Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajo- VIII -

Rayos dorados


En la mañana siguiente, entre risueño y pensativo, el joven tomó asiento en su carruaje, que le esperaba en el sitio designado.

Pensativo, decimos, porque las impresiones de la noche, en su sentir, diferían un poco de tantas otras análogas por él experimentadas, y de las que no había conservado muy prolija memoria. Era ya esto un motivo de preocupación;   —109→   ciertas aventuras suelen concluir en drama. En sus gustos -según él los calificaba-, había consultado siempre la «variedad» sin comprometer la energía de sus pasiones en luchas decisivas, aun cuando fuera de su agrado consumir en su misma raíz las ajenas, por completo. Conservarse entero, conmover, sin sentir fuertes emociones en realidad, importaba una resolución de conciencia difícil de sufrir quebranto. Creía garantirse o por lo menos preservarse, con su segunda educación, de las traiciones del sentimiento.

Por esta vez, sin embargo, temía haber ido más allá, en los entusiasmos de su amorío, y no dejaba de inquietarle la sospecha de complicaciones futuras, muy posibles, dado el carácter de la pasión que había inspirado. A pesar de eso le halagaba su conquista, y se decía con cierta complacencia que Cantarela era quizás «la única playera que no olía a pescado», aunque hubiese crecido entre redes, o sepultádose muchas veces entre espumas de salobres ondas.

En estos amores ligeros, de cariño áspero, de afanes mal disimulados, de exigencias sin mesura, en que por una parte se da todo, como único medio de llenar la capacidad de una pasión ingenua, y por la otra no se impone tributo sino a la fantasía, para mantener una temporada de celo y de apetito no bien repleto; en esos poemas de último orden, por decirlo así, en que   —110→   la correspondencia es nula en el fondo, y apenas creíble en la forma, como tantos vínculos vulgares a que se da importancia en la vida de ella careciendo, suele suceder que el corazón apasionado concluya por dominar al que no lo está; que la amante eleve al seductor hasta su nivel, y que de una manera insensible destruya su superioridad y le haga siervo de su propia ligereza, más por los escrúpulos que la preocupación social suscitaría en un espíritu, de suyo escéptico en otro género de lances, que por el amor de la carne, la diversión de los sentidos o la fiebre del placer. Aun en los caracteres cínicos nótase el fenómeno de una sensación dolorosa ante la fuerza del reproche, si bien provenga con frecuencia de otros más dignos de él, lo mismo que puede producirla el escalpelo al penetrar en un órgano lesionado y es porque hay algo parecido a una violencia moral en el cariño que no se retribuye, el que cuando no logra atar con cadenas de oro, tiene en su apoyo las mismas preocupaciones y temores del que lo ha provocado.

Zelmar recordaba aquellas palabras de Gabriel Riquetti, de tan clara verdad, en sus cartas a Sofía:

-Cuando una mujer se entrega por completo a un amante, debe haber conocido bien al hombre que su amor le ofrecía. El don de su aprecio y su confianza han precedido necesariamente al de su corazón.

  —111→  

Ya es mucho que la mujer penetre en las recámaras y circunvalaciones del pensamiento del hombre a quien se prodiga, y vaya allí mismo a sorprender los planes del futuro y las infidencias del presente, armada de esa pasión celosa y vigilante que todo atisba y nada perdona, en obsequio a su natural egoísmo.

En estos y otros pensamientos semejantes, iba absorto, cuando vino a apartarle de ellos un incidente pasajero.

El coche, que había rodado por la calle de Andes, detúvose de pronto al llegar a la del 18 de julio, para dar paso a un elegante cupé que conducía a una dama. El encuentro fue inesperado y de sensación.

Zelmar se apresuró a asomar la cabeza, descubriéndose con respetuoso afecto.

Enseguida pensó:

-Viene de misa. ¿Adónde irá?

La dama, que era Areba Linares, al contestar aquel saludo con una sonrisa graciosa, concluyendo de ajustarse un guante, reiteró alguna orden a su cochero.

Mientras el carruaje de Zelmar seguía su marcha al centro, el cupé continuó hacia el este por los rieles de la ferrovía, cruzó por delante del cementerio inglés, y cambió en Médanos de rumbo. A breve trayecto por esta calle, prosiguió velozmente por la de Estanzuela, en dirección a la quinta de Orfila de Nerva.

  —112→  

Los sitios que el cupé recorría han sufrido, transformaciones notables de algunos años atrás, especialmente los comprendidos en la zona ribereña, hasta el Buceo.

Estos lugares, que conoció Azara, y que alumbraron los vivacs de las tropas británicas, después de gloriosos combates, eran a principios del siglo terrenos agrestes e incultos, de pintorescas colinas, cubiertos de médanos, y matorrales sombríos, en los que apenas se alzaban, bajo tiro de cañón de la ciudadela, algunos edificios dispersos de irregulares proporciones. De una parte hacia el levante, casas aisladas, la escuela práctica, el horno de Viana y el matadero de Sierra; hacia el mediodía el cuartel de Blandengues y corrales de Silva, y más al este los de Martínez y de Pérez, y el cuartel de los Indios, con una que otra población solitaria de pesada arquitectura, en sus cercanías.

El tiempo ha pasado su mano sobre esas construcciones de una sociedad vieja, dejando apenas en pie, como vestigio melancólico, alguna obra ruinosa, de aspecto conventual, con sus palomares de antaño, sus corredores húmedos y obscuros, sus enrejados de presidio, sus paredes de caserna de una solidez extraordinaria, y sus chimeneas rectas y macizas, por donde parece aún escaparse el humo de las veladas coloniales.

Bajo la acción del progreso y del cambio que corrige ideas y costumbres, el panorama ofrece   —113→   hoy muy diversas perspectivas y paisajes deliciosos. Han desaparecido con los lugares desiertos esos edificios negros y tristes, diseminados en las alturas, a manera de centinelas de piedra de la tradición, vigilantes y fieles a la consigna, hasta caer a fragmentos bajo el pico del obrero. El gas alumbra los antiguos matorrales convertidos en paseos; el riel de acero trepa las colinas y se desliza por las pendientes; blancas y alegres moradas se elevan en la espesura de vegetaciones lujuriosas, con toda la belleza y gallardía del arte; fábricas y escuelas se levantan junto a las capillas y monasterios de moderna arquitectura, como indicando que hay una actividad febril y creadora capaz de absorber las fuerzas que la preocupación o la inercia desvían y esterilizan por el momento; el buen gusto se ha difundido con la vida regalada, y ha impreso su sello en las casas de campo, jardines, avenidas, sitios de recreo, formando vías de comunicación fácil y estrecha con la ciudad antigua, cuya traza incorrecta y tortuosa, contrasta singularmente con el plano topográfico de una parte de la nueva, y cuyas escasas condiciones higiénicas impulsan a las familias de regular fortuna a buscar más puro ambiente en los suburbios en la temporada ardorosa del estío.

La casa-quinta de la señora Orfila de Nerva, como la que habitaba Raúl, reunían en su conjunto sencillo y elegante, todos los encantos y   —114→   alicientes propios para una temporada festival, cerca de la costa, y perpetuamente acariciadas por la brisa marina. El retiro era allí solitario, agradable y tranquilo; verdaderas mansiones campestres, sin el bullicio ensordecedor de la ciudad, y sin la soledad monótona del desierto.

Como de costumbre, hallábase Brenda de pie desde muy temprano esa mañana.

Recorría la quinta con un gajo de nardo lleno de flores en la mano, y un sombrero de pajilla de anchas alas, suspendido del brazo con una cinta de moaré, cuando le anunciaron la visita de su amiga.

Corrió en el acto a su encuentro con el rostro radiante de placer. Era para ella muy grata la presencia de Areba, a quien la ligaba esa dulce e interesante amistad que tanto embellece y tiñe de brillantes colores las horas de la mujer, poniendo de relieve sus sentimientos tiernos y acendrados, mientras la sombra de pasiones absorbentes no empaña, el cristal de sus purezas, marchita la edad la fe del corazón.

Prodigáronse caricias, y muchos de esos besos armoniosos que las mujeres lindas se dan en los labios, sin reserva, y con naturalidad encantadora.

-Vengo a pasar contigo el día -dijo Areba-. ¿Me aceptas?

-Debiera decirte que no, para que no te se ocurran esas cosas. Sabes cuánto gozo con tu presencia, y qué agradables momentos nos proporcionas.   —115→   Verás qué contento el de mi madre, que no te esperaba hoy ciertamente.

-Me agradan las sorpresas: ¿sigue bien?

Brenda hizo un gesto de disgusto.

-Se ha restablecido de sus últimos quebrantos -contestó luego con acento en que se traslucía alguna pena-; pero ha quedado bastante débil y abatida...

-Eso es natural al salir de una dolencia, y no veo motivo de alarma. Tú estás bien siempre, querida amiga: ¡cada día más bella!

Brenda se puso encendida, y sonriose.

-¿Será porque te regalé esta flor, Areba? La pondré en tu seno, y verás como aparece menos linda que tu rostro.

Y arrancando del gajo un nardo lleno de aroma y de frescura lo colocó en el pecho de su amiga, poniéndose delante de ella, y buscando con los suyos los bermejos labios de aquella hermosura altiva, que sólo parecía enternecerse al suave halago de una amistad profundamente sincera y delicada.

-¡Aduladora! nada me dejas que decirte -repuso Areba con voz blanda y cariñosa, levantándose el velo blanco que cubría sus ojos de grandes y profundas pupilas, para fijarlos mejor en el célico semblante de Brenda.

Luego puso sus manos en los hombros de la joven, y agregó con un suspiro:

-Hoy tocarás el piano, y yo cantaré: ¿te   —116→   parece bien? Escogeremos la música de Schubert y de Weber, que tanto te gusta, y que impresiona a tu noble protectora; esa música que nunca envejece y que subyuga siempre...

-¡Oh, sí! la elección no puede ser más acertada y ella prueba tu buen gusto. ¡Qué hermosos momentos vamos a pasar! Recorreremos el jardín y toda la quinta, la choza de Zambique, el estanque, la huerta; y después iremos a la costa para conversar con los pescadores, y recoger conchillas y piedrecitas de colores en la playa...

-No tendré tal vez tiempo para tanto, mi amada Brenda; pero algunas de mis horas te pertenecen. Hablaremos de ti, de tus sueños, de tus esperanzas, de tus dichas...

-Y tú me narrarás con más reposo que la última vez el episodio del paso del Molino, en que tan expuesta estuvo tu vida, y del que aún se habla como de un tema preferente.

-¿Por qué no? -dijo Areba, tratando de disimular una emoción-. No olvidaré el menor detalle de aquellos que haya podido dominar con mi vista, y que conserva fielmente mi memoria. ¡Bien hiciste en no acompañarme aquel día!

-Bien... ¿dije?

Y Areba quedó un instante en suspenso.

Pero, muy pronto añadió entre risas armoniosas:

-La pobre Julieta hubo de ser también víctima   —117→   de aquel suceso; no puedes imaginarte cuánto sufrió en los momentos críticos; y aún, mucho después, parecía que le habían puesto apagadores en la voz... ¡Pero luego conversaremos de esto! Llévame ahora adonde está la buena anciana, que ansío verla.

-¡Vamos allá!

Y las jóvenes, cogidas del brazo, atravesaron con rapidez el espacio que las separaba del vestíbulo, enlosado primorosamente, penetrando enseguida en un gran patio rodeado de corredores, sostenidos por finas columnas estucadas, como las paredes. Cubrían el suelo, en caprichosas formas, gran número de plantas de mérito, circuidas de boj; en el centro una fuente con basamento de mármol estriado despedía dos chorros de agua, a los dos flancos; y trepaban las madreselvas y enredaderas de coral por las columnas, en pintoresca confusión con otras de florecillas azules y encarnadas. Un gran globo de vidrio color violeta, pendía de la airosa arcada del medio, y a los lados dos canastillos caprichosos, figurando largos nidos de colibríes, llenos de claveles del aire.

Oíase canto de canarios, prisioneros en preciosas jaulas de formas chinescas que colgaban de los arcos, rozándose con el follaje terso y verde de los naranjos; y uníanse a sus gorjeos seductores las notas de barítono de un cardenal blanco con penacho rojo, que hinchaba su garganta,   —118→   firme en un palillo, allá en el extremo opuesto, como escuchándose ufano y satisfecho, a pesar de los trinos melodiosos que encantaban el espacio.

-¡Cuántos como ése pululan por ahí! -exclamó Areba, que no pudo menos de fijar su atención en la petulancia del cantor mediocre.

-¿Has visto? -dijo Brenda, riendo con alborozo-. Es lo más engreído; pero se ha hecho querer, y hay que dispensarle los mimos.

Las plantas, en su colocación, formaban un hexágono regular, con senderos de arena y conchilla. Uno de éstos partía del extremo del zaguán, en línea recta, y terminaba al pie de la arcada opuesta, en cuyo fondo una gran puerta daba salida a la quinta. Dos de los arcos de las galerías, situado el uno frente a la sala de recibo, y el otro al comedor, aparecían cubiertos en parte y sustentaban en serie de lozanas y verdes coronas, multitud de guías de plantas trepadoras, cuajadas de flores, en cuyo seno se veían dos lámparas con bombas de cristal, color rosa y celeste.

Pasadas eran ya las siete de la mañana, cuando las dos jóvenes, con demostraciones de dulce regocijo, entraban en el dormitorio de la señora de Nerva, cuyo suelo había concluido.

Fue como una entrada triunfal, que llenó de júbilo a la anciana; y por largos momentos la asediaron aquellas dos primaveras, hablándole de   —119→   todo, y comunicándole en cierta manera, con sus parloteos y alegrías, algo de ese entusiasmo de juventud que remueve fibras ya insensibles en los últimos lustros de la existencia.




ArribaAbajo- IX -

Primeros celajes


La señora Orfila de Nerva, viuda de un hombre distinguido, viose a la muerte de su esposo sin familia y poseedora de una importante fortuna. Aunque retirada desde entonces de los círculos sociales en que había sido objeto de merecidas simpatías, conservaba sin embargo el grado de consideración que se conquista una mujer de virtudes, reapareciendo en aquellos de vez en cuando para recibir las mismas elocuentes pruebas de aprecio. Si bien esto era un consuelo a su soledad, lo fue más la compañía de Brenda, en quien concentró sus mayores afectos. Había vinculado al principio a su existencia a la niña huérfana, inspirada por sentimientos de piadosa filantropía y como un tributo a la memoria del padre, de quien su esposo recibiera nobilísimos   —120→   servicios, propios de una amistad leal y sincera; pero, a medida que avanzó el tiempo, lo que sólo había sido objeto de un acto de conciencia, convirtiose en verdadera pasión. Un cariño acendrado reemplazó al vacío del aislamiento. El generoso corazón de la anciana pudo compensarse sin esfuerzos de las horas amargas de pasados duelos. Brenda reunía todas las preciosas calidades de estas almas, tanto más elevadas y austeras, cuanto han conseguido salir ilesas del seno del dolor y la desgracia, en pos de una lucha tenaz y ruda. ¡Raro ejemplo! Pero no es sólo el brillante el que soporta la prueba del fuego: hay joyas de carne de mayor valla, que la tentación acosa y rodea enmedio de la miseria y de la noche, sin lograr que su virtud flaquee o empalidezca su brillo. Han nacido como la perla solitaria, y en su crecimiento noble se mantienen ocultas y adheridas, en el interior de su alcázar de nácar, donde resisten el olaje de las pasiones y la presión fatal de fuerzas ciegas para lucir más tarde puras y hermosas en las guirnaldas del amor y de la dicha. Brenda pertenecía a esas naturalezas exquisitas y delicadas, cuya sensibilidad profunda ofrece a la vejez doliente, la lumbre y el calor vital que amengua el frío de sus años. Su cariño entibiaba y removía las fibras como un aliento de primavera: había adquirido el hábito de amar más en la hora del rigor de la suerte, que en los días plácidos y serenos, y nunca   —121→   se había preocupado de sí, sin pensar a la vez en el deber de conservar entero el culto a su noble protectora. ¡No conocía todavía ningún drama íntimo de conflicto de deberes! Era amada con pasión entrañable. Orfila de Nerva había sabido concentrar en su corazón recogido y envuelto entre los pliegues del recuerdo, el caudal de ternuras no prodigadas por sino de la suerte, y que ella debía gozar más tarde sin reservas. Por esto mismo, sin duda en el exceso de su cariño y creyendo reinar sin rival en aquella alma joven e ingenua, la anciana se proponía la felicidad de su pupila sobre la base de una obediencia respetuosa que Brenda no desmintió en sus días tranquilos. Pensaba no proceder con egoísmo de esta manera. Una niña honesta, según las reglas de las antiguas costumbres y de la educación de otras épocas, tenía asignada en los proyectos de la potestad doméstica la elección casi irrevocable de su destino. Lógica inflexible la de aquel corazón viejo, y en el fondo tiernísimo; no recordaba quizás que también tuvo pasiones vehementes y espontáneas; y por eso, hablando más en ella la dura práctica del tiempo, parecía dispuesta a reñir los ideales juveniles, a burlarse mansamente del ensueño y hacer gesto desdeñoso a la ilusión dorada. Algo de positivismo frío y severo se mezclaba al cariño inefable, el último tal vez que le hacía grata la vida; y al prodigarlo sin reserva, le agregaba un poco del   —122→   criterio suspicaz del desengaño de que hiciera en el mundo abundante cosecha. Imaginábase así que podía indicar la fórmula de la ventura posible y evitar a la joven las asperezas y dificultades del problema, sin tener presente que toda naturaleza virgen debe a la prueba del dolor su tributo, aunque fuere dejando la mayor parte de sus bellos ideales a lo largo del camino. ¡Cuán difícil, sin embargo, podría ser una transición suave de la actual dicha apacible a una felicidad futura, sin pesares, sin obstáculos, sin fantasías peligrosas!

Brenda había sido instruida y educada con esmero. La solicitud de su protectora siguió siendo extrema a este respecto. Inteligente, juiciosa y contraída, la joven pudo alcanzar ese grado de instrucción que no sería impropio calificar de sólida y eficiente, dados los horizontes que por lo común se asignan al desarrollo intelectual de la mujer en otras partes, y que hanse ensanchado en Montevideo hasta el punto de ofrecer una carrera honrosa al sexo débil. La señora de Nerva, no la proporcionó sino en parte esta educación que ella traía ya de su primer hogar; pero en cambio, al contemplarla, adunó a sus beneficios la de los sentimientos morales y estéticos. Brenda cultivó la música y la pintura, inclinándose más a aquélla que parecía guardar mejor armonía con su espíritu.

El mágico arte constituyó uno de sus placeres   —123→   predilectos, a la vez que el grato solaz de la anciana. Cuando acompañaba a Areba en el piano, y se confundían en deliciosa conjunción formando un solo idioma indefinible los sonidos de las teclas, bajo dulce o vigorosa pulsación, y las notas arrebatadoras del canto entonado con una voz fresca, llena y melodiosa, la señora de Nerva caía en embeleso como si los ecos de aquel lirismo seductor esparcieran en la atmósfera miles de átomos impalpables del recuerdo. Recién entonces surgían en su memoria, pálidos, los muertos ideales de juventud.

De las predilecciones de Brenda, nada se sabía; pero era notorio que la señora de Nerva consideraba digno y ventajoso su enlace con el doctor Lastener de Selis, que había logrado de tiempo atrás cierto ascendiente en su espíritu, en su calidad de médico de cabecera y de antiguo amigo.

