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Bosquejo de la construcción de América Latina

Jorge Majfud






Una disputa dialéctica antes de la invención de América Latina

Probablemente los rasgos psicológicos más característicos de la diversa América Latina ya estaban consolidados en el siglo XIX. La concepción del poder como eterna fuente de ilegitimidad procede no sólo de la dominación indígena por parte de los españoles sino de estos mismos, que nunca se vieron justamente compensados por la Corona en sus arriesgadas empresas de descubrimiento, conquista y evangelización. En la literatura epistolar del siglo XVI, la queja de los vencedores es una constante; pero la queja -que sobrevive hoy en día en América Latina como práctica estéril- no sustituye a la crítica y menos a la rebeldía, sino todo lo contrario: es una forma penosa de sumisión, de reconocimiento resignado de la autoridad y, en cierta forma, de inmovilismo conservador. Diferente a la colonización norteamericana, América Latina fue conquistada por encargo y bajo rígidas normas controladas por los notarios1; cuando llegó, la recompensa real creó más quejas que agradecimientos. Diferente a la suerte que corrieron los independientes peregrinos del Mayflower, los españoles se encontraron con enormes civilizaciones que no pudieron desplazar, que sometieron y mestizaron a la fuerza2. Abandonaron las despobladas y fértiles tierras del Norte por las más inhóspitas pero pobladas y prometedoras regiones del Sur. Las ilegítimas ganancias del despojo y de la opresión sólo trajeron infelicidad a los conquistadores, el derrumbe económico del Imperio español (obsesión por el oro ajeno, guerras generadoras de grandes déficit fiscales, conservadurismo social, mesianismo religioso, puritanismo racial y cultural, ciego orgullo de los vencedores3) y un trauma histórico en los pueblos indígenas y africanos que apenas pudo disimular el sincretismo religioso.

Pero es durante el siglo XIX, el siglo de las independencias políticas y las creaciones de los nuevos estados, que comienza a gestarse lo que podríamos llamar la «lucha por la identidad» o la conciencia de una existencia propia.

Un ejemplo de este conflicto simbólico podemos abordarlo a través de un ejemplo: la disputa dialéctica de dos argentinos, Juan Bautista Alberdi y Domingo Faustino Sarmiento. El primero nació en Tucumán, en 1810 y murió en París, en 1884. Su amigo y rival, un año después, también en una provincia pobre de lo que sería décadas más tarde la República Argentina: San Juan. Murió en 1888. El primero se doctoró en leyes y alcanzó la fama literaria mucho antes que el segundo. Sarmiento compensó su menor educación formal con una larga carrera política y periodística que culminarían en su llegada a la presidencia de la República en 1868. También fue profesor universitario y reconocido reformador del sistema educativo de su país. Como previó alguna vez, el Sarmiento escritor trascendería al Sarmiento político, al presidente. Su obra más leída y discutida es Facundo, civilización y barbarie, cuya antinomia fue usada luego para innumerables debates que describen mejor la mentalidad de los intelectuales de su época que las categorías culturales identificadas -arbitrariamente- como civilización o barbarie.

Alberdi, en oposición a Sarmiento, no creía en la educación primaria y secundaria como bases para el progreso material sino que atribuía mayor importancia al desarrollo empírico de las industrias manufactureras y de la agricultura4. Esto, que bien puede verse como reaccionario para nuestros tiempos, no lo es tanto si nos situamos a mediados del siglo XIX en algún país de América Latina. Incluso, los inventos que impulsaron el desarrollo industrial norteamericano hasta el siglo siguiente no provenían básicamente de las universidades sino de los talleres de artesanos, desde Tomás Edison hasta Henry Ford, pasando por los hermanos Wright. Ello se debe, entiendo, a que la educación universitaria hasta entonces se basaba en modelos escolásticos de erudición, o en especulaciones enciclopédicas -en el mejor caso- lo cual se había vuelto obsoleto desde hacía siglos en Europa, pero permanecía como modelo de cultura e intelectualidad en muchas universidades, especialmente en España y en América Latina hasta avanzado el siglo XX. La concepción estrictamente «depositaria»5 y memorística de los sistemas tradicionales de educación estaba en desventajas con respecto a las inevitablemente más libres y creadoras de los talleres marginales y de sus inventores autodidactas que, por el contrario, no tenían otro camino que experimentar sobre lo desconocido.

Pese a las notables discrepancias, ambos hombres eran producto de su tiempo y compartían algunos entendidos comunes. En Sarmiento y Alberdi, el liberalismo se genera en una admiración por el desarrollo material de la América anglosajona, en la atribución a España de un sistema y una cultura inconveniente para tales propósitos, más que en un origen filosófico nacido en Francia o en Inglaterra. Ambos propusieron el estudio del idioma inglés, identificando éste con el progreso industrial. De ninguno de los dos se podía esperar una reivindicación de lo indígena, resumido en la expresión de Alberdi, quien rechazaba la identificación de lo rural con lo bárbaro: «en América todo lo que no es europeo es bárbaro»6.




La deconstrucción de un texto

Los primeros documentos que tengamos noticia de la relación entre Sarmiento y Alberdi consisten en unas cartas que conservó este último. En la primera, fechada el 1.º de enero de 1838 y la segunda el 6 de julio del mismo año7. En la primera carta, el joven Sarmiento se dirige a Alberdi bajo el seudónimo de García Román, con un formalismo barroco donde no faltan las muestras de modestia y la admiración hacia el hombre que triunfaba con sus publicaciones y sus lecturas en los salones de la gran ciudad, Buenos Aires. La segunda carta, motivada por la sorpresiva respuesta de Alberdi, gira en torno de triviales problemas sobre técnicas y gramática poética.

