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ArribaAbajo- XVIII -

Un secreto de Areba


En el salón de recibo alhajado con elegancia, de una hermosa casa situada en la calle de Ituzaingó, a las dos de un día sábado, paseábase meditabunda y un tanto inquieta la señorita Areba Linares, como si en verdad preocupase su espíritu algún pensamiento digno de serias y detenidas reflexiones. Con uno de sus brazos -en parte descubiertos y de una blancura anacarada-, recogido bajo el seno, y la mano del otro en la mejilla, dejando flotar el extremo de una pulsera de filigrana de oro que lanzaba límpidos reflejos, caminaba a pasos breves, con aire grave y ese movimiento rítmico de cabeza lleno de gracia y de majestad que unido a la mirada serena constituye un accesorio interesante del poder de seducción en las mujeres inteligentes.

Como de costumbre, Areba había oído misa esa mañana en su capilla particular; pues la señorita de Linares tenía sus imágenes predilectas y su devoción sistemada, y practicaba el bien a   —231→   manos llenas, más que por deber o por hábito, cediendo a un impulso espontáneo y generoso de su naturaleza rica y original. A este respecto, la caridad podía enorgullecerse de una encarnación perfecta, y consolarse a la idea de que no era solamente en los bellísimos ángeles de mármol con alas color nieve, con que el cincel de los grandes artistas talla su tipo ideal, donde debería buscársele, acabada, pródiga y magnánima. Areba tenía sus pobres. Únicamente a ellos les era dado hablar de su amor sincero y adorable. No podían decir lo mismo muchos hombres gallardos y opulentos, jóvenes y apasionados, que en vano esperaron de ella su limosna de honrosa preferencia en porfiadas lides. Para estos, sólo hubo, y reservaba, esas sonrisas de esperanza saturadas de ironía que ensanchan el horizonte al propio tiempo que el vacío, y mantienen fluctuante e indeciso el corazón; les había hecho entrever quizás más de una vez, la posibilidad del triunfo, algo así como un ensayo de pasión que se anhela sentir, pero que está muy lejos de nacer, entretenida en sondar caracteres, en medir los quilates de sus virtudes o el enorme hueco de sus vanidades, en conglobar las excelencias morales de todos escogiendo lo selecto, profundo y duradero de cada uno, para formar el cerebro nutrido, vigoroso y completo que debía poner en un tronco de Belvedere. A fuerza de sondar y de reconocer la diferencia de los fondos, encontrando   —232→   esponjas de vanidad en unos, perlas diminutas en otros, riscosos relieves en los más, llegó a familiarizarse con sus distinguidos admiradores hasta el punto de imponerles un sistema de expectativa muy adecuado a las circunstancias, que si bien no excluía la persistencia en las pretensiones, debilitaba al menos el entusiasmo de sus impulsos.

Zelmar Bafil era tal vez entre ellos, el único que había merecido delicadas deferencias.

Devota y caritativa, Areba era, sin embargo, un compuesto raro de calidades acentuadas y poco comunes: lo humano excéntrico. Bajo esta faz, su carácter resistía victoriosamente a la palabra banal, a la costumbre monótona y a las formas sociales consagradas; llenaba sus deseos por acto de conciencia, y aun cuando se doblegase alguna vez al ritual del uso, descubríase siempre en su conducta el imperio de una voluntad que puede obrar aislada, como un poder invisible, merced a la posición que la afianza y sustenta.

El mundo aparece entonces como un excelente teatro de acción para el carácter, en estas condiciones; y ella lo sabía, pudiendo presentarse en él tras el escudo de una belleza que a los veintiséis años parecía haber adquirido brillo y fuerza admirables.

¿En qué pensaba Areba en el momento en que volvemos a encontrarla?

Fácil es el presumirlo. El nombre de Brenda   —233→   había asomado más de una vez a sus labios, que se habían vuelto a plegar en silencio. Esta historia íntima traía a concurso activo todas las facultades de su espíritu sagaz, poniendo a la vez en agitación una sensibilidad tanto más excitable, cuanto era de reprimida y sofocada por singulares genialidades.

En uno de sus paseos detúvose frente a un espejo colocado en el centro del salón, y mirose suspirando el tocado, que arregló ligeramente en alguno de sus detalles, llamando un poco más hacia adelante una pequeña onda negra de su hermosa cabellera. Hallose bastante bien para ser nunca desairada...

-Con todo -se dijo-, Brenda deslumbra. ¿Por qué negar que es una criatura deliciosa, capaz de hacerse querer a la distancia, aunque se oculte, con toda su sencillez? Se denuncia con el perfume... Sin provocar jamás, se la solicita: ¡envidiable virtud!

Reconcentrose luego con un gesto de disgusto, sentose en el sofá, y siguió en su soliloquio:

-Nada dice su corazón; es natural: le es indiferente. No se sacrifica, y hace bien: triste debe ser el entregar a un hombre por siempre cuerpo y alma, no sintiendo ni el deseo del contacto, a partir de lo que se afirma y parece lo cierto; que el amor es un altar y las demás pasiones sus gradas; culto exquisito, delicado e indispensable, aunque sólo se profese una hora en la   —234→   vida. Horror causa el pensar en la existencia en común, con quien una no quiere. Comprendo el suplicio... y el pecado. No se creen por lo general estas cosas, y hay error funesto. La virtud está en saber querer más que en ser querida... y respecto a esto último, a ninguna falta su rayo de sol que la acaricie; pero ¡rara es aquella que no tiembla si ella no ama!

¡Oh la tendencia a amar, a soñar, a adorar; el afán intenso de sentir; la aspiración ardiente de querer algo que sea tan bello como la misma ilusión y tan real como el fuego inextinguible que una vez siquiera nos devora y nos consume: hermosos espejismos de la mente calenturienta, que hace oír palabras de dulzura infinita, y gustar besos deleitables que ningún labio puede dar! ¡Bellas cosas!... La mujer de mi tiempo no ha nacido para gozarlas; y sería piadoso, si algunas fibras ella tuviera, que correspondiesen por ley fisiológica a otras tantas emociones morales, el destruirlas de antemano, o quemarlas con una piedra infernal. ¿De qué le sirven? Para ansias y desvelos; y a fuerza de ansiar, pierde su encanto la ilusión deslucida y ajada por el beso encendido de la mente; ¡y la vida se acorta! Reinamos, se afirma: no es cierto. Los hombres se han encargado simplemente de dar otras formas y dorar el mueble viejo griego, romano o árabe, según las costumbres y los gustos: en el fondo, no ha habido para nosotras más que una   —235→   sola época -con variantes-, como un problema de juego complicado...

-El doctor de Selis -dijo un criado desde la puerta, interrumpiendo de súbito las reflexiones de Areba.

-Hazlo pasar.

Levantose la joven, y volvió a contemplarse en la luna que, al reflejar su imagen encantadora, reprodujo con toda fidelidad hasta la sombra de tristeza que nublaba su frente.

Sonriose, murmurando:

-¡Cualquiera supondría que es a éste a quien deseo!

Se volvió al ruido de pasos. Entraba el doctor de Selis.

Areba le tendió la mano con amable acogida, diciendo:

-¡Puntual! Probará esto un hábito, bien plausible por cierto, o un verdadero interés en iniciar la primera conferencia...

-No excluyo lo uno de lo otro, señorita.

-En este sillón, doctor... Hablaremos más de cerca. Ayer estuvo Julieta y me pidió le recordase la promesa de asistir a aquella su amiga que padece de dolores neurálgicos; y desde ya cumplo para que lo tenga usted en memoria.

-He tenido hoy el gusto de complacerla, Areba, y puedo anticipar a usted que la molestia desaparecerá pronto -contestó de Selis, sentándose.

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-Yo creo -repuso la joven riendo-, que no ha sido precisamente el dolor lo que ha impelido a la enferma a reclamar sus auxilios, sino el recibo del lunes, en la quinta de Stewart, que a la verdad es tentador como todos los anteriores. El plazo era corto, y había que emplear la morfina; mayor satisfacción para el médico cuando la vea entregada a los placeres de la fiesta, porque debo suponer que usted concurrirá...

-Si es indispensable...

-Así lo creo. Mas para ello, y en el propósito de favorecer los intereses en gestión, es necesario que usted influya con la protectora de nuestra amiga Brenda. ¿Su restablecimiento no es ya casi completo?

-Por el momento, estoy tranquilo; nada me induce a creer que los ataques se repitan con la frecuencia e intensidad de otro tiempo.

-Pues bien: la oportunidad es propicia, y ese hecho la proporciona. Convendrían, en mi concepto, a la misma señora de Nerva esas horas de solaz, y estoy segura de que no hesitaría en hacerlas gozar como otras veces a su pupila.

-Pondré todo esfuerzo en ese sentido. Pero, ¿está usted persuadida de que Brenda no hará objeción alguna?

-Perece absorberla la soledad... Usted bien sabe que ésta tiene sus atractivos y sus dulces fruiciones. La animaré por mi parte, aun cuando pienso que una simple insinuación de su protectora bastará a decidirla.

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Debe usted tener presente el peligro de aquel sitio. No hay mejor trazado de paraíso que la soledad... entre dos que se están contemplando a cada instante. Los árboles son buenos confidentes. Es del caso empezar a mudar de teatro, cuyos bastidores sean más conocidos.

-Me halaga usted mucho, Areba, al pensar que desde la entrevista formal y lejos del sitio de que usted habla, pueda yo influir decisivamente en el ánimo de Brenda, hasta el punto de disuadirla de sus frágiles ensueños.

-Él no irá, si no va ella -se decía interiormente la joven mientras el doctor de Selis hablaba.

-Y mucho tendré que agradecer a usted su intervención -prosiguió él, como si adivinara su pensamiento-, que reputo obra de un desinterés digno y loable...

-¡Frágiles ensueños! -le interrumpió Areba, que había sorprendido una sonrisa sardónica en los labios de Lastener-; con severidad califica usted las cosas del sentimiento, y sobre esto ya hemos departido otra vez sin uniformar opiniones. Verdad que yo no he disputado con el profesor, sino con el pretendiente, y es del caso prevenir que sigo dirigiéndome a este último. Disculpe usted, doctor, si me permito excluir a la ciencia pura de estos debates familiares; en materia de pasiones amorosas, la cabeza es un testigo impertinente que perjura con toda impunidad sobre   —238→   asuntos que al corazón atañen, y cuyo secreto, sólo él es capaz de guardar o de revelar entero, en las expansiones del sentimiento.

Hay mujeres de organismo excepcional, por decirlo así, dado que en el concepto del realismo contemporáneo, las virtudes de nuestro sexo son como Cornelias solitarias que han preferido guarecerse bajo la roca que soporta la caída, en vez de confundirse en el torrente mundanal que arrastra al abismo debilidades, vicios, abnegaciones y grandezas, todo revuelto o adherido, como lo está la carne a los huesos, pretendiéndose de aquí que es un hecho fatal e ineludible pecar de una a cien veces en la vida, y que aquel que en pecado no incurre, pertenece a un género extraterrestre, sin misión alguna en la escala zoológica. He estado, pues, en lo cierto, mi estimado doctor, cuando he dicho que las mujeres virtuosas, tan comunes en otras épocas según la historia, han llegado a convertirse en excepciones caprichosas en nuestros días, según fallo del criterio positivista.

Mientras hablaba, Areba extendió el brazo y cogió un abanico puesto sobre un almohadón de raso, y lo abrió de súbito con ambas manos, clavando sus finísimas uñas rosadas en los calados del marfil.

-Y cuando un hombre de ese criterio -prosiguió diciendo con aire reflexivo- se encuentra con una excepción de esa especie y que reviste   —239→   las formas correctas de Brenda Delfor, el caso es de meditarse, empezándose por reconocer que bajo la carne incitante y codiciable, el alma de una virgen no es un montón de barro.

Los ojos pequeños y vivaces del doctor de Selis relampaguearon, y una sonrisa esforzada contrajo su boca volteriana.

-Si así pensase acerca de ella -respondió con mesura-, no habría hecho, señorita, la distinción que motiva nuestra alianza, y que según veo no empieza con muy buenos auspicios para mí...

-¡Ya previne que hablábamos en confianza, doctor! -exclamó Areba con una risa nerviosa, y dándose aire con el abanico-; y debe usted imaginarse que éstas no son sino ocurrencias de este mi carácter raro que usted ha calificado más de una vez de idiosincrásico... Desde luego, a partir de su manera de opinar, debemos conceder a Brenda un derecho de elección incuestionable y una capacidad sensible, que muy pocos poseen después de los diez y nueve años.

-No lo dudo: es la edad en que una joven recibe las emanaciones de un mundo que no conoce todavía, como caricias anticipadas de una dicha que se espera y casi nunca llega.

-Consignemos ahora este hecho -agregó Areba, asintiendo-: ella ya ha elegido.

-¿Es segura la preferencia?

-Estoy convencida de no engañarme. Conoce usted al afortunado y puede juzgar...

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De Selis echó la cabeza hacia atrás, atusándose ligeramente su escaso bigote, en actitud de reflexión.

Enseguida aproximó un poco más su asiento al sofá, y dijo con reposo:

-Hay que esperarlo todo del raciocinio y del consejo, entonces; o desistir por completo de un imposible. Bien me represento el obstáculo de operar un cambio en los sentimientos de Brenda, desde que para producirse semejante fenómeno sería preciso que concurriese una causa o razón moral tan poderosa, que por sí sola desvaneciera el prestigio de la pasión que la encadena a un destino que no es el mío; la coerción materna en caso que se emplease, no haría sino convertir su anhelo en honda herida...

