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Bosquejillo de la vida y escritos

D. José Mor de Fuentes



     Plerique suam ipsi vitam narrare fiduciam potius morum quam arrogatiam arbitrati sun. Tacit. Agr.

     Agradecido al anhelo vehemente con que sobremanera me favorece el caballero D. Fernando Wolf, bibliotecario público de Viena, de quien ya tenía noticia por su edición y comentario de Tucidides, uno de mis autores predilectos, voy a rasguear compendiosa e imparcialmente mi Biografía, tanto por la carrera militar como por la literaria.

     Soy natural de Monzón, pueblo muy notable, por haberse celebrado en él hasta veinte y seis veces las antiguas cortes de Aragón.

     Mi familia fue siempre más bien ilustre que opulenta, pues hallose en los registros de Zaragoza que uno de mis antepasados fue vocal de cortes en el siglo 16, por del brazo de Infanzones, que es la jerarquía inmediata a la de los Ricos Homes; y por otra parte el patrimonio de mi casa, consistiendo principalmente, como los más del país, en haciendas de secano, por lo común escasean las aguas, y los desventurados labradores malogran lastimosamente sus intereses y sudores. Sin embargo nuestros haberes, aunque al cargo de mi madre, viuda muy temprana, y en extremo sencilla y candorosa, suministraron lo suficiente para franquearme una carrera, en esperanzas, brillantísima, pero absolutamente estéril, en cuanto a la recompensa de mi entrañable ahínco y de mis perpetuos desembolsos.

     Fuimos tres hermanos, todos varones, el primero, D. Mariano, descollaba por la brillantes de su estampa, y la rectitud y llaneza de su carácter. El tercero, D. Joaquín, si la ilusión de la sangre no me ofusca, fue uno de los talentos más peregrinos, y el fenómenos más extraordinario que tal vez produjo la naturaleza. Sin abrir la gramática, solo de oídas, aprendió el latín con tal perfección que calaba y retenía a Plauto (uno de los clásicos, como se sabe, más trabajosos) como leemos y entendemos generalmente el Quijote. Otro tanto le sucedía con el francés, poseyéndolo por asalto, sin auxilio de gramática ni diccionario, y este entendimiento tan esclarecido y tan ajeno de todo vicio y de toda flaqueza, vivió siempre arrinconado, gracias a la irracionalidad de nuestra legislación y nuestras instituciones. Murió por fin por 1814, casi destituido de toda asistencia, a lo menos decorosa, y acordándose únicamente de este inconsolable hermano que lo llorará amargamente hasta su postrer aliento. El primogénito había fallecido a principios del año de 8.

     En fin todas las miras, los anhelos y las esperanzas de la familia, y tal vez de la parentela, se cifraban en mí, que era el segundo, que fui siempre el íntimo, el confidente y el ídolo de mi afectuosa madre, quien solía arrebatarme el libro de las manos al verme tan desmedrado y enfermizo, y me anunciaba llorosamente la muerte a las entradas de cada verano.

     Yo sin embargo me aferraba más y más en mi pasión a la lectura encerrándome con el Quijote, Solís, etc., a la parte de afuera del balcón más retirado que caía hacia el interior de la casa. Esto sucedía a la edad de 6 ó 7 años; a la de diez traduje los tres primeros libros de Solís en latín, compuse muchos versos latinos, pero ninguno en castellano. Como a los once años, contrastando los ayes y lágrimas de mi inconsolable madre, se empeñaron mis deudos y allegados en que había de ir a helarme por la lobreguez de la tristísima y barbarísima universidad de Zaragoza, a decorar a viva fuerza las irracionalidades de la rancia filosofía peripatética.

     Por mi instinto, mas poderoso y atinado que la piara de los Catedráticos y demás escolares, miré siempre con asco mortal aquellas insensateces, y mi celebro, de continuo doliente y voluntarioso, desechó la ponzoña, y salió en tres años absolutamente virgen de los asaltos de la barbarie.

     Por un incidente, poquísimo interesante para los extraños, me enviaron a Tolosa de Francia, donde me puse corriente en el francés, me perfeccioné en el latín, y aprendí el griego, con un profesor llamado M. Menard, que me manifestó una afición particularísima.

     Si mi entendimiento se explayaba y esclarecía todo mi ser, esto es, el cuerpo y el alma, se granjeaban medros y robustez, con ufanos y rápidos progresos. Dejando sin embargo la Francia, de que hablaremos más largamente en otra ocasión, pasé por Bayona a Vergara. Aquel seminario se hallaba a la sazón en su mayor auge, al cargo de toda la sociedad Vascongada, pero el alma del establecimiento era el célebre Conde de Peñaflorida, sujeto instruido y sencillísimo, y sobre todo dignísimo patricio.

     Allí cursé las humanidades con D. Vicente Santivañes, sujeto de finísimo gusto; la química con Chabaneau, en ocasión que esta ciencia privaba en Europa por los peregrinos descubrimientos de su verdadero fundador, el inmortal Lavoisier; y estudié las matemáticas con D. Jerónimo Mas. Un día que para la lección del siguiente nos explicaba las paralelas, apenas delineó la figura en la pizarra, dije que me atrevía a demostrar la proposición sin ver el libro. Cogiome la palabra, subí a la tarima, y aunque con largos rodeos, terminé por fin mi demostración. Lo mismo hice con otras varias, y aunque no llegué a las veinte y tantas del famoso Pascal, tampoco se puso grande ahínco en el asunto.

     Una mañana llegó el Conde a esta misma aula, con un forastero que parecía también socio, y preguntole este a poco rato, extrañando mi presencia, ¿es ese el Aragonés? ese es el famoso, contestó el Conde. Discúrrase cuál sería mi engreimiento al oír aquella expresión tan honorífica en boca de sujeto tan caracterizado. A los estudios sobredichos añadí la tarea del inglés, de modo que mi vida más tierna era un afán incesante.

     Vuelto a Aragón, estando en Zaragoza, entré en la librería de Monje, y tomando en la mano las Poesías de Meléndez y habiéndome prendado de las primeras que vi, las compré, las aprendí de memoria, y jamás se me han olvidado. Desde aquel punto, Meléndez ha sido para mí, a pesar de su notable desigualdad, el verdadero y casi único Poeta castellano, mirando con mortal desabrimiento nuestros diez y seisenos y demás campeones del Parnaso español.

     Iba ya entrando en la mocedad, y era forzoso tratar de emprender una carrera. Fui a Madrid, y preferí por último la de la marina, en clase de ingeniero. En Cartagena, que fue mi departamento, luego entablé intimidad con los famosos Císcares, que, como instruidos, eran de conversación amenísima, y solían ser mis compañeros de paseo.

     Destináronme luego a la comisión de cortes de madera a la Sierra de Segura, y como la encontré establecida en Hellín, permanecí en el mismo pueblo, aunque a mucha distancia de los trabajos. Si bien me hallaba en el hervidero de la juventud, solía pasar temporadas en la sierra debajo de un tienda, a ratos activando las faenas, y a ratos chanceando con las serranas, que solían ser aseadas y joviales. Nuestras comisiones entonces estaban bien dotadas y surtidas de la necesario; pues en un recuento que se hizo del caudal, resultaron existentes en caja hasta veinte y ocho mil duros. Yo gozaba, entre suelo y gratificación, unos cien pesos sencillos al mes, y desde luego se deja discurrir si un Marino rico, muchacho, dotado de cierto despejo y afluencia, y hasta acierto punto lujoso, merecería aceptación entre las damas principales de la comarca; de modo que cuento aquella temporada com lo más realmente apreciable de mi anovelada vida.

     En medio de mis distracciones juveniles, entre las cuales jamás tuvo cabida el vicio frenético del juego, que siempre me ha horrorizado, mi actividad en las operaciones de mi cargo era ardientísima y casi disparada, en términos que el primer año, habiendo ejecutado la idéntica faena, gasté nueve mil pesos menos que mi antecesor.

     Ocurrió la singularísima extrañeza de hallarse a la sazón recién separado de sus empleos, pero conservando por entonces todos sus sueldos y honores, el célebre Conde de Florida Blanca, hombre en extremo superficial y aun ignorante, pero despejado, agasajador, y sobre todo desinteresadísimo. Había hecho venir una compañía cómica, cuya dama, Ignacia Cueto, era de lo más aventajado que he visto en España (excepto la Rita Luna), y los demás papeles merecían la clase de regulares. Lleváronse clandestinamente y como por asalto al indefenso y virtuoso Conde, tratándole soezmente en el acto del prendimiento y por el camino, para encerrarlo en la ciudadela de Pamplona.

     Con tan inesperada y bárbara catástrofe, vinieron a quedar huérfanos los comediantes, y se marcharon a probar ventura por otros pueblos. La orfandad en parte nos alcanzó a todos, pues Hellín volvió a la secatura característica de todo pueblo subalterno, y yo atropellando los lazos volanderos de mis dulcineas, acudí a emboscarme por los riscos de la sierra en desempeño de mi comisión importante.

     Es de notar que viviendo entre breñas, selvas y arroyos, oyendo por las noches el graznido del cárabo, ave que remeda extraordinariamente la voz humana, teniendo conmigo poetas, como Virgilio, Horacio, Pope, el Taso, etc.: en fin, hallándome con tanto vagar por la noche y en una situación tan verdaderamente poética, jamás me dio el arranque ni la ocurrencia de hacer un verso, habiendo después compuesto con tan suma facilidad tantos millares, sin mediar quizá los motivos poderosos de amoríos entrañables que entonces me cautivaban y tal vez tiranizaban el ánimo.

     Como quiera, la comisión adolecía de un sistema erróneo y perniciosísimo; pues como luego manifesté al gobierno, y acogió mis razones, el agua dulce es nociva para la madera de pino, como lo tiene demostrado el célebre Duhamel; y allí se conducía largas leguas por vigas o piezas sueltas, sobre el río Segura, sin formar almadías, porque las estrecheces y derrumbaderos del cauce no lo permiten. Yo entretanto continué según lo hallé todo establecido, y los pineros repartidos por las orillas en media legua de terreno iban empujando la madera y poniéndola en movimientos hasta llegar al pueblo de Calasparra, donde se desaguaba para transportarla luego por carretas a Cartagena.

     Estos pineros estaban repartidos en cuatro cuadrillas de a más de 100 hombres cada una, a las órdenes de sus capataces, a quines encargué desde luego distribuyesen la gente siempre por el mismo orden; y así en breve tiempo, siguiendo invariablemente la forma del alistamiento, vine a conocer absolutamente a todos los individuos, y uno solo que faltase en mi visita salteada por días o por horas, lo echaba menos, y reconviniendo al respectivo capataz, le cargaba el importe del jornal del ausente. Por aquella parte de la sierra no hay pueblos, sino cortijos aislados, o aldehuelas llamadas cortijadas, donde nunca parábamos, guareciéndonos en trece grandes tiendas de campaña, la Comandanta, la Capilla, el Almacén, pues se daba de comer a todos, y diez tiendas espaciosas para los operarios. El día de fiesta se tremolaba en mi alcázar una bandera de fragata, acudían las serranas, y después de la misa, algún chusco andaluz lucía su habilidad en echar jácaras o romances, y divertía sobre manera al auditorio. Véanse en la Serafina algunas alusiones a estos sitios y pasatiempos.

     Cesó la comisión sin que nadie viniese a relevarme, y habiendo vuelto a Cartagena, me embarqué para el célebre sitio de Tolón, cuyas particularidades se hallarán en el elogio de Gravina y en el Cotejo del Gran Capitán con Bonaparte.

     Venida la escuadra a Cartagena, salimos un navío y una fragata, donde yo iba, con el incómodo transporte de emigrados de Tolón para Liorna, a las órdenes de D. Antonio Escaño. El gobierno de Toscana no quiso admitirlos, pero habiéndoles dado suelta, los desventurados tuvieron que irse desembarcando en botecillos arriesgada y desamparadamente por aquellas playas.

     Fuimos a la hermosa Florencia, donde nos agasajaron sobremanera, habiéndonos franqueado un palco de los principales en el teatro de la Pergola, junto al de la preciosa Marquesa de Bentivoglio, una de las beldades florentinas, que realzaba en extremo con su agrado las infinitas y brillantes prendas exteriores.

     Vimos por supuesto la famosa galería, el tesoro quizá más peregrino de artefactos sublimes que jamás hubo en el orbe, y logré también el gusto de ver un manuscrito de Virgilio de más de 1300 años de antigüedad, pues tenía al fin los nombre de los Cónsules de Roma cuando se escribió. Estaba todo en mayúsculas, y leí los diez o doce primeros versos de la Eneida. Lo guardaban en cajas redobladas con un esmero imponderable. Vimos en la iglesia de Santa Cruz el túmulo de Galileo frente al de Maquiavelo. Nulli ingenio impar, dice en este último.

     Volvimos a Cartagena, y hecha la paz con Francia, me desembarqué para hacer el servicio en el Arsenal, destino que me dejaba todo el ensanche apetecible para dedicarme a la literatura.

     Vino por fin el arranque, inspiración, flujo u lo que fuere, de meterme a escritor, y así como los aficionados suelen echar mano para sus estrenos de las comedias de más difícil desempeño, yo también quise empezar por la cumbre, y fue traduciendo, por una coincidencia bien extraña, el autor que ha merecido tantos desvelos al ínclito Literato que solicita estos apuntes. Con efecto tenía en mi poder una edición de Viena (otra casualidad particularísima) de Tucidides con el texto escueto y mondo, sin versión latina, sin comentario, y por otra parte me hallaba destituido de todo auxilio de diccionario y de gramática, sin que hubiese tales libros en Cartagena, pueblo todo marino y militar.

     En suma, repitiendo el audaces fortuna juvat de Virgilio, se me encasquetó verter la brillante introducción de aquel escritor tan clásico, y la corregí en pocos días, reservando el manuscrito que después se imprimió con aceptación en Zaragoza. En seguida quise trabajar una Disertación latina con este título: De causis pluviarum et ventorum in Hispania tentamen; pero faltándome datos de Extremadura y de León, juzgué que mi teoría sería incompleta, y en seguida orillé el intento. Con efecto, hallándome en la sierra de Segura, hice varias observaciones, a mi parecer, trascendentales sobre este punto importantísimo y absolutamente nuevo entre nosotros. A este propósito anticiparé un hecho que, en cuanto a nuestro vergonzosísimo atraso, dice relación con el asunto. Años pasados, hallándome en Madrid, no sé quien encargó desde Galicia a un amigo mío se informase de mí, sobre si había en castellano alguna obra de Fontanería. Dejome parado la pregunta, y diciendo que ninguna había llegado a mi noticia, acudí al Fontanero Mayor, el amigo D. Juan de Villanueva, quien me dijo que solo había una malísima descripción de las fuentes y cañerías de Madrid; ¡es posible, exclamé, que en una nación donde tantísimo se ha escrito de teología inapeable, de jurisprudencia bárbara, de medicina irracional, de novelones chapuceros y de poesía insulsísima, nadie haya saludado un arte tan importante como el de la fontanería!

     Aplicando ahora esta reflexión al asunto sobredicho, ¡es creíble que en una nación pobrísima y triste y desamparadamente labradora nadie haya escrito un renglón más que las ridiculeces del almanaque o el lunario perpetuo sobre la meteorología, ciencia absolutamente indispensable para las especulaciones de la agricultura, en un clima fatalísimo, donde las sequías son tan frecuentes, y los malogros incesantes!

     Como quiera, hecha la paz con Francia, pedí una licencia real, que se me concedió, con ánimo de separarme para siempre del cuerpo de la Armada. No medió desabrimiento alguno, antes bien estive siempre bienquisto con la superioridad, y era íntimo de mis compañeros; pues de unos cuatrocientos oficiales que pertenecían al departamento, los conocía absolutamente a todos, y los trataba con más o menos estrechez. El servicio del Arsenal, fuera de la suma repugnancia que me causaba la vista de los presidiarios, no era pesado, y por otra parte los peligros del mar no me causaban el menor asomo de aprensión, puesto que en las tormentas deshechas solía afianzarme a las jarcias de mesana o palo de popa, y ponerme a observar los estrellones de las olas entre sí y sus embates sobre la nave, y por último decía que me impresionaba más con la descripción de Virgilio que con la realidad del temporal; reflexión que solía excitar la carcajada o el enfado de mis compañeros.

     Además, aunque navegando se cumple puntualísimamente la ordenanza, sin que medien apenas encargos de los comandantes, el servicio militar de tierra se suele mirar en la Armada casi con menosprecio, y así se disfruta un ensanche desconocido en el ejército; pero el ídolo de mis entrañas fue siempre la absoluta independencia, sin que por eso diese jamás cabida a vicio alguno torpe y mucho menos afrentoso, cuando tantos hacen gala de lo que realmente es un oprobio.

     Mediaba también la dolorosa circunstancia de haber ya faltado por el redoble de sus achaques, aumentados tal vez por mi dilatada ausencia, aquella idolatrada madre cuyo fallecimiento me costó una enfermedad grave y de larguísima convalecencia. Al expirar, cercada de malvados deudos que trataron de bienquistarse con el hermano mayor que se hallaba presente, mis intereses, por la ausencia, y los del menor por su apocamiento, fueron desatendidos. Hiciéronse los correspondientes cargos y reconvenciones, pero todo fue menospreciado, y así se hacía forzoso el acudir a los competentes tribunales para el señalamiento racional de alimentos de que tan arbitrariamente se nos había defraudado.

     Antes de pasar adelante, hay que recoger especies, tal vez mal omitidas arriba por el afán de abreviar mi narración. A la vuelta de Italia vinimos a Barcelona, cuyo Comandante General nos mandó ir a la bahía de Rosas, donde nuestra fragata la Juno, debía incorporarse con otras cuatro para embestir catorce embarcaciones francesas que estaban bloqueando por mara a Colliure y Portvendre. El hecho fue que solo nos juntamos tres buques, con los cuales el comandante Ezeta quiso absolutamente atacar a los enemigos, quienes, a pesar de tener hasta artillería de 24, y nosotros solo de 12, nos huyeron vergonzosamente. Fuimos aclamados por nuestra línea, bajamos dos oficiales a tierra, y tuve el gusto de abrazar a mis íntimos amigos los oficiales de guardias españolas, y al día siguiente llevamos dos de ellos, uno enfermo y otro herido, a San Feliu, de donde volvimos a Barcelona.

     En una de mis mansiones traté particularmente al famoso Don Teodoro Reding, el héroe de Bailén, quien, al verme deseoso de aprender el alemán, me facilitó y aun regaló libros, con los cuales y un diccionarillo, en breve tiempo vine a quedar corriente en aquel idioma. Media la particularidad de que en inglés el poseer completamente los prosistas de nada sirve para entender la poesía, cuyo alcance requiere un nuevo estudio; pero el alemán es siempre más llano, y su poesía casi ninguna dificultad viene a aumentar sobre la prosa.

     Ocurrió también que visitando allí mismo a una señorita, me encargó escribiese una carta agridulce a ciertas amigas que tenía en Madrid, reconviniéndolas por no cumplir la palabra de cartearse a menudo con ella. Me sobrevino de improviso el arranque de contestarle si quería que pusiese la carta en verso, y me replicó que le era indiferente. Con este motivo me empeñé en referir en silva una especie de sueño que leí en una tertulia de Guardias Españolas, y mi estreno mereció universal aprobación. Ahora mismo paso todos los días por la puerta de la casa donde ocurrió este incidente, como que está muy cercana a la mía.

     Durante una de mis mansiones en Barcelona, incurrí en una calaverada extravagante y ajenísima de mi temple. Comíamos juntos cinco oficiales, y una noche a deshora llegó uno de los compañeros con el notición de que había visto a trece (contaditos) paisanos en la calle de Amargós dando una música; y prorrumpió uno vamos a apalearlos y quitarles los instrumentos. Dicho y hecho, y sin que mediasen celos, ni apenas conocimiento de las dulcineas, nos disfrazamos ridículamente, y con los aceros desenvainados volamos al campo de batalla.

     Antes de entrar en la callejuela formamos nuestra disposición táctica; los dos más jaques tomaron la vanguardia, en el centro por todo cuerpo de ejército iba mi personita monda y escueta, y los dos restantes a seis u ocho pasos a retaguardia. Embestimos voceando, pateando y raspando la pared con las espadas, de modo que al estruendo creyeron los musicantes que los acometía una compañía de granaderos, y se pusieron en atropellada fuga. Los alcanzamos sin embargo, yo le así al guitarrista su instrumento por el astil, y lo soltó al momento. Otro tanto hicieron los compañeros, mas el apuro sumo fue el del portador de la tambora, pues no acertaba a desprenderse el correaje, y el que lo tomó por su cuenta no cesaba entre tanto de tundirle la nuca y las espaldas, hasta que por fin logró desaprisionarse, y partió como un gamo. Los aventamos y dispersamos por la calle de Condal adelante, y luego nos volvimos por el mismo camino riendo a carcajadas. ¡Qué picardía, exclamó una de las interesadas, venir a incomodar así a la gente! a lo cual uno de los compañeros contestó, son unos majaderos -los majaderos son Vds., replicó la dama con sumo desentono y sobrada razón, en meterse en lo que no les va y les viene. Recogimos nuestros despojos, menos la tambora, que se quedó allí por su inmensidad, y colgamos sobre la mesa de comer aquellos trofeos cuyo paradero no supe, habiéndome marchado luego al departamento.

     En Cartagena pues, anudando el hilo de mi narración, me dedicaba con especialidad al alemán y la italiano, con los libros que tenía de antemano y acababa de traer de Florencia. Al mismo tiempo, con motivo de la aceptación de mi Sueño, me dedicaba a ir formando una coleccioncilla de Poesías para salir a volar, en letra de molde; pero fuera de las anacreónticas, las demás composiciones se me hacían trabajosísimas, de modo que en el rato que entonces empleaba para mal pergeñar media docena de versos, compongo ahora centenares, sin desatender, en medio de tanta rapidez, ni el régimen gramatical, ni los requisitos métricos; antes bien ateniéndome a las observancias de la prosodia con más esmero que Meléndez y los demás versistas.

     Salí de Cartagena en abril de 1796; hice a la vista del Toboso una composición a Cervantes, y al paso por Madrid entregué a Cienfuegos mi cuadernito de Poesías, quien las dio a la luz con algunos retoques oportunos en la Imprenta Real. Entretanto logré en Zaragoza una primera providencia favorable, y mi hermano se allanó a un convenio regular, con cuyo motivo pasé a casa; pero faltando mi madre, carecía el pueblo de atractivo, y me volví luego a Zaragoza.

     Las primeras Poesías se iban despachando, aunque sin aceptación particular, y luego, estimulando por las márgenes poéticas del Ebro, imprimí otro cuadernito de Poesías, que tampoco merecieron especial acogida. Entretanto, con las intimidades y lancelillos de aquel pueblo, iba preparando los materiales de la Serafina, que quizás es mi obra más característica, y formado ya mi breve manuscrito, me marché a Madrid en el mismo año de 1797 con ánimo de imprimirlo.

     Entre los libros que me regaló Reding, había uno, después muy conocido, del célebre Goethe, intitulado los Quebrantos o las Cuitas de Werther, que después he traducido, en cartas reales o supuestas del héroe a un amigo. Determiné dar la misma forma a mi pensamiento, pero sin guardar la más remota semejanza con el tudesco. La Serafina logró desde luego tal aceptación por la novedad del intento, por sus afectos, y sobre todo por su lenguaje, que además de la edición de Madrid, me la reimprimieron inmediatamente a hurtadillas, o como dicen, me la contrahicieron a un mismo tiempo en Málaga y en Barcelona, 1798.

     En seguida publiqué las Odas de Horacio con un comentario crítico en castellano, y el Ensayo de traducciones, comprendiendo varios trozos de Tácito y de Salustio. Conseguí traducir la Germanía, estrechando todavía el laconismo del original, sin que a mi parecer desmereciese un átomo su empuje y despejo. Clemencín vertió ancha y fríamente el Agrícola y algún trocillo suelto de los que van al fin del libro; lo demás todo es absolutamente mío, siendo yo auxiliado, y no auxiliar, como se dijo equivocadamente en el bosquejo que, acerca del citado Clemencín, trajeron los papeles públicos. Estas dos obras, de mucho más trabajo y trascendencia que la Serafina, aunque se fueron despachando, no merecieron grande acogida, a lo menos por el pronto. Después se ha buscado el Tácito con ahínco, y habiéndose hace muchos años apurado la impresión en las librerías, no hemos tratado de reimprimirlo.

     Volvime con un amigo a Zaragoza, y publicándose allí un semanario bastante apreciable, suministré varios trozos sueltos, y mi versión de la introducción de Tucidides que guardaba desde Cartagena. Entretanto iba trabajando algunos aumentos para la Serafina, y compuse dos comedias originales en verso, el Calavera y la Mujer Varonil. En la primera opinaron los amigos que el carácter principal estaba recargado, y que era más bien de un malvado que de un tronera. La segunda les pareció que carecía de pujanza en sus móviles dramáticos, y que así, a pesar de la soltura y rapidez de la versificación, era aventurado el éxito de entrambas. Con esto, aunque las imprimí el año siguiente 1800, y se vendieron, no practiqué diligencia alguna para su representación.

     Publiqué también por entonces mi tercer cuadernito de Poesías, las cuales lograron más acogida que las anteriores. Tenían tres particularidades notables, a saber, la traducción de una oda de Horacio, Non ebur etc., en igual número de versos de la propia medida que los del original; esto es, de 7 y 11 sílabas, y expresando por ápices los conceptos y matices de aquel autor peregrino; en 2º lugar una zarzuela intitulada La Presumida, quizá más apreciable que las comedias, y sobre todo una oda a Bonaparte por su llegada de Egipto, la cual se puso en La Década, que era a la sazón el mejor periódico literario de París.

     Por entonces, contra el torrente de mis superiores y compañeros, me separé totalmente de la Marina, y quedé reducido a la tristísima situación de un literato desvalido y menesteroso.

     Sabido es que en aquella época Godoy era el verdadero soberano de la nación, y a su serrallo acudían ansiosamente damas y galanes, en busca de oro, de timbres, y realmente de oprobio. Los literatos eran los más rendidos, y por de contado los más mentirosos y más desmedidos en sus humaredas de incienso. Estos mismos, fuera del alcázar de la corrupción, se consideraban unos Apolos, y estaban mal-avenidos con quien ni pisaba jamás los umbrales de la vileza (como se lo he dicho en otros términos al mismo Godoy en París); y por otra parte miraba todos sus ingenios y sus abortos con el sumo menosprecio que se merecían.