Los futuros acontecimientos políticos irán erosionando esta amistad literaria hasta transformarla en enemistad ideológica y personal. Las últimas cartas que podemos encontrar de Sarmiento dirigidas a Alberdi datan de 1852 y 1853. No se tratan de cartas personales, como las primeras, sino públicas y forman parte de la arena dialéctica de la época. Largos alegatos y respuestas que se parecen más al ensayo apasionado publicadas en forma de prospecto, llamaron la atención de los seguidores de uno y de otro. En 1964 Barreiro nos decía que, cuando Sarmiento «afrontó la polémica, perdió todo dominio y fue deslenguado» y cita a Lucio Vicente López, amigo personal de Sarmiento, quien dijo «Si Facundo hubiera sabido escribir, no de otra manera hubiera escrito». Por su parte, Ingenieros resumió la disputa con una metáfora insuperable: «Sarmiento contestó con golpes de hacha a las finísimas estocadas de su adversario»8.

Más allá de estas anécdotas históricas, que por anécdotas no significan poco, hubo entre Sarmiento y Alberdi un choque dialéctico que representa dos visiones diferentes de la realidad iberoamericana del primer siglo de su historia independiente. Los viejos libreros y bibliotecarios nos han legado un mar de escritos y documentos, entre los cuales se encuentra La barbarie histórica de Sarmiento, escrita por Juan Bautista Alberdi en 1875.

Si nos detenemos un momento en este texto encontraremos varias características de esta lucha dialéctica de la época resumidas en sus páginas. La estrategia principal de refutación de Alberdi al autor de Facundo consiste en realizar una lectura del propio Facundo cuyos significados son opuestos a los asumidos en una «primera lectura», es decir, en una lectura en la cual el lector concede a su autor la autoridad de administrar los posibles significados, una lectura que evita el análisis crítico o la deconstrucción semántica, que asume que el texto es la expresión final de un logos revelado de otra realidad -de un contexto- y no parte misma de ese logos sin revelar, parte cautiva de su propio contexto. En un diálogo del contexto político e histórico con el texto Facundo, Alberdi procura descubrir y descifrar un logos propio del texto que termina por contradecir o atentar contra su propio autor. «Mientras el autor pretende haber escrito el proceso de los caudillos -escribe-, el libro demuestra que ha escrito el Manual de los caudillos y el caudillaje»9.

El autor de Facundo, demás, es un adversario personal, pero el texto que procura revelar el nuevo logos, la nueva lectura de un mismo texto, debe presentar este hecho como inexistente o, al menos, irrelevante. No obstante, al inicio Alberdi acusa a Facundo de divagante y a su autor de pedante10. En efecto, puede advertirse, por lo menos, una egolatría especial en los escritos sarmentinos, en su autorrepresentación como hombre elegido por la historia. Incluso como mártir abnegado de la libertad y de la República. Característica que es común en otros líderes iberoamericanos de la época, lo cual nos revela una personalidad que debe ser matizada por los códigos formales de discurso de la época. En la selección hecha por Barreiro y hasta en la antología de Berdiales, basta con leer la entrada de cada discurso para advertir la referencia reiterada al propio «yo» del autor, recurso infrecuente en las letras hispánicas.

Estas compilaciones son de mediados del siglo XX. No obstante Alberdi parece advertirlo ya en las mismas ediciones europeas de Facundo: Sarmiento -nos dice- pone su propio retrato en su libro Facundo «en lugar del de su héroe» y hace bien, porque el nombre de este libro debió ser Faustino11. «El que no lo entiende [a Facundo] al revés de lo que el escritor pretende, no entiende a Facundo absolutamente»12. Es decir, si el texto pretende leer el logos -psicológico y cultural- de Facundo Quiroga, lo que hace en realidad, según Alberdi, es narrar las características de su autor, Faustino Sarmiento. Propuesta ésta que significa una lúcida deconstrucción del texto y una precoz lectura hermenéutica del mismo. Al margen, observemos que el texto en cuestión elude identificarse con un género retórico tradicional, desde donde realizar las lecturas posibles, lo cual lo provee de un valor literario agregado. «He creído explicar la Revolución argentina con la biografía de Juan Facundo Quiroga»13, dice Sarmiento. No obstante, Facundo resiste a la clasificación de un género más o menos claro: es crónica y es ficción, es ensayo y es novela, es un escrito político y proselitista y es la confesión filosófica de un hombre.

Ahora, si nos proponemos el mismo ejercicio hermenéutico que propone Alberdi sobre su propio texto, también podemos advertir otras lecturas de su autor y de su adversario. Podemos entender que Juan Bautista Alberdi leía la historia desde un punto de vista materialista, o proto-materialista, mientras que Domingo Sarmiento lo hacía desde un punto de vista culturalista, supraestructural e, incluso, metafísico. Claro que ambas formas de lecturas no eran desconocidas en la Europa de mediados del siglo XIX, sólo que ninguno de los dos parece advertir concientemente estos mismos códigos de interpretación que cada uno hace de forma libre y personal.




Los conflictos de la Modernidad

Antes de entrar en estas diferencias ideológicas, contextualicemos brevemente el texto en disputa según el paradigma principal de su tiempo: el logocentrismo de la Modernidad. Comencemos con una breve introducción conceptual. Recurriré a un mito de tres mil años de antigüedad -o de lo que queda de él-, el mito griego del Minotauro, porque lo encuentro profundamente significativo para este propósito.