-¡Usted ve! -prorrumpió Areba-. ¿Qué importa entonces, que sea de oro el estileto que haya de sondar su seno? El dolor tendría que recrudecer, y empezaría a apuntar la úlcera...

Lastener de Selis quedó mirándola, apoyada la barba en la diestra, como inquiriendo con sus ojos de visual fuerte y penetrante si la señorita de Linares se proponía pasarse al campo enemigo, en evidente perjuicio de los intereses de la alianza.

Haciendo rápidos juegos con el abanico, concluyó ella por chocar suavemente sus varillas en el brazo del sillón; asumió un aspecto grave, y añadió a media voz:

-Está usted en lo cierto. Únicamente una causa   —241→   poderosa transformaría el carácter de la pasión y haría quizás probable una inclinación acentuada hacia usted. Entonces Brenda no sería ya el tipo de la poética majestad femenina que reposa altiva en un corazón sano y entero; algo del aire frío del mundo habría debilitado el ardor de su fe y el vuelo de sus ideales de niña...

El problema estriba en hallar esa causa.

El doctor de Selis, que seguía con la mirada fija en Areba, acercó todavía su sillón, como si experimentase la influencia de un espíritu superior; y continuó escuchando en silencio.

Él no ignoraba que desde la aventura del Prado, la joven había sufrido cierto cambio imperceptible en su modo de ser, para ojos que no fueran los suyos; y que el retraimiento de Raúl Henares debía aumentar el despecho, cuyas agujas mortificaban su sistema nervioso, induciéndola a asumir una participación activa en sus amores. El interés, pues, era recíproco, y convenía dejar la iniciativa a Areba; una sentencia solamente tenía que recaer en los dos pleitos; y absolviese ella o condenase, la desgracia o la ventura alcanzaría en común a los dos. ¿Para qué contrariar en nada el plan que se proponía la joven? Abogaba por su causa y la propia; esta solidaridad fatal era una garantía de la rectitud de procederes, aparte de las ventajas que la habilidad femenina lleva sobre la de un hombre que no es amado. De Selis había creído innecesario por el hecho, estimular   —242→   los móviles que la agitaban; fría o indiferente en apariencia, la aliada que la suerte le ofrecía venía encelada y cavilosa, con gérmenes de pasión profunda; y una fina política le imponía dejar hacer. A la sólida armadura defensiva de una mujer de mundo, sólo podía oponerse otra glacial y resistente como el acero, y ésta era una discreta reserva sobre el móvil que la arrastraba a la intriga. En esta disposición de ánimo, de Selis, confiado y tranquilo, acariciaba la creencia de un éxito conciliable con sus propósitos; la llama que ardía en el pecho de Areba y se reflejaba en ciertos raptos en sus pupilas, no tardaría quizás en predisponerla a los arranques soberbios de la pasión febril e impetuosa, que ya retorcía su entraña con el dolor del celo. ¡Excelente lucha en que el aliado iba a disputar su rival, sin que a su vez él se viera en el caso de soltar la brida a sus odios! ¿De qué medios se valdría? Lo ignoraba; pero tenía fe en Areba.

Así que de Selis aproximó su asiento, la joven preguntó con la mayor naturalidad:

-¿No podría usted producir esa causa de ruptura seria, doctor?

-La ciencia no alcanza a tanto, señorita, y me place confesarlo en triunfo de las opiniones de usted.

-¡Vamos! eso me reconcilia un poco con las cosas académicas; aunque yo bien conozco, para honor de los médicos, que hay más de sistema   —243→   que de sinceridad en sus ideas respecto a temas de esta índole.

-Declaro también, Areba, que sólo usted puede proporcionar el hilo como la heroína griega, y hacerme entrar sin la menor timidez en la oscura espiral, cuyo fin no veo.

-Me honra esa confianza -dijo la joven sonriéndose de la manera que solía dar expresión extraña a su fisonomía-. Hay tiempo para obrar, y no sabemos si en el fondo se revuelve algún minotauro dormido...

Mire usted, doctor: yo tengo el medio de provocar un grave rompimiento.

De Selis, que acababa de hacer un rápido fruncimiento de cejas, inclinose con un interés que debiera calificarse de ansiedad, y preguntó solícito y un tanto sorprendido:

-¿Un medio? ¿Puedo suplicar a usted me lo revele?

-¡Ah, no! -contestó Areba reclinándose muellemente en el sofá. Es un secreto que usted ha de permitirme reserve por ahora, como un arma desconocida que sólo debe usarse en la hora del conflicto.

-No cometeré yo la falta de insistir; pero sus palabras me autorizan a alimentar una fe que decrecía por grados y estaba a punto de extinguirse.

-Creo que usted haría mal en no seguir manteniéndola. Mi compromiso tiene, sin embargo, límites   —244→   marcados, y en ellos me detendré cuando lo juzgue discreto.

De Selis se inclinó, y púsose de pie para despedirse.

-Al retirarme llevo un consuelo, Areba: ¡lo agradezco con efusión!

-Estamos al principio todavía. No olvide usted lo acordado en esta conferencia, mi estimado doctor.

Y tendiéndole la mano agregó:

-¡El lunes en lo de Stewart!

-No faltaré.

Cuando de Selis salió, la joven se incorporó suspirando y volvió a sus paseos silenciosos, la vista baja y abstraída, una sombra de pesar en la frente y una zozobra inquietante en el espíritu.

¡Cuán cierto es, se decía allá en el fondo de su alma perturbada, que la mujer da todo y agradece, que forma la dicha, y es la que sufre!



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ArribaAbajo- XIX -

Emociones


Areba pasó a un gabinete pequeño, de mobiliario de nogal e impregnado como el salón de un ambiente balsámico, muy parecido al que se desprende del traje elegante y preferente de una mujer joven, escrupulosa y delicada. Difícilmente podría objetarse el gusto o la elección en los cuadros, bronces y libros que ocupaban en parte estantes de cortas dimensiones, colocados en los dos ángulos que daban a la galería; reconocíase al primer golpe de vista en el conjunto, en la armonía y distribución de los detalles, algo semejante al camarín de una artista de talento que se ha complacido en satisfacer en menor escala las exigencias caprichosas de su sentimiento estético. No todo era, sin embargo, profano allí, resaltando en primera línea algunas pinturas magistrales de la escuela italiana, relativas a episodios del Evangelio, pasajes de la Pasión llenos de fuerza y colorido, de un mérito notable, cuya posesión podía explicarse como una justa recompensa concedida   —246→   a la creyente fervorosa que ayudaba siempre la caridad y al culto con dádivas valiosas, aun fuera del teatro asignado a sus bondades y mercedes. Aquellas telas habían sido enviadas de Roma. No faltaban el devocionario y algún otro libro de prácticas de iglesia, en el atril o facistol de metal dorado, abiertos, en dos descansos de la pulida pirámide, como indicando a la creyente sus deberes cotidianos de pensar y de obrar bien. Un rosario de grandes cuentas de marfil con la cruz colgante a un lado del facistol, rodeaba en varias vueltas un volumen reducido de tapas de nácar y filetes de oro, puesto al margen de las epístolas de San Pablo.

Era en este retrete solitario, interesante y odorífero donde veía transcurrir varias de sus horas aquella alma singular, llena de luces y sombras, mística en sus prácticas privadas, noble y generosa con los humildes y vergonzantes; suspicaz, fría y severa con los que aspiraban a poseerla; reacia a la tiranía de ciertos usos; contenta en su altivez dominante, creyendo que ella bastaría a domeñar la rebelión de su propia carne y de su sensibilidad excitada, el día en que su corazón reclamara herido su derecho a amar.

Parecía que esta víctima inocente del orgullo hubiese ya protestado, porque la joven se sentía triste e inquieta.

Una vez en el gabinete, sentose en una silla de hamaca, diciendo a su sirvienta:

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-Advierte a Perea que puede venir ahora, y ordena se prepare el cupé para las seis.

Pocos momentos habían pasado, cuando apareció en el umbral, comedido y respetuoso, el señor don Leoncio Perea, administrador de los bienes de la señorita de Linares, de levita cruzada y mangas un tanto recogidas hacia el codo, como hombre que ejercita con sistema el brazo en el pupitre; cuellos rígidos acorazando la tráquea, y corbata negra de lazo con resorte. Frisaba este sujeto en los sesenta años, seco, acartonado y grave, con ralos cabellos casi blancos, barba de hebras cortas y gruesas, y nariz de guadaña, en cuyo extremo se asentaban firmes sus dobles ojos, cabalgando con familiaridad, como si en rigor formasen parte integrante de su fisonomía.

-¿Me trae usted el apunte de las últimas donaciones? -preguntó Areba, invitándolo a sentarse.

-Sí, señorita. Está en la página señalada en ese libro, donde todo se encuentra fielmente consignado, ingresos e inversión, por orden de fechas.

-Sé cuánto es usted de escrupuloso, Perea -repuso la joven paseando por los números una mirada distraída.

-Cumplo con mi deber.

-No es poco, don Leoncio. Una cierta porción de conciencia en administraciones de primera magnitud, bastaría a salvar el decoro. Toda su conciencia salvaría el crédito, manteniendo reservas en la caja.

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-Mucho me favorece usted, señorita -dijo el digno Perea, emocionado-; pero son muy pobres mis aptitudes.

-Ricas, al contrario, porque la austeridad nunca descarría, en tanto que el talento abusa de su mérito, o la astucia sin cultura se apodera con toda sencillez de lo ajeno, en épocas anormales.

-Entiendo. La señorita habla «políticamente», en que los dineros públicos se van en mucha parte por conductos particulares...

-¡Siento placer en visar esto, Perea! Me hace creer que en verdad soy buena.

-Todo el mundo lo dice.

Areba volvió a fijarse con indolencia en el libro. Aparecían en él sus dádivas a los menesterosos, partidas asignadas a las instituciones de beneficencia, a las obras de templos y a los asilos de huérfanos. El hospital tenía también su cuota reservada. La lista era larga e interesante, sin echarse en ella de menos dos subvenciones especiales para escuelas privadas infantiles de ambos sexos.

La señorita de Linares cerró al fin el libro y preguntó:

-¿Quién es todo el mundo?

Removiose en su asiento el honrado administrador, tosiendo un poco nervioso y levantando los ojos al cielo raso en actitud de recapitular concienzudamente. Enseguida contestó algo confuso:

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-Todas las gentes honestas, señorita... don Jorge el boticario; Mollejón, el dueño de la talabartería de la esquina; Potrilla, que tiene su comercio de lozas y cristales en la calle de Cámaras; ...Gavancho, el tendero habilitado; la señora Estefanía, de la casa de modas... Hum...

Y Perea hizo castañetear los dedos, mirando al suelo en procura de otros nombres rebeldes a la memoria.

Areba, en cuyos ojos retozaba la risa comprimida, se apresuró a decir:

-Creo, don Leoncio, que por todos esos conductos vienen a casa las drogas, monturas, porcelanas, encajes, blondas y vestidos; así como los votos para un candidato oficial en las elecciones muchas veces.

-Precisamente, señorita; como en las cosas de gobierno, que son tan respetables siempre...

-¡La de los favorecidos! -repuso la joven como hablando consigo misma- ¡grande opinión y valioso mundo el de los traficantes, que cambian de conciencia por lo general, cuando se les retira el favor! La verdadera opinión es la de aquellos que no lo reciben, sin incluir a los familiares. El mundo tiene más egoísmos y perversiones que virtudes, Perea.

El administrador, que había vuelto a mirar al techo, aprobó con la cabeza, guardándose bien de desplegar los labios. Se sentía atribulado.

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-¿No ha habido hoy reclamo alguno de interés?

-Dos mendigos se presentaron, señorita, con carta sospechosa, e hice las averiguaciones preliminares, despidiéndolos, a fin de que se muniesen de otra más aceptable, en mérito de mis instrucciones y de aquello de que, a la sombra de la manquera fingida y de la llaga falsa, andan los brazos ladrones y la salud borracha.

-Procedió usted bien, Perea. Ha de mediar razón para obtener gracia o prebenda; que en estos países se asientan mejor los vicios y defectos de otros, que las virtudes propias. Hay muchos de esos lisiados fingidos que llegan a manejar arcas mayores, en otro orden de cosas, por obra de milagro.

-Alguna nueva tengo a más que revelar, señorita. Me consta por informes oficiosos, que Carlo Roveda, el viejo siciliano a quien la señorita favoreció con la sumaca Madrépora, se encuentra muy enfermo desde su último viaje a Maldonado. Como sé cuánto él la estima y respeta, consigno la noticia...

-¡Pobre el viejecito! ¿Es muy grave su dolencia?

-Parece que asumió carácter alarmante, cuando él supo que su hija se había ido.

-¿La linda Cantarela ha abandonado a su padre? ¡Oh, qué triste es eso! ¿Está usted bien informado, don Leoncio? Me apena usted con esa nueva.

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Más lo estoy yo, señorita, por haber dado motivo a ese disgusto -dijo el señor Perea, haciendo estremecer, al hablar, las gafas en su nariz-. Del hecho no tengo duda.