     Estrechado por mis escaseces, determiné hacer oposición a la cátedra de Retórica que se hallaba vacante en S. Isidro, y apenas me había alistado entre los aspirantes u opositores, ocurrió una novedad inesperada. La sociedad cantábrica, que tenía una Diputación en Madrid, cuyo Presidente era el Duque del Infantado, trató de plantear en las montañas de Santander un Seminario parecido al de Vergara, y sin mediar solicitud ni insinuación mía, ni tener apenas noticia del proyecto, se me brindó con la Cátedra de Humanidades y la Dirección interina, señalándome la dotación de 10.000 reales, casa, mantenimiento, lavandera y correo pagado. Admití, como se deja suponer, la oferta, y se dispuso inmediatamente el viaje.

     Salí en un coche que aprontó la Diputación, en compañía de dos o tres dependientes del establecimiento. Llegado al lugar de Comillas, que era el sitio donde se debía colocar el centro de la instrucción montañesa, vi el edificio (costeado con profusión por un Arzobispo de Lima, natural de aquel pueblo), todo de piedra, pero sin la capacidad ni la distribución competente para objeto tan grandioso. Dispuse algunas obras; arreglé mi vivienda y las oficinas más urgentes, y en seguida me entronicé en aquel alcázar enriscado y solitario.

     Desde luego eché a ver, y manifesté a la Diputación de Madrid, que, como se dice comúnmente, había ajustado sus cuentas sin la huéspeda, pues los fondos con que había contado eran escasos y contingentes. Con esto se iban pasando los meses, sin que se pudiera intentar la apertura, ni se saliese del embrión de seminario que se formó a mi llegada. Tenía dispuesto mi discurso inaugural, que después se publicó en el Mercurio con este título: Del influjo de las Artes y las Ciencias en el espíritu.

     Es de advertir que en el mismo año de 1802, poco antes de mi salida, había publicado en Madrid la segunda edición de la Serafina muy aumentada, que tuvo todavía más aceptación que la primera. Con este motivo dediqué mi vagar a darle nuevos aumentos, haciéndola ya un libro considerable. Con esta ocupación y las distracciones fútiles de jugar a la pelota y pasear por la marina, se trampeaba el tiempo, yéndome también a Santander, pueblo apreciable, donde había compañeros y amigos y señoras de excelente trato.

     Ocurrió que el Obispo, llamado D. Rafael Luarca, era una especie de asturiano tontiloco, que solía poner sus decretos en coplas ridículas y estrafalarias, y siendo ya de antemano enemiguísimo del establecimiento, apenas entendió que el director era autor de novelas, le declaró la guerra a fuego y sangre, y suponiendo a los empleados una legión de espíritus malignos capitaneados por el mismo Luzbel, no hallaba conjuros ni exorcismos suficientes en todo su repuesto de autores ascéticos, para exterminar aquella plaga infinitamente más execrable que todas las de Faraón. Sin embargo, el coplero mitrado gastó toda su pólvora en salvas, pues como el establecimiento tenía en Madrid protección tan poderosa, le sucedió lo que dice Virgilio de las batallas de los enjambres que se desvanecen con un puñado de tierra. Con efecto, tuvo que enmudecer el vocinglero, y no padecimos la menor incomodidad por su causa.

     Resultó de mis repetidos desengaños el indisponerme con la Diputación, y por último se trató ya de mi desvío y separación total. Por consecuencia de mi retiro, fue a encargarse de la dirección un tal Arguedas, que también había sido Marino, y después de trasladar el seminario al llamado Astillero o Guarnizo, sobre la bahía o ría de Santander, el paradero fue el mismo que yo había predicho, sin quedar en toda la montaña el menor rastro de semejante establecimiento.

     Había tratado en Santander al ex-Gobernador del consejo, D. Gregorio de la Cuesta, que tan considerablemente y tan desgraciado papel hizo después en la guerra de la independencia; y como pasé placenteramente el verano en Bilbao, disfruté la amena tertulia de nuestro célebre y sabio, aunque un tanto pedantesco, general Mazarredo, a la cual concurría el ex-Ministro instruido y despejado, pero erguido y campanudo, Urquijo.

     Vuelto a Zaragoza, me concentré más y más en mis estudios, y por entonces vine a idear mi Poema inmenso de las Estaciones, que me ha costado veinte años de trabajo. No es de extrañar mi constancia en la aplicación, pues desde la primera vez que fui a Francia se robusteció mi temperamento, de modo que apenas he padecido enfermedades ni achaques de consideración, ni aun indisposiciones de menor cuantía, gracias en gran parte a mi régimen sencillo, sobrio e invariable.

     Volví a Madrid por la primavera de 1804, y hacia el fin del año, habiendo ocurrido el glorioso aunque desgraciado combate de Trafalgar, compuse en breves días una especie de poema histórico que mereció la aceptación más extraordinaria. Se publicó por la tarde, y aquella misma noche se despacharon ya un sin número de ejemplares, y al segundo día hubo que reimprimirlo. Se repitió hasta tercera edición, y me lo reimprimieron también al mismo tiempo en Cartagena y en Cádiz, y aun no sé si en algunas partes de América. Salieron al mismo asunto otras varias composiciones, todas despreciables, menos la de Doña Rosa Gálvez, que me pareció muy digna del malogrado heroísmo de mis incomparables compañeros.

     Publiqué luego el elogio de nuestro general Gravina, que murió de resultas del combate, y aquella obrita, muy bien acogida, en especial por el trozo de la retirada de Tolón, y la descripción de Argel, me confirmó en el concepto que ya anteriormente me tenía granjeado de prosista castizo, fluido y armonioso.

     Esta opinión se corroboró con la tercera edición de la Serafina muy aumentada, que salió en dos tomitos por el verano de 1807, con muestras de las estaciones y otras Poesías, al fin del segundo. Entonces por fin se procuró dar más interés a la acción y mayor bulto a los caracteres, con el mismo temple y despejo de lenguaje que en la parte publicada anteriormente.

     Ocurrió luego la heroica defensa de Buenos Aires contra el ejército inglés, y se me antojó celebrarla en un Romance Heroico que fue muy bien recibido; y habiendo luego sobrevenido el fallecimiento del inocente y fecundísimo coplero Don Francisco Gregorio de Salas, le tributé mi elogio en prosa, que fue todavía más aplaudido por los infinitos amigos que tenía el difunto, mejor diré, por todo el pueblo.

     Se me trascordó más arriba el referir una ocurrencia literaria de sumo y ridiculísimo bulto, y es del tenor siguiente. Había D. Manuel Quintana dado al teatro su tragedia del Duque de Viseo, y como suele suceder, fueron encontradísimos llamado Alea, que andaba siempre con el incensario en la mano en ademán de ensalzar a todos los literatos (y a mí el primerito), y otro también abate o canónigo por nombre Cladera preciado de crítico y de escritor (aunque mejor podía blasonar de luchador por lo espaldudo y macizo), se juntaron, no sé si de mano armada o por casualidad, en el café de S. Luis. Suscitaron la conversación sobre la tragedia, el astur encareciéndola hasta las nubes, y hollándola el balear sin conmiseración. Acaloráranse en su contienda hasta el extremo de abalanzarse el menguadillo al forzudo, y ensangrentarle de un cachete el plenilunio rostro; acuden dos mozos del café, y acaece en esto que el Marqués de Perales, bestialmente asesinado después por el populacho, se hallaba por casualidad en la calle conversando con dos amigos; y siendo dueño de la casa, al ver a los mozos agarrados a los peleantes, conceptuó que eran dos perillanes empeñados en marcharse sin pagar el gasto que había hecho. Entran el marqués y camaradas, conocen a los campeones, y se salen riendo a carcajada. Desenfureciéndose los héroes, y se marcharon a sus respectivos albergues, mohínos y pesarosos. Medió luego reconciliación, pero quedaron, como sucede en toda disputa, cada cual más aferrado en su desbarro.

     Sobre este asunto peregrino, compuse luego un poema intitulado la Abato-maquia, en seis cantos ligeros, mas no las quise publicar por no apesadumbrar a Quintana, pues algún pasagonzalo había de llevar, y llevaba en efecto, su tragedión en el discurso de la Sátira. Enseñéla únicamente a Tapia, y después ha desaparecido, sin que pudiera ya tampoco interesar su impresión. Ambos entes se afrancesaron luego; el balear, que tenía por nombre Muñecón en el poema, volvió por fin a su Mallorca, y murió relleno de ostras de canónigo en Palma. El astur, apellidado por mi Jaquetín vivió años en Marsella a cargo de otro afrancesado que dicen lo trató desabridamente, y de resultas parece que se arrojó al Ródano por un despeñadero tan pintoresco, teatral y pintiparado al intento, que, según cuentan, un Inglés, enamoradizo por otro rumbo del que seguimos por acá comúnmente los Iberos, prendado de tan peregrino atractivo, vino adrede y desalado desde Londres, a dar su heroica zambullida, y empozarse para siempre en el halagüeño río.

     Ya que se ha mentado el teatro, diremos dos palabras acerca de la dictadura entronizada en la calle de Foncarral, y casa retirada y comodísima del afamado Moratín, alias Inarco Celenio. Toda la concurrencia recua, piara o como la apellide la avinagrada sátira, tributaba rendido acatamiento a los partos, palabrillas sueltas, y aun misterios recónditos del Ingenio de los Ingenios; pues todos los demás no venían a ser sino unos enanillos que ni habían saludado las musas, ni el castellano. Por mi parte, menospreciando semejantes exclusivas, siempre manifesté mi dictamen, reducido a que el mérito moratinesco se cifra en su Sátira contra los vicios de la Poesía castellana, y aun aquella debiera estrecharse al tercio de su extensión. Sus comedias para mí carecen absolutamente de imaginación, siendo todas y en especial el Barón, unos sainetes largos, salpicados de dichitos más o menos oportunos, que solía ir a recoger entre las verduleras, como lo he presenciado yo mismo. ¡Y este es nuestro Moliere! ¡Ojalá que lo fuera, y que vinieran otros a echar, no la hoz, sino la guadaña en la inmensa campiña de mies que está a la vista, y que se menosprecia por ir en pos de la irracionalidad romántica!

     Como quiera, el blanco a quien solían acertar sus tiros los moratineros era Cienfuegos, quien a la verdad les franqueaba anchuroso campo con sus desentonos estrambóticos sus requiebros pueriles a una Señora y su lenguaje ramplón bronco y enigmático.

     Volviendo a mi historia, tuve la ocurrencia de publicar un Método nuevo y económico para limpiar canales, etc., con una lámina y su explicación de la máquina que acababa de inventar. Vendióse el folletillo, pero su principal objeto era lograr la Dirección del canal de Aragón que pretendí con todo ahínco. Fui al Escorial con una carta de encarecida recomendación del Duque de Frías, se la presenté al ministro Cevallos, quien tuvo a bien posponerme a otro que fue preciso retirar al instante, y mucho después en el año 21, hallándome con Cevallos en una tertulia de Madrid, se mostró abochornado de la preferencia que diera a su favorecido.

     Al tiempo de publicar mi tercera edición de la Serafina, me hallaba yo en Madrid en situación muy diversa de la vez pasada. Bien quisto entre las gentes, con millares de relaciones en todas las clases, disfrutaba a mi albedrío la tertulia y mesa de las casas más principales; pero se estaba ya fraguando la tormenta que debía trastornar muy pronto la nación entera.

     Había entrado ya en España parte del ejército francés que aparentaba ir de paso a la conquista de Portugal, y habiéndonos reunido varios amigos en la Puerta del Sol para oír la noche de San Carlos del año de 1807 las músicas de la retreta, dije a todos; despidámonos de oír más músicas por este día, pues el año que viene ofrecerá el país muy diverso semblante. Algunos extrañaron este arranque siniestro, pero los más se arrimaron a mi dictamen.

     Entretanto disponiendo a mi albedrío, por mis infinitas conexiones, de cuantos libros había en Madrid, seguía con mis tareas; pero es de advertir que si bien celebré en la Oda que se reimprimió en París, las glorias de Bonaparte, desde el punto en que tan atroz y aun cobardemente volcó y se apropió el gobierno, a pesar de su talento, travesura y arrojos, le miré ya siempre con encono y detestación. El sandio Godoy, deslumbrado con los brindis regios u alevosos del Corzo, se dejó adormecer torpísimamente, y al ver luego sobre sí la tempestad, se mostró yerto y desvalido.

     Sobrevino el arrebato de Aranjuez, y saliendo del rollo de estera, fue luego rescatado del cadalso por los amaños venales de Murat. Subió Fernando 7.º al trono, y yo canté su llegada a Madrid en un Romance Heroico que se reimprimió inmediatamente. A poco de su salida para Bayona, presenté a la junta de Gobierno que había dejado presidida por el Infante D. Antonio, un plan de defensa contra los Franceses, reducido a formar en las montañas de Santander un ejército de tropas ligeras, y flanqueando al enemigo, practicar sistemática e incontrastablemente lo mismo que hizo después la nación a bulto, y logró por este medio su salvación.

     El plan mereció la aprobación de la junta, pero luego que el Bailío Gil de Lemus, Ministro de Marina, por cuyo conducto lo había presentado, me dijo que el Ministro de Guerra Ofaril había cargado con él bajo el pretexto de meditarlo, como correspondiente a su Secretaría; contesté al Bailío que mi papel no parecería más, como sucedió puntualísimamente.

     Es de advertir que la noche del 30 de abril tuve una conversación larguísima, en el café de la Fontana, con ínclito D. Pedro Velarde, cuya familia había yo tratado íntimamente en Santander. Nuestro coloquio se redujo todo a los intentos alevosos de los Franceses y a los medios que nos sobraban para contrastarlos. Velarde se me mostró acaloradísimo, y entrambos nos separamos persuadidos a que la explosión iba a estallar muy en breve.

     La mañana siguiente, 1º de mayo, subía la francesada de ostentar su boato en el Prado, y hallándome yo en la Puerta del Sol, al asomar Murat todo terciopelado y engalanado, vestido de mojiganga, se oyó un silbido agudísimo hacia la embocadura de la calle de la Montera. Volvió repentinamente la cabeza el Corifeo de la comparsa, y como no advirtió novedad en el gentío, siguió sin darse por entendido.

     Desde aquel punto dí la conmoción por inevitable; y así la mañana siguiente (el 2) redoblé mi ahínco en lo que solía practicar todas las madrugadas, y era aplicar el oído cuidadosamente a escuchar las voces acostumbradas de venta de comestibles. Oí pues aquel mismo día 2 los gritos de las Foncarraleras y sus semejantes, por donde inferí que no había asomo de novedad.

     Vestime despacio, y habiendo ido a la Administración del correo a ver si había llegado el parte que se esperaba con ansia, como no había parecido, me salí a la Puerta del Sol, y reparé que la saeta del Buen Suceso señalaba las diez menos cuarto. En aquel punto recapacité que mi amigo D. Manuel Jáuregui, Capitán de Guardias Españolas, se hallaba de guardia en Palacio, y me podría introducir para ver de acalorar al Infante D. Antonio, como lo había hecho con el Bailío Gil, Ministro de Marina... cuando al asomar al arco de la plaza de Palacio, reparo que las dos compañías de la guardia se repartían en piquetes, sin duda para reforzar las centinelas.

     En esto asoma mi amiga la Condesa de Jiraldeli, dama de Palacio, y me grita ¿a dónde va usted M. de F. si hay un alboroto tan grande? -¿Y por qué es el alboroto? le dije -Porque los Franceses, me contestó, se quieren llevar al Infante D. Francisco -Pues yo he de ver en lo que para, le repliqué, y la dejé marchar toda azorada y congojosa.

     En esto se aparece una mujer de 25 a 30 años, alta, bien parecida, y tremolando un pañuelo blanco, se pone a gritar descompasadamente armas, armas, y todo el pueblo repitió la voz, yendo continuamente a más el enfurecimiento general. Los cocheros y lacayos de la casa Real clamaban más que todos, pero ninguno se movía, a pesar de que un cerrajero que se apareció allí como por encantamento, pertrechado de su herramienta, se ofreció a mi propuesta, a descerrajar la armería que teníamos encima.

     Vista la cobardía de los Tosilos regios, regresé hacia el interior del pueblo. La guardia del tesoro, que era aquel día de Walones, estaba ya sobre las armas; y en la otra puerta el Relator Benito, amigo mío, encargaba a voces y con suma eficacia a los porteros, fuesen para el trance que amagaba a llamar los Consejeros de Castilla que faltaban: ¡buen refuerzo! En vez de seguir por la calle Mayor, tomé no sé por qué causa la del Sacramento, y en Puerta Cerrada, los alhameles, o mozos de cordel gritaban ¡traición en España! Eso no ca... y marchaban a pasos larguísimos en busca del peligro.

     En la calle Imperial vi varios soldados franceses que se guarecían en la Iglesia de Santa Cruz; no sé cual suerte les cabría después. En la calle de la Cruz las mujeres andaban tan desatinadas que se querían meter por las rejas, sin acertar con las puertas de las casas. No estaba tan conmovida la de Alcalá; hice alto en el lomo para observar a los Franceses cuya caballería se iba ya poniendo en movimiento hacia la Cibeles. Oíanse entre tanto tiros por todas partes y mi plan era acudir al cuartel de Guardias Españolas, por si se armaban paisanos, mandar algún cuerpo de ellos, embebido en el batallón pero al llegar a la inmediación, supe que en efecto habían repartido como dos mil fusiles al paisanaje, y que al salir el batallón, su Comandante Marimón lo había detenido, esperando la orden del Infante D. Antonio, que vino en efecto para estar sobre las armas y no moverse. Como no salieron los Guardias Españoles, tampoco se apartaron de sus cuarteles los Walones, ni los demás cuerpos de la guarnición.

     Entretanto las señoras, además de tener preparadas sus macetas o floreros, iban acercando sus muebles a los balcones para tirarlo todo a la cabeza a los Franceses, con lo cual su caballería quedaba absolutamente imposibilitada de obrar, y su infantería iba a perecer a manos del paisanaje y de la guarnición. Pero este triunfo momentáneo nos cegaba a todos, como se dirá después, y no podía menos de acarrear una catástrofe, pues el enemigo irritado entraría luego a sangre y fuego en el pueblo.

     Como ya mi ida al cuartel de Guardias no tenía objeto, me marché a casa de un primer teniente del mismo cuerpo, que vivía en la calle de Foncarral, junto al hospicio.

     Desde los balcones estuvimos viendo los batallones enemigos que entraban por la puerta de Santa Bárbara y se encaminaban a paso redoblado, repartiendo balazos, de que también participamos, hacia la calle de la Palma. Oíanse muy cerca descargas de fusilería y cañonazos, y jamás nos ocurrió ni supimos hasta la tarde, que la refriega era en el Parque de Artillería, donde se estaban sacrificando los famosos héroes Velarde y Daoiz. Al retirarme a comer, encontré la gente de mi casa toda despavorida, creyendo que había yo sido una de las víctimas. Había cesado el fuego, y por la tarde se me encasquetó la curiosidad temeraria de ir a reconocer las fuerzas de los Franceses por los altos de Santa Bárbara. Al llegar a la puerta, me detuvo la guardia ya francesa, vino el oficial, y como le hablé en su idioma, me dejó pasar no sin dificultad, manifestándole al mismo tiempo que mi ánimo era volver al pueblo. Sin duda fui yo el único Español que salió aquel día de Madrid; pero en fin me adelanté lo suficiente par descubrir en el campo de los Guardias y en la dehesa de la villa, tres columnas poderosas, dos de infantería y una de caballería, por donde eché de ver el desvarío de la resistencia que se había intentado por la mañana.

     Durante mi expedición, estuve oyendo tiros sueltos, y creyendo terminado ya el trance, y creyendo terminado ya el trance, no atinaba con la causa de aquella novedad. Vuelto al pueblo, supe la matanza que se hacia de Españoles indefensos a la salida del Retiro; mas no paró en esto mi amargura, sino que se nos aseguró que un D. Manuel Cabello, empleado en la lotería, y patriota muy acalorado, estaba preso en el principal, e iba a ser una de las víctimas. Era uno de nuestros contertulios, y no se podía perder un momento; por tanto un oficial de Guardias y yo nos determinamos a presentarnos y salvar al amigo a todo trance. Trepando por entre la tropa de todas armas y las piezas de artillería a duras penas, hablamos en francés con el Comandante, logramos nuestro intento, y nos trajimos en triunfo al rescatado.

     En cuanto al número de las víctimas, como se habló con tanta variedad, no me atrevo a fijarlo, pero sí me afirmo nuevamente en que fue muy acertado el conato de la junta de Gobierno y del Consejo Supremo en contener al pueblo, y hacer que cesasen las hostilidades, pues sin esta providencia es innegable que Madrid hubiera inundado en sangre.

     En esto yo me hallaba sumamente comprometido. Acababa de publicar una sátira contra Godoy, que les suponía poquísimo a los enemigos; pero este disparo fue luego seguido por otro contra Bonaparte, y el tal pecadazo era seguramente mucho más nefando para sus satélites que todos los de Sodoma y Gomorra. Tratamos pues tres Aragoneses de ponernos inmediatamente en camino para Zaragoza.

     El problema luego quedó resuelto en punto a la teórica, pero en cuanto a la práctica, encerraba gravísimas dificultades. El enemigo era dueño de las puertas, y nadie salía sin pasaporte del general, o más bien bajá, que ejercía la autoridad militar. Mis compañeros se amañaron para pertrecharse de documento; yo no quise absolutamente rendir este acatamiento a los tiranos, y dije que uno de los otros me sacase en calidad de criado. Vencido este atranque, restaba otro mayor, que era el de la carencia total de carruajes y aun de caballerías, no hallándose ni siquiera un humilde jumento.

     El 4 hacia medio día, estábamos los tres en lo algo de la calle de Alcalá, desojándonos por ver si asomaba algún medio, y cuando nos considerábamos absolutamente desahuciados, se aparece por la puerta de Alcalá un coche de colleras. A impulsos de nuestra corazonada, nos abalanzamos a él, y vimos que era de Huesca, y su mayoral muy conocido de uno de los compañeros. Parece que había llevado una enferma a Trillo, y venía en busca de viaje; le hicimos dar la vuelta allí mismo, dejando el ajuste para el camino, y recogiendo un poquillo de equipaje que teníamos en la posada inmediata, nos pusimos en marcha. La guardia de la puerta de Alcalá se abrió en ala para dejarnos pasar sin pedir pasaporte, ni hacer demostración alguna hostil, y como los Franceses no pasaban de la venta del Espíritu Santo, donde tampoco hubo tropiezo, paramos en Canillejas a una legua de Madrid; comió el ganado que estaba ayuno, y nosotros igualmente que tampoco andábamos muy hartos, y allí se despotricó descerrajadamente contra la gabachina, dando principio a la predicación patriota y de alborota-pueblos que no cesó en todo el camino.

     Llegados a Zaragoza, encontramos ya los ánimos muy inflamados, y los fogueamos más y más con la relación individual de los hechos, poniendo siempre por corona o ramillete, la atrocidad infernal de que a cuatro esquiladores aragoneses que salían del Retiro, solo porque llevaban sus tijeras, como lo hacen siempre, los habían también ejecutado, esto es, asesinado en el acto.

     Es de saber que el 2 de mayo, el jaquetón Murat, ateniéndose alm sistema de D. Quijote en la aventura del rebuzno, con aquello de que es de varones prudentes el guardarse para mejor ocasión, al primer estruendo del alboroto, tuvo a bien poner pies en polvorosa, y guarecido de un gran cuerpo de caballería, corrió a encastillarse en la Moncloa, quinta de la Duquesa de Alba, cerca de los montes del Pardo.

     Aplacada la tormenta, acudió a Madrid con altanera soberanía para sacrificar al pundonoroso Cienfuegos y demás patriotas indefensos. Hacíamos volar estas especies por Zaragoza, y así iban ya sonando por el gentío las voces de muera Murat, y sus semejantes, con algunas mucho más sucias y acaloradas.

     Por fin el 25 de mayo llegó el correo que traía el cohete incendiario, u a la Congreve, quiero decir, el notición de las renuncias en Bayona, y el nombramiento del fugitivo Eneas, del héroe de la Mancha, para la lugartenencia general de la Monarquía.

     Desde muy por la madrugada se fueron agolpando corrillos frente al Palacio del general Glilleumi, que estaba cerca de mi casa; y a eso de las diez, habiéndose reforzado en gran manera, subieron hasta su vivienda, y sin usar de rodeos, le pidieron armas para defenderse de los Franceses. Es de saber que a la sazón no había en la ciudad ni en Aragón una sola compañía de soldados, excepto los miñones, que, como se sabe, no son tropa de línea, y se reducían a unos 200 hombres.

     El General contestó que carecía de medio y sobre todo de órdenes. Los demandantes replicaron si las esperaba de Murat, actual soberano de la nación, y que estas serían de aherrojarlos a todos. El paradero de la contienda fue prender al mismo Guillelmi, y cercado de gente armada, lo vi pasar con bastante serenidad por debajo de mi balcón, camino del castillo de la Aljafería, donde le dejaron encerrado.

     Ya se habían descargado del superior que se oponía aferradamente a sus miras, pero ¿quién se encargaba del mando en circunstancias tan azarosas? Brindaron con él a Cornel, que había sido ministro de la guerra, al Conde de Sástago y a otros; todos se estremecieron a semejante propuesta, y se negaron con desesperados extremos a tan arriesgado trance.

     Los desalados vecinos andaban de calle en calle con las armas en la mano, buscando ansiosamente, y sin cometer el menor exceso, un oficial aragonés que se dignase empuñar el bastón. En esto, a la hora de la siesta del 26, asomaron en mi casa dos clérigos de la Iglesia de San Miguel, y me dijeron que se había pensado en mí para general; y que si yo aceptaba la propuesta, vendrían luego los labradores de su parroquia armados para aclamarme y escoltarme a la Audiencia para solemnizar mi nombramiento. Contestéles con las mismas veras que me manifestaban, que habiendo presenciado las atrocidades de los ya enemigos en Madrid, estaba pronto a sacrificarme por la causa nacional; pero que me constaba de ciencia cierra haber ido varios mozos de la clase media en busca de Palafox, que se hallaba en la torre de Alfranca, recién venido de Bayona, que por mi cuenta debía llegar aquella misma noche, y cuando no, la mañana siguiente se tomaría el partido que se juzgase más acertado.