En la leyenda de Teseo, el Minotauro es un producto del pecado, hijo de la esposa del rey Minos, Pasífae, y del toro blanco que Poseidón dio al rey. Poseidón castigó a Minos por negarse a sacrificar al hermoso toro haciendo que su esposa se enamorase de la bestia. El producto de esta unión, el Minotauro, fue encerrado en un laberinto diseñado por el arquitecto Dédalo y alimentado con los cuerpos de los jóvenes atenienses. Dédalo no construye una cárcel o un búnker con gruesos muros -lo cual sería más razonable desde nuestro punto de vista práctico- sino un sistema con una código para su propia vulnerabilidad, lo cual constituye una metáfora de la naturaleza, aparentemente caótica pero regida por un logos difícilmente accesible a los mortales. Por su parte, el Minotauro, no era vegetariano, como podía presumirse de un toro, sino que se alimentaba de carne humana, lo cual significa el castigo permanente de un pecado original, el trauma oculto. Podemos entender este mito como metáfora (como la expresión de una realidad más allá de lo visible) y, por otro lado, como símbolo constructor del pensamiento moderno y luego posmoderno. La modernidad ha sido, precisamente, la confirmación de gran parte de las concepciones griegas, de su propia metafísica de la verdad, como algo que existe en un centro profundo e invisible al cual es posible acceder luego de descubrir el código que el mismo sistema oculta (mecánica de Newton, evolucionismo, marxismo, psicoanálisis, estructuralismo, etc.). El acceso al centro no sólo es el acceso a la verdad sino también a la solución del problema, del problema del sistema y de los problemas que se derivan de él. Una vez Teseo accede al centro, mata al minotauro y escapa. Es decir, resuelve el problema, decodifica, deconstruye y regresa a la periferia. Salirse del laberinto es, finalmente, el proceso de liberación, la que llega después del sacrificio de la verdad. El camino de Teseo es desde la periferia visible hacia el centro invisible. Este centro, a su vez, es la causa de las desgracias de los jóvenes atenienses. El centro aquí, desde un punto de vista psicoanalítico, es el inconsciente; desde un punto de vista epistemológico, es el lugar donde radica la verdad. Desde Heráclito, ésta, la verdad, ha sido siempre «lo invisible», aquello que está más allá de las apariencias o de las consecuencias observables. La «la verdad oculta» que debe ser revelada en el proceso y éste es el «hilo conductor» de un pensamiento, el hilo que usa Teseo para guiarse, para no perderse en su aventura hacia el centro y en su liberación final.

Desde las primeras páginas de Facundo, Sarmiento se lamenta que Argentina no haya tenido un Tocqueville que «revelase» a Francia y a Europa «este nuevo modo de ser que no tiene antecedentes bien marcados y conocidos»14. De esta forma, el educador argentino reproduce así el paradigma de la Modernidad que, en contraste con la Edad Media europea, privilegia y admira lo nuevo sobre lo establecido, la novedad y la creación sobre la inmovilidad, al mismo tiempo que reproduce la mentalidad moderna al confirmar un centro legitimador -Europa, Francia- y, así, consolida otro de los rasgos contradictorios de América Latina: el ser diferentes pero semejantes, el estar en el margen pero mirando hacia el centro, el identificarse con un centro sin pertenecer a él, el construir una identidad en función de la mirada europea.

Sobre la base de estas observaciones, que podemos encontrar en otros escritos de la época en diferentes partes del continente subindustrial, podría decirse que los cuerpos sociales de los países latinoamericanos tuvieron una mentalidad moderna -su clase alta y su clase intelectual, ambas dominantes en el gobierno y en los medios de prensa más populares- sin haber pertenecido a ella, a la Modernidad, sin haberla alcanzado en su realización material, económica y social. Quizás un destello de un pensamiento opuesto y «posmoderno» podemos encontrarlos en Bautista Alberdi, cuando en 1942 dio una conferencia den Montevideo: «No hay, pues, una filosofía universal, porque no hay una solución universal de las cuestiones que la constituyen en el fondo. Cada país, cada época, cada filósofo ha tenido su filosofía peculiar, que ha cundido más o menos, que ha durado más o menos, porque cada país, cada época y cada escuela han dado soluciones distintas de los problemas del espíritu humano»15.

La misma calificación que hemos hecho más arriba de «continente subindustrial» alude a la presencia de un paradigma que ya estaba presente en todo el siglo XIX como modelo social de ser, de éxito y de progreso. Ello quizás sea uno de los aspectos que más diferenció a la sociedad latinoamericana de la admirada y progresista sociedad industrial anglosajona: mientras en el norte las estructuras del poder -económico, político, religioso y cultural- eran la expresión de su base social -anterior aún a la Revolución Francesa y posterior al fracaso de ésta misma16-, en el Sur estas instituciones, reformas y nuevos órdenes, se promovieron desde la cúpula del poder social. Mientras la constitución norteamericana (1787-1791) fue la expresión de un orden social preexistente17, en el sur ésta fue copiada, con admiración, por nuestros mayores líderes políticos con la intención de hacerla prevalecer creando, cuando no imponiendo, un nuevo orden ideal o deseable que aún estaba por formarse. De ahí la trascendencia que el mismo Sarmiento dio a la educación popular, no como medio liberador de una expresión propia sino como una forma de disciplinamiento, de imposición doctrinal que respondía a la ideología «civilizadora» del momento.

De forma implícita, Sarmiento reconoce que el orden social sudamericano no se expresa en sus mejores instituciones democráticas sino de forma opuesta: el hombre individual sobre las instituciones y la Ley, el jefe sobre la asamblea. En Facundo nos dice que los caudillos son el «espejo» de las sociedades que lideran. Por eso, se propone primero detenerse en los «detalles» de la vida del pueblo argentino para luego comprender su «personificación» en Facundo18. Es decir, la «personificación» del pueblo argentino no es la constitución del pueblo ni la cultura industrial del Norte, sino su propio personaje identificado con la «barbarie», con Rosas y con Maquiavelo, quien «hace el mal sin pasión»19. Aquí Sarmiento no abandona su lectura supraestructural de la realidad social argentina -el «espíritu» de un pueblo como formador omnipotente de su propia realidad social-; advierte la diferencia de «carácter» de su sociedad bárbara con la sociedad civilizada, la sociedad anglosajona, aunque no llegue a advertir el proceso de formación de una y de otra ni desde dónde hacía dicha valoración, insistiendo en su proyecto de imponer un modelo sobre una realidad extraña al mismo, de arriba hacia abajo, o directamente recambiando la sangre a través de la inmigración selectiva.