No se ignoraba tampoco que Brenda había respondido a las reiteradas insinuaciones, con estas simples palabras:

-Sabes que soy dichosa: ¿por qué quieres arrancarme de tu lado? Tiempo hay de pensar en lo otro, cuya necesidad no siento, y cuyos desconocidos goces no cambiaría por los actuales.

Y el tiempo había pasado sin que la joven se manifestase abiertamente, y sin que la señora de Nerva, por su parte, insistiera en sus maternales exhortaciones. No era dudoso, sin embargo, que en la época a que nos referimos se hubiesen   —124→   renovado con alguna exigencia. Brenda tenía sus momentos de melancólico retraimiento, como si algo de grave y solemne inclinara su espíritu a la meditación.

¿Qué de extraño -recordando los beneficios pasados, y reconocida al favor del presente-, que la joven sostuviera una lucha quizás superior a sus fuerzas entre los designios formales de su protectora y los secretos impulsos de su propio corazón?

Esto era posible, como posible es que de causas en apariencia ínfimas y pequeñas, cuando no desconocidas, nazca el infortunio, sobrevenga el drama y se perturbe la paz de la familia.

De una existencia cómoda, la joven, todavía niña, había pasado a la orfandad y al aislamiento, y de esta amarga situación, a una vida de opulencia en que un amor extraño, pero sincero y profundo, reemplazaba bien los halagos del primer hogar. En este último período era que había fijado recién sus ojos en el mundo, que le ofrecía sinnúmero de encantos y misteriosos deleites, y comprendido que su deuda de corazón sólo podía ser cubierta por excesos de ternura y de respeto. Explicábase, pues, la tribulación de su espíritu, que ella ahogaba en la más discreta reserva, y en un absoluto silencio.

En la mañana de que hablamos, en instantes en que Brenda no se hallaba presente, la señora de Nerva dirigiéndose a Areba, díjole en tono de afectuosa confianza:

  —125→  

-Bien sé que usted anhela como yo la felicidad de mi pupila, y no ignora que ella aún se muestra irresoluta. Conoce usted mis propósitos, a cuya realización nada se opone, y en los que a mi juicio se funda el futuro bienestar de Brenda. Esta dolencia que me aqueja y no me abandona, me hace pensar seriamente en esas cosas, y cuento para el éxito con la excelente intervención de usted. Ella es dócil y accesible, y su amistad mucho puede. Sueño con esta criatura, Areba; es mi único afán, mi sola preocupación y mi último cariño. Sus escrúpulos de niña serán disipados fácilmente al menor esfuerzo de su parte, y espero de usted tan señalada bondad.

Areba escuchaba entre atenta y pensativa, pasando entre sus dedos la borlilla del abanico.

Pareció animarse, cuando la anciana aproximándose bien a ella, añadió en voz muy baja, como temiendo ser oída:

-He notado que algo de nuevo pasa por el ánimo de Brenda, y mucho me aflige que no sea eso efecto exclusivo de mis cariñosos consejos. ¡Quizás yo me engañe, y dichosa sería! Pero algunas cosas han pasado que me tienen inquieta, y tiemblo a la idea de un amor...

Interrumpiose, y se volvió con presteza para cerciorarse de que estaban solas, con el índice en los labios, y el gesto especial de quien titubea en revelar un secreto.

Brilló la mirada de Areba, que murmuró solícita, e impaciente:

  —126→  

-De un amor, decía usted...

-Sí, ¡de un amor imposible!

-Es grave.

-Lo considero así, y por eso me apresuro a prevenir las ocurrencias. ¿Puedo contar con el prestigio de su afecto?

En ese momento apareció Brenda en el umbral, abriendo y cerrando un quitasol de raso celeste.

-Ya estoy pronta, querida amiga -exclamó con alborozo-, para una gira por la quinta. Andaremos entre los árboles, mientras el sol no queme; de aquí hasta la choza de Zambique, y de allí el regreso: ahí tienes mi itinerario. ¿Verdad que es bastante, madre, para lo que resta de la mañana?

-Así es -contestó la anciana sonriendo-; pero tengan cuidado con la cachimba, y no se aproximen demasiado al estanque grande del fondo...

-Iremos con juicio -dijo Areba levantándose, y arreglando ligeramente su tocado-. Está tan puro el aire de la mañana, que invita de veras al ejercicio.

La señora de Nerva las acompañó hasta la arcada, e hizo allí una seña expresiva a Areba, al dejarlas.

Las jóvenes se internaron en la quinta, por una calle de árboles frutales, hojosos y sombríos.

-¿Son agradables las vistas vecinas? -preguntó   —127→   Areba con aire distraído-. Nada me has dicho sobre el particular, y éste es un detalle muy importante para la que como tú pasa todo el verano en el campo.

-Todas las vistas son muy bellas -respondió Brenda, cuyo semblante se tiñó de un fugaz carmín-; y difícilmente podría indicarte preferencias. Aparte de las colinas y médanos que se extienden más allá del estanque, que se encuentra al fondo, todos los alrededores están llenos de quintas y chacras muy bien cultivadas. Después, la costa, que es tan pintoresca. ¿No te gustan las olas, y el aire de la playa?

-Sí -repuso Areba meditabunda-; todo eso me halaga por momentos. La naturaleza es como una persona a quien hemos visto desde muy niños, y que se conserva a nuestros ojos casi inalterable con singular artificio, a pesar del tiempo que ha destruido nuestras ilusiones, sin convertir en calva su cabeza, ni en caverna su boca. Esta especie de Fausto se hace monótono, a semejanza del solterón empedernido cuyas gracias pasan de moda; y es preciso refugiarse en la soledad, con nuestras tristezas profundas, para encontrar algo de nuevo en el cuadro de todos los días, y en los contrastes de todas las horas. Enmedio de la alegría, o por lo menos de satisfacciones naturales que nos rodean, en sociedad o en familia, el espíritu se preocupa más de lo que le afecta de cerca y ha de constituir su contentamiento más   —128→   duradero; así acaece que se busque en lo real lo que resalta y proviene del refinamiento de gusto, y puede identificarse con nuestro ser... Dime: ¿No se te ha ocurrido cosa semejante, al pensar en un hombre, que es encarnación y no sombra, que has visto, que has hablado, cuya mano has estrechado tal vez, sin notar en ella el hielo del mármol, sino el dulce calor de la sangre que comunica otra vida a las venas, y despierta emociones desconocidas hasta entonces?

Al decir esto, la joven fijó en su amiga una mirada penetrante y extraña, que produjo en ésta alguna turbación.

-Parece que hubieras amado mucho, Areba -respondió Brenda estrechándole la cintura con su brazo con fuerza nerviosa, mientras hacía girar en el aire con el izquierdo la sombrilla.

-Sabes que me consideran indiferente, o por lo menos demasiado vanidosa, para entregar sin lucha mi corazón. Las grandes comodidades que me rodean, no bastan a desviar la sospecha indigna de que uso balanza en amores que aún no he sentido, pero que me han atribuido siempre, pretendiéndose haber sondeado mis sentimientos íntimos; y pienso a veces que se desea que yo represente el papel que se me asigna, y que mucho temo concluya por agradarme. Pero no se trata ahora de esas cosas. Hablemos de ti, pues a ello consagro estos instantes. No has contestado todavía a mi pregunta.

  —129→  

Guardó Brenda un breve silencio, y luego dijo con acento tembloroso:

-Allí cerca del seto hay un banco de piedra, cubierto ahora por la sombra de altos naranjos. Si quieres nos sentaremos en él, y conversaremos sin fatiga, antes de ir a la choza. Lo único que puede molestarnos es la marímbula de Zambique, pero tal vez no esté hoy tan filarmónico.

-¿Qué es eso?

-El instrumento músico del viejo negro, que tú no sabes es casi todo su idioma, pues él habla poco o casi nada, hasta el punto de entenderle nosotras solas.

-Bien: iremos al banco de piedra.

-¡Qué hermosos árboles! Se siente uno con placer aquí.

¿El seto adonde vamos, mira hacia el mar?

-Sí... pero hay otra quinta por medio, que sin embargo no priva por completo de la vista.

-¡Ah! Y ¿qué familia ocupa esa quinta?

-Familia... ninguna. Parece ser un hombre solo.

-¿Joven?

-Sí.

-¡Qué vida solitaria!

Debe pasar horas muy melancólicas ese joven, querida amiga, aun cuando el romanticismo le absorba.

-Tal vez...

Sonrojose Brenda al pronunciar esta frase.

  —130→  

Una leve sonrisa entreabrió los labios de su amiga, quien mudando de tono, se apresuró a decir alegremente:

-Desde aquí veo una parte del seto, y algunos pitacos gigantescos que mucho me agradan porque reúnen colibríes en sus flores amarillas. ¡Lleguemos cuanto antes!

Precipitaron ambas el paso, y en pocos momentos estuvieron junto al sitial de piedra; pero apenas acababan de sentarse, cuando resonó a cierta distancia una detonación, seguida de un silbido suave y de un ruidoso aleteo, como de ave de vuelo tardo y pesado.

Segundos después, una hermosa perdiz salvaba el seto con las alas tendidas, que arrolló bien presto, para caer verticalmente sobre el musgo delante de las jóvenes, destilando sangre por el pico.

Recogiola Brenda en el acto, y pasó con cariño su mano por el sedoso plumaje, levantando la vista hacia el seto, trémula y afligida.

-¡Pobrecilla! -prorrumpió Areba con su aire abstraído-. ¡La han herido en la entraña!



  —131→  

ArribaAbajo- X -

Los esteros de Carrasco


A algunos kilómetros de Montevideo, hacia el oriente, los campos presentan una sucesión de oteros más o menos elevados, que domina el brazo del agrónomo. El cultivo de la costra arable, a todos rumbos, ha reemplazado la dehesa del pastoreo; las pacíficas vacas lecheras al ganado arisco; y regadas vegas, caseríos y villorrios, a las antiguas propiedades de riqueza pecuaria. La semilla y el grano, la verde gramínea y la espiga dorada, germinan, brotan y se elevan donde antes crecían el trébol, la gramilla y el árido cardo de penachos azules; surgiendo a la vez con la agricultura que todo lo suaviza, empezando por la dura costra que reposa sobre el limón pampeano, las pequeñas industrias productivas, que atraen nuevos agentes, y útiles más perfectos a la labor fecunda.

En los contornos de los esteros de Carrasco, nótase ese aspecto risueño de vida y de trabajo. Estos sitios fueron en otros años los predilectos   —132→   de los buenos cazadores, y por entonces, los perdigueros levantaban fácilmente de los altos pastizales excelentes piezas de caza menor y poblaban las ciénagas numerosas becasinas. Pero, en la época a que nos referimos, el monte no presentaba sino anchas brechas; y el álveo del arroyo no escondía sus ondulaciones de culebra entre el doble festón de producción arbórea, que el hacha del leñador ha ido talando lentamente.

Solían, sin embargo, bajar allí retozando los patos silvestres, las otras aves, codiciadas siempre por su hermoso plumaje. Esta circunstancia estimuló a Raúl a trasladarse al sitio, antes de apuntar el alba de aquel día.

Era la caza una de sus pasiones favoritas, y hacía periódicamente excursiones lejanas, en busca de campos abundantes en perdices y piezas mayores.

Esta vez había limitado hasta allí su paseo, y escogido la parte menos frecuentada de la orilla, -parajes que visitarán poco los numerosos cazadores que usaban todavía las viejas armas de baqueta y pistón, el cuerno de la pólvora gruesa y el largo municionero de resorte y piel de cabra, señalando su trayecto con un reguero de humeantes tacos sobre las secas yerbas-. Como su objeto no era, a semejanza de muchos de estos aficionados, cazar con perdigones de plata, se esforzó en recorrer los sitios más solitarios a la par que pantanosos, propicios a las aves, cubiertos de juncos o de nutridas masiegas.

  —133→  

No se explicaba él, bien claro, el motivo de haber limitado hasta aquellos esteros su excursión; pero la verdad es que temía alejarse demasiado del lugar de su residencia, que ofrecíale encantos mayores, y oportunidad quizás al regreso de pasear sus vistas por los vecinos jardines.

En tales lugares sorprendiole la aurora; una aurora de estío, fulgurante, tibia y serena, con nubecillas de coral sobre un fondo de zafir.

Habíase sentado al pie de unos talas, al acecho de los patos que pasaban de vez en cuando, en parejas o en grupos sobre el arroyo, con las alas arqueadas, en engañosa actitud de descender, lanzando roncas notas, al dirigir el movible cuello a uno y otro ribazo con manifiesta inquietud.

En vuelo lento y majestuoso, que contrastaba con la rapidez de estos palmípedos, solía venir entre ellos alguna cigüeña blanca de manchas negras y dentado pico; o algún fenicóptero de alas color de fuego y pecho albo rosa flotando en el espacio como suspendidas por el aire, a manera de enormes pandorgas teñidas de brillantes colores.

Agitábase todo en derredor, cual si al aparecer la aurora, una onda prodigiosa de vida se hubiese desprendido del horizonte, bañando los paisajes en oxígeno y luz nueva. Era un despertar risueño y seductor, con cuadros llenos de variedad e interés.

  —134→  

En un árbol partido por su cúspide, en forma de cilindro oblicuo, y provisto aún de algunas ramas de escasas hojas, veíanse dos nidos de lodo, a poca distancia el uno del otro; moradas ingeniosas que los pequeños arquitectos consolidan con cerdas y hebras vegetales, con un tabique que resguarda los huevos de la hembra y separa los compartimientos destinados al sueño de los esposos.

Las puertas de estas viviendas singulares, rara vez miran al oriente: ya se fabriquen sobre las ruinas, o en el extremo de los troncos verticales, o en la horqueta del sauce melancólico, o en el robusto brazo del pitaco adornado de ramilletes dorados, tan parecidos a charreteras flamantes sobre un paño verde obscuro.

-¿Temen acaso los horneros rojos la lluvia de rayos de fuego, durante las primeras horas del día? Hacíase Raúl con interés esta pregunta, sin encontrarle respuesta satisfactoria, mientras salían en doble pareja los horneros, y se colocaban sobre el cieno endurecido para saludar de consuno la mañana, con esos agudos cantos que tan bien remedan irónicas y nerviosas carcajadas.

Algo más lejos, y sin preocuparse de aquel concierto bullicioso, otra ave cogida con sus largas uñas a la corteza, en posición vertical, con las alas flojas y la cola abierta en forma de tijera, horadaba con su duro pico el tronco de un sauce -ejemplar hermoso, que deslizaba las   —135→   guedejas de su verde cabellera hasta la superficie tranquila del agua en lánguido desmayo. El ave buscaba el corazón del árbol, para bifurcar luego el camino hacia abajo, y construir allí su nido, como un perito hábil que mide exactamente un ángulo recto, curioso detalle que hizo sonreír al joven, pensando que de todos los seres alados, fuera éste quizás el único que no empleara la curva.

Ocurría, en tanto, una escena pintoresca en un grupo de árboles, que formaban isleta, sobre la ribera.

Dos o tres criaturas descalzas, traviesas y madrugadoras como las aves, que habían salido poco antes de un cobertizo próximo con las rodillas a la vista, las greñas secas y enmarañadas sobre las sienes, el codo al aire, la blusa prendida con un botón encima de la carne, y el semblante lleno de polvo, pero alegres y robustos, se entretenían en coger pichones de loros, prendidos a las ramas de los espinillos; en cuya operación se servían de largos gajos provistos en las extremidades de un pequeño escobillón de lana, recogida en los zarzales, que introducían con la mayor algazara en los nidos colgantes y guarnecidos de punzas y espinas. Los loros se aferraban con sus largas garras al escobillón, y salían entre rabiosos chillidos, atrayendo a los grandes, que revoloteaban coléricos a poca altura, en movible banda de esmeralda de preciosos metálicos reflejos.

  —136→  

Muy cerca de allí otro de los niños daba fuego con un yesquero a un haz de ramas secas, colocado debajo de un camuatí, a fin de espantar las avispas y atraparse los panales.

El humo que subía en gruesas volutas, llegó a las narices de algunos loros, que vinieron a estornudar ruidosamente cerca del cazador, en el viejo tronco de los horneros.

La violación del domicilio produjo una protesta airada, que fue desoída; y con este motivo, trabose la lucha a pico y garra sobre los nidos; intervino en ella, el carpintero creyéndose agredido, o por el solo prurito de bregar, dejando algunas plumas en el combate; y quedaron por el momento victoriosos los monos emplumados, concluyendo en paz sus interrumpidos estornudos. Mas, a poco volvieron los horneros con refuerzos, animose el carpintero magullado, y recomenzaba la lucha encarnizada, formándose en el aire un grupo compacto, en pintoresco entrevero de plumajes y colores, cuando un guijarro diestramente lanzado de la honda por uno de los pequeños vagabundos derribó maltrechos varios de los combatientes, dando fin a la batalla.

Raúl, que se había puesto de pie, apoyado en el cañón de su escopeta de fábrica inglesa, tendió una mirada a lo largo del ribazo, en busca de algo más interesante para él. Fuera de algún cauno chavaria que vagaba pesadamente, hundiendo en el lodo sus piernas encarnadas,   —137→   huesosas y torcidas, ninguna pieza de caza se veía entre las plantas acuáticas, donde retozaban las gallaretas negras en amena conversación, como buenas comadreras de los lugares bajos a quienes nunca falta asunto que tratar en asamblea.

Percibíase en la orilla opuesta, una garza blanca que parecía espuma de leche, firme sobre una de las zancas, y la que, satisfecha ya sin duda, ocultaba el cuello entre las dos alas, para volverlo a estirar de vez en cuando, y formar una curva de alabastro, al hundir su afilado pico amarillo en el plumaje, y poner en fuga los avisugos.

Hacíale compañía una espátula elegante, de rosada vestidura, que a su vez sumergía en el cieno su verdoso pico de cuchara, agitada y nerviosa, sin dejar de dirigir a cada momento sus ojos coralinos a la sospechosa vecindad.

En complemento del paisaje, multitud de avecillas oscuras y humildes, con bullicioso contento, picoteaban los insectos aglomerados sobre los hongos que nacen y crecen en los troncos caídos.

Se elevaba el sol en el horizonte entre rojizos velos, empezaban a zumbar sordamente el tábano y el estro; y los ictinos voraces, brotando en legiones de los sitios blandos y húmedos, se detenían delante de las dulces flores agrestes, trémulas las alas, color del hielo de los pantanos.   —138→   El aire se hacía denso; y ya era hora de regresar.

Ante la hermosa túnica de ilusión de la espátula -a falta de piezas nobles-, Raúl se sintió con deseos de satisfacer los instintos de cazador, y por dos veces levantó el arma con móvil siniestro.

Pero, de improviso, una bandada de patos picazos se abatió tumultuosamente en el agua en compacto regimiento; algunos humedecieron apenas las puntas de las plumas, advertidos del peligro, y levantáronse los otros en línea vertical, graznando con pavor.

La evolución fue tardía, porque el cazador se había echado ya la escopeta a la cara. Resonaron dos descargas con breve intervalo, dirigida la una a la superficie del arroyo, y la otra al vuelo, quedando numerosas víctimas removíéndose temblorosas en las aguas, teñidas de granate.

Todavía, al revolverse en las alturas, veloces y azorados, sin tino ni rumbo, dos de los palmípedos que llevaban granos de plomo en las entrañas, doblaron de súbito la cabeza hacia abajo, como tirados de un lazo de acero, cayendo en línea recta con sordo golpe sobre el campo.

Raúl extrajo las cápsulas, y volviose, al concluir de colocar nuevos cartuchos en las recámaras de su escopeta.