Guardó Areba silencio, esparciéndose por su rostro una impresión de pesar. Después dijo pensativa:

-No obstante, pasará usted por allí, y me traerá datos circunstanciados de todo lo que haya pasado y ocurra por el momento. Deseo enterarme bien, don Leoncio, y usted debe poner el mayor empeño en la averiguación del asunto.

-La señorita será complacida.

-Quiero que sea hoy mismo,

El señor Perea se inclinó.

-¡Una historia oscura! Cuando una menos piensa sufre desencantos, Perea, y en la aflicción por lo ajeno no hay tiempo para afligirse por lo propio. ¡Quién diría de Cantarela!

-Nadie hubiera pensado mal -repuso aquél compungiendo el semblante afilado y rugoso.

-Usted nunca se casó, don Leoncio...

-Libre quedé por mala suerte, señorita -dijo el administrador, abriendo con asombro sus ojillos claros y apacibles.

-O por buena quizás -replicó Areba con un suspiro y columpiándose en su asiento-, que sólo una elección certera hace la felicidad y la conserva. Usted debió tener un buen golpe de vista, Perea, en sus mocedades...

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Sacudió don Leoncio sus escasos cabellos, asomando una fina sonrisa a su boca pequeña y fruncida, y contestó con seriedad:

-No lo creería la señorita; pero la única vez que tenté fortuna, un hombre ojizaino, fue más dichoso entrometiéndose a destiempo.

Mirole un instante Areba con atención, y lanzó una carcajada vibrante y sonora, que puso en conflicto la circunspecta gravedad del intendente, a pesar de serle conocidas las genialidades de la joven.

Moderose ella bien pronto, volviendo a su actitud melancólica; en tanto, don Leoncio pasaba delicadamente un pañuelo de seda por debajo de su nariz, un poco moteada en sus fosas por el rapé y coloreada por la rinalgia.

La señora está hoy en vena de chancearse -pensó él-; pero yo mucho me engaño, o ella no es la misma de hace un mes.

-Quiero dejar que usted aproveche sus horas, Perea -dijo Areba-. No olvide las instrucciones recibidas, y lo mucho que me interesa el resultado de sus pesquisas.

Don Leoncio hizo un ademán de seguridad, prometiendo el más estricto cumplimiento, y una respetuosa reverencia; retirándose luego con el paso medido y cuidadoso de aquel cuyas piernas ya flaquean, inflando los faldones de la levita en las corvas con rítmico movimiento.

Abstrájose nuevamente la joven en sus anteriores   —253→   meditaciones, tratando de estimar el grado de ansiedad que en el ánimo del doctor de Selis había producido, a no dudarlo, lo abstruso del secreto; y lo que era aún más importante, el del rigor de las consecuencias que su revelación podía originar en el periodo álgido de los envidiados amores. Esto la preocupaba seriamente. Una vez rotos los vínculos de la simpatía, ¿quién podría reanudarlos, si el obstáculo era incontrastable? Partida la roca por un golpe eléctrico, sus bordes ya no se unen jamás, y poco a poco se deslíe el volumen en arena al embate eterno de las olas. Debía, pues, sobrevenir la separación imprevista y el alejamiento nostálgico y cruel.

De las ruinas hace la historia edificios; una obra de arte se reconstruye si de ella quedan los escombros y en la tradición flotando el pensamiento del artífice, creador y perdurable; el lienzo ajado y descolorido en que se vislumbra apenas una imagen de pincel maestro, resucita en la mente admirada con doble vigor, si en sus rasgos principales no ha dejado impresa su injuria el tiempo; con la estatua de mármol mutilada que se arranca del seno de la tierra, renace entera y grandiosa la inspiración de una época; la momia se preserva intacta, vieja de tres mil años; y recrudece cada día el dolor de Laocoon, tan acerbo y profundo como antes lo imaginaron...

Pero, una gran pasión que deriva y escolla,   —524→   ¿quién puede volverla a arraigar y robustecer? Hay algo que no se rehace, ni revive, y eso es una ilusión perdida. Recuerdos sólo quedan luego que la memoria alumbra con su luz sin calor ni brillo, y destaca como siluetas informes entre la niebla del pasado.

Sonreíase Areba al dar vuelo a su imaginación, y hundíase más y más en devaneos ardientes, cuando el reloj dio las cuatro. Levantó la joven su cabeza y dispúsose a llamar; pero en ese instante previno su intención la sirvienta, quien apareciendo, en la puerta, dijo con voz tranquila y sonora:

-El caballero Raúl Henares.

Volviose Areba con viveza, como si hubiera oído mal, y poniéndose de pie, preguntó, sofocando su emoción:

-¿Quién?

Repitiósele el anuncio.

-Que pase -contestó con acento trémulo.

Se fue acercando luego a pasos lentos, y la mano en el seno, al espejo ovalado que adornaba la pared del fondo. Hallose pálida en extremo. Sentía confusión en la mente y violentos latidos en el pecho.

Es preciso componer este semblante -se dijo- nunca sufrí tal fuga de colores. ¡Ah!... lo inesperado me enflaquece el ánimo; pero ya pasará, señor Henares...

Momentos después, con la cabeza inclinada ligeramente a un lado y un aire lleno de dignidad, Areba se dirigía al salón de recibo.



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ArribaAbajo- XX -

La hiel del pecado


Zelmar Bafil había estado varias veces en la solitaria casa de la ribera, que servía de refugio a Cantarela, después de la entrevista que conocemos. A pesar de todo, íbase entibiando su afecto en el mismo grado en que aumentaba el de la joven. Comprendíalo ella así con ese instinto certero que la pasión ardiente y tenaz sobrexcita y aguza en la mujer, y la predispone a nuevos esfuerzos, a otros halagos más seductores, y acaso a mayores sacrificios, que acepta y consuma resignada con tal de que no se evapore el entusiasmo primero por completo, o se extinga la luz consoladora del amor. En este desasosiego triste, el corazón que se ha dado todo entero, sin reservar un solo latido para un afecto extraño al que lo absorbe, no se explica como pueda exigírsele más, ni encuentra en su angustia acerba el secreto de hacerse más grande, más cariñoso, y más avasallador. ¡Todos los vasos están llenos de pasión y desbordan!

  —256→  

Y ella, con el fuego de la juventud y el vigor de las primeras sensaciones, había exagerado su cariño hasta el punto de pensar a cada momento y de soñar siempre con él, como si nada existiese en el mundo fuera de ese culto sincero e inefable. ¡Cuánto debía, pues, dolerle el menor síntoma de frialdad o de hastío de su parte! Algunos había notado con pena indecible; y por primera vez, quizás, meditó sobre la fragilidad de su suerte. Al acordarse de su padre, pareciole que ella no merecía su gracia; y halló entonces que aquélla sería muy negra y cruel, el día en que se retorciera desesperado su pobre corazón.

Trajo a la memoria otros días serenos. Aquellos en que aguardaba a su padre, pensativa e inmóvil al caer de las tardes, sobre las peñas, mirando el mar y las blancas lonas de las barcas que cruzaban a lo lejos hinchadas por la brisa, como grandes aves heridas en el ala que levantasen su extremo hacia el cielo flotando a merced de las corrientes.

Por entonces, los pescadores creían que ella empezaba a querer a Gerardo; y al levantar sus redes, se decían:

-¡La playa está muda desde que él se fue!

Parecía, en verdad, que le fuera dulce -suelta la trenza e inclinado el dorso, aspirando el alisio- el poner sus ojos allá en el punto del horizonte en donde se escondió la vela. Una   —257→   vez dio a Gerardo una ancla pequeña de acero, para que la llevase prendida en la gorra.

-¡Lo quiere! -pensaron sus compañeros.

Y muchos días después, observaron que eran menos frecuentes sus risas juguetonas, y sus visitas a las rocas para escuchar como de costumbre el canto de los pescadores, cuando, recogidas las redajas, se reunían en la orilla, con las pipas en las manos, al rayo de la luna, a endulzar en armonioso coro la hora del descanso. Coincidían estas faltas con las ausencias de Roveda y de Gerardo.

¡Es porque él no está! -murmuraban sus amigos.

Sin embargo, un día Marcelo dijo:

-¡Creo que algún buzo anda detrás de la coralina!. Otro de los pescadores agregó datos acusadores sobre la conducta de Cantarela. La sospecha empezó a invadir los ánimos, a divulgarse, y a empañar a la joven.

Ella notó, por fin, que la acogían con prevención, y más de una vez tuvo que sufrir humillantes desdenes. La atmósfera del barrio se había hecho casi irrespirable: en cada rostro, un gesto de reproche, y en cada boca, una frase amarga. Sus horas discurrían solitarias, saturadas de acritud y llenas de fantasmas. La oscuridad del aislamiento, a solas con su Virgen -a quien ya no elevaba por los que andaban en la mar sus plegarias fervorosas-, abría las puertas al genio   —258→   de la tentación, que concluía por vencer las dudas. ¡Cómo latía con fuerza su pecho, y qué ensueños tan blancos la arrullaban al dormirse! Olvidábase de todo. En tanto hacíase en los hogares humilde comentario de la caída, se hincaba el diente en su deshonra y se esparcía cal sobre los pobres amores de Gerardo.

Y los días pasaron, y con ellos las resistencias del pudor...

Una tarde decidió alejarse, para no volver. Así mismo la persiguieron las miradas de desprecio; pero ¿qué importaban? Ella se creía feliz.

Ahora que una convicción amarga penetrando su espíritu la hacía echar de menos en su amante el entusiasmo de los primeros tiempos, y la arrastraba a abismamientos dolorosos, sentíase débil ante esa nube de recuerdos.

¡El amor! ¡Cuánto cuidado exquisito en su crecimiento noble, y cuánta ternura en su período álgido, para verlo desaparecer a un solo golpe!

Mansa y cariñosa recibe el agua del mar la altiva y ligera nave que se confía valiente al viento y a la aventura; obra de lenta labor y de ímprobos esfuerzos, que lleva al frente un símbolo de fe y al costado el áncora de la esperanza; pero surge de improviso la ola formidable que enturbia el transparente espejo, y disipa su azul de ilusión; y la nave arrojada a los cantiles choca y se sumerge, llevando esperanza y fe al fondo del piélago bravío.

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Pausa, y no enfriamiento de pasión: tregua breve y necesaria era sí la que hacía Cantarela a sus afanes, lastimada por los signos de indiferencia de su amante. En ese intervalo lúcido y tranquilo sintió los torcedores del pesar, al agolparse tumultuosas las memorias queridas; mas, muy pronto volvió a imponerse el profundo afecto, y borró todo remordimiento, a impulsos de los celos, el monstruo, que el gran poeta inglés pinta de verdes ojos y productor del alimento de que él mismo se nutre.

El deseo durable y violento exaltose aún más con el aguijón inesperado. Ocurriósele recién a ella que Zelmar no era un oscuro barquero, sin otros horizontes que aquel en que el cielo parece unirse a las aguas; y lloró al pensar cuántas mujeres lindas lo querrían, ofreciéndole halagos y ternezas que ella no podía brindarle...

No fue ahora él, como otras veces, el que secó sus lágrimas, ardientes y copiosas, sino el enojo del celo, concentrado y siniestro. Por vez primera se quejó a solas de un dolor desconocido, punzante, agudo, cual si hiriesen a mansalva su entraña más noble de improviso robándole la quietud y el sueño. No de otra manera la aguja de acero sepultada en las carnes, fina y sutil, que camina errante por el cuerpo a través de los tejidos, llega a hincarse de repente en fibra vibrante y demasiado sensible arrancando un grito de dolor.

  —260→  

Bajo la influencia de tales torturas morales se encontraba una noche Cantarela, en el pequeño aposento cuya ventana daba a la costa. Tres días hacía que no veía a Zelmar; y si bien esto no podía causarla extrañeza, dada la conducta observada siempre por su amante, en esta ocasión acrecentábase su angustia con la doble nueva del viaje proyectado y de la enfermedad de Roveda.

El aposento estaba en tinieblas. Por la ventana abierta penetraban agradables ráfagas de brisa de la ribera; y un rayo de luna hería el semblante de la joven.

Muy cerca, de pie y con los brazos cruzados, dibujábase la figura de la suave y meliflua Gertrudis, menos antipática en la sombra, que velaba discretamente sus verdugones y alifafes, a la vez que la expresión cínica de su rostro convertido en máscara por el colorete.

Hacía momentos que conversaban, algo de interés a juzgar por la actitud de Cantarela, en cuyo ánimo parecían sucederse las emociones violentas con un rigor implacable.

Rompiendo el silencio que por un instante había guardado, la joven preguntó:

-¿Decía usted que el mal no era grave?

-Eso me aseguraron, hija mía. No tienes porqué afligirte tanto, pues se le asiste con mucho esmero. Nada le falta. Ayer de tarde estuvo el señor Perea, que tú conoces, en casa del patrón   —261→   Carlo, y prometió todo género de recursos en nombre de la señorita de Linares.

-Sin embargo, yo debo ir...

-¿Con qué objeto, niña? Las cosas están tirantes, y podrías ocasionar algún disgusto serio que alcanzase de veras a todos los que por ti se interesan. Reflexiona que no te perteneces, y que tu conducta tendría que desagradar tal vez al caballero Bafil, cuya generosidad supera a la misma ponderación... Lo demás, en último resultado, ha de ser satisfactorio, sin necesidad de que tú vayas. Advierte también que en el barrio hay ojeriza, que sus gentes te tienen hincha y todavía te muerden con envidia, como era de colegirse una vez que te apartases de la atmósfera de vapores de pescado en que ellas viven.