Sarmiento critica la europeización del pasado y como alternativa propone la europeización del futuro, como si uno fuese una deformación de una realidad incambiable y el otro una reformación de una realidad vulnerable. Ve en las biografías escritas sobre Bolívar «al general europeo, los mariscales del Imperio, un Napoleón menos colosal; [ve] el remedo de la Europa, y nada que [le] revele la América»20. Según Sarmiento, los escritores, los biógrafos de Bolívar y de su personaje, Facundo, deformaron sus personas, pintándolos de frac y quitándoles el poncho. Los europeizaron. Esta europeización del pasado es negativa porque no parte de la verdad y niega «lo americano». Si Bolívar fue grande, fue porque surgió del barro, «pero las preocupaciones clásicas europeas del escritor desfiguran al héroe»21. Aquí, Sarmiento no sólo olvida su anterior invocación a un Tocqueville que hubiese revelado con su ciencia al continente sudamericano, sino que volverá a relegar la importancia de «lo americano» cuando elogie a San Martín por su educación europea y su forma de hacer la guerra «según las reglas de la ciencia»22.

Sabemos que Sarmiento vivió encandilado por la civilización europea, primero, y por la norteamericana después; que entendía las diferencias de desarrollo casi exclusivamente como una consecuencia de una «mentalidad», favorable en un caso y desfavorable en el otro. De ahí que pusiera especial dedicación, como escritor y como político, en la educación de su pueblo. Su intento reformador fue un progreso, aún basado en prejuicios que hoy nos costaría asimilar como válidos y que en su raíz representan una dirección ideológica opuesta a la dirección que se pretendía conducir a la sociedad.

Para apoyar los párrafos anteriores bastará con recordar la concepción de la educación del gran reformador argentino, no como forma de liberación o de conocimiento sino de orden, de disciplina social y de obediencia, resumida en el siguiente discurso:

«[...] el sólo hecho de ir siempre á la escuela, de obedecer á un maestro, de no poder en ciertas horas abandonarse a sus instintos, y repetir los mismos actos, bastan para docilizar y educar á un niño, aunque aprenda poco. Este niño así domesticado no dará una puñalada en su vida, y estaré menos dispuesto al mal que los otros. Vdes. conocen por experiencia el efecto del corral sobre los animales indómitos. Basta el reunirlos para que se amansen al contacto del hombre. Un niño no es más que un animal que se educa y dociliza»23.



Sarmiento entiende que educar es disciplinar. El origen de la barbarie está en los instintos (animales) de aquellos seres humanos que no poseen la cultura europea -en caso de ser aptos para ella- o de aquellos otros que no han sido domesticados -en caso de ser naturalmente inaptos, como era el caso de los indios. «Los indios no piensan -escribió el educador- porque no están preparados para ello, y los blancos españoles habían perdido el hábito de ejercitar el cerebro como órgano. [En Estados Unidos] los indios decaen visiblemente -escribió el humanista, con una extraña mezcla de Charles Darwin y teólogo fatalista, producto quizás de sus viajes por Inglaterra y sus antiguas colonias-, destinados por la Providencia a desaparecer en la lucha por la existencia, en presencia de razas superiores...»24.

Domesticar seres humanos para un orden productivo, el cual debería ser dirigido por los más aptos, por la elite civilizada de la gran ciudad, sin perder de vista el modelo europeo, el único modelo posible de civilización. El futuro depende de este disciplinamiento, así como lo mejor del pasado se debió a la influencia de las ideas importadas del centro de la civilización. Idea, a su vez, que Alberdi advertirá y criticará como falsa, negando el entendido común que Sarmiento hace de las causas de la independencia argentina «como un movimiento de las ideas europeas, no de intereses. Movimiento que, según él, sólo fue inteligible para las ciudades argentinas, no para las campañas»25.

Aquí Alberdi no sólo opone los intereses a las ideas importadas, como desencadenantes de la independencia argentina, sino que nos adelanta su crítica a la dicotomía ciudad-campaña expuesta en Facundo. Si para Sarmiento la ciudad representaban la civilización y, por extensión, Europa -o viceversa-, para Alberdi, por el contrario, «las campañas rurales representan lo que Sud América tiene de serio para Europa», es decir, la producción de materias primas26. Lo cual, a su vez, está en concordancia con su idea estructuralista del poder, de la economía y de los intereses.

Esta oposición fundamental en la narrativa ideológica de Sarmiento, ciudad/campo, civilización/barbarie, es tomada como el origen de otras explicaciones pero, al no ser explicada -reducida, según un materialista- por otros factores, resulta en una concepción metafísica del mismo orden que otras dicotomías más comunes como luz/oscuridad, Bien/Mal, etc. Mientras olvida los factores infraestructurales de su realidad social, retoma observaciones propias de un determinismo topográfico y de ahí vuelve a saltar al motor metafísico, supraestructural. De la misma forma que opone la ciudad al campo, la civilización a la barbarie, opone la llanura de la Pampa a las montañas. Teniendo en mente las montañas librescas de Gracia y olvidando las cumbres andinas -para no enumerar las cúspides asiáticas- identifica a una con el despotismo y a la otra con la libertad y la democracia27. Por lo cual, debemos entender, la «libertad» del gaucho pampeano no es una verdadera libertad porque es una libertad bárbara, sin ley.




