Nuestra Señora de Talavera, vistiendo ya todos como los del Perú de algodón y lana que le dan sus encomenderos.

Refiriéndose á Córdoba, dice, que la gente es crecida y hablan unos la lengua comechingona, otros la zanavirona; tienen pocos ritos, no hacen tanto caudal de la azua (chicha) como los indios

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del Perú; todo lo cual confirma la relación ya extractada de Cabrera, con la diferencia de que transcurridos doce años de su fundación, y en trato ya unas con otras ciudades de españoles, y estos con los establecidos en el Perú, los indios que dé allí traían usaban é iban extendiendo entre los comechingones el habla del Cuzco.

En este documento se apunta la noticia, vaga en el principio y más determinada después al referirse á la ciudad de Lerma, de haber visto algunos españoles un pueblo de indios ingas á unas doce leguas del valle de Salta, en Ocloya, confinantes con los tobas, los cuales, por ser gente más alta y belicosa, iban destruyéndolos por días.

Mucha más luz da sobre este asunto una extensa carta del Padre Alonso de Bárcena, de la Compañía de Jesús, al P. Provincial Juan Sebastián, fecha en la Asunción á 8 de Setiembre de 1594.

Este virtuosísimo sacerdote, discípulo del P. M. Juan de Avila, y enviado al Perú á su ingreso en la Compañía, y de aquí al Tucumán, por orden del B. Padre Francisco de Borja, había acompañado en 1591 al gobernador Ramirez de Velasco en su expedición contra los Calchaquíes, y servídole de auxiliar poderoso, para reducir con sus grandes dotes de apóstol misionero, á aquellas gentes hasta entonces indómitas y siempre enemigas. Aparte de los elogios que la historia tributa á este prudentísimo varón, del ascendiente que sobre los indígenas tenía, del celo apostólico y valor sobrenatural que desplegaba en sus misiones, de los sucesos milagrosos que cuentan de su muerte ocurrida en el Colegio de su orden en el Cuzco á 1.º de Enero de 1598, y descrita como un feliz tránsito, copia el P. Lozano trozos de una carta del expresado gobernador al P. Juan Fonte, superior de los Jesuitas de Tucumán, con motivo de la expedición que realizó á los Diaguitas, después de la terminada en Calchaquíes y de la fundación de la ciudad de Todos los Santos de la Nueva Rioja, que dice: «Además de los Indios que estaban ya descubiertos en la próvincia de Londres, descubrí más de otros diez mil, en uno de los más lindos asientos que se pueden desear, donde poblé la Ciudad de Todos los Santos... Dejo sujetos más de tres mil indios en menos de ocho leguas de la Ciudad, y

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espero en Dios traeré para el día de Navidad más de veinte mil almas...; Solo me falta media docena de personas cómo el P. Bárcenas, y si la suya hubiera ido á esta jornada, hubiera sido grandísimo efecto: venerable reverendísimo, procure enviarle á llamar en el entretanto que el P. Provincial del Perú nos envía recado, á quien escribo suplicándoselo.»

Apunto estos antecedentes como garantía de las relaciones que á seguida extracto sobre la provincia del Tucumán.

Dice el P. Bárcenas que las ciudades pobladas de españoles, en que sirven ya los indios conquistados de la provincia del Tucumán son las más antiguas Santiago del Estero, San Miguel, Córdoba y Salta; y las más nuevas la Nueva Rioja, las Juntas y Xuxui. Los pueblos conquistados y encomendados son los que están junto al río del Estero, y á la ribera del Salado, que corre poblado cuarenta leguas, y otros que se van reduciendo con correrías «que en esta tierra llaman malocas.» Las lenguas más generales eran la Cacá, Tonozote y Zanavirona. Usaban la primera todos los Diaguitas, los del valle de Calchaquí y valle de Catamarca; gran parte de la conquista de Nueva Rioja, y casi todos los que sirven en Santiago, así los poblados en el río del Estero, como otros muchos de la Sierra. De esta lengua había hecho arte y vocabulario. Lo hay también de la tonoçote, y por medio de ella se han atraído gran número de nómades Lules, nación tan guerrera, que si no hubieran venido los españoles al Tucumán, hubieran ya conquistado y comido á los tonoçotes.