A pocos pasos de él, con los dos patos en la   —139→   mano, encontrábase uno de aquellos diablillos que habían librado batalla con los loros y avispones, y que acababa de acudir presuroso al ruido de los disparos.

-Gracias -dijo Raúl-, cogiendo las piezas que le alargaba el oficioso recién venido, y colocándolas en su saco de caza. ¿Cómo te llamas?

-Roberto me llamo, para servir a usted.

-De ello ya tengo prueba. ¿Sabes nadar?

-Un poco. Ése es un remanso, y hay hondura.

Dijo esto Roberto con un mohín expresivo, que indicaba no serle desconocido el arte, acercándose al ribazo, donde se detuvo, rascándose con el dedo mayor de un pie el tarso del otro, y con la diestra la mollera.

Sonriose Raúl, mirando con fijeza el semblante abierto y despejado del pequeño sagaz, y añadió:

-Medio real cuesta cada pato, y allí hay ocho.

-¡No es por interés, señor! ¡Aquí hubo de irse al fondo uno no hace mucho! Pero voy a probar. Los patos son diez...

Y así hablando, tiró de la blusa y del calzón deshilachado, en un momento; dio un salto hasta el borde del arroyo, humedeció dos de sus dedos -con los que se hizo en la cara la señal de la cruz- echose en el pecho un poco de agua y se arrojó de cabeza, escurriéndose bajo   —140→   la superficie como un pejerrey -en balance flexible y gracioso-, hasta asomar sus mojadas renegridas greñas por entre las anchas hojas de un camalote. Pronto entró al remanso, y minutos después, él y las piezas estaban en la orilla.

Raúl cumplió la promesa con usura.

-Tus medios reales han ganado interés, simpático Roberto -le dijo-; pues has tenido que perseguir hasta entre dos aguas a los heridos. Aquí tienes el premio.

Roberto, que se había escurrido a dos manos el cabello, y puéstose las ropas con la misma facilidad con que se desvistiera, recogió el dinero sin escrúpulo.

Luego repuso con la mayor ingenuidad:

-Para que vea usted. Suelo deslizarme así, entre dos semanas, sin encontrarme con un vintén. Hoy es distinto. ¡Había habido hueva en el remanso!

Riose Raúl de la ocurrencia, echose la escopeta al hombro y se alejó diciendo:

-Adiós Roberto. Espero que nos volveremos a ver.

Encaminose enseguida a pasos largos, con el morral pendiente de un costado, a una colina próxima. Pocas cuadras más allá encontrábase Selim con el carruaje. Raúl hízole una seña.

Selim era un cambujo vigoroso de veinte años, en cuyo rostro resaltaban los rasgos del indio sobre los del negro, acentuados y enérgicos, con sus   —141→   pómulos salientes, los labios delgados, el hueso frontal un poco hendido en su parte superior y enarcado de una manera notable sobre las cuencas; ojos negros, pequeños y brillantes, de mirar rápido y vivo, bigote ralo, crespo y retorcido, y cuello ancho y robusto bien plantado en un tronco formidable por lo macizo del esqueleto y del músculo. Difícilmente se encontraría mejor conductor de cuadriga en un juego olímpico, ni auriga más diestro en una confusión de vehículos de plaza. Sabía afirmarse bien en los lomos de un redomón, y sujetar por el bocado un tronco rebelde, y aun correrse por la lanza, hasta ceñir con sus dedos cortos y fornidos, a manera de tenazas, las narices de los potros, que al fin daban con ellas en los guijarros, llenos de roja espuma. Había nacido enmedio de las sierras de los Tambores, en una de aquellas habitaciones pajizas levantadas sobre algunas rocas de las vertientes, colgantes del abismo, sacudidas por las rachas de los ventisqueros, como un nido de buitre; y aunque habíase trasladado desde muy joven a Montevideo, contrayendo otros hábitos y costumbres, conservaba algo de las energías indómitas, propias de la savia semisalvaje que circulaba por sus venas.

Astuto, leal y entendido, granjeose desde el principio la simpatía de Raúl, por quien él sentía respeto y afecto profundo.

Acudió en el acto al llamado, guiando un ligero   —142→   break, a propósito para excursiones de este género.

Raúl le dio el morral.

-Pesa -dijo Selim.

-Muy poco, apenas una docena de patos. Sólo he hecho dos disparos.

-Eso dije yo, señor. El monte va perdiendo hasta los escondrijos, y la caza está huida; si quedan nutrias y aves viajeras, ya es mucho aventurar. Perdices, ¡ni el rastro!

-Así es. De becasinas, ni una pluma.

El cambujo se refregó sus anchas narices, arreglando el rendaje, y añadió con un cierto aire de malicia:

-En el baldío de Zambique, del lado acá de la quinta, en donde abundan los rastrojos, suelen silbar perdigones.

-Déjame allí -repuso secamente Raúl.

Selim dirigió con la mayor gravedad a los caballos una palabra imperiosa, y el break arrancó con rapidez.

Eran ya cerca de las ocho cuando llegaron al sitio. Bajose Raúl con su escopeta y morral vacío, ordenando a Selim que se fuese por un camino vecinal; y él se entró al baldío, salvando de un salto una zanja estrecha, y ya casi cegada por los aluviones.

Por allí vagó algunos minutos, hallando en efecto regular número de perdices entre muy viejos rastrojos, pues hacía meses que nadie cultivaba   —143→   aquel terreno fue bastante afortunado para apoderarse de todas ellas, y recorría todavía los extremos, cuando sintió cansancio y sed.

A fin de aplacarla, antes de efectuar el regreso, a lo largo del seto -camino el más corto para llegar a su morada- buscó con la vista en rededor, algún edificio. Había uno cercano, seto por medio, y dirigiose a él, resueltamente, trasponiendo los agaves por un portillo angosto, que daba entrada a una huerta espaciosa y atendida con esmero, a juzgar por su aspecto halagador.




ArribaAbajo- XI -

Zambique


En la parte este de la quinta de Nerva se alzaba una especie de choza africana, de forma cónica y paredes de adobe, coronada por una Cúspide pajiza. Constaba de una sola pieza, con una puerta tosca y una ventanilla de dos vidrios azules, encuadrados en un marco de pino blanco sin postigo. Algunos medallones de flores silvestres arreglados con cierta simetría, y cinco o seis sauces   —144→   rodeaban esta choza. Las enredaderas comunes en los cercos serpenteaban en el frente y cubrían la entrada, formando una bóveda caprichosa de la cual pendían moradas campanillas, en cuyo hojoso centro fabricaban los colibríes sus complicados nidos, semejantes a delicadas escarcelas que guardasen finísimas perlas.

El interior presentaba un aspecto pintoresco. En un extremo veíase un lecho singular, consistente en una piel vacuna bien extendida y sujeta en cuatro estacones de guayabo, a medio metro del suelo, un colchón delgado de paja, y un cobertor de algodón de fuertes colores, con borlillas negras. Había junto a esta cama una mesa llena de extraños objetos y utensilios, yerbas, al parecer medicinales, marcela hembra y apio cimarrón, separadas en pequeños manojos, vajilla de latón, ollas de tierra cocida, y ejemplares dispersos de periódicos e ilustraciones, en curiosa mezcla y desorden.

En el medio, y contorneando el grueso madero que sustentaba el peso de la choza, una banqueta circular que servía sin duda de asiento permanente; del madero pendían diversos objetos: sogas, canas de gramíneas, diferentes clases de mates de retorcidos picos, sombreros viejos, bolsas de lona, espuelas de grandes rodajas y hasta un par de botas de media caña, con las punteras abiertas y el hilo formando arco dentario, a manera de fauces de un pez hambriento. En este   —145→   raro museo, las arañas tejían vastas telas concéntricas.

Pero, lo más curioso del ajuar consistía en un instrumento -convenientemente colocado bajo el ventanillo-, que va desapareciendo ya con la generación importada en otras épocas de las riberas africanas, y que constituía, por decirlo así, toda la delicia del arte musical congo o cafre, para el canto y la danza. Tal instrumento, con sus monótonos sones, trasladaba la mente del negro a, los climas del trópico, bajo la sombra del baobab y de los datileros del oasis: cual si remedara en cierto modo los rugidos de los leones en el cardizal ardiente y en la estepa desolada, o las broncas quejas de la pantera en sus noches de amor y celo entre los juncos, a la orilla de aquellos grandes ríos inmóviles plateados por la luz de las estrellas, que se perdían en la inmensidad del desierto en curvas gigantescas como fiel trasunto del destino incierto, oscuro y vago de una raza infeliz. Sus ecos parecían recordarle así los aires de la tierra, rumores del edén salvaje donde se desenvuelven los dramas de la sociedad primitiva, o roncos lamentos de esas pasiones sensuales que marcan el límite intermedio del instinto y de los nobles anhelos del ideal humano.

Los primeros esclavos y los viejos libertos no conocían otra música más agradable a sus oídos, y conservaron por largos años una costumbre que parecía suavizar el rigor de la nostalgia.

  —146→  

Ese instrumento tosco y grosero era la marimba.

Consistía aquélla de que hablamos en una olla de hierro de regulares dimensiones, vieja y carcomida, con un pie de menos, si bien reemplazado por otro de espinillo; y cubierta perfectamente con piel de carnero curtida, estirada de modo que no hiciera arrugas, y ceñida al ancho cuello de la marmita con los tientos que se usan en el campo para trenzas de apero, y que en esta última forma resisten en la extremidad del lazo toda la pujanza soberbia de un toro. ¡Muchas veces habíanse posado allí las manos del tocador, a juzgar por las huellas que se notaban en la piel y cierto detrimento en el medio, donde precisamente debían apoyarse los pulgares y el índice con más vigor y consistencia. La marimba parecía contar algunos años según el aspecto.

El habitante de esta choza, y el dueño de este extraño tambor era un negro senil, llamado Zambique.

Ninguno tan curioso como este ejemplar de la raza africana, ni nada más tristemente oscuro que su historia. Arrebatado de su patria en edad adulta, y en época en que la mercancía humana se estimaba a trescientos duros por cabeza, había sido esclavo por muchos años de la familia de Nerva. Siguiendo la suerte de los libertos, a quienes se impuso luego una contribución de sangre y de servicios que no difería mucho del extributo   —147→   del trabajo ímprobo, batiose en largas guerras, de las que conservaba como recuerdo una tercerola de pedernal, tan pesada como una culebrina, y algunas cicatrices profundas en su piel; y concluyó por volver a buscar apoyo en los que más que amos, habían sido sus bienhechores, con esta gratitud singular que absorbe todos los sentimientos y se constituye en inspiradora y consejera permanente en el fondo de las almas atormentadas, para quienes el mundo es tan pequeño, que no tiene para ellas sitio disponible.

Zambique no podía dar razón de la fecha de su nacimiento; pero afirmaba que él no era de este siglo.

Se le veía con frecuencia cruzar cerca de la playa, adonde recurría en busca de pescado fresco, vestido de calzón corto -pues no le llegaba al tobillo- y pie desnudo; camisa rayada a listas rojas, levita negra de doble botonadura, legado de sus señores, y sombrero alto de felpa en forma de tubo, de ala estrecha, cuya data era dudosa e imposible de constatar. Un aro de plata en la oreja izquierda, era el único lujo que se permitía. Observábase en su fisonomía una expresión constante de extrema mansedumbre y de triste humildad. Llevaba con donaire el sombrero de felpa sobre una cabeza ancha, de occipucio lleno de prominencias y deprimido en el frontal, provista todavía de algunos mechones lanudos color ceniza   —148→   esparcidos acá y acullá en el cráneo reluciente, a manera de yerbas de la piedra en una tosca ennegrecida. Ángulo facial, sesenta y ocho grados. Su mirada, casi sin brillo, animaba apenas dos pupilas color de plomo, rodeadas de un velo rojizo que simulaba en la córnea amarillenta una lágrima de sangre inyectada y expandida; pero era dulce y bonancible, sin reflejos siniestros. Algo peculiar le distinguía de los demás de su clase, que no eran por cierto la sajadura de su rostro en ambas mejillas, hechas a navaja, verdaderas huellas de barbarie que las razas desgraciadas llevan hasta el sepulcro. El detalle consistía en cuatro o cinco verrugas, que de mayor a menor bajaban una en pos de otra desde el nacimiento de la frente hasta el de su aplastada nariz de anchas fosas, remedo de un rosario de bellotas o de cuentas negras de muy regulares formas y magnitud decreciente en proporción, hasta alcanzar la última el tamaño de un guisante.

Este archipiélago de excrecencias notables daba extraña singularidad a la fisonomía de Zambique, especialmente cuando una sonrisa dilataba sus grandes labios y le obligaba a descubrir un diente y dos colmillos de una blancura extraordinaria.

Al apuntar el alba, y después de mediodía, bajo el sol ardiente, cuando sólo se escuchaba el canto de la cigarra o el zumbido de las langostas   —149→   en las espigas y cardos, Zambique hacía oír su tambor, acompañando el movimiento de sus dedos, tardo y monótono, con cierta cantinela ahuecada y bronca. Si se hubiesen escrito las palabras de este guirigay, no hubieran sido más descifrables que un jeroglífico casi borrado. Difícilmente un concierto de los tipos gruñones de que habla Landois, producido con toda la fuerza de sus ancas, élitros y antenas, podría dar idea de los ecos de la marimba de Zambique. Tenían algo del trueno en lontananza, y del fuego graneado por hileras.

La primera vez que percibió Raúl aquel ruido o música cafre, preguntó a Selim de dónde provenía.

-Del fondo vecino, señor -dijo el doméstico-. Es el viejo gorila que golpea el tamboril.

Raúl veía siempre pasar a Zambique por delante de sus ventanas, hablando solo, y mirando con fijeza el suelo, encorvado y abatido, como un ente que considera estar de más en la colmena, y que aún resiste a la dura ley de la lucha, por algún vínculo superior al egoísmo del último descanso. Según la versión de Selim, sucedíale con frecuencia cosa distinta, una vez dentro del seto de la quinta, cuando tropezaba en el sendero de su choza con una joven pálida y bella, que era sin duda la reina de aquellos sitios. Zambique descubríase entonces con respetuoso cariño, balbuceaba las más sonoras palabras que aprendiera   —150→   del idioma nacional, se sonreía, y arrancaba solícito hermosas margaritas y florecillas celestes para obsequiar a la paseante solitaria. Selim creía que esta joven era a quien él veneraba más en la tierra, con todo el fervor supersticioso de su raza.

Parece que ya se extinguió con la antigua servidumbre ese género de lealtad noble y consecuente, muy distinta a la obediencia muda impuesta por el rigor de la cadena, y que hacía para perpetuarse al calor de los hogares lo mismo que la planta invariable cuyo verde risueño no empalidece al soplo de los tiempos. En el alma del viejo negro había una siempre verde: la gratitud, que engendra al amor, la abnegación y el sacrificio.




ArribaAbajo- XII -

La pieza de mérito


El extraño edificio a que se acercara Raúl, era la choza de Zambique, en terreno de Nerva.

El viejo negro se encontraba a algunas varas de la puerta, sentado en una osamenta de buey   —151→   de que él había improvisado una banca; despojo arrancado a algún médano, o terreno de aluvión, notablemente aumentado de volumen por la acción de la humedad o de las sustancias térreas, y desprovisto de cornamenta, que algún sabio de afición habría confundido fácilmente -como ya ha sucedido- con la cabeza de algún ejemplar de raza prehistórica.

Zambique hacía ramojos con todo afán y esmero. Ceñía su frente un pañuelo encarnado, que sin cubrirle por completo la cabeza, dejaba ver en el cráneo varios rulillos cortos y plomizos. Con la vista baja y fija en su obra, no advirtió la entrada del joven.

Dirigiole éste la palabra, parándose a poca distancia.

Al sonido de aquella voz, Zambique pareció conmoverse, arrojó el ramojo y púsose de pie.

Enseguida acercó la mano trémula y callosa a sus ojos fatigados, para formar visera, y miró al rostro de su interlocutor con curiosidad.

Raúl estaba apoyado en la escopeta, y a su vez lo miraba con aire de dulce benevolencia.

Removiéronse los labios de Zambique para balbucear algunas frases ininteligibles, en las que se mezclaban palabras claras a otras de un dialecto extraño.

Raúl sólo entendió al principio, las de su merced y capitán, pronunciadas y repetidas con humildad, como títulos aplicados en prueba de reconocimiento   —152→   y gratitud por hechos pasados, a los que se ligaba indudablemente la personalidad del joven.

Empezando a interesarle los guiños, momos y visajes que usaba el negro decrépito, verdaderas muestras de afecto expresadas con una viveza de movimientos en él inusitada -Raúl empleó medios ingeniosos para hacerlo explicar con claridad, consiguiendo al fin que se manifestase de una manera comprensible. Zambique parecía sorprendido, cual si su memoria ya muerta para todo, recuerdo que no fuese el de beneficios recibidos, hablara súbitamente a su conciencia de una deuda que nunca se prescribe, y que va ganando intereses hasta el último momento de la vida.

Sus amoricones eran tan expresivos como elocuentes, y con una verbosidad pasmosa habló varias veces de una batalla, enmedio de cuyas peripecias su caballo había caído en la hondonada.

-¡Ah! -exclamó Raúl al oír este detalle, y fijándose con mayor atención en las curiosas facciones del negro- ya recuerdo... ¡Hace años de eso!

Zambique se amorró, contando con los dedos. Luego levantó la mano, y con una sonrisa semejante a una mueca, que enseñaba sus tres dientes firmes y muy blancos todavía, murmuró en voz bronca y apagada:

-El capitán era niño; pero de a caballo y guapo.

  —153→  

Tras de estas palabras, dirigiose con pasos inseguros hacia el montón de ramojos, recogió del suelo una cuchilla corta y la esgrimió nerviosamente, como amagando con ella a algún vencido imaginario, que estuviese imposibilitado de defenderse.

Sonriose Raúl, y dijo:

-Fue un mal trance el de aquel día, en que tuve la suerte de auxiliarte. Veo que eres agradecido, y eso me place. Por única retribución te pido ahora un poco del agua de tu cachimba.

Zambique arrojó el arma con presteza y se entró en la choza sin decir palabra. A poco volvió a aparecer con una vasija de barro, piporro o botijo de asa y pico, y se encaminó siempre callado y trémulo sin mirar al joven, hacia el fondo del jardincillo.

Raúl le siguió, sintiendo agolparse a su memoria en impetuoso tumulto, episodios de otro tiempo que habían reposado en sus recónditos, y que aquel encuentro removiera, como una piedra caída sin saberse de dónde en la laguna tranquila.

Cachimba se llama en Cuba a la pipa de fumar, y entre nosotros sabido es que se denomina así a un pozo vertical, a flor de tierra, bordeado en su boca por trozos de gneis malamente unidos, y cuya agua, un tanto transparente, de un color de caña, tiene un sabor peculiar amargo y salitroso, pero de una frescura propia de los manantiales   —154→   En los lugares solitarios de los alrededores de Montevideo, se ven todavía algunas de estas cachimbas, formadas muchas veces por la filtración subterránea de las aguas de los arroyuelos en los esteros, junto a los albardones y terrenos arenosos.

Zambique sumergió la vasija en el pozo sin brocal, y la brindó con respeto al joven, con mano convulsa, la mirada baja y cierto aire de contento íntimo, unido a esa actitud propia del que trata con un superior y ha adquirido, el penoso hábito de creerse sin derechos.

Raúl bebió con gusto, y devolvió la vasija diciendo:

-Mucho celebro, Zambique, este encuentro, y más aún el grato recuerdo que de mí has conservado tanto tiempo. Eso prueba tu excelente corazón. ¿Eres aquí feliz?

