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Brenda

Eduardo Acevedo Díaz



portada



A Concepción



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ArribaAbajoDel editor

La crítica y el romance


En el plan de una nueva edición de las novelas del señor Acevedo Díaz, entró como era de consiguiente el propósito de incluir a Brenda en la colección de sus obras completas. Por orden cronológico, ésta fue la primera producción que dio a luz su autor, expresamente escrita para La Nación de Buenos Aires que la insertó en su folletín, lanzándola más tarde a la circulación en libro.

Esa edición se agotó en poco tiempo, tras de una acogida bien lisonjera para el autor.

Solicitado por nosotros el asentimiento necesario para reimprimir Brenda, conjuntamente con las demás obras del señor Acevedo Díaz, éste nos observó que era su deseo no darle segunda edición, y que la excluía del plan convenido.

No podíamos conformarnos con esta determinación, y nos permitimos insistir en que ella fuese reconsiderada en obsequio a las razones que exponíamos, y que atendibles o no, inclinaron al fin el ánimo del autor en sentido favorable.

En una de sus cartas, el señor Acevedo Díaz nos impuso de los motivos que le habían asistido para no acceder al principio a nuestro reclamo, y nos autorizó para que hiciésemos el uso que juzgáramos más acertado de la precitada carta.

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Hemos creído que algunas de las consideraciones en ella expresadas, tendrían excelente colocación en la portada del libro; y sin vacilar las reproducimos enseguida, como encaje digno del proemio.

Véanse aquí:

«Herido por la censura que niega todo en absoluto, decía en cierta ocasión el malogrado Maupassant, refiriéndose al romance en general:

‘Enmedio de frases elogiosas, encuentro regularmente ésta, bajo las mismas plumas:

-El más grande defecto de esta obra es que ella no es un romance propiamente hablando.

Se podría responder por el mismo argumento:

-El más grande defecto del escritor que me hace el honor de juzgarme, es que él no es un crítico’.

¿Cuáles son en efecto los caracteres esenciales del crítico?

Es menester que, sin partido escogido, sin opiniones preconcebidas, sin ideas de escuela, sin relaciones con ninguna familia de artistas, él comprenda, distinga y explique todas las tendencias más opuestas, los temperamentos más contrarios, y acepte las soluciones de arte más diversas.

Luego, la crítica que, después de Manon Lescaut, de Pablo y Virginia, de Don Quijote, de Werther, de Las afinidades electivas, de Clarisa Harlowe, de Emilio, de Cándido de Cinq-Mars, de René, de Los tres mosqueteros, de Mauprat, de El Padre Goriot, de Colomba, de El rojo y el negro, de Mademoiselle de Maupin, de Nuestra Señora de París, de Salambó, de Madame Bovary, de Adolfo, de M. de Camors, de L'assomoir, de Sapho, y otros, osa todavía escribir: ‘éste es un romance y aquél no lo es’, paréceme dotado de una perspicacia que se asemeja demasiado a la incompetencia.

De muy variadas críticas ha sido objeto Brenda, mi primer ensayo dado a la publicidad asistido acaso de la osadía propia de los fervores juveniles de que fue legítimo fruto; y no pocos de esos juicios alentaron el esfuerzo y favorecieron la obra, juzgándola como un objeto de arte que se somete a la crítica, no subordinada a escuela alguna, ni a propósitos preconcebidos, libre de preocupaciones y tendencias hostiles, según la regla que indicaba como piedra angular de aquélla el inteligente autor de Pierre et Jean; y una crítica así fue la que hicieron entre otras autoridades para mí respetables, Mitre, Vedia, Estrada, Tobal, Magariños, Cervantes, teniendo en cuenta aquella especie de argument fourchu del inimitable romancista.

Los juicios de escritores noveles -y como tales más imbuidos en la moderna teoría- negaron a Brenda en cuerpo y alma considerándola ser extraterrestre o visión vestida de Spirita nacida y fecundada a manera de anémica flor de invierno entre cristales de roca.

Si críticos muy distinguidos, pues, la aplaudieron a su aparición brindándole lisonjeras frases como a doncella que se presenta engalanada de novia, otros la hallaron demasiado poética, romántica, sentimental, casi inverosímil;   —3→   algunos se rieron de sus ideales y castidades; varios censuraron sarcásticamente la rareza de los nombres de los personajes, si bien otros advirtieron que esas extravagancias de detalle no afectaban al plan ni al argumento; no faltó quien afirmase con aplomo que Brenda no era más que un remedo, ¡o cosa peor! de un libro de Víctor Hugo, que yo declaro no conocer, a pesar de haber leído todos los de aquel ilustre escritor; no pocos la consideraron pura fantasía que se esfumaba en la página final como una evocación de poeta enfermo, rubia Mireya sólo propia para exaltar vírgenes soñadoras; en España la reprodujeron de cuerpo entero y pusiéronla en verso y música; del folletín pasó al libro, de éste al folletín de nuevo allende el mar, luego al libreto; ahora vuelve al libro, según las intenciones de usted, para hacerla más sedentaria tras de correr tanto mundo inmaculada y limpia.

Ni por esas la ubicará usted, en mi sentir, y creo que caerá envuelto en mi derrota, ahí al menos, donde ni una sonrisa benevolente la saludó a su aparición.

Y sin que lo que subsigue sea pretender imposibles comparaciones, sino simplemente citar modelos, añadiré este comentario, que no defensa: los malos hados, o críticos, hallaron en Brenda diálogos a semejanza de discursos académicos, amores como idilios vagarosos, escenas propias de dramas líricos, y a la postre cosas que no eran de este mundo; y ninguna de estas cosas han encontrado según parece en el comienzo de El Ensueño del gran Zola que tiene puntos de analogía con el comienzo de Brenda, así como no han creído romántica, ni mucho menos, a la Enriqueta de El desastre; ni han juzgado idealistas los cuadros de Mireya del renombrado Mistral, o algunos diálogos de Pepita Giménez del insigne Valera; o muchas escenas de Sotileza del notable Pereda; o ciertos paisajes romancescos del sagaz Pérez Galdós; y, sin ir más lejos, todas las pinturas de tipos y caracteres en Caramurú del inspirado Magariños Cervantes. Dijeron más: que Brenda no tenía nada de la tierra y del clima, ni siquiera la belleza física, ni pertenecía a escuela literaria alguna, ni merecía el honor de ser leída por su fondo y por su forma.

Era claro. No había que tener presente estas sentencias del mismo infortunado Maupassant a quien mató el propio exceso de vida en el cerebro:

¿Existen reglas para hacer un romance, fuera de aquellas por las que una historia escrita deba llevar otro nombre?

Si Don Quijote es un romance, ¿El Rojo y el Negro es otro? Si Montecristo es un romance, ¿L'Assomoir es también uno? ¿Puede establecerse una comparación entre Las Afinidades electivas de Goethe, Los tres Mosqueteros de Dumas, Madame Bovary de Flaubert, M. de Camors de Feuillet y Germinal de Zola? ¿Cuál de esas obras es un romance? ¿Cuáles son las famosas reglas? ¿De dónde proceden? ¿Quién las ha establecido? ¿En virtud de qué principio, de qué autoridad y de cuáles razones?

Parece, sin embargo, que esos críticos saben de una manera cierta, indudable,   —4→   qué es lo que constituye un romance y qué es lo que a éste distingue de otro que no lo es. Esto simplemente significa, que, sin ser productores, se han enrolado en una escuela y desde allí rechazan, a modo de romancistas ellos mismos, todas las obras concebidas y ejecutadas fuera de su estética.

En tributo a las nuevas corrientes de ideas literarias, ya que no a reglas que no existen ni existir pueden sin desnaturalizar el género que ha reemplazado a la epopeya, yo pude haber trazado, en vez de los de una pulcra doncella, los perfiles que esbocé más tarde en Cata y Ciriaca del Combate de la tapera, en Felisa o Sinfora de Ismael, o en Jacinta, de Grito de gloria, heroínas de chiripá y blusa de tropa que al fin he visto no desmerecen, en osadía al menos, de aquellas heroínas del Ariosto bellas y soberbias, que se andaban a toda rienda en sus bridones por valles y riberas buscando acorrer en el peligro a sus desfallecidos caballeros, combatiendo con sus rivales a espadón y lanza y regresando a las perdidas a sus castillos para mudarse de ropas, si es que alguna buena dueña se las tenía limpias y planchadas.

Pero, si bien es verdad que se modelaban entonces en mi mente esas figuras de realidad palpitante con toda la crudeza de sus formas y el calor de sus instintos, de bronceadas pulpas y cabezas de loba, había antes, y permítaseme la expresión, que castigar la concepción personal del arte, pagando el diezmo al noviciado.

Resultó Brenda vestida de tules, y para los malos hados pareció monja que dejaba el claustro y se aventuraba en un mundo ya muerto para ella en alas de un misticismo que sólo vivía entre cuatro muros, entre rejas, entre éxtasis y salmos, sin lazo ni vínculo alguno con las luchas y tempestades de la vida, sola en sus ensueños virginales, única en sus raptos de deliquio, sin ejemplo en sus austeras castidades, sombra blanca de los lagos de leyenda más que hechura humana de plácida belleza; y como notase que la desconocían y desairaban donde pudo aparecer amable ficción siquiera; que la repudiaban como a ente no esculpido en carne o fundido en molde de vulgar estructura, ocurriósele y en mis adentros la dirigí esta frase, que el gran poeta inglés pone en boca de uno de sus héroes más románticos -y acaso, ¡el más humano!- dirigida a la pobre doncella de dorada cabellera y alma de candores que le brindaba el tesoro de sus cariños entrañables; frase que Salvini dejaba escapar de sus labios con la solemne entonación de una sentencia de muerte: ‘va in un convento!’

Y después de todo esto, ¡quiere usted ser su reeditor!...

Sea. Yo no puedo renegarla por defectuosa que haya venido al mundo, pues que se afirma como verdad que el hijo deforme de nacimiento se atrae mayormente el cariño de su padre, y con especialidad, si el vástago pertenece al sexo débil. No puedo desconocer mi propia obra, aunque la crítica hecha de ella y con la cual se formaría otro volumen, rechace su factura, y no lo dé ubicación bajo clima ni en teatro alguno; pero, al tolerar su reimpresión ha de servirse usted prevenir en la portada   —5→   en Brenda, ya que no es de la tierra nativa ni cosa que se le parezca, lo que mucho siento por la nativa tierra que en mis mocedades me imaginé capaz de todas las purezas y abnegaciones que allí se narran, o de incubarlas y nutrirlas, ha de servirse usted decir, repito, que todo pasa en el ‘país de los ensueños’, y con esto la novela quedará ubicada convenientemente.

Algo más he de pedir a usted que tan buena voluntad ha mostrado en dar segunda vida a mis obras.

Y es que apareje a ésta cuanto antes. Ismael, que según infiero por las críticas tiene fuerte sabor de la tierra, a fin de que los bufidos de su brioso redomón y el estridor de sus espuelas al presentarse como envuelto en ráfagas de pampero, disipen en lo posible la impresión desfavorable de aquellos devaneos infecundos».



Esto dice el ilustrado escritor don Eduardo Acevedo Díaz:

¿Qué podríamos decir nosotros que no fuera pálido ante su frase modelada en estilo clásico, que hace de él uno de los primeros, sino el primero, de nuestros brillantes literatos nacionales?





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ArribaAbajoBrenda

Velut umbra...

En una casa situada en las afueras de Montevideo, a altas horas de una noche de verano que lucía algunas estrellas, y cuyo aire tibio formaba nebulosas con los vapores flotantes de la niebla alrededor de los reverberos, cruzaban por el patio varias sombras calladas e inquietas, personas que andaban sobre la punta de los pies comprimiendo sus alientos y evitando el más leve rumor. Algo grave ocurría. En ese hogar frío, en efecto, una mujer moribunda luchaba aún por conservarse al cariño de los suyos, asida a los últimos hilos de la vida, como quien puede estarlo a las ramas delgadas y flexibles de un arbusto espinoso, que crujen y se doblan por   —8→   instantes, a medida que el cuerpo sin fuerzas y aterido gravita más hacia el abismo. Todo respiraba esa soledad abrumante que invade de súbito el ánimo, y que precede al vacío que deja un dolor severo. En el campo, en las arboledas, en las granjas vecinas no se percibía ruido alguno: tan sólo en la carretera que se extendía delante, las ruedas de algún carro que pasaba, a intervalos, lentamente, interrumpían la quietud de aquellas horas. La casa solitaria parecía una tumba. Pero el espíritu estaba lleno de zozobra y agitado allí dentro, en presencia de un cuadro que se renueva todos los días, y cuya impresión sin embargo no se borra nunca. ¡Tan difícil es acostumbrarse a la idea de que una vez ha de convertirse nuestro cuerpo en polvo, y de que hay un sueño sin ensueños, bajo el dosel de una noche eterna!

El médico había mirado a la enferma, la última vez, desde lejos, con expresión indefinible y actitud helada; esa expresión que indica el deseo de no asistir al último suspiro que la ciencia no ha podido retardar, y esa actitud que denuncia la impaciencia de abandonar un sitio en donde, al olor de la droga del récipe, va a seguirse el más especial aún, de un cadáver. Después había dicho, al retirarse:

-El sistema está muy alterado, y es difícil restaurar por estos medios las fuerzas perdidas...

Velaba el mísero descanso, mudo e inmóvil   —9→   junto a la cabecera, un joven a quien apenas apuntaba la barba, y en cuyo semblante de rasgos acentuados y viriles se esparcía la sombra de una pena rígida. Sus ojos, de un reflejo firme y enérgico fijos en el lecho de la doliente, denunciaban un carácter, a la vez que los profundos anhelos de una pasión filial intensa y concentrada. Con la cabellera revuelta y caída en parte sobre la frente amplia y tersa, el labio contraído y los brazos cruzados, parecía esperar el final de un sueño, precursor de aquel otro sin fatigas ni delirios.

La lámpara arrojaba desde el fondo del gabinete una claridad mortecina. De vez en cuando, él inquiría con solicitud extrema los menores estremecimientos de la enferma, cuya respiración entrecortada no era más que un leve hálito. El rostro de la enferma se sonrosaba a intervalos ligeramente, para recobrar bien presto una palidez marmórea; las mejillas hundidas no tenían ya carnes, y la piel pegada a los huesos, arrugada y seca, permitía ver algunas venas violáceas en donde parecía moverse apenas la sangre. La fría humedad de sus sienes trasmitía una impresión penosa a la mano que buscaba con triste afán el latir de la arteria empobrecida. Notábase en los labios cárdenos un ligero temblor, y era entonces cuando se crispaban las manos surcadas por largas huellas color de plomo, al oprimir la del joven con fuerza misteriosa.

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Desde luego, su sueño era corto y levísimo, a pequeñas treguas. En esos lapsos dolorosos levantaba sus párpados hasta la mitad de las órbitas, y detenía en el rostro del hijo sus ojos azules, iluminados por el delirio. Pero su boca permanecía muda. Ya no articulaba acentos.

Después de las tres operose una reacción favorable. Acordose el joven de que el médico había recomendado cierta dosis de éter para ayudar a reanimar aquel organismo deshecho. Pero las perlas se habían concluido. Alguien le reemplazó en ese instante en su puesto y resolviose a salir. Miró una vez más a la enferma, y de allí se apartó con paso indeciso, como si presintiera toda la amargura que le reservaba el regreso.

Atravesó el patio maquinalmente, en momentos en que descendía más densa la bruma; y a poco viose en la carretera.

¿Adónde iba?

Aquello ya no tenía remedio.

Caso común, pero cuyos efectos sólo se sienten bien cuando lastiman la fibra propia. ¡El dolor personalísimo es, a no dudarlo, el gran dolor comprendido! En esos instantes en que se confunden todos los pesares para formar un solo sufrimiento, grave y profundo, siempre una débil esperanza alienta y consuela, y grato es a quien halaga, el llevarla al corazón de los demás.

Llenó, pues, en la farmacia más próxima el objeto que lo llevaba, y resolvió regresar por   —11→   una calle oscura que abreviaba el camino. Esa calle le era muy conocida. Acostumbraba a transitarla diariamente, cuando iba y regresaba del centro de la ciudad, no sólo porque reunía las ventajas de la recta, sino también porque se la habían hecho interesante ciertas circunstancias y detalles locales, que para otros pasaban inadvertidos. Era la suya, una de esas preferencias excéntricas, que rara vez varían; un hábito constante, y hasta una exigencia del gusto. Por lo demás, la calle, a excepción de una cuadra, compuesta de edificios nuevos y elegantes con jardines al fondo, no presentaba nada de notable; y el mismo número de familias era muy reducido. Nunca se había preocupado, pues, el joven, de descubrir en esa vía solitaria algún rostro bello o cabeza seductora, que sirviese de aliciente a su pasaje cotidiano; la única que llamara su atención, desde un mes atrás, era la de una niña de diez a doce años, blonda, blanca, de correctísimos perfiles, que llevaba luto, y a quien solía ver de regreso de la escuela, o sentada con un libro en las manos, junto a la ventana de una de esas casas airosas y esbeltas a que nos referimos, que el arte moderno erige por encanto en los más apartados sitios. Pero sólo la había mirado como un modelo escultural, digno del más delicado gusto estético, sin sentir otra emoción que la de admiración de la belleza; persuadido, al contemplarla, que la naturaleza superaba al genio del   —12→   artista, cuando hacía obra de filigrana en carne y nervios.

En la noche de que hablamos, si él hubiera retrasado pocos minutos su pasaje por el sitio en que ella habitaba, la habría visto salir a la calle enmedio de la mayor desolación, y correr, hasta perderse en las sombras, arrastrada por una fuerza superior al miedo y al escrúpulo, en busca quizás de un auxilio que consuela siempre a la inocencia, aunque junto a él camine y con él penetre sonriendo irónico en la estancia triste, el ángel del sepulcro.