La zanavirona no era entendida por el P. Bárcenas ni por ninguno de los misioneros, ni era menester, porque los zanavironas é indamas son poca gente, y tan hábiles, que todos han aprendido la lengua del Cuzco, como también los de Santiago, San Miguel, Córdoba y Salta; y por medio de esta lengua «que todos aprendimos antes de venir á estas tierras, se ha hecho gran fruto de bautismos; mas para la enseñanza de los indios de Córdoba, que son muchos millares, no hemos sabido hasta ahora en qué lengua podrán ser ayudados, porque son tantas las que hablan, que á media legua se halla nueva lengua... Era menester más de ocho ó nueve distintas... Todos estos indios es gente barbada, como los españoles, y son los que con mayor facilidad

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salen con el catecismo (por medio de intérpretes) de cuantos yo he hallado en el Perú ni en estas tierras.»

«Respecto á religión de las naciones que pertenecen á la provincia de Tucumán, no hallo que tuvieran ídolos; pero sí hechiceros. No han conocido Dios, verdadero ni falso, y nada de religión ó culto suyo es cosa antigua ó de algún fundamento.»

Acerca de su gobierno dice literalmente: «Toda esta tierra no ha tenido cabeza general en ningún tiempo, como la tuvieron los reinos del Perú. Cada pueblo tomó su principal ó cabeza, menos en el valle de Calchaquí á que dió nombre un indio muy valiente, así llamado, que llegó á mandar en todo aquel valle de 30 leguas». Tampoco halló entre los calchaquis rastro de religión alguna.

Los vestidos de los indios é indias que sirven en Santiago y San Miguel son como los de la gente del Perú446; pero la de los pueblos andan cubiertas447 con unos plumeros de avestruces y ellas con unos pequeños lienzos poco más de un palmo, así en tiempo de calor como de frío. La gente de Córdoba aunque andan casi de una misma manera, los pañitos que traen las mujeres son muy labrados, llenos todos de chaquira448 y las camisetas que algunos principales traen, y algunas mantas también están llenas de chaquira, etc., etc. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Los chiriguanas de la frontera del Perú (que en Paraguay llaman guaranis), tienen como los españoles bríos de conquistar las otras naciones. Cuando los rinden los tienen por esclavos y se sirven de ellos, como tales449.



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Del examen de los documentos transcritos y extractados, no resulta el menor rastro de dominio directo ni indirecto de los reyes Incas sobre ninguna porción del extenso territorio que formaba el centro del Tucumán ni las poblaciones en él enclavadas, conforman con el pueblo de los Incas en religión ni en idioma, ni en trajes, ni en costumbres, ni ninguna de ellas era, no ya dependiente, pero ni tributaria de los reyes del Cuzco.

No es esto decir que en algunos parajes de aquel inmenso territorio no existiera alguno que otro pueblo oriundo de los Incas; pero eran fugitivos y tan independientes, que precisamente para serlo y librarse del dominio de los del Perú, habíanse establecido del lado de acá de los Andes. En tal caso se hallaban los de Chicoana, según lección del «P. Lozano, y por análogo motivo debieron otros poblar los valles de Telán y Zuraca, aunque esto fuese después de la conquista, á juzgar por la información que mandó hacer en 1587 el gobernador del Tucumán, Ramírez de Velasco.

De ella aparece que Cristóbal Hernández, natural de Coimbra, después de servir á S. M. veintidos años en Chile y de tener allí noticia que á 70 ú 80 leguas de Córdoba existían dos provincias de indios bien vestidos, se dirigió hacia los valles de Telán y Zuraca, donde aquellos poblaban. Los habitantes del valle eran ingas huídos del Perú y constituídos con absoluta independencia, obedeciendo únicamente á un cacique especial, señor de Zuraca, llamado Quilquita, que al salir lo verificaba con gran séquito, ostentando una corona de oro y borla delante en ella. En Mendoza había oído decir que más allá de Zurán existían españoles extraviados, vestidos á la usanza de los indios, con camisetas y zaragüelles, armados con espadas viejas de hierro sin vaina: tenían las barbas largas, hallábanse revueltos con los naturales, moraban en casas muy grandes, tenían hijos en las indígenas y se hallaban tan vigilados, que les impedían las salidas que intentaban en busca de otros españoles. Confirma esta mezcla de españoles con indios el nombre de Castilia que daban en el valle á la hembra del llama ó carnero de aquella región.