-Siempre viví tranquilo. Ahora está enferma el ama, y la niña triste.

Al expresarse así nubláronse los ojos del liberto bajo una emoción de pena. El joven lo saludó con cariño, y se preocupó a su vez. Aquellas palabras lo pusieron sombrío.

Cuando salía, ciertos pensamientos y reminiscencias acudieron en tropel a su cerebro. La agradable sorpresa experimentada por una demostración de reconocimiento que estaba él lejos de esperar, fruto de uno de tantos gérmenes del bien arrojados sin cálculo ni egoísmo en el camino de   —155→   la vida, desvaneciose bien pronto para ceder su puesto en el ánimo a otro género de impresiones.

Al hablar consigo mismo, caminando a paso lento por la orilla del seto, reproducía en su memoria las escenas angustiosas y terribles en que se produjo el hecho a que había aludido Zambique. Algo, en efecto, hizo entonces por él. Pero este recuerdo se enlazaba con el de otro incidente grave del mismo día, que levantaba como un fantasma en su imaginación herida, la figura de un bizarro caudillo, muerto en combate singular... ¡Pocos recuerdos tan claros y de tan fuerte colorido...! Bien plantado en la montura, altivo y ceñudo, cabeza de león sobre un tronco de atleta, blanco el rostro adornado de barba negra, mirada dominante e imperiosa, brazo enérgico, y palabra dura y breve como punta de puñal. No supo él nunca el nombre de este adversario vencido; más de vez en cuando venía su sombra a interponerse, como en el momento actual, oscureciendo las risueñas perspectivas de una existencia serena y henchida de esperanzas.

Había recorrido largo trecho con la escopeta al hombro, bajo la influencia de estas impresiones morales, cuando vino a distraerle la presencia de una hermosa perdiz entre las yerbas, reavivando sus entusiasmos de cazador.

El ave huía con la celeridad de un reptil enmedio de caprichosas ondulaciones, lanzando un silbido flébil y continuado, e irguiendo a veces   —156→   su elegante cabeza entre el césped, después de echarse azorada por breve instante, creyéndose bien oculta detrás de ligeras matas o endebles tréboles, para incorporarse de nuevo a la proximidad del peligro, y proseguir agazapándose, su curiosa fuga, enhiesto el movible cuello, por los sitios más cubiertos. El silbido, los movimientos serpentales, las rastrerías de la fuga de esta culebra con plumas, según la hipótesis de Darwin, tan verosímil quizás como la que se refiere a la metamorfosis de la magnolia en cisne, excitaron el ardor del cazador, que obligó a la pieza a levantarse para dispararle al vuelo. Sucedió así, si bien el ave herida no cayó, prolongando sus volidos regular distancia hasta cambiar de rumbo y atravesar el seto, en donde fue a desfallecer descendiendo de súbito, al voltear a plomo la cabeza.

La juzgó Raúl perdida, y siguió su marcha sin detenerse, aunque lamentando que la pieza que él reputaba de mérito, como real el tiro, dado el lugar del episodio, no hubiese caído a su frente. Ya sabemos en qué manos se había refugiado, moribunda.

Avanzaba la mañana, y con ella el deseo del pronto regreso. Apresurose el joven, atravesando la distancia en línea recta, a pesar de los pequeños charcos del tránsito, que podía desafiar impunemente con sus largas botas color ante, de vivo contraste con el azul marino del traje que había escogido para su excursión.

  —157→  

Iba a pocos pasos de la línea de pitas que a aquella altura dividía las dos propiedades, sin separar la vista de la quinta colindante, por atracción más fuerte que su voluntad.

Al tropezar sus ojos con el bellísimo grupo que formaban las dos jóvenes, junto al banco de piedra, no pudo menos de experimentar un sentimiento de placer, tan vivo, cuanto era de inesperado.

Vio a Brenda de pie, con la perdiz herida entre sus manos, y conservando todavía en su actitud la aflicción del primer momento; de Areba sólo percibía el busto.

Este cuadro encerraba para él un interés profundo, y pudo deleitarse muy de cerca, hasta con sus menores detalles; pues tan selecta era la cantidad como la calidad de las bellezas allí reunidas, que el acaso le ponía delante en un minuto feliz.

¡El clavel del aire, al borde de un abismo lleno de poético misterio!

Brenda estaba pálida, inmóvil, con los ojos fijos, reflejando en su semblante una emoción contenida, y haciendo resbalar suavemente su mano por el plumaje del ave. A la vista de Raúl hizo un movimiento como para arrojarla, que reprimió enseguida.

-Actitud de compasión y pena -se dijo el joven-. ¡Pero a ella se ha sucedido una dulce expresión de simpatía!

  —158→  

La cabeza de Areba se erguía sobre el seto, firme y altanera, mirándole con insistencia. Al verla en esa posición, llena de orgullo y de reserva, fría y severa, pareciole que alguien acechaba verdaderamente, al paso, su destino. Presintió fuerza y soberbia. Por primera vez la encontraba después de la aventura, y creía hallarla en rebeldía con el peso de la gratitud.

-¡El ángulo facial de esa cabeza -pensó estremeciéndose-, alcanza bien a las reglas consagradas por la estatuaria antigua!

Un saludo mesurado y respetuoso había acompañado a estas rápidas reflexiones.

Cuando el joven pasó, Areba volvió su mirada incisiva y penetrante como aguja pasada al fuego, hacia su amiga, en momentos en que ésta levantaba los párpados ornados de largas hebras de oro, para dirigirla otra tímida y suave, como una luz serena y azulada.

Brenda la apartó, dando un suspiro, y la perdiz cayó muerta de sus manos.



  —159→  

ArribaAbajo- XIII -

Crepúsculo de la tarde


Desde algunos años atrás llamaba la atención en la sociedad de Montevideo cierto médico, a quien habían dado fama algunos triunfos relativos a su profesión. Se le concedían cualidades superiores, y esto era bastante para asignársele un puesto distinguido en los buenos círculos sociales, que en realidad ocupaba, con el brillo propio de quien había venido con diploma de Europa y escuchado en la cátedra la palabra de Brocca y otros sabios notables, y recibido de ellos elogios y frases de aliento. En verdad, el doctor Lastener de Selis era un hombre feliz: lo que Juvenal llamaría hijo de gallina blanca.

Al principio había vivido obscuro, enmedio de esas medias tintas del retraimiento que parecen favorecer el desarrollo gradual y paulatino de los gérmenes de ambición y profundos anhelos, especie de bómbices laboriosos que en el silencio y la sombra van fabricando lentamente, y sirviéndose hasta de la misma retama, sus admirables   —160→   capullos color de oro. Nada se decía de ese período más o menos largo de su primer profesorado, y la novedad debió empezar desde su iniciación en los centros de buen tono, que no acostumbran a indagar el pasado cuando les interesa o seduce el esplendor del momento. De Selis sabía que el desliz o la caída una vez desvanecido el prestigio, es lo único que puede inducirles a mirar atrás para recoger lo que de ilícito o reprochable se ha sembrado en el camino, y acumularlo sin piedad sobre el que ha decaído en el favor. El criterio común suele así fascinarse o sentirse deslumbrado ante lo que cree una fuerza en acción, un poder prestigioso, una superioridad consagrada; sella el labio en presencia del mérito que se le impone sin esfuerzo, y sólo lo despliega azuzado por los émulos y por el goce del instinto maligno que vegeta en el fondo de la naturaleza humana, así que el hechizo se evapora, el talento se humilla y el carácter se quiebra. ¡Recién entonces se recuerda, se comenta y se ríe con franca ironía!

El doctor de Selis, personaje obligado, estaba tranquilo a este respecto, persiguiendo con hábiles combinaciones el medio eficiente de conservar la supremacía conquistada, por un enlace ventajoso y envidiable que diera mayor solidez a su posición social. De este criterio frío y positivo, sin atmósfera de ilusiones pueriles, prometíase resultados matemáticos; nada había para   —161→   él como la realidad de las cosas, es decir, lo que se ve y se palpa, ni método más acertado que el experimental, partiendo del concepto de que basta un buen procedimiento científico para rendir un corazón, pasando por encima de sus inocentes ensueños y de sus ideales candorosos.

Para encontrar la verdad, como el amor, el sistema era infalible, aun cuando había que proceder conforme a reglas y leyes, por medios delicados y tacto exquisito, especialmente en el último caso, a fin de no comprometer el éxito, estudiar el carácter, los sentimientos, los deseos, avanzando como en la disección que descubre poco a poco la estructura de un organismo, sus partes constitutivas, el secreto de sus relaciones recíprocas y el de las circunstancias diversas que se vinculan a la vida fisiológica; y ceñir al resultado sus pruebas ingeniosas de amante, lo mismo que ajustaba su habilidad facultativa a los preceptos anatómicos teórico-prácticos al sondar la fuente misteriosa de los males. La panacea aplicada a un caso patológico, debía concordar moralmente, según su sistema, con el medio de vencer repugnancias y escrúpulos pueriles. El corazón de una mujer virgen, dulce y sencilla no podía ofrecer al doctor de Selis más resistencia que la de un músculo; las grandes palpitaciones del sentimiento no eran sino movimientos más o menos acelerados de la sangre, que podían regularse fácilmente; los blancos ensueños   —162→   que todo lo llenan en las profundidades del alma, y fuera de ella, en la atmósfera saturada de aromas que rodea la cabeza poética de una bella enamorada, eran entusiasmos de la imaginación que recién empieza a sentir las engañosas caricias exteriores, sin deleite más verdadero que el de la flor de nieve en cuyo cáliz se anida por vez primera un rayo de sol primaveral; la voluntad de querer, la elección en el amar, esa fuerza de irresistible simpatía que arrastra un corazón a entregarse a un dueño soñado y apetecido con toda la ternura extrema que ha aumentado la ilusión, era una facultad ficticia que cedería por sugestión al desvanecerse los mirajes de la fantasía inocente y sobrevenir la amarga realidad del mundo por una de las puertas secretas del desencanto.

Una hipnotización recíproca: ¡tal vez eso sea el amor! Pero, en el fenómeno no entra por nada el fluido de unos ojos cuya expresión no se busca o es indiferente; ni suplanta el yo frío y apático del que calcula a la fuerza irresistible del que siente, ni alumbra otra lámpara de magnesio que la que arde en el altar de dos almas apasionadas, invisible para todos menos para aquellos que se buscan entre la muchedumbre y se creen solos, confundiendo al mirarse en un solo hilo de luz sus vínculos de atracción, por donde se envían latidos, ternuras, cariños, adioses inefables, en raudo vuelo, más trémulos y ardientes que los átomos del aire.

  —163→  

El doctor de Selis tenía buen cuidado de no divulgar sus teorías sobre el amor, resguardándose de toda sospecha con ese aspecto grave y reposado que caracteriza a casi todas las profesiones liberales, y que no excluía en sus maneras la distinción peculiar que interesa, ni el decir ingenioso que seduce. Era hombre de escuela, o de sistema, si se quiere, diestro en dominar situaciones y en hallar la solución airosa en los casos difíciles. Un raciocinio maduro precedía todos sus actos de importancia, y aparentaba convicciones que estaba lejos de abrigar, sobre todo en política, escollo de los médicos que no han estudiado nunca ninguna enfermedad social, y que difícilmente encuentran alteración en el pulso del ente colectivo, aunque la fiebre pase de cuarenta grados. No se daba cuenta de que el anfiteatro era distinto, que el enfermo era invisible, y el remedio una idea, más o menos oportuna y feliz. ¡La idea en acción contra otras ideas, también es una medicina eficiente en casos determinados! Esto no privaba que el doctor de Selis ocupase una senaturía y salvara el decoro del gremio, manteniéndose serio e inconmovible enmedio de todos los cambios de situación que él atribuía a las pasiones malsanas, demagógicas o guerreras, naturales en un temperamento nacional reacio a la disciplina, cuya modificación en sentido favorable, esperaba de los gobiernos paternales que suprimen toda libertad para salvar mejor los derechos   —164→   del hombre, y toda ley tutelar, para salvar sus principios genitores.

En política, salvo excepciones, estos médicos no curan. Son los médicos que enferman. Su ciencia desaparece ante los espasmos o delirios de la opinión, que ellos consideraban como una burbuja de lucientes colores, antes de conocerla y experimentar el vigor de sus aplausos o protestas.

El doctor Lastener de Selis frisaba en los treinta años, estatura regular, cabello castaño, rostro de piel blanca y tersa, un tanto espartano de bigote, nariz de noble curvatura, y ojos pardos, vivaces y penetrantes. Tenía el defecto de contemplarse mucho en sus frases y opiniones, creyendo que era condición precisa de su profesión el abusar en cierto grado de conocimientos poco vulgares. Su boca de labios finos y delgados, recogida en sus extremos, en forma de abrazadera musical, denotaba esa expresión volteriana, que en determinadas y análogas entidades parece manifestarse con una especie de silbido tenue por las pequeñas y cerradas curvas de los lados, cuando conversan y sonríen nerviosamente. Diríase a veces, que por esas válvulas estrechas se escapa un aire envenenado. En cambio, el conjunto de sus dotes, la elocuencia del concepto y el arte de agradar, disimulaban bien las cualidades poco simpáticas de su carácter o de su físico.

Era este caballero el que, en la tarde del mismo día en que Raúl hiciera su excursión a los esteros,   —165→   se encontraba en la quinta de la señora de Nerva, en compañía de las dos jóvenes, y en el mismo sitio en que las dejamos por la mañana. Después de su concierto de piano y canto, y de algunos desahogos expansivos, las dos amigas habían resuelto pasear por la quinta, recorrer sus sitios más pintorescos y la choza de Zambique, eligiendo a su regreso como punto de descanso el del banco de piedra. El doctor de Selis, que había reconocido a su enferma y dispuesto lo conveniente a su estado actual, se sintió con excelentes disposiciones para el paseo a que fuera invitado, y del que se prometió agradables resultados.

Habíase formado grupo junto a los naranjos.

Brenda estaba cavilosa y seria, y entretenía sus lindas manos modificando a capricho una piocha de plumas de garza.

Areba debatía con el doctor de Selis la procedencia de unos huevos de diferentes formas y tamaños, distribuidos en un collar curioso, regalo de Zambique, de matices muy hermosos y extraños. Los había esféricos, ovales, ovados y ovicónicos, percibiéndose apenas el paso de la hebra.

-Parece un rosario de bruja -decía Areba-. Ya sé que éste es de perdiz; tal vez de una que hemos visto morir esta mañana, y que causó a Brenda mucha pena. Diga usted, doctor, ¿de qué ave será éste, oval? Parece que fuera de pájaro selvático...

  —166→  

-Es de gavilán, señorita.

-Poco simpática es esa especie -repuso Areba con sorna-, nunca dejan en paz a las palomas más jóvenes. Vea usted este globular... y este otro de tinte rosado.

-Más bello es ese pequeñito, que se pierde en el conjunto como una perla oblonga. Si lo coloca usted en el hueco de su mano, producirá la ilusión completa, pareciéndonos verla en su concha de nácar, recogida.

-Gracias por el molusco, doctor; que el nácar nada gana. Es de colibrí.

Brenda puso a un lado la piocha, y mirando al caballero, preguntó con aire candoroso:

-¿Y qué es una ilusión?

El doctor de Selis se puso sobre sí, un tanto contrariado, y preparábase a contestar, cuando Brenda se levantó de pronto y corrió hacia el seto, exclamando con infantil regocijo:

-¡Mira Areba, qué bellas mariposas! ¡Nunca he podido hacerme dueña de una celeste!... Pero esta vez no escapará...

En ese instante habían cruzado, en efecto, en graciosos volteos por el aire, juguetonas o irritadas, confundiendo sus diminutos cuerpos en estrechos abrazos, una danaís color café con manchas rojas y blancas en el festón, y otra del género morfo de un celeste suave y delicado.

Riose Areba sin escrúpulo y murmuró:

-¡Rara coincidencia!

  —167→  

Sin esperar la respuesta del doctor de Selis, Brenda se lanzó tras ellas llena de entusiasmo; los brillantes lepidópteros se separaron, quedando sólo la danaís al alcance de la joven. La mariposa hacía esfuerzos rápidos y violentos para huir, ora ondulando hacia arriba, ora descendiendo en desesperados volteos, hasta rozarse con las altas yerbas que bordeaban el seto; pero al fin, ya fatigada y rendida, fue presa de sus temblorosas manos, merced a una red tendida con el tul. Volviose Brenda jadeante y encendida, con el sombrerillo de paja casi suspendido de sus doradas crenchas en desorden; mas, al mirar por entre sus dedos de marfil el extremo de un ala, ya sin el destellante polvo que constituía su primitivo encanto, escapó a sus rojos labios una expresión entre alegre y pesarosa:

-¡Ay, qué mustia está!

-¿Cuál fue la víctima? -preguntó Areba riendo todavía, pero de una manera extraña.

-La de color café, que yo no quería.

El doctor de Selis, que se había avanzado unos pasos al encuentro de la joven, pareció satisfecho del desengaño, y dijo con acento sentencioso, en el que iba envuelto el amor propio herido:

-¿No quería usted, señorita, saber lo que era una ilusión? La respuesta es elocuente, y decirse puede que palpa usted la realidad.

Brenda volvió a mirar con tristeza a la pobre prisionera, y levantando el brazo la lanzó con   —168→   fuerza al espacio. Como azorado de su corta esclavitud, el lepidóptero se remontó a grande altura en prolongada espiral, perdiéndose entre la arboleda.

La joven se frotó las manos con suavidad, elevando sus ojos al doctor de Selis.

-¿Esa es una ilusión? -preguntó con voz mesurada y grave.

-Al menos, de las que menos viven.

Brenda volvió lentamente su cabeza encantadora hacia la morada de Raúl, como si buscara el azul del mar, y moviéndola con una gracia que no se define, dijo dando un golpecito con su menudo pie en el césped:

-¡Ah, no!

El doctor de Selis aventuró una sonrisa.

Areba sintió una punzada enmedio del pecho,

Caía ya la tarde, llena de lejanos y confusos, rumores, una de esas tardes melancólicas, de sombras vagas y flotantes, y uno que otro canto alegre enmedio de las oscilaciones de la luz moribunda.

Los árboles duplicaban en el suelo su gigantesca estatura, en fantásticas siluetas; plegaban sus corolas las moradas campanillas de las trepadoras del seto; y en lo alto de las pitas, inmóvil y esponjado, el chingolo solitario repetía sus monótonas notas, como una oración del crepúsculo.

Areba dijo:

  —169→  

-Ya es hora. ¿Volveremos?

El doctor de Selis se inclinó.

-Como gustes -contestó Brenda-. Si parece a ustedes bien, daremos la vuelta al estanque, ese sitio que tanto te ha agradado, Areba.

-Convenido, querida amiga. Suplico el favor de su brazo, doctor, pues la falta de costumbre me hace fatigoso el ejercicio.

-Entonces no...

-Al contrario: quiero adquirir el hábito.

-Excelente resolución -repuso el doctor de Selis, ofreciendo galantemente su brazo a la joven-. Eso hará, a usted bien, en definitiva. Puede usted observarlo en Brenda, que en este momento nos da una nueva prueba de su actividad infatigable.

-Así es -dijo Areba con gesto risueño, viendo a la joven alejarse un poco, en pos de algún brillante insecto alado-. Conserva aún sus aficiones de niña.

-Algo, sin embargo, denuncia ya sus graves preocupaciones de mujer -replicó de Selis pensativo.

-¿Lo ha advertido usted? Paréceme que eso tiene mucho de cierto.