Debían encontrarse, sin embargo.

Hemos dicho que el joven había resuelto su regreso por la vía solitaria, como andaba aprisa, pronto se puso en ella.

A sus espaldas, las luces de la ciudad dormida formaban en la atmósfera una nube rojiza al irradiar en el impalpable tul de la neblina, que contrastaba con las purísimas líneas de la parte de cielo despejado, hacia el levante, parecidas a pintorescas fajas de un chal de bayadera; y a otro rumbo, tinieblas salpicadas con las últimas estrellas pálidas y temblorosas, cual esas esperanzas que titilan en ciertas horas en la penumbra de la duda.

Una vez en aquella calle, oyó de pronto algunas voces de alguien que se quejaba.

Creyó haber escuchado mal y se detuvo.

Los lamentos se repitieron de una manera distinta,   —13→   y entonces pudo percibir en la vereda opuesta una pequeña sombra, proyectada contra el muro de una casa silenciosa.

No le quedó ya duda de que alguno lloraba allí. Los que sienten el vacío de algo irreparable y se encuentran así al azar, simpatizan sin esfuerzo y danse la mano con cariño. En este encuentro, por atracción instintiva, suele haber un consuelo. El infortunio vincula y a veces forma hermanos.

Al aproximarse, se halló delante de una niña acongojada y llorosa, a quien no impuso el fantasma negro. La luz del farol dio de lleno en el rostro del joven, y en el de ella, que se había vuelto con presteza al ruido de sus pasos.

La niña llevaba luto. Un gran crespón negro cubría su cabeza y algunas guedejas color de oro de su cabello asomaban por las sienes. Tenía el rostro muy bello, aunque cubierto de esa blanca palidez que los organismos delicados conservan desde el albor de la vida.

¿Qué hacían allí aquellas tristes auroras?

Así que el desconocido se acercó, cesó ella de sollozar, clavando en él, sin moverse, sus ojos grandes y oscuros, que enjugaba a veces con el extremo del pañuelo que le servía de cofia.

Ambos parecieron reconocerse.

-¿Por qué llorabas? -preguntó aquél.

Ella ocultó el semblante entre sus manos delgadas y nerviosas, balbuceando algo incomprensible.

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El joven cogió su cabeza entonces con dulzura, y la apoyó en el pecho, sin que la niña opusiera resistencia; pero bien pronto ésta la echó hacia atrás, apartándose suavemente, y dejando ver su semblante inundado por las lágrimas.

-Mi madre está muy mala -dijo.

-¡Ah! Y ¿qué deseas?

-Busco al médico... He llamado a esta puerta mucho tiempo y nadie responde. ¿Es que no vive ahí el médico, señor? ¡Ya estoy cansada de llamar!

Había en su voz toda la confianza ingenua del que espera y reposa en la bondad extraña.

Penetrose el joven de aquella grande aflicción a que su espíritu no era ajeno, pues que se encontraba, por una triste coincidencia, en estado de medir su profunda intensidad.

Era aquélla, en efecto, la casa de un médico.

En letras negras, sobre chapas de bronce clavadas en la madera, se podía leer un nombre y un título.

Veíase luz en el consultorio, a través de las rendijas de la ventana. El médico había vuelto de un sarao hacía pocos instantes.

La niña observaba al compañero que le deparaba la suerte, con honda ansiedad.

Lanzó de pronto un suspiro, mirando al cielo, y murmuró entre un sollozo:

-¡Se hace tarde...! ¿Quiere usted llamar a esa puerta?

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Llamó él en el acto, pero nadie acudió.

La infeliz cogió su mano, agitada y nerviosa, agregando con hondo desaliento:

-Otra vez... A usted tendrán que abrirle.

El joven, callado y adusto, insistió de un modo recio; la puerta permaneció cerrada. En cambio abriose la ventana del consultorio y un hombre apoyó la cabeza en la reja, para examinar atentamente el grupo, tanto como podía permitírselo la semioscuridad del sitio. El joven cambió con él un diálogo rápido y animado. El médico inquiría hechos y causas, de mal talante.

A breve momento, y cuando la niña con las manos juntas, triste y suplicante, asomaba su pálido rostro al rayo de luz, como una tierna imagen de desolación, aquel hombre se negó en términos rudos a socorrer en esa hora la desgracia, cerrando tras de sí la ventana con violencia.

El joven, indignado, reprimió un movimiento de cólera, volviendo a fijar una mirada atenta en las chapas de bronce. Parecía que quería grabar bien en la memoria el nombre allí escrito.

-Es preciso que te vuelvas -dijo luego con calma-. La buena madre querrá que su ángel esté a su lado...

-¿Sin el médico? -prorrumpió la pobre criatura aterrada.

-Pronto será de día, y podrás conseguir que vaya, no éste, a cuya puerta has llamado en vano, sino otro más noble y bueno.   —16→   ¿Dónde vives?

-Usted sabe... ¡Allá!

Y extendió su mano hacia el rumbo que llevaba el joven, dejándola caer con desaliento.

-¡Ah, sí! Recuerdo. Ven.

La niña echó a andar a su lado.

Caminaban en silencio.

De vez en cuando ella se detenía, a pretexto de molestarle alguno de los lindos zapatitos que resguardaban sus pequeños pies, pero en realidad para volver su rostro compungido y observar si la puerta se había abierto. No podía persuadirse de tan cruel impiedad.

Seguía después su marcha, alzando los ojos a su misterioso acompañante, con aire de angustia resignada.

-¿Tienes padre? -preguntó éste.

-Murió en la guerra, hace meses -respondió con melancólica seriedad-. Iba solo y fue al pasar un río.

El joven sintió una conmoción extraña.

-Y ¿cómo sabes tú eso?

-Le hizo recoger herido una buena señora que se hallaba en su estancia y que vio el hecho desde el balcón. Ella nos lo contó todo, después...

-Démonos prisa en llegar -repuso el joven, dominado por una emoción fuerte y penosa, que pareció agravar el estado de su ánimo.

A los pocos momentos, la niña se detuvo a la   —17→   entrada de uno de los elegantes edificios a que hemos hecho referencia. En ese instante, una de las sirvientas, que salía sin duda en su busca, lanzó al verla una exclamación de contento.

-Aquí es -dijo la niña temblando.

La puerta estaba entreabierta. En el fondo de un zaguán de paredes estucadas, percibíase una claridad viva de gas, que alumbraba dos o tres cabezas afligidas.

El joven saludó en silencio a la huérfana, deteniendo en su rostro una mirada dulce y compasiva. Ella entrose mirando hacia atrás con un gesto inexplicable, y los ojos puestos en el joven. Éste se detuvo un instante, hasta ver desaparecer a la pobre rubita en el interior de aquella morada, como la suya, perturbada y triste.

Cuando siguió su camino iba absorto y pensativo. De esa cavilación viose pronto libre, al pasar por delante de una ventana, por cuyos intersticios salía un ligero resplandor. Sintió que la niña lloraba. Apresuró entonces con violencia el paso, como si hubiese oído allá a lo lejos una voz que le llamaba... y se despedía.

Entró bien pronto en el camino de las quintas.

Espléndidas coronas de azul y escarlata habían reemplazado al blanco y tenue rosa del alba; la niebla en descenso se desgarraba en anchos jirones rozando el suelo en caprichosas volutas, y las gotas depositadas en las hojas caían para desvanecerse en el manto de esmeralda de los prados.   —18→   Rumores, estridulaciones, concentos, gorjeos, susurros, armonías semejantes a risas infantiles, luz y calor, vida y movimiento, exuberancia de savia estival, lozanía y brillo de juventud, riqueza de colores y de frutos, músicas y aromas agrestes confundidas: ¡qué hermosa se presentaba la naturaleza en aquella magnífica mañana!...


ArribaAbajo- I -

Zelmar


En el estío de 187... Raúl Henares habitaba en uno de los sitios más pintorescos de las cercanías de Montevideo. La casa quinta ocupaba una posición alta con vistas deliciosas a diversos rumbos, y la circuían bosquecillos de árboles frutales, a su vez resguardados por largas paralelas de sauces de lujoso verdor. La belleza del conjunto, la corrección de los detalles, la armonía de las líneas y la elegancia de las formas, denunciaban en el edificio fuerte, sobrio de adornos y relieves, higiénico y proporcionado, la morada y la obra de un ingeniero de buen gusto y talento. A un flanco, a manera de seto, se extendía   —19→   una línea de tunas e higueras silvestres, lugar de cita de los bulliciosos tordos, que acudían en bandas desordenadas en la época del celo a disputarse sus amores y esparcirse como negros presagios sobre los terrenos de labranza. Al frente veíase el mar, cuyas irritadas olas en días de tormenta cubrían todo el lecho de arenas de las playas para romperse luego contra deformes peñas, asemejándose con sus dilatadas crestas de bullente espuma a considerables escalones de jinetes adornados de penachos blancos, que vinieran a estrellarse a toda brida contra sólidos cuadros de veteranos. Detrás, a poca distancia, divisábase otra hermosa quinta, cuya vegetación simétricamente distribuida, indicaba una mano inteligente y cuidadosa. Enmedio de tupidas arboledas, surgía una casa blanca y risueña, que servía de estancia estival a una familia opulenta, si bien compuesta sólo de dos miembros, según el dato comunicado a Raúl por su doméstico Selim, que en materia de indagaciones minuciosas de vecindad no desdecía de la costumbre de sus congéneres.

Algún tiempo hacía que Raúl Henares habitaba aquel sitio, sin que hasta entonces hubiese tenido ocasión de contraer alguno de esos vínculos pasajeros o durables que la proximidad forma entre personas que residen dentro de una zona determinada.

No le faltaban, sin embargo, deseos de descubrir   —20→   el secreto de la casa solitaria, y el rostro de cualquiera de las dos damas que en ella hacían vida veraniega; pues damas eran, y este detalle, bien importante por cierto, bastaba a azuzar su interés.

Confiaba satisfacerlos por medio de uno de esos encuentros que la casualidad proporciona en la estación de campo, y que no ofrecen el inconveniente de la observancia de fórmulas exigibles en otro teatro.

Él no tenía tampoco motivos de contar con amistades y relaciones francas y familiares. Pocos meses habían transcurrido desde su regreso de París, en donde cursó ingeniería y obtuvo con las mejores notas su diploma.

Los años de ausencia fueron compartidos con Zelmar Bafil, su amigo y compañero de la infancia, a quien una circunstancia imprevista obligara a abandonar sus estudios de medicina al concluir el sexto año. Con él volvió a Montevideo. Bafil se proponía someterse a prueba ante la facultad de Buenos Aires, y recibir en ella su título académico.

Algo debemos decir sobre él, ante todo por exigirlo así el interés de nuestro relato.

Era Zelmar uno de esos raros jóvenes de talento y originalidad, para quienes no presenta rigores la lucha por la vida. Animoso, despreocupado, espiritual y sincero, consideraba el obstáculo, por insuperable que fuera, inferior al esfuerzo;   —21→   su mayor placer consistía precisamente en encontrarse enfrente de lo difícil. Tenía el don de imponerse, o de congraciarse al menos el afecto extraño. Heredero de una valiosa fortuna, confiaba, no obstante, más en sus fuerzas que en su herencia, creyendo que la dignidad personal necesitaba de los golpes de la suerte para acrisolarse y adquirir verdadero temple, del mismo modo que en la edad media sin espaldarazos ajustados y precisos, nadie podía considerarse armado caballero. A favor de este criterio, tenía derecho a pensar que él era una excepción notable entre la muchedumbre de seres opulentos; alcanzaba a penetrarse de la triste inferioridad de la riqueza material ante los triunfos decisivos de la inteligencia y de las grandes pasiones en acción, y de lo mísero y deleznable del orgullo exagerado que imagina enmedio de la abundancia poder más que la idea, única fuerza indestructible que agiganta, glorifica, inmortaliza o avergüenza, humilla y abate al nacer humilde y difundirse después como una ola de luz, por la misma atmósfera en que se remueve y palpita la inmensa vanidad envuelta en estéril pompa.

Sabía de memoria a Saint-Evremont, a Heine y a Alfredo de Musset; pero nunca había ceñido su conducta a las exageraciones de estos últimos. Amaba el placer, sin apurar la dorada copa del sensualismo hasta el extremo de ver la borra en el fondo. Ajustaba el gusto de sus embriagueces   —22→   a cierta regla higiénica; el límite de lo dulce y el principio de lo amargo determinaban la reacción, y lo hacían sobrio. Las uvas habían de gustarse sin hollejo, el licor sin residuos extraños, y la mujer sin impurezas. La ley del goce era el uso conveniente, llevado hasta donde su elasticidad lo permitiera: aquella que podría dar de sí el arco de Eros sin crujidos, o la teoría epicúrea en su acepción legítima.

De inteligencia clara y bello espíritu de observación, bastábale a veces un simple detalle para formular un juicio exacto sobre cuestiones arduas; lo que le hacía decir con gravedad que enhebraba agujas a la luz de las estrellas. Realista por sistema, vehemente por temperamento, su educación científica unida a una voluntad enérgica, templaba la crudeza de sus arranques y el rigor de sus opiniones, y era por esto simpático y atrayente aun para aquellos que no lo conocían. Encauzado en la corriente de las nuevas ideas positivistas, no daba importancia, sin embargo, a la hipótesis, ni aceptaba aquéllas en absoluto, reservándose un criterio individual en la apreciación reflexiva de ciertos problemas sociales y psicológicos.

En medicina nunca se había resuelto a abrazar decididamente sistema alguno; en su sentir debía reposarse en el estudio y observación práctica y constante de los hechos, males y medios. Por el hecho, creía de buena fe que esta ciencia había   —23→   adelantado muy poco desde el tiempo de Hipócrates, constituyendo en sus aplicaciones prácticas una sucesión de esfuerzos, que diferían escasamente en sus resultados; los sistemas no salían del círculo primitivo, y la pericia actual carecía hasta de la novedad y del misterio en que se envolvía la sabiduría antigua. Con este motivo, dirigía una vasta visual a las épocas realzadas por médicos y químicos de genio, desde Herófilo que disecó criminales vivos, según Tertuliano, hasta Boerhaave, que tenía por clientes a los reyes, enseñó clínica y trató en vano de conciliar escuelas discrepantes. Recreábase así su memoria, en conversaciones familiares, en recorrer los dominios de la ciencia, desde sus primeros tortuosos senderos, resucitando nombres ilustres e ideas capitales, que apenas se han modificado al de Asclepíades con su teoría del pasaje de los cuerpos por los poros, y sus remedios-ambrosías, que deberían de ser sin duda alguna, como pastillas de chocolate o cabellos de ángel; al de Paracelso, que en su vida errante estudia la naturaleza en sus mismas fuentes de sempiternos dualismos, mira con altivez a griegos y árabes, echa el primer germen robusto de la química médica y da amplitud a la farmacopea, utilizando las virtudes secretas del reino mineral al de Van Helmont, que rechaza todas las doctrinas, reniega de la medicina, enfermo de sarna, -dolencia que le arranca un empírico con un   —24→   remedio sulfuroso mercurial, que no era por cierto el néctar de Asclepiades-, vuelve a su profesión por la química, como quien vuelve al punto de partida por una senda inexplorada, busca una panacea universal para combatir el absurdo en la ciencia -expedición de argonauta en los reinos de la utopia-, se engolfa en el mar de las dudas y de los misterios, como los soñadores de la piedra filosofal y del movimiento perpetuo, asigna a cada órgano del cuerpo humano una vida diferente, y descubre en vez de la realidad de su ensueño el aceite de azufre y el espíritu de asta de ciervo; al de Hoffmann el Excelso, que se prestigia con su licor anodino, y aumenta el solidismo viviente; al de Stahl, médico profundo, lleno de inspiraciones místicas, químico ilustre, campeón del animismo, que nos exhibe al alma como causa superior, inmediata y directa de todos los fenómenos propios de la vida; y en pos de estos nombres venerables, los de otros muchos, que son como aureolas superpuestas en la cima del monumento que a la ciencia han ido levantando las edades. Todos estos sabios eminentes, a pesar de sus inmensos esfuerzos, no habían conseguido identificarse en ideas y teorías; y sus sistemas han reinado por épocas, sustituyéndose los unos a los otros con igual éxito. La verdad completa en la nobilísima profesión médica no era patrimonio de ninguno.

Bafil hallaba elementos en la fisiología para   —25→   corroborar la opinión de que, aparte de los grandes vacíos que en medicina dejaban tras de sí los debates entre altas autoridades, aún subsistían problemas insolubles, problemas que llevábamos en nuestro organismo, fundados en sus funciones normales. Así para explicarnos el origen de ciertos fenómenos, había que ampararse a una causa vital, tan indefinible, como oscura; y a esa causa desconocida debía atribuirse en la sangre la disolución de la fibrina cuando la vida acaba, el papel de los ganglios desde que se dejó de considerárseles como pequeños cerebros, la actividad nerviosa desde que se redujo a sombra la teoría del fluido eléctrico, los movimientos del corazón y contracciones musculares.

Un velo impenetrable parece cubrir su «razón primitiva y absoluta». ¿Lo habían levantado acaso, Virchow y Bichat, en la misma definición de la vida? La vida explicada como una actividad de la célula, no se nos presenta más definida que cuando se asegura que es el conjunto de las funciones que resisten la muerte. Bernard afirmaba que la causa inmediata de sus fenómenos no se encontraba en la psiji de Pitágoras, ni en el alma fisiológica de Hipócrates, ni en el espíritu de Ateneo, ni en el arjeo de Paracelso, ni en el ánima de Stahl, ni en el principio vital de Barthez: discernía el triunfo a las propiedades vitales de Bichat.