¿Provendrían los indios de los rezagados y desertores de las diversas expediciones á Chile, y los españoles de los prisioneros

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ó fugitivos de la expedición de Almagro el Viejo ó de las poblaciones fundadas por el malogrado Valdivia, asaltadas tantas veces por los de Arauco? Y quizá fueran descendientes de unos y otros los Picunches y Pehuenches, Huiliches y Moluches, que en unión de criollos y mulatos foragidos habitaban á unas 15 leguas al Este de Mendoza y 20 al Oessudoeste de San Luís, según la situación que D. Juan de la Cruz Cano y Olmedilla les da en su conocido mapa (1775).

De cualquier modo, lo que parece probado es que el establecimiento de estos indios en Telán y en Zuraca ocurrió después de la conquista española, y que lejos de ser colonias dependientes del Cuzco, vivían con entera y absoluta independencia del imperio de los ingas, que nunca llegó á aquellos puntos.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

A cualquier parte donde tendamos la vista y cualesquiera que sea la procedencia de los documentos que caen bajo nuestro examen, obtenemos la misma prueba.

En un discurso que en el año de 1553 hizo Jaime Rasquín al emperador sobre la población y fortificación del Río de la Plata, confírmase la independencia de todo el Tucumán (T. 27. D. número 25, Colección inédita de Navarrete.) El Licenciado Gasca, en carta al Consejo de Indias, fecha en la ciudad de los Reyes á 17 de Julio de 1549, habla entre otras cosas de habérsele noticiado existía un territorio desconocido del otro lado de los Andes, llamado Tucumán, y del permiso que otorgó á Juan Núñez de Prado para fundar en aquel territorio una ó dos poblaciones. (Colección de Documentos inéditos para la Historia de España, tomo L, página 67.)

Y si algunos años después de la llegada de los españoles, los mismos indígenas del Perú desconocían ó conocían vagamente la existencia de aquella región, y de las informaciones verificadas medio siglo más tarde no aparece en ella el menor vestigio del dominio de los incas, ¿en qué funda el autor sus aseveraciones sobre la conquista y civilización incana en todo el Tucumán antes y en el momento de la invasión española?

Nos dice que en la lengua, ó sea en la deducción por analogía de los nombres geográficos, y aunque en sana crítica queda anulado

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el indicio ante pruebas contrarias, ocurren reflexiones que desvirtúan la conjetura, cuando no la hagan contraproducente.

La lengua imperial, ó cortesana de los incas sabida y usada tan solo por los de linaje real, habíase ya perdido en tiempo de Garcilaso, sin que este ilustre escritor la conociera, ni supiese que había existido más que por referencia á conversaciones con su madre. La general del Cuzco, tomada al oído por los primeros españoles, fué naturalmente encajada en el alfabeto castellano con las alteraciones ineludibles en su eufonía, hasta el extremo de que los mismos indígenas entendían con dificultad la lectura de lo dictado por ellos mismos; lo cual habría de inferirse, aunque no lo dijera aquel ilustre escritor y lo confirmaran otros, entre ellos, si mal no recuerdo, Montesinos y Santillán, y lo demostrara el indio D. Joan de Santa Cruz Pachacutic con la relación que nos ha legado. Y si en los idiomas de pueblos que no hayan sufrido invasiones ni conquistas, basta una centuria para que le afecten alteraciones profundas ¿qué no sucederá al de un pueblo invadido en sus costumbres, en sus leyes, en su religión y aun en su idioma, que por haber de fijarlo en la escritura del idioma del conquistador pierde sus condiciones fonéticas? ¿Sería, así, aventurado creer que el quíchua que hoy se conoce no fuera entendido por los Cieza de León, Zárates, Valeras, Acostas, Bárcenas y demás que lo fijaron, como por razón más obvia no lo sería el de estos de los cuzqueños del tiempo de Huayna Capac, y por otra aún más concluyente no comprendieran, ni los unos ni los otros ó comprenderían aquellos difícilmente la nomenclatura geográfica de los mapas, no ya de los actuales, sino de los primeros que se estamparon?

