IV. Historia general de Filipinas, por Don José
Montero y Vidal
Vicente
Barrantes
Después del informe tan discreto como erudito, que acerca de
otro libro análogo del mismo autor leyó en esta
Academia nuestro docto compañero D. Francisco Javier de
Salas, trabajo que acaba de ver la luz pública en el
número de nuestro BOLETÍN correspondiente al mes que
corre576,
cabe decir muy poco de la Historia general de
Filipinas577
que ahora se nos remite por el Ministerio de Fomento para los
efectos del Real decreto de 12 de Marzo de 1875. Anuncióse
ya esta obra en la que fué examinada por el Sr. Salas, que
lleva por título el Archipiélago Filipino y las
islas Marianas, Carolinas y Palaos. El autor revela en ella
las mismas cualidades que puso de relieve nuestro docto
compañero, y en algunas cuestiones, un criterio tan exacto y
patriótico, como demostró al apreciar en las
páginas 487 y siguientes de aquella el llamado conflicto de
Carolinas, en 1885, resuelto por la mediación de S. S.
León XIII. Aquel juicio es en efecto el más acertado
que hasta ahora hemos leído en ninguna publicación
española ni extranjera, así por lo que dice como por
lo que deja entender.
Con
análogo tacto y perspicacia discute el Sr. Montero en el
libro que ahora publica, varios puntos oscuros de la historia de
Filipinas, siguiendo las pisadas del historiador general Fr. Juan
de la Concepción, que aunque muy farragoso y
desmañado, hizo á la historia del Archipiélago
el gran servicio de conservar en sus catorce volúmenes los
datos y elementos hacinados en las oficinas de Manila durante los
siglos XVII y XVIII, que habían de inutilizar y destruir en
su mayor parte los terremotos en que ha sido tan fecundo el siglo
presente. Así es que sin más trabajo que extractar al
P. Concepción, aunque cometiendo la injusticia de
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decir que solo le facilitaba poco grano entre mucha paja, pudo el
agustino P. Zúñiga publicar en 1803 su
Compendio, que así debería llamarse, y no
Historia general de Filipinas, toda vez que en un volumen
de 256 páginas y ancha lectura condensó ligeramente
los sucesos ocurridos desde la conquista. Además el Sr.
Montoro demuestra conocer otras obras interesantes, que tratan de
Filipinas, si bien mostrándose un tanto desdeñoso con
las extranjeras, que ni siquiera cita en su prólogo, siendo
así que las de Mallats, Raynal, Jagor y algún otro
han podido serle tan útiles como las mismas crónicas
de las órdenes españolas, de las cuales tampoco
parece tener la buena opinión que la crítica moderna
imparcial y desapasionada les concede, pasando por alto las
milagrerías y otros defectos propios del tiempo en que se
escribieron, lo que nunca hace el Sr. Montero Vidal.
Muéstrase igualmente conocedor de algunos manuscritos
importantes que encierran los archivos religiosos de Manila, aunque
no tanto, que haya podido esclarecer por completo algunos puntos
dudosos, que aborda, sin embargo, en su Historia,
siguiendo el camino trillado por sus dos guías principales,
el P. Concepción y el P. Zúñiga.
No
será seguramente al Sr. Montero tan simpático el
capitán general D. Juan de Silva, debelador de los
holandeses en los primeros años del siglo XVII, como
á nosotros nos lo es por muchas razones; y sin embargo, no
podemos cerrar los ojos al error de su segunda expedición
á Malaca, cuyo trágico desenlace atribuye á
castigo del cielo el autor de un voto particular, como ahora
diríamos, leído en la Junta de guerra celebrada en su
palacio de Manila en 1610 para preparar aquella expedición,
suponiendo un acuerdo con el virrey de Goa, en realidad muy
sospechoso, según confiesa implícitamente el mismo
autor, que con razón pone en duda la lealtad de los
portugueses. Los peligros que corrieron las islas Filipinas por la
ausencia del General y de casi todos los hombres de guerra; los
gastos innecesarios que tuvo que sufragar aquel Tesoro, pocas veces
abundante de recursos, y el haber desobedecido Silva las
terminantes órdenes le Felipe III, para lo cual tuvo que
imponerse con insufrible tiranía á las demás
autoridades que asistieron á la Junta,
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si bien fueron actos redimidos por su lamentable fallecimiento en
Malaca, no dejan de ofrecer á un historiador de nuestros
días elementos para estudiar los vicios de nuestro sistema
colonial, que se están constantemente reproduciendo. En el
archivo de San Francisco de Manila ha podido enterarse el
señor Montero de aquel voto particular, que hasta especifica
las mercedes que hizo D. Juan de Silva á los que apoyaron su
pensamiento en la Junta de guerra, y los castigos que impuso
á sus impugnadores. Ello es que tanto la conducta de este
General como la de su pariente D. Jerónimo de Silva, que le
sucedió como interino en el mando de Filipinas,
después del dramático gobierno de D. Alonso Fajardo
de Tenza, el verdugo de su propia mujer578,
merecen ser estudiados con mayor detenimiento, que por algo este D.