-Yo me permitiré -añadía Bafil-, ir más   —26→   allá que el respetable Bernard; no me quedo con ninguna teoría, y renuncio a comprender aquella causa. No me atrevería a decir, en cuanto a sistemas, que el verdadero sea el fisiológico-medical que hace intervenir el alma como causa y acción en los fenómenos de la economía; o el que atribuye nuestros males a la alteración de los humores; o el que los refiere a las lesiones de las partes sólidas del organismo, porque la difícil e intrincada ciencia de que emanan tales doctrinas, opiniones y sistemas, puede anunciar por boca de alguno de sus intérpretes ante el último que prevalezca con efímero reinado, esto mismo que un profesor anunciaba al frente de uno de sus innumerables trabajos científicos: «Esta memoria anula todas las precedentes».

Lo cierto es que al templo de Esculapio, aquel que tuviera por maestro un centauro, se entra casi siempre con la turbación y la duda en el ánimo; como si la verdad que se busca como norte y guía luminosa del criterio científico se hubiese eclipsado con el centauro entre la obscuridad de la vida y el misterio de la muerte.

Los romanos arrojaban los esclavos enfermos a un islote del Tíber, y a muchos de ellos los curaba allí la naturaleza -médico primitivo, agreste y sencillo-, cuyas poderosas facultades de acción y reacción bastaban a reconstituir los organismos abatidos y desgastados por la ímproba labor. Servir de auxiliares a este médico impersonal   —27→   e irresponsable que propinaba las panaceas en estado de materia prima, y baños en las fuentes a la luz del sol, y oxígeno vital en el aire libre, y alimentos sanos en el seno de los bosques, era ya bastante aun para los grandes maestros.

Ayudándola, seguiremos nosotros como ellos, a tres mil años de distancia. Salvo algunos progresos de detalle, ese largo periodo no nos separa del alfa de la ciencia; aunque muchos se imaginen que hemos llegado al omega.

Eso sí, del cirujano que curaba al gladiador en el spoliarium, al cirujano actual que amputa un miembro sin perjudicar al tronco, la diferencia es notable. La cirugía avanza y se perfecciona para honor del profesorado. La medicina, ha dicho el sabio, mientras se limite al arte de cuidar los enfermos, no es una ciencia: es un tanteo; lo que hace que ella concluya por caer en el capricho y lo arbitrario. Bosquillón, entrando una mañana en su sala, dijo a los estudiantes de su clínica estas palabras tan conocidas. «¿Qué haremos hoy? Mirad, vamos a purgar todo el costado izquierdo de la sala, y a sangrar todo el costado derecho». En cirugía felizmente no hay que buscar «soluciones en las más grandes profundidades de los misterios de la vida», según la frase del mismo sabio; la duda desaparece y cesa la inseguridad. Se sondea y se trabaja en carne viva, se enderezan entuertos y se   —28→   recomponen huesos. La mano del cirujano inteligente que se posa en la gangrena y mutila el miembro, arranca un grito de intenso dolor: pero ese grito es el de la vida que renace y que sólo difiere en el vigor del que lanza el hombre al nacer. En las salas del hospital me he sentido más de una vez indeciso, atribulado y escéptico al fin en presencia de esos casos fatales que provocan la anemia al cerebro o las cavernas en los pulmones, o de pacientes que luchaban brazo a brazo con el ángel negro, sin otro consuelo que relegarse al «islote del Tíber», ni otra esperanza que los aires puros, aguas termales o cambios de clima...

Pero en verdad nunca experimenté satisfacción mayor, ni admiré tanto el poder que dan el estudio y el talento, como en presencia de un enfermo de anemia extrema, cuyas venas eran ya invisibles; cuyo pulso filiforme pasaba de ciento treinta y cinco grados, cuyo rostro lívido y miembros inermes denunciaban pronta terminación; a quien un cirujano grave y tranquilo abrió la vena ya incolora junto a la arteria humeral, sin que de ella brotasen más de dos o tres gotas de sangre miserable, haciéndole la transfusión directa, de otra pura y robusta que llevaba calor al pecho y consuelo a las entrañas; y devolviendo por último a un ruin Lázaro, fresco y lozano a las alegrías del mundo. Tuve desde entonces una fe profunda en estos milagros   —29→   del arte, que suelen operarse con la misma exactitud que un trabajo matemático; y de ahí mi consagración especial a la cirugía, que tan ilustre ha hecho el nombre de tantos apóstoles de la ciencia.

De esta índole eran las conversaciones de Zelmar en ciertos días. Henares le escuchaba atentamente, y se vengaba luego disertando sobre cosas de ingeniería, que le traían preocupado. Los túneles, canales, vías férreas, puentes flotantes, aguas corrientes, nivelaciones, caminos reales y hasta molinos harineros, surgían en fantásticas creaciones como arterías y protuberancias de otro organismo, cuyas formas era necesario modificar en beneficio de nuestras necesidades. La escuela politécnica desenvolvía gravemente sus planos y gráficas demostraciones exactas y precisas, como un contraste a las dudas y vacilaciones que sugerían los problemas de la medicina.

A pesar de estimarse mucho ambos amigos, disentían en modo de ser, y en ideas, a ocasiones, y si bien Zelmar concluía generosamente por ceder, no lo era antes de recordar a Raúl la imagen del filósofo espiritualista para aplicarla al carácter de uno y otro.

-Aunque la comparación es un poco material -decía-, y de ello tiene la culpa el viejo griego soñador, tú eres el caballo blanco, y yo el caballo negro, flotando en los aires: símbolo de inexplicables anhelos y de ideales vagarosos,   —30→   el uno; el otro, emblema de amargas realidades y de dolores positivos. Sabes que van unidos. En vano, con las crines revueltas, las narices dilatadas y el ojo encendido -¡romántico corcel!- el blanco puja por lanzarse al infinito, como si fuera propio perderse en el vacío y servir a nadie de satélite, sin gloria ni beneficio. El caballo negro con el ala firme, tendido el cuello, hinchados los músculos por el esfuerzo -¡bizarra caballería!- puja para abajo, buscando por instinto noble la corteza en que ha de afirmar los cascos. La cordura de la intención tiene que centuplicar sus fuerzas, pues raro es el instinto que supera al de la conservación propia; y por el hecho, el blanco ha de ceder a la larga, antes que lo sobrevenga la cinchera, como se dice en veterinaria.

Por esto, agregaba, no me aflige tu obstinación sobre ciertas cosas, y dejo el éxito al tiempo. No quieres persuadirte de que en la región de los ideales y de las utopías, es donde los espíritus más superiores se mueren de nostalgia. Pero he de vigilarte siempre, mi querido amigo; tú te apasionas y te reservas poco. Los puros y blancos ensueños de la fantasía excitada, no están de más: sirven de velos al pudor, y hasta cierto punto, educan y morigeran el instinto, suavizándolo por algún tiempo; mas no me negarás que al final de los poéticos desvaríos, Venus está detrás de toda esa muselina, y se transparenta... La materia hermosa, fuerte y arrogante, llena de   —31→   fibras templadas y de palpitaciones vigorosas, constantemente mantenidas por un músculo sano y robusto, refractario al histérico y a la melancolía: ahí tienes mi Prometeo. Puede soportar sobre su dorso todo el peso de la vida sin doblar nunca la cerviz. No entiendo de otro modo la grandeza moral. Medita, pues, sobre el hipogrifo negro: él es la lucha, el valor, la fuerza, la audacia, el denuedo, la abnegación, y hasta el pensamiento, de que lo hizo símbolo el filósofo, que buscan afrontarse con todas las más opuestas pasiones, en la adversidad y en el combate, aunque queden desgarradas todas las fibras y disipados todos los sueños; que la existencia es, como debía ser, dada la imperfección de nuestro organismo, un compuesto de pecados y de purezas que acompañan al hombre, en implacable brega confundidos, hasta el borde del sepulcro. No me cansaré de inculcarte que dejes a un lado juicios hipotéticos, y que no te preocupes mucho de lo que no se ve ni se palpa, como hacen los médicos con ciertas enfermedades diabólicas que penetran sin saberse cómo por un órgano cualquiera, y se esparcen a manera de fluido por todo el sistema, destruyendo nervios y tejidos. Mira: tu teoría del alma humana me recuerda a un pobre cisne enfermo, en cuyo albo cuello vi una vez enlazadas con apretados anillos, varias víboras negras. El ave hermosa cuanto infeliz, nívea como la ilusión de una virgen, habíase quedado   —32→   inerte, con las alas tendidas y el pico abierto, ¡mirando al cielo! Pon en la balanza los ideales, las dudas y preocupaciones de nuestro ser, y compara.

-De otro punto de vista -añadía-, tu modo de sentir y tu fe profunda en hechos que vendrán, fuera del cálculo positivo, pero que evidentemente nunca suceden, deben traer perjuicio a tu reputación científica. ¿Qué ha de decirse si no de un ingeniero que se ocupa simultáneamente del idilio, de la espiral, de la curva, de una operación geodésica cualquiera, y de la trama de un poema más o menos dulce y sentimental? ¡Cosas de antaño! Es forzoso reaccionar.

Raúl no se disgustaba por esto, a partir de que su amigo exageraba un poco y lo decía todo con vehemente sinceridad.

Jamás le interrumpía en tales desahogos expansivos, a no ser cuando le ponía en el caso de defender sus actos y resoluciones. De esa manera conservábase inalterable una amistad que databa del colegio, y que no había tenido otra tregua que la de algunos meses de vida militar, antes de su traslación a París, para seguir los estudios de ingeniería.

Por lo demás, Zelmar Bafil era un bizarro joven de veinticuatro años, ojos y cabellos negros, tez de un ligero color moreno, y mirar inteligente y atrevido. Alto, robusto y bien conformado, unía a su persona ese aire de distinción   —33→   irreprochable que viene desde la cuna, que no se compra ni se canjea, que no logra disipar la misma pobreza vergonzante, y que acrece y da su sello especial al hombre en contacto frecuente con la sociedad escogida.

Zelmar se veía diariamente con Raúl.

Caía la tarde de un día caluroso, cuando su voz alegre y vibrante, y el ruido de su break, advirtieron al joven ingeniero de su llegada.




ArribaAbajo- II -

Paso del molino


Encontrábase Raúl Henares inclinado sobre su mesa de estudio, en el gabinete del fondo, observando ciertos diseños y dibujos, cuando Zelmar entró ruidosamente según era su costumbre, exclamando con una voz de un precioso timbre claro y vibrante:

-¡Te haces más misántropo cada día! Deja libros y planos, que la hora de la labor debe haber pasado ya en tu reloj; y vámonos a dar una gira por el camino del puente. La tarde está espléndida, y no acepto excusas.

  —34→  

Sonriose Raúl, doblando lentamente un plano topográfico que había absorbido hasta ese momento su atención, después de oprimir con fuerza la mano de su amigo. Levantose luego y contestó:

-No puedo rehusarme, pues a la par que placer en acompañarte, siento en realidad deseos de movimiento. ¡A tus órdenes!

-Seguiré haciéndote presentaciones de simple vista, y al trote largo del tronco, como quien se limita a indicar los detalles resaltantes de una feria. Ya sabes que nuestros círculos son reducidos, y que no se trata de recorrer aquellas avenidas parisienses en que los rostros diferentes aparecen y se ocultan en un torbellino cada vez más vertiginoso y creciente, enmedio del cual uno concluye por aturdirse. Aquí, el conjunto, por seductor que sea, no absorbe los detalles, y las cabezas encantadoras sobresalen en la confusión, a manera de las altivas copas de palmas diseminadas a lo largo de los bosques que festonean nuestros ríos. Las hay tan erguidas, que para cogerles el fruto, puedo asegurarte que es necesario atacarlas por la base o escalar las cimas con riesgo de vértigo.

-Alguna te obliga a ese criterio.

-Tal vez. No ignoras cuánto me halaga lo difícil.

El break que estaba a la puerta lucía un tronco de magníficos alazanes, primorosamente   —35→   enjaezados, que Selim tenía de las riendas, reprimiendo sus impaciencias y escarceos. Los dos jóvenes se colocaron en la delantera. Zelmar cogió las bridas, agitó el látigo, y la pareja arrancó veloz sacudiendo con brío las crines.

En poco tiempo recorrieron el trayecto que separaba la quinta de la calle de la Agraciada, aun cuando el espacio era considerable. Allí hubo que moderar el paso, ante un crecido número de jinetes, tílburis, landós, cupés y americanas que en pintoresco desorden se dirigían al Paso del Molino.

El break se detuvo junto a un landó ocupado por dos damas, con quienes cambió Zelmar atento saludo. La una de fisonomía semejante a muchas, no preocupó la mirada de los jóvenes; la otra despertó interés en Raúl por más de un concepto. Presentaba una carta de introducción demasiado estimable en su figura.

Era una joven de rostro hermoso y expresivo, cuya mirada viva y brillante partiendo como flecha de luz de dos pupilas negras y profundas, revelaba un pensamiento altivo y una imaginación inquieta; como algo de orgullo y soberbia su labio inferior un tanto saliente, de un encarnado subido, al recogerse para dar paso a alguna sonrisa fugaz y fría, que formaba graciosos hoyuelos en las mejillas tersas de un tinte purísimo, en notable contraste con las obscuras ondas de su cabello.

  —36→  

Elegante, airosa y esbelta, de movimientos rápidos y desenvueltos, esta joven parecía deber atraer, más que por las condiciones de su belleza, por la fuerza y los arranques de su carácter que se reflejaban en el rostro móvil e inteligente cual brillos misteriosos en la superficie de un alma diáfana e insondable. Estas irradiaciones externas de un alma ardiente, hacen presentir a veces un exceso de energía en las pasiones. Imponen o subyugan.

Cuando el carruaje ya se movía, acercó ella su mano blanca de afilados dedos al seno alto y turgente, como para aproximar a su rostro la perfumada flor que habíase honrado con tan delicioso nido; y detuvo sus ojos llenos de reflejos en el compañero de Zelmar con aire de viva curiosidad. Enseguida, la visión pasó.

-Interesante mujer -dijo Raúl-. A juzgar por su figura, creo que de ella me has hablado alguna vez.

-En efecto -contestó Bafil, azuzando el brioso tronco-. Es Areba Linares, sobrado ingeniosa y rara para ser muy sensible.

-No lo parece, y tu frase encierra historia. Concluye el esbozo.

-Siempre que en Areba ha nacido o alboreado siquiera un sentimiento de amor, dícese que ha hecho intervenir una reflexión fría, y ahogádole en germen. De ahí que se le considere como una Medea a su manera, que sofoca   —37→   sin piedad los ensueños o impulsos de su ser. Sus íntimos no la extrañan. Has visto que esa joven es hermosa, atrayente, de luces y sombras dignas de una tela de mérito; debo, por mi parte, añadir que es espiritual, de gustos artísticos y capaz de narrar con talento ciertas historias del centro elegante en que se agita.

-Rasgos de mujer dominante.

-Exactamente. Pero a pesar de todo, ha resistido siempre a la lisonja y al halago, estrellándose las pretensiones de muchos admiradores en su desdén o indiferencia. Esto ha exacerbado todos los anhelos y apetitos, como puedes suponerlo, y preparado campañas cuyo éxito nadie se aventura a presagiar. Ella ríe, y lo hace bien; la escena del mundo es de máscaras. Bajo ese aspecto de su carácter, que es el principal, podría servir de modelo a un literato en libro de sensación.

Conoces el dicho de Rabelais: más vale escribir risas que lágrimas, porque lo propio del hombre es la risa.

-Debería serlo; el error está en atribuirle en propiedad lo que no posee, sino a intervalos, como la naturaleza sus aromas y colores.

-¡Empezó la geometría en el espacio!

-¿Quién es ése que cabalga en dirección a nosotros? -preguntó Raúl volviendo la cabeza hacia un jinete de garbo y brío que sujetaba su corcel junto a un carruaje, en ese instante.

  —38→  

-¡Ah! Ése es mi conocido el doctor Lastener de Selis, que cursó en el extranjero y ahora es médico de moda.

-¿Cirujano notable?

-No diré yo tanto; la preocupación, más que la ciencia, suele hacer la fama de un facultativo. Bien sabes que el hombre de calidades se ve siempre, aunque no se exhiba: me lo figuro delante de una linterna de Rhumkorff bañado de arriba abajo por el chorro de luz eléctrica, y a la muchedumbre en la sombra. Ahí le tienes. No ignoras tampoco que son muchos comúnmente los que se acogen a una profesión cualquiera, con aptitudes o no para su ejercicio o apostolado; no siendo pocos los casos en que los más ineptos llegan a adquirir una posición espectable sobre los idóneos y dignos. Nada sería esto, si la patente no exonerara de reproche serio a la insuficiencia, como la bandera neutral de todo peligro a la mercancía; y de aquí que acaezca que con mejores títulos no otorgados en parte por autoridad falible, véanse algunos en la necesidad de elevar a la altura del mérito propio, a otros de haldas largas y poca ciencia.

Y ¿por qué extrañarlo, si rara vez es la calidad la que se impone? Dicen que en las democracias la mayoría hace ley; pero el beneficio común de las instituciones acarrea facilidades que impiden sobresalir una o más espigas a las otras en el campo de la labor, al menos sin ajarlas,   —39→   y éste es el efecto pernicioso del exceso de virtud que en sí contiene el principio de la igualdad. Así como es de raro el talento de iniciativa y audacia, es de vulgar la acción osada de lo mediocre, a quien auxilia un favoritismo inevitable de circunstancias, o una blandura caritativa y piadosa. Recorre sino la escala de las actividades humanas, desde la política, que se va haciendo una ciencia lucrativa, hasta la última profesión útil, y dime si en rigor predomina o no en cada una de ellas el elemento que reemplaza con el tanteo y la osadía la falta de otros medios superiores en el combate por la existencia. Y volviendo al caso, puedo asegurarte que en su profesión, éste de que te hablo, favorecido en algo por facultades de relativo valor, y en algo por el error común de apreciación, se ha visto de repente en el cuadro de luz, y en él se mantendrá hasta que la novedad de la moda pase. Es rico y ha ocupado elevados puestos. La posición equivale a medio talento.