El método dialéctico de Sarmiento

A partir de esta observación de opuestos -civilización y barbarie- localizada en su contexto, Sarmiento hará un ejercicio intelectual que luego encontraremos en los ensayistas más contemporáneos: una generalización del logos descubierto al resto de la historia. Al comparar la decadencia de los pueblos del interior de la Argentina en el siglo XIX, retoma la propia perspectiva española de la historia, de su lucha contra los moros primero y contra los indígenas americanos después: «Sólo la historia de las conquistas de los mahometanos sobre Grecia presenta ejemplos de una barbarización, de una destrucción tan rápida» escribió, olvidando o ignorando que gran parte de la cultura griega -paradigma de lo clásico y la civilización para un europeo del siglo XVIII- se salvó por la reproducción que hicieron los árabes de muchos de sus textos. (Sin detenernos a considerar que el mayor centro científico y cultural fue Córdoba, en la España mora, cuando en la Edad Media la mayor parte de Europa estaba sumergida en lo que los europeos mismos -los ilustrados- luego llamarían «tiempos oscuros»). Pero aquí el objetivo es identificar la causa del Mal, del atraso espiritual y económico -la barbarie- y referirla en una narración filosófica como un teólogo puede proceder con Lucifer o con el Pecado Original. Una vez más se nos revela el origen metafísico del axioma antagónico: «[...] hay algo en las soledades argentinas que trae a la memoria las soledades asiáticas. Alguna analogía encuentra el espíritu entre la pampa y las llanuras que median entre el Tigris y el Éufrates»28 -cursivas nuestras-. Mucho más adelante, repite su método analítico: «es singular que todos los caudillos de la revolución argentina han sido comandantes de campaña: López e Ibarra, Artigas y Güemes, Facundo y Rosas»29. Por inducción o por mimesis, explica el surgimiento de los caudillos personalistas en las pampas y de los jefes bárbaros de los desiertos asiáticos (omite, obviamente, los caudillos bíblicos de estos desiertos). Seguidamente compara al cruel dictador Rosas con el jefe personalista Mahoma30, como si no hubiesen existido déspotas en muchas otras topografías y en muchas otras culturas, incluidas las europeas. Pero la continuación de la metáfora -y del prejuicio histórico heredado de España y de Europa hacia el mundo musulmán, el otro más cercano- refuerza la imagen arbitraria como un todo coherente en la mente del lector implícito. El gaucho nómada es el árabe del desierto -ambos se estremecen con la poesía-, y, por lo tanto, es la reproducción de la barbarie y del atraso. Al igual que Hostos, el autor de Facundo no cree que pueda «haber progreso sin la posesión permanente del suelo, sin la ciudad, que es la que desenvuelve la capacidad industrial del hombre y permite extender sus adquisiciones»31.

Otro ejemplo del método inductivo de Sarmiento podemos verlo brevemente en su análisis semiótico de los colores, cuando reconoce el color rojo en todos los símbolos bárbaros. Las banderas del «terrorista» José Artigas, las banderas de los africanos del norte, de los japoneses, etc. «Tengo a la vista un cuadro de banderas de todas las naciones del mundo. Sólo hay una europea culta en que el colorado predomine [...]»32. De forma inverosímil, omite mencionar que las banderas de aquellos países que el propio escritor considera la cuna y la vanguardia del progreso y la civilización, como Francia, Inglaterra y Estados Unidos lucían, ya en su tiempo, el rojo en sus banderas. Incluso la bandera tricolor del bárbaro Artigas luce los mismos colores en proporción semejante a la de estos tres países, y es muy probable que el revolucionario se haya inspirado en estos mismos países como lo hizo al redactar su precaria constitución de 1813.

Como vimos, eliminando aquellos elementos que contradicen su «colección inductiva», aquellos datos que no pertenecen al conjunto de indicios semejantes, se logra la suficiente coherencia para provocar la inducción de la idea que estructura la respuesta. Todo método inductivo es incompleto, pero en la forma en que se encuentra manipulado aquí por Sarmiento podemos decir que, además, es un mero recurso retórico, por lo que podríamos llamarlo pseudo-inductivo. Los datos recogidos no inducen una idea en el escritor sino que el escritor manipula los datos con el objetivo de inducir la idea en sus lectores. Como en la teología más tradicional, los datos no deben cuestionar la idea apriorística sino confirmarla; si esto no sucede, no se descarta la idea sino los datos. Algo semejante encontraremos en los textos del siglo XX que analizaremos más adelante. Esta actitud, cuando sale del ámbito de la teología más cerrada, se convierte en política partidaria. Es lo que diferencia a la filosofía de las ideologías.




Deconstrucción y hermenéutica en Alberdi

Podríamos decir que en 1862 Alberdi ya ejercitaba una forma de análisis psicoanalítico, cuando dice que Sarmiento justifica el asesinato del Chacho, porque él fue responsable del mismo. Sarmiento se atribuye triunfos contra sus montoneros pero no su asesinato. Tratando de justificar a su asesino se justifica a él mismo33. «La vida real del Chacho no contiene un solo hecho de barbarie, igual al asesinato que él fue víctima [...] Como la responsabilidad de este acto pesa sobre su biógrafo [Sarmiento] todo el objeto del libro es justificar al autor de ese atentado, por la denigración calumniosa de su víctima. El Chacho, que nunca fue comparable a Quiroga en atentados contra la civilización, ha merecido, según Sarmiento el castigo que no mereció Facundo, por el que se mostró más bien indulgente [...] Que Sarmiento mató al Chacho prisionero es un hecho que él se apropia como un honor, para cubrir su miedo de ser considerado como un asesino cobarde»34.

Luego, desmarcándose una vez más de la controversia personal, Alberdi toma las mismas observaciones históricas de Sarmiento y las refiere a un contexto social preexistente, haciendo de aquello que para su adversario es la causa de los acontecimientos históricos una consecuencia de otros factores estructurales -sociales, políticos y económicos.