Cantarela movió la cabeza colérica.

-No me hacía usted esas observaciones cuando iba en mi busca...

-Cierto que no. Pero nunca fue innoble el oficio de obviar dificultades entre dos que se quieren; y en obsequio a eso, natural era que yo sólo consultase tus deseos y los de aquel rico señor que se consumía por poseerte sin tener en cuenta lo que barruntase la tribu de barqueros. Así sucedió que te decidiste a cambiar de condición, prefiriendo con buen gusto y mejor juicio un domicilio por otro, que allí los peces muertos únicamente abundaban, y aquí relumbraba lo bueno,   —262→   y las monedas excedían a los peces en cantidad respetable, por obra del cariño, que no de las manos, sin privaciones ni sudores; pues el beso amoroso, hija mía, vale más cuando gana corazón y bolsa, que el trabajo triste y duro de arrancar agallas y tejer redes, en veinte años.

La joven la miró con desprecio. Después, apoyando la barba en la mano, dijo irritada:

-El amor me arrastró hasta aquí, no el interés. ¡Honrado trabajo el suyo: traficar con corazones! Parece que hubiese sido el de toda su vida; y bien sé que de este comercio ha sacado usted lucro. Si fuera usted madre, quizás la hija antes de nacer se enviciara en sus entrañas; y al ver la luz mamara ya el secreto de perderse.

Gertrudis secose el sudor sofocada, y reprimiéndose, repuso con acento hipócrita y meloso:

-No hay que envenenarse la sangre, hija mía, por palabras dichas sin intención de ofender; pues no puedo olvidar que te debo merecimientos y agasajos, por estima y por gratitud. Es preciso que te reportes, porque unas más que otras en el mundo, somos víctimas de nuestras mismas debilidades, y a nadie enrostrar las suyas podemos sin que sintamos a la vez que se nos sube la culebra a la garganta y nos muerde en la lengua...

Levantose Cantarela con ímpetu, y fuese en silencio, sin mirarla. Sufría un gran dolor.

  —263→  

Sin detenerse ni volver el semblante, con las sienes ardiendo y el ademán convulsivo, alargó el brazo, señalándola la puerta.

Una vez en la pieza cercana, en donde ardía a medias una lámpara, cambiose llorando, sus zapatos por otros; cubriose en parte la cabeza y cuello con una manta ligera; deslizó de uno de sus dedos, sobre la mesa, un anillo, recuerdo de Zelmar; y enjugándose el llanto, salió resueltamente a la calle.

El sereno cantaba las once con voz llena y robusta, en la acera, haciendo oscilar en el pavimento el vivo chorro de luz de su linterna. Junto a él pasó Cantarela veloz como una sombra.

El guardián nocturno volvió la cabeza, alumbrándola por detrás; compúsose la garganta y murmuro:

-¡Buena estampa y malos pasos!

Oyole ella, pero siguió su camino impasible. Se iba acostumbrando a las palabras duras y a los improperios hirientes, ya sin fuerzas para cohonestarlos. ¡Cuántas cosas sombrías en su pobre cerebro! Caminaba bajo una excitación profunda, atropellándose, tropezando con las piedras, doblando las rodillas en cada desnivel del afirmado, estremeciéndose ante las sombras sospechosas y al escuchar el escarceo de las olas en las toscas, que parecían hablarla de una historia reciente con su música extraña. Sus penas de amor, el deber filial, el aprecio perdido, todo esto abatía el vigor   —264→   de su temperamento en aquella hora, retratando en su mente las imágenes de un hombre que no era ya todo de ella, de un anciano enfermo cuyo nombre mancillaba, y de otros seres que la quisieron pura, y que ahora ni el recuerdo de esa pureza conservarían. Había sido desterrada tal vez, de toda memoria. Así como uno que ha muerto ignorado, tras de una vida infame, sin dejar dos ojos que le lloren. Y en esta exageración de su dolor, la joven se detenía temblando, volvía sobre sus pasos, y tornaba a andar agitada, con más fiebre, comprimiendo sus suspiros, y sintiendo que allá en el fondo de su alma parecía formarse un vacío más grande que la inmensidad de la noche...

Más pronto de lo que ella creía, llegó a la casa del viejo pescador. De la puerta entreabierta salía alguna claridad. Dos hombres estaban junto a ella, en la vereda, apoyados en la pared, fumando en silencio y sosiego. Pronto reconoció Cantarela en ellos a Marcelo y Carolo, y se detuvo a pocos pasos, emocionada e indecisa. Pareciéronla sus siluetas las de dos espectros mudos, lúgubres y amenazadores, envueltas en una humaza espesa y fantástica. Gruñó un perro de aguas allí cerca tendido, dando con la cola en la piedra.

Marcelo se adelantó, cogiéndole por una oreja con suavidad, y diciendo con la pipa en la boca:

-¡No hay que gruñir a la señora Bagre! Pronto olvidas los respetos.

  —265→  

-Buenas noches...

-¡Las de Dios!

Carolo mordió su pipa, mirando a la costa, sin moverse, la gorra caída sobre la sien, y añadió con acento frío y sarcástico:

-El cielo la acompañe, aunque ya no es hora de bordejear.

Cantarela avanzó hasta el umbral, temblando, y se detuvo de nuevo.

-¿Por qué no entras? -preguntó Marcelo, volviéndose, con voz ruda- ¡Ahí está!...

-Sí, pues -arguyó Carolo arrojando una bocanada de humo, y dirigiendo su vista de soslayo a la joven-. Nadie la priva de entrar.

-¡Parece que te comiera un gusano el corazón! Ella dio unos pasos maquinalmente, lastimada y llorosa; y viose en la pieza de las redes, que tan bien conocía.

La vela de la imagen estaba encendida, y reinaba en el interior un profundo silencio.

A su entrada, un hombre se levantó de la banqueta de un extremo, con los brazos sobre el pecho. Tenía el semblante color de bronce, ajado y marchito, sin duda por los insomnios; el pelo largo y negro abierto al frente, cayéndole con descuido por detrás de las orejas; y la estatura elevada, de formas vigorosas y fornidas, apenas encubiertas por un pantalón de hilo crudo, una camiseta a cuadros de algodón, una faja solferino y unas botas fuertes a media pierna,   —266→   a propósito para andar sobre el guijarro y la conchilla. Un pañuelo de seda plomizo anudado al cuello, y formando triángulo sobre su dorso, escapular de atleta, completaba su traje tosco de labor, sin colores vivos ni fútiles adornos.

Este nombre miró a Cantarela con aire huraño, retraído y taciturno, y la barba clavada en el pecho, que oprimía con sus dos brazos musculosos. Ella dejó caer la manta a la espalda, elevando trémula la mano y volviendo despacio a un lado la cabeza, para fijar sin brillo sus ojos en el suelo.

La había concluido de imponer aquella figura apuesta y bizarra, en cuyas facciones viriles parecían haber dejado burilada una dureza salvaje, las peleas oscuras y heroicas con el huracán y las olas. Cantarela sufrió una impresión de miedo y dijo al fin, balbuciente:

-¿Puedo verlo, Gerardo?

El pescador irguió la cabeza lentamente al eco de aquella voz llena de ruego; y observó recién quizás, que el hermoso rostro de quien le hablaba tenía un color terroso, el párpado caído, el mirar vago y los labios secos.

La puerta de la habitación del enfermo estaba entornada; y en ese instante podíase percibir un leve murmullo de voces de personas que conversaran muy bajo, como evitando perturbar el sueño del paciente. Estos diálogos cortados y monótonos en la penumbra, junto al lecho de un enfermo   —267→   grave, sugeridos por la duda, la impaciencia o el afán oficioso de los extraños, transformados en medicastros infalibles, que remedan letanías de misa de alba, y se susurran al oído entre suspiros de ansiedad y presentimientos fúnebres, llenando la pobre atmósfera del doliente con alientos y bostezos interminables, ruidos de faldas inquietas y toses importunas, a la par que se concentran en su semblante desencajado, miradas repetidas y fastidiosas que parecen anunciarle que ninguno daría por su vida ni una hebra de cabello; todos aquellos misteriosos rumores, anticipos a veces de rezos agonizantes o preludios de la hora final, indicaron a Cantarela que allí había comadres del barrio, aplicando acaso al envés las recetas científicas o discutiendo la competencia del facultativo con una formalidad cómica e irritante.

Si bien el estado de su espíritu no la permitía este género de apreciaciones, bastole saber que eran manos extrañas y cuidados ajenos los que atendían a su padre, para sentir que su sangre afluía con mayor violencia sofocándole el corazón y golpeándole en las sienes, enmedio de sordos zumbidos y contracciones musculares.

Cuando volvió a elevar sus ojos hacia Gerardo, todo su cuerpo se estremecía como una caña. Había en su cara una sombra de desvarío.

-Duerme -contestó secamente el pescador-. No importa... Esperaré a su lado que despierte.

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-A tu vista su mal se aumentará.

-Verás que no... ¡Por esa Virgen adorada!

-Ya no alcanza a ella tu ruego. El patrón Carlo dice que tú nunca lo has querido.

-¿Eso dijo?... ¡Oh, no! Si no lo quisiera tanto no habría yo venido llorando con una gran puntada aquí en el pecho... Si cometí delito era aparte de amarlo siempre, porque no fui jamás perversa, que yo quise con mi ventura la de él...

-¡Dichosa te crees!

-En mi misma desgracia. ¡Pobre de mí!...

-Verdad. Aquellos días serenos de las playas eran menos felices, porque para serlo tú era preciso que perdieses el rubor, de modo que no limpiase tu alma toda la sal de las aguas.

-No reproches la pérdida de lo que nunca fue tuyo, que ese derecho es sólo de mi padre...

-Nunca cae por el anzuelo sino manjar bueno para el plato de los ricos... ¡te han gustado bien! ¡Y tienda uno la red corvinera con confianza para atraer el cardumen, mientras escoge la mejor presa el tiburón que nadie espera, y por casualidad viene allá por el cabo, rompiendo la malla y dando el chapuz! ¡Buena pesca, por el infierno!...

Y el marinero levantó crispado el puño, con un gesto de ira y de desprecio.

Cantarela lanzó un grito.

Momentos antes, en la habitación del enfermo, tres mujeres allí reunidas, esmeradas y diligentes,   —269→   después de abrigar los pies de Roveda y arreglarle la almohada, releían una receta que llevaba al pie la firma del doctor de Selis, creyendo entenderla a la perfección a la luz de una mariposa; y comentaban en voz de secreto la sabia medida, adoptada por la más experta de las tres como remedio eficaz, la cual había consistido en la aplicación al pecho del doliente, sin que el médico lo hubiese sabido, pues el experimento sólo duró algunas horas, de un emplasto especial de yerbas y hojas de una virtud prodigiosa, a falta de una mandrágora infalible.

A ella atribuían las solícitas enfermeras el período de calma en que parecía entrar Roveda. Mas, para asegurar mejor el éxito, era necesario poner al relente el emplasto, que ya había sido retirado, a la claridad de la luna, y quemarlo en un horno al día siguiente, hasta, reducirlo a cenizas.

Objetaba a esto, con la mayor gravedad, una de las mujeres, que el temperamento usado hasta entonces se diferenciaba sustancialmente del propuesto en cuanto prescribía que el emplasto debía quemarse en una llama de vela de cera después de dejarlo al sereno toda una noche, a la influencia del cuarto creciente.

La tercera preopinante añadió, por su parte, con acento sentencioso, que ella creía también que de esa manera únicamente podía extirparse de raíz el «daño» que habían echado al patrón Carlo   —270→   en el café, o en la pipa de fumar; pues no estaba ella muy firme en si el espíritu o ánima mala hubiese entrometídose con el líquido o el humor aunque estaba segura que había picado en el riñón al hombre.

Con este motivo y en defensa de las dos tesis o de sus proposiciones accesorias, trabose un parloteo precipitado y empeñoso, mezcla de arrullos de palomar y de enjambre de avispones, cuyo diapasón se elevaba o decrecía por intervalos asumiendo el tono de la gresca o de la armonía, según las peripecias de la disputa o el mayor o menor grado de terquedad en el absurdo, de que aquella asamblea -como hay muchas- hacía para el enfermo cuestión de vida o muerte. El interés particular de cada una en el debate, y el ofuscamiento producido por la viveza de las réplicas, no permitió a las buenas vecinas poner atención a las ocurrencias de la pieza próxima; y fue necesario que el grito de Cantarela llegase hasta ellas, para llamarlas al orden.

Carlo Roveda abrió los ojos, dando un quejido ronco, e incorporose un poco sobre los codos, con la boca abierta, hundidas las carnes, lívido, y ese aire de azoramiento súbito que causa, como una conmoción eléctrica, lo inesperado o lo imprevisto.

-Alguno llora ahí -dijo en voz muy baja y débil.

-Parece que es Cantarela...

  —271→  

-¡Ah!...

Tras esta exclamación casi ahogada, Carlo Roveda dejó caer la cabeza poco a poco hasta encontrar apoyo; y sus ojos se cerraron. Recorrió bien luego su semblante una crispación nerviosa, y no tardaron en asomar bajo los párpados ajados y violáceos, deprimidos en el fondo de las cuencas, dos de esas lágrimas que escapan sin lamento y que vienen de lo más hondo.