-Feliz del que pudiera penetrar sus secretos sin pecar de imprudente.

-No es tan difícil. Hay cosas que se denuncian por sí mismas, como usted lo ha observado.

-¿Será que ella sienta amor?

  —170→  

-Quizás. La habilidad estaría en cortar la corriente antes que desborde.

Areba sintió un rápido temblor en el brazo de su caballero.

-Entonces ¿hay un principio de vida nueva cuyo origen podría buscarse fuera de las relaciones de familia?

-Eso creo. Un ingeniero ha tendido sus hilos telefónicos por estas cercanías, y entiendo que no es de los que quedarían rezagados para echar un puente sobre el abismo.

-Lo presumía, sin atreverme a manifestarlo.

-El amor con ayuda de la ciencia se hace muy refinado e ingenioso, según he oído decir a usted; y es el caso que el rival no ha hecho otra cosa que aguzar el ingenio toda su vida. Esto duplica en mi opinión la potencia y justifica de la otra parte una alianza que mantenga el equilibrio de la lucha, con la igualdad de condiciones.

-Estoy dispuesto a sellarla, si la potencia amiga ha de ser usted.

-No veo inconveniente en que la concertemos -repuso Areba con una sonrisa forzada, y sintiendo en el fondo una angustia indecible-. Pero parta usted del concepto de que no se van a contrariar simples devaneos juveniles, y que es preciso tomar en cuenta el corazón, cuyos impulsos no se aquilatan, ni se miden en su intensidad profunda, por más que los que piensan como usted no crean en las pasiones insondables y duraderas.

  —171→  

-Empezaré por modificar mis ideas al respecto, como una concesión al aliado.

Una sonrisa irónica se dibujó en los labios de la joven.

-¡Siempre el cálculo en el fondo! -se dijo. La mano descarnada oculta bien sus dedos armados de ventosas bajo el guante, y el ojo, el fulgor de la ambición en la retina.

Luego, con la vista fija en Brenda, que se acercaba, agregó con firmeza:

-Concesión a la verdad.

-Sea.

Aproximose Brenda radiante de placer, y apartándose las guedejas de la frente húmeda:

-¡Me burlan las mariposas! -exclamó, respirando buena porción de perfumado ambiente, de modo que al entreabrir su boca deliciosa, quedó al descubierto un correcto arco dentario, de una blancura que hacía resaltar aún más el coral de sus encías.

Cogiola Areba de la mano, diciendo:

-¡Eres infatigable, amiga mía! A fin de que no vuelvas a abandonarnos, colocaremos al doctor de Selis en el medio. Apelo a su galantería.

-Perfectamente -repuso Brenda con sencillez-. Haremos columna por esta callecita de arena.

Apresurose de Selis a tomar la posición designada, y marcharon breves instantes en silencio.

Recayó luego la conversación sobre la señora   —172→   de Nerva, cuya dolencia resistía al régimen, si bien no revistiera una gravedad alarmante.

El doctor de Selis aprovechó la oportunidad para disertar acerca de la influencia de las fuertes impresiones morales en el ánimo de la enferma, y de la necesidad de evitarle toda desazón inconveniente. El estado de su salud era delicado, y exigía un tacto exquisito para prevenir que se alterase por cualquier motivo, teniéndose muy presente lo avanzado de su edad y la naturaleza de la dolencia.

-Felizmente -prosiguió-, el cariño filial siempre afectuoso, tierno y esmerado, tiene una participación activa y eficaz en toda mejoría radical, especialmente en casos como éste, por la solicitud extrema que provoca en los nobles seres la conservación del vínculo irreemplazable que amenaza romperse. Una anciana enferma reclama en el afecto y en la cura, la misma contemplación y la misma delicadeza de cuidados que un niño anémico; y mayor todavía aparecerá el celo, si no se olvida que la reconstitución es lenta y difícil, dadas las condiciones del organismo que ha pasado por todas las crisis, y abandonado a períodos gran parte de sus fuerzas, como un tributo rendido a los años y vicisitudes violentas de la vida. El espíritu de la ancianidad doliente exige, pues, halagos, ternuras y complacencias, en razón directa de la dosis considerable de natural egoísmo que domina y   —173→   acalla todos los sentimientos, concentrando como en un foco que le dará dulce calor, necesario al frío de sus venas, las caricias inagotables de esa pasión filial, honda y sincera, que no la contraría, y que todo lo sacrifica al deber y al culto del hogar, deshojando hasta su misma corona de esperanzas en aras de la gratitud y del amor.

Las jóvenes escuchaban silenciosas, con esa atención respetuosa que se dispensa al que tiene alguna autoridad para merecerla.

Cuando el doctor de Selis hizo una pausa, Areba miró con rapidez y al soslayo a su amiga, oprimiendo suavemente el brazo del caballero.

Brenda seguía el paso, con dignidad y rostro tranquilo. Ni una sombra leve obscurecía su frente.

Dieron vuelta por el estanque, lleno de pececillos de vivos colores, cuyas escamas relucían en el agua serena; mientras se deslizaban en otro compartimiento, separado de aquél por una división de alambre de finísima trama -como elegantes esquifes alados, provistos de timón que jamás conduce al escollo-, algunos gansos blancos manchados de canela, y dos cisnes de cuello negro, cuyos plumones habían sido retaceados por la tijera de Zambique.

Al dirigirse hacia la casa, Brenda dejó resbalar por la barandilla de hierro su mano izquierda, acortando el paso, con la mirada perdida en las doradas copas de los árboles.

Areba fijó sus ojos en el doctor de Selis, de una manera significativa e insinuante.

  —174→  

De Selis volvió sobre el tema, con acento suave y persuasivo. Sus palabras eran discretas y elocuentes, fluyendo llenas de brillo y colorido; alguna vez atrajo sobre sí aquellos relámpagos azules que nunca buscaban el verdoso resplandor de sus pupilas.

-Bella piedad la del amor filial, que así se sobrepone a las mismas seducciones de una dicha incierta, aunque brindada quién sabe por qué labio pérfido, para consagrarse por entero al deber y al reconocimiento, como se sustrae al halago de las ficciones que la fantasía aumenta y reviste de lucientes galas, al influjo de una sonrisa o de una frase calculada para sembrar estériles ensueños en el fertilísimo campo de la inocencia, y feliz de la madre tierna a quien tal amor evita penas en el descenso de la vida, fiel a sus mandatos, accesible a los deseos, dócil al consejo elevado, y concienzudo, que señala al candor los peligros, su puerto seguro a la esperanza, a la mujer lo augusto de su destino, revelando a su corazón sensible o inexperto, el secreto de paz y de ventura.

En el poema de la familia, todo esto constituye, cuando el culto es sincero, esa belleza y esa bondad selectas que los bardos creen sólo patrimonio de sus heroínas místicas e ideales.

-Como en la leyenda de Locki y Según, por ejemplo -prorrumpió Areba con un dedo en el labio.

  —175→  

-Exactamente.

-¡Oh, alma carnal! -pensó la joven- ¡cómo mientes y te engañas!

-En el caso que nos interesa -continuó de Selis, procurando disimular la emoción de su voz-, el facultativo reposa por completo en la enfermera: la panacea apenas devuelve la salud; pero es ella quien puede prolongar una existencia que ve el cielo en sus ojos, luz en sus cabellos y absorbe aroma en sus palabras.

-Gracias por ella -dijo Brenda con dulzura-. Las daría también por mí, si me reconociera en esa hada tan bella que usted ha esbozado con poéticos conceptos.

-Esbozo, en verdad, Brenda: difícilmente se conocería bien en él al modelo.

-¡Cómo canta el cardenal! -exclamó Areba mordiéndose los labios y volviendo el oído en dirección a la casa-. ¿No le sientes, amiga mía, gorjear con entusiasmo?

-Sí que le oigo -respondió la joven sonriéndose a su pesar-; las atenciones que con él se guardan lo estimulan. Razón hay para esperar que se prodigue.

-Luego, ¿ha logrado hacerse querer? -preguntó el doctor de Selis con finura-. ¡Cierto que canta con primor!

Las jóvenes guardaron silencio. Entraban ya en la arcada que conducía al patio. La señora de Nerva ocupaba una silla de hamaca en el   —176→   corredor del frente, descansando su cabeza en lo alto del respaldo.

Incorporose con visible contento para recibir un beso de Brenda, e investigar con la mirada el semblante de Areba. Le pareció indiferente y frío.

En ese instante cambiaba algunas frases rápidas y enmedio tono con de Selis: era sin duda la ratificación del pacto.

-Celebraremos conferencia en el día indicado, -concluyó diciendo Areba-. La tarea es ardua.

El doctor de Selis se inclinó en señal de asentimiento, y despidiose enseguida de las damas, recomendando a la enferma el mayor cuidado de su persona.

Momentos después, apoyada en Areba y Brenda, la anciana se dirigía a la sala de recibo.

-Antes de irme, querida amiga -decía Areba-, deseo oír nuevamente el Ständchen de Schubert. No sé por qué me parece que no hay sitios más hermosos y solitarios que estos, y por lo mismo más escogidos, para deleitarse sin perder una nota, con las brillantes armonías de esa serenata, que se creería compuesta para reunir en tu vergel todas las hadas del silencio.

-¡Ay! más bellas son las arpas de la noche, que ellas pulsan cuando una está dormida -respondió Brenda con un aire dulce o ingenuo.

-¡Anda, soñadora, que tienes la cabeza toda llena de visiones! -exclamó Areba entre risas armoniosas.

  —177→  

-Así es -repuso la anciana, reprimiendo un acceso de tos-. ¡La juventud!... Usted debería comunicarle un poco de su criterio tan sensato e inteligente, que le sentaría muy bien.

-¡Ah! ¿que me sienta mal eso, madre? yo creía que no era triste pensar en lo que deberíamos ser, después de habernos preocupado en las horas de afán de lo que puede afligir a los que amamos.

-Calla, mi corazón, esas cosas que no entiendes; y siéntate al piano, que no es la hora de tus hadas.

Brenda obedeció. La anciana y Areba ocuparon un canapé colocado junto a la ojiva que daba al jardín.

Resonaron preludios raros y caprichosos. A poco las teclas dieron trinos; sucediéronse luego los primeros compases, melancólicos y graves; después un raudal armónico, como un hervor de intensos anhelos que se elevaran en coro y rozasen al vibrar la dormida fibra del sentir profundo.

Areba miraba las plantas, la mano puesta en la mejilla, absorta al parecer en sus recuerdos. La anciana seguía el compás con un movimiento imperceptible de los dedos, la cabeza baja y el gesto triste.

De pronto salió de esa abstracción, como de un sueño, volviéndose hacia su joven amiga.

-¡Y bien! -susurró muy bajo.

Areba desahogó su pecho, y movió la cabeza de uno a otro lado.

  —178→  

-Las cosas están al principio -respondió en el mismo tono, arrellanándose en el canapé.

-¿Será inútil todo, entonces?

-No me atrevería a suponer tanto. La obra es del tiempo y de la reflexión.

Siguiose un breve intervalo de silencio.

La serenata tocaba a su fin, y empezaban a descender las sombras.

La joven se acercó a la señora de Nerva, y resbaló a su oído estas palabras:

-Haré cuanto pueda... Por el momento, la vigilancia debe recaer en la choza; Zambique dijo hoy algo a Brenda que le produjo emoción, pero en ese lenguaje raro que le es peculiar. El pobre negro adora a la que él llama su reina. Esas tristes almas se dan por entero a la dicha de las que veneran, y cierran sus labios con la llave de las tumbas. Ya me comprende usted. Sería un Galeoto temible.

Las escasas cejas de la anciana se contrajeron con una expresión de enojo, y un ligero temblor agitó sus labios secos e incoloros.

Perdíanse en el aire tranquilo, flébiles y dulces, a manera de súplicas envueltas en una ilusión que se renueva, las últimas notas del Ständchen.



  —179→  

ArribaAbajo- XIV -

«La madrépora»


En las primeras horas de una noche tormentosa, un morador situado cerca de la punta de Piedras Negras, que se dibuja al norte de la del Buceo como un lomo de saurio hundido en el cieno, habría visto deslizarse a la luz de los relámpagos, sobre las aguas agitadas y sombrías, una sumaca frágil y ligera, con una luz a mitad del palo, luchando con las fuertes rachas del sudeste. Aunque recogida en parte la latina vela de polacra que llevaba a proa, sin gavia, lisa y fina, como un pez sin escamas, saltaba sobre las olas siniestras con una velocidad asombrosa, a manera de langosta de mar sorprendida en la superficie por la borrasca, que pugnase por volver a la quietud de los fondos.

Tenían estos pocas brazas entre Piedras Negras y la ensenada de Santa Rosa, de empinados cantiles y áridos médanos. La ocasión no era oportuna para arribar a aquellas rocas cortadas a pico, en donde se deshacían mugiendo las aguas   —180→   turbulentas; y la sumaca navegando de bolina rasaba las crestas con maniobra firme hacia el Buceo, cuya punta se prolonga en anchas faldas centenares de metros río adentro, y remata en un arrecife áspero y riscoso cubierto por el flujo. A la claridad diurna, en situación idéntica, y al chocar de las ondas en los flancos, habríase podido comparar con un cetáceo lleno del verdín submarino, de cabeza sembrada de púas, hundida en la marea; y cuyas aletas enormes batieran con furor los bajíos, convirtiendo las enconadas olas en lluvia de espumas.

Ningún resplandor bajaba del cielo. Espesos vapores corrían al levante, rasgados de vez en cuando por rojizos centelleos de sordas explosiones, cuyos ecos se extendían a lo lejos, haciendo temblar la atmósfera, cual si pasasen en vertiginosas trayectorias; gigantescos proyectiles trabados por la misma cadena. Imponentes espirales verdinegros se erguían soberbios y amenazadores sobre la borda, orlados de blancas ampollas rebramantes, y espumeando al rostro de los audaces marineros; crujían el costado y la popa al embate violento y combinado de la ráfaga y de la ola, y la mojada lona se encogía e hinchaba con estrépito, después de sacudirse y azotarse contra las cuerdas y el mástil; y ora se sumergía la proa hasta desafiar con el bauprés en su misma base el oleaje iracundo, en tanto aleteaba el timón en el vacío, ora se levantaba en el movible y monstruoso   —181→   lomo entre un torbellino de niebla, rechinante el aparejo, como un potro que se encabrita y eleva alto la cabeza de alborotadas crines entre una nube de polvo, tasca el freno, dobla los corvejones y sienta en el suelo la grupa, para reincorporarse con terrible balance haciendo brillar en el aire sus uñas de hierro.

Enmedio de aquellos tumbos formidables, y de aquellos ruidos pavorosos, la débil embarcación parecía próxima a zozobrar: habíase apagado la luz del farol a los redobles del viento, las tinieblas formaban por delante un solo abismo con las aguas; y al enroscarse con indecible furia las impetuosas olas, rompíanse en cascadas sobre la borda saltando hechas pedazos por encima del frágil leño, para convertirse en rocío al batir de las enormes alas de la tormenta.

Algo servía, sin embargo, de guía seguro a la mísera nave.

Distinguíase a un flanco, brillando a intervalos como un bólido encendido que eclipsasen nubes negras, enhiesto en la cúspide de un coloso de cuarenta metros sobre el haz de las aguas, resplandeciente a gran distancia para indicar al marino su derrotero, un faro de foco poderoso que giraba impasible en lo más alto de graníticos peñascos, señalando a todos los rumbos el peligro del escollo y los bajíos del naufragio. La linterna refulgente incendiaba con sus rayos las movibles colinas de la furiosa oleada, y cual ojo rojizo de   —182→   la tempestad, que pestañease por instantes al sordo golpe de los encontrados elementos, parecía observar cómo se estrellaba con estruendo la masa líquida al pie de la altiva columna, haciendo temblar las deformes rocas que la sustentan.

La embarcación seguía corriendo, casi arriado el velamen por completo, desflocadas las jarcias y aumentado el lastre con gran cantidad de agua.

Una voz exclamó de repente:

-La farola pestañea.

El que había hablado aludía sin duda a uno de los intervalos de obscuridad en la revolución del faro.

-La isla queda a barlovento -dijo otra voz enérgica-. ¡Firme a la caña!

El que primero había hablado volvió a clamar enmedio de los rugidos del huracán:

-¡Cuidado con el islote de la Luz!

-Está negro como una angustia -repuso la voz enérgica-. ¡Arría el resto, Carolo!

Cinco hombres iban en la sumaca, pescadores de la costa sur, sufridos e intrépidos. De vuelta de la isla de Lobos, les había sorprendido la borrasca a pocas millas de la ribera, y obligádoles a navegar de bolina, corriéndose a lo largo de la costa, erizada de peligros. Pero llevaba el timón Gerardo, el más hábil y valiente marinero de los que cruzaban la zona del mediodía, en faena perseverante y ruda, en pos de esa fortuna triste   —183→   que persigue el pescador, y que a cada instante se desvanece entre las brumas como un hada vaporosa de las algas.

Sus compañeros le querían y respetaban. En esta emergencia peligrosa, se revelaba esa fe en una obediencia sin réplicas, que daba mayor seguridad a la maniobra.

En tanto, era necesario evitar el arrecife riscoso del Buceo a sotavento, y el islote de la Luz a la otra borda, situado a poca distancia, y en ese momento batido de flanco con imponentes choques y circuido hasta muy arriba de su nivel por una especie de humaza, que formaban en el aire las despedazadas moléculas del agua.

El sondeo da en ese canal una profundidad media de cuatro a cinco metros.

A los lívidos resplandores eléctricos, podíase percibir en aquella noche, a manera de ancha estela, una superficie blanquizca y bullidora en el centro correntoso; mientras se dilataban a los lados rodando en espantoso culebreo inmensas sábanas sombrías para escurrirse en roncas cataratas en las concavidades de las peñas o por encima de las mesetas con la violencia del torrente.

El pasaje tenía que ser veloz por la doble fuerza del viento y las aguas; la sumaca pasó por allí como una saeta, evitando el escollo de la punta del Buceo, y deslizose casi descubriendo la quilla, dominada a lo lejos por la claridad del faro, con rumbo a las piedras del Buen Viaje,   —184→   distante tres millas, cabezas de cachalotes que sobresalen a regular altura en tiempo de bonanza, y que en la hora de esta aventura temible asomaban apenas, entre un hervidero de espumas.

Era, sin embargo, allí, en un fondeadero para cala de tres metros cómodo y resguardado, que abarcaba la extensión comprendida entre las piedras y la restinga de Punta Brava, barrida perpetuamente por las mareas, en donde los intrépidos pescadores pensaban hallar refugio y echar el ancla, al abrigo de ráfagas violentas y de oleajes tumultuosos, cuya intensidad parecía disminuir por momentos.

Ya cerca, en efecto, de los grandes peñascos, la embarcación caminaba con menos ligereza, habíase descorrido al sur una parte de la lóbrega cortina, y sucedíanse con más frecuencia intervalos de calma, en relación a los ímpetus del viento poco antes de formidable vigor.

-¡Pon el anclote a la pendura, y afloja la gumena, Carolo! -ordenó Gerardo con acento firme y vibrante.

El pescador así nombrado, saltó a la banqueta afirmándose a la borda, y destrincó el ancla con extrema diligencia.

-Está listo el anzuelo de dos lengüetas.

-Echa y ¡a pescar la tosca!

El arpón de hierro se deslizó al fondo, pero no consiguió amarrar la sumaca, que seguía arrastrada en dirección a la restinga, con una velocidad todavía considerable.