Como ejemplo, recordemos la demonización que Sarmiento hace de José Artigas al identificarlo con las fuerzas -no explicadas- del alma rural, del alma bárbara:

La montonera, tal como apareció en los primeros días de la República bajo las órdenes de Artigas, presentó ya ese carácter de ferocidad brutal y ese espíritu terrorista que al inmortal bandido, al estanciero de Buenos Aires estaba reservado convertir en un sistema de legislación aplicado a la sociedad culta, y presentarlo, en nombre de la América avergonzada, a la contemplación de la Europa35.

Como todo bárbaro, como todo terrorista, la lucha del milico de campaña no podía tener un signo positivo para Sarmiento: «Artigas era enemigo de los patriotas y de los realistas a la vez». Su principio era el mal, la destrucción de la civilización, la barbarie. Sus instintos son, necesariamente, «hostiles a la civilización europea y a toda organización regular. Adverso a la monarquía como a la república, porque ambos venían de la ciudad y traían aparejado un orden y la consagración de la autoridad». El bárbaro es anárquico, amante del desorden, que es lo opuesto a la «civilización europea» -salvando la redundancia.

Más adelante Sarmiento nos da otra descripción de lo que entiende por bárbaro. Sin embargo, la definición no se sostiene por sí sola y, por ello, necesita repetidamente identificarse con su esquema apriorístico de opuestos, como el de ciudad contra campaña. Después de narrar cómo Facundo pierde en una lucha con un oficial y luego manda sujetarlo para matarlo con una lanza, Sarmiento concluye: «Y sin embargo de todo esto, Facundo no es cruel, no es sanguinario; es bárbaro, no más, que no sabe contener sus pasiones [...] es el terrorista que a la entrada de una ciudad fusila a uno y azota a otro, pero con economía; muchas veces con discernimiento»36. Lo «instintivo» parecería ser el único rasgo inmanente en la metafísica del bárbaro, rasgo que lo salva y lo condena del juicio del civilizado -para el cual el único crimen tolerable es aquel que se realiza de forma científica, sin importar que por este hecho la muerte sea siempre de mayor escala-. Pero continúa siendo insuficiente.

Tenemos en esta visión que todo puede ser reducido ya no sólo a un rasgo cultural -el de la barbarie rural-, sino a un origen psicológico y hasta biológico: los instintos. Instintos que, como reformador de los sistemas de educación de su país, pretendía dominar, aplacar y someter, como se someten y frustran los instintos de los animales destinados a la producción37.

Haciendo uso de una análisis socio-político, Alberdi explica que la «montonera» de Artigas era rural porque el poder español se había establecido en las ciudades38. Por lo tanto, no es un atributo «natural» de los habitantes de las zonas rurales, de aquellos que no usaban frac y estaban más expuestos a formas de culturas más distantes de las europeas.

Al caudillo de las campañas sigue el caudillo de la ciudad, que se eterniza en el poder, que vive sin trabajar, del tesoro del país, que fusila y persigue a sus opositores [...] No es el caudillo de chiripá, pero es el caudillo de frac; es siempre un bárbaro, pero bárbaro civilizado39.

Alberdi va más allá de la apariencia del frac y del chiripá, de la dicotomía propuesta por Sarmiento, para ver no sólo aquello que pueden tener en común el campo y la ciudad -el caudillismo, el mal, etc.-, sino también el mismo proceso ideológico que es capaz de ordenar estas clasificaciones en provecho de una de las partes: «Los caudillos rurales -escribió- hacían los males sin enseñarlos por vía de la doctrina. Los caudillos letrados de las ciudades los hacen y consagran por teorías que revisten la barbarie con el manto de la civilización»40 (el subrayado es nuestro). Esta lúcida observación, a su vez, podría estar de acuerdo con otra de su adversario dialéctico y que vale por otra definición lúcida del dominio ideológico: «El terror entre nosotros es una invención gubernativa para ahogar toda conciencia, todo espíritu de ciudad, y forzar al fin a los hombres a reconocer como cabeza pensadora el pie que les oprime la garganta»41. Ambas observaciones, está de más decir, trascienden a su propio contexto.

Más allá de este posible encuentro crítico, que sirve igualmente a ambas posturas teóricas, veamos que Alberdi no sólo niega la fuerza decisiva de las ideas como desencadenante de las luchas por la independencia, en base a su lectura materialista, sino que además aporta algunos datos coyunturales del momento, como lo era el casi absoluto analfabetismo de la población de principios del siglo XIX42.

Esta observación no está libre de cuestionamientos, ya que: a) bastaba que las nuevas ideas humanistas motivaran a los caudillos de la época para que sus seguidores actuaran en consecuencia; y b) este conocimiento de las nuevas ideas no necesariamente debían transmitirse de forma escrita -ni siquiera era necesaria una claridad discursiva de estas ideas que, en su fondo, podían resumirse en la cara de una moneda, como de hecho lo fueron más tarde: libertad, igualdad, fraternidad-. Ideas más complejas, como pudieron ser las ideas marxista-leninistas desencadenaron o precipitaron la revolución bolchevique en una Rusia poblada mayoritariamente de campesinos analfabetos.

No obstante, esta objeción no debilita la hipótesis principal de Alberdi -basada en una lectura materialista- sino que, por el contrario, la consolidan. Lo que, por otra parte, demuestra que la observación anterior, aún siendo verdadera o falsa, resulta un ad hoc innecesario en la argumentación dialéctica de Alberdi. Digresión que, en cualquier caso, servía como refutación al adversario dialéctico antes que a la teoría del mismo.




Las raíces de poder

Sarmiento nos dice, en Facundo..., que «[...] el terror es un medio de gobierno que produce mayores resultados que el patriotismo y la espontaneidad. La Rusia lo ejercita desde los tiempos de Iván, y ha conquistado todos los pueblos bárbaros»43. No obstante, Alberdi responderá que Rosas no dominaba a la nación por el terror, sino por sus recursos. «Sin terror la dominan hoy los sucesores de Rosas. No es el terror, medio de gobierno, como dice Sarmiento. Lo es el dinero, la riqueza»44.