Pues en tales nombres funda el autor sus asertos, sin considerar, por otra parte, que á excepción de los lugares situados en el camino de Chile, cuya nomenclatura puede y aun debe traer su origen de las primeras expediciones de los reyes incas, sin que esto, ni los tambos escalonados en ellos, signifiquen vasallaje; los interiores del Tucumán pudieron recibir su bautismo de los auxiliares y yanaconas de Diego de Almagro en su viaje, acompañado del inca Paullu y del Villaumac, ó de los de Chaves en su expedición á Santa Cruz de la Sierra, ó de los de Rojas Gutiérrez,

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ó de otros expedicionarios y fundadores en aquella región. Ya hemos visto que así sucedió en Córdoba, Santiago del Estero y poblaciones que de ellas dependían.

No ahondaré más esta investigación, que por distinto camino conduce á las conclusiones mantenidas por el historiador más verídico y competente del Tucumán, como califica al P. Lozano el ilustrado y correctísimo D. Andrés de Lamas. Creo que lo expuesto es bastante para refutar el primer extremo de la novísima teoría. En el segundo no quisiera ocuparme, porque una sola mirada á las letras capitales del mapa, una sola referencia al idioma, á la religión, á las costumbres, una sola noticia sobre la arquitectura de los antiguos edificios, sus inscripciones, sus nombres y nombres de los templos, no ya del territorio que hoy es argentino, sino de todo el de las Américas españolas, demostrarían que solo bajo el dominio de una alucinación podría aseverarse la influencia de la civilización incana y nulidad de la española en los destinos de aquel país.

Y aunque esto, que no ha ocurrido á ningún peruano, lo dice el autor seriamente, no es de presumir que dirija su improvisación á los que suelen cursar en el aula algo de historia, ni pretenda llevar el convencimiento a los estudiantes de lógica; porque los unos, en la misma universidad de Buenos Aires, aprenden cosas muy diversas, y á los otros no se les puede ocultar que el procedimiento lógico para tales aseveraciones no es utilizar el idioma de los que destruyeron todo sin crear nada, ni recurrir á una imprenta, ni siquiera servirse del idioma quíchua, que al fin fijaron su escritura los destructores, sino recurrir á una cordelería y expresar por medio de quipos sus conceptos, para que los entendiera mejor el mundo influído por la civilización incana.

Pero enviarnos libros, en vez de un cargamento de nudos, y libros bien escritos y bien pensados, en todo lo que no se refiere á tan peregrina cuestión, es negar su sentir con su proceder, y esta discordancia que establece una demostración ad hominem, hay que atribuirla á un padecimiento, que si el Diccionario permitiese, pudiéramos llamar quichuismo, y de que da gallarda muestra en algunos pasajes.

Por ejemplo: al hablar de la fundación de la ciudad del Barco,

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que atribuye á Villagrán, error de poca monta, que Villagrán no hubiera tenido interés en advertir, dice por nota:

«Nos inclinamos á creer que este nombre del Barco es una corrupción de la palabra verdadera. Barco en aquellas alturas y terrenos es un nombre sin sentido ni adaptación, y no sabemos que fuera apellido de ninguno de los fundadores. Para nosotros el nombre verdadero debió ser Parcu, que en quíchua quiere decir caserío, aglomeración de chozas. Esto probaría que ya existía allí un pueblo de naturales con el nombre de Parcu ó Paracu, que fomentado ú ocupado por los españoles, se convirtió en Barco, por la identidad de fonismo en oídos extranjeros.»

Quien tal oiga y recuerde que por el año de 1550 la fundó Juan Nuñez de Prado, dándole el nombre de Barco en contemplación al presidente Pedro de la Gasca, que era natural de la Caballería de Navarregadilla, lugarejo cercano del Barco de Ávila, comprenderá cuán expuestos se hallan los paisanos y convecinos del famoso licenciado á ser convertidos en quíchuas, si alentado el autor á mayores bríos por su confianza en la insustancialidad de Europa y falta de antecedentes sobre América, eleva á fundamento de investigación histórica la conjetura deducida por la identidad de fonismo.