  —185→  

Íbase a picar el ancla cuando ésta pareció aferrarse por la banda de estribor, paralizando el movimiento acelerado de la nave, que revolviose en fuertes sacudimientos, y embarcó más de una ola amarga.

-¡Mordió! -dijo Carolo alegremente, y devolviendo el líquido al mar con una vasija de madera; en cuya operación sus brazos y los de sus compañeros se movían con una celeridad asombrosa.

-No es así -repuso Gerardo-, La Madrépora empieza a garrar. Leva, y ¡todo a babor!

La sumaca arrastraba en efecto el ancla por un fondo de arena, y luego entre dos aguas, al verilear a lo largo de la restinga, si bien a prudente distancia de los bajíos pedregosos. Con todo, su marcha era, más lenta; cedía el viento, y las ondas no se agolpaban con la misma furia.

Trincado nuevamente el anclote, alargose un rizo y se formó una ampolla en la vela. La celeridad aumentó en proporción, pero sin grandes salteos ni columpios: el pequeño barco mantenía ahora menos empinado el costado de babor, enderezándose por minutos, a medida que aflojaba el vendaval.

Estaba próxima la Punta Brava, con su restinga encubierta de ásperos y escarpados riscos, apéndice de una lengua de tierra que convida a arribar al navegante inexperto, penetrando en las aguas en suaves ondulaciones; arrecifes ocultos, pérfidos y temibles, en acecho, sobre los cuales corre sin ruido el agua mansa.

  —186→  

Pero el timonel de La Madrépora conocía bien los riesgos y las asechanzas siniestras de los bajíos, en sitios por él recorridos para buscar profundidades convenientes a las redes de jorrar; y gobernaba con seguridad y firmeza, guiado por los fulgores de la farola, inmóvil e impasible sobre la caña, a pesar de la fiereza de los embates contra su capote impermeable que concluía en punta al cubrir su cabeza, sobre la cual saltaban en vano con el estridor de fuertes aletazos fragmentos de olas, a modo de raudos engrosados por el légamo por encima del granito inerte e inconmovible.

Debajo de la capucha endurecida, podían descubrirse a la claridad eléctrica, unas facciones varoniles tostadas por el sol y el viento; perfiles vigorosos de juventud, audacia y resolución, dominando el conjunto ese aire especial de triste conformidad con su suerte que caracteriza los actos de ciertos hombres, serenos, mansos y resignados, rudamente sufridos, mientras no se les hiere esas fibras más duras que la desgracia, que reposan sin estremecimiento alguno hasta la hora de prueba.

Tendido, en el hueco formado por el combés de popa, en cuyo extremo más abrigado brillaba una linterna de vidrio convexo, podía verse también un hombre viejo, al parecer enfermo, envuelto en una manta, con la cabeza reclinada en un rollo de cabos. Alguna inquietud se traslucía   —187→   en su semblante demacrado, de rasgos prominentes, barba canosa, cejas espesas, largas y revueltas, y ojos vivaces muy encajados en las órbitas -esos ojos hundidos en los últimos camaranchones del cerebro-, según la frase de Cervantes.

Este hombre se llamaba Carlo Roveda, pescador de la costa sur, y era dueño de La Madrépora. Sintiéndose mal de salud en la costa de Maldonado, en el segundo viaje que realizara en esos días, pensó en el regreso, y sus compañeros se apresuraron a poner la proa hacia los Pocitos y la Caleta.

La linterna colocada en el fondo del camarote, alumbraba con sus reflejos otros tres marineros que se movían en la cubierta baja, bañándolos de claridad amarillenta hasta la mitad del pecho. Tenían algo de fantásticos aquellos troncos iluminados y aquellas cabezas negras sumergidas en las sombras, que se agitaban sin cesar, cual lúgubres visiones semiteñidas de fósforo, cabalgando entre ruidos pavorosos sobre los lomos de la tempestad.

Sólo uno permanecía quieto y sombrío en el combés, con la mano convulsa en la caña del timón, y el ojo bien abierto, fijo en las tinieblas, procurando como la procelaria audaz descubrir y evitar los peñascos al rozarse rauda y veloz con las olas irritadas. Era Gerardo.

¿Echaría de nuevo el ancla cerca de los veriles,   —188→   en donde la sonda señalaba a no dudarlo en esos momentos más de siete metros, o llevaría a embicar La Madrépora a la arenosa ensenada de los Pocitos?

Tal vez no fuese necesario lo último, pues la tormenta se disipaba por instantes. La mar, sin embargo, seguía gruesa y rugiente. Con todo, una fuerza misteriosa impelía al joven pescador hacia aquel rumbo; y quizás se había felicitado en lo más íntimo de llevar por vehículo a la borrasca: ¡el mejor tren expreso de un ausente ardoroso y apasionado que aspira pisar cuanto antes la ribera!

La embarcación pasó con felicidad la brava punta -tumba de marinos-, ilesa en el casco, gallarda y esbelta, si bien con alguna relinga flotante, pues el viento había rasgado el paño en varios sitios en su hora de mayor violencia. Las últimas ráfagas cruzaban a intervalos silbando, y en ellas envueltas, como si precisasen de tan enorme hálito de vida, gaviotas color de niebla.

De pronto Gerardo, llamó a Carolo.

-Empuña la caña -dijo-. El viento amaina, y las nubes ruedan lejos, pero el agua hace gemir todavía la sumaca. ¡Afirma bien!

-De buena nos libró Dios, para que yo lo eche todo a perder. Vete confiado.

Gerardo se deslizó al entrepuente, y quedándose afirmado con las manos en el borde, bajó la cabeza para mirar a Carlo Roveda, diciendo:

  —189→  

-Algo se ha movido La Madrépora, patrón Carlo, para no haberle hecho sentir mayor molestia. ¿Cómo va el cuerpo?

-Así, así. Algún cuidado tuve, pero tú llevabas la caña, y esto me daba fe. ¡Valiente timonel...! Se unía la pena de no ayudarte, a los achaques que me duelen. ¡Allá va el posma para la pobre Cantarela!

-Ansiedad tendría, si supiera la mala loba que hemos pescado, repuso Gerardo con emoción.

-No puede pensar que la vuelta sea tan pronto y le daremos sorpresa. ¿En dónde se aferra?

-No sé, patrón Carlo. La mar está fuerte. Echaría el anclote a la entrada de la Caleta, a sotavento si amarrase.

-Aferra.

Gerardo calló.

Luego, dirigiéndose a Carolo, mandó con voz robusta:

-¡Virar para avante!

Despasó bien pronto el viento por la proa, a pequeñas rachas, produciendo en el aparejo ese rumor tan semejante a los bufidos del toro que acomete con furia y se detiene de súbito.

La embarcación hizo la bordeada con éxito. Percibíanse muy próximas las luces de la ciudad, en las calles que concluían en la costa, cuando Gerardo echó el ancla a cierta distancia, con el corazón palpitante por algo extraño a los peligros de esa noche.

  —190→  

El hierro arañó las piedras, y a poco se afirmó, en tanto los marineros ceñían el paño y daban luz al farol rojo de proa.

-¡Bien por Gerardo! -exclamó Carolo.

Mañana hay que cumplir la promesa... ¡Sí: la cantata en las peñas antes del descanso!

-Bien está -dijo Gerardo con acento tembloroso-. Cantaremos.

Media hora después, una lancha tripulada por pescadores animosos y resueltos, los conducía a la orilla. Los aguardaban en ella brazos cariñosos y ardientes simpatías. Las mujeres salían a las puertas para dar la bienvenida, rodeadas de prole tan numerosa como sus redes. No se veía allí a Cantarela. Los ojos de Gerardo miraban todo desierto: nada significaba para él, sin ella, la dulce fraternidad de la ribera.

Carlo Roveda fue llevado a su morada humilde.

¡Estaba sola! Se sentía allí una atmósfera fría, como si en mucho tiempo no se hubiera encendido el hogar. El viejo pescador registró el primer departamento con ojos febriles, lleno de sospecha y de zozobra. Las redajas estaban colgadas en sus sitios, los muebles bien distribuidos, el pavimento limpio, las relingas de grandes corchos y plomadas para redes nuevas, dispuestas con orden y simetría, a lo largo de las paredes. Todo indicaba el celoso esmero de otros tiempos.

  —191→  

Roveda había entrado a su domicilio apoyado en el brazo de Gerardo y de Carolo. Tres o cuatro pescadores que le precedieron, de pie y silenciosos, observaban con las frentes bajas aquel nido sencillo y pulcro, ¡pero abandonado y yerto!

El patrón Carlo dirigiose al de mayor edad, preguntando con profunda extrañeza:

-¿No está aquí Cantarela?

-Marchose hace días.

-¿Y adónde?

A esta nueva pregunta, turbáronse los rostros y cambiáronse miradas en silencio. Los ánimos parecían confundidos y tristes.

-¡Todos callan!

-¿Qué dices tú, Marcelo? -insistió el patrón Carlo, trémulo y sofocado, presintiendo algo muy grave en aquella reserva.

-¡Oh, yo nada digo!... Ella se fue sin decir tampoco nada... Hace tiempo que se iba callada tu hija, y en estos días muy pocos la han visto en la costa...

El viejo pescador movió a uno y otro lado la cabeza, con indecible pena, mirando con desvarío todos los semblantes.

Gerardo experimentó una cosa parecida al desgarre de una extraña.

El que había hablado volviose hacia el compañero más próximo, confuso y pálido, sepultando la tosca mano en su pelo desgreñado, como pidiéndole auxilio.

  —192→  

Éste estrujó lentamente la gorra entre sus dedos, moviendo a su vez la cabeza con la vista en el suelo, y murmurando entre dientes:

-¡Yo he visto a ella... junto a la rampa; mas no sé...! ¡Por ahí anda algún cangrejo de mar!

Carlos Roveda dejó caer la cabeza sobre el hombro, tras una rápida convulsión, y quedó con los labios cárdenos y los ojos enormemente abiertos; flaquearon sus piernas y extendió temblando la diestra arrugada y callosa, que agitó con la congoja del náufrago en el vacío.

¡Se le iba todo su consuelo!

Pareció luego serenarse, y pasose abiertos por el rostro los nudosos dedos, cual si quisiera espantar una quimera, y prorrumpió por fin, señalando un extremo de la pieza:

-Allí rezaba cuando yo me iba... ¡Mira Gerardo si la vela ha ardido!...

Sobre una mesita de pino veíase un cuadro representando una Virgen entre nubes, y debajo una roca con una ancla encima, combatida por las olas. Tenía delante una bujía de sebo, que no había sido encendida.

Gerardo miró el grabado, ornado al través con una ramita de palma; enseguida la bujía, pálido y ceñudo.

-¡Ya no hay rezos! -dijo con amargura.

Los ojos del viejo pescador rebosaron de lágrimas; quiso arrojar una imprecación, pero un nudo se atravesó en su garganta: apenas salió un quejido.



  —193→  

ArribaAbajo- XV -

Personajes eternos


Empezaban recién extenderse las ligeras sombras de una tarde apacible, cuando el ingeniero Raúl Henares atravesaba a pasos lentos por delante del seto de la quinta de Nerva. Discurría a solas sobre graves compromisos de su profesión. Su palabra ya empeñada de tiempo atrás, con una empresa de ferrocarriles establecida en Río Grande, a la que había prestado servicios de importancia, le obligaría muy en breve a abandonar Montevideo por un mes; contábase con su concurso para robustecer el de otros ingenieros, como él llamados a practicar los estudios de una vía férrea en proyecto. Éste debía coincidir con el de su amigo Zelmar a Buenos Aires, ante cuya facultad de medicina pensaba rendir el joven sus pruebas y coronar su carrera. Preocupaba a Raúl el plan de la labor que iba a emprender y lo arduo de los trabajos encomendados por la empresa constructora; con este motivo, se dibujaban ante sus ojos como en un mapa ideal, áridos terrenos, pedregosas   —194→   serranías, ríos de alvéolos profundos, valles estrechados por cinturones de cerros, senderos escabrosos, mesetas elevadas, y por ilación lógica de imágenes e ideas, difíciles desmontes, lentas nivelaciones, pesada fábrica de puentes colgantes con sus cadenas de atar colosos y enormes pilastras... Con todo, la tarea que se le reservaba a él personalmente, sólo debía detenerlo, un mes. ¿Cómo conciliar sino el compromiso con el interés apasionado que le inducía a disminuir el plazo de la ausencia en lo posible?

La verdad es que la preocupación cesó muy pronto de molestarle, cuando ocurriósele gozar un momento de los encantos del paisaje que se desplegaba a su vista poético y tentador, cual si le ofreciera alguna sorpresa grata en el secreto asilo de sus arborescencias. Los sentimientos dulces remplazaron entonces a las ideas y cálculos científicos. Con la cabeza descubierta para refrescar la frente húmeda, apoyose en el seto divisorio, compuesto en esa parte de apiñados arbustos engrosados por diversas enredaderas silvestres que se elevaban en espirales por los delgados troncos, y se bifurcaban horizontalmente hasta enlazar las mismas hojas de los agaves, que enseguida erguían sus agudas púas en todas direcciones, a manera de bayonetas dispuestas contra ataques de caballería.

En esa posición, notó a Brenda en el sendero de arena, sin que se le hubiese ocurrido   —195→   minutos antes la posibilidad de que se realizara su presentimiento. La emoción fue viva: no podía compensarse mejor su afectuoso interés. El piano no había resonado, pero ella se presentaba a su vista, y era la más hermosa melodía que pudiese halagarle alma y sentidos,

Vestía la joven de color celeste, con sencilla elegancia. Traía en el pecho algunas flores que aspiraba de vez en cuando, muda y pensativa, como si en realidad dijeran y recordaran todo, al prodigar su perfume en venganza de su muerte temprana: encantos de la niñez, primeras ilusiones, dolores precoces, deliquios del candor, nostalgias de la orfandad, preludios de la dicha, dulces sensaciones de alma enamorada... Las flores son como caracteres gráficos con que la naturaleza escribe sobre su tapiz verde esperanza, la palabra «juventud». Por eso es que todas en conjunto o cada una de ellas por separado hablan al sentimiento de la mujer en un lenguaje elocuente y embriagador. No la cautiva menos una violeta humilde que una magnolia soberbia. Todas son productos de una savia que no se agota, y de un consorcio perennal. ¡El ensueño de una virgen sería ser como una flor! Nunca les halla más riqueza de colores ni belleza más perfecta, que cuando siente más conmovido su ser por el fuego de la pasión: con sus confidencias íntimas, depositarias de suspiros y lágrimas en el seno o en la almohada, en las altas horas,   —196→   sin causar nunca rubor a las santas castidades.

Brenda íbase aproximando al sitio en que se encontraba Raúl, con la mirada vaga al parecer, pero dirigida a aquél donde él vivía.

Inadvertida o deliberadamente, habíase colocado esta vez en paraje en que podía ser visto, si la joven asomaba el rostro por algún claro de los arbustos próximos. Al menos no pensó en moverse: pareciole su conducta natural y honesta, poniendo a su conciencia por juez. Estaba ahí porque le arrastraba un prestigio poderoso, a cuya atracción creía no deber oponer resistencias, que, por otra parte, él se hacía la grata ilusión de no suscitar. Si no procedía por otros medios para llegar al fin, era sin duda por razones que él mismo no precisaba matemáticamente, pero que le inducían a suspicacia, respecto al criterio de las personas que rodeaban a la joven. De todos modos, dos almas que se comprenden no necesitan sino de sus fuerzas propias para encontrarse: en su concepto, eran como dos arroyos de opuestas nacientes que bajan en hilos delgados de las faldas graníticas hasta el llano estéril que salvan veloces; cruzan praderas en incansables curvas, engrosan en el camino, saltan por encima de las piedras o las evitan cambiando su corriente, relegan la broza a los ribazos y van, por último, límpidos y susurrantes a unir sus caudales en estrecha alianza y a confundirse en el río, para rodar siempre y mezclarse en el ancho mar de las pasiones, de las calmas y de las tormentas.

  —197→  

El hecho es que Raúl no pudo seguir haciendo filosofía sobre esta materia, y que de pronto se sintió sobrecogido. El caso era imprevisto.

Una mano blanca había aparecido apartando con cuidado las ramitas, casi a su lado, y enseguida una cabeza seductora... Él comprimió el aliento. Ella miró hacia la ventana sombreada por el ombú, haciendo sobresalir en el seto su gallardo busto.

No me ha visto, se dijo formalmente Raúl, cruzándose de brazos para reprimir un poco los golpes dentro del pecho.

De repente los ojos de Brenda vagaron en torno; y al percibirlo tan cerca de ella, pálido y silencioso, en actitud de ruego, ahogó una exclamación de sorpresa, mezclada de ingenua expresión de afecto, ¿Sería aquél un acto inocente?

-¡Ah! ¿estaba usted ahí? -dijo, como si se conocieran hacía mucho tiempo, deteniendo en el rostro del joven sus grandes ojos, donde se pintaban el rubor y la simpatía.

-Y por ello pido a usted perdón, si he osado perturbar sus paseos solitarios...

-De ningún modo. La buena vecindad nunca molesta.

-¡Cuánto agradezco a usted esas palabras!... Desde aquella casa he escuchado siempre con placer las armonías del piano; me seducían de una manera singular, don privilegiado de quien las arranca. Pero eso no era suficiente. Quería gozar   —198→   del encanto más de cerca, y adquirir el hábito de aproximarme a cierta hora, en que por lo general se hacían oír.

-Se ve que gusta usted mucho de la música... Me cree usted una profesora, y no es así. Hay teclas que se ríen a veces de mis dedos, en vez de quejarse. Prueba de mi insuficiencia... Parece que la música tiene tantos amigos como hay de corazones sensibles. ¿No cree usted?

-Así es. De mí sé decir que me deleita. ¿No piensa usted que es un consuelo para alegres y tristes, por más que los primeros aparenten estarlo siempre?

Brenda inclinó la cabeza con inquietud, guardando silencio. Pareciole sin duda que había aventurado mucho. Luego dio algunos pasos indecisa, y miró hacia la verja.

Raúl avanzó unos pasos, a su vez, suplicando... Ella se detuvo temblorosa.

-Hermosa música la de su voz, Brenda -dijo el joven-. He soñado que hace años la oí... ¡No sé si sólo será sueño!

Brenda volvió a acercarse con lentitud, callada, fijas en el joven sus pupilas de un azul sombrío, y en el semblante retratada una emoción indecible. La había conmovido aquella invocación al recuerdo.

-Y la oí al pasar, siendo yo muy joven; en hora de desgracia... Han pasado los años, pero no se ha oscurecido la memoria: brilla el recuerdo,   —199→   cual luce allí la estrella del crepúsculo...

Brenda sofocó un suspiro, y repuso con acento dulce, ledo y trémulo, alzando los ojos a la estrella:

-Sí... Pero hoy la noche está serena. No hay nieblas como entonces: ¿verdad?

-Cierto. Aquella era muy oscura y fatídica, sin piedad ni paz. Por otra parte, ¡noche bendita! pues en ella se reveló el secreto de un destino futuro...

-¡Calle usted! -prorrumpió ella volviendo a un lado su semblante de lirio-; el recordar le enardece... Yo lloraba: ¿y cómo no hacerlo, si me dolía toda el alma? Usted estaba callado. ¿Por qué callaba usted? Fue bueno conmigo, y esto nunca lo pude olvidar.

-¿Podía yo acaso ser de otro modo? Vi a una sollozante, y acerqueme.

Tenía usted el velo de crespón que llevaba en la cabeza, todo lleno con la niebla. Pensé después cómo tendría el corazón apenado; y cuando puse la mano en el mío, me persuadí de que compartía con el suyo el mismo pesar.