Y poco más adelante insiste, poniendo el énfasis en una razón económica y de orden social: «[Sarmiento] cree que Rosas dominaba por el terror y por el caballo. Puerilidades. Dominaba por la riqueza, en que reside el poder»45. Y más adelante confirma su materialismo, mezcla de Karl Marx y Adam Smith: «Si sospechara Sarmiento que toda la naturaleza del poder político reside en el poder de las finanzas, no perdería su tiempo y sus frases en tontas y ridículas teorías»46. «Sarmiento ha demostrado no conocer la naturaleza y el origen del poder [...] No es terrorista todo el que quiere serlo. Sólo aterra en realidad el que tiene el poder efectivo de infringir el mal inmunemente. Rosas aterraba porque tenía medios y elementos de por sí ilimitados; pero no tenía poder porque aterraba»47.

Esta concepción psicológica del origen del poder, que según Alberdi es errónea y maquiavélica, también es denunciada como práctica para imponer un poder de distinto signo que pudiera llevar al país a un grado de civilización mayor, oponiendo fuego al fuego, barbarie a la barbarie, los fines a los medios. Páginas más adelante da algunos ejemplos sobre la barbarie de su adversario dialéctico, citando al propio Facundo de Sarmiento: «[...] el terror es un medio de gobierno que produce mayores resultados que el patriotismo y la espontaneidad». Y luego: «[...] y para reprimir desalmados, se necesitan jueces más desalmados aún. El juez es naturalmente algún famoso (bandido) de tiempo atrás a quien la edad y la familia han llevado a la vida ordenada»48.




La reacción de fines de siglo

Será necesario esperar hasta finales del siglo XIX para encontrar una conciencia que supere los complejos de inferioridad cultural -producto de la rigidez logocéntrica de la Modernidad- de intelectuales como Sarmiento y Alberdi. Esa conciencia revindicadora de lo autóctono se transformará rápidamente en reacción en nuevos intelectuales como José Martí (Nuestra América, 1891), Rubén Darío (El triunfo de Calibán, 1898) y José Enrique Rodó (Ariel, 1900), que prefigurarán las disputas dialécticas del siglo XX, dramáticamente sazonadas por el nuevo contexto de la Guerra Fría y las opresiones tradicionales. José Martí es un claro y lúcido ejemplo de esta reacción contra la tradición europeísta -más que europea- que negaba al indio, al americano y al negro, y en cambio alababa o imitaba lo europeo y lo norteamericano: «Cree el soberbio que la tierra le fue hecha para servirle de pedestal, porque tiene la pluma fácil o la palabra de colores, y acusa de incapaz e irremediable a su república nativa». Y poco más adelante expresa su toma de conciencia sobre la inutilidad del remedo de los intelectuales y reformadores latinoamericanos: «La incapacidad no está en el país naciente, que pode formas que se le acomoden y grandeza útil, sino en los que quieren regir pueblos originales, de composición singular y violenta, con leyes heredadas de cuatro siglos de práctica libre en los Estados Unidos, de diecinueve siglos de monarquía en Francia». Una prueba de esta reacción directa a la tesis de Sarmiento son las siguientes palabras: «No hay batalla entre civilización y barbarie, sino entre falsa erudición y la naturaleza»49. En este escrito -Nuestra América, aparecido en La Revista Ilustrada de Nueva York, en 1891-, Martí no sólo alude a Sarmiento, sino que también niega una dicotomía para crear otra no menos arbitraria, si tenemos en cuenta que no hay «hombre natural» que no esté enmarcado en una cultura, en una forma heredada o construida de sentir y de pensar. Pero significa, desde muchos puntos de vista, la superación de una mentalidad -aunque siempre moderna- por entonces anacrónica.

Sarmiento fue uno de los últimos representantes de los intelectuales que admiraron, durante la mayor parte del siglo XIX, el desarrollo económico y cultural de Estados Unidos y procuraron imitarlo sin éxito. Sin embargo, el creciente predominio internacional del gran país industrial del norte no provocó más admiradores sino, por el contrario, célebres detractores como Rubén Darío, José Martí o José Enrique Rodó, autores que marcarán un fuerte recambio de paradigmas.

Ya en el Facundo de Sarmiento se expresa, de forma explícita, la advertencia del decreciente poder político y militar de Europa. «Rosas ha probado -se decía por toda la América y aún se dice hoy- que la Europa es demasiado débil para conquistar un estado americano que quiere sostener sus derechos»50. El prestigio intelectual del viejo continente permanece inalterado, pero su gravitación económica y política comenzaba a desplazarse a Norteamérica y con ésta la sospecha y luego la confirmación de una nueva forma de imperialismo. El nuevo pensamiento pretendió revindicar la liberación ideológica de un margen con respecto a la dictadura legitimadora de un centro anglosajón; fue la reivindicación de una identidad en construcción y en destrucción permanente; significó una reivindicación, al tiempo que también una reacción. Significó volver la mirada hacia sí mismo, al tiempo que un gesto rebelde y avergonzado, una confirmación de lo propio -en el éxito y en el fracaso- al tiempo que una negación de una creciente y poderosa imagen ajena. Fue una reflexión filosófica y humanística, al tiempo que una actitud política. A partir de entonces, y de forma dramática durante el siglo XX, la dialéctica de oposición y rechazo al otrora admirado modelo anglosajón, se desarrollará más rápido que sus propios sueños y aspiraciones. El gran país del norte, la nueva Roma, ya no será un centro de legitimación positiva sino todo lo contrario: oponerse a sus modelos económicos y culturales pasará a ser una necesidad cultural. La posibilidad de la creación de un modelo propio fue postergada y luego olvidada en el ejercicio de la urgente resistencia. Si la estructura de explotación fue opresiva, la actitud marginal no fue liberadora. El fracaso fue doble. La independencia, incompleta; la lucha por la liberación, una tradición. El orgullo y la insatisfacción, crónicas.