Henares escuchaba al parecer atentamente, pero en realidad preocupado con algún recuerdo surgido por las palabras de Zelmar. El nombre de Lastener de Selis se mezclaba en su memoria a algún hecho particular de su vida, antes de su viaje a París, de una manera vaga y obscura...

Rodaba el break por un declive cubierto de arena y conchilla, a lo largo de las quintas y   —40→   caprichosos palacios de verano, siguiendo precisamente la huella que dejaba el landó de Areba: Lastener de Selis pasó a largo galope, sujetó bridas delante del landó y descubriose, para seguir luego su carrera hacia el puente.

-¿Inicia él también campaña? -preguntó Raúl.

-Por ahora se reserva. Hay quien le atribuye una pasión vehemente por una bellísima joven llamada a heredar una gran fortuna, calculada en millones. Aparece recién y llamase Brenda Delfor. Te advierto que es huérfana y se halla bajo la tutela de una anciana viuda que la ha adoptado como hija.

Es amiga de Areba, aun cuando difieren notablemente en carácter e inclinaciones. En verdad afirmo que no concibo la alianza de un carácter tan realista con otro sentimental, aun bajo la forma de simple vínculo amistoso. El hecho es que se estiman mucho y se quieren en la misma medida.

-Azuza los caballos -dijo Raúl-, ya que has azuzado mi curiosidad. Deseo encontrar nuevamente los ojos de esa mujer.

Zelmar movió el látigo, riendo en silencio. Los fuertes alazanes en soberbio balance tomaron el gran trote y fueron a detenerse al costado izquierdo del landó.

Ofrecíanse a la vista por todos lados deliciosas perspectivas. Parecían rebosar la animación   —41→   y el placer en las hermosas casas que convierten en un edén aquellos lugares predilectos.

Enmedio de la espléndida vegetación, ornada con las galas primorosas del estío, surgían las delicadas creaciones del arte en forma de elegantes torrecillas, atrevidas agujas, blancas pilastras, airosos pabellones, columnas y capiteles, cuyas formas esbeltas doraba el sol poniente, formando en los cristales de los miradores como enormes planchas de oro con sus fantásticos reflejos. Y más altos que las copas de los grandes árboles cruzados por una banda de luz, distinguíanse los mástiles de cien naves adornados de vistosos gallardetes, meciéndose en suave columpio sobre las aguas de la bahía.

El antiguo puente del Molino y todas las próximas avenidas, puntos concéntricos de la cita, presentaban una animada escena en que se detenían o cruzaban jinetes, carretelas y victorias en perpetua agitación.

El landó de Areba se detuvo breves instantes en el centro de la bulliciosa escena. Luego siguió hacia el Prado, llevando a Lastener de Selis junto a la portezuela. Gran parte de la concurrencia empezó a afluir hacia aquel sitio, en brillante oleada.

El break de Zelmar se estacionó a un lado de la avenida.

-¿No has observado -decía el joven- la expresión rara de sus ojos cuando en ti se fijaron?   —42→   Paréceme que empiezas a herir el sensorio.

-Me exhibo recién, y por el hecho ha de favorecérseme con algunas miradas de curiosidad. Las mujeres están siempre dispuestas a observar con benevolencia lo desconocido; y por otra parte tú has negado a esa joven la facilidad de impresionarse como las demás.

-Así es -replicó Bafil, encendiendo un cigarro habano, después de brindar con otro a su amigo-. La novedad tiene su atractivo. Pero, pensando a veces si Areba sería capaz de alimentar un ideal, me he contestado que en todo caso lo sería un hombre como tú.

-Gracias: ¿volvemos a las singularidades opuestas?

- Precisamente, aquí sucedería lo que en los fenómenos físicos: fuerzas contrarias se atraen. Lo dudoso sería que, por lo mismo, el estrago no fuera la consecuencia final.

-Desecha toda inquietud; el lance parece reservado al doctor de Selis.

Al pronunciar estas palabras, Raúl púsose de pie mirando al extremo de la vía, y añadió:

-Algo grave ocurre allá, pues noto tumulto y dispersión de carruajes y jinetes.

-¡De Selis corre junto a un coche desbocado! -exclamó Zelmar. Vas acertando.

-Vienen hacia aquí. Preparémonos.

En el fondo de la avenida, en efecto, se había producido extraordinario desorden. El landó de   —43→   Areba, saliendo de la confusión con terrible celeridad, hasta el punto de percibirse apenas los rayos de las ruedas y las llantas bruñidas que lanzaban chispas entre una nube de arena, se precipitaba con furia en la avenida, arrollándolo todo al esfuerzo de dos tordillos negros llenos de espuma y de pavor. El conductor había sido lanzado violentamente a una orilla del camino, y rótose la lanza en su delantera en el choque contra el poste de hierro de una encrucijada.

El vehículo, fino y elegante, crujía en el furor de la carrera, a los botes vigorosos de los caballos, despidiendo astillas. Parecía que iba a quebrarse por completo a una nueva sacudida, concluyendo a la vez con la existencia de las dos damas aterradas, que con los brazos enlazados al cuello y la cintura, lívidas y temblorosas, esperaban el minuto fatal del desastre.

A la derecha del landó abríase un foso algo profundo, lleno de agua, y de poca extensión, que precedía a una tapia de escasa altura, cubierta de enredaderas silvestres. Los caballos asustados y heridos en el pecho por las duras astillas del rejón, se dirigieron con ímpetu terrible a la parte del foso, precipitados por las voces y galopes de los que venían detrás.

El doctor Lastener de Selis, a fuer de buen jinete, había logrado por dos veces echar mano del rendaje del tronco desviándolo un tanto del peligro, y desgarrándose con el guante   —44→   la piel; pero en una nueva tentativa, su palafrén cogido por las ruedas se encabritó, negándose a la brida y al látigo.

Todos los ojos anhelantes y los labios trémulos, indicaban la violencia de la emoción. Presentíase un desenlace desastroso. El carruaje rodaba sobre los guijarros con espantosa rapidez y el vuelco era inminente al borde del foso, en donde el más atlético esfuerzo muscular no sería bastante a detener la furiosa carrera.

La desesperación y el vértigo dominaban ya a las dos jóvenes. Una ansiedad profunda, de esas que obligan a velar las pupilas a impulsos del terror, oprimía todos los ánimos. Parecía que todo iba a concluir.

De repente Areba desprendió sus brazos del cuello de su amiga, y arrojó un grito ahogado, extendiendo las manos crispadas y temblorosas hacia adelante...

El break de Zelmar había sido lanzado a escape.

Momentos antes, Raúl había empuñado las riendas con vigor, murmurando:

-¡Van a sucumbir!

-¿Y qué piensas hacer?

- Evitarlo de cualquier modo...

-¡El choque puede ser funesto!

-Verás que no... Fustiga y déjame obrar.

-¡Me vences por esta vez! -exclamó Bafil-. Y bien: ¡sea!

  —45→  

Arrojó un grito enérgico, y descargó el látigo.

La fogosa pareja arrancó como una centella, en formidables sacudidas, bajo la fuerte mano de Raúl, y se dirigió con la violencia de un ariete sobre el tronco de tordillos negros, cogiéndolo por un flanco, con los pechos y la lanza, antes que el landó llegase a la hondonada. El choque fue terrible: uno de los tordillos se desplomó ensangrentado, trabando al otro con el correaje, mientras saltaba en astillas con los bujes y la loriga la delantera del landó ya detenido, y los poderosos alazanes rechazados por el choque, hacían retroceder el break en parte destrozado, para rodar por el suelo destilando, por las narices una espuma de sangre.

La violencia arrancó a los jóvenes de sus asientos, haciéndoles caer de rodillas sobre la arena; pero sólo los valerosos tiros sufrieron los efectos de la fuerte colisión.

Mientras Areba y su amiga recibían oportuno auxilio, ambos jóvenes pusiéronse de pie, estrechándose las manos con cariño. Algunos ligeros rancajos habían dejado en ellas surcos sangrientos.

Zelmar pasose un pañuelo por la frente, y dijo con gravedad:

-Ahora afirmo que eres recalcitrante.



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ArribaAbajo- III -

La losa negra


El dos de noviembre fue un día hermoso y apacible. La afluencia considerable de gente que llenaba por completo las anchas aceras de la calle 18 de julio, en continuo y agitado vaivén, mantuvo por largas horas una animación inusitada en los suburbios y en el cementerio central, punto en que se detenía la concurrencia para rendir ofrendas a los muertos. El itinerario era forzoso, en ese día consagrado por la costumbre popular.

Una cita tácita y solemne reunía en el recinto fúnebre a pobres y opulentos, alegres y tristes, humildes y soberbios, honrados y viciosos, cultos e ignorantes, escépticos y creyentes, cual si todos hubiesen acordado persuadirse una vez más de la nivelación absoluta que de las grandezas y pequeñeces humanas hace la madre tierra al abrir sus antros de eterno reposo. A lo largo del trayecto resaltaban los contrastes que luego se disipan al refundirse en el misterio de la nada; aquellas   —47→   extrañas degradaciones de fisonomías y esa diversidad de trajes que un escritor notaba en antigua ciudad populosa, y que hacían de cada trozo de barrio un mundo distinto, y de toda la zona recorrida una larga escala de costumbres.

Cierto que esto se veía en un teatro más modesto; pero también lo es que por doquiera que more el hombre lo acompañan las diferencias de raza, estado o destino. La blusa del obrero alternaba con la levita del propietario; el sencillo vestido de percal, sin adornos ni crujidos, con el de rica seda; las lujosas prendas y atavíos de raso y plumas negras, con los tenues velos y humildes crespones que cubrían en parte cabezas de jóvenes frescas y lozanas como flores recién bañadas por el rocío. No de otro modo alternaban las coronas tejidas de filigrana de oro y guirnaldas de finas perlas en panteones de regia pompa, con las pálidas rosas y jazmines naturales esparcidos sobre las blancas piedras, dispersos y ya mustios, sin duración mayor que el perfume mismo de una vida, disipado a veces con una ilusión o esperanza en las borrascas de juventud.

De todas las desigualdades en roce, de todas las intenciones en contacto, de tan distintas existencias en proximidad sensible, quizás surgía un pensamiento único y levantado desde el interior de las almas como expresión del culto que cada memoria guarda, y que a adquirir forma semejaría al alto ciprés de apiñadas hojas que remonta   —48→   en los aires su copa melancólica, como símbolo de una plegaria eterna que pide para las tumbas la profunda paz del infinito.

La necrópolis presentaba un aspecto interesante y poético. Por la mañana había caído una ligera lluvia, cuyas gotas cristalinas pendientes de las hojas de los robustos coníferos se deslizaban todavía sobre la arena de las sendas en vívidos cambiantes. Numerosas aves pequeñas mezclaban sus gorjeos en tranquila posesión de los claveles, rosales y madreselvas; las golondrinas rozaban sus negras alas trinando en las cimas de los árboles, y de todos los ámbitos venían ecos y cantos, esparciendo alegre concierto por el fúnebre paisaje. Música menos grave que la del órgano y el salmo bajo las bóvedas de los templos; pero sí dulce, espontánea e inocente con que artistas alados e impecables celebran al despuntar cada mañana la misa solemne de los espacios para terminarla enmedio de la tristeza del crepúsculo; hora en que las leyendas levantan a los muertos y bajan en flébil vuelo los genios invisibles de la noche, a departir con ellos los problemas, que sella dura e implacable la piedra del sepulcro.

Esta presencia de las plantas y de los pájaros, es la sonrisa cariñosa con que la naturaleza reemplaza el recuerdo y la gratitud; pues no son muchos los que conservan de sus ternuras pasadas perfume más delicioso y casto, ni en el   —49→   idioma del corazón frases más suaves y elocuentes que ofrecer como excelso tributo en un canto funeral. La tierra, conjunto de inmensos despojos de los cuales vivimos, acoge los que la piedad sepulta, y se nutre a su vez. La vil materia, que al corromperse da vida a la oruga y llena el aire de emanación mefítica, da también a la raíz de las plantas la fecunda savia que produce embriagante aroma, como si tratase de no repugnar a los vivos perfumando con su espíritu sutil la atmósfera que rodea su miseria; y en el interior de huecos cráneos por donde pasara quizás como un turbión la sangre poderosa y una llamarada el pensamiento, y se anidasen tempestades, concede asilo al ave tímida, emblema del ser impecable, que allí celebra tranquila la noche blanca de sus bodas.

En el día de que hablamos circulaban en numerosas bandas, o aislados grupos, los pequeños cantores del aire, convidándose al amor enmedio de complicados trinos y susurros; mas estos delicados músicos recogiéronse de improviso en los lugares solitarios, y enmudecieron las arpas caprichosas, una vez que allí afluyó la concurrencia humana diseminando por todos los ámbitos el rumor extraño de sus dolores, pasiones y vanidades. Pareció entonces que los muertos se quedaban solos.

Hasta la caída de la tarde, conservó la ceremonia su esplendor. Las clases sociales confundidas   —50→   desfilaron delante de las tumbas cubiertas de galas y ofrendas, a paso mesurado y grave continente múltiples veces, con la oración en los labios y algo de vago, confuso y lejano en el espíritu, que no era sino el fantasma cada día más incoloro y tenue de existencias extinguidas; y con los últimos cánticos sagrados que en graves notas resonaban bajo la cúpula de la rotunda, fuéronse luego retirando en grandes grupos, hasta dejar desierta la mansión del descanso. Sobre sus huellas impresas en la arena quedaron pétalos, cintas negras y verdes hojas, y en los mármoles, jaspes, columnas y mausoleos, a manera de flamantes adornos en un día de fiesta, un cúmulo de coronas y de flores en que rivalizaban la sencillez y el artificio y se confundían laureles, siemprevivas, falsas perlas, doradas placas, cristales límpidos, fragantes ramos, y sueltos nardos y pensamientos, aquí y allá arrojados al pasar, entre lánguidos suspiros. Tras de los últimos grupos que salían, los guardianes empezaron a recoger las guirnaldas de oro que se exhibieran por un momento, y a levantar los paños de terciopelo sembrados de lágrimas de plata, en los pequeños altares de los ricos panteones.

A las siete, sólo se veían algunas personas rezagadas que se movían con lentitud entre los árboles, absortas en la meditación y algún recuerdo reciente y palpitante.

  —51→  

La bella feria había concluido, dejando espacio y soledad al dolor callado de cercana fecha que se increpa y subleva ante el olvido, y esclaviza el ánimo, destemplando una a una todas sus fibras.

Los postrer los rayos solares herían débilmente las cúspides de las pirámides y conos de piedra, y a los profusos rumores del día seguíase en una atmósfera saturada de emanaciones, ese helado silencio que parece surgir de la sombra en que se destacan inmóviles y rectos los tristes cipreses y álamos gigantes.

Uno de aquellos paseantes solitarios, saliendo del segundo compartimiento, más sencillo que el primero en el número y calidad de mármoles y adornos, detúvose a examinar con atención las obras artísticas que dan verdadero realce y suntuoso aspecto a este lugar privilegiado del hermoso jardín fúnebre. Seguía a treguas su paseo, observando acaso que todas las grandes pasiones humanas, como todos los fanatismos, tenían allí su tipo, su símbolo, su atributo: el amor, la amistad, la abnegación, el sacrificio, la gloria, el martirio, como la proeza obscura, las hazañas sombrías, las memorias siniestras, reproducidas a perpetuidad en el granito o en el bronce, antes de haberse olido y acatado el fallo severo e inapelable de la historia, que es la que funde el molde de los inmortales.

Enmedio de este examen minucioso y detenido,   —52→   llamó especialmente su atención de pronto un epitafio modesto, grabado en un sepulcro de basamento negro. Leíase en la lápida un nombre y una fecha. Esta última evocaba recuerdos en la mente de todo aquel que hubiese sido actor en los terribles dramas de las guerras civiles. El paseante parecía hallarse en este caso; le impresionó la cifra, pero el nombre nada dijo a su memoria.

Raúl Henares, que él era, no pudo sustraerse al leer esa fecha de alguna reflexión penosa, como si en realidad el secreto de aquella tumba se ligara en cierto modo con las aventuras de sus primeros años juveniles. No pudo menos que recordar que, en fecha igual, hacía ya mucho tiempo, arrastrado por la corriente de la época y su entusiasmo generoso, combatía en las filas de un partido, creyendo con fervor que el medio violento, como el látigo de Jesús, debía emplearse siempre contra la demencia en el poder; y si algún episodio dramático reproducía constantemente su memoria en ciertas horas, era el de esa fecha grabada en el mármol negro, para él, tan llena de emociones imborrables.

Circuía el sepulcro una verja de hierro, y hallábase al final de una calle de árboles umbríos, separados de trecho en trecho por esbeltas columnas blancas. Nadie había puesto allí una flor, y la pequeña pirámide de jaspe como la lápida tendida en su base estaban desnudas de todo   —53→   ornamento. Mansión aislada, enmedio de tantas ofrendas tiernas y fastuosos homenajes.

Quizás fuera Raúl el único que allí se hubiese detenido. Largos instantes permaneció inmóvil y caviloso, inclinado sobre la verja, con la vista fija en el epitafio. Del sitio al fin se arrancó, para encaminarse a otra tumba que ya había visitado una hora antes, y de la cual parecía querer despedirse al partir.

Apenas cumplido ese deseo, llamaron su atención, a breve espacio, dos personas que se habían detenido junto a un ciprés, y que recién penetraban en el recinto.

Era una de ellas señora ya anciana, de semblante noble y distinguido, a que daba mayor realce una cabellera muy blanca, abierta al medio de la frente surcada por los años. Notábase en sus ojos un cansancio extremo, que su joven compañera persistía en atenuar con cariñosa solicitud, haciéndola aire con un abanico negro, en tanto que la mantenía de la cintura con su brazo izquierdo, apoyada en el tronco del árbol.