-Mi madre murió esa noche.

-La mía también.

El seno de Brenda palpitó con violencia, y más aún, cuando dijo con aire grave:

-Creí entonces adivinar la causa de su amargura: tenía usted la cara amarilla, así como los cirios, lo que proviene, según dicen, de estar junto   —200→   a los que mueren... Esa noche fue muy cruel para mí. Comprendí recién entonces que estaba sola; y después que mi protectora me arrancó de allí, muchos meses transcurrieron sin que pudiese darme cuenta de lo pasado... Pero ¿qué interés tienen estas cosas?

-¡Oh, mucho! ¿Puede usted dudarlo? Yo conservé siempre en mi memoria hasta el menor detalle de aquel suceso, y a usted, a quien vi sufrir. ¡Cuán grato es reproducirlos ahora a la distancia!

La joven se había callado un tanto confusa e inquieta. Mas tras una breve pausa, balbuceó, como impelida por un sentimiento de gratitud:

-Cuando las noches tenían niebla, yo me acordaba...

-Continúe usted -dijo Raúl, observando que las mejillas de Brenda se teñían de rosa e inclinaba la vista quizás arrepentida de sus confidencias.

-Sí, me acordaba de su noble conducta en aquella ocasión, y me decía si ya no volvería a verle para expresarle mi reconocimiento.

-¿Por qué? Mi mejor satisfacción fue la de volver a encontrar a usted en mi camino, tranquila, amada y dichosa. A poco recordé aquel trance, y reprodújose nuevamente en mi mente la imagen de la pequeña huérfana. El acaso nos puso entonces al uno junto al otro, errantes por la misma pena, como niños sonámbulos; hoy repite el mismo hecho en situaciones para los dos distintas, como si se complaciera en acercar dos antiguos y buenos   —201→   amigos después de algunos años de ausencia. Eso es todo: una conversación triste interrumpida casi en la niñez, y reanudada en la edad adulta bajo una faz más alegre y atrayente; una amistad vieja en nuestros corazones jóvenes que en ellos renace de pronto y los acerca...

Calló Raúl; y los dos se miraron con asombro, sorprendidos de aquella aproximación y de la naturalidad de sus actitudes y palabras, pensando quizás que era cierto que habían encontrado de consuno el último eslabón de un vínculo amistoso, perdido como el cable que se rompe en lo hondo de los tiempos. ¿A qué atribuir sino esa confianza casi familiar, por no decir íntima, que revelaban las menores frases y la conducta de cada uno? Cierto que un sentimiento nuevo, recíproco, más egoísta e intenso, parecía ya envolver sus almas en ese común cendal que a todas aísla del mundo externo, reduciéndolo a un solo objeto, al reducirse toda la energía del sentir en limitado espacio, bajo la influencia cada día creciente de la pasión. Notábase en sus ojos, en sus frentes, en sus labios, los signos, manifestaciones y reflejos de un amor que nacía con fuerza, empezando por dominar los sentidos y por agitar los ensueños de la mente, dándoles un tipo, una imagen real, digna de elevarlos a certidumbres venturosas. Las esperanzas e ilusiones de una nueva vida subjetiva temblaban, si se nos permite decirlo así, en las pupilas y en los labios de los jóvenes, cual si temieran surgir a la luz.

  —202→  

El hecho es que los dos siguieron diciéndose cosas raras y mirándose con afán y deleite, como si hubiesen olvidado la hora y el sitio. En uno de esos instantes, de una manera casi inconsciente, Raúl posó su mano en la de la joven.

Brenda sonrió, al retirar lentamente su mano, las juntó a la altura de su garganta con un movimiento pausado, púsose seria, y murmuró al fin con cierta agitación, viendo pasar a Zambique gruñendo a corta distancia:

-En aquella noche no tuve miedo alguno; pero hoy siento...

-¿Por qué esa inquietud, Brenda?

-No sé... ¿Usted no se marcha?

-Si es una orden, sí.

La joven dio unos pasos, restregose las manos con ansiedad, volviolas a unir y las dejó caer hacia adelante, observando a Raúl en silencio.

-Verdad -dijo éste-, la noche cae...

Saludó ella con un movimiento seductor, casi infantil, y se alejó presurosa... Henares vio perderse su vestido color de cielo entre los árboles, y ocurriósele pensar en las hadas que nacen y se desvanecen al pálido rayo de la luna.



  —203→  

ArribaAbajo- XVI -

La glorieta


El ensanchamiento de fronteras siguiose bien luego al primer avance. Dos días después, a la misma hora Raúl en vez de detenerse en el seto, lo salvó tranquilamente, y encaminose meditabundo al centro del jardín en esa parte, con paso firme y sereno.

Había visto a Zambique regando unos criaderos, al propio tiempo que modulaba a media voz uno de los aires especiales de su marimba. Esta circunstancia desvaneciendo sus escrúpulos, le impulsó tal vez a penetrar en el recinto con ánimo confiado. Zambique dominaba aquella zona, relegada exclusivamente a su cuidado y vigilancia.

Así que le percibió cruzose el viejo negro de brazos, siguiendo la regla de sus mocedades cuando era esclavo, en presencia de sus señores. No eran de menos valía los títulos del joven a la gratitud y al respeto del liberto. Ya próximo a él, Raúl hízole una seña, como indicándole que iba a entrarse en la glorieta.

  —204→  

Zambique halló aquello muy natural, y, sonriose, así que penetró en ella, prosiguiendo con sus tareas la interrumpida cántiga. Había presentido desde algún tiempo atrás algo raro en la atmósfera y observado también que de esa rareza se resentía la reina, como él llamaba a la joven. Para convencerse del fenómeno bastáronle algunas indicaciones inusitadas de Brenda que introdujeron ciertas variantes en su vida sedentaria, sin otras preocupaciones hasta entonces que el amor a sus bienhechores y el lleno de sus deseos y caprichos en lo relativo al cuidado de las plantas y selección de las flores.

La glorieta era un asilo poético. Varios cristales de colores defendidos por una red delgada de alambre, formaba la techumbre; las rejillas de madera en todo el circuito aparecían escondidas totalmente bajo las hojas y las flores. Los últimos resplandores del día teñían el interior con bellos reflejos, cada vez más tenues y macilentos, a medida que iban surgiendo las sombras. Veíase un banco de piedra pulida en uno de los ámbitos, de cuyos brazos se habían apoderado también algunos gajos de madreselva, como protesta en favor de su derecho al dominio. Respirábase allí un aire denso, impregnado de fuertes aromas.

Se encontraba Raúl en una de las puertas, la que miraba al centro del jardín, cuando observó a Brenda, junto a un grupo de manzanos, donde se había detenido indecisa.

  —205→  

Recién entonces ocurriósele pensar que su osadía podía disgustarla, y hasta hubo de resolverse a abandonar la glorieta; sin embargo de que al venir allí había cedido a la idea de que en luchas de amor el terreno ya adquirido se conserva, extendiendo la conquista, y llevando lo más lejos posible las fronteras de convención, hasta hacer prevalecer las naturales, si algunas reconoce la pasión en sus irrupciones impacientes e irresistibles.

Pero, no tuvo oportunidad de realizar su determinación ni de ponerse en pugna con impulsos de esa índole; pues la joven con movimientos de infantil confianza fuese acercando, ya deteniéndose a aspirar ciertas flores del tránsito, ya girando alrededor de los medallones, como una falena juguetona que se complace al principio en trazar grandes círculos en torno de una luz brillante. En verdad que se aproximaba a la llama, cuyo calor sentía de lejos; y que difería mucho de esas azul-verdosas, que no queman, y que se elevan en el aire con la tenuidad de un gas, en forma de lágrimas impalpables y luminosas.

Zambique, a pretexto de regar matas de pensamientos de múltiples matices que allá en un extremo solitario había, con más esmero que el que muchos emplean para mantener la frescura y lozanía de los del propio espíritu, haber dirigido breves palabras a la joven con momos expresivos y cierto júbilo mal disimulado. Después,   —206→   había cruzado por delante de la verja sin que nada le dijese la reina, rezongando su música extraña, y volviendo a la faena con nuevo ahínco, si bien con el oído puesto a los rumores.

Brenda caminaba, moviendo de atrás para adelante un abanico que traía pendiente de la muñeca, y mirando a todas direcciones con tranquila continencia.

Ya muy cerca de la glorieta recogió un poco el ruedo de su vestido, enseñando el pie breve y correcto; puso el extremo del abanico en la mejilla, y siguió mirando en silencio hacia un lado, ondulante el pecho, que en parte descubría cerca de la garganta el nacimiento de sus mórbidos y anacarados tesoros.

Fue después de un intervalo regular que volvió la vista plácida y serena al joven, que a su vez la contemplaba embelesado.

-Usted no teme que lo riñan -dijo, saludándolo con adorable gesto de reproche, y apartando nuevamente sus ojos-. Sólo usted cruza el campo a estas horas, y se entra al jardín ajeno, como si le negasen a usted flores...

-Imploro su gracia... Sólo yo puedo regar la flor-reina que en este jardín busco.

Brenda sonrió, dio un paso más, y abrió el abanico para agitarlo suavemente.

Raúl fue retrocediendo con lentitud, fijos los   —207→   ojos en ella, cual si pretendiera atraerla con la mirada.

Brenda dio otro paso, a pesar suyo tal vez, echando el cuerpo hacia atrás, y reprimiendo un suspiro.

-¡Qué atmósfera embriagadora! -exclamó Raúl con esfuerzo, y una inflexión dulce e insinuante-. Se respira como en un ambiente de sándalo, y el corazón es ahora un reloj que marca horas singulares, de esas cuyas impresiones se deben gustar, porque pueden nunca más volver...

Hermosa, esta pequeña escultura de mármol que sobresale en el pie de madera colocado sobre el banco. Simboliza al parecer un gladiador. Se ve que ama usted el arte...

¿No entra usted, Brenda?... Querría que examináramos juntos esa miniatura.

¡Acerados músculos, ademán fiero, ceño que revela fortaleza de ánimo y resolución de disputar la vida, como si en ese pecho estallara la esperanza, asomando a los labios con un nombre de mujer! Me seduce; pero no conozco al artista...

¿Servirá a usted para meditar alguna vez, este asilo, mi bella amiga? ¡Dichoso pabellón que habrá oído confidencias más gratas que sus perfumes! Aromas, silencio, blancos ensueños del candor: yo bien sé que han hecho aquí alianza secreta... que el amor sin castidades es un simple lujo de los sentidos.

¿Por qué no se aproxima usted más, Brenda? ¡Es tan delicioso este retiro!

  —208→  

La joven siguió avanzando, pálida y silenciosa... Se detuvo de nuevo, rozando ya sus pies la entrada, para mirar hacia atrás, conmovida.

Volviola bien pronto con rapidez al rostro de Raúl, y apoyó el semblante en el marco, con tal expresión de suave ruego, que aquél quedó inmóvil y callado en el centro de la glorieta.

Los postreros reflejos del poniente se difundían a medias en aquel sitio y hacían resaltar el perfil de Brenda, rielando en su mejilla de azucena: húmeda estaba la pupila, ondulante el seno, entreabiertos los labios, y lleno de ansiedad el espíritu.

Raúl retrocedió paso a paso hasta la puerta del fondo; inclinose, e iba a salir, cuando ella dijo dulcemente:

-¡No!...

-¿Y bien?

Brenda se entró en la glorieta.

Tendió él su brazo con impulso irresistible; y aunque las blancas manecitas de la virgen se juntaron trémulas, delante de él, no pudo ella evitar que su cabeza reposara en el pecho del joven y que su frente sintiera el calor de su boca.

-Este hálito no ha de marchitar las azucenas... Es para ungir la ilusión.

-Bien que lo he sentido. ¡Ay, temo que la queme...! Hay un ruido... ¿Oye usted?

  —209→  

Los jóvenes guardaron silencio, de pie, y cogidos de las manos.

Poco después, Zambique pasó por delante de la puerta, sin mirar, gruñendo su canción africana, y derramando el contenido de la regadera sobre las plantas del sendero, guarnecido de bejuco. El exceso de los años había hecho algo inseguro su andar; pero iba tranquilo y alegre como nunca, con el sombrero alto de felpa encima de la oreja izquierda, y desabotonada una levita sin faldones, que era la del trabajo diario. Fue su pasaje como el aleteo de un murciélago, cuyo zumbido se desvaneció pronto.

Los jóvenes se miraron con aire de contento.

Brenda se desprendió sin esfuerzo, y arrancó una flor de madreselva. La aspiró un momento, y diósela luego a Raúl, diciendo:

-Para señalar una página en algún libro... Cuando esté viejita y sin olor, la dicha de este instante será también un pálido recuerdo.

-¡Oh, no! todas se marchitan, menos la pasión.

¡Qué suave contacto el de ese cabello rubio en mi mejilla, y qué destello el de los ojos azules, que manan esencia de bondad! ¡Así! Es muy grato sentir cómo late el pecho, y cómo su calor sube. Hay fiebre en nuestras frentes y temblor en las manos; en sus labios se ha quedado una sonrisa tan dulce y cariñosa, que es en vano plegarlos, pues volvería a dibujarse...

  —210→  

Brenda le miraba de hito en hito, sonriendo, en efecto, de un modo inefable, caída la cabeza sobre el hombro del joven, en esa actitud de abandono y embeleso que acusa una absorción de la voluntad por el sentimiento.

De pronto Raúl acercó sus labios encendidos a los de ella, y al sellarlos con un beso ardiente, murmuró, como un ruego, lleno de misterio:

-¡Perdón, Brenda!

Al sentir la impresión, la joven pareció salir de un éxtasis; rechazole con suavidad, y dio algunos pasos fuera de la glorieta, como una sonámbula.

Oyó él luego que decía:

-¡Perdón! ¿Y por qué?... Ya es hora, adiós... ¡Del sueño con que empieza el amor, no se debería nunca despertar!




ArribaAbajo- XVII -

En la choza


Preocupado estaba Raúl delante de planos diversos extendidos en su mesa de estudio, pocos días después de lo que queda relatado, y a la hora habitual de sus tareas.

  —211→  

Exigencias de su profesión le retuvieron toda la mañana en la ciudad, destinando unos buenos momentos a su amigo Bafil, con quien compartiera el almuerzo y mantuviese animadas conversaciones sobre asuntos de interés. Había recibido Raúl una carta de Río Grande, en que la empresa constructora le pedía tratase de ponerse en viaje en esos días, asignándole quince de espera a lo sumo, en virtud de haberse resuelto la iniciación de los trabajos de movimiento de tierras y nivelaciones para fines de mes, y ser indispensable su presencia como director de los que debían practicarse en una zona determinada.

Se estaba a principios de diciembre, y desde luego podíanse aprovechar bien los días de plazo acordado. Los amigos convinieron en realizar símultáneamente su respectivo viaje, para volverse a encontrar en Montevideo en la primera quincena de febrero, si, como creía Zelmar, no se oponía obstáculo alguno a su solicitud presentada a la Facultad, que contaba con el valioso apoyo de muy influyentes personas, en el sentido de abreviar el término en que debería someterse a prueba. Laboriosa y difícil era ésta, por cuanto tenía que rendir exámenes parciales en varios días consecutivos, y luego el general y de tesis, con arreglo a las severas formalidades que rigen el profesorado y consagran el título de hombre de ciencia.

Por su parte, Raúl presumía verse libre en ese   —212→   lapso de tiempo, prometiéndose multiplicar su actividad para conseguirlo. Sabemos bien que a este respecto el propósito no podía ser más firme y sincero; a juicio del joven, todo estribaba en la observancia de una especie de procedimiento logarítmico. La simplificación posible en las operaciones más arduas y complicadas, con éxito completo, era, a no dudarlo, uno de los progresos matemáticos... especialmente en este caso, en que la regla debía tener dura aplicación. Cierto es que en estos cálculos, el ingeniero no se preocupaba mucho de Neper, ni de los tabularios de Briggs o Vlacq: sencillamente ponía su criterio científico al servicio exclusivo del corazón, verdadero logaritmo hiperbólico, tratándose de esos «medios proporcionales» que se llaman pasiones o impulsos irresistibles, según el mayor o menor vigor del músculo noble.

De muchas cosas habían hablado los jóvenes, sin reserva, a no ser para las del sentimiento. Sin ofenderse el de la amistad, los demás pueden a veces replegarse delicadamente a semejanza de ciertos pétalos de flor, en extremo susceptibles, hasta tanto la mano cariñosa no adquiera la misma suavidad de la hoja. Con este motivo, Zelmar había dicho, entre una y otra ocurrencia frívola:

-Me ocultas algo, porque noto que no eres el mismo...

-Y tú también.

  —213→  

Los dos amigos se habían reído en silencio, como una promesa tácita de descubrirse en oportunidad, sin insistir más al respecto. Como Raúl recordase a Areba Linares, en uno de los giros de la conversación, con el interés natural que inspira una persona de mérito, Zelmar había replicado tranquilamente:

-Pronto la conocerás. ¡Oh, eterno femenino! El lunes se baila en lo de Stewart, te refresco la memoria. Aparte de la mecánica insulsa de la danza, ¡qué gratos instantes de expansión! Me los reservo, y te aseguro que has de pasar por entre los tules de fantasía de mi jolgorio... Mira, Raúl: que no se te ocurra abordar formalmente a Areba: te lo digo con la misma licencia con que me permito sazonar el pastel por medio de esta copa de jerez viejo... Sería igual que tú echases tus rieles sobre un puente sospechoso... La habilidad estaría en que tendieras un hilo eléctrico que pasara por encima, rasando, de manera que ella sola sintiera el vibrante rumor del acero zaherido por el viento, sin recoger ni una frase que le diera luz... Ya me entiendes: ¡es un fondo que asusta! Muchas ingeniosas intrigas brotan de ella, mansas, casi imperceptibles, hilos de agua que nacen quién sabe en qué ojos escondidos de la tierra; pero Julieta Camandria es el órgano caracterizado, como si dijéramos el hilo fino y plateado convertido en raudo que salta bullicioso y golpea a la piedra del escándalo,   —214→   hasta repercutir en la trompa más rebelde... ¡Deliciosa e incomparable Julieta! En lo que no puede revelarse, está su fuerte; el día en que no hubiera secretos, se moría de nostalgia... ¡Cuidado Raúl, que ella o la otra se haga la ilusión de descubrirte alguno, o de inventarlo al menos, para rodear tu personalidad de una atmósfera ficticia!

Algo turbaron el pensamiento de Raúl estas y otras frases, proferidas con la más marcada sencillez y amistosa afabilidad, y por largas horas conservó en el fondo cierta inquietud mortificante que no le era fácil desvanecer. Tentado estuvo de comunicarse con entera franqueza, a condición de que su amigo le aclarase los oscuros conceptos, que hallaban su espíritu tan bien preparado para engendrar dudas y sospechas; pero la discreción, que era una de las cualidades notables de su carácter, le aconsejaba guardar todavía algún tiempo el secreto que Bafil no tardaría, por otra parte, en adivinar o descubrir, si es que ya contra sus designios, no había levantado una punta del velo.

Agitábase el joven ingeniero en estas ideas, doblando y extendiendo planos en su mesa, con una excitación nerviosa que no le permitía aislarse y quedarse a solas con las rectas y curvas, líneas y cálculos, demasiado fríos y rígidos para conformarse con el demonio interior o familiar, entretenido en los instantes de que hablamos, en   —215→   bosquejarle paisajes con pincel de luz, encantadores y atrayentes, poblados de imágenes extraterrestres de alas blancas que se movían esparciendo perfumes desconocidos al mundo, como las del ángel de Milton, en redor de otra imagen de cabellera luminosa, cuyos ojos parecían hechos con el azul profundo que resalta en ciertas noches sin luna serenas y estrelladas del estío.