Lo peor es que esta de Parcu, por mucho que se quiera suponer hija del mejor deseo, puede influir en el juicio que se forme de otras aducidas como fundamento y única prueba de la novísima lección de geografía histórica expuesta en la obra: el mismo autor contribuyó á ello al encauzar la narración por la historia verdadera en el cuadro del movimiento colonizador de las tierras argentinas, tomado al parecer de las lecciones dictadas en la Universidad de Buenos Aires, por el Sr. L. V. López.




4.

De cualquier modo, hácelo suyo ó suya es la esencia, y desde este punto toma la obra muy diversa faz. Describe el carácter económico de la colonización argentina en sus primeros años, fundación de Buenos Aires, principio de su comercio, el clandestino

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que ejercían los portugueses, el estado de instrucción de sus pobladores y su erección en capital de provincia y de gobernación separada, en tiempo del tercer Felipe.

Prosigue el autor narrando el desarrollo á veces lento, á veces progresivo y en ocasiones retrógrado de aquella colonia, bajo sus diversos gobernantes, obligándole el sincronismo á excursiones por la historia de España, ya para pintar en párrafos magistrales la postración en que la sumieron los últimos reyes de la casa de Austria, especialmente el último, ya para describir en otros no menos bellos, la política de los primeros de la dinastia de Borbón, en particular la del tercer Carlos, cuyo reinado considera como un período de renacimiento; aplaudiendo el acierto del rey en la elección de gobernantes y las singulares dotes de aquellos hombres ilustres.

No podría seguirle paso á paso sin convertir en juicio crítico este informe, pero refutados algunos pasajes y censurados otros de esta obra, no sería justo omitir sus excelencias, que las tiene en gran número y de índole varia.

Notable es el alto sentido con que expone las teorías del comercio y el contrabando, no obstante sus ideas avanzadas, y más notable aún la clara y hermosa dicción con que las expresa. Notable es también la defensa que hace del proceder de los jesuitas en el complicado asunto de las misiones, sin embargo de mostrarse enemigo de la Compañía; y tantos y tan notables comentarios y descripciones se van leyendo, que disponen el ánimo á olvidar los errores apuntados, para que la censura se convierta en elogio.

No he leído en menos líneas un juicio más exacto sobre Godoy, que el contenido en la pág. 438 de este primer tomo.

Con gran copia de datos trata en el tomo II de la defensa de Buenos Aires contra la expedición de Beresford; examina los antecedentes de aquel suceso; describe las principales figuras que en él tomaron parte, y narra con gallardía, y á veces con seductor estilo, los movimientos de la opinión en aquel momento histórico.

De Liniers hace un retrato á maravilla, comparable por lo exacto y acabado, con el que presenta de su prisionero el General

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inglés; y para ello aprovecha hábilmente la descripción de aquellas reuniones galantes en la morada del primero, donde cada episodio es una pincelada sobre las dos figuras salientes en aquel cuadro: frente á frente ambos caracteres, resaltan, en el uno las condescendencias, en el otro la sagacidad para mover en provecho propio los resortes de la simpatía hasta alcanzar del generoso vencedor un documento que le devolviera ante su nación y ante la historia tanta honra como prestigio habría de perder el incauto que se lo otorgaba, sacrificando así á vanidosa condescendencia la gloria alcanzada por las armas con la sangre de un pueblo. Tal fué la capitulación apócrifa que apareció mucho después de aquel hecho de armas en que los ingleses hubieron de rendirse á discreción, según prueba el Sr. López.

No podré seguirle en el juicio que expone de las principales figuras de su obra. Con dureza califica á Sobremonte; pero fuerza es convenir que el proceder de este, vacilante y apocado en aquellas críticas circunstancias, dan derecho al historiador para juzgarle con severidad. Quizá la extrema con D. Martín de Alzaga, jefe constante del partido español cuando la discordia dibujaba ya las banderías, como primer síntoma de la separación, que en breve habría de realizar aquella colonia de la metrópoli.