Aquella joven era muy bella, y singularmente pálida. Diríase al primer golpe de vista un observador atento, que reunía en su conjunto todos los perfiles y detalles del tipo más selecto y del organismo más delicado. La nítida blancura de su rostro y de sus manos, que hacía resaltar sobremanera un traje negro de irreprochable elegancia   —54→   y sencillez, daba un interés especial a su esbelta figura. Alta y delgada, flexible y donosa, de un pie pequeño y bien modelado, traía al recuerdo ciertas pinturas ideales del arte superior. Tenía el cabello dorado, como el que ostentan las vírgenes de los artistas de genio. Sus hermosas trenzas se descubrían en parte bajo el crespón ligeramente plegado hacia atrás con natural coquetería, y caído sobre una de las sienes.

Sentaba bien esa especie de sombra a las purísimas líneas de su semblante. Parecían al principio negros sus ojos, circuidos bajo los párpados inferiores por ligeras ondas obscuras, pero en realidad eran de un azul sombrío más profundo que el del zafir, de una dulce e inefable expresión, velados por sedosas y luengas pestañas. Notábase sin embargo, en ese rostro, lleno de serenidades y encantos, como un reflejo de pasadas amarguras: acaso de esas que en la historia de los hogares nacen con los supremos infortunios, y no abandonan sino a largos lapsos a un alma capaz de afectos profundos y duraderos.

Raúl experimentó al contemplarla un estremecimiento extraño, una de esas sensaciones rápidas cuyo origen no se explica a veces, que nos domina por completo en un momento determinado, y que concluyen por introducir en el ánimo una preocupación tenaz y persistente.   —55→   Una secreta atracción le impulsó adelante hasta el punto de aproximarse a pocos pasos del interesante grupo.

La anciana parecía haber sido víctima de un ataque inesperado, si bien de leves consecuencias, a juzgar por su aspecto. Tosía con alguna fatiga, y tenía inclinada la cabeza sobre el seno de la joven.

Raúl se acercó, con el sombrero en la mano, y ofreció cortésmente su ayuda, un tanto trémulo e indeciso.

Al eco de su voz, suave y simpático, alzó la joven la mirada sorprendida, fijándola en el rostro de su interlocutor. Algo semejante a un temblor agitó su cuerpo, y destellaron sus grandes pupilas viva luz.

La conmoción había sido recíproca. ¿Unía, acaso, algún vínculo a aquellos dos seres? Los dos se contemplaron breves momentos con cierta ansiedad visible.

Haciendo un esfuerzo para reponerse, la joven rompió por último el silencio, con un acento en que se notaba cierta aflicción:

-Esto no es nada, señor. Pronto pasará.

-Advierto, no obstante, quebranto en esta señora, y quizás pudiera ser útil...

Ella le miró sonriente, viendo venir la reacción, y replicó con dulzura:

-Gracias, ya está bien. Padece un poco, y se empeñó en que viniésemos al cementerio, a pesar de mi resistencia.

  —56→  

-Quería que colocáramos juntas una corona en la tumba de mis padres -agregó luego- como si dirigiese la palabra a un amigo.

-¡Ah! Esta señora, entonces...

Raúl se detuvo turbado. ¿Con qué derecho inquiría cosas íntimas?

-Es mi noble protectora -murmuró la joven con aire de ingenua confianza estrechando contra su pecho la cabeza venerable.

Henares dio un paso atrás para retirarse.

Ella, que le observaba atentamente con esa insistencia singular que revela un interés marcado, dijo en voz baja y triste:

-¿Tiene usted también sus muertos queridos?

-Es cierto. A ninguno excluye esta casa del recuerdo.

En ese instante la anciana levantó la cabeza y aspiró el aire con placer, como si hubiese arrojado lejos de sí un peso intolerable. Parecía no haber escuchado nada. Cuando al divagar sus ojos se detuvieron en Raúl, recién se animaron con un brillo inusitado.

¿Renovó en ella la presencia del joven alguna impresión de otro tiempo, o trájole a la memoria ya debilitada por los años, alguna reminiscencia importuna?

Era posible. La impresión había sido en la joven agradable, casi placentera; pero lo fue en ella de disgusto y desazón.

Sus labios se removieron como para pronunciar   —57→   una frase, y sombreose algo su frente. Todo fue rápido, disipándose en el momento.

La joven se apresuró a decir:

-El señor se ha acercado a nosotras, madre, temiendo fuera grave el accidente.

-¡Ah! exclamó la señora cogiéndose al brazo de la niña y haciendo a Raúl un leve saludo. Agradezco mucho, caballero...

Henares inclinose y se alejó lentamente.

Ningún transeúnte se veía en los senderos, y empezaban a tenderse las primeras sombras, Raúl se paró en el extremo de aquella calle silenciosa que conducía a la puerta de salida, sobre cuya arcada una campana de bronce enviaba por intervalos al espacio como un eco de oraciones. Desde allí se volvió para mirar otra vez a las dos damas y conocer el término de su excursión solitaria. La joven le miraba también, de pie junto a una verja.

Como lo había supuesto, sin darse clara razón de ello, se habían detenido delante del sepulcro, ante el cual meditara él momentos antes, y en cuya lápida negra había leído este nombre, junto a la fecha que tanto le preocupó: Pedro Delfor.

Coincidía este detalle, insignificante al principio, con otro que acababa de suscitarle viva sospecha. En la corona de aromas y jazmines que la joven llevaba al brazo, vio inscrito en un corto lazo de seda negra, este otro nombre: Brenda.

  —58→  

Sabía, pues, lo bastante. Aquella joven debía ser la amiga de Areba, y la misma de quien le había hablado Zelmar, en su paseo por el puente del Molino. Algo más. Imaginábase haberla visto en sueños; haberla conocido un día. ¿De dónde provenía esta creencia? Era una alucinación quizás. Algunos años de ausencia de su país, en el que aún era desconocido, no le habían dejado el derecho de mantener vínculos y afectos duraderos. ¡Casi todo era extraño y frío para él! Las memorias de su hogar ya disperso, y de los primeros años de su juventud, consagrados a las aulas, y en parte a los azares de la vida militar, fuera lo único que llevase al extranjero, para traer en cambio a su regreso un caudal de ciencia y de ricos sentimientos que le asignasen un puesto meritorio en la sociedad de su patria.

Su corazón estaba entero; respiraba grandes alientos. Un carácter firme y enérgico, una voluntad resuelta y tenaz en los propósitos, como en la acción, lo habían preservado de las grandes corrupciones morales y de las costumbres pervertidas.

Sentíase con aptitudes para dar temple a sus pasiones, como a un acero que ha de recibir choques; cualidad nada vulgar que denuncia en el ánimo una guardia permanente. Así, cuando más de una vez se le había ocurrido penetrarse y leerse a sí mismo, mérito raro en todos los tiempos, se halló siempre intacto como espada de fábrica   —59→   que espera la hábil diestra que ha de esgrimirla.

En aquellos instantes, bajo una emoción desconocida, que podía traducirse efecto de causas complejas, mediatas y lejanas, en que se delineaban confusos recuerdos junto a nuevas perspectivas para su espíritu, presintió las delicias del amor, y los azares y vicisitudes de una lucha. Regocijose de su fortaleza, que el estudio de las matemáticas había coronado de sólidas almenas; sin pretender por esto que él fuese uno de los tipos más aptos para disputar el triunfo sin contrastes en la batalla de la vida. ¿Qué armadura de carne resiste a ciertos golpes morales, lanzadas sutiles de la suerte, que penetran en el pecho sin arrancar una gota de sangre? Ninguna, bien lo sabía. Pero tampoco él ignoraba que la facultad de descubrir la intención en el pensamiento de los que pueden dañarnos, era una coraza incontrastable ante la cual tenían que embotarse los mejores proyectiles.

Al asaltar, pues, su ánimo aquellos presentimientos, sintió la necesidad de recogerse, de medir nuevamente sus fuerzas y de concentrar una mirada investigadora en los puntos obscuros o dudosos de la escena que se abría ante sus ojos.

Íbase pensativo, en verdad preocupado.

Cuando subió en su carruaje, notó la presencia de un lacayo, que se paseaba en la plazuela, junto a una elegante victoria.

  —60→  

-Pertenece a las señoras que acaban de entrar -dijo Selim- observando su interés.

-Lo presumía. ¡En marcha!




ArribaAbajo- IV -

Un punto matemático


Mientras rodaba el carruaje hacia la quinta, tentado estuvo Raúl en diversas ocasiones de ordenar a Selim que esperase la victoria para seguir su rumbo. Pero, antes de dejar la calle de Yaguarón, el experto sirviente, adivinando lo que pasaba por el ánimo del joven a quien había visto asomarse varias veces por la portezuela, inquiriendo algo en el trayecto recorrido, aventuró una frase.

-La señora de Nerva es vecina del señor -dijo sacudiendo el látigo sobre la pareja de airosos zainos.

-Bien informado pareces -repuso Henares halagado a la par que sorprendido-. Luego ¿es ésa, la señora viuda de Nerva?

-Sí, señor. Habita con la señorita que la acompaña, la quinta que está al frente. Son personas   —61→   solas, pero es mucha la servidumbre. Lo sé por Zambique, que es de mi relación.

-Me basta el primer dato.

Lo que acababa de comunicársele era sobrado interesante para que no hicieran fuerza en su espíritu ciertos incidentes a que no había dado importancia hasta entonces, y que en aquel momento adquirieron en su imaginación un vivo colorido. Recordó, que a altas horas, en noches calladas y serenas, había tenido oportunidad de oír armonías de piano; y que más de una vez se sintió dulcemente impresionado al escucharlas, por la elección de los motivos y la maestría de la ejecución. ¿Quién podía ser el intérprete de esas piezas escogidas clásicas y sentimentales, cuyas notas vibraban ahora más que nunca en sus oídos, sonoras y metodiosas, como si recién brotaran del noble instrumento? El nombre de Brenda asomaba a sus labios, no podía ser otra que ella. Preguntábase entonces por qué él había mirado con indiferencia tan distinguida vecindad, y a qué hechos casuales se debía que en alguna ocasión no hubiese descubierto el nido encantador, circuido de flores, y casi al alcance de su mano. Reprochábase este frío retraimiento, y se decía: ¡si su alma fuera tan bella como lo es su gentil figura!... Quien arranca tales armonías delicadas, haciendo vagar en el ambiente de la noche los ensueños de Schubert o de Bellini dando nueva frescura, por decirlo   —62→   así, a sus ideales artísticos, debe tenerla blanca y pura como una luz de estrella. ¡Suave estrella, con un nimbo de oro por cabellera y un infinito azul por esperanzas!

Persistía en su duda. ¿La había visto él brillar alguna vez?

No sabía por qué; pero a través de los años, allá, cuando él era todavía niño, creía ver en el fondo de sus primeros infortunios, ya borrados, algo que alumbraba débilmente sus recuerdos y se vinculaba a sus emociones recientes de una manera misteriosa.

Era un punto en el espacio.

Sin darse cuenta de ello, mortificábalo el pensamiento de la amistad estrecha que Zelmar atribuía a Areba y Brenda.

La hermosa joven a quien su amigo adornaba de resaltantes calidades de ingenio y cultura, pero también de un fondo de indiferencia, que es la incapacidad de amar y de sentir los goces y tormentos de la pasión, se le representaba en la mente después del último episodio, bajo las fases rígidas y multiformes de la más complicada figura geométrica.

¿Qué lazos de profunda simpatía podían existir entre las dos jóvenes? Imaginábase un lirio inclinado sobre la superficie tersa y transparente de una laguna insondable; una tímida gacela junto a una leona núbil; un copo de blanca espuma en la cresta de una ola inquieta y sombría. Diferían   —63→   en temperamento y en criterio: frialdad y cálculo de una parte; de la otra, pasión y sencillez. Álgebra y poesía, ecuación e idilio. ¿Qué afecto serio y duradero podían generar estos contrastes, que no fuese un vínculo híbrido y deleznable?

Tal vez Zelmar hubiera exagerado respecto de una y otra; quizás hubiera afirmado también un hecho cierto. Discrepando en ideas frecuentemente, ¿no mantenían ellos una amistad sincera y firme? La excepción podía extender su beneficio, del mismo modo, a la de Areba y Brenda.

Su amigo le había precedido en los centros de sociedad escogida, y ese antecedente le daba derecho para analizar tendencias, definir hábitos y clasificar caracteres; al propio tiempo que a indicar el mejor viso a las facultades de su espíritu, en un teatro que resiste todavía al exceso de refinamientos y desmedidas exigencias de convención, muy distinto en este sentido al de otras sociedades, cuyo ambiente aristocrático llega a semejarse a la atmósfera enrarecida, en que los gases respirables se restringen y reclaman excelentes condiciones biológicas de cada uno de sus actores.

Bajo ese aspecto, hacía plena justicia a la sociabilidad de una república que vive del trabajo; pero no dejaba de sorprenderle la presencia de ciertas costumbres extrañas a la sencillez nativa, que flotaban sin ser asimiladas por el conjunto.

De regreso del extranjero, en donde propiamente   —64→   se había formado, sin que a su vez asimilase las preocupaciones y defectos que enmedio de su cultura caracterizan a las grandes sociedades, encontrábase en el caso ahora de conceder por el momento a los juicios y opiniones de Zelmar un grado de autoridad indispensable, para entrar con su apoyo en un terreno desconocido.

Creía, sin embargo, que en el asunto que le preocupaba, su amigo podía haberse engañado de buena fe. Las ideas positivistas de Zelmar no excluían una sinceridad profunda: pensaba y obraba con firmeza, por inspiración propia, y con claro conocimiento de la naturaleza humana, que había estudiado en la teoría y en la práctica por la índole propia de la profesión a que pensaba consagrarse. Pero su misma severidad de criterio para sondar conciencias, debía hacerle incurrir más de una vez en error.

Resistíase el joven a creer que una mujer de atractivos seductores, rebosante de vida y vigor moral, para quien cada sentimiento pudiera ser un poema en acción, se amparase en el instante mismo de las grandes emociones a una lógica triste, glacial, estéril, en pugna con todo arranque apasionado, más próxima a la misantropía que al buen sentido, especie de Valkiria para el amor sexual, o de planta marina espléndida y sin perfume. En verdad que este interés sobre la personalidad incomprensible de Areba, sólo era en Raúl relativo, en cuanto ella podía ligarse   —65→   con Brenda Delfor; presentía que iba a encontrarla en su camino, y que al final hallaría algo bien diferente a un prisma de muchas caras, o a una máscara de piedra, o a un caso patológico común.

Momentos hacía que había dado otro giro a sus reflexiones, cuando el carruaje se detuvo a la puerta de la casa quinta, ya entrada la noche.

Una escalinata de mármol conducía al vestíbulo, elegantemente enlosado y guarnecido de distintas plantas. A la derecha estaba la sala de recibo, adornada de buenas telas y un hermoso mobiliario, con ventanas ojivales frente a las columnas del pasaje, y por lejanas perspectivas, las playas y las ondas. Seguía el dormitorio, embellecido en sus detalles por diversos objetos de gusto delicado; luego el comedor, en que descollaban ricos bronces, y dos grandes jarrones llenos de magníficas flores; y por último, cuadrando el patio provisto de árboles e iluminado en su punto céntrico, en que se elevaba una pequeña fuente de mármol jaspeado con dos surtidores, una pieza de estudio, con ventana al campo y vistas a la quinta de Nerva. Delante de esta ventana, hacia la izquierda, brindando grata sombra, elevaba su copa un ombú frondoso y gigante, al pie de cuyo tronco asomaban las raíces a flor de tierra, a manera de formidables culebras que sepultasen sus cabezas en los enormes huecos de su base carcomida.

  —66→  

Entre otras dependencias, a la parte lateral, notábase una cochera, con gran portada, por donde Selim hizo penetrar luego su vehículo.

Raúl bajó junto a la verja, subió la escalinata y atravesó lentamente las habitaciones, sentándose a la mesa, que le esperaba servida, siempre silencioso y meditabundo.

Media hora después, pasaba a su salón de estudio. Estaba inquieto y desasosegado.

Una vez allí, cogió maquinalmente diversos periódicos que se veían esparcidos sobre la mesa y que ya había leído por la mañana. Contenían referencias y detalles de la aventura del Paso del Molino, más o menos exagerados por la fantasía de los cronistas, y descritos con curiosas variantes. Dos diarios serios la narraban con estricta verdad. Al parecer el hecho había encontrado repercusión; Raúl, especialmente, había sido objeto de honrosas demostraciones por parte de las familias interesadas. Se creía en el principio de un romance; pues era inverosímil hasta la misma sospecha de un supremo desprendimiento. ¿Cómo suponer que nadie exponga su vida por una mujer joven, hermosa y opulenta, sin que haya mediado el móvil propulsor de una recompensa proporcionada al sacrificio? Esta hipótesis parecía la más fundada, a partir de las circunstancias especiales que precedieron al suceso, y de la calidad de los personajes que en él desempeñaron un papel trascendente.

  —67→  

Recogiendo tales impresiones en una nueva lectura de los periódicos, no dejaba de felicitarse el joven de aquel acto generoso, que sin haber sido sugerido por la intención divulgada a capricho, venía a realzar su personalidad desconocida y a esparcir en su modesto retraimiento como un aroma de dulces afectos y simpatías. Pero esta satisfacción sólo halagaba al amor propio. No era en rigor el hecho sensacional que semejantes efectos produjera, el que absorbía su ánimo; otros más modestos, obscuros y hasta pueriles, que rozaban no obstante sus fibras íntimas, sin conexión alguna con el episodio, habían puesto a prueba su memoria, lanzándola a buscar como un punto matemático preciso en la confusión de líneas del pasado, el origen o antecedente necesario de las raras emociones de aquel día. Estaba persuadido de que ellas se ligaban con el recuerdo, eslabones de una cadena interrumpida en su principio, que se reanudaban por una causa ocasional, para concluir tal vez en una pasión profunda. Aquel punto lejano que lucía en su memoria le recordaba en su influencia sensible, los fenómenos de aberración producidos por la refrangibilidad de una luz blanca. Parecíale a veces que esta luz blanca adquiría las formas de Brenda, más niña y más infeliz...