Transformación histórica del término «liberal»

En los orígenes de los países latinoamericanos, sus intelectuales estuvieron mayoritariamente a favor de las reformas liberales. Éstas, de una forma o de otra, se impusieron en parte contra las fuerzas conservadoras, representadas por el clero católico y por las clases terratenientes, a finales del siglo XIX y a principios del siglo XX. Como en otras partes del mundo, los liberales latinoamericanos concebían a la historia y a las sociedades como un proceso evolutivo, siempre cambiante y naturalmente progresivo, krausiano, de menos a más y de peor a mejor. Una concepción (pseudodarwiniana) de la humanidad y una valoración del tiempo que se oponía a la inmovilidad de la iglesia y de la aristocracia semifeudal en el poder.

Sin embargo, también este período histórico coincidió con la pérdida de la referencia norteamericana, del modelo social, económico y cultural que representaban Inglaterra y Estados Unidos. A finales del siglo XIX (como ejemplos, ya citamos a José Martí, Rubén Darío y José Enrique Rodó) esta pérdida de admiración, principalmente motivada por la idea de «fracaso» propio, se transformó en desconfianza primero y en reacción después. De la admiración se pasó al rechazo -cuando no al odio- de la cada vez más poderosa nación industrial del norte. El «anti-imperialismo» referido a Norteamérica comenzó siendo una reacción revindicadora y se perpetuó en una cultura principalmente reaccionaria, alérgica, donde la definición de la identidad propia quedó subyugada a la relación de rechazo hacia «el imperio». Lo cual no quiere decir que no haya existido una relación desigual y de opresión política y económica, sino que el pensamiento latinoamericano no fue capaz de crear una alternativa original y propia.

Junto con este rechazo y desconfianza en las tempranas intenciones imperialistas del Gran Hermano del norte, se rechazó aquellos paradigmas que lo representaban, como lo era, por ejemplo, el liberalismo. De esta forma, observamos cómo en América Latina el término «liberal», que antes connotaba «progres(ism)o», en desmedro de las fuerzas conservadoras, pasó a significar lo opuesto. Pero no sólo se trata de un simple cambio en las fronteras semánticas del término, sino en su correspondiente construcción filosófica e ideológica. Actualmente, en América Latina, los términos «(neo)liberal» o «liberalismo» se oponen a «progresismo». Los dos primeros representan a los sectores conservadores, políticamente denominados «de derecha», mientras que términos como «progresista» se reservan (y se conservan) para identificar a los grupos «de izquierda» -siempre y cuando alguien no problematice su significado ex professo, con intenciones de revindicar un territorio «semánticamente perdido»-. No obstante, en el lenguaje se conserva aún el término «liberal» para significar una actitud personal o moral que es valorada positivamente por la izquierda y de forma negativa por la derecha conservadora. Pero no ocurre lo mismo cuando se usa el mismo término para referirse a una definición política, social o económica. En Estados Unidos, en cambio, el término «liberal» representa al otro extremo del espectro político y moral: representa a la izquierda que se opone a los conservadores de la derecha. Sin embargo, aquí el término «liberal» no ha sufrido grandes modificaciones de sus campos semánticos si lo comparamos con la suerte corrida en el sur, por las razones históricas antes anotadas. Paradójicamente, en la actualidad el término «liberal» es usado por la izquierda (laica y progresista) de América Latina tanto como por la derecha (religiosa y conservadora) de Estados Unidos para descalificar -cuando no insultar- al adversario dialéctico.

Entiendo que no sólo los significados de un término como «liberal» dependen de su contexto simbólico y semántico, sino que además la misma idea (como extensión conceptual y práctica de sus significados) se encontrará dramáticamente alterada en sus efectos según el contexto social en el cual se aplique el mismo modelo. Pero este punto exige un espacio propio de desarrollo, en el cual se analicen las condicionantes culturales en el desarrollo de una determinada práctica con su correspondiente (y no necesariamente preexistente) ideología.

En Carta de Jamaica, escrita en 1815, Simón Bolívar observaba una primera característica de su continente: la desunión. «Seguramente -escribió- la unión es la que nos falta para completar la obra de nuestra regeneración». Esta desunión no sólo se expresó en la partición cada vez más reducida de los futuros países latinoamericanos, expresión del orden social caudillesco, sino en las mismas luchas internas.

Sin embargo, nuestra división no es extraña, porque tal es el distintivo de las guerras civiles formadas generalmente entre dos partidos: conservadores y reformadores. Los primeros son, por lo común, más numerosos, porque el imperio de la costumbre produce el efecto de la obediencia a las potestades establecidas; los últimos son siempre menos numerosos, aunque más vehementes e ilustrados. De este modo la masa física se equilibra con la fuerza moral, y la contienda se prolonga siendo sus resultados muy inciertos. Por fortuna, entre nosotros, la masa ha seguido a la inteligencia51.

Estas luchas entre conservadores y reformistas, con las características atribuidas por Bolívar en su Carta de Jamaica nunca fueron propiedad exclusiva de los países latinoamericanos. Sin embargo, el segundo término -«reformistas»- que hasta finales del siglo XIX fue identidad de los liberales, en el siglo siguiente será apropiado por los grupos «de izquierda», es decir, por los adversarios semánticos de los nuevos «liberales». No obstante este cambio semántico, la estructura social y las características culturales de América Latina no cambiaron de forma tan dramática sino todo lo contrario. Los problemas en discusión siguieron siendo los mismos -pero con un lenguaje diferente.






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