-Povera fanciulla! -murmuró. Quiero verla.

Las tres mujeres se miraron un momento en silencio: el caso era grave y afligente. Cambiaron luego opiniones en voz baja.

-No merece eso la indigna -dijo una.

-Ella le echó el «daño» -añadió otra.

-Va a sofocarlo con sus humos -susurró la tercera, cuarentona, biliosa, y llena de pecas-. Prefirió el lujo al crepido de aserrar espinazos y aletas; y es capaz de entrarse vestida de terciopelo con todo el calor que nos ahoga... Abriose de golpe la puerta...

Penetró Cantarela sin fijarse en ellas, muda y ligera como un fantasma, arrastrando su manta, y descompuesto el cabello, el mirar sostenido y firme, sin pestañeo, las manos juntas contra el seno, amarilla, ojerosa.

Las enfermeras se retiraron en silencio sobre la punta de los pies...

Tendiola en sosiego el viejo pescador la diestra,   —272→   que ella besó enmedio de arranques y sollozos, para levantar luego la frente y decir con acento de intenso dolor:

-No me odies... ¡Cuán quebrantado estás! Yo vengo a acompañarte y a servirte... Tú eres bueno, padre, y yo una infeliz.

-¡Ninguno te compadece!

-Ninguno. Todos me rechazan y desprecian.

El viejo, con una voz semejante a un hálito, poniendo la mano temblorosa sobre la cabeza de su hija, murmuró:

-¡Yo te perdono!

Cantarela reclinó su semblante en el pecho del enfermo. La mano callosa seguía posada en su cabeza, y por dos veces se estremeció.

Largos momentos pasaron.

En la pieza próxima, las mujeres hablaban en un lenguaje vivo y exaltado, y parecía ser Cantarela el objeto de aquella excitación. Esta oyó, a pesar de su situación de ánimo y de la languidez profunda que se había apoderado de todo su cuerpo como una somnolencia abrumadora, que una decía:

-¡Ella acabará con él!

La frase la hirió, advirtiendo recién entonces que la mano del viejo pescador pesaba como un plomo sobre su cráneo. La apartó dulcemente; el brazo estaba duro y rígido. Acercó su mano al pecho y no latía. Levantose de golpe, espantada, y lo miró al rostro profiriendo una queja.

Carlo Roveda tenía la cabeza caída hacia atrás,   —273→   dejando al descubierto todo su cuello; los ojos semiabiertos, fijos y dilatados; la piel dura y fría; la boca contraída por la última sonrisa; inmóvil, tieso, casi helado. Estaba muerto.




ArribaAbajo- XXI -

En el baile


En la noche del lunes, los elegantes salones de la casa-quinta del señor Samuel Stewart, en el camino de la Agraciada, daban cabida a una brillante concurrencia ávida de esas emociones y placeres que reservan siempre un secreto de deleite, aun cuando hayan sido con frecuencia saboreados.

Terminábanse unas cuadrillas. Ocupaban el centro del primer salón dos parejas que atraían todas las miradas, y que al interés de otras veces, unían ahora el de la novedad, por la presencia de Raúl Henares, cuyo nombre había servido de tema a los comentarios de anteriores días con motivo del percance que comprometió la vida de Areba y de su amiga Julieta. El joven acompañaba a Brenda, y tenía a su izquierda a la señorita de Linares y a de Selis.

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Julieta había logrado conquistarse a Zelmar a pretexto de que éste debía hacerle la presentación de su amigo Raúl, como ella lo deseaba: enmedio de un intervalo, de modo que todos los ojos presenciasen la escena, en un paso complementario, en tanto descansaba la orquesta, como aparte grave e interesante, ante el que ninguno podía mostrarse indiferente. Verificose así el acto, con todo el aplomo de un diplomático por parte de Zelmar, y acompañamiento espontáneo de sonrisas y murmullos en las filas. Quedó satisfecha Julieta hasta el punto de arrastrar a su compañero al frente, sin darse la pena de consultarlo. Zelmar se conformó filosóficamente, pensando que el mal cuarto de hora se compensaría bien con la vecindad del flanco. Areba, en cuyo semblante se pintaban frecuentes desazones, originadas por el envidiable embeleso de Brenda y Henares, que parecían estar solos enmedio de aquel centro de expansiones y alegrías, tuvo un momento de hilaridad que reprimió sin esfuerzo, aun cuando llegó a producir escozor en Zelmar.

Pareciole que Areba guardaba para él algunas severidades.

Pero el caso era que, aparte de ese incidente, Julieta, sin dejar de ser elegante y dama de cascabel por la calidad del aderezo y del brocado, lucía esa noche un traje singular, como arrancado del tapiz, cuyos colores contrastaban con el moreno subido de su rostro y el lunar más oscuro   —275→   todavía, con que un hada maléfica la obsequió desde la cuna. Esta circunstancia de detalle, si bien ella no estilaba modas de antaño, puso en evidencia un capricho, contribuyendo a provocar en la misma Areba un arranque de buen humor.

Zelmar advirtió por primera vez, que su compañera tenía algo de egipcia, esa noche más que nunca, y tentado estuvo de hablarla de los cocodrilianos y cisnes negros del Nilo Azul como de cosas familiares. Pero recordó que Julieta, fuera de ser en extremo susceptible, había recibido una educación enciclopédica; y guardose bien de provocar una disputa de dudosos resultados.

Ya concluidas las cuadrillas, Julieta se detuvo en su paseo junto a las columnas de mármol que dividían en dos compartimientos el salón, sitio favorecido por algunos grupos, y dirigiéndose a Zelmar, dijo con marcada intención:

-Parece que la simpatía de su amigo Henares hacia Brenda Delfor se acentúa, y que hay riesgo de que él sea el agraciado exclusivo de la reina del baile. ¡Esta crónica tendrá mucho interés!

¡Sin embargo -prosiguió bajando la voz y procurando atraerse la atención de los grupos-, dicen que hay seria oposición!

Zelmar se encogió de hombros, y arrastró dulcemente a su compañera lejos de aquel sitio. Empezaba a compadecer a Raúl.

  —276→  

-He calificado, con justicia en mi concepto, reina de la fiesta a la señorita de Delfor. Convenía también que lo declarara ahí, para advertir de su hinchazón chocante a Tula, esa rubia pálida que estaba reclinada en una columna, fría como una piedra, insustancial y vanidosa, hasta pretender para sí todos los laureles, con sus ojos de plomo deslucido y cabellos de mazorca. Usted la conoce. ¡Carga con su aire majadero!

-¡Oh crueldad!

-Es lo exacto. Cuando canta en el coro, va toda de tules y muselinas blancas con las trenzas flotantes para asemejarse a las imágenes sagradas; en el paseo, maneja los caballos briosos con pretensiones de un Byron con polleras y quiere ir siempre a la delantera; en el teatro se cuaja de brillantes y se viste de azul otomano, con humos de Validé insuperable; y en el baile, ya la ve usted, disputando a Brenda la superioridad, ella que es incapaz de interesar con su trato a un hombre de mérito, y que sólo dice vaciedades y fruslerías suficientes a desilusionar en un minuto a un soñador con cara de flautista... Siquiera una, sin ser tan agraciada, dispone de ciertos atractivos sin afectación. ¿No le parece a usted?

-¡Quién lo duda! -exclamó Zelmar con mesura-. La elegancia resalta más en usted; el cuerpo de ella es incorrecto y difícil de disimular; el de usted es airoso y serpentiforme, por naturaleza. Luego,   —277→   la sal sólo es patrimonio de las morenas; las rubias, las Ofelias, las Margaritas, no son más que pastas de harina fina sin azúcar, que los poetas sazonan con lagrimones de dudosa transparencia.

-Me place oírlo hablar así -dijo Julieta con coquetería-; bien se conoce que usted va en pugna con el criterio vulgar. Y ahora he de decir que mucho se habla de las predilecciones de usted respecto a Areba, permitiéndome regañarle con este motivo por su reserva con las amigas antiguas. ¿Hay algo de cierto?

Zelmar volvió a encogerse de hombros, sin que se alterase en lo mínimo su semblante.

Animose Julieta, golpeándose la falda con el abanico.

-Ya es tiempo, caballero, de que usted se preocupe un poco de la seriedad de esos rumores, para confirmarlos o desvanecerlos.

Zelmar asumió un aspecto grave, y respondió con acento enfático:

-En la tabla rasa de mi espíritu, no he grabado aún ninguna imagen de mujer.

-Muy metafísico está usted -repuso la joven frunciendo el labio con ironía.

-Por el contrario, harto práctico. Me conservo simplemente. Vea usted, lo mismo puede decir aquella su amiga, la de los dolores neurálgicos...

  —278→  

-¡Ah! es terrible con su jaqueca, y por eso abusa de las perlas de trementina.

Zelmar levantó la nariz con aire malicioso, murmurando:

-Nada dije a usted del fuerte olor de violetas que he sentido al pasar por su lado...

La joven, desconfiada y prevenida siempre contra las ocurrencias de su compañero, había vuelto el rostro hacia la puerta que daba al jardín, apenas viole el gesto.

-Vuelve Areba con el doctor de Selis -dijo-. ¿No ha notado usted lo animado de su conversación? Parece que trataran asunto de importancia. Y ¿qué se ha hecho nuestra pareja del frente en las cuadrillas? No la distingo en este salón.

-¡Ah, la preciosa Brenda! Está bien acompañada, y debe encontrarse en la sala del ambigú... ¡A buen seguro que no ha ido a probar nada de lo muy delicado que allí se exhibe!

-¿Ya tuvo usted ocasión de verlo?

-Ningún hombre de mundo, Julieta, inicia la danza sin permitirse antes dirigir una visual sobre lo que más tarde ha de ser excelente restaurador de sus fuerzas.

-¡Qué prosa!...

-Sólida y sustancial. Invito a usted con un hojaldre de jamón.

-Muchas gracias... Estoy casi segura que el compañero no tendría tiempo de obsequiarme.

-Verá usted que a todo podrá atenderse...   —279→   Aquello es un primor aderezado como en casa de sibarita, que hace pensar en el comedor de Cleopatra todo cubierto de rosas hasta la altura de una vara, según dicen los egiptólogos. Decídase usted por el hojaldre.

-Puede usted tomarlo en mi nombre, aparte de una buena dosis en el suyo; más ahora que le he sorprendido un visaje de hastío y sueño. ¿Por qué viene usted al baile?

-No lo crea usted, interesante Julieta; me siento con placer a su lado... Pero, si he de ser franco, vi hace un momento abrir la boca con la mayor delicia a aquella señora anciana, que está en el confidente de la izquierda; y nada causa más envidia que un bostezo, aunque el mío fue un barrunto...

Conque iremos, mi encantadora Cleopatra...

-Le tengo advertido, caballero Bafil, que no le permito confianzas, ni comparaciones odiosas. Está usted hoy pesimista en extremo, y sin apartar la vista de Areba y de Selis, como si algo le fuera en ello...

Felizmente aquí se aproxima mi compañero para la mazurca, que me resarcirá de sus momentos y a quien haré confianza de cosas muy interesantes que reservaba para usted

-¡Oh! cuánto lamento esta circunstancia que me priva... ¿Quién es? -agregó interrumpiéndose, al oído de la joven, viendo acercarse al candidato.

  —280→  

Mirole Julieta con enfado y dijo:

-Un poeta de delicadeza suma, y de dotes muy relevantes, que no se acuerda para nada del jamón y del pastel cuando va con una dama...

-Al papamoscas le llaman boyero.

-¿Qué dice usted? ¡Tiene reputación hecha en todos los círculos! -replicó Julieta enconada, y moviendo la cabeza de modo que agitose trémula la flor de su tocado y ondularon sus crespos flequillos al viento de su cólera.

-¡Oh sí, conozco su fama! -dijo Zelmar con mucha flema-. No haga usted caso de una broma.

En ese instante se acercó un joven solicitando su pareja. Bafil desprendió suavemente su brazo, mirando de soslayo y por encima del hombro a su libertador, con aire compasivo.

Diose vuelta Julieta, ya risueña, y haciendo un ademán de amenaza con el abanico:

-Si olvida usted caballero Bafil, el compromiso de bailar las primeras cuadrillas, olvidará también el mío de narrar a usted una crónica importante.

Zelmar, que se había quedado en actitud de cortesía, entretenido en dar vueltas a la borlilla de un guante, no pudo menos de sonreírse, y decirse:

-No recuerdo haber incurrido en tamaña ligereza. ¡Esta mujer es capaz de arrastrar al pecado a ese inocente!

Buscó enseguida a Areba con la mirada. Encontrábase   —281→   la joven en un grupo, del que formaban parte Brenda, Raúl y de Selis. A la derecha, en un diván forrado en seda color granate, estaba la señora de Nerva, cuyo semblante marmóreo, casi transparente, parecía revestirse por intervalos de sombras, como si mantuviese una lucha de opuestas impresiones. El vestido negro hacía más intensa la blancura del rostro. La expresión de sus ojos era fría y severa, y los tenía fijos en Henares y en Brenda, quien experimentaba algo semejante al desaliento de la angustia a cada encuentro con aquella mirada rígida, honda y persistente. Ella sabía que los enojos de su protectora nunca salían de ese lenguaje mudo, elocuente en su mismo mutismo; y se había acostumbrado a interpretarlo y comprenderlo, de modo que jamás los labios vertiesen un reproche. En esta ocasión parecíale a la pobre niña que ella había cometido un gran pecado, a juzgar por la extraña e inusitada luz de aquellas pupilas ya débiles y cansadas: y en su zozobra, dirigiose en silencio a Raúl, como impetrándole una gracia, que en el fondo sólo era una pena para los dos.