     Vino en efecto aquella noche Palafox, le vi la madrugada inmediata; y dígase cuanto se quiera de la resistencia que opuso al principio, lo cierto es que admitió el mando, y con este arriesgadísimo arrojo, reunió los ánimos, concentró las providencias y las operaciones, e hizo un servicio señaladísimo a la patria.

     El entusiasmo general rayaba en frenesí. Se alistaron facilísimamente los batallones, las compañías se solían formar por gremios u oficios, y la de albañiles en especial, encerrándose en la plaza de toros, rehusaba todo género de respiro en larguísimas horas; de modo que en el término de una semana se habilitó perfectamente en el manejo del arma y en los principales movimientos del ejército. Pero se padecía suma escasez de oficiales, y este vacío no se suplía con la excelente voluntad de los más cabales en miembros y en potencias.

     Extendí desde luego un plan de operaciones, encargando particularísimamente no se presentasen nuestros reclutas a la caballería enemiga, que ya estaba en marcha, y que forzosamente los había de arrollar. Llevé mi escrito al general con todo estudio a la hora de hallarle en la mesa, y recomendé a cuantos le rodeaban se tuviese muy presente su contenido. Así lo ofrecieron todos, pero luego trascordaron su palabra en el acto de su ejecución.

     Llegaron nuestras avanzadas hasta Tudela; vinieron los enemigos y las dispersaron al vuelo, haciendo luego otro tanto con nuestros cuerpos bisoños en Aragón, de modo que sin un destacamento de voluntarios de Aragón que milagrosamente se apareció aquellos días, a las órdenes de mi íntimo amigo y bizarrísimo oficial D. Pedro Gasca, que guarecido de unas tapias a las orillas del canal, con sus oportunas descargas contuvo al enemigo, aquella misma tarde se apodera este de la ciudad absolutamente desprevenida.

     Se presentó el día siguiente, y aun se internaron algunos soldados por las calles, mas perecieron casi todos, y los demás fueron rechazados. Entonces se acudió a formar una especie de reductillos o baterías por las puertas con ramaje, sacos a tierra, en fin como se pudo, pero sin resguardar la tapia larga y bajísima del Carmen y Convalecientes, como que todo pertenecía a una ciudad cercada de paseos amenísimos sin el más remoto viso de plaza militar, y careciendo de tropas y de fortificación, no le quedaba más recurso que oponer como dice Arriaza:

     Brazos de hierro y pechos de diamante; cual lo practicaron en efecto sus ínclitos moradores.

     Ocurriome aquel mismo día 11 de junio subir a la torre nueva para observar a los enemigos, y casualmente tuvo en aquel punto el mismo pensamiento el Comandante de Artillería, y desde luego convinimos en la necesidad indispensable de que se estableciese allí mismo una especie de atalaya, para otear de continuo las operaciones de los Franceses, y como el otro tenía que acudir a las urgencias de su ramo, me suplicó que me encargase de aquel destino. Como faltaba el General, y no vino hasta pasado algún tiempo, fue preciso participar aquella determinación a su hermano el Marqués de Lazán, que ejercía el mando, quien la aprobó altamente.

     Mi amiga la condesa de Bureta tenía su casa en la inmediación, subió a visitarme brindándome con los excelentes anteojos que heredó de su padre, muerto de Teniente General hacía algún tiempo. Por este medio atalayaba a mi satisfacción al enemigo, y así en mis partes solía especificar el número cabal de tropa, y el calibre y la calidad de las piezas que se ponían en movimiento, para sus ataques o expediciones.

     Como los Franceses se habían apoderado, por los ardides vil y soezmente bonapartescos que son bien notorios de la ciudadela y plaza de Pamplona, tenían expedita la carretera de Navarra para enviar cuantos refuerzos necesitaban a Lefebvre, sobrino del Mariscal, que era el encargado del sitio. Con este motivo sus movimientos eran incesantes, y así Martínez de la Rosa estuvo muy escasamente informado, cuando dice que los enemigos dieron a la ciudad hasta seis ataques. Pobréale sobremanera el incensario al panegirista, repartiendo por toda la duración del sitio el número de acciones que solía haber en un solo día; y así aun cuando añadiera un cero a su escasillo guarismo, no alcanzaría a expresar la verdad, pues en efecto fueron más de 60 los avances o refriegas que se empeñaron en los dos meses que duró la contienda.

     Apenas sonaba el eco de arrebato en mi Torre nueva, todo el vecindario abandonaba sus faenas, y volando al Coso para informarse del rumbo que traía el enemigo, se abalanzaba en riada al punto amenazado, y no volvía a sus hogares sino triunfante y satisfecho. Las mujeres, hechas unas furias infernales, clamaban por metralla, y en cuajando sus canastos iban a carrera a llevarla en persona a las baterías, aguijoneando y tal vez avergonzado a los hombres que las servían. Las señoras principales solían ir también a repartir personalmente la comida a los artilleros; quienes con estas demostraciones enloquecían de entusiasmo.

     Cierto papel u obra ha salido últimamente a luz titulándose, Historia de los sitios de Zaragoza, cuyo resultado primoroso es nublar las glorias aventar el prestigio que tan excelsas hazañas dilataron por el orbe, pero el heroísmo de mis Zaragozanos, a pesar de los escritores que por malicia o por torpeza, vinieron al parecer a marchitarla, descollará con nuevos auges de esplendor y de patriotismo hasta la consumación de los siglos.

     Llegó el regimiento de Extremadura casi en cuadro, pero su bizarra oficialidad fue de suma importancia para completar y habilitar el cuerpo y desempeñar el servicio con todo esmero y valentía.

     A primeros de julio asomó un oficial de Marina que quiso encargarse de la Comandancia de la atalaya, con lo cual pude complacer al General, en ir absolutamente solo a reconocer el estado de nuestra raya con Francia por la parte confinante a Cataluña, de donde no se tenía en Zaragoza la menor noticia.

     El 11 de julio salí con dos señoras que iban a Huesca, en un carrito cubierto, que no parece llamó la atención a los enemigos, que ya habían pasado el Ebro, e infestaban su izquierda con partidas de caballería. Anduve el Pirineo, y aunque había algún amaguillo, no se había formalizado expedición alguna de consideración; pero como faltaba pólvora a nuestra escasa línea, se providenció lo necesario para municionarla. Tomé conocimiento del estado y urgencias de Venasque, y bajé a Monzón que estaba también comprendido en mis credenciales, y traté de dar luego la vuelta.

     Durante mi ausencia ocurrió la catástrofe de Falcó y de Pesino, y el 4 de agosto fue la memorable entrada de los enemigos en la ciudad, cuyos habitantes, en especial los de las parroquias de San Miguel y de la Magdalena, acabaron completamente con la columna formidable de granaderos que ocupaba el Coso, y desde entonces los Franceses desahuciados de apoderarse del pueblo, y teniendo a la espalda por otra parte al Conde del Montijo con las tropas de Valencia, trataron de levantar el sitio, como lo verificaron atropelladamente la noche del 13 al 14 del mismo agosto.

     Con esta novedad, siendo ya infructuosa mi presencia en Zaragoza, me detuve en casa algún tiempo hasta que dispuse mi viaje para Madrid.

     Los patriotas ardientes se mostraban desesperados de que el ejército vencedor de Bailen no marchase a todo trance en pos del enemigo hasta Burdeos, antes que tuviera lugar para rehacerse, y casi llevando él mismo la noticia de tan memorable triunfo. Los ramplones al contrario, suponiendo a Bonaparte tan pausado como ellos mismos, se reían de la venida de las legiones del Vístula, dando por terminada la guerra para siempre.

     No bien había cesado la risa de estos mentecatos, cuando asoman las divisiones del norte, derrotan o más bien avientan nuestro ejército en Tudela, y se aparecen casi a las puertas de la capital, en Somosierra.

     Rota aquella línea, como suele suceder con todas, el hervidero fue sumo en Madrid, y los jefes hechos cargo de la imposibilidad de la defensa, aparentaron una intentona de resistencia, por condescender con el ímpetu del pueblo, que abría zanjas y arrastraba artillería con un entusiasmo verdaderamente zaragozano.

     Los primeros cuerpos asomaron y fueron rechazados el 3 de diciembre, y en aquella tarde subiendo a la media naranja del Carmen descalzo, descubrí como 15 ó 16 mil hombres, pero se iban apareciendo piquetes de otros cuerpos, de donde inferí que la mañana siguiente serían hasta 40 mil, como se verificó. Por la noche dije a los amigos en el café de la Fontana, que a la madrugada se perdería el Retiro por su dilatada, débil e indefensa cerca, como sucedió igualmente.

     Se trató el 4 de capitulación, y pasaron el Gobernador Morla y el Camarista de Indias D. Bernardo Iriarte, hermano del Poeta, a hacer proposiciones a Bonaparte, que se hallaba a una legua, en Chamartín, hospedado en el Palacio de la Duquesa del Infantado. Entraron los comisionados, pero el árbitro de nuestra suerte seguía paseandose sin hacer alto en ellos, hasta que Iriarte, según me contó él mismo la mañana siguiente, se encaró con él, y le dijo en francés que como hermano de D. Domingo, que había ajustado la paz de Basilea, iba de parte del pueblo de Madrid con el encargo de hacerle proposiciones de paz. Paróse el altanero vencedor, y le preguntó cuales eran sus pretensiones; y sabido que se reducían a que respetase vidas y haciendas, corriente, respondió; con tal que otra vez no se dejase el pueblo alucinar por los frailes -los frailes, le contestó Iriarte, no han intervenido en este asunto- sí tal, replicó al instante, pero no me ha de quedar uno a vida.

     Entraron los Franceses, desatendieron, como siempre, la capitulación, y empezaron a prender y enviar patriotas a Francia. Los Marinos estuvimos citados a la dehesa de los Guardias, y desde allí era fácil el tomar cada cual el rumbo que le acomodase; pero todos volvimos al pueblo, y quedamos por supuesto prisioneros. Últimamente yo no había publicado más que un himno para las tropas de Aragón, pero mis opiniones y mi conducta en Zaragoza y aun en Madrid eran bien notorias, y así mi temeridad en permanecer teniendo mil proporciones para irme a Andalucía, fue casi increíble. Sin embargo, ido ya Bonaparte, y descargada en gran parte la Castilla de sus tropas, sabía yo que el ejército de Extremadura se iba organizando con grandísimos aumentos a las órdenes del General Cuesta, a quien había tratado íntimamente en Santander, y mi plan era recoger todos los datos posibles acerca del estado de Madrid y sus inmediaciones, para ir luego a incorporarme en su Estado Mayor, y entrar, si era dable, triunfantes en la Capital.

     Sobrevino en esto, después de estar ya casi ganada la batalla, la vergonzosa derrota de Medellín por la huida de los tres regimientos de caballería en nuestra izquierda, arrollando a todo el Estado Mayor y al mismo General en Jefe, que acudieron a detenerlos, y así descubierto nuestro costado, y no habiendo retén, o cuerpo de reserva, unos cuantos escuadrones enemigos fueron degollando a su salvo nuestra indefensa y bisoña infantería; ¡y este balón ocurrió en la cuna del primer guerrero del orbe, de todo un Hernán Cortés!

     Con esta deplorable novedad, y rendida ya Zaragoza, tras mil padecimientos y dos mil prodigios de heroísmo, fue fácil agenciar un pasaporte para esta ciudad, y saliendo en compañía de mi íntimo D. Eugenio Tapia sin recelo alguno, al llegar a Alcalá, nos desviamos de la carretera para internarnos por la derecha en la Alcarria.

     Aquella tarde llegamos al pueblo de Anchuelo, para donde llevaba yo recomendación poderosa, y luego yendo de paseo por las inmediaciones del lavadero, oímos a las lozanas Alcarreñas entonar coplas contra José Botella y demás gabachería. Este canto, a la sazón superior al de las sirenas, halagaba el oído, y reanimaba el espíritu, harto abatido con tantos vaivenes, vuelcos y desconsuelos.

     Tapia se quedó por sus enlaces domésticos en Tarancón, y yo seguí mi derrota sin padecer el menor contratiempo, antes bien recibiéndome en todas partes con particularísimo agasajo. En Hellín, entre las muchas casas que me brindaban con entrañable hospedaje, preferí, como era natural, la de dos compañeros míos, los Salazares, y me detuve en ella ocho días.

     Apenas llegué a Cartagena, donde se hallaba de Gobernador mi antiguo compañero de paseo D. Gabriel Ciscar, que después fue regente del Reino, publiqué en el diario los primores salpimentados de los Franceses en Madrid, con este epígrafe de Virgilio, Ferte citi flammas, etc.

     Por estar más inmediato a mi Aragón, pasé a Valencia, donde empecé a publicar un periódico dos veces a la semana, intitulado el Patriota, cuyos primeros números merecieron grande aplauso; pero habiendo tenido que irse el Impresor a Mallorca, los demás no quisieron orillar las obras que tenían entre manos por la mía, y así fue preciso cesar en mi tarea.

     Entretanto un librero bien conocido me propuso traducirle el Cementerio de la Magdalena, novelucha semi-histórica, para mí de poquísimo mérito, pero apropiada a las circunstancias. Su estilo era desencajado, y así se hacía forzoso decorar un párrafo y luego de memoria verterlo todo en castellano. Aun con este ejercicio tan violento, despaché el primer tomo en cinco días, pero estas mismas despachaderas se le indigestaron al sandio librero, el cual se fundaba en la imposibilidad para él, de un desempeño acertado con tan inaudita rapidez. Desprecié su absurdo reparo, y tardé mucho más tiempo expresamente en el tercero, con lo cual mereció su ridícula aprobación, aunque venían a ser absolutamente iguales. El buen Tapia, que se apareció también por Valencia, propendiendo igualmente por su blandura al dictamen del mercachifle, se encargó del tercero, y el cuarto cupo a una mano totalmente despreciable. Lo cierto es que esta obrilla tan baladí rentó al solícito empresario larguísimas onzas.

     Pasados algunos meses, quiso Suchet hacer una tentativa sobre Valencia, y como se supo luego la cortedad de sus fuerzas, se me antojó ir en busca de Black, el cual se hallaba con su cuartel general en Orihuela, para proponerle el marchar sobre Teruel ejecutivamente y cortar la retirada a los enemigos, rescatando así de un golpe a todo el reino de Aragón.

     Marchéme en efecto, y escribí en Elda una representación, que puse en manos de aquel General, quien me recibió con sumo agrado, celebró en gran manera mi pensamiento, pero me manifestó que, según las instrucciones que acababa de recibir del Gobierno, por ningún título podía desamparar aquellos puntos.

     Viéndome desahuciado de mis esperanzas, y estando ya en aquella cercanía, me marché a Cartagena, donde por un acaso bien extraño vine a fijar mi residencia para toda la guerra, sin poder presumir que sería aquella la única plaza de la Península entera, que ni aun desde larga distancia llegarían a ver los enemigos.

     Entretanto, además de varios papelillos que solía insertar en el diario, publiqué unas Reflexiones sobre el estado de la nación, que se enviaron a Cádiz y merecieron aprecio; luego un folleto intitulado las Cortes y la Regencia con este epígrafe: Stat glacies iners de Horacio; enseguida otro al mismo intento El Ingenuo, luego en Murcia los Nuevos Desengaños; todos escritos político-militares, y por último uno absolutamente militar con el título de Elementos de Táctica superior. Había antes dado a luz un Poemita sobre la libertad de la Imprenta, que acababan de sancionar las Cortes, acompañado de notas.

     También imprimí un sainete, que se representó, intitulado el Egoísta, y como no mereció grande aplauso lo extendí luego en comedia, que se reimprimió en Madrid y tuvo la suerte ruidosa que se dirá a su tiempo.

     Es de advertir que en mis escritos siempre había opinado y repetido que nuestras fuerzas principales debían agolparse sobre el Ebro, tomando la espalda a los enemigos y franqueándoles las provincias meridionales para que se explayasen por ellas a sus anchuras. Mi cálculo era el siguiente: si perdemos una batalla en aquel punto, nos venimos a quedar como estábamos antes; si la ganamos, queda de un solo golpe rescatada la nación entera.

     Riéronse a carcajadas los presumidos de mi propuesta, calificándola de rematado desvarío. En esto vi una mañana por la calle a larga distancia al Gobernador D. Javier Uriarte, y apenas me divisó, a voces casi descompasadas me anunció la victoria de los Arapiles. Deme V. el pasaporte, fue mi contestación. Extraño el arranque, pero yo insistí en mi demanda, diciendo que me iba a Madrid, cuya evacuación era inevitable con aquel triunfo a la espalda, como había opinado siempre.

     Salí con efecto inmediatamente, y entré en Madrid casi al mismo tiempo que los Ingleses. No habiendo otro oficial facultativo nuestro, el Gobernador D. Francisco Diz puso a mi cargo los ramos de ingenieros y de artillería, y el depósito hidrográfico de Marina. Traté luego de continuar mi Patriota empezado en Valencia, y busqué un rodrigón o Cireneo que me agenciase las noticias, y corrigiese pruebas; pero me sirvió poquísimo este auxiliar, porque se me engolfaba en la historia antigua, y escribía de todo menos de cuanto podía contribuir al intento.

     En esto el General Soult, que, como yo había previsto de resultas de la batalla de los Arapiles levantó arrebatadamente el sitio de Cádiz, se encaminó hacia el reino de Murcia, y en vez de ser derrotado en su retaguardia y en todo su ejército, como pudo y debió hacerlo Ballesteros que se hallaba con fuerzas suficientes en Granada, atravesó a sus anchuras la Sierra de Alcaraz o de Segura, cometió sangrientas atrocidades en Chinchilla, se incorporó con el Rey Botella, y gracias a la suma torpeza de Wellington en Burgos, revolvieron juntos sobre Madrid.

     Al acercarse con fuerzas tan superiores fue preciso ponerse en salvo, y al atravesar por la Puerta del Sol en demanda de nuestro carricoche, oyose un estruendo extraordinario. Súpose luego que los Ingleses, por vía de agasajo a su despedida, y sin duda por aversión al nombre de un establecimiento que debía ser privativamente suyo, habían por medio de hornillos, desquiciado, cuarteado e inutilizado la Fábrica de la China, desbocando y estropeando las 64 piezas de artillería que teníamos en el Retiro, y de que me había yo entregado con solemne formalidad. Esta por lo visto era una salva grandiosa que, socolor de inhabilitar a los enemigos, tenían a bien tributar a la alianza entrañable que nos profesaban.

     Marchéme por la carrera de Extremadura, pero calculando que la mansión de los enemigos en la Capital seria muy breve, no quise pasar de Sta. Cruz del Retamar, de donde regresé en efecto a poco más de ocho días, hallando ya expedita y desemponzoñada la margen del Manzanares.

     Desapareció el rodrigón, o auxiliar, y habiendo referido en el primer número del Patriota la lluvia, vuelco y demás quebrantos y mohínas de la escapada, cargó sobre mis hombros un nuevo e intolerable peso. Con la última francesada habían desaparecido jefes, militares, civiles y eclesiásticos, recayendo el mando universal en D. Pedro Baranda, Regidor decano. Fue también de los fugitivos Eneas la bandada exánime de los Gaceteros, que no paró hasta las columnas de Hércules, y a no atajarles el piélago ondisonante, como dice Cienfuegos, es de presumir que volara a encaramarse en el Pico de Tenerife.

     Con este motivo el Monarca accidental Baranda, habiendo como todos acudido a él los empleados en la Imprenta Real, en demanda de un redactor para la Gaceta, envió un portero en busca mía, y al verme entrar exclamó: por Dios saqueme V. de este atolladero -¿y soy yo por ventura algún Sansón o algún Alcides para tales empresas? Pero en fin ¿de qué se trata? Los Gaceteros, me dijo, han desaparecido, y solo V. puede encargarse de la redacción -y si V. es uno de mis suscritores al Patriota, a ver ¿cómo puedo yo faltar a mis comprometidos? -Compóngase V., insistió, yo no tengo otro arbitrio -adelante, le dije por despedida, se saldrá como se pueda.

     Viéndome pues absolutamente solo para la Gaceta y el Patriota, pocos ratos me podían quedar para el sueño, visitas ni diversiones. Como la caridad bien ordenada empieza por sí mismo, a la madrugada disponía ante todo y cumplida y originalmente (pues jamás copiaban un renglón de nadie) mi Patriota y luego a eso de las nueve o las diez iba a la Imprenta Real, traducía o extractaba los periódicos ingleses, arreglaba las demás noticias, y si faltaban materiales extendía allí mismo algún discurso de política o de literatura, numeraba los artículos para su coordinación competente, y entregándolo todo a los regentes del establecimiento, les encargaba avisasen con tiempo si ocurría alguna novedad.

     Ibamos así dando vado a tan trabajosa tarea, cuando merced a la escapada del Lord Wellington hasta la raya de Portugal, revolvieron los enemigos sobre Castilla la Nueva, y fue preciso, según la expresión vulgar, tomar otra vez las de villadiego, dirigiendo el rumbo hacia la Alcarria, para donde me dio eficacísimas recomendaciones mi amigo el Conde de Saceda. Encastillado en su palacio ostentoso del Nuevo Baztan, y habitando por una casualidad bien extraña, la sala que tenía figurados en los azulejos del suelo las estaciones del año, me dediqué a adelantar mi Primavera, que con tantos vaivenes y faenas yacía atrasadísima, como todas mis empresas de consideración.

     Desaparecieron los enemigos, y habiendo acudido los medrosísimos gaceteros a encargarse de su Periódico, pude yo a mi vuelta concentrarme en el mío y darle todo el vuelo de mis alcances. Su aceptación llegó hasta el punto de que hubo ocasión de agolparse el gentío de los compradores, y volcar el mostrador haciendo un tenderete revuelto y lastimoso de los papelillos volantes que lo cuajaban. Se publicaba dos veces a la semana, y cada número solía dejarme en limpio quinientos reales.

     Trasladóse or fin el Gobierno a Madrid, y rebosaron tiendas, esquinas y plazuelas de Periódicos. Luego a la venida de Fernando 7.º se nubló el horizonte con la tormenta que se fraguaba en Valencia. Llegó el Rey a Madrid, y fueron presos y maltratados los individuos más descollantes de las Cortes. Entre ellos el angelical Muñoz Torrero, después obispo de Guadix, que acababa de pasear conmigo por el Prado, fue conducido violentamente como un malhechor a la cárcel de la Corona.

     A mi último regreso a Madrid, había publicado un romancillo de corta extensión, intitulado el Patriota en el Nuevo Baztan, y luego di al teatro y reimprimí mi comedia del Egoísta, pero el arrebato ciego e increíble de los Empecinados atajó las representaciones realzadas con el desempeño del célebre Maiquez, como lo refiero en el Prólogo de la segunda edición, hecha al mismo tiempo de la publicación de mi periódico.

     Es de advertir que en estos escritos, como en todos los míos, puse siempre de manifiesto mi entrañable, y estoy por decir, innato liberalismo, tan ajeno de todo rendimiento, como de los disparos torpes o maliciosos de los descerrajados. Con esta conducta conseguí, como lo tenía previsto, indisponerme con entrambos partidos, y así a los asomos de la persecución, calculé que no habiendo lo que se suponía cuerpo de delito contra mí, en apartándome de la vista, no irían a pesquisarme por los rincones de Aragón; como sucedió en efecto.

     Salí pues para mi casa, donde fui recibido con agrado por mi cuñada, dueña aunque sin hijos de todo el patrimonio, por las barbarísimas leyes del país, llamadas procesos forales. Miraba a veces la alcoba donde nací, me enternecía y exclamaba ¿qué me supone esta mujer por haber estado casada con mi hermano? ¿Deja de ser una advenediza en la casa? Y sin embargo ella manda y dispone, no siendo yo aquí más que mero huésped atenido a las mercedes de la poseedora.

     Es de advertir que esta soberana de mi mansión solariega, despavorida a los asomos del enemigo, se marchó torpemente aconsejada a Lérida, llevándose alhajas, plata y cuanto había más apreciable, y abandonando absolutamente la casa, que fue luego saqueada y convertida en hospital, de donde al mismo tiempo desaparecieron caballerías, carruajes, ajuar de labranza, etc. etc.

     En esta situación mal podía durar nuestra continua inmediación y comensalidad, y así marchándome a Zaragoza, puse mi demanda de alimentos. La demandada, al ver su defensa trabajos, se allanó a un convenio, en que mi generosidad, tan mal agradecida como siempre, le cedió las principales fincas del regadío, contentándome con la posesión de la casa, de la Torre, o Quinta, y de otras heredades apreciables, pero de secano, donde escasean de continuo las lluvias.

     En el saqueo universal desapareció la librería, que era numerosa y de valor, pero como yo traje otra conmigo más apreciable para mí, por ser toda moderna, pronto quedé consolado de aquel descalabro. Para tal cual amenizar mi secatura lugareña, me dediqué con ahínco a mis rezagadísimas Estaciones, y a otras tareas literarias.

     Es de advertir que desde el principio entablé el sistema perniciosísimo para quien se halla rodeado de la villanía habitual, no digo precisamente de mis paisanos, sino de todo ocioso e inculto lugareño; me aferré, digo, en el sistema de no admitir empleo público, donde el Ayuntamiento disfruta considerables regalías, y con esto no solo mi cuñada, que obraba por impulso ajeno, sino entes baladíes y odiosísimos dieron en molestarme con negocios impertinentes que solía yo desgraciar por el sumo menosprecio con que miraba los intentos, sus autores, los viles curiales que los agriaban con sus mañuelas indecentes, etc. etc.

     Pasaba algunas temporadillas en Zaragoza, donde disfrutaba la intimidad del apreciabilísimo D. Martín Garay y de otros amigos más o menos interesantes.