Largos instantes permaneció inmóvil, con la mirada vaga y perdida, ora deteniéndola en las nutridas columnas de los periódicos, ya en el   —68→   espacio de cielo que se extendía al frente limitado por la ventana, y cubierto de vapores. Ardía sobre la mesa de mármol una lámpara con pantalla de tela azul, que irradiaba sobre las paredes del gabinete una luz violácea, y hacia afuera, algunos rayos débiles. De repente el joven arrojó con viveza los diarios que había conservado en la mano, y se levantó, llevándola a la sien como iluminado por una revelación súbita. A pasos lentos dirigiose enseguida a la ventana, cuya celosía acabó de descorrer y clavó sus ojos en la quinta vecina, que dibujaba en las sombras sus grandes árboles, a manera de mudos y trémulos fantasmas.

¿Qué pretendía descubrir allí?

Reinaba un viento tempestuoso de la parte del mar, y deformes nubes negras interceptaban la difusa claridad de las alturas: nada podía, pues, percibirse en el fondo tenebroso; pero en la mente de Raúl, obscura también hasta entonces, cruzó alguna aparición blanca y serena, tan visible y fugaz como una estrella errante. El hecho es que él extendió la mano hacia aquel sitio solitario, y murmuró sonriendo de una manera singular.

-¡Ella era!



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ArribaAbajo- V -

Temas íntimos


En la tarde del día siguiente, Zelmar entraba al gabinete de estudio de Henares, a quien no había visto desde aquel día en que ocurriera el lance, tema obligado de todas las conversaciones. Como era natural, la de los dos jóvenes versó sobre el hecho. Zelmar se hallaba de vena, y el comentario fue detenido.

-Debí empezar por pedirte mil disculpas -dijo Raúl, abriendo un paréntesis al diálogo-. Conozco que expuse tu vida, y contrarié acaso...

-Nada de eso. Los hombres son hijos de las circunstancias, y por esa vez me venciste; he quedado envuelto simplemente en un episodio romancesco, cuyas consecuencias sólo a ti en el fondo favorecen. Fui héroe por fuerza.

-Bien sé que en tu corazón honrado jamás prevalecen las tendencias egoístas, y que sin necesidad de mi iniciativa habrías acometido sólo empresa más ardua.

  —70→  

Zelmar hizo un movimiento de hombros, y sacándose sus guantes de hilo color lila, observó:

-No vives en tu época, y por lo mismo tú tocas siempre los extremos. Tienes la rigidez de la secante, que en algo se asemeja a un lanzón de caballero.

Apoyó Raúl con suavidad y sonriendo, la diestra en el brazo de su amigo.

-Defectos de temperamento en todo caso -dijo-. Aparte de eso, ¿no crees que alguna cooperación prestan a nuestro carácter los hábitos, la educación, el clima, la índole propia del país en que uno ha nacido? La hidromiel del uso, de la tradición y de los instintos locales, vale tanto en la formación del hombre como la leche de la nodriza. Uno empieza a alimentarse desde niño con entusiasmos y pasiones ardientes, cuyo calor rodea la misma cuna, dejándose después poco espacio a los cálculos y egoísmos de esa cultura refinada, que apenas despunta en nuestras sociedades incipientes.

-Mucho de verdad hay en eso -repuso Bafil con acento reposado-; pero, ni el suelo, ni los antecedentes de raza, ni las preocupaciones constantes que tanto influyen en el desarrollo de los caracteres, son parte a evitar que las nuevas corrientes reemplacen los instintos de que hablas con un criterio frío y positivo, ni a inhibir a un hombre de calidades que amolde su conducta al espíritu de la época. Precisamente lo que necesitamos   —71→   es esa segunda cultura del buen sentido que viene detrás de las pasiones extremas, como iba Sancho en pos del pobre caballero, para mezclarla a la de origen y contener los excesos de energía, de ambición o de fiereza que desbordan como espumas de nuestra sangre. Supongo no pretendes que siga siendo nuestro alimento espiritual, el vicio de herencia, exactamente lo mismo que el tuétano de leones y panteras para los héroes antiguos.

-De ninguna manera. Tú en cambio, tendrás que convenir en que si algo se pierde de la esencia primitiva, mucho queda; y esto es lo que forma el fondo del carácter de las sociedades. Los elementos que en lo sucesivo se le incorporan pueden modificarlo, pero no extinguir el tipo originario. Los que hemos permanecido algunos años en el extranjero podríamos servir siempre de agentes intermediarios de las costumbres que andan, vagan y se radican al fin; pero, lo que de la patria hemos llevado en el corazón y en el alma, jamás se cambia, ni se da ni se altera. La ley que preside la evolución fatal no destruye propiamente, ni mutila: conserva y perfecciona. Por eso nuestra sociedad, pasible como todas, de fenómenos extraños y transformistas, cuya gestación laboriosa apenas trasciende, no ha perdido todavía en el fondo y en la vida exterior, ese sello especial de sencillez que la distingue y la hace amable aun al extranjero.

  —72→  

-Por lo que a mí afecta, he renunciado hace mucho a la salsa negra.

-Así que la sustituyeron los espartanos por el manjar del sibarita, perdieron el músculo; y con él, los triunfos de la firmeza y de la audacia. Entre nosotros, casi todos la saborean, sin darse cuenta de ello. Los hábitos son modestos, como la esfera en que vivimos; satisfacemos sin lujo nuestras necesidades, y nos atraemos elementos extraños, más por lo que ellos puedan servir a robustecer una sociabilidad inconsistente y a conservar lo ya adquirido que por lo selecto de su calidad: elementos ganados para la lucha y no para el deleite, que fortalecen el músculo brutal del trabajo como una corriente de sangre, más que la oculta fibra de los goces delicados y de los anhelos artísticos.

Tan sencillo se presenta el conjunto, que apenas se bosquejan las grandes vanidades, signos evidentes de los estragos del gusto. De mí sé decir que en mi corto tiempo de permanencia, no me he hallado ante un poliedro, al detener una mirada reflexiva sobre el cuadro. La visual ha resbalado en líneas y perspectivas risueñas, y detenídose muchas veces en ojos de expresión franca y comunicativa, en sonrisas dulces y gratas, en rostros hermosos, llenos de claridad, en cuerpos graciosos y gentiles, en mujeres de una belleza seductora que esparcen a su paso como un perfume de poesía, y en las que imposible fuera   —73→   no palpitasen los sentimientos adorables, que creen casi desterrados el moralista y el sociólogo en los grandes focos sociales. Esa sencillez de que te hablo, parece preservarlas; la sencillez a que se atribuye con razón el mérito de salvar los rasgos más puros de la naturaleza humana y los tonos elevados de la pasión, sin mezcla ni conflictos, y que hace resurgir de nuestra vida interna y de familia todo lo noble y delicado que mantiene intacto el secreto del asilo.

Pues bien: en hechos de esta índole me fundo para avanzar que entre nosotros poco ha abdicado el corazón de sus bellas y naturales propensiones, y que hay algo en lo íntimo de nuestro ser que nos es peculiar, ingénito, propio, cuyos impulsos genera y estimula una ley de raza y de herencia.

¿Persistirías en negar entonces esta espontaneidad singular de nuestro carácter, en arranques por lo mismo sinceros, del género de aquel en que tú y yo expusimos la vida?

Zelmar, que en ese momento modulaba con seriedad un aire de ópera en la ventana, con las manos en los bolsillos, se volvió con rapidez diciendo:

-Vas ahondando mucho el tema, a fe mía; y ahora te encuentras en el peristilo, temo que en breve me lleves en el ascensor a un coronamiento ideal inesperado. Pero no me disgusta un encaje como promedio, que dé realce a la aventura;   —74→   al final, presiento, concluiremos por colocar como adorno en lo más alto la estatua de Areba, esculpida en mármol, helada, severa, pero hermosa y correcta. Objetaré, ahora; y al hacerlo, has de permitirme que mi pensamiento discurra libremente y varíe de formas e intención, según convenga; le daré así en sus fases cierta similitud con los dibujos y flores caprichosas y raras que deben adornar un frontis de edificio ideal, que uno así es el que tú levantas con manifiesto abuso de tu habilidad de ingeniero.

Desde luego, para completar tus juicios, has debido añadir que no hay virtud que por exceso no genere hábitos perniciosos. Virtudes y vicios pasan sucesivamente, por orden lógico, del aduar a la aldea, de la aldea a la villa, de la villa al pueblo, del pueblo a la ciudad, con todos los buenos o malos sabores del terruño, y la particularidad de que en toda capital o metrópoli de la importancia que sea, las virtudes merman y los vicios acrecen en proporción geométrica a medida que la vida regalada se difunde, se propaga el lujo y la austeridad de carácter afloja y se disuelve como la sal en el líquido. Es el proceso serio y gradual de la transformación interna. Las necesidades psíquicas que un nuevo estado provoca, reclaman satisfacciones distintas y aumentan las tendencias malsanas. La faz social primitiva entonces se va borrando y desapareciendo   —75→   bajo una nueva levadura; a la ingenuidad de un período pasajero se sucede la intención sagaz, pomposas ostentaciones a las formas sobrias, un patriotismo irresoluto a la pasión virgen y estoica del sacrificio; y como las virtudes privadas dan su oxígeno a las virtudes cívicas, del mismo modo que el aire puro al pulmón robusto, lógico es pensar que viciada la fuente, tiene que difundirse por todo el cuerpo colectivo una vida menguada, y enfermiza. Por eso, yo no me sorprendo de que en sociedades que pasan estas crisis, y donde se logra derribar un Régulo, por raro capricho de circunstancias, la parte sana se procure otro, prefiriendo la perversión de uno solo al vicio de los más. ¿Será que, según lo afirmaba un publicista, el buen sentido, la razón, están siempre de parte de las minorías?

Pero, me llamo al punto de partida, para formular opiniones concretas. Apelo a tu memoria.

Alguna vez en las capitales europeas, de por sí pequeñas naciones de fábricas, palacios y tugurios, donde todo ha pasado por el crisol de más subidos refinamientos, ¿te asombraste acaso de aprender a no extrañar ciertos fenómenos increíbles, efectos de una moral desconocida y de dramas psicológicos sombríos que destruían en una hora toda una herencia de virtud y de honor; conjunto de deslices fatales, tristes infidelidades, profundas caídas, sangrientas censuras,   —76→   amargas injusticias, lúbricas torpezas dignas de la fusta de Rabelais, el más terrible de los bufones; o del anatema rígido de Hugo, el incorruptible apóstol de los poetas? ¿Te sorprendiste de la fragilidad de convicciones, de lo accesible de las conciencias, de los triunfos del impudor, del servilismo empedernido y de las bajezas del talento, esclavo de los apetitos sensuales? ¿Te espantó la llaga cancerosa de la miseria y del vicio, junto a los placeres y delicias de las clases elevadas, el predominio absoluto de errores seculares sobre las almas del enjambre y el imperio permanente de la fuerza que debilita la energía del trabajo y se sustenta no obstante de sus sudores? ¿Llegó a hacerte estremecer la monstruosidad de ciertos delitos infandos, la usurpación de las fortunas privadas, las enormes quiebras fraudulentas, las lúgubres tragedias del amor y el adulterio, las pasiones absorbentes del lujo, del juego y de la orgía? Pues, lo que allí sucede no puede extrañarte que ocurra en todas partes, en mayor o menor escala. La naturaleza humana no varía, y si apenas se escuda; el mismo apetito virgen suele alcanzar los extremos de apetito estragado, y si a esto agregas los gustos de relajación que se importan a manera de un virus o sobrevienen por acto espontáneo con la decadencia de las costumbres, te convencerás de que actualmente no existe sociedad alguna sencilla que no haya sido presa de lo ilícito y   —77→   corruptor. Basta en el organismo invadido, un bacillus para el contagio, un esporo para la reproducción. No hay atmósfera social que no esté cargada de corpúsculos, ni generación nueva que no los absorba febril y delirante, con todo el fuego de la sangre y la impetuosidad de los deseos, en tanto baja la antigua los últimos peldaños con el rostro ajado y las piernas temblorosas, llena de hastío y desencanto.

No por otras causas se observa en los centros selectos de las mismas sociedades limitadas, en estrecho contacto con las viejas, esa fría política, que encubre todos los móviles, desde la vanidad más pueril hasta el más cruel egoísmo; círculos donde debe penetrarse por lo mismo, con el corazón preparado para el amor como para el pesar. Cierta propensión imitativa, que su índole cosmopolita entraña, hace suyos las tendencias, debilidades y defectos cuya faz externa brilla y ofusca a la distancia. Así, distraídas de su natural crecimiento las fuerzas propias de la tierruca, se injerta en nuestro organismo la savia que ha de producir la variedad o el subgénero consiguiente: una sociedad americana vestida a la europea.

¿No son ellas, acaso, superiores a la doncella que el buen escudero criaba para condesa?

La nuestra no es ninguna Cenicienta, en la familia de las repúblicas. ¡Oh! que asoman las grandes vanidades, no lo dudes; y que las acciones   —78→   caballerescas encuentran espíritus prevenidos contra el móvil, menos puedes desconocerlo. Se vive ya de lo real. Lo sublime andante provoca ironías. ¿Creerás que no ha faltado quien te critique por la aventura? La belleza unida a los millones -se ha dicho-, bien vale un lance peligroso; y por la puerta de la gratitud salen los favores. ¡Por ahí anda un caballero que busca radicarse!... Y se entra en tu conciencia sin escrúpulos, se habla, se comenta, se exagera, se prejuzga, se absuelve y se censura; cosas todas de tu sociedad sencilla, que no lo es tanto para torcer los móviles, desnaturalizar la intención, y difundir, bien urdida, la sospecha.

Raúl, que había escuchado a su amigo sin desplegar los labios, observó impasible:

-Creo eso muy natural. Una sociedad modesta, de toques y perfiles hermosos, en mi opinión, a pesar de la tuya tan franca y sinceramente emitida, daría prueba de exiguo gusto e indiferencia, si no la preocupase la novedad. De ella hacen vida el espíritu, y juegos de elegantes frases los salones. Debo con todo presumir que Areba Linares -esa interesante mujer que parece una excepción en nuestro medio, a juzgar por tus informes-, aprecie bajo otros aspectos un acto en el cual has compartido el riesgo... Tal vez esperase con algún derecho de ti, la iniciativa y las consecuencias.

-Se sabe que la arrojada acción te corresponde,   —79→   pues yo mismo te he discernido el mérito. Areba es una personalidad excéntrica, con su cortejo de adoradores, que ella alimenta con miradas y sonrisas; pero dudo que su corazón haya dejado de pertenecerle. Puedes creer que no hay ningún preferido, y que por mi parte no he aventurado empresa contra un cristal de roca.

-En verdad -repuso Raúl entre sonriente y caviloso-, concibo claramente a una mujer imbécil, de físico admirable, realzado por galas soberbias, que interprete una frase galante por injuria y la gracia más espiritual por ironía, que viva encastillada en pueriles pensamientos y, en el más obcecado amor propio, sin perspicacia bastante para distinguir el mérito ni valorar los efectos de su amistad o simpatía; y la concibo como un nido de vulgar sensualismo, en que sólo se mueven los vibriones de una existencia mórbida, obscura e infeliz. Pero no puedo explicarme todavía, como otra de las cualidades de Areba, juegue un papel pasivo en los torneos de amor, cuando debiera figurar en el número limitado de sus reinas escogidas.

-Es un carácter. A un entendimiento delicado reúne un poder de dominio sobre sí misma que le es peculiar, mezcla de orgullo y de superioridad, de sombra y de luz, semejante a una planta erguida en el valle obscuro, cuya copa sola dora el sol. Nadie le ha conocido preferencias definidas: su idiosincrasia la preserva. De esta disposición   —80→   particular juzgarás alguna vez, si, como imagino, hallas de tu agrado el deseo, que ella no disimula, de cultivar tu amistad.

-No tengo mayor interés -dijo Raúl fríamente-, en precipitar esa aproximación. La dejaremos al tiempo.

-Querría, sin embargo, por mi parte, que te acercases a ella -replicó Bafil, con cierto tono singular-; y la oportunidad ha de ofrecerse en estos días. La temporada de campo ha reunido como de costumbre en la zona de Atahualpa y Paso del Molino, gran número de familias con la mejor porción del bello sexo, dignas de hacer competencia a las más frescas corolas, y con este motivo se anuncian saraos en la casa-quinta del señor Samuel Stewart, miembro espectable del comercio, y aquí establecido desde muy joven, en que abandonó New York. Su familia, ligada a las principales de Montevideo, cuenta a la de Areba entre las de mayor intimidad. La ocasión no puede ser, pues, más propicia, y me reservaré allanarte el camino, aunque tú no necesitas batidores... Conque, ¿aceptas y vendrás conmigo?

-No debes dudarlo.

-Tienes valor en plaza, y te inicias con el atractivo de esa novedad a que te has referido. Se diluirán sobre ti miradas de luz, se han de dibujar ante tus ojos cien sonrisas provocativas, y llegarán a tus oídos palabras y voces vagas, un tanto confusas, pero de clara intención. En realidad,   —81→   un objeto a la moda tiene fases y relieves que nadie ha percibido antes, y que aun cuando se hayan antes percibido, se notan ahora con asombro... Estos ingresos inesperados a la escena, absorben todos los espíritus, si ella es limitada; y su prestigio opera comúnmente el fenómeno de suplantar en el acto y sin violencia, unas personalidades por otras.