Penetrose bien el joven de ese malestar, a que él no era ajeno tampoco, sintiendo cómo se infiltraba en su espíritu la corriente fría que dominaba el grupo, cual si en rigor hubiera allí uno de más; y apresurose a colocar a Brenda en el extremo opuesto del diván, respetuoso y atento.

  —282→  

Al inclinarse para volverse, observó que la señora de Nerva había hecho un movimiento muy vivo hacia atrás, clavando en él con nueva fuerza su vista. Sintió encenderse entonces en su mente, como un fuego fatuo que giró por su cerebro para desvanecerse muy pronto sin dejar rastro alguno, una reminiscencia vaga e indecisa...

-¡Verdad que no comprendo! -hablose a sí mismo con extrañeza.

-¡No se digna invitarme! -díjose a su vez Areba contrariada, viéndolo alejarse.

Y lo siguió mirando hasta que él desapareció por una de las puertas que daban al jardín, con ese aire de despecho y de enojo reprimido que realza el semblante de una mujer hermosa.

De improviso oyose una voz alegre:

-¡Señorita, llaman a lanceros!

Era Zelmar quien había hablado.

-Cierto que son con usted -repuso Areba pasando su brazo al del joven, y mirando a de Selis de una manera significativa-. Doctor: la demanda aumenta, y no es del caso quedarse sin la reina.

Sonriose Zelmar al oír las últimas palabras, pronunciadas con acento suave e intencionado, y dijo volviendo a otro lado el rostro:

-¿Qué se habrá hecho Raúl? Es parte obligada del cuadro, y hay que citarlo a comparecer.

-Fuese hacia el vestíbulo que da al jardín -respondió Areba disimulando su contento, y observando   —283→   de soslayo que Brenda tendía a de Selis su mano estremecida.

-Es de suponer que no haya ido a filosofar, y sin ser importunos haremos reclamo de su persona.

Nada contestó Areba; y encaminándose al vestíbulo, decíale el joven con cierto tono que no le era peculiar:

-¡Cuánto me congratulo de que usted no haya puesto en práctica su resolución de no asistir a este género de fiestas!

-¿Por qué?

-Por mis íntimos contentamientos.

-¡Ah!... Si he de ser franca, esta vez estuve débil. Luché, pero inútilmente. Hubo al fin que desalojar el ánimo de tristes preocupaciones, lo mismo que se espantan los mosquitos con el plumero, por una rendija de la ventana; y aquí me tiene, encontrándome al paso con los personajes, las fisonomías y las escenas de siempre, aun cuando los buenos amigos saben romper la monotonía con momentos muy agradables.

-Creo contarme en ese número, si no es excesiva pretensión, Areba...

Volviose la joven para cerciorarse de si la otra pareja seguía sus pasos; y ya fuera del salón, convencida de que así era, y paseada una mirada inútil en busca de Raúl, dijo en voz alta:

-Es delicioso el ambiente que aquí se respira; y manifiesto con franqueza mi deseo de que posterguemos   —284→   los lanceros y descendamos al instante al jardín.

-¡Excelente idea! Se ven muchas parejas en los senderos.

Brenda y de Selis, que venían a pocos pasos, bajaron la corta gradería de mármol en pos de la señorita de Linares y de Zelmar. Caminaban en silencio, y como abstraídos.

El jardín, al frente, ofrecía un aspecto fantástico: globos chinescos, bombas de cristal, luces venecianas de caprichosas formas, unidas por hilos metálicos a las ramas ocultas, modelaban en el espeso follaje bellos pabellones de cien colores. Algunas linternas de intenso reflejo, colocadas en el interior de los grandes árboles con los lentes vueltos a los surtidores, convertían en mil chispas de rubíes, zafiros y topacios las menudas gotas, improvisando fajas transversales rojas, blancas o azules, según el color de los lentes reflectores, cual iris espléndidos en media noche.

Oíanse rumores de voces y alegres risas entre los árboles, como gorjeos de pájaros que se anticipan a la aurora o sueñan inquietos en las ramas. Desarrollábanse por allí escenas más variadas que las del baile.

Hermosos bosquecillos se seguían a los cuadros de plantas de la plazuela; y uno de ellos venía a concluir en ángulo agudo sobre la misma, formando dos calles profusamente iluminadas, una de las cuales concluía en un pequeño lago con puente de piedra.



  —285→  

ArribaAbajo- XXII -

En la avenida


-Seguiremos por esta avenida de la derecha -dijo Areba, mirando para atrás-. La de la izquierda está más solitaria, como para un secreto...

-A la verdad -repuso Bafil, dejándose llevar por su compañera y fijando en ella una mirada ardiente-, que yo me siento con disposición de revelar alguno. ¡Esta noche no se parece en nada a mis otras noches!

-No pocos de los que en el baile se encuentran, amigo mío, pueden decir lo mismo. De todas las noches mal dormidas y peor empleadas, quizás ésta sea la única excepción, porque siquiera se ofrece como tregua para retemplar el espíritu con satisfacciones y goces morales, de que sólo se acuerdan aquellos que los han desdeñado, cuando los placeres bajos y los deleites obtenidos con mengua de la inocencia y el amor, les advierten que la copa se ha apurado, y que es preciso refinar el gusto para mantener la ilusión   —286→   que rebajaron al nivel de las seducciones indignas.

Me refiero a varios de los que ahí están -continuó Areba con sorna-. Parecen contemplarse a sí mismos, sin tener para nada en cuenta sus impurezas.

-¡Sensualismos en cuerpo y alma! -arguyó Zelmar.

-Habrá usted visto que también hay poetas que no dicen nada que se parezca a versos. Todos temen comprometerse. Ya no es el tiempo de antes, de ingenuidades y estrofas. Si usted abandona a uno de esos soñadores en una selva, será capaz de cantar en loor de las mismas espinas, que otros nos suelen ceñir en las sienes; pero colóquelos al lado de una mujer de corazón, y ya los tendrá mudos como un arpa rota, como si la poesía no más que emana de nuestro sexo les atrofiara el numen y les matase la palabra en la raíz.

-Son inmigrantes de la altura: en materia de amor, se alimentan de infusorios.

Conque...

-Están otros que no son poetas: bien lo habrá observado usted peor aún. Me fastidian hombres que, aparte de eso, tienen cabezas de chingolo. Creen que bastan los bigotes para ser varones. No les saca usted de la mecánica del baile. Mueven las piernas y apenas los labios, y la razón es obvia: se imaginan que en la gracia de la pirueta estriba el secreto del prestigio.

  —287→  

-¡Tallas de chorlito! Iba a decir...

-No por eso se figure usted que hablo de todos. Salvo las debidas excepciones. En esto de hacerse querer, las pretensiones son muchas y los méritos pocos. Para sacar aquí un candidato -me deslizó no hace una hora Julieta al oído, yendo del brazo de un escribano respetable-, sería preciso votar con fraude.

-¡Oh inconsolable Julieta!

-No se burle usted, que en rigor decía verdad; hay muchos entretenidos en desperdiciar sus años. Con este motivo la recordé que ella hacía mal en tener afición tan loca para embalsamar pájaros, que así hace Julieta con sus ilusiones; y entusiasmo tan grande por una rana que toca el violín, firme sobre dos pies, y que ella enseña a todos, sin advertir que ésta es una imagen fiel del solterón que se solaza a solas, ¡como hay tantos en nuestro pequeño mundo!

-¡Cierto que solazarse a solas con un violín es una iniquidad!... Vea usted, Areba: yo estoy resuelto a no ser comparado con una rana; y me siento con disposiciones excelentes para abordar el problema con toda madurez. No sé por qué en este momento mismo el corazón se impacienta, como si una influencia muy cercana perturbase la normalidad de sus funciones.

Areba miró para atrás, sonriose y apoyó con más fuerza su brazo en el de su compañero, que se había callado.

  —288→  

-¿Qué más? -preguntó con aire seductor y levantándose un poco la falda con ademán altivo.

-Que me siento apasionado de veras, mi bella amiga, e impelido de una vez a manifestarlo; porque tengo aquí en el fondo del pecho un ansia profunda y en la mente excitada, una imagen que supera al común de los humanos, y se identifica con sus aspiraciones secretas...

-¿Será acaso -le interrumpió la joven fríamente-, una mujer hermosa de tipo hebreo, con ojos y cabellos muy negros, cintura de junco, melancólica, pero ardorosa e ingenua, que tal vez no está aquí?

Turbose un poco Zelmar; mas luego repuso con firmeza:

-No conozco ninguna de tales calidades. Aquella a quien yo me refiero se encuentra a mi lado.

Areba dejó oír su risa armoniosa, y abriendo de golpe el abanico, interrogó con mucha gravedad:

-¿Cuándo se recibe usted de médico, amigo mío?

-¿Tanto interesa eso a usted?

-Mucho, ciertamente. Necesito de sus servicios profesionales en bien de mis protegidos, y quiero que sea usted el médico de casa. ¿Desagradale acaso esta proposición?

-De ningún modo, y agradezco desde luego efusivamente ese honor. Marcho en breve a Buenos Aires para obtener el diploma y quedar enseguida a las órdenes de cliente tan distinguida.

  —289→  

Y sintiendo aún Bafil la acritud y la dureza singular del tono empleado por la joven, agregó con acento simpático y triste:

-¿Por qué me hace usted sufrir, Areba?

Puso ella un dedo en los labios, y se detuvo creyendo percibir allá en la parte opuesta la voz del doctor de Selis.

-Volvamos en busca de Brenda -dijo-. Es preciso que no se califiquen nuestros actos de inconveniencias.

Las dos parejas se habían separado cuando bajaron al jardín, al llegar al ángulo formado por el bosquecillo; siguiendo de Selis por la avenida de la izquierda, e internándose en ella, antes que Brenda pudiera darse cuenta de la separación, entre la concurrencia que animaba hasta allí la plazoleta.

De Selis había ido revistiéndose de resolución a medida que el sitio se hacía poco a poco más solitario; Brenda era presa de un malestar visible, y de vez en cuando volvía el rostro hacia el camino recorrido, como presintiendo una escena penosa.

Había hecho alguna insinuación de regresar, sin ser atendida, en presencia de árboles altos y hojosos que aparecían más tupidos por las enredaderas que culebreaban en todas direcciones o se exhibían como prolongados setos de siempreverde, doradas ligeramente por el resplandor de escasas luminarias esparcidas acá y acullá, cual enormes   —290→   coleópteros inmóviles en los troncos. Los mil brillos rutilantes de la altura, y la atmósfera en calma, el silencio majestuoso, apenas interrumpido por rozamientos de élitros de grillos campestres, y uno que otro trino aislado cuando una ráfaga leve producía murmullo entre las hojas, a manera de suave beso robado al sueño, daban un aspecto solemne a aquel lugar, adonde llegaban flébiles y perdidos los ecos de la fiesta, permitiendo oír las estridulaciones misteriosas, y las trovas tenues y suspirantes de la noche. Lucían en la yerba de los flancos los lampíridos verde-dorados que cantara Klopstock, y en gran número giraban otros en el aire como una lluvia de meteoros diminutos, que concluían por sembrar primero de chispas fosforescentes las copas altivas, y bajaban luego a confundirse amantes y encelados, con las lentejuelas de oro del manto de esmeralda. Alguna vez, de la parte del lago salían notas roncas de los palmípedos -preludios de fagot- que anunciaban el alba; y se estremecía el pequeño mundo invisible bajo su capa de césped y rocío, cual si pasara sobre él algún mensajero alado modulando risueño el himno de la aurora.

Brenda sintió de súbito el frío de la soledad, toda trémula e inquieta. Su brazo empezó a resistirse por momentos, y al fin se detuvo con firmeza.

-Hemos avanzado mucho -dijo conmovida-, y tiempo es ya de regresar.

  —291→  

-Deseo enseñar a usted las bellezas del lago que está allí cerca, y que ha atraído también su concurrencia... ¡Por qué esa obstinación! ¿Tengo acaso la desgracia de no inspirarla confianza, Brenda?

-Este lugar está desierto, y no me agrada. Bien ve usted que estoy afligida. Volvamos...

-¡Oh! el sitio es escogido, como para almas enamoradas -replicó de Selis con pasión-. Nada tema usted ¿Por qué tan cruel conmigo? Yo pensaba que en su pecho ya había hallado un eco mi perpetuo ruego, y bien lo merece el grande amor que usted me inspira. ¿Habré de consumirme estérilmente en mi propio fuego, o habré de esperar que su corazón acepte con la misma vehemencia la ofrenda del mío?

-¡No diga usted esas cosas ahora que me siento estremecida, por favor!... Esos árboles tan altos y tan negros. ¿Y no siente usted ese canto triste?

-Por favor, digo también, Brenda, ¡un instante más! ¿He cambiado de figura hasta el punto de despertar en usted un sentimiento de repugnancia o de terror?