     Tratose de realizar el proyecto tantas veces intentado y nunca puesto en ejecución del Canal de la Litera, que rendiría infinitas más utilidades que el de Zaragoza, pues regaría una inmensidad de terreno fertilísimo y siempre falto de aguas, en el confín de Cataluña y Aragón. Había Garay agenciado caudales de las encomiendas de San Juan, y proponiéndome para director de la empresa, hice tres composiciones que se imprimieron lujosamente en Zaragoza, para enviarlas al famoso Lord Holland, afectísimo a la literatura y nación española, para que nos enviase máquinas conducentes a nuestra empresa, pues hasta la excavación debía, según mis intentos, ejecutarse por maquinaria; pero el ministro Ceballos, al pronto muy propenso al proyecto, no quiso luego aventurar su privanza y ministerio llevando adelante el primer conato, y así quedó todo meramente en habla, como siempre.

     Con estas alternativas se trampeaba el aburrimiento lugareño, cuando sobrevino la novedad del levantamiento de la isla de León y restablecimiento del sistema constitucional.

     Hallábase confinado en mi pueblo el después ruidoso ministro Feliu, a quien desde luego por mi intimidad con la Generala la Marquesa de Lazan proporcioné los ensanches que disfrutó los ños de su destierro, y luego me correspondió en los términos que se verá en su lugar. Había yo por aquel tiempo hecho un viaje a Lérida para visitar a mi amigo D. Francisco del Rey, y habiendo hallado allí una imprenta regular, tuve la ocurrencia de estampar el primer canto de la Primavera, que fui enviando a los amigos de Madrid y de otras partes, y creo que desde aquel punto me encaramé al concepto poético que después generalmente he merecido.

     Proclamado de nuevo el sistema a principios del año de 20, ideé inmediatamente un poema en silva y en cinco cantos intitulado la Constitución, que se imprimió en Zaragoza, pero con tal lentitud, contra mis repetidos encargos, que cuando llegó a publicarse, la nación estaba colgada de las primeras sesiones de las Cortes, y así, a pesar de haberse celebrado sobremanera en los periódicos, llamó poquísimo la atención.

     Fui a Madrid y me encontré con que era todo una sentina de partidos disparatados con nombres ridículos; pronostiqué desde luego el descalabro y ruina del sistema, cuya predicción me acarreó la ojeriza de los fanáticos y de los malvados que ansiaban el trastorno general. Presencié la procesión del retrato y su derrota, como también la expedición afrentosa a la Cárcel de la corona contra el cura Vinuesa. Este era un ente despreciable, procesado por la Junta de Guadalajara, y perseguidor y vengativo en sus cortísimos alcances; conocíale de Madrid y de la Alcarria, más aun cuando fuese culpado por varios títulos, no merecía seguramente fenecer en una asonada y a martillazos.

     Había publicado poco antes los tres cantos de la Primavera, puesta en las nubes por los papeles públicos, suministré algunos artículos literarios que me había pedido Tapia para su gaceta, y habiéndose de nombrar la dirección de estudios, creí que, según Feliu me había dado a entender, sería yo, si no el primero, uno de los cinco individuos. Quedé pospuesto, y habiéndome yo mostrado seguramente más resentido de lo que merecía el asunto, me declaró el ingrato Africanillo (de Ceuta) una guerra tan implacable que no consintió que mi paisano Bardají me diese, como le competía, la Secretaría de la Interpretación de lenguas que se hallaba vacante.

     Publiqué por entonces mi Parangón del Sistema constitucional de España con los principales gobiernos etc., lindamente impreso en tamaño reducido; y fue generalmente elogiado en los periódicos, y apreciado del público.

     Desahuciado de la colocación que apetecía, y más y más persuadido por cada día de la insubsistencia del sistema, aun sin la menor intervención extranjera, me vine a Zaragoza, y desde allí a mi casa, donde me dediqué con todo ahínco a la continuación de las sempiternas Estaciones.

     Por abreviar estos apuntes, se ha orillado toda descripción de los países que he ido viendo u habitando, y así del mío solo diré que tiene una vega amenísima, con frutales, particularmente cerezos hermosísimos y melocotoneros a millares, pero se escasea como en todo pueblo corto de racionalidad entre nosotros, sin más recurso que el ridículo juego de naipes, y la chismografía bárbara y mohosa.

     A primeros de abril de 1823, el ejército francés reforzado bajo el título fútil de cordón sanitario, rompió la valla y volvió a emponzoñar y avasallar nuestras provincias, a la sazón indefensas. Con efecto, nuestro llamado ejército, a manera de castillejo de naipes, fue al través del primer soplo de unos advenedizos, que años antes, siendo en número infinitamente mayor, no acertaban a dar un paso sin padecer mortales descalabros.

     Como mi pueblo es plaza, le alcanzó la nueva francesada, que con su fatuísimo orgullo intentó asaltar el castillo elevado, a pocos días de su venida. El rechazo completo fue muy fácil y el sitio tuvo que reducirse a bloqueo, puesto en manos de Navarros, los vivientes de dos zancas sin plumas más irracionales con quienes topé en todo el discurso de mi asendereada vida.

     Los únicos defensores leales y esforzados del castillo eran el Gobernador Cuesta, y el Comandante de Ingenieros, mi amigo D. Ramón Mateo; todos los demás, o egoístas o fanáticos, con sus deserciones o su rebeldía, exceptuando otros dos o tres, pusieron a los jefes en la precisión de rendir anticipadamente la fortaleza.

     Avasallada la nación y venido a Zaragoza, un sayón de Policía acongojó sobremanera y trastornó todo el pueblo, pero al menos en mi lugar disfrutaba sosiego; empecé a padecer suma flojedad de nervios, con calambres incesantes, con especialidad por la noche, y este achaquillo junto con mis perpetuos y tristísimos desvelos, me puso en la necesidad de pasar a Bañeras de Bigorra, para tomar aguas marciales, o de hierro, que son esencialmente tónicas y provechosas.

     Emprendí mi marcha sin consultar, según mi costumbre, con facultativos, y al trasponer la cumbre del Pireneo por el puerto de Bielsa, a la vista de tan grandiosos objetos, determiné, sin haberme antes ensayado jamás, dar a luz una composición francesa relativa a mi viaje, apenas llegase a mi destino.

     Dicho y hecho. Consulté con el Sub-prefecto del Partido, Mr. Gauthier (a quien después he visto en París de vocal de la Cámara de Diputados, y siempre me ha continuado sus finezas), el cual me alentó mucho, haciéndome algunos leves reparillos, y salgo a volar con aceptación de Poeta francés, aprensión que, como he dicho, jamás había asomado por mi fantasía.

     Entonáronse mis nervios, desaparecieron los calambres, y volví después de largos años a Tolosa, donde reimprimí con otras composiciones, sobre las orillas del Garona el elogio del Taso, etc., mi bañerada, cuyo folletillo se recibió con suma extrañeza por los versistas friísimos del país. A mi llegada vino a visitarme un Mr. Abadie, Presidente de cierta academia de Humanidades, y me brindó con un plaza en su cuerpo. Díjele que, idólatra en todo y más en literatura, de la más absoluta independencia, jamás había querido ser en España individuo de academia alguna, y así por agradecer su fineza podría ser agregado u asistente, mas de ningún modo propietario. Así se verificó, pero luego las pedanterías del finchado Secretario disgustaron a todos los individuos, y vino a disolverse aquel cuerpo.

     Conocí en Bañeras a D. Luis Onis y su familia, y como habitaban en Montauban, ofrecí hacerles una visita a la primavera. En este intermedio les había recomendado una Cantarina española llamada Anselma Lamana, quien por su mediación logró una acogida honorífica y provechosa. Con este motivo, después de pasar ocho días en la quinta de Mr. Lagaillarde, mercader de la calle de la Montera en Madrid, pasé a Montauban, hice una composición en francés, dando las gracias al pueblo favorecedor de mi recomendada, y habiéndise impreso en el mismo día, fue la propia Anselma repartiendo ejemplares aquella noche antes del Concierto, que era el último; y entretanto yo, como desconocido, me empapé a mi salvo en los elogios que oía hacer de mis versos a la oficialidad de la guarnición y a los demás concurrentes.

     En Montauban vivía en casa de Onis, y al retirarnos de la tertulia, que solía ser cerca de media noche, la señorita me daba siempre el tema o el asunto, y a la madrugada para el primer desayuno, que era a las siete, le presentaba mi composición en limpio, sin perjuicio de los versos que se trabajaban entre día, ya en castellano, ya en otros idiomas, al primer asunto que se rodeaba: tarea florida, ramillete perpetuo de requiebros que duró toda la temporadilla de unas tres semanas que fue mi mansión en aquel pueblo.

     Es muy notorio que Tolosa encierra la primera academia de Europa, intitulada de Juegos Florales, donde hace siglos se reparten a los humanistas tres clases de premios; siendo los que yo he visto muy apreciables, el 1.º un amaranto de oro, el 2.º un rosal de plata con esmaltes. Hay para el Poeta el ensanche de escoger el tema y el metro, no escaseando ni alargando en demasía la composición. El asunto para la elocuencia se prefija por la Academia.

     Era mi ánimo enviar tres o cuatro composiciones, bien seguro de que aun cuando fuesen menos castizas en el lenguaje y esmeradas en la versificación que las de mis competidores, les había de aventajar en gran manera en cuanto al ardor y el empuje del conjunto. Como la distribución de premios es el 3 de mayo, suponiendo que me sobraba tiempo, me marché a Montauban por febrero, dejando aquella tareilla para mi regreso. Iba con efecto a emprenderla, cuando supe que había expirado el término, pues nos hallábamos a mediados de marzo, y a primeros de aquel mismo mes debían estar las obras en la secretaría.

     Llegó el día de la función, y me enviaron mi billete. No cabe mayor aparato de salón, de colgaduras, de música, de concurrencia en damas y galanes, pero a lo de Horacio,

     Naturam expellas furca tamen usque recurret.

     El primer premiado era un figurín de abogadillo llamado Ducos, hermano de los comerciantes que me asistían, que con extremados ademanes, aspamientos y ronquidos, disparó una especie de heladísima elegía a la muerte del célebre Lord Byron, asunto que casualmente acababa yo de tratar en una composición inglesa. Lo demás fue todavía más despreciable. El premio de elocuencia que tenía por tema el elogio de Doña Blanca de Castilla, madre de San Luis, no se adjudicó, porque, en dictamen de los Censores, que por supuesto sería justísimo, no hubo discurso alguno acreedor a aquella distinción. En fin yo solía volar a mis franchutes diciéndoles que su colección de premios venía a ser una especie de helera, une glacière.

     Por este tiempo me hice traer de París el parto para mí más asombroso de los ingenios modernos, quiero decir, la versión literal, elegante y sumamente expresiva de Horacio y Virgilio en el metro idéntico del original, por el Conde de Voss en alemán. La entonación de la Eneida desmerece algún tanto, pero las Égloga y las Geórgicas están en su punto. En cuanto a Horacio, las grandes Odas justum et tenacem etd., Qualem ministrum, fulminis, etc. Delicta majorum, etc., ganan tal vez energía, no en cadencia; las expresiones chuscas Miseri quibus intentata nites simplex numditiis, son intraducibles; pero el número de versos, repito, y su medida son iguales, y el conjunto es un fenómeno inaudito. También ha traducido en iguales términos los Metamorfosios de Ovidio, todo el Homero y el Hesíodo.

     Al acercarse la temporada de las aguas, volví a Bañeras en 1826, y entonces se me antojó imprimir un cuadernito de Poesías en varios idiomas. En cuanto a la parte castellana, escudillad hermano, decía Sancho, eché mano de lo primerito que se me puso por delante; para las francesas, ya me iba soltando, y retoqué un poquillo la de Montauban. Pasando luego a las italianas, aunque jamás me había ejercitado, la hermandad del idioma e identidad del metro me franqueaban suma facilidad, como también para las latinas, el haber hecho de niño tantos versos en la gramática; pero luego los apuros fueron para la parte inglesa, cuya lengua es tan mimosa y la prosodia tan inapeable para quien jamás ha visitado la Inglaterra. Se vencieron por fin las dificultades; pero luego me atasqué en otro mayor atolladero.

     Me encalabriné con efecto en componer un canto heroico a los Griegos modernos en el antiguo dialecto ático, y mi desempeño fue como el del pintor de la Argamasilla, que, según Teresa Panza, no acertó con tanta baratija. Encasquetóseme también el componer una oda en alemán, intitulada la Patria, y en esta parte fue todavía mayor mi torpeza, y mi amarguísimo desengaño, cuando una señora alemana me manifestó en Tolosa un sinnúmero de yerros.

     Seguía entretanto con el uso de mis aguas marciales en la fuente, llamada entonces de Angulema, colocada a cierta distancia del pueblo, en una situación muy pintoresca. Concurrían damas, y aunque los Franceses se desentendían de su atractivo y aun de su presencia, yo solía hablarlas, y me contestaban siempre con agrado. Entre ellas se apareció una muy principal, y habiéndome particularizado un tantillo con ella, llegó el caso de atreverme a dedicarle una composición en francés. Era para mirado y más en un extranjero el ofrecer versos amorosos a una casada, con quien mediaba todavía poquísima intimidad, y así los reservaba calladamente en la cartera. Estábamos por fin un día en conversación, y aunque sabía ya el apellido del esposo, que es allí el que rige, quise saber su nombre, y me dijo que se llamaba Laura -¿es posible? le contesté -no es sino muy cierto, me replicó, añadiendo ¿y qué tiene de particular que me llame así? -Tome V,. le dije entonces, sacando mi billete, y luego hablaremos. Era el caso que sin antecedente alguno, le había yo puesto este nombre poético, con alusión tal vez a la fuente de Valclusa y la dama del Petrarca. Ello es que Laura se quedó atónita, y me preguntó repetidamente, ya leyendo los versos, ya levantando la vista, si en realidad le había adivinado el nombre, y ratificándome que ningún antecedente había tenido para acertarlo, cargó con el papelillo. Luego dio la casualidad de que partimos en un mismo día de Bañeras, yo para España, y la dama para el interior de Francia, dándonos completamente la espalda. Después hemos vuelto a vernos, como se dirá a su tiempo.

     Reempozado en mi secatura monzonera, como solía yo llamarla, con motivo de haberme copiado un amigo en Tolosa, las Estaciones concluidas allí, después de veinte años de trabajo, me dediqué a ponerles notas, acomodadas al alcance general, extendiéndome particularmente sobre la parte astronómica, comprendida en uno de los cantos del Estío.

     Ofrecióseme varias veces el pasar a Zaragoza, en cuyas mansiones solía coplear, o dedicar versos, a las amigas, que venían a ser todas las señoras del pueblo. Imponíales, como siempre, la pensión de copiar mis agasajos o requiebros métricos, para recoger yo el trasunto y dejar en poder de las interesadas el original; a cuyo propósito me decía una de ellas que tendría ya un baúl lleno de copias. Con efecto, son en crecido número, habiéndolas en francés, en inglés, etc.

     En uno de estos viajes se me proporcionó leer tal vez el único ejemplar que había en Aragón, perteneciente al Capitán General, de la Poética de Martínez de la Rosa, recién impresa en París. Pareciome el poema vulgar en la doctrina y friísimo en la ejecución, con cuyo motivo, vuelto a casa, despavilé o concluí en cuatro u cinco semanas otra Poética en doce cantos. En ella los preceptos van siempre material y formalmente acompañados del ejemplo; pues las reglas del Soneto se expresan en un soneto, las de la Décima en otra composición igual, etc. El canto de la comedia está en romancillo; el de la tragedia en romance endecasílabo; el de la poesía heroica en tercetos y en octavas, y así de los demás. Hay al fin una composición sobre Lope de Vega, otra a Martínez de la Rosa, que no quise enviarle por no lastimar su amor propio, y todo saldrá junto a su tiempo.

     Extendí luego una Novela, no en cartas como la Serafina, sino en historia, intitulada Faustino y Dorotea, relativa a la guerra de la independencia, y situada principalmente en el reino de Valencia, sierra de Cuenca, etc. La dejé casi concluida, escribiéndola, según mi ya inveterada costumbre, sin borrador y sin retoques, como van estos apuntes. A este propósito se me trascordó expresar en su lugar debido, que tenía compuesta otra novela, parte en historia y parte en cartas, intitulada el Valero, y la dejé pasar por Bilbao, no sé con qué objeto ni motivo, en poder de un comerciante llamado D. Manuel Manzárraga, que murió hace años, y no he sabido más de mi obra. Acaso parará en la casa de Nenin, yerno de Manzárraga.

     Llegó por fin el punto de emprender mi anhelado, y no sé si diga, memorable viaje a París, que es forzoso referir con alguna extensión. Salí de casa el 6 de agosto de 1833m pasando la barca incomodísima de mi pueblo, pues en el distrito de pocas leguas donde había seis o siete puentes en lo antiguo, hay ahora que atravesar el Cinca, en alguna barquilla infernal como la del arrugado Caronte. Se sigue por un alto que domina la hermosísima huerta de mi pueblo, y se llega a la traficante cabeza de partido, Barbastro.

     Salí de allí el día siguiente pertrechado de mi costoso pasaporte, en que advertí, cuando ya estaba lejos, se había incurrido en la torpeza de titularme Abogado de los Reales Consejos. Sonreíme de la ridiculez, y me sonrío todavía al recordar que la mentecatez lugareña ha intentado hacerme cargo de la supuesta usurpación de un dictado que jamás ha podido tener para mí el más remoto asomo de atractivo, y que por cierto ningún relace absolutamente me podía dar para mí expedición anovelada.

     Al dejar a Barbastro, se atraviesa y se otea desde los altos el precioso viñedo del pobladísimo y fértil territorio del Somontano. Se pasa la sierra de Naval, por despeñaderos no menos horrorosos que los del Pireneo, y después de andar largo trecho por vegas vistosas a la margen del Cinca, se llega al famoso Ainsa situado en un alto a la confluencia del Ara y del Cinca que acabo de nombrar.

     Este pueblo fue la Capital del reino de Sobrarbe, principio del de Aragón, y cuyo fuero se conserva todavía; pero está actualmente muy decaído, y de sus antiguas ínfulas de corte solo le quedan al parecer sus grandes campanas. Su castillo torreado y almenado tenía 137 pasos míos de largo y algo menos de ancho, y en su llano inmediato llamado de la Cruz, se dio una batalla decisiva, en cuya memoria se celebra de tres en tres años una especie de farsa o morisma con trajes y romances antiguos, costeando el erario la fiesta o mojiganga que acarrea siempre grandísima concurrencia.

     Se cosechan granos, vino, aceite y seda, pero más arriba ya apenas se cultiva más que el centeno en las escasas tierras que dejan a los industriosos moradores las desenfrenadas avenidas de ríos, arroyos y barrancos. Es de notar sin embargo que, tanto en Sobrarbe como a la parte de Ribagorza, vienen a subsistir todos los pueblos antiguos, al paso que en los territorios llanos de Aragón, hay infinitos despoblados que se llaman pardinas. Solo en el distrito de Monzón faltan siete u ocho poblaciones; tres a la derecha del Cinca, y cuatro u cinco a la izquierda.

     Consistirá acaso en ser más iguales las escasas cosechas de la montaña, en ser los habitantes más sencillos y arreglados, y estar mensos expuestos a los vaivenes políticos y militares. Esta diferencia se advierte al exterior, pues aunque vestidos, aun los más pudientes, de paños burdos, se les ve por junto general arropados y decentes.

     Salimos de la Ainsa el 8, y nos despidimos en La-buerda, que está en el mismo llano, de la vista apacible de vides, olivos y moreras. El camino es generalmente angosto, pedregoso e incómodo, y solo se disfruta la distracción de los estrellones y disparos de las olas del Cinca que se tiene siempre a la vista.

     Comimos en una especie de cortijada a aldehuela que se llama al Enfortunada; y luego atravesando el río por un puente de vigas arruinadas, que suelen llamar en el país palanquetas, dejamos el sitio nombrado Badain, y empezamos a trepar la cuesta empinada y pedregosa de Mata-aire. Nos sobrevino lluvia, y ni se podía ir montado, porque las caballerías encontraban tropiezos expuestísimos, ni acertábamos a andar a pie, teniendo que ir embozados por la frialdad, y luego empapada la capa pesaba como si fuera de plomo, y así se hizo forzoso arrostrar el temporal en cuerpo. Cabalgada la cumbre, nos empozamos en un hoyo, donde está situado el lugarejo de Sarabillo, a espaldas de una montaña que le ataja el sol en invierno y lo deja achicharrar en verano. Hay algunas mujeres con buche, pero esta dolencia, o monstruosidad, debida a la crudeza de las aguas o a la calidad del ambiente, no es tan general en las montañas de Aragón, como en los Alpes y en otros países.

     Venía con nosotros un Veredero, u portador de órdenes superiores, y aunque suelen saber el contenido de sus pliegos, no tive la curiosidad de preguntarlo. En Sarabillo fuimos a parar a la casa harto cómoda y espaciosa del secretario, el único por supuesto que sabía deletrear en el pueblo, y mientras nos enjugábamos, y se disponía la comida, compuesta principalmente de truchas exquisitas, veo la vereda sobre la mesa, la despliego, y me encuentro con un encargo ahincado y reservadísimo del Ministro de estado a todas las justicias de la raya para que pesquisasen y atajasen con el mayor desvelo y actividad unos folletos que se habían empezado a imprimir en Burdeos y en castellano contra el gobierno español, para introducirlos en España por todos los pasos y conductos imaginables.

     ¡Quién creería, dije, que un Escritor de profesión había de ver esta orden la víspera de su entrada en territorio francés! Pero mayor fue mi admiración, cuando pocas semanas después conocí en Burdeos al autor, y aun supe el contenido, y oí leer alguna prueba de los mismos folletos, y así ajustando fechas inferí que al primer pliego que asomó por la Imprenta, como se verá a su tiempo, estuvo el Gobierno informado puntualísimamente de su contenido, con la particularidad de ser el Impresor un fanático carlista por Francia y después por España.

     Plegué mi papelote sin chistar, y acudí denodadamente al banquete sarabillesco de mis truchas, que me interesaban infinitamente más que todas las veredas del universo. Volvimos luego a nuestra andanza por un camino tolerable, siempre a la orilla del río, y luego empezó a sonar y en seguida a dejarse ver uno de los fenómenos más peregrinos que jamás he presenciado.

     Encajónase la corriente por enormes peñascos que a lo mejor se le atraviesan; dispárase toda a grandísima altura, formando ya inmensos abanicos, ya tendidas madejas, ya graciosos borlones de espuma o de perlas. Repítase el encuentro u la decoración, con vistosa variedad por otras dos o tres veces, siempre con el mismo señorío y magnificencia. Llámase este sitio (sumamente pintoresco sin ser horroroso, porque no se cierran demasiado las montañas inmediatas) con toda propiedad las Esclusas, que, por no haberlas visto antes, no han salido a relucir en mis Estaciones.

     El camino por allí es bastante ancho, pero pendiente y pedregoso, hasta que se llega al valle anchuroso de Plan, que es tan llano como el gran paseo de Santa Engracia en Zaragoza, cuajado de praderas y huertas, rebosando todo en frescura y lozanía.

     En Plan me hospedé en casa de una viuda, natural de mi pueblo, y hermana de la Marquesa también viuda de San Marcial. Recibiome con los extremos de señora, de paisana y de amiga, y estando en su cocina, que es el estrado de la montaña, ocurrió una particularidad harto extraña, y fue que hablando un mozo de marcharse a Francia, lo cité para la madrugada siguiente a las cinco. Contestome que iba a salir inmediatamente, por donde comprendí al golpe que iba a conducir, como era la realidad, una recua cargada de lana de contrabando en medio de la noche, por unos despeñaderos casi intransitables aun con la claridad del día más apacible.

     Salimos la madrugada del 9, faldeando la montaña por un camino absolutamente llano; y dominando a la derecha una huerta amenísima salpicada de frutales, llegamos al pueblecillo de San Juan, donde vi un centinela que rechazaba a cuantos vecinos se encaminaban al monte, y según la lista que tenía el cabo, no habían satisfecho la contribución; de modo que por padecer aquel atraso se les imposibilitaba más, no permitiéndoles acudir a sus faenas.

     Ibamos como entoldados por debajo de unas enramadas a la orilla de un arroyo, hasta que llegamos a la venta llamada Hospital, donde ya casi desaparece la vegetación. Se camina sin embargo por unas praderas poco incómodas, casi hasta que se avista el puerto. En priaba de la antigua preponderancia de nuestra nación sobre la francesa, tengo observado que todos los pasos o puertos del Pireneo toman el nombre del último u penúltimo pueblo de España; y así se dice puerto de Benasque, de Plan, de Bielsa, de Canfran, etc., y no de Oleron, de Aura, etc.

     Al llegar a la cumbre íbamos pisando unos peñascos esquinados y casi verticales, sin forma o asiento de capas y vetas, de modo que más parecían un montón de escombros que un terreno ordenado y natural; de donde inferí que en lo antiguo aquellos sitios padecieron un vuelco total, por efecto de un volcán o de otra causa desconocida; fenómeno bien extraordinario en tan empinada altura, con cuyo motivo fragüé allí mismo una composición francesa que luego imprimí en Burdeos.

     Al bajar a pie y casi descolgándonos por aquellos derrumbaderos, encontramos uno de esos desventurados contrabandistas que llaman paqueteros, que medio desnudos y con su paquetillo en la cabeza trepan por parajes al parecer intransitables, y se exponen a todo género de riesgos por ganar algún miserable dinerillo. Llegamos por fin al valle de Aura, llano, arbolado y pobladísimo, pues en la tirantez de dos o tres leguas y como media de anchura, encierra más de treinta pueblos y algunos de consideración. Sobre la entrada hay un picacho elevadísimo, en cuya cumbre pasó el célebre naturalista Ramón, ocho días con sus noches, haciendo experimentos.

     Me fui en derechura a casa de un ricacho del país, en el pueblo de Biela, donde hice la vez anterior aquel conocimiento. Me recibieron con grande aparato de comida guisada y servida por alguna de las lindas hijas, quienes, al modo del criado de D. Quijote, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera, ellas así fregaban los platos como hablaban de poesía y de las demás nobles artes.

     El día inmediato tuve proporción para enviar el equipaje, y luego, dejando mis cocineras poéticas, paré en Monreyau, en la casa lujosa de un Consejero del Departamento, a quien había yo conocido en Tolosa, y me agasajó hasta lo sumo. Desde allí pasé luego a tomar la diligencia y llegué por fin a mi Bañeras.