-Bien sabes que no buscaré el éxito, ni el entusiasmo de que hablas, y cuya corta duración sé estimar.

-No importa: eso no privará que seas el blanco de todas las apreciaciones sensatas o de todos los comentarios pueriles. Areba será el intérprete del criterio general. Por mi parte, he declinado un honor que no merezco, pues fue tuya la iniciativa, sin que esto importe declarar a la dama indigna del sacrificio. ¡Sea todo por ella!

Pero, a fuer de leal y franco, debo confesar que no lo habría hecho por la compañera, aquella joven de busto especial, cuello largo y facciones salientes, de una tez morena subida, ojos redondos, vivaces y pobladas cejas negras, con la cabellera crespa y amotinada sobre la frente comba, y un lunar color café cerca del labio inferior grueso, colgante y encendido, a manera de casco de granada madura. Te lo aseguro, a fe mía: tengo mejor gusto estético.

Me recordó un caballo de ajedrez enmedio del tablero revuelto, en actitud de jaque doble. ¡También heroína de por fuerza como tantas!

  —82→  

Debes creerme: me subleva la presunción del jaque.

No pudo menos Raúl de reír sin escrúpulo, ante esta ocurrencia genial de su amigo, pues la pincelada había sido de mano maestra, a juzgar por sus reminiscencias sobre la persona a que Zelmar aludía.

-Areba, ya es cosa distinta -continuó éste-; una diva bien vale que dos hombres se expongan ciegamente y rueden por la arena, siquiera sea por capricho o lujo de valor; pero lo que es por aquel hipocampo, el asunto habría tenido ecos lamentables en la crónica.

Para mayor calamidad, somos vecinos. ¡Es el colmo!

-Fuerte prevención parece que le tienes.

-¡Calla, un ídolo egipcio junto a una diosa de Fidias, o si quieres una garza mora, irguiéndose al lado de un cisne blanco y elegante! Lo peor no es eso y conviene que te instruyas. Julieta, considerada del punto de vista de la moral social, es una de las tantas intérpretes correctas de la censura agria, o de la hipocresía gazmoñera, el cant del septentrión, que derrama cal viva o llanto de saurio sobre las faltas expiables, o el infortunio simple, según la naturaleza del caso. Representa una de las formas ocultas de tu sociedad ingenua e inocente, como si dijéramos la malicia vigilante y erguida, a manera de sierpe atenta al rumor. Pero no la quiero mal, aunque   —83→   siempre riñamos. Es traviesa, suspicaz, cuculina y vanidosa; me entretiene, y parece que ella se solaza escaramuzando conmigo. Su señor padre, el abogado don Matías Camandria, la exhibe en todas partes como un dije primoroso; y pues conviene que te instruyas, he de informarte de algo sobre este caballero.

Don Matías, en su treintena, fue un hombre de buena talla, ancho de espalda y de cuello, de gravedad abdominal, barba negra, ya bastante calvo, estudiante de los últimos bancos, y letrado, con un punto de mayoría, después de dos postergaciones injustas, ¡en su sentir! Con esto, ya digo que no era un jurisconsulto, ni un abogado inteligente, como tantos que honran su título y constituyen altas promesas entre nosotros; pero ahí verás. Apenas se caló mi hombre el bonete académico, y púsose tieso y rígido -que no convenían aires torcidos a un intérprete del derecho-, cuando ocurriósele mandar grabar en sus chapas de bronce la pequeña inscripción, cuyo texto auténtico vas a oír: Doctor Matías E. Canzandria -Abogado de la matrícula-. Se halla en actitudes, por sus profundos estudios, y su diploma, de desempeñar con la misma competencia y acopio de erudición, desde el cargo de Teniente Alcalde hasta el de Presidente de la República inclusive; sin excluir el de consejero por vida, en el Estado, Congresos internacionales, Academias y Liceos. Tiene estudio abierto, en el barrio aristocrático de   —84→   la ciudad, junto a los tribunales, al habla directa por teléfono con los Jueces inferiores y superiores, que muchas veces necesitan de sus luces y sabiduría para dirimir los más gravísimos conflictos sobre estatutos Real y Personal. -Consultas gratis a los pobres-. Las mujeres deberán venir munidas de memorándum.

-Te chanceas.

-Nada de eso: he tenido el original en mi poder. Pero don Matías es hombre de suerte, y no faltó quien lo disuadiera de semejante ocurrencia. No transcurrió mucho tiempo sin que su posición mejorase, y hoy es un magistrado de nota, entre los que sólo ven las exterioridades; de ahí que se permita decir que su aventajada hija merece por compañero algo más que un abogadillo ramplón o doctorzuelo menesteroso, todavía sin levadura de ley, de los que pululan alrededor del gran banquete público en busca de una silla desocupada, en defecto de pleitos, de competencia y de dignidad. Y observa que esto dice quien dejó que las dictaduras le usurpasen su oficio más de una vez, a pretexto de que así era más cómoda y barata la justicia.

La hija se considera copartícipe de la reputación equívoca del padre; y por su propia iniciativa bocinera, aparece como versada en ciencias y conocimientos arduos, capaz de mantener el contrapunto en cualquier debate de trascendencia. Para mí tengo, sin embargo, que esos   —85→   estudios profundos han de ser un pozo artesiano de ilusiones perdidas.

-La tratas con crueldad.

-Es lo real y verídico; no puedo yo hacer a Julieta de otro modo, sin corregir la naturaleza. Las tareas en la sala de disecciones, me han dejado la maña de descarnar. No creas que ella renuncie a vengarse bien: ya la has visto al lado de Areba con sus aires de buen tono, participando en cierto modo de los triunfos de su amiga, y lo que es más intolerable, mezclada por el suceso a un principio de romance. ¡Ya la tienes buena!

Raúl extendió el brazo, sonriendo, hacia un jarrón, y dijo:

-Por lo pronto me aproxima a tu Julieta ese espléndido ramo de jazmines que ves ahí, de cuya ofrenda debes participar.

-Muchas gracias. Ya me lo presumía. ¡Qué iniquidad!

Bafil aproximó la nariz al perfume, y la retiró con gesto displicente. Miró enseguida el reloj, añadiendo con viveza:

-¡Las siete en punto! Tengo compromiso a esta hora, y te abandono. Adiós. Te avisaré el día.

Estrechó luego la mano de su amigo, y dijo al salir:

-Observa bien el interior de esas flores, Raúl, no sea que alguna culebrilla negra se agite dentro.



  —86→  

ArribaAbajo- VI -

Sonámbula


Largos momentos permaneció Raúl pensativo, de pie frente a la ventana, sintiendo tal vez no haber revelado a su amigo sus impresiones del día anterior, en grata confidencia. Silencioso y meditabundo siempre, descendió al jardín y encaminó sus pasos por una alameda que terminaba en un soto de matas y malezas, línea divisoria de la propiedad de Nerva. Sentíase con disposición de aspirar buenas ráfagas de la fresca brisa que soplaba de las playas, trayendo el rumor de las olas.

¿Acaso, con fuerza superior a sus hábitos, algún impulso secreto le arrastraba a esos sitios solitarios, de donde partían en esa hora armonías de piano, vibrando todas las noches a la distancia de una manera dulce y encantadora? Era posible. Nunca le había parecido aquella soledad tan llena de seducciones, ni sus menores detalles tan conmovedores y bellos. En esos instantes,   —87→   la naturaleza se exhibía poética y solemne al reclinarse majestuosa en su lecho de sombras.

La brisa producía en las hojas su concierto de murmullos, harto leves para dudarse de la suavidad de sus besos; no resonaba el monótono canto que brota de las lagunas como una queja de la creación que vive bajo el limo, ni los tristes aullidos que se alzan en las huertas al son de las cadenas: la calma era profunda. Distraíase a veces la mirada en el fondo de los cielos, cuando surgía una chispa de oro para perderse sin ruido en el mar inmenso, donde navega la duda, en bajel sin brújula; o en los puntos lucientes de la tierra, caprichosos grupos de luciérnagas, que vagaban en fantásticos juegos formando grandes columpios de luz amarillenta, o se cernían en rápidos volteos y pálidos nimbus sobre las cimas de los árboles. En las higueras obscuras y espinosos agaves habían ya escondido sus cabezas bajo el ala los negros tordos, y sólo algún ave nocturna de pluma blanda, fina y callado vuelo, lanzaba sus resoplidos lúgubres, manteniéndose en la altura con las alas en perpetuo movimiento, enclavada en un punto del espacio, como un pensamiento triste palpitando en el vacío.

A medida que Raúl avanzaba, aumentaba la dulce emoción que no había pretendido sofocar en su pecho; una irresistible simpatía señalábale el asilo discreto, oculto entre los grandes árboles, como punto céntrico de sus actuales preocupaciones   —88→   y acaso de sus futuros afectos. Creía sentir ahora en aquellos lugares una atmósfera amable, perfumes desconocidos y ecos interesantes que parecían promesas de palabras ardientes y ternuras delicadas.

Sonreíase ante la ilusión de un camino sembrado de rosas deshechas; de un ambiente sin rumores discordantes; y de un amor puro y sereno sin el pecado de los excesos sensualistas, ni el exceso de idealismo, que desprende al ángel de la carne.

Quería para su amor una levadura humana, y no un misticismo vaporoso: el amor que sueña, que alienta, que encariña, que enternece, que conmueve lo íntimo con la sensación del beso, que suaviza las rudezas del arranque, que calma el instinto exasperado, que ríe o solloza en las horas de paz o de duelo, que conserva las ilusiones caras o engendra otras nuevas, que aduna el deleite frágil al goce moral, las fruiciones psíquicas a un ideal permanente del espíritu; ansiaba un amor así, que acompaña y estimula, que no mutila otros amores como él profundos, no fruto de los sentidos, ni tampoco forma intangible de un éxtasis o de una abstracción; río providente cuyo origen puede ignorarse, pero que fecunde siempre, aunque el cauce enjuto alguna vez y abrasado reciba sólo a intervalos la sed de vida de su limo misterioso. Amor sencillo y verdadero, fuerte vínculo de naturaleza,   —89→   honda afinidad de sentimientos llamados a confundirse y formar un solo fiel de dos vidas, equilibrando las purezas y debilidades del hombre, de manera que la carne no pese más que el espíritu, y que la razón no calle cuando se increpe el instinto en pos de una ilusión que muere.

Y sonreía, ante la perspectiva de una pasión semejante, pensando que, tal vez, siendo posible y adecuada a la capacidad del sentimiento, propia de un anhelo mesurado, armónica con el criterio severo de lo real, no tuviese en rigor más brillo ni duración que tantos afanes y energías que ponen a prueba el temple de un carácter firme y noble, sin más efecto que arrebatarle en estériles luchas la esencia de su vigor. Con todo, no era ésta sino una mera presunción sugerida por la sospecha de perversiones morales, que no había palpado, y que él reducía a un círculo estrecho, en la sociedad en que vivía.

¿Por qué negarse al placer de acariciar el pensamiento de una felicidad, que humanamente debe incluirse en el secreto de nuestro destino, y buscarse a través de las crudezas de la vida, como se busca enmedio de las arenas ardientes el agua refrigerante en el oasis de reposo?

Si es verdad que las pasiones muy raras veces dejan de hacerse la aridez por delante, cuando no el vacío que engendra el hastío o la indiferencia, no es menos cierto que, una, fertiliza, genera y triunfa casi siempre: el amor de lo   —90→   humano, contenido en los límites de la realidad palpitante, sin negarle raptos sublimes o embelesos superiores al fugaz deleite de la fruición sensual. Sin este sentimiento, delicadamente pulido por la educación, el culto del bien, de lo bello y de la gloria, carecería del fervor que acompaña a esa fe luminosa, cuyo plácido rayo nos viene a través de la mujer. Y así como ese amor existe en plena armonía con nuestras facultades y deseos, sin que pueda confundirse en ningún caso con los delirios del vicio, debe haber entonces para él una humanidad sensible y pensadora, muy diferente a la porción que refina en cierto modo los apetitos de la bestia, para revolverse y hozar en su propio fango deletéreo.

Acariciaba Raúl la idea de que esta dicha relativa no era un imposible, especialmente en la sociedad de su país, nueva, lozana y robusta, donde el rudo embate de pasiones funestas no había logrado aniquilar en los hogares las virtudes austeras y los delicados anhelos del espíritu. Por natural asociación de ideas, traía andando a su mente las imágenes de dos mujeres, que se diseñaban bajo formas e impresiones distintas y que parecían resumir dos fases de la sociabilidad de su patria. La una Areba, que representaba a sus ojos el elemento variable que crece y se desarrolla dentro de los gustos e inclinaciones de las clases laboriosas venidas de otros climas, que se vinculan a nuestro   —91→   suelo y van alejándose de sus fuentes primitivas en proporción al grado de influencias locales. Esta bella rosa mosqueta, no dejaba, sin embargo, de deberlo todo al sol de la tierra.

La otra, Brenda, presentábasele como una expresión pura y correcta de la familia antigua, sin otros lazos de cohesión con la nueva, que los formados lentamente por comunes ideales y aspiraciones. Con dificultad podría escogerse entre el derivado y el tipo primitivo en cuanto a belleza, ¡cómo discernirse en plantas de selección natural e inconsciente el premio a la mosqueta o a la rosa pálida!... Pero el orgullo debía ser en una el complemento de lo externo; en la otra la sencillez adorable. ¿Sería, en efecto, aquella alma algo de extraño y fantástico cual una armonía de Wagner? ¿Sería ésta algo de dulce, y tierno como una trova melodiosa?

En esos momentos sonó un aire de Sonámbula. Raúl, poniendo atención a las melodías que escapaban del teclado bajo la presión de una mano maestra, volviose a sonreír, como si en realidad hubiesen sido aquéllas una contestación precisa y adecuada a la fórmula de su soliloquio.

Fuese acercando lentamente hasta llegar al cerco formado de arbustos entrelazados por alambres. Percibíase en el centro de la quinta, en parte oculta por el tupido follaje de grandes manzanos, una glorieta cubierta de madreselva, con dos entradas, de donde partían senderos de   —92→   fina arena. Destacábanse a los flancos hermosos medallones, verdaderos criaderos de flores escogidas que embalsamaban fuertemente el aire. Una fuente de piedra rústica sin pulimento, dejaba escapar de la boca de un pez de conchilla y greda un hilo de agua cristalina, semejante a un arco de acero a la luz lunar, que caía con un murmurio leve en su taza de granito.

Aunque próximo, no se alcanzaba a dominar el edificio desde aquel sitio a causa del ramaje; pero la claridad que salía de una ventana de la fachada principal permitía distinguir la verja de hierro sostenida por pilares, y en gran parte invadida por plantas trepadoras. Nada de pompa en aquella mansión de campo: todo parecía respirar el mismo gusto sencillo de los jardines laterales. Apenas les servían de adornos algunas estatuas de caprichosos minerales del país, dispersas entre los árboles, asomando en el follaje sus cabezas y bustos a manera de furtivos paseantes que se hubieran detenido y quedado inmóviles, al sentir el rumor de sus propios pasos.

Apoyado en el seto escuchó Raúl hasta su conclusión el trozo de ópera; y por algún tiempo se mantuvo allí, extinguida ya la última nota, como embargado por una dulce atracción. Caía sobre él toda la sombra proyectada por varios árboles sin frutos, que por lo mismo parecían haber hecho alianza sólida, y estrecha confundiendo sus torcidos brazos en apretados anillos   —93→   y enmarañada trama. Al observar esta red singular, el joven, que tenía su pensamiento en los obstáculos secretos del futuro, creyó ver en esa alianza de los árboles estériles el fiel trasunto de la que celebrarían contra él tal vez muy pronto, los espíritus sólo aptos para el enredo y la intriga en los bastidores de la comedia social.

Asaltáronle presentimientos vagos; a su influjo pensó en el regreso, y decidiose a hacerlo, cuando de súbito el ligero roce de una falda sobre la arena del sendero cercano le retuvo en su sitio. Perfectamente encubierto como lo estaba, no hesitó en observar, avistando, bien luego en la callecita de arena una sombra blanca que se dirigía a la glorieta a pasos retardados.

Una vez en el centro del claro que formaba la luna, esa sombra se detuvo irresoluta; y pudo entonces Raúl reconocer a Brenda, en poético descuido, con los ojos inclinados y sueltos los dorados cabellos. Breves instantes permaneció ella así: echó luego atrás su hermosa cabeza como para aspirar mejor el aire puro de la noche, y en esa actitud que descubría una garganta admirable, la claridad plateada iluminó aquel rostro de azucena, que Raúl soñara haber visto en otros tiempos.

La joven entró a la glorieta. Encaminose de repente al cercado, hacia el sitio en que se encontraba Raúl, y deteniéndose a pocas varas de él, extendió sus lindas manos, separando las ramas   —94→   con sigilo. Felizmente aquel lugar era demasiado sombrío y no podía ser visto. La red protectora encubría sus menores estremecimientos. ¡Estaba más cerca de lo que él hubiera imaginado, momentos antes, la causa de sus emociones!

Brenda asomó por entre dos arbustos su bella cabeza, con rapidez, temerosa de la obscuridad, y en actitud de volver pronto sobre sus pasos.

Desde allí no podía distinguirse más que la casa de Raúl. ¿Dirigía a ella su mirada? La lámpara ardía en el gabinete de trabajo, y un pálido rayo de luz teñía las ramas salientes del ombú y se dilataba hacia el campo.

Allí tenía puestos sus ojos...

Conservó algunos instantes, trémula y agitada, los gajos entre sus dedos, y arrancose de improviso a su contemplación, alejándose con presteza a lo largo de la arboleda.