Y cuando por una volición enérgica lograba que su vista percibiese clara y distintamente algunos puntos señalados en un mapa de la provincia brasilera, sin perderse en la enmarañada trama de los ríos, villas, ciudades, serranías, lagunas y accidentes, tan confusa y entretejida como una selva virgen toda enroscada por lianas gigantescas, entonces escribía algunas notas y apuntes, y buscaba en el estante con mano firme y cierta, textos de consulta y cuadernos de diseño, reconcentrado con toda gravedad en el helado tema matemático. Pero, a semejanza del jugador de ajedrez, que coge una pieza por otra y la sienta, sin apartar la vista de aquella cuyo ataque se presume en la táctica del gambito, aconteciole una vez que sin mirar los rótulos para no distraerse de cierta asociación de ideas, alargase la diestra con la firmeza que da el hábito, extrayendo en lugar del que quería, un elegante y lujoso volumen impregnado de olor muy distinto al que exhalan los sesudos libros de ciencias exactas, por lo común de encuadernación sólida y prosaica como su contenido.

  —216→  

Lo apoyó sin poner atención sobre la mesa, y cual si obedeciera al roce de sus dedos, abriose el volumen por la página en que debía, hiriendo entonces su vista una flor de madreselva en ella adherida por la última humedad de su jugo y la presión de las hojas; sin perfume y ya marchita, pero intacta y venerable como un recuerdo indeleble. ¡Indiscreto volumen!

Contenía las poesías de Petrarca, el gran precursor del lirismo moderno y el estro más melódico del soneto, en cuyos versos el sentimiento del amor y la pasión del patriotismo se elevan a un tono que superan al gusto de su época. Se conocía al primer golpe de vista que sus páginas no habían sido vueltas con mucha frecuencia, y esto habría resaltado abriendo las poesías de Foscolo y de Leopardi que ocupaban el puesto inmediato en el estante; pero fuere casual o de intento, la flor de madreselva distendida, había dibujado su forma con tintes amarillos y purpúreos sobre una composición que terminaba con estos versos:


Ove sia chi per prova intenda amore,
spero, trovar pietá, non che perdono.



No pudo menos Raúl de contemplar con placer el dulce recuerdo, y de fijar algunos instantes su atención en los versos con marcado interés... Los planos se convirtieron bien luego en líneas confusas y perdidas, bajo la mirada vaga   —217→   y pensativa; una de esas miradas sin expresión ni luz, en que los ojos parecen haber vuelto las pupilas hacia el interior del cerebro, absortas en algún cuadro de magia esbozado en la cúpula y mantenido por un exceso de fluido nervioso, con todo el vigor del colorido y la frescura de las imágenes de un lienzo ideal.

Las manos inquietas empezaron por enrollar un plano; luego otro; después el mapa; y por último cerraron el libro, despacio, con cuidado, cual si temiesen estrujar una ilusión.

Levantose enseguida Raúl, y estuvo mirando largo tiempo por la ventana.

Declinaba el día, nublado y ventoso. Ráfagas tibias, cual si hubiesen pasado por un foco incandescente, sacudían con ruido monótono las ramas del ombú y se entraban veloces al gabinete, oreando la frente del joven y haciendo remolinos en su cabello. Pero aquellas ráfagas, verdaderos resuellos de fuelle, sólo se producían a intervalos, presagiando una calma profunda.

Apartose él de allí.

Algunos minutos después cruzaba a paso lento la arboleda, y seguía a lo largo del seto, hacia la choza. Sólo una vez puso los ojos en la quinta de Nerva, sin detenerse, y lo fue para experimentar una impresión agradable. Brenda le había visto desde el sendero de los manzanos. Daba el brazo a la anciana y caminaba con la cabeza erguida y ese aire de severa dignidad que la mujer   —218→   emplea para ocultar alguna sombra importuna, o mirar de más alto algún detalle insignificante para otros ojos que los suyos.

Pronto llegó Raúl a la choza, en donde, como de costumbre, después de medio día había resonado implacable la marimba. No estaba Zambique en ella, presumiendo el joven que a esa hora se encontrara inclinado sobre ciertas plantas predilectas limpiando sus hojas y dispensándoles generoso riego. Sentose en un banco rústico de madera, cuyos pies estaban sólidamente encajados en el suelo, y esperó.

Este banco se descubría apenas entre un enjambre de guías de enredaderas silvestres que envolvían al elevarse algunos de sus anillos en el glauso follaje de los agaves, y dejaban flotar más de uno de sus extremos a merced del viento. Delante se mecían en sus tallos combados por el peso grandes dalias amarillas y punzoes, lujosas y sin esencia, como las frágiles vanidades. A la izquierda se abría una calle de eucaliptus que guiaba al estanque, formando allí una plazoleta circular, para extenderse más allá en línea recta hasta la gran puerta del edificio que daba paso a la quinta.

Calmábanse las ráfagas del este; el aire estaba denso y caliente, el cielo cubierto de nubes plomizas, y enmedio de la siniestra serenidad reinante las golondrinas rasaban el suelo; volvían las abejas en tumulto a la colmena, y los pececillos   —219→   del estanque saltaban sobre la superficie, como aturdidos, anunciando de consuno próximos fenómenos atmosféricos.

Raúl se encontraba demasiado sometido a las tiranías del sentimiento, las únicas que se soportan sin protesta y se arrostran sin humillación ni pena, para preocuparse mucho de lo que ocurría en las alturas, en esos instantes. Ansiaba ver a Brenda.

Por dos veces se asomó a la calle de eucaliptus para inquirir algo a la distancia, con el corazón palpitante, poseído de la impaciencia que hace rebosar al deseo y aumenta la excitación de ánimo. No se veía su falda en el sendero enarenado.

Así transcurrieron algunos minutos.

Decidíase a aproximarse al estanque, cuando de súbito su mirada irradió de satisfacción, permaneciendo inmóvil en su sitio de espera.

Brenda acababa de aparecer seguida de Zambique, saliendo de entre los árboles por un flanco, más bella y seductora bajo aquel cielo gris y tristemente envelado, como si en su cabeza adorable llevase un nimbus luminoso que dorara todos los objetos alrededor.

Escapó al joven una exclamación vehemente y apasionada:

-¡Qué hermosa surges, mi bien!

Oyole ella, y avanzose esbelta y levantada, con ese paso rimado y gallardo que descubre todo el   —220→   pie y hace ondular la cabellera en el cuello de rosa y perla. Risueña, un tanto pálida y trémula, le extendió su mano, diciendo:

-Está vendada, no la oprima usted mucho. ¡Cuántos días que no veía a usted, señor Henares!

Cogió Raúl aquella mano, cubierta en efecto en parte por una pequeña venda, y sin pronunciar palabra la llevó a sus labios en un arrebato, que no le hubiera sido fácil reprimir. Quiso ella retirarla, pero él la retuvo, acercola a su corazón y puso encima sus dos manos, mirándola con profundo deleite.

-¿Qué hace usted?

-Probar con esos latidos que la he extrañado yo mucho más.

-¿Más?... Si fuera cierto...

-¿Qué?

-¡Cuánta dicha! Como ahora está, estuvo estos días el cielo para mí.

Raúl acercó su rostro al de Brenda.

-Triste como vese el cielo, alumbra ahora un sol toda mi alma y la enardece.

Zambique sin mirar para nada aquella escena, inclinose con la mayor calma, recogió un pico delgado de carpir, y pasó muy cerca de los jóvenes, lenta y sosegadamente. Para él, parecía no haber nadie allí.

Al entrarse por la calle de eucaliptus, cuando estuvo seguro de no ser visto, parose temblando,   —221→   dilatáronse sus gruesos labios con una mueca rara, cerráronse sus ojos, y brotó de su boca una especie de quejido ahogado. Restregóselos luego con el brazo, empuñó el pico y siguió su camino, cantando su aire africano con una expresión extraña e indecible de melancolía y de contento.

En tanto, decía Raúl:

-¿Cómo tuvo usted esta pena?

-No fue mucha, pero al principio me hizo sufrir. Vea usted. Cuido un jazmín con esmero: todos los días lo visito, y al siguiente de nuestra última conversación, me acerqué a la planta temerosa de las hormigas. No había ninguna: mas como viese una abeja de esta colmena que ahí tiene Zambique, haciendo destrozo dentro de un pimpollo, blanco que era una nieve, quise ahuyentarla, pues estaba yo en verdad enojada... y se estuvo quieta, ¡como si tal cosa! Entonces sacudí las hojas, y la abeja se posó aquí y me hizo sangre... ¿No ve usted?

-Sí que veo... El cruel insecto creyó sin duda, Brenda, que esa mano era una azucena; y más ha sufrido ella que la flor al perder ésta tan sólo el polen de sus estambres.

-Así dijo el jardinero, quien pretendía para consolarme que era la reina del abejar la autora del delito.

-Celos entre reinas... ¿Y quién curó esa herida?

-El doctor de Selis, que vino más tarde. Aseguró   —222→   que esto no era de importancia y que pronto estaría bien... Se ha ido el poco de fiebre.

-¡Se pone usted triste!

-No...

-Si la flor no era para él -agregó la joven con acento candoroso-. Mire usted. La traigo aquí.

Y llevó la izquierda al seno, envolviendo al joven en una de sus miradas límpidas y serenas, que dejaba sin embargo traslucir un dulce enfado y un cariñoso reproche. Él quedó contemplándola mudo y atraído, como si en ella pusiera sus ojos por vez primera.

Tenía Brenda recogido el cabello en redor de su cabeza, hasta formar detrás nutridas madejas que rozaban el cuello en ondas, y despedían un perfume delicado, dejando al descubierto pequeñas orejas naturalmente encendidas por un suave carmín, sin adorno alguno. Vestía un traje de encaje crema con falda de volantes guarnecidos de cintas de otomano azul pálido; y de este mismo color era el lazo abolsado del cinturón. Plegábase a la cintura el elegante corpiño, haciendo sobresalir las modeladas formas de su busto esbelto. Las mangas ceñidas, y algo cortas, dejaban ver bajo sus adornos de blonda crema parte del brazo torneado, blanco y terso, sin la menor sombra que empañara la límpida transparencia de su piel. Se exhalaba de esta hermosa criatura como un aroma sutil y embriagante de vergel, que iba a la cabeza y tentaba el vértigo.

  —223→  

Antes que Raúl saliese de su abstracción, alargó ella el brazo y le ofreció el jazmín, después de aspirarlo en silencio. Cogiolo él con emoción, y Brenda, apartando lentamente la vista:

-Mejor es que nos veamos aquí -dijo-. En la glorieta se respira un aire demasiado aromático, y eso hace daño... Aquella noche no dormí bien... Sin duda por eso. Me dolían mucho las sienes, y los ojos se negaron a cerrarse. Mas ya pasó.

-¿Y usted, amigo mío?

-Sería casual, pero acompañé a usted en el insomnio...

-¿Ve usted? -repuso Brenda con un ceño adorable y una sonrisa incitante-. A mí me han quitado el jarrón de flores primorosas que tenía al lado de mi cama, y no ha habido medio de recuperar tan grata compañía...

Raúl no la dejó concluir. Arrastrola suavemente hasta el banco de madera, y al sentarse a su lado bien juntos, enlazado su brazo a la flexible cintura, balbuceó trémulo y febril:

-¡Te engañas, Brenda! tus párpados no se cerraron porque hubiese excitado el cerebro el ambiente de la glorieta... ¡Oh, tampoco a mí!... ¿Por qué no has dicho que el hada de tus ensueños cesó esa noche de hablarte de los devaneos pueriles y te inició en el primer misterio de una pasión profunda, ardiente, inmensa, que ya desborda en mi alma y me arrastra ciego a adorarte   —224→   Mira en mi rostro, lee en mis ojos, palpa en el pecho jadeante, y sabrás por qué el más hondo y oculto anhelo brota de las pupilas; por qué late veloz la arteria y arde en las venas la sangre; por qué mi brazo hace estremecer tu tronco de hada, y mi labio encendido busca sellar con fuego en tu boca la eterna promesa de amor. ¡Amor, dije! ¿Llevose acaso el aura la esencia pura que dejé en aquella glorieta solitaria, cuando abriose el corazón como una urna -¡única vez que se abre y toda escapa en el sentir primero!- para prodigarla en los altares de este culto cuya imagen eres tú?

-La llevé yo -dijo ella con los ojos húmedos, tierna y enamorada, poniendo sus manos en el pecho del joven, respirando con fuerza y mirándole con hondo arrobamiento.

Yo la llevé... Era una esencia de fe más delicada que ninguna otra aroma, y la aspiré casi sin sentirla. Por eso, es verdad, no dormí; pero fui dichosa. Tienes el alma tan noble -¡oh, yo bien lo sé, mi único amigo!- que esa ofrenda tenía que hacerme creer y bendecir. No me la quitarás nunca más, ¿verdad? No tienes por qué engañarme. Hace tiempo, cuántas veces me decía en las horas tranquilas: ¿qué será de él? ¡Cuánto daría por volverle a ver!... Y en mis alegrías yo no te olvidaba, pues eso no era posible, que estaba siempre delante de mis ojos el que había enjugado mis lágrimas ¿te acuerdas?... sí en   —225→   aquella noche oscura y sin consuelo. Pero aquel afecto no era como el que ahora llena todo mi ser y me enajena, haciéndome pensar que dejaré de sentirlo con la vida.

-Y yo también, pues emoción mayor no habría fibra que resistiera. ¡Puedes creerlo! Si tu mirar penetrase en mi espíritu verías que ninguna ruina dejó allí otra pasión, de esas que secan la savia y matan en germen la esperanza de amar con la misma fe... joven me fui muy lejos a labrar con una carrera mi porvenir, dejando afectos, amistades, recuerdos; joven regresé lleno de ansias y alegrías, y bajo el cielo de la patria todo exhibiose extraño a mis ojos, todo lo que yo había amado y mantenido en mi memoria sin sacrificar el menor detalle al olvido... Afectos profundos, amistades de los primeros años de juventud, extinguidos o dispersos; ni una palabra ardiente, ni una sonrisa cariñosa de otros tiempos, asomándose a algún semblante como un consuelo a la amargura de haber sido demasiado ingenuo gustando con exceso el placer de la vuelta, tan intenso como el pesar de la partida... Fieles sólo fueron los recuerdos, esos que trasladan lejos el pensamiento y presentan los años como jornadas de un segundo; conmigo volvieron, y al pisar la ribera renovaron con más fuerza los cuadros y escenas animadas, en sitios ya perdidos bajo zarzas y breñas... En uno melancólico refundiéronse todos, y al vagar por un sitio que poco se frecuenta,   —226→   para consagrarlo tras una larga ausencia esta memoria triste despertó otra inefable a tu presencia, compensándose así la pena de haber soñado en las simpatías e impresiones duraderas. Llevabas una corona que colocaste en una losa negra; tu presencia hizo latir mi corazón, y yo que siempre había amado el pasado, agradecí a mi propia fe, porque de su fondo venía la luz que irradiaría en mi porvenir. ¡Qué hermosas horas vinieron después!

De ésta, mi bien, que parece precursora de dichosos días, no quisiera empañar con una duda el miraje del encanto...

-¿Una duda?

-Sí, y cruel. ¿Podrías tú disiparla?

-¡Oh, habla!

Y mirole ella con fijeza, estremecida, como si rompiendo los lazos del prestigio volviese de súbito a la realidad fría e implacable, que estrechaba los horizontes de su existencia.

-Anhelo conocer -repuso Raúl con voz temblorosa-, si la señora que ha concentrado en ti sus cariños entrañables no ha buscado ya también preferencias a tu corazón...

Brenda dejó caer su frente en el hombro del joven, guardando algunos instantes silencio. Su seno palpitaba con violencia. Cuando levantó el rostro, tenía los ojos llenos de lágrimas.

-¡Lloras! ¿Te hice daño, acaso?

  —227→  

-¡Ah, no! pero me recuerdas que al elegirte como dueño de mi suerte, contrarío intenciones tan puras, como santo es el amor que las inspira. ¿Sabes cuán acendrado es el cariño que me profesa aquella a quien todo debo, y cuán grato está mi corazón a su bondad; y lucha por inclinarme a otro que tú, no porque de ello dependa nada que afecte su posición o su destino, sino porque así se lo aconseja aquel amor que me tiene y que yo retribuyo con todas las fuerzas de mi alma. Mas ¡ay! que ellas me faltan, y débil, sólo las siento renacer a tu lado, ahora que sin ser dueña de mí misma, he llegado a comprender que no es la voluntad, sino el sentimiento el que decide mi destino: ¡él me domina toda y ve, amigo mío, cómo me aflige la congoja y el llanto se agolpa a mis ojos sin que pueda contenerlo!

Raúl escuchaba, y agitado, estrujando en su mano izquierda un guante de hilo, y distrayendo a cada instante en el vacío la mirada.

Tras una corta pausa, preguntó con cierta amargura:

-¿Luego es cierto que ella no me estima? ¿No me engañaba entonces cuando presumía, sin que lo hayamos hablado nunca, que en esa casa todo, menos lo que hace de ella un edén, era adverso a nuestra dicha?

Bajó Brenda la cabeza suspirante, mirole tímida, apenada, y pasó sobre la de él su mano tibia y suave, sin desplegar los labios.

  —228→  

-Comprendo. Ningún título me recomienda a su valioso aprecio; pero ¿qué importa? Pueden conjurarse todas las adversidades sobre mí: ¡tú me amas! ¿No lo dijiste? Agrega ahora que no serás de otro.

-¿Lo dudas? Siempre lo diré. Después de mi padre no amé otro hombre.

A estas palabras, reconcentrose Raúl; lentamente llevó la mano al rostro, por el que se había esparcido una sombra que volviera adusto su ceño, y pareció dominada la exaltación de su ánimo por alguna impresión moral, súbita y penosa.

De pronto, atrayendo hacia sí a la joven, preguntó con acento breve y extraño:

-¿Cómo era tu padre?

Brilló un relámpago de orgullo en los ojos de Brenda.

-Joven y hermoso -dijo-. Tenía el cabello muy negro, como el bigote, el mirar altivo, y la cara varonil, llena de energía. Siendo tú más joven, me haces acordar a él...

Retumbó en ese instante el trueno a lo lejos, prolongándose el sonido en la atmósfera cargada y densa, viniendo a desvanecerse en débiles rumores sobre la choza. Conmoviose Brenda, y miró a Raúl. Estaba éste pensativo, contraído siempre el ceño y la frente sudorosa.

Zambique apareció en la plazuela, con la cabeza baja y gruñendo.

  —229→  

Al verle, levantose Brenda dejando sus manos en las de Henares, en delicioso abandono. Imitó Raúl el movimiento, y las estrechó callado, con ternura.

-¡Hasta pronto! -dijo ella en voz baja y llena de emoción.

-Sí... Quisiera acortar las horas de soledad que vienen.

Movió Brenda la cabeza con aire resignado, y al alejarse la volvió por última vez para fijar sus ojos en el joven.

El negro, mudo y respetuoso, echose el pico al hombro y púsose a andar, guardando distancia. Las sombras se hacían más densas. Un vivo fulgor eléctrico le bañó de claridad azulada haciendo resaltar de perfil los rasgos de su rostro y su figura toda, extravagante y triste, confundiéndose luego en las medias tintas como un ente fantástico de los fondos sombríos de Rembrandt.

Raúl se estremeció.

¿Por qué? Él mismo no habría podido decirlo.