     Bañeras de Bigorra es en medio de las montañas un pueblo ostentoso que debe todo su esplendor a la concurrencia tanto nacional como extranjera. Su recinto y cercanías vienen a ser un fontanar perpetuo de aguas minerales, pues si bien no son de las más eficaces, se acude a veranear como a una especie de Versalles, y los vecinos esperan con ansia el agosto, y se noticias con entusiasmo la llegada de alguna familia como en los puertos la de algún convoy de América o de la India. La suntuosa casa de baños ha costado más de sesenta mil duros, y hay otros muchos establecimientos de consideración. Además del paseo en el centro llamado Custus, plantado dicen por nuestro conde de Aranda, que fue de Embajador en París a pasar alguna temporada, hay otros muchos más o menos cómodos y pintorescos por todos los alrededores.

     Los Ingleses, que de resultas de un desafío ridículo y aciago para un gallardo mozo del pueblo, se habían desviado de la concurrencia, van acudiendo de nuevo, y derraman o malgastan sus guineas en cabalgatas y correrías por las fragosidades del Pireneo, que para ellos y ellas tiene infinito atractivo. Los Españoles al contrario nos fastidiamos al punto de recreos tan montaraces, y Bañeras sin Españolas es para nosotros un bostezadero perpetuo.

     La vez anterior llegamos a ser sucesivamente en la temporada hasta 200 Españoles, y solíamos reunirnos por la noche en la tertulia de las Señoras de Mazarredo de 25 a 30 personas; de modo que al fin hice mi despedida poética muy palmoteada; pero ahora éramos muy contados, y aun gracias a una familia apreciabilísima, con cuya intimidad me honraré toda la vida, y a la condesa de Escalona, con una señorita arpista que se apareció luego, se trampeaba medianillamente el tiempo.

     Es de saber que hace dos o tres años hubo en mi pueblo comedias de aficionados, y como la ejecución fue más regularcilla de lo que nos presumíamos, se me antojó por la primera vez en mi vida, salir en un intermedio a representar el Lecho de Filis de Meléndez, y los aplausos fueron tan extraordinarios que me dejaron más atónito de cuanto podía estarlo el auditorio con mi desempeño. Desde entonces he seguido en Zaragoza y en otras partes con mi ejercicio, y siempre con la misma aceptación.

     Con este motivo me he venido a idear un sistema de representación tan artísticamente esmerado, que en un solo verso corto, como este de Meléndez.

                                      Aunque sé bien cuanto pierdo

ejecuto hasta cinco ademanes desconocidos todos de nuestros farsantes, y sin embargo para mí naturalísimos. La Condesa por una casualidad extraña se colocó en la misma vivienda donde habían estado las de Mazarredo, y en su sala espaciosa pude andar y esforzar la voz a mis anchuras.

     Encajonéme en la diligencia para Burdeos, después de tragar mis atomillos de hierro en la fuente de Laura, y fui regalando mi vista con el vergel continuado por cuatro leguas de Baeñeras a Tarbes.

     Amenizan este pueblo las aguas que bañan su interior y sus cercanías, y toda la Bigorra está pobladísima y bien cultivada. Se atraviesa la Gascuña, que es el país de los Andaluces de Francia, aunque por supuesto con menso gracejo y travesura. Su capital, Auch, tiene una situación aventajada, y en su catedral se celebran sus vidrieras matizadas a la antigua. En su paseo me causó risa el ver la figura de un Intendente con su casaca y peluca, por donde se echa de ver al incompatible deshermandad de la gallarda estatura con el ridiculísimo traje francés, que la sandía Europa sigue tan rendidamente, copiando por ápices y por semanas sus absurdas modas.

     Dígase cuanto se quiera del gobierno, al viajar por Francia se ve que el país está en prosperidad, pues por donde quiera andan construyendo, mejorando y adelantando, lo que seguramente no sucede en Aragón, Castilla, Extremadura, Andalucía, etc., donde si cae una casa, allí se queda, si se inutiliza un camino, un puentecillo etc., así se está; pero con tal que tengamos muchas secretarías y oficinas, con secciones y subdivisiones, y sueldazos bestiales con alamares y relumbros, poquísimo importa que expire la labranza entera. Está demostrado que todas las plumadas imaginables de todas las oficinas del universo ni producirán una espiga, una aceituna o un racimo, ni plantearán jamás un telar, o un ramo de industria; pero vamos adelante, viva el delirio.

     Llegamos a la Reole, a catorce leguas de Burdeos, donde está ya el barco de vapor esperando a la diligencia por cuenta de la empresa, y siempre se agregan varios pasajeros, pues se acomodan hasta doscientos, ya en la cubierta, ya en el interior y a todos se les suministra cuanto apetecen; por cuanto vos, como se deja entender.

     Ambas riberas son vistosísimas, cuajadas de pueblos, de quintas, de arboledas, con cuyo motivo, estimulado por un Parisiense que se había amistados conmigo en el viaje, extendí de repente en francés la descripción que luego imprimí en Burdeos, a presencia de todos, siendo el primero que la leyó el Prefecto de los Altos Pirineos, nieto del célebre Daguesseau, que era de la comitiva, y leyéndola luego sobre cubierta con la aprobación de las damas.

     A la llegada vimos el magnífico puente, y luego advertí la tristura de los suntuosos edificios, que aparecen como chamuscados, por efecto sin duda de las humedades que producen materialmente verdín en el basamento de los columnas, como se ve en la grandiosa Lonja.

     Dióseme luego a conocer un llamado Arana, que parece era en realidad Luzuriaga, hermano del famoso Médico, y era el mismísimo autor de los folletos expresados en la vereda de Saravillo, y habiendo tirado un crecido número de ejemplares que enseguida fueron encajonados y remitidos a la raya, mientras la Policía arrojaba al Escritor del pueblo, quedaron todos decomisados en Bayona.

     El Arana-Luzuriaga sonó después como comandante de batallón por el Pretendiente, y sus partos o más bien abortos, por lo que oí chabacanísimos, me causaron la mala obra de retardar la impresión de mi cuadernito de Poesías en varios idiomas, muy aumentado respecto del anterior de Bañeras, y celebrado luego en los papeles públicos de Burdeos. El impresor, carlista desaforado, se me manifestó al pronto deseoso de tomar a su cargo las Estaciones; quedamos conformes, y después por no estar el convenio por escrito, se desentendió absolutamente, y me causó un trastorno indecible para mi viaje.

     Permanecí sin embargo en aquel lluvioso pueblo por todo el invierno, y salí por fin para el anhelado París el 3 de febrero de 1834. Logré la gran casualidad de ir absolutamente solo en un carruaje donde se acomodaban hasta 18 pasajeros, y así solía ir tendido, y ocurrieron chascos chistosos en las posadas. Llegamos tarde a la gran fonda de Orleans, y al estruendo de la diligencia, amo, dueña, criados y criadas, en fin se vació la casa para acudir a la calle y recibir y obsequiar desde el momento de su desembarco a la soñada caterva de los huéspedes, y cuando se encontraron con mi personita monda y escueta, me preguntaron todos mohínos por los demás caballeros; quedan por ahora en Burdeos, les dije, ya vendrán a su tiempo. Subí y me encontré con una mesa opípara de veinte cubiertos. Me arrinconé en una esquinita, y contentándome con un exquisita crema y algún platito de pescado, tiré sobre el mantel mis dos pesetillas que era la cuota, y volví a tenderme en mi lecho rápido rodante, como llama ridículamente Arriaza a la carroza del Sol.

     Con la priesa de salir del lluvioso y tristísimo Burdeos, se me desasieron dos especies del magín. La primerísima es que vi a la fontanera Laura en su gran casa propia, sita en una de las calles-paseos principales del pueblo; y aunque doliente y desmejorada, se mostró siempre fina y en extremo agradecida al esmero de mis visitillas. Le recordé mi adivinanza del nombre, y se sonrió placenteramente.

     El segundo y harto ridículo recuerdo es la valencianada de un librero que en un fárrago llamado Gramática, impreso en París, tuvo a bien ponernos de oro y azul a mi compañero Vargas-Ponce y a mí. Es de notar que no digo una octava, sino un solo verso de la Proclama del solterón de Vargas vale infinitamente más que cuanto puede abortar en su vida el criticastro. En cuanto a mí, le escribí expresivamente desde Burdeos, y guardó como varón prudente la respuesta para mejor ocasión... Vi repetidas veces al sandio, sin darme jamás por entendido en París, y como siempre se hace favor a los mentecatos, creí que se desdiría completamente de su adefesio. Ahora parece que en la realidad o en la apariencia ha reimpreso, recalcándose en su irracionalidad, el tomote en su patria. Ea pues, el desdichado Vargas yace lastimosamente en la huesa, dejándose por acá valencianos y otros muchos que ocuparían dignísimamente su lugar, y así a moro muerto gran lanzada; pero, ola Seo Agresorcillo menguado, yo estoy por acá vivo, campante y campechano, y así corre V. por mi cuenta, y quedará servidísimo por parte de entrambos. A la prueba me remito. Volvamos a nuestro viaje.

     Mal-haya el afán de estrechar mi narrativa que me traspone recuerdos apreciables. Al pasar por el antiguo Poitú vi gran parte de las praderas donde se cría el ganado mular que desangra a mi Aragón con lo excesivo del precio. Poitiers es un pueblote ramplón como los de nuestra Castilla la Vieja; el paseillo sobre el río es gracioso. Tours ya tiene otro aspecto, y sobre todo a su salida hasta Blois por espacio de 12 leguas se disfruta el precioso aspecto de la faja plateada, mansa y anchurosa del Loira, salpicada toda de embarcaciones que suben, bajan, cruzan y se mantienen inmobles con la pesca, al paso que las orillas están muy arboladas, con los intermediarios cuajados de gallarda sementera, ofreciendo siempre una perspectiva risueña y verdaderamente encantadora.

PARIS

     Llegamos en la madrugada del 6. Por las cercanías no fue tanta la confusión de carros, tropiezos y gentío que yo me había figurado, pero luego en el interior quedó bien satisfecha mi expectación. El estruendo de carruajes que iban, venían, al paso, al trote, salpicando de agua y lodo a todo viviente, crecía por puntos.

     Atravesamos la ruidosa calle de Richelieu, y apenas nos apeamos de la diligencia, me condujeron por allí cerca a una fonda donde permanecí toda la temporada de mi mansión, y cuyos primores he procurado retratar al vivo y muy por dentro en mi ya concluida comedia en cinco actos y en verso, intitulada así mismo la Fonda de París.

     El mantenimiento no está caro, pues la comida bastante regular y sobre todo de excelentes asados, cuya hora era a las 6 de la tarde, y por supuesto sin cena, costaba unos siete reales vellón; pero luego el desayuno aparte, el cuarto aparte, su aseo aparte, la leña para la chimenea aparte, la luz aparte, etc., etc., formaban tantos apartes que los infinitos destacamentos venían a componer un ejército de redoblados desembolsos.

     Tenía enfrente la Biblioteca Real, donde hay más de un millón de impresos y cientos de miles de manuscritos. Fui al que hacía de superior, que sería alguno de los Bibliotecarios principales, y habiendo regalado al establecimiento mi cuadernito de Poesías en varios idiomas, recién impreso en Burdeos, lo recibió con suma cortesanía. Preguntéle si entendía el castellano, y por su contestación negativa, no vine a formar un concepto muy encumbrado de su literatura.

     Se observa silencioso decoro, y he visto señoritas muy lindas leyendo entre los hombres, sin que a nadie le ocurriese el desmandarse con ellas, ni mucho menos interrumpirlas. Hay asientos finos y mesas magníficas con pluma y tintero, sin papel, por toda la tirantez de la sala, muy espaciosa y cuajada en derredor de los correspondientes estantes; pero generalmente hay que esperar a que alguno de los muchos sirvientes traiga de las salas interiores el libro que se apetece.

     Yo pedí las Poesías de la célebre Beldad Vittoria Colona, viuda de nuestro ínclito D. Fernando Dávalos, Marqués de Percara, el vencedor de Pavía, y desconfiando de que estuvieran, registramos el grande índice italiano, donde aparecieron cuatro ediciones, y diciéndome cual me hacía el caso, contesté la que estuviera más a la mano, como en efecto inmediatamente me la trajeron. Estos índices todos están puestos por idiomas y por materias con sumo despejo y aseo, en tomos de a folio perfectamente encuadernados a la holandesa, esto es, un pergamino interiormente entablillado.

     A los ocho u diez días de mi llegada, me convidaron por la noche para la tarde siguiente a una función de Artistas, que con motivo de la renovación de Presidente de su sociedad libre de Nobles Artes, se celebraba en la fonda magnífica del Chatelet. Por la madrugada se me antojó el farfullar una especie de Oda en francés, y se despaviló en efecto durante la mañana, copiándola luego con algunos retoquillos, afán violentísimo para mis despachaderas. Llegada la hora, acudimos otro Español y yo, los demás todos eran Arquitectos, Pintores, Músicos, Poetas, etc, del país. Eramos al todo 63 de mesa, sobre cuya tirantez había hasta siete grandiosas arañas, y además de los convidados, andaban por allí no sé con qué motivo, otras gentes.

     A los extranjeros nos colocaron por vía de obsequio, hacia el medio de la sala; llegaron los postres, y como nadie anunciaba prosa ni versos, dije a mi vecino que traía una composición poética para leerles, si no había inconveniente. Corrió la voz hasta el Presidente, que estaba cerca, y todos celebraron en extremo el pensamiento. Entonces puesto en pie, dije por supuesto en francés, Señores, esta composición sobre un asunto tan trascendental se ha ideado y extendido esta mañana, y así no podrá menos de adolecer de sumo desaliño; luego la entonación castellana no será muy adecuada para la declamación francesa, pero así como es, allá va.

     En seguida empecé, seguí y concluí mi recitado con toda la extensión de mi voz nada escasa, y con la misma frescura y entereza que si hablase en medio de una de mis tertulias zaragozanas. Apenas dije el último verso, se disparó un aplauso tan extraordinario, que harto de hacer acatamientos al frente, y a diestro y siniestro, ya me había sentado cuando todavía duraba el palmoteo.

     No paró en esto el agasajo, sino que se puso en pie el Presidente y pronunció repentinamente una arenga en mi elogio, de modo que yo siendo enemiguísimo de Baco, y por consiguiente, no puediendo ser poeta según lo de Horacio apoyado en Demócrito, hube de tomar una gran copa del espumoso Champagne, e ir por la espalda en busca del Presidente, para hacerle mi brindis, que celebró y repitió todo el concurso. En seguida se me nombró individuo de la Sociedad por aclamación, cuyo diploma, llamándome poeta en todas las lenguas de Babel, tengo en mi poder. Luego en el diario u más bien semanario de los Artistas, se hizo mención muy especial de la función y de mi oda, que se mandó imprimir en las Actas, como también la composición que leí en hacimiento de gracias por mi honorífico nombramiento.

     Por entonces los papeles públicos, y especialmente el Correo francés, hablaron con elogio de mis Poesías políglotas, y habiendo yo dado al Conde de Colomby, a la sazón enviado nuestro, una porción de ejemplares con este intento, corrieron por todo el cuerpo diplomático de aquella capital.

     Ocurrió que un periódico de los más afamados de París zahirió desaforadamente a un objeto encumbrado, lastimando así en nuestro dictamen el honor nacional. Montado en indignación como los demás Españoles, trabajé con esmero en sustancia una sola composición en castellano, italiano y francés, pero antes de darla a la prensa, juzgamos era del caso contar con el beneplácito del Gobierno. Se envió la triple cantamusa a Madrid por la embajada, y juntamente escribí de oficio y de amistad a Martínez de la Rosa; pero el Ministro literato, ateniéndose a aquello de Al buen callar le llaman Sancho, estuvo sanchísimo conmigo, pues no tuvo a bien contestarme.

     Llegó en esto de Embajador mi antiguo amigo el Duque de Frías, y como también poetiza y con garbo cuando pone algún esmero, disfruté desde luego con la mesa su amena compañía.

     Sobrevino la intentona republicana de León, con entronques en la Capital. Es de advertir que entre París y su rastro hay ciento y veinte mil guardias nacionales, disciplinados a la veterana, y en asomando el peligro, soldado raso que tal vez disfruta veinte mil o más duros de renta, da un besito al niño, un abrazo a la esposa, y empuñando el arma se marcha alegremente en busca de un balazo; y así la noche del 13 al 14 de abril, el Gobierno en media hora puso cuarenta mil combatientes con su artillería sobre el baluarte y las inmediaciones de la Magdalena, que está a su entrada. Dos batallones de Guardias, a pesar de la oposición de la soldadesca que pretendía ir delante, asaltaron con el arma al brazo, y sin hacer fuego, los atajadizos, vallas o barricadas de los revoltosos, y con poquísimas desgracias se disipó el alboroto en un momento. Lo que extrañamos los curiosos, fue que en medio de la conmoción de la tropa, de las carreras de las ordenanzas y el inmenso aparato, las señoras anduviesen por las calles con el mismo sosiego y con la total indiferencia que las demás noches.

     He hablado antes de la Biblioteca; todo París viene a ser una librería perpetua. Además de las tiendas principales, que son muchísimas y perfectamente surtidas, el Baluarte, plazuelas, pretiles, antepechos de puentes, todo asoma cuajado de obras, que aun siendo absolutamente nuevas, se suelen dar por menos de la mitad del precio que tienen señalado en la portada o en el lomo; de modo que un sujeto de algunas facultades, con una cantidad corta en un rato puede acabalarse una biblioteca selectísima; y así se hace forzosa los aficionados el pasar de largo, pues en clavando la vista, se cayó en la tentación.

     Vamos a los teatros. Son de 14 a 16 los corrientes. Sus edificios, aunque generalmente muy adornados por dentro, no pasan de medianos, excepto el de la ópera grande, que es capacísimo, superior al muy hermoso de Burdeos, y perfectamente servido en decoraciones, comparsa, orquesta, etc.; su entrada por tanto es muy subida de punto (6 pesetas el asiento inferior), y en los otros tampoco es muy cómoda. En este asunto ¿cómo podemos desentendernos del renglón principal, quiero decir, de la parte del ingenio? Allá va pues mi opinión sincerísima como siempre.

     Ya me supone a mí bien el Tío Aristóteles con su chapuz apellidado Poética, cuajada toda de pedanterías gramaticales, pero me priva la razón en todas materias, y es bien sabido que el Arte estriba en la naturaleza selecta y atinadamente mejorada, pues para ponerla en bruto a la vista no hay más que hocicar con ella misma.

     Los anovelados, o como dicen bárbaramente románticos, ya que blasonan de escrupulosísimos naturalistas, no tienen más que ostentar en el centro de sus augustas decoraciones, una magnífica letrina, y allí disfrutar las correspondientes operaciones, que por desgracia son todas naturalísimas; y a buen seguro que para todo sujeto pundonoroso no son menos hediondos y abominables los forajidos o galeotes tan íntimos de los ingeniazos modernos, que los más pestíferos albañales, sus dignísimos solios.

     Dale con que los racinistas siguen servilmente el carril trillado, y que las trabas esterilizan el ingenio, etc. Racine adolece de nulidades fundamentales, como son la uniformidad en la contextura de sus acciones, sus confidentes pegadizos e inverosímiles, la afeminación de sus héroes, etc. etc; pero los vaivenes y disparos de su Fedra, las imprecaciones de Clitemnestra en la Ifigenia, el eslabonamiento cabal de sus escenas, la elegancia perpetua, etc. no tienen igual en teatro alguno. El que más se acerca a la perfección en su conjunto es sin duda Alfieri, pero atropella quizá demasiado el raudal de la acción, alarga inverosímilmente sus soliloquios, y como confiesa él mismo, vacía generalmente sus planes en una propia turquesa.

     En fin, de mí sé decir que con todas mis arrebatadas despachaderas, necesito un mesecillo para componer una comedia no perfecta, pues no cabe en lo humano, sino medio regular, y por el contragénero, u la bastardísima ralea que ahora está plagando y embelesando a París, me comprometo a salir en una semana a disparatorio por día, y a los asuntos que se me vayan proponiendo, con el buen seguro de que mis desatinos y mentecateces no irán en zaga a las de Scribe, Hugo y demás piara de barbarizantes.

     El azote más crudo, el escritor más descollante contra la irracionalidad del día es Mr. Nizzard, a quien visité, y me recibió con sumo agasajo. Díjele que trataba con excesiva contemplación, y no varapaleaba como merecían, a los prevaricadores. Eso consistirá, me contestó con halagüeña suavidad, en que como me he criado entre ellos, me habré contagiado algún tanto; y V. Como que entra en este ambiente epidémico de nuevo y con toda su pureza, se indispone y se encrespa a los primeros hálitos que le asaltan. Todo cabe, le dije, y quedamos absolutamente conformes en lo sustancial de nuestras opiniones.

     Dícese que en anunciando alguna de las obras maestras de sus antiguos oráculos, quedan los teatros desiertos. No sucede tal. Apenas vi en un cartel la Escuela de las mujeres de Moliere, fui allá, y me encontré con la casa llena. Era en el llamado por antonomasia Teatro francés, y por cierto que los hombres desempeñaron sus papeles a las mil maravillas, y yo, con todas mis ínfulas de representante, tuve no poco que aprender. Las hembras estuvieron flojas, pues la primera espada Mademoiselle Mars se hallaba enferma.

     Al par de la dramática yacen los demás ramos de poesía, y se puede afirmar con verdad que el Parnaso francés viene a ser actualmente un desierto; pues aunque Pongerville ha traducido bien a Lucrecio, Barthelemy versifica con facilidad, y el llorón La Martine con sus yertos sollozos logra aceptación, parece innegable que en el día no hay un Poeta, ni un Orador eminente en toda la Francia.

     En esta mengua o fallecimiento de artes tan esclarecidas, florecen por el contrario, u más bien fructifican asombrosamente las Ciencias. ¿Quién será en efecto el que cuente la caterva de profesores apreciables, si no consumados, que hay solo en París?

     Todos los lunes a las tres de la tarde se celebra sesión pública de la Academia de Ciencias, y el Secretario emplea larguísimo rato en leer únicamente los títulos de las memorias u obras extensas que han sobrevenido en la semana. Los sabios de todas las naciones compiten ansiosos por enviar el fruto de sus tareas al umbral de aquel su verdadero santuario. Acabado el anuncio de los escritos recién-venidos, los relatores de cada comisión se van presentando a dar cuenta de su dictamen acerca de los escritos que les han pasado a su censura; y luego el cuerpo entero determina la calificación del mérito de las obras, encargándose o no de su publicación.

     Observé que las más de las memorias solían ser de Química, de Astronomía y de Maquinaria, y bastante de Medicina, Botánica, etc. Vi por lo más presidir a Gay-Lussac, el mismo que subió años pasados en un globo para experimentar las propiedades del ambiente de la atmósfera, y hechas sus observaciones con los finísimos instrumentos que llevaba al intento, se apeó majestuosamente de su barquilla por las inmediaciones de la Capital. Aquellos académicos no parecen franceses, según su circunspección y señorío, y todo mi pesar era no gozar facultades para ir con mi carruaje y llevarme dos o tres de ellos a comer conmigo después de cada sesión.

     Fui también a la escuela de Medicina, aunque muy distante. Oí primero la lección regular de un Catedrático para mí desconocido; luego salió Broussais, y se puso a explicar con despejo y propiedad el carácter de la calentura resultante de la lesión de un brazo, pierna o cualquiera otro miembro; y por último se apareció nuestro ínclito Orfila, Decano de la facultad de Medicina, y Catedrático de Química. Desempeñó su explicación con expedita maestría, tuvo muchos aplausos, y en la lección siguiente le escarnecieron e insultaron los republicanos. Los arrostró con mucho denuedo, pero siguieron silbando, y de resultas suspendió el curso y se mantuvo en su resolución todo el año.

     Cuando Luciano Bonaparte vino a Madrid, de embajador de su hermano, se trajo a Mr. Arnaud, autor de Mario en los pantanos de Minturno, tragedia apreciable, de Blanca y Moncassin que vale menos, y de otros varios escritos. Nos conocimos, y sabiendo yo que era Secretario del Instituto, y tenía allí su vivienda, fui a visitarle. Me recibió con entusiasmo, nombrándome al golpe como traductor de Tácito. Me proporcionó que me franqueasen la biblioteca de la Academia de Ciencias; me hubiera también facilitado comodidad para las funciones de la Academia francesa, pero ciñéndose su instituto a objetos más puramente nacionales, y estando ya emponzoñada con la admisión de individuos de la nueva escuela antipoética, su asistencia no ofrecía para mí el menor asomo de interés.

     Estos vuelos y este caos de opiniones se hacen indispensables, donde todas las clases de ambos sexos literatean con el mismo desenfreno. Llegó a mis manos un cuadernito sobre educación, recién-publicado por una Madama Dauriat, absolutamente desconocida para mí, pero me prendó su lenguaje, y tuve la aciaga humorada de hacer unos versos franceses en su elogio. Llegaron a sus manos, y habiéndolos celebrado sobremanera, manifestó deseos de conocerme, con lo cual mi fogosilla fantasía ya soñó encuentros anovelados y logros peregrinos. Acompañóme un faraute a la augusta morada de la Clori. No estaba lejos de mi casa, y llegados a la puerta, empezamos a subir con garbo la escalera en alas de mi palpitante anhelo. Habíamos traspuesto sesenta o setenta gradas, sin que asomase el término de nuestro encumbramiento, cuando pregunté a mi acompañante si me conducía a algún observatorio astronómico; apenas me contestó, y seguimos subiendo e hijadeando, hasta que llegados al fin de la escalera, no podía menos de estar allí la entrada.

     Llamamos, y salió una zafia Maritornes que nos condujo al santuario. Este era una guardilla mal pintarrascada, y en una especie de capillita formada por las pechinas de la ventana, se apareció el objeto de nuestras fervorosas ansias. Erase una dama añeja, de tez verdi-ahumada, y ojos invisibles por lo hundidos, y de cuerpo largo y descarnado. Púsose en pie sin soltar la pluma, y se sonrió enseñándonos su escasa y descomunal dentadura. Diome las gracias por mis versos, y yo tartamudée dos o tres simplezas.