He dicho que el Sr. López narra á veces con seductor estilo: la naturalidad de la exposición, su frase movida y algún tanto irónica, aunque no siempre correcta, juzgada aquí, y la exactitud del concepto, producen en el lector, quizá sin pretenderlo el autor, y este es su mayor mérito, un efecto que no se logra cuando se rebuscan recursos para producirlo. Véase en prueba de ello el siguiente párrafo, motivado por aquella procesión realmente ridícula, ideada por Gorvea Badillo, hermano de un principal criado de la casa de Godoy:

«Había sido invitado á la reunión (la del Cabildo) el abogado español Gorvea Badillo, que se hallaba de paso en Buenos Aires con el empleo de fiscal en la gobernación de Chile. Decíase que era hermano, del intendente ó mayordomo de Godoy, y que había sido agraciado con su alto empleo por mero favor y sin mérito alguno para desempeñarlo: sus maneras petulantes y una cierta arrogancia de aquel género vulgar que toman siempre los hombres

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sin antecedentes y de reciente elevación, parecían justificarlo que se decía de su origen, y le habían hecho sumamente antipático á la juventud del país que figuraba en la sociedad y en la carrera jurídica.

»A este ridículo personaje se le ocurrió que para dominar al pueblo y traerlo de buen grado á obedecer á Sobremonte, sería eficaz que la asamblea de notables formara una procesión con el retrato de Carlos IV á la cabeza, y que saliesen todos así por las galerías del Cabildo á exigir que la multitud alborotada desagraviase al Rey con una obediencia inmediata.

No faltaron tontos que aceptaron la idea como sublime; otros la rechazaron convencidos de que haría muy mal efecto; pero la mayor parte se dejó arrastrar por los primeros, y el fiscal Gorvea Badillo, levantando en sus manos el cuadro del Rey, salió de la sala capitular á pasearlo seguido de treinta ó cuarenta pelucones. No bien se apercibió la gente de aquella farsa grotesca, cuando comenzaron las carcajadas, los apóstrofes, los chistes y la burla, etc., etc.» Con no menor gracejo describe en cuatro rasgos al Dr. Leiva de quien dice, «era uno de esos personajes que como el corcho en el agua sabía flotar en todos los conflictos sin dirección precisa.»

En las frecuentes y necesarias excursiones que hace por nuestra historia, explica la situación de Europa después de la paz de Amiens, la ambición de Bonaparte, su rompimiento con Inglaterra, neutralidad de España violada por el tratado de subsidios y coalición de Austria, Prusia ó Inglaterra, fijando especialmente su atención y censurando con acritud y con dureza la política de Bonaparte respecto á España.

El comentario sobre este punto altera por gradaciones sucesivas el ánimo del autor, de tal modo, que recuerda á esos ríos tranquilos en su nacimiento, de acelerada corriente después, y con saltos y represas á mitad de su curso, hasta desbordar su caudal en espumante catarata, porque todo un caudal de voces agudas como dardos caen violentamente sobre el nuevo Prometeo de Santa Elena. Verdad es que el autor utiliza dictados y calificativos de escritores franceses hostiles á Napoleón; pero no es menos cierto que estos con marcada saña miraron á aquella gran

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figura por la faz estrecha del hombre para no descubrir la del héroe.

Su ingerencia en los destinos de aquella región y la actitud equívoca de Liniers, que tanto influyó en contra de su prestigio, motivan páginas interesantes de este segundo tomo, á que el autor pone término con el movimiento precursor de los sucesos memorables que determinaron la independencia de aquella colonia.

Para no abusar por más tiempo de la atención de la Academia, dóiselo yo en este punto á mi informe, excusando su resumen la exposición que he procurado presentar de los defectos y de las bellezas de los dos primeros tomos de esta obra.

Solo diré, que si aquellos son grandes, estas son muchas, si la pasión informa algunos, preside á otros la más plausible imparcialidad y á vuelta de páginas sembradas de galicismos y locuciones extrañas, se leen hermosos períodos esmaltados de pensamientos bellos con frase movida, galana y correcta.

Tales contrastes ponen á la censura en verdadero apuro; tanto que ó cohonesta su vacilación, con la conveniencia de aplazar su juicio á la terminación de la obra, ó confiesa ingenuamente su incapacidad y busca en autoridad irrecusable el más seguro broquel; optando por el segundo extremo debo dejar integro á la Academia el concepto que le merezcan los dos tomos, de que he tenido el honor de informar, en cumplimiento del encargo recibido.

Madrid 23 de Abril de 1886.

JAVIER DE SALAS.





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