Viola Raúl cruzar frente al pabellón, sin ruido, ligera y vaporosa, y perderse en el bosquecillo, entre aquellas imágenes de piedra que asomaban sus cabezas con aire de grave misterio veladas, por guirnaldas y espirales de yedras.

Reprodújose entonces en su memoria la de una niña que vestía luto, entrevista en una noche de bruma a altas horas, a la puerta de un consultorio, donde implorara en vano el auxilio de la ciencia para la amada madre, que como la de él sucumbía. Algunos años habían transcurrido   —95→   desde el doble deceso, y aquel vínculo de común desgracia parecía reanudarse a la distancia para servir de precedente necesario a una profunda simpatía.




ArribaAbajo- VII -

Estrella de mar


Cuando Zelmar dejó a Raúl, bajó preocupado las gradas del vestíbulo, puso un pie en el estribo de su carruaje, y antes de subir hizo una seña al cochero, que se acercó para recibir ciertas instrucciones en voz baja. Enseguida el vehículo arrancó, rodando sin estrépito sobre un suelo de tierra firme.

Empezaban a cubrir todos los objetos las primeras sombras. El carruaje siguió por la calle de Cebollatí, vía despoblada y solitaria, apenas favorecida por algunos setos y ombúes ramoneados, hasta la de Santa Lucía, no menos triste y obscura, llena de huecos y sotos, terrenos incultos y altas yerbas secas y amarillas. A lo lejos veíase una que otra luz oscilante de coches que cruzaban por caminos más frecuentados, o el fulgor   —96→   color sangre de las linternas convexas de los tranvías.

Una vez en la calle de Santa Lucía, dobló a la derecha y prosiguió su rápida marcha por la de Isla de Flores, de manzanas retaceadas y faroles dispersos, a manera de escuchas, especialmente en las proximidades del cementerio Central, que parecía trasmitir a aquellos barrios silenciosos de una tranquilidad profunda, como una sombra fría y funeraria.

Se deslizó por esa calle largo trecho sobre un afirmado enriscado y difícil, propio para tumbos y vaivenes, hasta llegar a la de Andes, que recorrió breve espacio. En la usina del gas brillaban vivas luces que esparcían en redor una claridad blanca y extensa, en tanto que de lo alto de su chimenea, prolongada pirámide perdida en las tinieblas, se desprendían otras de tinte rojizo entre una pequeña humaza azulada.

El carruaje se detuvo en la callecita de Valles, estrecha y reducida. Ésta forma, con la de Miní, sobre un terreno mal repartido, ocho rectángulos con edificios desiguales y angostos en su mayor parte, y ambas corren paralelas a la de Isla de Flores hasta el pequeño cabo o punta de tierra en que concluye la tortuosa calle de Ciudadela, divisoria de la ciudad. Las dos callejuelas tienen entrada por la calle de los Andes, y salida hacia la costa por los claros de la de Ciudadela, formando con las adyacentes un ángulo casi recto.

  —97→  

Se notaba en la de Valles a esa hora, poco movimiento. Uno que otro transeúnte, cruzando las aceras, y algún organillo haciendo oír en la esquina desapacibles sones, constituían toda su animación. Por la de Andes solían atravesar cuadrillas de obreros con las blusas al hombro para soportar mejor el peso del pico o la pala, los sombreros raídos en las nucas, callados y sudorosos, dirigiéndose a paso lento y uniforme hacia las posadas favoritas, donde formar mesa redonda, y escanciarse el grueso vino tinto, propio para llenar de vapores densos el cerebro y matar la pena más gruesa aún de la jornada.

Zelmar bajó rápidamente del coche, y dijo sin detenerse:

-Puedes regresar. Mañana a las seis ven a esperarme en este mismo sitio.

Enseguida, desandando parte del trayecto, encaminose hacia la costa, deslizose por la rampa, y volviendo sobre la izquierda, se detuvo a corta distancia, ante una casa modesta, con frente y ventanas al río.

Toda esa costa al este, y en su prolongación hacia el sur, resguardada al final de los declives por murallones provistos de mesillas y peldaños de gneis, que terminan en el terreno peñascoso de la orilla, marca el estuario o constituye verdaderamente el litoral sinuoso en que se percibe de una manera sensible el doble movimiento de las   —98→   aguas marinas. El caudaloso río no mantiene ya allí con el océano la porfiada lucha, y su corriente marcha con el paso tardo e inseguro del paladín abrumado por la fatiga de muchas horas de combate rudo. La extensión acuosa empieza a dilatarse a todos rumbos gradualmente; y el dorado de los fondos dulces retrocede en sus excursiones atrevidas, apenas siente el sabor amargo del líquido en que sobrenadan las medusas y toninas, apuntan rudimentos de algáceas y coralinas, y asoman más adelante, cerca del cabo, las aletas dorsales de algunos escualos vagabundos. En días de tormenta las verdosas olas, encrespadas y bullentes, levantando o sumergiendo como frágiles corchos las barcas de los pescadores, en sus lomos indomables y en sus movibles curvas, parecen reclamar los derechos del océano al romperse con imponente furia en las rocas del litoral, cuyas eminencias rasan y salvan en masas de brillante espuma.

La casa frente a la que se detuvo Zelmar dominaba desde sus ventanas la líquida llanura, y grandes grupos de peñascos, hacinados, que formaban una costra consistente, cubierta de protuberancias deformes, negras y erizadas.

Era ya entrada la noche, cuando el joven llamó suavemente a la puerta.

-¿El señor Bafil? -preguntó alguien con acento quedo, entreabriéndola con lentitud.

-El mismo, Gertrudis.

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-¿Ocurre novedad?

-Ninguna -respondió una mujer, dejándole el paso libre, y cerrando tras él la hoja.

-La pobrecilla sentía impaciencia, y me ha interrogado por usted varias veces.

Un reverbero alumbraba desde el fondo del zaguán esta escena.

La llamada Gertrudis era una persona de cuarenta años, más o menos; fisonomía colorada y llena, pelo de un rubio deslustrado, boca lasciva, desprovista de algunos dientes, ojos redondos y perspicaces, con cejas ralas y casi blancas, nariz de vómer muy hundido, anchas fosas y sin duda de olfato fino, y frente de piel rugosa con huellas de paño.

Medida, reposada, discreta en sus modales y expresiones, tenía el aire marcadísimo de un trotaconventos. Debía ser hábil para llenar las formas, husmear los desfallecimientos de la inocencia y tentar al candor en cierto cuarto de hora en que la mirada está absorta en el abismo.

Respiraba esencia de romero. Vestía decentemente traje de seda negra, con escote, y lucía en su cuello grueso y algo escoriado, una cadenilla de oro con relicario.

Aunque se había dado escofina, nada disimulaba lo tosco y grotesco de su persona. El polvo aplicado a su rostro y cuello formaba líneas blanquizcas en las sajaduras, dejando al descubierto las partes rojas y amoratadas, semejantes   —100→   a verdugones reacios al emplasto y al colorete. En la diestra ostentaba una sortija con piedra de ágata, en que se leía la palabra Recuerdo. Dábase aire con un abanico adornado de plumas de flamenco y cisne, y conversaba encima del oído manteniendo con la mano izquierda levantada la falda, en actitud de la que cree que aún conserva tesoros codiciables.

Zelmar miró su reloj, y dijo:

-En verdad me he retrasado, y lo siento, pero estoy en tiempo de reparar la falta.

-La mesa está dispuesta, y ella aguarda. Puede usted entrar.

Gertrudis acompañó a Zelmar a través de una salita y un retrete, que se encontraban en tinieblas y se detuvo ante una puerta, diciéndole siempre en su voz baja y meliflua:

-Ahí está la hermosa. Me vuelvo y dejo a usted libre.

Y aquella mujer, en cuyo acento se conocía un origen extranjero, empujó dulcemente al joven, desapareciendo luego sin ruido en las sombras.

Apenas puso Zelmar su mano en el pestillo, abriose de súbito la puerta, demasiado tiempo cerrada a la impaciencia del amor, y una joven se arrojó en sus brazos, estrechándole con ardiente cariño.

-¿Por qué has venido tan tarde? -preguntó con solicitud extrema, volviendo a enlazar el cuello de su amante-.   —101→   ¡Cuántos días hace que no nos vemos!

Él la besó en la boca diciendo:

-Perdóname, pues que me reconozco culpable. Pero si no hubiese demorado, ¿tendrías esta ocasión de reprocharme, y yo de prodigarte mayor afecto, si posible fuere?

-¡Oh, sí! Yo lo quiero todo. Estoy temblando no sé por qué, y ahora que tú has llegado, siento más grande este temblor...

-Vamos a cenar.

-Perfectamente -dijo Zelmar arrojando su sombrero-; el amor no excluye el apetito, y es regla higiénica no dejar transcurrir la hora. Desecha ideas tristes, Cantarela, pues me duele esa zozobra, y siéntate aquí, a mi lado, alegre y expansiva como en otras horas, para probar del mismo manjar y libar de la misma copa.

La joven sonriose y tomó asiento, abandonando una mano entre las de su querido.

-Quisiera estar así para agradarte -repuso luego-; ¡pobre de mí! Tengo miedo al pensar en la vuelta de mi padre y de Gerardo, que le acompaña, y a quien él me quiere dar por marido.

Ciñó con sus manos, al decir esto, la cabeza del joven, mirándole en los ojos con ternura.

Zelmar, que se había quedado un momento pensativo, la atrajo hacia sí suavemente, hasta unir su rostro al de ella.

-¿Será muy pronta esa vuelta? -preguntó.

  —102→  

-Hace mucho que se fueron a la pesca de lobos, pues necesitaban de su trabajo, con ese motivo en la isla; y por otro lado, daban poco entonces las pesqueras de la costa. Esto los decidió y se dieron contentos a la vela.

Mi padre me recomendó sus redajas y la red de grande de jorrar, cuyas mallas yo componía siempre tendiéndola en las toscas bajas de la playa...

En eso estaba una tarde, cuando me conociste.

Y retiró lentamente la joven, cabeza y manos, fijando otra vez en su amante unos ojos negros, rasgados y expresivos, de pobladas pestañas y cejas de crespón, llenos de ese brillo y fuerza misteriosa que revelan la voluntad y pasión ardiente.

Tenía Cantarela la tez morena, pequeña la boca, rojo subido el labio y muy blancos los dientes; una nariz fina, una ligera sombra sobre el labio superior formada por un vello diminuto, sedoso y suave, y fugaces tintas de rosa, esparcidas en las mejillas, que eran como otros tantos besos de la brisa de las playas, daban al conjunto esa gracia e interés que aumenta el encanto de la juventud y del amor. Su hermosa melena negra, caída en onda sobre la frente, y recogida por detrás en gruesas trenzas, podía servirle de manto. La cintura delgada, la espalda algo estrecha y el seno saliente y mórbido, completaban las formas de esta ondina, arrancada a   —103→   su elemento amargo por el prestigio de la ilusión. El sol y el viento de la ribera habían rasado su piel, sin dejar en ella rastro sensible; pero en cambio los peces al saltar veloces de la barredera a la barca o a la arena, habían hincado más de una vez las punzas de las aletas en sus manos dejándoles ligeras huellas. Con todo, aquellos dedos que sabían arrancar branquias y tejer redes, eran hábiles también para improvisar bucles en la cabellera de su querido.

Amaba con vehemencia, sin reserva, sin escrúpulos, sin cálculos, con todo el corazón. ¡Y así quería ser querida! Entregarse sin interés, creyendo en la sinceridad ajena como en la propia, era para ella lo natural; aquel elegante y gallardo mancebo se sentía satisfecho de sus caricias, y como ella debía ser siempre la misma, ¡nada más embriagador que ese eterno delirio!

Zelmar volvió a oprimir su mano.

-¿Por qué sospechas tan mal de mí? -contestó en tono insinuante y persuasivo-. Desde el día que recuerdas reinas en mi corazón, que pareces haber envuelto en sal marina para reservártelo todo entero; ingrato sería si no compensara tu amor con otro idéntico, y ofreciese a tus deseos más mínimos dulce satisfacción. ¿No estás contenta en este asilo? ¿Temes el regreso de los ausentes? ¿Te es ya, acaso, odioso el sitio en que nos vimos y donde empezamos a amarnos? Si así fuera, pronuncia una sola palabra, y   —104→   tendrás todo, que yo no he de abandonarte. Y ahora ¡un beso en ese labio de coral!

-Uno, no...

-¡Entonces muchos!

-En la tarde vine con la cabeza que me ardía; y era porque al pasar me miraban con mal gesto los hombres de la orilla, como si encontraran alguna vergüenza negra; y al pensar que pronto no me querrías, sentía andando, una pena que me hincaba el pecho como un cuchillo.

-Nada te importen esas gaviotas grises, amándote yo, y no recuerdes que bajaron a tu estela, lanzando sus roncas quejas. Acerca bien tu silla y cenemos.

La joven pasose la mano por los ojos, como para ahuyentar amargas preocupaciones, y quedose silenciosa.

Aromadas flores de vivos matices rodeaban en artística guirnalda la mesa.

La atmósfera saturada de perfumes contribuyó con los líquidos generosos a excitar la fantasía, a medida que la cena tocaba a su término, y mil palabras dulces se cruzaron envueltas en ternezas. Relegáronse al olvido, sin mucho esfuerzo, las dudas y presentimientos que habían embargado el ánimo, y empezaron a germinar las ideas incoherentes, entre frases sentidas y apasionadas.

De una misma copa bebieron los amantes, echando cada uno en ella su porción de dicha, para saber quién se la libaría toda; y disputaronse   —105→   la copa, besándose en los labios, hasta que sorbió al fin Cantarela su último resto.

Reía y parecía feliz. Sus ojos estaban húmedos y lucientes, el seno palpitante y entreabierta la boca, ornada de perlas.

-¡Cómo bramaba anoche la tormenta! -exclamó de súbito, y parecieron velarse aquéllos con una sombra.

-¡Pobres de los que andaban en el mar! Tú no sabes eso... se piensa entonces en la Virgen, y se reza...

-No quiero pensar; hay aquí mucho veneno...

-Las flores embriagan sin sentirlo -dijo Zelmar enlazando su cintura con el brazo izquierdo, mientras libaba con la diestra una copa de champagne.

Los ojos de Cantarela brillaron con un fulgor sombrío, y sin contestar nada, arrastró a su amante al retrete, que se conservaba en tinieblas. Zelmar cedió sin resistencia, empeñado en cantar una romanza cuya letra había olvidado en ese momento.

Dirigiose a la ventana, con paso firme, y la abrió por completo. Zelmar volvió a enlazar su talle, atrayéndola con dulzura, y ella dejó caer la cabeza en su hombro, aspirando con fuerza el aire fresco y puro de la ribera.

La noche estaba estrellada y tranquila.

Percibíase apenas el escarceo de las olas al lamer mansamente las peñas de la costa, destellando   —106→   pálidos reflejos; y a la distancia, en el fondo obscuro del horizonte, las luces rojas o azules de algunas naves que entraban a marcha lenta en la bahía.

Mecíanse varias barcas en suave cabeceo en las pequeñas abras de la costa, ceñido el paño, y sujetas a la maroma; en tanto que otras, haladas sobre terrenos areniscos, semejaban extraños cetáceos muertos, depositados allí por la marea.

De improviso hizo resaltar la solemnidad de este silencio un canto lejano modulado con un tono acompasado y melodioso, cuyas voces eran claras, vibrantes y bien distribuidas, extendiéndose a lo largo de la orilla como una plegaria llena de fe.

Cantarela se estremeció, alargando su brazo hacia afuera con un movimiento rápido y nervioso.

Era un coro de pescadores.

Una de esas barcarolas o playeras graves y profundas, en que suelen descollar voces de un timbre soberbio, mezcladas a las bajas notas de pechos enérgicos y cavernosos parecidas a rumores de ondas, himnos del mar inspirados por la tristeza de las playas, la majestad de las aguas, la magnitud del peligro, la aridez de las rocas, el calor de las arenas, la fosforescencia de las espumas, la placidez de la bonanza, o la furia de las tormentas; y cantadas con sentimiento que conmueve, en la hora silenciosa del descanso, sobre las peñas,   —107→   con la mirada perdida en la línea de las dos inmensidades, sin otra música que el monótono son de la marea y el columpio de las barcas al impulso de la brisa; cánticos sencillos y sonoros que arranca el cansancio de la lucha, y que consuelan y retemplan para la lucha de mañana, en que se levará al nacer el sol el ancla, con una esperanza nueva.

Sobresalía entre aquellas voces una argentina y melodiosa, de una frescura y vigor admirables, a través de la distancia, que daba al coro melancólico encanto.

La pescadora se había quedado inmóvil, casi anhelante, con el oído hacia la ribera.

-¡Esa voz! -murmuró-, ¿no la conoces?

-Podrá ser: es muy simpática. Pero dudo que alcance al do sobreagudo.

-No me siento bien aquí.

-¿Hay también veneno en la brisa de las playas? -preguntó Zelmar, riendo y cerrando la ventana.

No le daremos entonces paso; y ven a mí sin angustia, mi más caro afecto. Al pasar, la habré oído tal vez, pero todos mis sentidos estaban seguramente concentrados en otra parte, y era en aquella donde vivía la más linda mujer, en todo el largo de las costas, oculta como una concha delicada. La amé, y la ofrecí todo un tesoro de sentimientos que ella aceptó, dejando entre las toscas redes los míseros ensueños de una existencia obscura.

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-¿Te has arrepentido, acaso?

-¡Oh, no...!

Puso ella la mano en la boca del joven, y por un momento permanecieron estrechados, en voluptuoso deliquio.

Ya no hablaron más.

Media hora después un silencio profundo reinaba en la cámara obscura.

Oíase, en tanto, a lo lejos, el canto de los pescadores, menos alto y sonoro, pero más triste y sentido, dilatándose en monótonas cadencias por la soledad del mar.



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