     El acompañante le manifestó que se había determinado en no sé qué sociedad el retratarla, en premio de su discurso. Yo me puse a trasudar temeroso de verme comprometido con aquel insulto; pero él insistió pidiéndole día y hora para poner manos a la obra, y entonces vi que la Harpía se convertía el agasajo en sustancia, pues sonriéndose desencajadamente, dijo que estaba a la sazón trabajando un discurso académico y a su tiempo avisaría. ¿Es posible, estaba yo diciendo en mi interior, que aun cuando a esta fatuísima hambrienta le produjesen sus escritos alguna ayudilla de costa que lo dudo mucho, se deje alucinar hasta el punto de encararse con un pintor de profesión? Sin duda no ha leído lo del Fabulista que, hablando del oso, dice: si toma mi parecer nunca se hará retratar.

     En fin después de un rato considerable, en que estuvo de cuerpo presente, nos despidimos y volvimos a nuestra interminable escalera. Tuve la prolijidad de contar las gradas, y resultaron 121. Llegué a la calle mareado con tantas vueltas y revueltas, y maldije de mis versos, de Madama Dauriat, de mi mareo y de mi expedición.

     De allí a tres o cuatro días, el mismo acompañante me llevó de noche y en carruaje, a oír un Repentista que lucía, por cuanto vos, sus habilidades en una de las escuelas del Instituto. La concurrencia era crecida y brillante, y el primer objeto que se me deparó fue Madama Dauriat con un vestido de raso verde, y un sombrero muy encintado que la afeaban y entarascaban de remate. Por aquella vez se salió del paso con la baratura de un acatamiento, y pudimos alejarnos lo suficiente para ponernos en salvo de sus flechazos asustantes.

     El repentista pidió tres asuntos para escoger uno, y el que tomó fue la muerte de María Estuardo reina de Escocia. Con las idas y venidas, los aspamientos, alaridos y contorsiones de la declamación trágica francesa, el hombre se iba tomando tiempo para andar fabricando sus versos; pero si no lo hizo con la fluidez y desembarazo de los repentistas italianos, favorecidos por la pastosidad y sonsonete del idioma, él fraguó sus diálogos, enhiló sus consonantes, y salió del empeño mucho más airoso de lo que yo esperaba.

     Los saltimbanquis y faranduleros de todas cataduras hierven por calles, plazas y paseos. Unos son sacamuelas, otros brindan con una bomba para encajarla en un tonel colgado de algún árbol, otros traquetean los dados o las figurillas que tienen sobre los cajetines de sus mesas, y juegan solos para convocar a los circunstantes distraídos y desdeñosos, etc. etc. Uno vi que convidaba a grandes voces con su enorme telescopio para verle el rostro ceñudo y macilento al planeta Saturno que asomaba en efecto sobre el horizonte; pero no vi devotos ni al telescopio ni al planeta, y todos pasaban de largo, dejando vocear a sus anchuras al pregonero.

     Esto era en los campos Eliseos, paseo dilatado y hermosísimo casi a la orilla del Sena, y terminado por la puerta llamada de la Estrella con un arco triunfal ya casi concluido, y que me pareció pesado y sin arrojo ni gallardía.

     En este paseo ya a la primavera, tras un palenque levantan una especie de teatrito u andamio circular, donde se coloca la orquesta que ejecuta conciertos asombrosos. Se paga una friolera por la entrada, pero el que quiere puede excusarse este gastillo, pues se oye desde fuera como si se estuviese en el interior; y por cierto que el verano pasado disfruté allí la música más original y peregrina que jamás he oído; pero conceptué que faltaba fuerza de instrumentos para el cabal complemento de la melodía.

     Este sitio es muy notable por la particularidad que voy a referir. Como a media legua de la citada puerta de la Estrella, en un paraje llamado Longs-Champs, Campos largos, hubo un convento, si mal no me acuerdo de Monjas, donde se celebraban los oficios de semana santa con extraordinaria pompa y solemnidad. Con este motivo todo París acudía jueves y viernes con miles de carruajes y caballos, además de la infantería, echando el resto de su lujo y brillantez. Monjas, lamentaciones y convento acabaron, pero sigue la concurrencia esplendorosa al paseo y al camino, y hube de dar mi asomada como uno de tantos curiosos. Acerquéme a comprar bollos y pastelillos a una muchacha de buen parecer. Preguntéle si eran de su mano -como qué, al amasarlas esta noche he oído la una -¿Y esas uñas tan largas y mugrientas han revuelto la masa? Ahí están los bollos, quédese V. con el dinero. Entonces me aseguró toda sonrojada, que no había sido ella la amasadora y me había querido embromar; pero en suma la tal muchacha y sus uñas manifiestan que todo el mundo es país. Vamos al extremo opuesto.

     Apareciose un tren descollante, y con su caja, ruedas, jaeces y libreas, azulado todo, por donde inferí, que el dueño sería también de azulísima sangre. Tiraban ostentosa y erguidamente el carruaje nada menos que ocho caballos rozagantes como los del sol, y pasado el primer deslumbramiento, conocimos al Señor Aguado, Marqués de las Marismas, a cuya suntuosidad oriental en aquella competencia muy terrestre, debió la España la peregrina gloria de que uno de sus hijos sobresaliese a todos los concurrentes y eclipsase tantísimos blasones como le rodeaban. Dicen que posee de diez a doce millones de duros, y yo añado que con a centésima parte sería felices cien familias de Aragón, cuyas virtudes quizás no irán muy en zaga a cuantas puede atesorar en sus gavetas el riquísimo Señor Marqués de las Marismas.

     Hablemos ya de mi sitio predilecto, y donde solía yo pasar todas las mañanas de dos a tres horas, quiero decir del paseo de los Tejares o las Tuilerías. Fórmalo un bosque anchuroso de agigantados castaños de Indias, que en la primavera cada uno viene a ser un inmenso ramillete, cuajado de bulliciosas, revolantes y sonoras avecillas que exhalan sus ardores en confusa y halagüeña melodía. El verdor intenso de los árboles se refleja y realza con los visos plateados de las fuentes y estanques, cuya magnificencia campea entre los grupos y estatuas que descuellan de trecho en trecho. Frecuentan y animan el sitio a toda hora damas brillantísimas, que forman tertulias, hacen labor, ven correr, saltar y juguetear a sus niños, o leen los periódicos que se reparten en tres garitones a sus competentes distancias, a sueldo (cuarto y medio) por la lectura de cada uno. Tampoco faltan galanes, no tan afectados y botarates como generalmente se cree, sino dedicados por lo más a repasar gacetas, o libros que traen al intento en el bolsillo.

     No se precian de obsequiosos con las damas, quienes sin embargo suelen manifestar finísimo agrado, pues cuantas veces, que venía a ser todos los días, me he llegado a hablarlas, han tenido a bien contestarme con suma atención.

     Entre las varias que se hallaron en este caso, ocurrió que estando ya leyendo un periódico, vinieron dos a sentarse a mi lado, que al golpe comprendí que eran madre e hija. Esta llevaba un sombrero negro con cintas y gasas blancas y un vestido elegante de color. Púsose luego a hacer su labor con una especie de almohadilla o acerico tan primoroso que no pude menos de preguntarle el nombre de aquel mueble y el paraje donde lo había comprado. Díjome uno y otro, y luego tras varias conversaciones se rodeó la del teatro, sobre el cual me dijo que le incomodaba lo nuevo, y que llamaban antigualla a lo anterior y exquisito. Con este antecedente le presenté mi cuadernito de poesías que llevaba en la faltriquera, y manifestándome candorosamente que no entendía más lengua que la suya, se puso a leer intensamente la parte francesa.

     Entretanto, sabido su nombre que era Amaranta, conversando con la Madre, vine a idear una cosilla en verso francés, como la ejecuten en efecto, no pudiéndola escribir sino confusamente con el lapicero. Sonrióse expresivamente, y habiéndole ofrecido la pequeñísima expresión de mi cuadernito, agradeciéndolo mucho, lo metió en su bolsa. Llegó la hora de marcharse, y observando el rumbo que tomaban, acudí muy diligente a devolver mi periódico, volví corriendo a incorporarme con ánimo de preguntarles su paradero y decirles el mío; mas entre la gente y los árboles se me barajaron de modo que ni las vi ya entonces, ni las he vuelto a ver más, a pesar de haber permanecido todavía en París algún tiempo.

     Otra aventura me sucedió en el mismo sitio con un sujeto demasiado conocido en toda España y en los demás países de Europa.

     El día de la Ascensión se me antojó ir a la Embajada; y como allí se comía muy tarde, y era una de las poquísimas fiestas que han quedado en Francia, el paseo debía estar concurridísimo. Fuíme pues para hacer tiempo a las Tuilerías, embosquéme hacia el centro, y en una de las calles interiores, me encontré con un Francés llamado Esmenard, que había vivido mucho en Madrid, hablaba castellano como los naturales. Iba en su compañía un sujeto de alguna edad, grueso, pero ágil y de una traza regular. Llevaba levita azul y un cintita de condecoración en el ojal. Juzgué que era algún general francés de los muchos que hay allí retirados, y al incorporarme, por no incurrir en la malísima crianza tan común de usar una lengua que no entienden todos los presentes, les saludé, y me puse a hablar en francés. Advertí luego que el desconocido se desviaba algún tanto, y como por otra parte su compañía no me interesaba en gran manera, me separé muy pronto. Al despedirme, díjome Esmenard en castellano, tenemos que hablar. -Cuando usted quiera, le contesté, y quedamos aplazados para la mañana siguiente en mi casa.

     Apenas nos vimos, me preguntó Esmenard, ¿no conoció V. a aquel que venía conmigo ayer tarde? -No por cierto, le contesté, sería algún general francés -qué general, ni calabaza; si era Godoy. Verá V. lo que pasó luego, añadió; como nos oyó hablar castellano, me dijo, ese parece español, y habiéndole respondido quien era V., contestó, pues no conozco otra cosa, ya siento no haberle hablado -me pareció que le disgustaba mi presencia -es que, dijo entonces Esmenar, en viendo una persona extraña se sobresalta todo, y más si se le figura que puede ser español -¿que le dura todavía la paura de Aranjuez? -Así parece, dijo y hablamos de otros asuntos.

     Pasado tres o cuatro días, acabado de comer, y en un pasadizo de los famosos de París, que venía a caer debajo de mi cuarto, me encuentro con el susodicho, se para, se sonríe y me dice; quiero conocer a V. -puede ser, le contesté, y le decliné mi nombre -ya le dije la otra tarde a Esmenard que le conocía a V. mucho -no sé cómo puede ser eso, le repliqué, encogiéndome de hombros, porque yo no iba por allá -aunque la persona no venía, me dijo (con halagüeña sonrisa), me llegaban los escritos, y siguió en estos términos, casi requebrándome como a una Dulcinea; por donde inferí que no era tan irracional como suponíamos y pregonábamos cuantos no lo habíamos tratado.

     Parece que está escribiendo unas memorias que el Esmenard traducía en francés, sobre el tiempo de su ministerio u más bien reinado, que podrán contener interioridades sumamente interesantes. Con este motivo y sin pretender visitarle, se me antojó dirigirle unos versos, sin asomo de adulación ni de insulto, tratándole al contrario de náufrago, exhortándole a continuar su obra con la veracidad que requiere la imparcialidad histórica.

     Su grande escozor consiste en lo mucho que se le sindica y acrimina por su saña implacable con Saavedra y Jovellanos, los ídolos de la nación, y parece quiere sincerarse con la necesidad que tuvo de resguardarse de unos enemigos que trataban de exterminarlo a todo trance. No hará poco si acierta a despejar esta incógnita. Allá veremos.

     Ya que hablamos de personajes, allá van dos renglones acerca de otro perillan, que, en cuanto a despotismo, ha sido un segundo Godoy. Vi varias veces, más por curiosidad que por otro impulso, a mi ínclito paisano Calomarde en su fonda de Douvres, calle magnífica de la Paz, y vistas al Baluarte. Repito lo que ya tengo dicho en París mismo, a saber, que no he conocido jamás ente más despreciable por estampa, por modales, por pensamientos y por palabras. Volvamos a mis queridísimas Tuilerías.

     Hay un terrado largo y arbolado como todo lo demás que domina el pretil y el río. Se sale por la puerta del medio día, inmediata al palacio, y se encuentra luego el puente llamado de las Artes, desde el cual se disfruta una perspectiva en extremo teatral. Mirando al medio día, por el frente se domina el pretil de Voltaire, con el bullicioso hervidero del gentío que va y viene, entra y sale de infinitas tiendas más o menos anchurosas y opulentas. Hacia la izquierda asoma el edificio del Instituto, recordando especies grandiosas del santuario científico del universo. Acompáñale la Biblioteca del Cardenal Mazarini, que atesora un sinnúmero de manuscritos preciosísimos. Luego la casa de la Moneda, y hacia el último término descuella el Panteón, antes Santa Genoveva, de que se hablará a su tiempo.

     Mirando al río, se ven larguísimas almadías de madera o de leña, barcos que suben y bajan, y otros parados que sirven de lavaderos. Allí mismo hay baños aseadísimos y lujosos, para hombres y mujeres, con la debida separación; y lo que parece increíble, también está sobre el agua el Hospital de Dios, (l'Hotel-Dieu) al cargo del célebre Broussais; y he visto en días apacibles a los convalecientes pasearse por un terrado sobre el mismo río, por donde se echa de ver, particularmente en un clima lluvioso, cuantas y cuan perniciosas serán las humedades en aquella situación. Bien-haya por esta parte Burdeos, en cuyo anchuroso Hospital, todo se vuelve desahogo, aseo, ventilación, y estoy por decir, sublimidad. Se asegura que antes en los hospitales de París se hacinaban dos o tres y más enfermos en una cama; en el día está a lo menos remediado tan espantoso abandono.

     Volviendo a mi descripción, se descubren hacia levante varios puentes, unos sobre el Bievre, (riachuelo que se une dentro de la ciudad con el Sena) y los demás sobre este, siendo en el recinto del pueblo hasta 14. Se alcanza a ver a larguísima distancia, por la parte del mismo levante, el caserío siempre ostentoso de la ribera, y luego mirando al norte, sobresale la iglesia de Nuestra Señora, Notre Dame, con su elevadísimo crucero y torres antiguas, como todo el edificio. Se aparece más acá, pero de malísimo gusto, pues ni es antiguo ni moderno, ni gótico, ni arábigo, la casa de la ciudad, y todavía más cerca la plazuela del Chatelet con su columna de la Victoria en medio, y al frente la gran fonda donde fue nuestra función. En los intermedios, puentes y pretiles, todo es anchuroso y comodísimo, y la estatua ecuestre de Enrique IV, etc.

     Osténtase el magnífico Louvre, cuya columnata principal, ya denegrida y afeada con la humedad, mira al norte, y en la inmediación está el palacio de las Tuilerías, formado de cuerpos tan diversos, que carece absolutamente de unidad. Se trata de unir estos dos edificios por medio de obras inmensas en el espacio que los separa, y entonces el Rey, que ahora habita las Tuilerías, tendrá por cas una ciudad para pasearse a sus anchuras. Como quiera, esta unión se me antoja el enlace de uno de los mejores partos de Moliere con algún comediote de los del nuevo cuño.

     Siguiendo hacia la izquierda, la vista se recrea con las arboledas inmensas de las Tuilerías y de los campos Eliseos, y luego con la corriente mansa y plateada del Sena que encajonan siempre leguas de magníficos arrecifes, y realzan los diversos puentes, siendo el inmediato, llamado Real, adornado con preciosas estatuas de varones esclarecidos. A su extremo del medio día asoma una gran fábrica donde se junta la cámara de los Diputados; a continuación se extiende el paseo que conduce a los Inválidos, cuyo hermoso cimborio se encubra por los aires, y por término se aparece la llanura del campo de Marte, capaz de contener ejércitos enteros, y en su extremo del medio día se levanta la Escuela Militar.

     Llama también la atención el remedo del obelisco egipcio con sus jeroglíficos (pues el original yace todavía en su barco hasta tanto que esté corriente su basamento, para colocarlos a la entrada en la gran plaza de Luis XVIII, por el puente de las estatuas.

     Desde este punto se descubre la fachada hermosísima del precioso templo de la Magdalena, que se está concluyendo, al cargo del Presidente de nuestra Sociedad, el mismo que me favoreció tanto la noche de mi aparición. Quizás el frente o anchura no guarda proporción con su tirantez o longitud, pero los adornos son muy elegantes, y las columnas hermosísimas por su gallardía y su blancura... pero por desgracia esta última desaparecerá muy pronto, y se ajará por consiguiente su brillantez.

     Allí empieza el famoso Baluarte, que lo fue en realidad, pues terminaba allí el pueblo que después ha crecido inmensamente por aquella parte, y conserva el antiguo nombre, siendo un paseo de cerca de una legua, que se termina donde estaba la horrorosa prisión de la Bastilla, convertida ahora en fuente con la figura de un elefante. Los árboles hacia el centro padecieron muchísimo en la chamusquina de últimos de julio del año de 30; pero se van restableciendo.

     Es paraje concurridísimo a toda hora, y la brillantez de ambos sexos suele sentarse como en las Tuilerías, pero por lo más delante de los cafés. Estos son lujosísimos con espejos de una sola pieza y de tres o más varas de alto. La distribución está por la inversa que en la Rambla de Barcelona, donde el trajín va por las orillas y los paseantes por el centro, y allá el interior es para los carruajes y las aceras para la gente.

     En anocheciendo aquel es uno de los principales cazaderos de las damas, como dicen allí, de regocijo, esto es, de las rameras. De algunos años acá están excluidas de las Tuilerías y del Palacio Real (de que hablaremos luego), que emponzoñaban con su presencia. No se crea por eso que son asustantes, pues antes bien las hay hermosísimas y perfectamente puestas; con ajuar propio u ajeno, a la última moda; y muchas habrán tenido educación culta, pues dan su voto con despejo y tino sobre poesía y otras materias delicadas, y sobre todo hablan el francés con toda propiedad y sin vulgaridades ni indecencias.

     Solo se les permite el corso hasta las 11, y deben ejercitar su enganche a la muda, esto es, sin emplear palabras ni obras, pero siempre se propasan, asiendo del brazo u de donde se les depara a cuantos ven bien vestidos, infiriendo que les acompañará algún sonante, y prescindiendo de edad, estatura, facha, parecer, etc. Unas viven solas, otras muchas en comunidad al cargo de alguna madre Celestina que cobra el barato, esto es, carga con el producto de las proezas sensuales, y las mantiene, viste y calza, dejándoles alguna escasa monedilla para sus golosinas.

     En aquel cenagal de torpezas hay cambios de sexo, y se cometen cuantas abominaciones puede soñar el más hediondo desenfreno. Suele haber sanidad, porque estas desventuradas se allanan al vil y esmerado registro mensual del facultativo, y van siempre pertrechadas de se cédula fehaciente, y en inutilizándose para sus campañas de Venus, suelen parar en el más horroroso desamparo. El gobierno, o sea la Policía, pues el nombre es una mera materialidad, cobra un impuesto de la Jefa en el aduar, o de las solitarias en sus casas... ¿quién es más soez? Pregunta mi curiosidad.

     Es de advertir que en los colegios de Francia, suelen estar preparando a las muchachas con penitencia, ayunos y devociones por espacio de seis meses para darles la primera comunión. Los Padres obran como tales en preservar cuanto puedan a sus hijas de todo asomo vicioso, pues nadie ignora que la prenda fundamental de toda mujer es el recato sin el cual viene a ser un monstruo; pero muchísimas de las susodichas enganchadoras pasaron por este noviciado, y ahora son la hez de la sociedad... ¡cuán fragililla es la naturaleza humana, y en especial la femenina!

     Además de las profesoras declaradas de la vileza, criadas y muchachas de familias regulares se vician con suma facilidad, pues sobre la propensión natural, donde no hay más móvil ni más ídolo que el ruin interés, ¿quién se resiste a este medio tan obvio y tan poderoso? Y así, a pesar del charol decoroso que asoma en las Tuilerías y en otras publicidades, la corrupción viene a ser universal.

     De aquí procede el ningún miramiento que generalmente se merecen las mujeres, en fondas, en diligencias, en entradas de los teatros donde se forma lo que llaman cola y rabo para lograr mejor acomodo, ridiculez a que jamás me he querido sujetar, y en fin por donde quiera. Ni se les da la mano al subir una escalera, ni se les cede la acera en la calles, y cuando los que en Madrid estamos habituados a tributarles estas atenciones, las queremos repetir por allá, las reciben con agradecimiento, pero con suma extrañeza.

     Hay más, la Policía mirando por el aseo ha establecido por las calles para meaderos unos cubos que sin duda se vacían por las noches, y los muchísimos Parisienses siempre por lo visto, flojos de muelles, acuden con frecuencia y sin el menor asomo de recato a las aromáticas vasijas, aunque pasen y repasen a docenas y a centenares damas primorosas y entonadas, haciendo así vil alarde, y queriendo dar visos de marcialidad a la torpísima indecencia.

     Se requiere morar una temporada considerable en cualquiera pueblo, para internarse en el santuario de las familias, y escudriñar sus íntimos pormenores; pero en Francia, aun cuando se haga larga mansión en un pueblo, no se suelen rodear estas estrecheces, cuanto más que allá apenas se conoce este género de comunicación que se llama trato, y es tan halagüeño y entrañable en Madrid, en Cartagena, en Zaragoza y otros pueblos. Suelen juntarse los conocidos en una especie de saraos o tertuliones llamados soirées, donde bailotean, se arremolinan y alborotan, y vienen a ser como si se vieran en el teatro, en los paseos, en fin, en una publicidad, lo que nada tiene que ver con los enlaces afectuosos y las manifestaciones mutuas de la intimidad y de la confianza.

     A falta de estas proporciones, se hace forzoso atenerse a casos particulares, como el susodicho de las Tuilerías, y el que voy a referir, para desentrañar las interioridades del carácter y educación general. Pasando por la plaza del Carrousel, donde se estaba haciendo un grandísimo derribo para la unión proyectada entre los palacios, advertí que se me había desatado el lazo de uno de mis zapatos (que usaba con preferencia a las botas para mis largas correrías). Tendí la lista en busca de algún poyo u sitio alto donde poner el pie y acudir con alguna comodidad a mi urgencia, y solo vi una silla delante de la grandiosa librería inmediata, que estaba al cargo de una dama entonada, como es lo general, y de regular parecer. Fui allá y le dije ¿llevará V. a bien, señora, que me valga de esa silla para socorrer este apurillo? Enseñándole el pie -con mil amores, me contestó, y al golpe me plantó la silla delante. No bien hube colocado el pie, que sin darme lugar a que yo advirtiese su intento, se bajó y dejó el lazo corriente en un instantillo -V. me quiere sonrojar, le dije, yo no pretendía tanto -¿Y qué importa, me contestó el que yo sirva en semejante fruslería a un caballero como V.? -¿Y si supiera V. le repliqué, que el favorecido es un extranjero? -Ahora lo celebro mucho más, me contestó -pues no hay en Madrid, le dije, una mercadera capaz de hacer otro tanto con un desconocido: vamos a ver qué tiene V. por acá de provecho, para corresponder a la fineza. En efecto, escogí dos cosillas que me dio por una friolera, y quedamos amigos para siempre.

     Las Españolas avecindadas en Francia han dado en la manía de anteponer el mujeriego de Madrid al de París. Afirmo absolutamente lo contrario. Por de contado las Francesas tienen por punto muy general más estatura, facciones más finas y tez más blanca y delgada. Sus ojos no suelen ser negros, y por consiguiente no tan expresivos como los de por acá, y sus altos cuerpos son menos airosos que los de nuestras damas, pero en el conjunto estoy muy por ellas. Se manifiestan por lo más erguidas y seriezuelas, pero en llegando a entablar conversación, contestan siempre con suavísimo agrado. No entienden lo que entre nosotros se llama broma o chanzoneta, pero suele haber su chispa de agudeza candorosa, en sus arranques y contestaciones.

     Ya que estamos tratando de damas, engolfémonos en su elemento, que son las modas. Yo vivía hacia el centro del pueblo, y mi calle desembocaba por el extremo del medio día en la hermosísima y larguísima de San Honorato, y así tenía que frecuentar diariamente, aunque no fuese más que de paso, la región de la elegancia y del frenesí.

     Con efecto en tres o cuatro talleres principalmente se ostentan entronizadas las ínclitas Modistas, cuyos figurines son mucho más poderosos y ejecutivos que las veredas del Real y Supremo Consejo de Castilla, bills del Parlamento Británico y los decretos de Luis Felipe y sus Cámaras. ¿Es posible, solía yo exclamar, que estas mujerzuelas baladíes del Sena hayan de dictar leyes; y sobre todo exigir impuestos cuantiosísimos, pagaderos a la vista, de la tenedora que suele ser una gazmoña y alevosa mercaderilla del Ebro, del Manzanares o del Guadalquivir? Dicen que son inventoras fecundísimas de primores peregrinos. No hay tal inventiva, ni tal fecundidad. Va para diez años se llevaban los vestidos escotados por los hombros; escotadísimos los llevan en el día; traían mangas inmensas; inmensísimas las traen ahora. Que los adornos sean más o menos, que sean blancos o de color; que las peregrinas, o como se llamen, tengan la esclavina ancha, alta o como fuere; todas estas menudencias y futilidades las inventará de sobras, si se pone, la ínfima costurerilla de Madrid, de Zaragoza o de Valencia, y aun yo mismo que entiendo más de versos que de modas, pues ¿quién sabe si me soplaría también la musa por este rumbo, tan ajeno y tan distante de mis estudios y de mi inclinación?

     Dale con que las primorosas, esto es, todas en su propia aprensión, no pueden vivir sin modas, siéndoles más indispensables para su existencia que el falderillo, el agua de colonia y aun el aliento. Háyalas pues enhorabuena, pero invéntese (1) en Madrid, enviemos allá nuestros figurines o figurones, y trábese una batalla de bichos madrileños y gabachos en el Pirineo, pues con tal que venzamos, yo me comprometo a cantar el esclarecido triunfo, no en el yerto prosaísmo del chusco Martínez, ni en la altisonante jerigonza alternada con renglones rastreros de Quintana y de Nicasio Galleguísimo, sino volviéndome romántico u nigromántico, como el precioso Duque de Rivas que nos ha traído un comedión de Pedro Bayalarde, sacado de las íntimas entrañas de la nueva anti-escuela parisiense. En fin trábese la reñidísima refriega, y no vayan más las onzas del plateado Manzanares a empozarse en el cenagoso Sena. Tarde piache; predicar en desierto... Volvamos al Baluarte.