-No es eso... pero no me encuentro tranquila aquí. ¡Ruego a usted que regresemos!...

-Antes ha de disipar usted las angustias que me devoran, aunque sea con una sola frase de cariño -dijo de Selis con acento concentrado y ademán febril.   —292→   ¡Cese usted de ser inexorable!

-Si yo nunca le quise mal...

-¡No: otra cosa es la que deseo -exclamó de Selis airado, y cogiendo con fuerza la mano yerta de la joven-; quiero su amor, a eso aspiro hace tiempo, a eso anhelo con todo ahínco, y ahora exijo una palabra final que mate la zozobra cruel, o que destroce de un golpe mi corazón. Hable usted, y brote de su boca una esperanza o una repulsa, que yo no puedo vivir en la duda, más amarga que un tósigo letal, y más mortificante que su desprecio; y sus labios han de abrirse en este momento solemne, que va a decidir del mío y de su propio destino, o el vértigo se apodera de mi cerebro y no respondo de mí mismo!...

Brenda vio llena de pavor una llamarada siniestra en el rostro del doctor de Selis, que se acercó al de ella, desencajado y lívido, y sintió en su mano un estrujamiento enérgico y doloroso.

Quedose intensamente pálida, y espiró una queja en su garganta, que pareció anudarse con un anillo de hierro.

-¿Nada dice usted? -prorrumpió de Selis excitado y violento, sacudiendo aquel junco fino y endeble, como pudiera hacerlo un viento impetuoso-. ¡Ah! no ignoro la causa de esta actitud sin piedad, helada y soberbia... Conozco que fui imbécil en pretender arrancar de su pecho la   —293→   pasión que por otro hombre alimenta; ¡pero él no será más feliz, porque trataré de abrir un abismo insondable entre los dos, porque él no será suyo ni usted de él, mientras la amargura que agria mis entrañas inspire mi pasión desgraciada, bañándola en la hiel negra del odio, mientras yo sienta irresistibles ansias de poseerla y de no permitir que otro se goce en mi dolor!

La joven, demudada, temblorosa, con los párpados caídos y el seno palpitante, parecía no escuchar nada.

¡Cuán bella surgía de las sombras, con su traje de baile y su cabellera undosa y reluciente de angélica aureola!

De Selis la atrajo de la cintura, clavando en su semblante de lirio una mirada ansiosa y lúbrica.

La tentación se dibujó en su cara descompuesta; dilatáronse sus labios delgados para dar paso a una sonrisa maligna, y le agitó algún pensamiento lascivo... ¡Aquel simple espasmo le prometía la impunidad, y él estaba dominado todavía por el vértigo!

Pero de pronto, como si en rigor sintiese en su sopor la proximidad de un peligro, y el aliento de una pasión siniestra e impura, arrancase Brenda de los brazos que la oprimen con un movimiento enérgico, alejase algunos pasos tambaleante, vacila, cae de rodillas, uniendo sus manos y lanzando un sollozo ahogado.

  —294→  

De Selis avanzó mudo, presa de una agitación extrema. ¡Qué funesto delirio bajo su cráneo!

En ese instante, entreabriéronse las ramas inferiores de los árboles, abatidas vigorosamente y un hombre se lanzó al sendero, con la cabeza descubierta, pálido y ceñudo.

Toda esta escena fue breve, rápida, sin intervalo sensible entre el pensamiento y la acción.

Brenda se alzó con un grito de alegría al reconocer a Raúl, y corrió a refugiarse su lado, temblando, extenuada, casi sin fuerzas; y él la apoyó la cabeza en su pecho, diciendo con una calma que envolvía profundo desprecio:

-Nada tienes ya que temer.

-¡Había estado usted escuchando! -exclamó de Selis con aire iracundo y cruzándose de brazos, como para contener un arranque agresivo.

-El acaso me colocó ahí -repuso Raúl en voz baja, breve, incisiva-; y he oído sin desearlo ni quererlo. ¡Feliz casualidad que me hizo testigo de la infame aventura! Quedo advertido de sus extremos, y aguardo desde ahora el cumplimiento de las amenazas, para darme el triste goce de ver ahogar sus instintos en la baba de su propia locura!

De Selis quiso abalanzarse colérico: una nube de sangre se agolpó a sus ojos. Henares alargó el brazo acerado y nervudo.

-¡Ni un paso más -añadió con firmeza-, o no respeto el sitio y trasciende el vergonzoso episodio!

  —295→  

Y estrechando de nuevo la cabeza de Brenda, que se había puesto de por medio desolada:

-¡Así! -dijo vehemente y enconado-; así como en aquella noche en que te hallé llorando a la puerta de ése que está delante, cuando de él implorabas auxilio para tu madre moribunda; conócele, si ya no lo has adivinado: ¡ése era!... ese fue, el que sordo a tu ruego se negó a asistir a la enferma que agonizaba en el aislamiento; y ahora que lo sabes...

-¡Ah! -exclamó Brenda, con un grito herido, volviendo sus ojos asombrados a de Selis y afirmándose con crispados dedos al brazo de Henares.

La inesperada revelación había hecho reaccionar todo su ser, esparciendo por su fisonomía una expresión dura y rígida, que dejó el llanto pronto a brotar pendiente de sus párpados, como gotas que congela de improviso una ráfaga helada.

Lastener de Selis, inclinó la frente, y fue retrocediendo con lentitud, torva la mirada y los brazos caídos. Zumbaba en su redor un enjambre de recuerdos.

-¡Y ahora que lo sabes -prosiguió Raúl implacable-, castiga su osadía, confundiéndolo con tu repulsa!

De Selis sonrió de una manera sardónica al oír estas palabras, levantó el brazo con ademán convulso, y alejose silencioso hacia el lago.

  —296→  

Volvíanse de allí, a paso lento, algunas parejas. Pocos minutos después de esta escena, Brenda, y Raúl se encontraban en la plazuela con Areba y Zelmar.

La señorita de Linares sufrió una impresión violenta. La sorpresa embargó al principio su voz, e hizo divagar sus ojos por todas partes, cual si en alguna pudiese descubrir la clave del secreto que de tal modo sobrecogía de súbito su ánimo. Ningún indicio, sin embargo, la dio luz.

-¡Qué bien afirmó la alidada! -se dijo con estupor.

Bafil, por su parte, abrió cuan grandes eran los suyos con el más profundo asombro, y no pudo a menos de murmurar, riendo sin escrúpulo:

-¡Es un colmo salir al jardín sin compañera, y volverse del lago, nada menos que con la reina del baile; y un colmo mayor el del doctor de Selis, que ha hecho una gran perdiz, antes de empezarse los lanceros!

-¿Me explicarás, Raúl -dijo luego, en voz alta-, el origen de este enigma?

Areba estrujó su fino pañuelo de manos, febril y nerviosa. Se sentía seriamente contrariada.

-No reviste el hecho tal carácter -contestó Henares sonriendo, reposado y tranquilo-. Habíamos acordado con la señorita de Delfor formar pareja para el primer vals que se siguiese a los últimos lanceros; y de una manera casual nos encontramos en la avenida del lago, cuando resonaban   —297→   ya en el salón aquellas armonías. Me apresuré entonces al reclamo, y Brenda defirió galantemente, así como su compañero, el doctor de Selis, que abdicó de un modo delicado el derecho de restituirla a los salones.

Mordiose Areba los labios con gesto de incredulidad.

Brenda está pálida como una muerta -pensó: ¿Qué habrá ocurrido?

-¡La señorita de Delfor con el caballero Henares! -dijo de improviso una voz a su oído, llena de curiosidad y sorpresa.

Volviose Areba, encontrándose con el rostro cetrino de Julieta, que se había abierto paso entre otras muchas parejas que llenaban aquel sitio. Traía a remolque a su joven poeta.

-Vi salir del salón las dos parejas, y me supuse que buscaban tregua en el jardín, que está tan delicioso. Si he de ser franca, tuve envidia y me lancé a mi vez...

-Pero, ¿qué pasa, Areba? ¡Estas cosas raras! Confieso que me desorientan. No veo aquí al doctor de Selis.

Y señaló la hermosa pareja que caminaba delante, cambiándose frases en acento muy bajo, sin preocuparse al parecer de otro mundo que el reflejado en las pupilas de dama y caballero.

-De todo quieres hacer problema, Julieta -respondió Areba con una sonrisa afectuosa-. Lo que resulta sencillamente del hecho, es que mi   —298→   querida Brenda está en alza, y se la disputan con ahínco. ¡Estoy segura que ha de llevar fuertes impresiones de la fiesta!

-Ya se ve... Me felicito por Tula.

¡Qué callado va el doctor Bafil!

-A la verdad, iba juntando los extremos de esta delgada red cuyo tejido se aprieta por momentos, mi enciclopédica amiga; por más que todo parezca muy natural, como dice Areba.

Y sin dar oídas a una ocurrencia picante de Julieta, se dijo: ¡Es preciso ponerse en guardia! Areba misma está prevenida contra mí, y mucho me temo que Raúl y yo seamos las víctimas expiatorias del amor y del orgullo.

Subían ya la gradería marmórea que en forma de herradura daba acceso al vestíbulo. Por las puertas y grandes ojivas del frente brotaban raudales de claridad y armonías mezcladas al bullicio entusiasta y atrayente de las voces y risas sonoras. El baile duplicaba sus encantos y seducciones a medida que avanzaba con el alba la hora de la partida, como si recién entonces se pusieran en juego los ocultos resortes del deseo reprimido, y se abriesen las válvulas de la expansión y del contento.

Areba invitó a Brenda a pasar al tocador, lanzando a Raúl una mirada escudriñadora y sostenida.

Una vez allí oprimió la mano de su amiga, fría bajo el guante, y la dijo con un acento indefinible:

  —299→  

-Estás muy pálida, querida amiga. Arregla tu semblante y reprime un poco las palpitaciones violentas que te agitan.

Aquí tienes una esencia que te hará bien. Tú sufres: ¿no es verdad?

-No, mi buena amiga; no tengo motivo de malestar, y te agradezco el afectuoso interés. La fiesta está muy brillante y me deleita... Ya sabes que me es fácil palidecer, y que soy algo nerviosa.

-No tanto: ¡aspira! -repuso Areba, rozando su pecho con el de la joven-. ¡Cómo golpea tu corazón! Alguna cosa triste te ha sobrecogido y la congoja ha dejado un rastro notable en tu frente y en tus ojos, tan bellos. ¿Ya no me quieres?

-¡Oh, siempre! ¿Por qué lo dudas?... Pero nada tengo. Tú eres la que pareces no ser la misma, mi hermosa Areba... y yo no sé si te hice algún daño, sin quererlo.

-¡Ninguno! -murmuró Areba estremecida-. Yo deseo tu dicha. Deja que te arregle las flores del cabello.

Y la besó suavemente, con su boca llena de calor. Brenda sintió en su mejilla, todavía helada, como un botón de fuego.

En tanto, Zelmar, aguardando de pie con Raúl junto a la puerta, decía a su amigo.

-Mañana hablaremos. Ya es tiempo de que seas franco; por mi parte lo seré. Has hecho   —300→   una aparición con ruido; todos los ojos investigan; se susurran misterios, y algo preveo de complicado en lo futuro. Hay que prepararse.

-Bien.

-Me consuela el hecho de que no hayas dado en un árbol con el cráneo de Lastener de Selis, pues lo veo cruzar por los intercolumnios con la bellísima Tula. Eso prueba que procedes con admirable discreción y que el plan es matemático. Si adviertes que la señora de Nerva tiene fija su vista en nosotros, en tanto conversa con el señor Stewart, te penetrarás de la conveniencia de que abandones a Brenda, inmediatamente de su salida del tocador. Algunas frases recogidas al acaso, me han prevenido un poco de lo que ocurre; lo demás lo adivino. Convendría que cambiáramos de compañeras; aunque muy solicitada, Areba hará de ti absoluta distinción.

-Acepto.

En ese momento aparecían las dos jóvenes del brazo en el umbral: radiante la una y fascinadora la otra, con sus vestidos colores rosa y marfil, de correcta armonía con el tipo de belleza peculiar a cada una. Brenda estaba más tranquila; Areba impasible.

Varios caballeros esperaban allí cerca su turno, con la impaciencia propia de la vanidad comprometida.

Zelmar se apresuró a decir:

  —301→  

-Ha concluido el vals, Brenda. Reclamo ahora su favor, si es que usted se ha dignado reservarme un lugar en su programa.

Los jóvenes se miraron; pero la hesitación duró poco. Sonriose Areba, y Brenda dio su brazo a Bafil.

Raúl se había acercado a la primera, quien sin poner en ello atención, se excusaba graciosamente con otros solicitantes. Después volvió el rostro con aire risueño, y tendió su mano al joven en silencio. Henares comprendió que no se había ocultado a Areba la causa de la evolución; y aparte de eso, experimentó a su pesar la misma emoción de otras veces, aunque más acentuada ahora, al sentir en su brazo el contacto del de ella.

En su pasada visita a casa de la señorita de Linares, de forma breve y discreta, efectuada como un deber de cortesanía, a que habíalo obligado una manifestación de gratitud, los cumplimientos y frases se mantuvieron dentro de los límites de una política fría y reservada. En el instante actual, y enmedio de los entusiasmos del baile, fácil sería que el concepto encubriese mayor intención y el amor propio alcanzara a rozar susceptibilidades mal encubiertas.