Jerónimo fué destituído y encarcelado, como el
mismo autor confiesa.
En
cambio conoce el Sr. Montero el curiosísimo escrito del
famoso tagalista Fr. Sebastián de Totanes, contestando
á una consulta del marqués de Torre-Campo, acerca del
asesinato del capitán general D. Fernando Bustamante,
llamado el mariscal tirano, por ser el primer mariscal de campo que
gobernó las islas después de la introducción
de este grado francés en nuestro ejército por Felipe
V; asesinato ocurrido en 1719, que atribuye el Sr. Montero en su
índice á los jesuítas, si bien luego en el
texto resultan ser sus autores todas las órdenes religiosas.
Califica de extravagante el escrito del P. Totanes, sin duda por su
forma exageradamente escolástica, y por las ampulosidades y
rodeos de que tiene el autor que valerse para declarar,
in verbo sacerdotis,
que aquel
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crimen fué el mayor servicio que los españoles de
Manila pudieron hacer á Dios, al rey y á la patria,
palabras textuales más de una vez repetidas, que
todos los vecinos de la ciudad pusieron la mano en el general sin
ánimo de matarlo, suceso que él provocó con su
temeraria defensa. Cosa más singular aún añade
el buen franciscano, y es que el que no pudo acercarse al General
en aquella trágica hora tuvo un profundo sentimiento por no
haberle herido. Ante esta declaración de un testigo
presencial, que era vicario de Santa Clara en aquella fecha, de un
hombre tan respetable como escritor y como religioso, dentro y
fuera de su orden, que además daba su dictamen al
marqués de Torre-Campo casi bajo secreto de
confesión, partiendo de la base gravísima siempre en
el orden político y jurídico, que él discute
hasta con pesadez, de que el marqués no debía cumplir
cierta cédula que traía de España para que se
abriese de nuevo el proceso de los asesinos del mariscal, parecen
datos sobrados para que un historiador imparcial no arroje cargo
alguno sobre clase ni persona determinada. Así
también lo justifican los antecedentes todos del suceso; y
si el Sr. Montero hubiera conocido las protestas que los
magistrados y otros de los infinitos presos por el general
Bustamente depositaron aquel terrible día en poder del
Provincial de San Agustín, y hoy existen en el Archivo de
esta Orden, seguramente hubiera modificado su opinión acerca
de un crimen que, no por ser más dramático y
misterioso de la historia de Filipinas, carece de
explicación, y aun de disculpa en la forma que las presenta
testigo tan abonado. Hay más aún: corre por las islas
un manuscrito de pluma no indocta y de la misma fecha sobre poco
más ó menos, donde, bajo el extraño
título de Tercera parte de la vida del Gran
Tacaño, se pinta con vivísimos colores la
interior de los españoles en Méjico y Filipinas,
dando mucho lugar, como es de suponer, á los excesos
administrativos y gubernamentales; y si yo no me engaño
mucho, aquel jefe superior del Archipiélago, en quien se
suponen abominables costumbres, y que tenía un hijo militar
que con sus cohechos iba procurándose para comprar en
España el puesto de Maestre de campo, se parece mucho
á las dos víctimas del motín de Octubre de
1719. Agréguese á esto que también figura,
como Secretario y mentor del Alcalde de Zamboanga,
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un preso á quien consulta su jefe en la misma cárcel,
exactamente como hizo el mariscal con el oidor Torralba, preso y
perseguido mortalmente por él mismo.
No
pueden, sin embargo, desconocerse la mucha diligencia y estudio que
ha puesto el Sr. Montero en su obra, ni la fluidez y claridad del
estilo, ni la constante laboriosidad que está demostrando en
estudios que rinden escaso fruto material, con otras condiciones y
cualidades, que así al libro como al autor enaltecen. Por
cuya razón, si la Academia encontrase razonado este informe,
podría contestarse al Ministerio de Fomento que la
Historia general de Filipinas, escrita por el Sr. Montero
y Vidal, llena los requisitos que exige la legislación
vigente para obtener la protección oficial.
La
Academia, no obstante, resolverá, como siempre, lo
más acertado.