     Se dominan y otean a trechos, jardines hermosísimos, y se ven de continuo opulentas tiendas atestadas de relojes primorosos, pedrería finísima, géneros exquisitos, etc.; pero los que estamos tan lejísimos de ser Marqueses de las Marismas, lo que nos interesa ante todo es al feria perpetua del baratillo. Además de los libros preciosos que están casi de balde, suelen vender allí ropas hechas nuevas flamantes, y como decimos de la aguja, por poquísimo dinero, por del coste de la hechura. Yo he comprado por 16 rs. chaleco de algodón y de seda, cuyo valor de manos era 18. Consulté con señoras en el acto y después, para que me descifrasen este enigma o acertijos y todas se me encogieron de hombros. Discurría yo que podría ser efecto de la quiebra de algún sastre pero siempre no podía haber sastre tan flojos de muelles, y así me vine sin acertar a resolver este ridículo problema.

     Siguiendo hacia el norte se encuentran dos arcos triunfales, o lo que fueren, muy mazacotes y de precioso color de hollín, como mi literata encaramada en las nubes, llamados Puertas de San Dionisio y de San Martín, cuajado entrambos de apreciables relieves que representan el tránsito del Rin y demás campañas del tiempo de Luis XIV; objetos sin duda interesantes para los naturales.

     Es de advertir para lo que luego sigue, que los Franceses, de suyo huecos y fachendones, propenden infinito a realzar sus destinos u objetos con dictados campanudos. Un mozo de café pone para su granjería un corral de aves, y en vez de gallinero u pavero, se titula marcialmente Director; el Boticario se llama farmacéutico, el Albeitar Veterinario, u Mariscal. Me encaminaron otro año a un sastre llamado Ribes y me encontré en la portada con este rótulo: Templo del buen Gusto, Temple du Goût; aquí, dije, presidir el centellante Apolo, y con su risueña acogida voy luego a chorrear versos brillantísimos por todas las coyunturas. Entro, y en vez de templo y de numen, me encuentro con una mesota chabacana, atestada de mancebos acurrucados y patudos, y con el Ribes, que en lugar de endiosarse con su santuario, me hizo rendido acatamientos, y me estafó en seguida lindísimas pesetas. Al cuento.

     Vi sobre el Baluarte un rótulo que decía café Turco. Estuve de oficial de Marina nombrado para ir a Constantinopla, y por uno de aquellos primores nuestros de ecco l'ordine secco il controdrdine, se frustró el viaje para todos los que estábamos muy ufanillos con el pensamiento de visitar el Serrallo del Gran Señor, soñando que se pudiera asomar por los altos alguna divina Georgiana. Mediando este malogro mi voto en primores turcos no será de gran culto; entré sin embargo, y como en el discurso de mi ridícula vida me ha sucedido infinitas veces el llegar a los parajes a deshora, esta vez fue una de las tantísimas. En efecto, en una especie de medio subterráneo vi varios atriles y sillas manifestando que en otros ratos sonaba allí melodía, mas por entonces no asomaban los filarmónicos. Encima había una estancia regular con asientos y mesas (nada de sofás ni almohadones), como en los demás cafés; alrededor gallardas acacias, luego en el edificio inmediato una sala con sillas y adornos como todas de modo que el tal establecimiento solo tenía de turco la torpeza del charlatán que lo dispuso y le dio este nombre.

     Más adelante se toma por una calle a la izquierda, y en una encrucijada se encuentra la maniobra de uno de los llamados Pozos Artesianos, que tienen por objeto el hacer brotar agua en cualquiera sequeral. Además de la curiosidad científica, o como se llame, me estimulaba el interesillo particular. Poseo una Quinta o Torre, con dilatadas campiñas alrededor, y como está en secano, y la lluvia nos suele favorecer tantísimo con su ausencia, anhelaba ver si, mediante un dispendio moderado, podía conseguir esta importantísima mejora en mis haciendas. Había una especie de choza espaciosa cubierta con tablas sin labrar y esteras. Esta tosquedad selvática, en medio de un lujo oriental, me causó la mayor extrañeza. Estaba cerrada, llamé, abrieron al punto, y nombrándome extranjero, me franquearon la entrada diciéndome que lo registrase todo con cuanta prolijidad me acomodase. Estaba la máquina o lo que fuere en ejercicio, y se componía de unas barrenas o taladros enormes, cuyas piezas, o más bien trozos, por medio de agujeros y chavetas muy ajustadas, se iban empalmando, y alargaban a discreción la primera pieza. La última, que era la verdadera barrena, aunque hecha en espiral y retemplada o construida de acero, con el encuentro incesante de pedernales, peñascos y otras materias durísimas, se embotaba y aun destrozaba con facilidad, y así había que mudarla a cada paso. Pregúnteles si llevaban mucho tiempo de trabajo: me respondieron que meses -¿Y el agua, les dije? -Véala V. allá bajo, me contestaron, y mirando con sumo ahínco, vi como relumbrar un charquillo pequeño a grandísima hondura -¿pues no aseguran, les dije entonces, que el manantial surte y se eleva con gran violencia? -así ha sucedido, contestaron, en tal y cual sitio. Lejos de París, los papeles públicos, repliqué han hablado de eso, pero ver y creer; ¿y cómo, añadí esa misma agua no se dispara hacia aquí arriba? Por eso estamos barrenando, dijeron, en busca de otra corriente más crecida y poderosa -¿y Vds. se figuran que el agua más honda tendrá harta pujanza para subir ella y arrebatar esa otra y la que encuentre el paso? Podrá ser, pero lo dificulto muchísimo. No quise insistir en mis reparos por no desalentarlos y acongojarlos, pero dijeron que estaban ya a más de ochenta varas de profundidad; inferí por donde que el intento paraba, y pararía siempre en nada. Así no sea.

     Más adelante se toma el camino para ir al famoso cementerio del Padre la Chaise, confesor de Luis XIV. A su embocadura hay una calle infinitamente más melancólica que el mismo Campo Santo. Todo su vecindario consta de artesanos que se dedican únicamente a labrar losas, túmulos, columnas, y hasta las mujeres y niños coronas para los difuntos. Ejecutan su faena con la mayor indiferencia, riendo y bailando cuando se ofrece, como si se empleasen gozosamente en los preparativos de una boda.

     El cementerio es un recinto dilatado (no me ocurrió el tomar a pasos sus dimensiones) en pendiente suave, con calles cómodas, ya faldeando, ya subiendo la loma. Arboles y arbustos, como rosales, alelíes, clavellinas, y todo género de flores, cercan y hermosean todos los pasos. Se paga el sitio a tanto por vara, o por metro, que es ahora la medida corriente, es subida la cuota, aunque no acierto a puntualizarla y cada cual es árbitro de construir la forma, los atributos y realces de monumento que le acomoda, por supuesto a sus expensas. Los más son sencillos con rótulos y epitafios expresivos (no me acuerdo de haber visto ninguno en verso); otros son suntuosos, a mi parecer con exceso, en fin aquel paraje, aunque melancólico suavemente, señalando a nuestro fatuo engreimiento su tristísimo paradero, no causa aquel horror que suele traer consigo un panteón, un cementerio ordinario, con su desaseo, aridez y abandono.

     De la morada de los difuntos pasamos al mantenimiento de los vivos. París está colmadamente abastecido de todo género de comestibles. El pan, aunque generalmente no pasa de regular, suele estar a precio cómodo, y aun lo abarataron durante mi mansión. El vino paga derechos de puertas muy altos, pero como por lo más se bebe muy aguado, una redoma o botella equivale dos o tres entre nosotros. Los mercados se ven siempre surtidos de carnes, de verdura y de fruta, y no pasean por las calles casi otra tanta provisión. El pósito, la Hal aux bleds, es una especie de rotunda construida, dicen, por Mazarin, forma un edificio espacioso y elegante; pero sus inmediaciones aunque las temporadas enjutas, están siempre tan mojadas e inmundas, que se hacen casi intransitables.

     De este achaque adolece casi toda la parte antigua (la cité), y aunque en la porción nueva o renovada, las calles son generalmente anchurosas y con aceras levantadas, el trajín, los carruajes, y el trote perpetuo, los calesines, salpica el agua de las fuentes que corre por el arroyo, humedece y ensucia empedrado y transeúntes.

     El empedrado de que acabamos de hablar, es magnífico en las aceras de hermosa sillería, pero las más de las calles no permiten en comodidad por su estrechez respecto, y en general el piso es de piedra cuadrada, no tan ancha y tan profunda como la de Barcelona, y sucede que de continuo están empedrando; bien que el Gobierno por este medio indirecto alimentan sinnúmero de operarios con las familias, con lo cual no ratean, alborotan.

     El alumbrado de gas es de reverberos, pero muy distantes entre sí, de modo que en cerrando las tiendas, por las calles donde éstas escasean, disfruta poquísima claridad.

     En el interior de las casas suele primar extremado aseo. Las fondas generalmente se barren, se restregan y se bruñen diariamente desde el umbral hasta la techumbre de la casa, deshaciéndose y rehaciéndose al paso las camas. Las porterías están dispuestas de modo que la cuerda o cadenilla, corre por el lecho a introducirse en el interior de la puerta, y en sobreviniendo novedad de algún ratero u sospechoso con una voz está atajado el perillán, sin medio ni esperanza de escape. En la estancia, o chiribitil del portero, están colgadas las campanillas que corresponden a sus diversos cuartos, por medio de alambres y en tirando de alguno de ellos, acude el portero en derechura y sin titubear al menesteroso.

     Pero el establecimiento ventajosísimo es el de los carruajes llamados omnibus. Estos tienen sus respectivos paraderos, de los cuales han de partir indefectiblemente de cuarto en cuarto de hora, y por un precio cortísimo, dos, tres o cuatro sueldos franceses, llevan, con bastante aseo y comodidad a donde se ofrece.

     En una de estas expediciones del baratillo, uno de Zaragoza ya veterano en París y yo, vimos la casa de la moneda, donde se manifiestan en cajas cubiertas de cristales, las piezas de varios siglos, coordinadas metódicamente en diferentes salas suntuosas. A poco de estar allí sentí ansias mortales; mi compañero se acongojó; no hay cuidado, le dije, vámonos fuera que mi organización de Licenciado Vidriera se ha atufado con la hornaguera o carbón de piedra de las chimeneas. Con efecto, apenas respiré el ambiente de la ribera, donde nos hallábamos, en dos minutos me restablecí y entoné completamente; por lo cual infiero que el atufadísimo Londres sería tal vez inhabitable para los hilillos, hebras, o lo que fueren, de mi tirantísimo celebro.

     Pasamos al panteón de los hombres grandes, antes Santa Genoveva. El edificio es suntuosísimo, pero denegrido y tristón por defuera, siendo al contrario vistoso, gallardo y elegante por dentro. En las dos pilastras correspondientes al presbiterio estaban colocadas las víctimas patrióticas del 29 de julio del año de 30, y los cadáveres de los varones eminentes yacen abajo en el verdadero panteón.

     Fuimos en seguida al Botánico u jardín de plantas, como le llaman allí, que tiene la extensión, riqueza y distribución competente, y está como al extremo del medio día del arrabal de San Germán, opuestísimo al pintoresco cementerio que se halla al extremo del norte de la ciudad, hacia el medio del espacioso ámbito, hay un edificio con casa, sin duda para los empleados, y una copiosa biblioteca pública de la facultad, donde no hacían falta las obras de nuestro Cabanilles, la Flora Peruana de los Pavones, la Nueva España de Hernández, Ulloa, etc. La casa de fieras inmediata está surtida de tigres, leones, osos y demás feroces cuadrúpedos, pero se llevan la atención los elefantes, y sobre todo la jirafa, animal africano altísimo, e inocentísimo, de cuerpo enfermizo, pues le vimos arropado por temor de la frialdad que seguramente no era excesiva.

     Allí mismo está el Gabinete de Historia Natural, bien coordinado en larguísimas salas, y más surtido que el nuestro, especialmente de aves; desdoro, u a lo menos descuido, harto notable, habiendo tenido entrambos mundos a su disposición el Gobierno por espacio de siglos.

     Acudimos nuevamente a nuestro baratísimo carricoche, y fuimos a parar a la fábrica asombrosa de los tapices. Se tiene a la vista el cuadro u figura que se va a remedar, o copiar idénticamente. Se coloca un operario por delante y otro por la espalda del telar, y manejando millares de hilos con sus infinitos matices, por momentos asoma el ojo expresivo, la mejilla sonrosada, el labio de carmín. Estaban a la sazón trabajando un paso de la Historia de Inglaterra, y en el poco rato que pasamos allí adelantaron notablemente las figuras. Vimos tapices riquísimos y cuadros apreciables, pero nada de esto nos pareció ya tan interesante y milagroso como los tejidos historiados y casi hablantes.

     Acabóse nuestra correría, y el día siguiente para seguir con el suntuoso arrabal de San Germán, me fui paseando al no lejano Cuartel de los Inválidos. El edificio es sencillo, grandioso, grave y para mí, perfecto en su línea. Pasado el jardín y la entrada, se llega al patio espaciosísimo sin adorno alguno, y sin que le hagan falta. Tiene por supuesto sus corredores altos y bajos, y al extremo del medio día está la iglesia anchurosa y proporcionada en todas sus partes, y una media naranja elevadísima y absolutamente sublime. En las pilastras del presbiterio están los cuerpos de Vauban y de Turena.

     Después de dar vuelta por todo llegué a la cocina, en cuya puerta estaban detenidos damas y galanes. Me adelanté a los curiosos, y habiéndome manifestado extranjero al General que estaba allí dando disposiciones, me franqueó la entrada, y preguntándole por la librería, me dijo, vea V. ahora la cocina, que luego se le manifestará igualmente todo lo demás. No cabe mayor aseo . Perolas capacísimas, bruñidas y relumbrantes, vajilla fina, mandiles blanquísimos, etc. Vi el refectorio vacío y lleno, y lo mismo la sala de la oficialidad. Unos y otros comen en dos tandas. Los dormitorios son también limpios y desahogados, pero quizá no tan cabales como lo restante. Los individuos actuales eran unos mil y cuatrocientos, pero la casa parece que suministra socorros a más de otros tantos que hay por la ciudad y no tienen acomodo en el cuartel. Vi por último la Biblioteca, muy surtida y clarísima, donde entre los libros militares, la inclinación nacional me hizo dar luego con las Reflexiones de nuestro Navia, Marqués de Santa Cruz, habiendo también otras selectas de Humanidades, de Física, etc.

     Habitaba al extremo de poniente del mismo arrabal, sin duda por la baratura de la vivienda, una española de aquellas damas de tramoya o de la novela que suelen aparecerse por París. Tenía no sé qué entronques ridículos con la portera, y estaba empeñada en que fuese a visitarla y a disfrutar el trato de su hija preciada, en música y pintura, pero disculpéme siempre con la distancia, hasta que por fin un domingo emprendí mi expedición. Hartéme y fatiguéme de andar, y cuando llegué por último a la casa, cuyas señas puntualísimas no podían equivocarse, me encontré con que estaban fuera.

     Puesto allí, quise ver el palacio de Luxemburgo, que está inmediato, y donde se junta la cámara de los Pares, pero no había sesión aquel día ni tampoco la eché menos. La embocadura es una arboleda hermosísima, luego en un hondonada hay un jardín, cuya vista se disfruta completamente desde los asientos de la especie de terrado que lo rodea. En seguida se aparece el edificio que por su conjunto no desagrada a cierta distancia, pero en estando cerca, se ve que es almohadillado, género de construcción de malísimo gusto, y de que ya había visto el palacio Strozzi, aunque bajo diversas formas, en Florencia.

     Quiero ahora manifestar a mis favorecedores que entre el sinnúmero de proyectazos literarios que me están lanzando en el magín, traigo un comedión inmenso, intitulado el Romantismo, con decoraciones peregrinas, figurando alcázares sobrehumanos con fachadas ostentosas de pilares de pajar a un lado y columnas amorosísimas, ya derechas ya tuertas o atravesadas, cuyo conjunto será forzosamente la novena maravilla, puesto que el Escorial es la octava; no traigo la frenética presunción de desbancarlo. Con efecto, ¿por qué se ha de romantizar o arromanzar la sosa y circunspecta arquitectura. Eso de unidad y simetría es una antigualla mohosa, inventada por los menguadillos y soñadores Atenienses y Corintios, que en materia de Artes no sabían de la misa la media. Estoy con mi lanza en ristre, y pronto irán todos a pique. A mí leontinos y a tales horas. Variedad, esto es, vaciedad, y lo demás es desvarío. Volvamos al Luxemburgo.

     Se franqueaba la entrada, y por consiguiente la vista de estatuas y cuadros. Como era mi comidilla, ya no me acordé ni de mi cansancio, ni de mis damas callejeras. En cuanto a escultura no advertí sublimidades, cuadros había algunos de la escuela italiana, y por consiguiente cuando menos apreciables. Tal vez por zompo deslindador no acerté a ver la de la nuestra ¿pero Murillo y Velázques, por ejemplo, no se dejan discernir e idolatrar a legua? Había muchos franceses, entre ellos uno grandísimo de la batalla de Austerlitz, inanimado y yerto como la poesía del país, y así pronto quedé ahíto de francesadas y de salones.

     Como era día de chascos, volví en busca de otro; y en efecto aunque damas de las cuatro, mis suspiradas del alma no habían asomado a sus umbrales, y como tampoco había cocinera que las esperase a mesa puesta, sin duda comerían por el día de fiambre, o habían trasladado su ayuno natural del sábado y domingo. Como quiera, me despedí para siempre de la reverenda fada, y de la niña donosa, con todos los primores artísticos y naturales. Tratándose de edificios ya hemos hablado de la iglesia de Nuestra Señora, cuyo crucero es el más anco y elevado que he visto. Cuando entramos había sermón, y aunque el predicador tenía una voz regular, apenas se le entendía desde cierta distancia. La de San Eustaquio tiene bien columnas altísimas y delgadas al estilo gótico. La de San Roque, igualmente de forma antigua, es muy concurrida. Tiene bastantes cuadros apreciables, más no sobresalientes, y se sube desde la calle de San Honorato por una hermosa guardería, y está en frente el famoso callejón de donde salió Bonaparte, una de sus proezas anti-popular ametrallando a todo París, para encajarle la coyunda.

     La iglesia que fue de los Jesuitas, está muy adornada aun por de fuera pero la que sobresale es la de San Sulpicio, por su situación, por el pórtico y fachada toda en grandiosas columnas, y por sus torres desiguales a los extremos, en cuyas cumbres se han colocado los telégrafos.

     Vamos al célebre monumento y la hermosa y ochavada plaza de Vandoma. La columna cuajada todas las batallas y trofeos, y fabricada de los mismos, ostenta sus hermosos relieves, descollando en gran manera sobre los edificios cercanos. Está hueca y se sube lóbrega y trabajosamente hasta la cumbre, donde se halla la estatua, para mí de poquísimo mérito, de Napoleón. Sea por su facha naturalmente anti-heroica, o por culpa del fundidor poco propenso a favorecerle, la figura se aparece cuelli-corta, encogida, floja de rodillas, y sin el menor asomo de garbo y de marcialidad. Sin embargo, no faltan devotos que por uno u dos cuartos la están catalejeando todo el día con un telescopio que tiene allí asestado un especulador. Allá se las hayan; además de su pobreza estatuaria, los sencillos bienhechores, y no los sangrientos avasalladores de la humanidad, son mis héroes.

     La Lonja es un hermoso edificio, más simétrico y proporcionado que el de la Magdalena, con grande atrio y terrado, pero cuyas columnas empiezan ya a tomar el color del clima, y vendrán a parar en pardas o denegridas. Su interior consta de galerías altas y bajas, rellenas hacia el medio día, como todo el recinto, de gentío vocinglero y murmullante, sin que los advenedizos entendamos una jota de cuanto allí se chilla o se berrea. ¿Es esta alguna casa de orates? Pregunté a un conocido, y ¿cómo es que los dejan sueltos? -No hay cuidado, me dijo, que ya saben lo que se pescan -ya supongo, le repliqué siempre atónito, que no son camaleones, para contentarse con el aire, y que van en pos del sonante, pero ¿a qué fin tanto remolino y vocinglería? -el uno pregona la alta o baja de los fondos de España, el otro la renta de Nápoles, este los consolidados, aquel la quiebra de una casa de Londres, el de más allá habla del bamboleo de otra de Hamburgo, y con esta jerigonza hay hombre que ayer era Pedro Fernández, y hoy es todo un Marqués del Potosí, con carroza, mesa de estado, dama o damas... -serán de esas, dije, que asomadas a la galería alta están mirando los toros desde la talanquera; y abures, que tengo la cabeza hecha un bombo, con esta Babilonia, este aduar de gitanos.

     Marchéme a respirar uno de los tránsitos o pasadizos que llaman passages. Estos eran hace algunos años ocho u diez, y en el día se cuentan hasta ciento y cincuenta y dos, si mal no me acuerdo. Se reducen a una especie de calles, cubiertas de cristales rayados para que no ofenda el sol, y puestos en declive hasta formar en el centro un caballete, que despide las aguas hacia los canales o conductos formados al intento. Todos estos pasadizos están cercados de cafés, hosterías o fondas, librerías, gabinetes de lectura (donde por medio duro al mes se leen periódicos, folletos o libros) y de tiendas y joyerías o ropas exquisitas; están todo el día acompañados hasta las once de la noche, hora en que se apagan las luces, y un portero se encarga de cerrarlos, recoger las llaves y abrirlos el día siguiente al empezar el tráfago del pueblo, que suele ser entre seis y siete en invierno, y entre cuatro y cinco en verano.

     No pueden omitirse el Palacio Real, Palais Royal, (casa propia de la familia reinante de Orleans) pues aunque teniéndolo cerca, lo frecuentaba poco, por mi predilección a las Tuilerías, es sin embargo una de las maravillas de París. Es un cuadrilongo que viene a correr de norte a sur, en cuyo centro u patio, hay jardín, fuentes, paseos arbolados, y en derredor cafés, tiendas riquísimas, etc., etc., y luego infinita habitación, pues dicen se albergan doce mil personas y dos teatros a los ángulos extremos de la parte de poniente. Luego a la del medio día un gran salón que llaman galería, cubierta de cristales, como los pasadizos, cercado de librerías, tiendas, etc., que en todo tiempo ofrece cómodo aseo a damas y galanes. Más al medio día hay otros dos patios menores que el principal, sin adorno ni atractivo alguno. Se desemponzoñó hace algunos años de las hembras halagüeñas que frecuentaban aquel sitio, pero subsiste la gangrena de los garitos, infinitamente más perniciosa que todas las rameras de las Cortes de Europa juntas. Dicen que el garitero u tahúr en jefe es allí ahora el hijo de un General famosísimo en la guerra de Italia; no me interesaba la averiguación de esta indecencia. Como quiera, esta casa fue uno de los bienes nacionales confiscados cuando la ejecución del célebre Duque de Orleans, llamado Egalité, y el Rey actual parece que va recobrando los nuevos propietarios.

     Sería interminable el apuntar los diversos ramos de industria, ya torpe, ya honestísima que se ejerció en París. Además de la barahúnda y marañas de la Lonja, el comercio general es de gran consideración. Las Artes se hallan remontadas en suma perfección; en las Fábricas, aunque al parecer mal situadas por el subido precio de los jornales, se practican grandes ahorros por medio del Vapor y de otros inventos de la Maquinaria. Sabidos son los adelantamientos de la Imprenta con las prensas peregrinas que cuadruplican, sextuplican, etc. sus tareas, y acarrean la suma baratura de los libros. La litografía suple a las palabras en bronce, en términos que grabados harto finos se ofrecen ahora por la cuarta o quinta parte de lo que costaban hace veinte años.

     El Gobierno generalmente no interviene, ni se necesita, en estos adelantos. El raudal ha tomado este rumbo, con creces diarias y asombrosas, y con tal que no le atajen, ni lo descaminen, sigue y seguirá más y más con nuevos ímpetus su esclarecida carrera. El interés personal, que por otra parte gangrena y desmoraliza los corazones, y también el impulso a la inmensa máquina. En las Artes eminentes la gloria acude a estimular con su embeleso los arranques del egoísmo más al paso que la bastardía va prevaleciendo, aquel móvil generoso, el engrandecedor de la Humanidad, lleva camino de guarecerse pronto y sin rescate, en los versos, en el teatro, en el reino de la ilusión.

     Ya es hora de apersonarnos con el Gobierno. Empezaremos por el cuerpo legislativo. La cámara de los Pares se junta, cual se dijo, en Luxemburgo, sitio desviado, y como por otra parte no suena alguna primera espada en oratoria, se frecuenta poco, y se le mira como una ráfaga que pardea entre los arrabales de poniente. Donde, como se dice, bate el cobre, es en la cámara de Diputados, situada a la mano, con vista de las Tullerías y de los campos Elíseos.

     Hay galerías de preferencia, además de las públicas, donde se entra con billetes, y como tenía yo amistad con M. Gauthier, Diputado por Bañeras, el mismo que de subprefecto retocó mis primeros versos franceses, me pertrechaba a mi albedrío de tarjetilla. La sala es circular, compuesta de nueve bancos en el teatro, concentrados sobre la residencia. Esta tiene alguna elevación; delante de la mesa se halla la tribuna, situación al parecer, natural, pero de que viene a resultar ponerse el Orador de espaldas al presidente, y si este, como está subiendo de continuo, tiene que hacerle algún cargo u advertencia al Orador, o bien para contestarle ha de volver dando la espalda a la cámara, o bien conservando el mismo frente, tienen los contrincantes que entablar un diálogo de cara con pescuezo, y en ambos casos ni una grandísima impropiedad. No sé cómo no se ha echado de ver un inconveniente facilísimo en mi dictamen de evitar, colocando la tribuna a la izquierda de la Presidencia, vuelta un tanto hacia el centro accidental de la pieza. La forma elíptica para colocar la tribuna en uno de los focos sería mucho más ventajosa.

     Como quiera, desde la primera vez, reparé que después de acudir tardíamente como la mitad de los vocales se necesitan redoblados y sonorísimos campanillazos para acallar el incesante murmulo. Apareciose después del ceremonial del acta de la víspera, el Orador, que advertí era muy calvo, y que no lo eran menos tres o cuatro Diputados que había en el espacillo que media entre la residencia y los bancos. Habiéndome entonces asomado al antepecho de mi galería, vi otros cuatro u cinco reunidos igualmente calvos, aunque generalmente jóvenes. Sin duda, dije a una francesa muy entonada que tenía a mi izquierda, discurren muchísimo estos señores -¿por qué dice V.? Me preguntó -porque los veo a todos calvísimos; y como, según ya lo tengo anotado, las francesas no calan ni entienden este género de chanzoneta que llamamos broma, en el cual son tan duchas nuestras damas, ¿y qué, me dijo, el mucho discurrir y el cavilar producen semejante efecto? -tal están en mi país, y así procuré V. explayarse, y no ahincar mucho en objeto, aun cuando fuere algún fashionable, lechuguino, porque la calvez es partidilla muy floja y muy desairada en las hermosas; -ese habla conmigo, me dijo, y sonriéndose y enterándose de mi filiación atendimos luego a nuestro orador.

     Ni el asunto ni el modo se merecieron interesantes, y otro tanto cedió con los que le siguieron, también calvinistas, hasta que se mereció como ministro de la Guerra en demanda de pesetas el roba-cuadros de Murillo y ainda mais, Soult, tan ajeno de raudal, despejo y serio, que se me antojó un boticario de Sigüenza, pidiendo atrasillos y salario al concejo del pueblo.

     Luego habló el presidente Dupin, el cual, aunque bronco y destemplado, se expresa a lo menos con cierto brío y soltura. Estaba por la evacuación de Argel, pero perdió con mucho la votación. La sesión siguiente, donde no me hallé, hubo vaivenes y gritería acalorada sobre puntos trascendentales; y prevaleció el partido de los jaques.

     Sabido es que, como ahora entre nosotros, las decisiones de la 2.ª Cámara pasan a la 1.ª y de allí van al Gobierno. Este, digan cuanto quiera, tiene muchísima pujanza, pues por de contado encabeza la Milicia, que es muy numerosa, y si bien no resultan quejosos, como en otras partes, de injusticias y arbitrariedades, conserva siempre su espíritu guerrero; luego dispone igualmente de todos los empleos civiles, y por consiguiente cuenta con un millón de allegados, teniendo además muy entonadas y expeditas las oficinas.

     No había Ministro descollante Thiers ha compuesto una historia de la revolución que merece aprecio, y habla con despejo, y aunque es pequeñuelo de cuerpo, esto se quita para que sea grandiosa su alma. Rigny estuvo largo tiempo en Cádiz, aprendió el castellano y sabe de memoria el Quijote. No le sé otro realce. Vamos a otro punto de trascendencia.

     ¿Cuál es en las ciudades de Francia la religión? -ninguna en realidad, pues hasta los tercos y emperrados judíos travesean ya, y sus jóvenes se ríen de los Rabinos y sus patrañas, como los filósofos más afamados. Con efecto, la concurrencia en las Iglesias es ninguna para la inmensidad de ochocientos mil habitantes, y sus asistentes, que por lo más son hembras, tienen la creencia prendida con alfileres, contentándose con las vísperas o con nada. Los protestantes acuden más a sus templos, donde observan sumo recogimiento.

     Por el contrario, en las aldeas y pueblos cortos son casi todos en extremo supersticiosos, creyendo en duendes, brujerías y maleficios, con todas las demás ilusiones, que generalmente nuestros aldeanos aventaron ya para siempre.

     No hemos hablado de Periódicos. Salen todos los días un sinnúmero, pero los sonados vienen a ser media docena. El diario de los Debates, declaradamente ministerial, suele parecer unos tártagos mortales, pues muchas veces donde se las promete felices, a lo mejor sobreviene un contratiempo inesperado, y hay que forzar de vela para huir del naufragio. Está siempre bien hablado, y trae artículos preciosos de literatura, el Tiempo es de una oposición moderada, el Nacional descerrajada. Con este perillán quise yo quijotear hasta que nos hiciésemos astillas, como decía el escudero del bosque, pero pensato meglio, envaine V. Seo Carranza. La Tribuna con sus 89 causas entre ganadas, perdidas y pendientes, quedó amordazada. También el Correo francés, que es de los jaques, merece aceptación; y algún otro.

     Además de los políticos, los hay literarios y apreciabilísimos, que salen por semanas, por quincenas, por meses, etc.; tales son la Revista de París, la Europea etc., etc.

     Desde febrero empezó la Exposición y o manifestación, esto es, se franquearon los salones o galerías del Louvre. Con este motivo se cubrieron los cuadros antiguos, entre los cuales hay algunos de la escuela española, para que campease lo nuevecito flamante. Todo París estuvo haciendo pasmarotas ante la muerte de Juana Grey, asesinada por el capricho irracional del monstruo, en cuerpo y alma, Henrique VIII de Inglaterra. La obra, de un tal Laroche, no carece de mérito, pues las figuras se desprenden bien de la tela, y el conjunto ofrece seguramente más vida de la que suele acompañar a los artefactos franceses, pero nada de la perfección cabal, del celeste embeleso de nuestros maestrazos. Tarde piache. Hubo algún otro cuadro apreciable, y entre los infinitos retratos, solo llamó la atención por la copia y por el original el de nuestro ínclito Orfila.

     De cinco en cinco años se celebra en París lo que se llama Exposición general de artefactos mecánicos, o inventos de Maquinaria, Física, Artes, etc. y a mí me cupo impensadamente esta dicha, pues por tal la califico. Se construyeron en la inmensa plaza de Luis XV cuatro grandísimos almacenes, que llamaron pabellones, por supuesto provisionales, cuyo coste ascendió de sesenta a setenta mil duros, para luego despejar el sitio y dejarlo en la forma acostumbrada; pero este desembolso es ventajosísimo para el pueblo, pues la novedad acarrea un sinnúmero de advenedizos que reparten por todas las clases muchos cientos de miles.

     La lista sola, reducida a veces a la mínima expresión de un rengloncillo por artículo, formaba un cuaderno voluminoso que se vendía a las entradas, de donde se deja inferir la imposibilidad de abarcar individualmente, y delinear en un cuadro cabal objeto tan inmenso.

     Empezando por la música, eran innumerabales los pianos de diversas formas, adornos y propiedades; otro tanto sucedía con las guitarras o vihuelas, y los instrumentos de viento. Entre los de Física, me embelesó un espejo ustorio grandísimo y elegantísimo que fundía el metal indómito de la platina en uno u dos minutos. Eran también sinnúmero los paños, telas y demás artefactos exquisitos. Pero llamaban en particular la atención los primores milagrosos de la Maquinaria. Había para bordar aun en realce una máquina que por sí sola tomaba y pasaba alternativamente las hebras adecuadas de diversos colores, para que resultase luego una obra perfectísima.

     Pero un arado fue el que embargó todo mi ánimo. Estaba colgado sobre cuatro ruedas y tirado por una sola caballería; por medio de ganchos que se clavan honda o someramente a discreción del arador, en virtud de la especie de esteva que había en la zaga, iba abriendo de la 18 a 14 surcos, y en poco rato araba así un terreno dilatado, como se había hecho ya el experimento en un campo inmediato al paseo de los Eliseos. Había una arrobadera, instrumento usado imperfectísimamente en Aragón, para trasportar la tierra y nivelar los terrenos, colgada en los términos del arado y tirada igualmente por una sola caballería se veían además millares de herramientas nuevas, como cepillos, formones, gubias, tenazas etc. etc., y así en todos los ramos de las artes mecánicas.

     La estrechez de mis intereses no me permitía dilatar ya mi mansión en París, y habiéndome proporcionando algún dinerillo, traté de dar la vuelta; pero antes quise ver de decantadísimo Versalles, cuya expedición seguramente no puede incomodar al menos pudiente, por la suma baratura con que se ejecuta.

     Hay siempre junto al paseo de los Elíseos, esperando flete o embarque para Versalles, una porción de carricoches con el nombre extravagante de Cucús, donde se encajonan o embuten cuatro, seis o más pasajeros, y todo el armatoste, tirado por una sola caballería siempre al trote, anda en poco rato las cuatro leguas de distancia, pagando cada pasajero (no lo tengas lector por chanza o embuste) la liviana cantidad de una pesetilla.

     Todo el camino, entre quintas y jardines y campiñas arboladas, es una enramada perpetua. La emboscadura del palacio es ostentosa por una gran plaza, a cuyo extremo se aparecen los estafadores que con capa de acompañante se abalanzan a los advenedizos, o más bien a sus pesetas, sin que de nada sirvan para ver el interior del edificio. Este por ningún título puede compararse con el de Aranjuez, y aunque el Parque situado al frente opuesto a la entrada es grandísimo, tampoco iguala a los jardines de la Isla y de la Reina.

     Vimos la capilla, cuyas dos galerías, alta y baja, son hermosísimas por su arquitectura gallarda y elegante, y por sus exquisitos adornos. Junto a la capilla está el teatro, pues para los Franceses los extremos se tocan, y su construcción es bastante graciosa. Hay cuadros de suficiente mérito, y una niña de diez a doce años es la Cicerona o explicadora, siempre por cuanto vos. Visto lo visible, me salí a las verjas y pregunté por la Hora, Cónsul que fue en París, y está allí jubilado, más por las señas que me dieron vivía muy lejos, y volví a preguntar si había por allí cerca algún otro español, y al asunto me acompañaron a casa de un frutero que había sido criado del ex-Consul que acabo de nombrar. Llamábase José Aguirre, y era natural del mismísimo Barcelona, donde se escriben estos apuntes.

     Como hubo madrugón para el desayuno, necesitaba pertrechar el estómago para aguantar hasta la hora de la comida, que era en casa después de las seis. En virtud de esta urgencia, díjele me dispusiera alguna cosilla mientras daba una correría por la parte del pueblo que no había visto, y se conformó sin reparo con mi encargo. Versalles tiene calles anchurosas y hermoso caserío, pero desde que lo desamparó la Corte, está desierto, por no decir solitario. Para que se diviertan los forasteros que lo visitan, suelen siempre por cuanto vos, echar o jugar las aguas pero aquel día, aunque domingo, no las hubo. No será por ahíto u aversión que hubieran cobrado los fontaneros al metálico.

     A la vuelta estaba corriente el almuerzo, que consistió en un tortillón excelente con torreznos, y luego en fruta que para mí es siempre ambrosía de todos los manjares. Llegó la hora de la despedida, intenté satisfacer mi gasto, pero no hubo forma ni arbitrio de que el buen Barcelonés quisiera tomar un ochavo, permitir que se lo diese a su niña para comprarse un juguete; y así en agradecimiento a su agasajo y generosidad, no habiéndome antes visto en la vida, y por contraposición a la canalla estafadora que asalta a los advenedizos, recomiendo entrañablemente a todos los Españoles habidos y por haber la persona y familia de José Aguirre frutero, que vive en una esquina al norte y no lejos del Palacio Real.

     Reembarqueme y embutíme en mi carroza, esto es, el precioso Cucú, y habiéndome apeado en San Cloud, que está a mitad de camino, me entusiasmé con sus agigantados arbolones, con las espléndidas madejas que forman las cascadas o caídas de agua, y en todo, y por todo aprobé y celebré en este punto a Bonaparte que prefería aquel sitio al de Versalles.

     A la vuelta desde allí se atraviesa el bosque de Boloña que me causó tristísimos recuerdos. Un tal Lobo, cuya casa visité mucho en Hellín, y a quien había tratado años enteros en Madrid, después de haber servido con aprecio en la carrera diplomática, vivía avecindado en París con el producto de su patrimonio y de su retiro, y siendo de suyo cobardísimo, le dio la humorada de salirse una noche de su casa, y amaneció el día siguiente muy puesto de frac, de botas etc., pero sin sombrero, colgado de un árbol.

     Después de toda mi expedición, llegué a casa con tiempo de sobras para comer con los demás en la mesa, y el día siguiente, estando ya pertrechado de billete en la Diligencia, fui en busca de mi pasaporte.

     A propósito de pasaportes, un irracional tuvo la vil insolencia de formarme un cargo, que luego acarreó grandísimos consecuencias, de haberme ido la vez anterior a Francia en este papelote. Dio la casualidad de que paraba todavía en mi poder el mismísimo que saqué de España, el cual quiso absolutamente el prefecto de Tolosa se buscase y se me diese para mi regreso, y ¿cómo es dable internarse en un país extranjero sin este resguardo? Y sobre todo ¿qué interés ni posibilidad podía tener para encubrir mi viaje y ocultar mi nombre, siendo ya por donde quiera tan conocido? Volvimos al de París.

     Fui al despacho, oficina o jerigonza llamada de Policía Superior de su Excelentísimo Ministro al frente. Entré en una gran sala atestada de mesas y empleados y al fin unos bancos donde se sientan, pues guarda esa atención, los interesados esperando que les llegue la vez, como en un molino harinero. Las papeleras estaban cuajadas hasta el altísimo techo de legajos con carpetas y rótulos que decían Pasaportes extranjeros, por supuesto acompañados de vil chismografía, de tal mes, de tal año, etc... ¿Es posible, dije yo en mis adentros, que los hombres y sobre todo los magistrados, se dediquen ahincadamente a un ejercicio infame, propio de las damas del Quijote, Doña Tolosa y Doña Molinera, cual es el de escudriñar sin excepción vidas ajenas? Estando en Tolosa el otro año tuve que ir, no sé por qué motivo, al Ayuntamiento, habiendo visto en un gran pliego nombres de Españoles, busqué por curiosidad y hallé pronto el mío; vi luego en la casilla de conducta, que decía buena, y recapacité al instante de si hasta entonces había blasonado de honradez y pundonor, ya debía pesarme, por no merecer la aprobación de tan ruin ralea, por aquello de Iriarte, «cuando el cerdo me alaba muy mal lo debo de hacer. ¿Si saldremos de nuestra policía de París? En fin, con asco mortal, y con amago de vomitar, me armé de mi papelucho, que por entonces fue de valdivia, para Perpiñán.

     Al fin tras una mansión de cuatro meses y cuatro días, en la cual no padecí el más leve asomo de dolencia ni de incomodidad corporal, y en que por otra parte en clima tan lluvioso no hubo más de tres u cuatro días húmedos, y puede andarlo y verlo todo a discreción; por último, el 10 de junio acudí a mi encajonamiento en el armatoste, que por esta vez iba atestado de pasajeros.

     Si mis facultades me hubiesen franqueado medios para tener carruaje, mesa y vivienda grandiosa, y poder frecuentar de continuo los teatros, hubiérame sido violenta la salida de París; pero viviendo con estrechez, se padecen incesantes y amargas privaciones, con tantísimos objetos tentadores como se abalanzan a la vista, y así fue para mí un alegrón entrañable el verme entronizado en mi asiento.

     Por la tarde tuvimos tormenta, pero luego abonanzó el tiempo. Al pronto escasearon las palabras, mientras se tomaban mutuamente un tiento los individuos, pero se fue luego fomentando la conversación, para trampear la primera noche toledana de incesante emparedamiento. Venía un Comandante de Ingenieros que pasaba con licencia a su casa cerca de Bañeras, sujeto instruido con todas materias, y habiéndose suscitado el punto de literatura, opinó desde luego como yo, que a ninguno absolutamente de los actuales aborrizadores de papel en París, se sobrevivirán sus abortos, sino que todos se empozarían con ellos en la tumba.

     Venía también un matrimonio de Tolosa, cuya mujer amabilísima, como se verá después, lejos de causar la más leve incomodidad, amenizaba en extremo la conversación. Eran joyeros y se volvían a su fábrica, habiendo llevado surtidos a la Capital, donde se disfrazan de solariegos artefactos construidos en las provincias, a veces a larguísima distancia.

     Amanecimos en Orleans, donde apenas paramos, y luego desviandonos de la carretera de Burdeos para tomar la nuestra, fuimos disfrutando la vista del país perfectamente cultivado. Después vinimos a pasar por el Done, o como se llame, quinta del harto conocido Taylleran. Allí todo se volvía canales, albercas y arroyos, en fin agua, de donde inferí que el ancianísimo, cojísimo y nada concienzudo diplomático habría nacido bajo el signo de Acuario.

     Se entra después en un país por fértil, de modo que por un espacio de cuarenta o sesenta legas, no se ve otra sementera que la del ralo y fútil centenillo. En muchas aldeas suelen alternar chozas desdichadas con casas medianillas o regulares; y no faltan chiquillas andrajosas que siguen largo trecho y a carrera los carruajes, en pos de algún socorrillo, así como en nuestra Mancha y en otras partes. La aplicación excuso.

     Pasado Tul, donde vimos muchos emigrados polacos; hay una gran cuesta en que el Ingeniero y otro de la comitiva quisieron apearse, y se emboscaron en busca de atajo, por la selva inmediata. Llegamos al punto de reunión donde terminaba el bosque, y los apeados no parecían. Con esto la joyera y otra dama que venía también, sin que mediase por lo puesto el menor influjo de amorío, no cesaron de asomarse a la portezuela con un sobresalto y una impaciencia indecible, de modo que fue preciso hacer alto, y luego se incorporaron los deseados, con lo que todo fue risa y complacencia para las damas. Nunca la correosa machedumbre, esto es, los hombres, tendrían tan entrañable interés por personas recién-conocidas, estando yo muy seguro de que las mismas demostraciones hubieran manifestado respecto de mí, habiéndome rezagado.

     Hicimos noche en Limoges, que era el único descanso que se disfruta en los cinco días mortales de tránsito hasta Tolosa, y la mañana siguiente se nos agregó para corto trecho, un mozo de buena traza que se había separado, o sea desertado, de una especie de colegio militar que parece hay por aquellas inmediaciones. Se mostraba tristísimo, así por le acedo recibimiento que le esperaba en su casa, como por ciertos amores a la antigua que, según confesó después, traía en un pueblo cercano al suyo. ¿No se entretiene V. a ratos, le dije, en componer versos a su adorado tormento? -¡Ojalá supiera! Me contestó candorosamente -puede haber quien supla -¿Y dónde está ese sujeto? -Quizá no se hallará muy lejos, ¿cómo es el nombre la Dulcinea? -Cristina, contestó sonriendose. ¡Ay! Entonces, exclamó el Ingeniero encarandose conmigo, de fuer de Español, no puede V. desentenderse de emplear su musa en obsequio de una tocaya de su Reina; y diciendo y haciendo, sacó su librito de memoria, asió el lápiz y dijo, vaya V. dictando. Dictéle en efecto 16 ó 18 versos franceses, que salieron más regularcillos de lo que yo me prometía, y habiéndose celebrado mucho por toda la encajonada tertulia, arrancó el amanuense el papelillo y se lo entregó afectuosamente al interesado; el cual loco de gozo lo leyó veinte veces y lo guardó en su cartera, diciendo, mañana no es posible, pero pasado mañana no se entregarán sin falta a mi Cristina; y entretanto no cesó de repetir mi nombre, sin duda para que no se le olvidara, mirándome mucho, hasta que llegados a la encrucijada o apartadero, se despidió cortésmente de todos y tomó el rumbo de su pueblo.

     Por fin a la madrugada del último día llegamos a Montaubán, donde paró uno de los compañeros, a quien encargué visitas y afectos para los muchos amigos que tenía allí de mi antigua mansión; y con estos afectuosos recuerdos llegamos al Garona. Mi ánimo era salir sin detención para Perpiñán, pero mientras se descargaba el equipaje, partió la Diligencia, y así fue forzoso esperar hasta el día siguiente.

     Fuime con el Ingeniero a la carilla pero opípara fonda de Pons, cuya dueña es la Eugenia, natural de Cervera del río Alhama, pueblo famoso por sus jaquetones contrabandistas, y como fina Española y pudiente, ha socorrido en repetidas ocasiones a los menesterosos paisanos. Dijome al instante que tenía en su casa a las señoras del insigne Calatrava, a quienes había visitado en Burdeos. Subí inmediatamente a verlas, y tras el alegrón recíproco, quedamos en salir juntos la mañana siguiente.

     Salí a dar vuelta por el pueblo, y a la venida de París, es imponderable lo estrafalario que se me antojaba aquel Tolosota, que en otra época me había parecido tan apreciable. Entre las varias visitas, hice una por las señas que ya me habían dado a mis compañeros de viaje, quienes tenían asombrosa habitación, y habiéndoles tomado unas frioleras, la dama no solo bajó conmigo hasta la puerta, sino que me acompañó por la calle hasta la vista de una casa que iba también a visitar, y no tenía presente a punto fijo, para que no titubease un punto en su busca. Tales son las Francesas.

     A la madrugada nos reencajonamos en efecto, disfrutando de la compañía de mis Extremeñas en carruaje y mesa, y logrando desde luego la hermosísima vista de las inmediaciones del canal de Languedoc, pobladísimas y perfectamente cultivadas por toda la extensión de un dilatado valle o más bien llanada, cuya sementera ya en sazón se iba doblegando a la hoz de las infinitas cuadrillas de segadores, y su movimiento alternativamente acompasado animaba vistosamente el grandioso cuadro.

     Paramos en Carcasona, pasamos de noche el Coll del ... y así no pudimos gozar la perspectiva teatral que ofrece a buenas luces. Vimos el redoblado viñedo del Rosellón, y llegamos temprano a Perpiñán, cuyo paseo, que disfrutamos aquella tarde, nos pareció gracioso y adecuado para la población.

     Las damas, no sé con qué motivo, se detuvieron allí un día, pero yo salí la madrugada siguiente. En la Junquera me temí padecer detención y largo registro, pero no fue así, porque todo se redujo a mera ceremonia. Viendo a los guardas tan atentos, les dije no molestasen a las señoras españolas que debían llegar la mañana inmediata: así lo ofrecieron, y sobre todo lo cumplieron, como lo supe después en Barcelona, por boca de las interesadas. Llegué a Figueras, donde tuve el quebranto de hallar a uno de mis amigos de Madrid, de suyo fogoso y despejado, hecho un terrón de vejez, de achaques y de sinsabores.

     Vinimos a dormir al ínclito pueblo de Gerona, cuya memorable defensa se hace infinitamente más asombrosa con la vista de su situación. Además del inmenso y lozano viñedo que campea por todas partes, los pueblos de la costa, como Arenys, Mataró, etc., son muy aseados y hermosos, disfrutándose por la izquierda la vista del mar, animado por las velas de diversos tamaños que blanquean de trecho en trecho.

     Llegué por fin al pueblo industrioso y placentero de Barcelona, que no había visto en más de treinta años, y que por consiguiente hallé renovado en gran parte y mejorado en todo su conjunto. Publiqué luego en él mi Cotejo del gran Capitán, con Bonaparte, después el Elogio de Cervantes, y varios papelillos que se han ido insertando en el periódico bien conocido, intitulado el Vapor. Barcelona 2 de mayo, cumpleaños de la declaración de guerra contra Bonaparte.



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Adiciones

     Hablando de mi Padre, se me olvidó decir, que era el coplero de las concurrencias del país, y así quien lo hereda no lo hurta dice el refrán; pero media la notable diferencia de que el hijo no es repentista, sino con la tablilla de la pluma y el papel, cuando el padre lo era de boca sumamente ejecutivo.

     En cuando a mis estudios zaragozanos, se me pasó expresar que de 13 a 14 años me gradué de bachiller en una Filosofía, de que ni el catedrático, ni los argumentantes, ni los oyentes, ni yo entendíamos un jota.

     En materia de romantismo, hay que añadir, que lejos de ser invención moderna, tenemos millares de modelos, si merecen este nombre, en nuestros antiguos, y si no, a ver ¿a qué clase pertenecen la Vida es Sueño de Calderón, el monstruoso comedión de los Amantes de Teruel por Montalbán, y otros infinitos?

     En la descripción de París omití el hablar de mi amigo D. Juan Maury, malagueño, que ha traducido varios trozos de poetas nuestros en francés, y generalmente les ha hecho ganar en la versión; mas no le sucede así con Meléndez, en especial el Romance de Rosaura y otros muchos, como él mismo lo manifiesta.

     En cuanto a mis escritos, se me olvidó hablar de la Villancicos que compuse en Valencia, y constando de cinco partes, todas por supuesto en verso, venían a formar una ópera y no muy corta.

     Tampoco hablé de una disertación sobre las Ventajas del rastrillo para sembrar, que mi íntimo amigo D. Martín Garay, siendo Director de la Sociedad aragonesa, hizo imprimir en Zaragoza, por cuenta de aquel cuerpo.

     También se debe añadir que en Barcelona he corregido la traducción del Virrey, Historia natural del Género Humano, he traducido la Historia de la Revolución de Francia por Thiers, las Cuitas de Werther del alemán, y estoy ahora traduciendo la Julia de Rousseau.

     En cuanto a empresas concluidas o proyectadas o principiadas, se pueden contar una traducción de todo el Salustio.

     Un curso de Literatura Castellana, esto es Gramática, Retórica y Prosodia, por un rumbo absolutamente nuevo.

     La Historia Crítica de la Literatura Castellana desde su origen hasta nuestro días; y es mi ánimo escribirla sin abrir un libro, esto es, absolutamente de memoria.

     En cuando a Poesías sueltas, además de los centenares de composiciones que se han publicado en los periódicos de diferentes partes, tengo en mi poder un número suficiente para formar una colección considerable.

     Entre las bosquejadas, hay varios Sainetes, como la Lonja de París; la Bazofia, o el taller de los Comediones; el Logrero, y el Poeta etc.

     De Comedias, La guerra de las Mujeres o las Criticonas; Las Hermanas Rivales; la Bachillera; el Botarate; el Bullanguero; el Cobachuelo en tiempo de Florida-Blanca; el Majadero en su trono, u El Cacique de la Aldea etc. etc.; pero no corre priesa el versificarlas, diligencia que pronto estaría despachada, pues tampoco habría quien las representase, como me está sucediendo con la Fonda de París, comedia en cinco actos, concluida hace ya más de un año.

     Se está imprimiendo la Poética, poema en 12 cantos. Arriba