La interesante pareja, confundiéndose en el núcleo selecto, sin tomar parte activa en la agitación de la danza, mantuvo diversos diálogos animados. Manifestose Areba dulce y afectuosa,   —302→   con esa gracia llena de encanto con que reviste sus menores gestos una mujer que aspira a conquistar la simpatía de un hombre de mérito, poniendo de relieve la faz más brillante de su espíritu y apelando a los recursos secretos de la seducción, cuando no del amor que la conmueve y ansia por surgir, estremeciendo sus fibras y sus labios a cada palabra o a cada aliento.

En uno de sus paseos, cambió un saludo con Lastener de Selis, y observó la fisonomía de su compañero. Raúl habíase conservado inalterable y grave.

Ella lo llevó a una ventana abierta, que daba al jardín. Parose delante, y apoyose con languidez y abandono en el brazo de Henares, aspirando una flor que había en parte deshojado distraída. Llevaban ya algunos momentos de silencio. De vez en cuando, notaba el joven que ella ponía en los suyos sus ojos rasgados y luminosos, con esa expresión profunda que envuelve todo un poema de esperanzas; y sufría los vagos estremecimientos que provoca la proximidad del misterio o del peligro. La cabellera de la joven, casi rozando sus mejillas en cada movimiento lento y voluptuoso, exhalaba un suave bálsamo que iba al sentido en inhalaciones sutiles; y alguna vez sintió cómo una llamarada de fiebre, cuando Areba volviéndose de frente al salón con lentitud, sin abandonar su brazo, se acercó bien a él y miró por arriba de su hombro, suspirante,   —303→   dejando a una línea de su vista el rostro anacarado, y los labios húmedos, rojos, entreabiertos.

Quiso desviarla; pero ella, sin moverse y ciñendo con más fuerza su brazo, lo miró en las pupilas con un reflejo intenso de amor y de despecho, obligándole a incendiarse en su luz y a empalidecer bajo la influencia de la emoción. Siguieron los dos callados. Irradió de placer el semblante de Areba, y de pronto dijo, con acento tan ledo y suave como un hálito:

-¿Se acuerda usted del tordillo negro?

A esta pregunta, que pareció arrancarle de un sueño, Raúl experimentó una sacudida, algo semejante a un desgarramiento interior, y transfigurose su rostro por completo. Areba se alarmó, agregando solícita y con un fondo de tristeza:

-¡Nunca creí que mis palabras producirían tal efecto! Dígnese usted disculparme, si fuí imprudente... Me refería al lance del Prado.

-¡Oh no! -repuso Raúl pasando la mano por su sien.

-Usted es la que debe perdonarme... No he podido reprimirme, pues sus palabras evocaron en mi memoria lejanos recuerdos, muy distintos a aquel que ellas tendían a despertar.

-¡Singular coincidencia!

Me acuerdo, Areba. Grande fue mi dicha, de poder merecer desde entonces el aprecio de un espíritu delicado y noble.

  —304→  

Removiéronse los labios de la joven en silencio. Luego dijo:

-Era lo menos que podía dispensarse al autor de acción tan generosa.

-¿Lo menos?

-Las mujeres llevamos siempre muy lejos nuestra admiración o gratitud: para un momento de verdadero sacrificio en el hombre en nuestro obsequio, solemos reservar años de... dulce recuerdo.

Raúl se puso pensativo. Ella lo atrajo hacia sí, y echó a andar despacio. El joven podía sentir los latidos de aquel pecho turgente, algo más precipitados que lo natural, y descubrir en Areba un signo inequívoco de pesar hondo y dominante, mezclado a su gesto de altivez.

Preocupábale la frase que había motivado su sobresalto, y con ella el episodio del pasado, que cada día revestía nuevas formas en su espíritu.

Areba continuó silenciosa un intervalo regular, hasta que levantó nuevamente los ojos hacia él, viendo cruzar a Brenda con Bafil por medio del salón.

-Incomparable como una diosa está la huérfana -dijo.

Pareciole a Raúl que la última palabra envolvía una ironía cruel y sangrienta; y un segundo estremecimiento agitó todas sus fibras. Sobre esta palabra recalcó Areba, dejándola caer   —305→   como una plomada en el ánimo del joven. Observó él también, que su compañera no era ya la misma: un aspecto glacial había reemplazado de súbito, al aire simpático y afable, en su rostro de líneas esculturales. Apeló entonces a las energías de su carácter, para ahogar la penosa impresión e imponerse el silencio, recordando las advertencias de Zelmar.

Felizmente, aquel estado violento de su espíritu duró poco. Muchos eran los admiradores de la señorita de Linares, y Raúl fue muy en breve reemplazado. Areba le estrechó la mano consagrándole una sonrisa, y manteniéndose inmóvil, en tanto él se apartaba algunos pasos para retirarse.

Media hora después, cuando el baile tocaba a su fin, Julieta se acercó a Areba, trayéndose a priesa, como de costumbre, a un compañero, que era esta vez una persona seria y flemática, ya entrada en años, del cuerpo consular, con un distintivo rojo en el frac y un lente en el ojo izquierdo. Este caballero trataba de mantener su aplomo y su tiesura en el remolque, evitando poner el pie en las faldas de raso, y haciendo respetuosas cortesías, en tanto su pareja tirándole de la muñeca, se abría camino por entre la concurrencia.

Julieta se inclinó al oído de su amiga, con los ojos brillantes y el aire misterioso, diciéndola:

-Mañana te contaré lo ocurrido en la avenida...   —306→   ¡Estoy bien enterada! Me dio datos Casilda, que volvía del lago delante de otras parejas, y pudo oír cosas de sumo interés... Pero, ¿has visto los aires de Tula del brazo del doctor de Selis? ¡Ya hecha, una alcorza!




ArribaAbajo- XXIII -

Tres cartas


Horas después del baile, del que salieron juntos, los dos amigos departían sobre sus cosas íntimas en la casa de Raúl, bajo la influencia todavía de las recientes y opuestas impresiones. Comentaron ya sin reservas los hechos que interesaban a uno y otro, se expusieron creencias y certidumbres, buscose el secreto de dudas y contradicciones aparentes; y por natural encadenamiento de ideas, trataron de sondar ajenos planes e intenciones.

Zelmar creía, en lo concerniente a Raúl, que sus propósitos debían perseguirse por los mismos medios empleados hasta el momento: el caso era arar hondo en el corazón de la joven, antes que adquiriese forma seria la oposición manifiesta de   —307→   la señora de Nerva a sus amores, y se extendiese a mayor radio el papel activo que parecía desempeñar Areba en el drama doméstico. Lo demás debía reservarse al tiempo. No dejaba de preocuparle, con todo, el móvil secreto que compelía a aquélla a asumir esa actitud.

-Veo oscuro, eso -agregaba mirando a su amigo.

-Así es -había respondido Henares, con gesto caviloso-; yo tampoco me doy razones. Trataré, sin embargo, de averiguar si algún hecho de mi vida pasada, aparte del que te he referido, tiene alguna conexión estrecha con la historia de la familia de Brenda.

-En cuanto a Areba -proseguía Bafil-, me explico su conducta en esta emergencia por los impulsos de una pasión violenta hacia ti, contra mi antigua opinión a su respecto. Esto no obstante, recuerda la sospecha que te insinué después del lance en el Paso Molino, y que tú consideraste inadmisible. En la pasión que ha nacido en su pecho, sin poder expandirse, en ella reconcentrada y escondida, privada de desarrollo, como el feto que ha de nacer para morir con el primer vagido, entra por mucho el amor propio lastimado. Enmedio de sus rarezas y caprichos originales, estoy seguro que nunca pensó en el fracaso de su primera elección: la has herido en mitad de su soberbia, y debes precaverte. Una mujer de estas condiciones, desairada,   —308→   centuplica sus fuerzas para hacerse sentir aun en la hora en que te creas a solas con el pensamiento. Contribuiré, por mi parte, a tu defensa. Confieso sinceramente que me siento arrastrado a quererla; y que por ello, me confundo con los pocos que dicen: a repulsa obstinada, pretensión pertinaz. Por el instante, nuestro estado de ánimo es idéntico: ambos sentimos, pero no somos felices; yo no soy el preferido, y aquel en quien ella piensa no puede pertenecerle. Los dos corazones se agitan en el vacío, con la diferencia de que el mío está prevenido, y puedo a voluntad reprimir sus arranques; mientras que el de ella se debate ya dominado e inquieto, sintiendo en las dos aurículas el escozor de un dardo, y tarde o temprano el corazón lacerado y abatido, se rinde, aunque valga toda una guardia vieja. La diástole todavía es mesurada en mi músculo, educado con sistema; en el de Areba, han de ser mayores las dilataciones. Persistiré, pues, en el intento contra tu embozada enemiga, y a serte franco, he de excederme a mí mismo. Sabes que un obstáculo me encela, sin forjarme ilusión tampoco sobre el éxito: llevar un ataque contra cuadros dobles, fue siempre en milicia un lance serio; pero, no se me oculta que, apoderarse de un corazón de mujer que ha elegido tipo, aunque sea para soñar con él de aurora a aurora, es empresa más difícil, si esa dama siente, piensa y quiere como esta hechura de ángel rebelde.   —309→   Lucharé con brío. ¡Hermosa victoria sería la mía sobre su orgullo!... Necesito de ciertas satisfacciones psíquicas, con sabor de extraordinario; porque en verdad, estoy cansado de reunir apuntes de frágiles amoríos, para mis memorias del Parque de los Ciervos. Esta mujer se me impone, y parece que yo no la conmuevo: ¿no te recuerda una serpiente irisada, fría y fascinadora?

Me dejaría estrujar entre sus anillos. Confío en que tu indiferencia, en último resultado, ha de agregar, por reacción forzosa, buena dosis de energía a la que mi pasión acumulará.

Tú eres el dichoso a fe mía; y es prudente que te apresures en la proyectada obra de tus desmontes, puentes y terraplenes. para concluir enseguida esta campaña. Del lance con de Selis, no te preocupes: estoy convencido de que por ahora no tendrá consecuencias, porque así conviene, en mi concepto, a los intereses del damnificado; conserva, sin embargo, la guardia, pues en oportunidad puede hacértelas sentir, con rigor de cirujano. Entretanto debemos aprovechar el tiempo, que el día de nuestra marcha se aproxima. Para entonces habrá cacharpalla y brindis, te lo prevengo. Sabes que eso está de moda. ¡Libaremos una copa por tu dicha y por la de todas las buenas almas que han solazado a más de uno, en nuestra vida libre!

Largos momentos mantuvieron el diálogo los jóvenes, concertando proyectos y planes de conducta   —310→   adecuados a las circunstancias; y separáronse al fin sin haber disipado por completo las dudas o malas impresiones que respectivamente sintieran en la pasada noche.

Cuando Raúl quedó solo, al reproducir en su mente las confidencias de Zelmar, advirtió recién su fondo de acritud; y llegó a persuadirse de que su pasión había adquirido un incremento y desarrollo, en vano disimulados. Areba parecía haber vencido, sin desearlo tal vez, por la sola influencia de sus méritos, o la arrogancia de su carácter: este triunfo, sobre un hombre de las calidades de Bafil, que hacía gala de reírse del mundo, con mejor título quizás que otros que lo dicen, mientras pasa y repasa por su corazón envuelta en la sangre una pena negra, haciéndolos llorar en las tinieblas como débiles mujeres, indicaba un grado de superioridad indiscutible, que podría concluir por absorberlo y desarmarlo. Muy diferente era este sentimiento imperioso, a las fragilidades de su Parque de los Ciervos, como él calificaba de una manera pintoresca sus aventuras galantes; una resistencia fría y severa había bastado a hacerle desconfiar del temple de su fibra. Henares pensó que desde ese momento su amigo no se pertenecía.

El recuerdo de Brenda le aisló bien luego del pesar ajeno. Acercose a la mesa, después de meditar algunos instantes, y trazó varias líneas sobre un pliego pequeño. Era el anuncio de su   —311→   próxima partida, delicadamente advertido, con mezcla de reminiscencias gratas, y designación del día en que contaba estar de regreso. Sus deberes profesionales le llamaban lejos; pero él suponía que la distancia y el tiempo acercaban más los corazones, para aumentar a la vez el placer de sus ansiedades; el reencuentro de los que se aman, equivalía a una doble prueba y a un supremo deliquio. Antes de partir quería verla. Él esperaba acogida para esta súplica, pues no debía confiar a la esquela lo que con más sencillez podía expresar el labio.

Releída la esquela, pareciole bien; y en el instante se propuso hacerla llegar a su destino. Abandonando desde luego el gabinete, dirigiose a la quinta, pues suponía que le sería fácil ponerla en manos de Zambique, a quien siempre se veía cerca del seto.

No le percibió en los lugares de costumbre; pero en cambio pudo divisar a Brenda, dando el brazo a su anciana protectora, y acompañada del doctor Lastener de Selis. La señora de Nerva parecía enferma y andaba con lentitud. En presencia de aquel grupo, pensó Raúl que la joven debía haber ocultado a la anciana, como él lo había supuesto, el episodio de la avenida. El mismo aplomo del doctor de Selis, denunciaba que éste había asistido seguro de esa discreción. No le era posible al joven observar a la distancia lo que revelaban las tres fisonomías, y por consiguiente   —312→   deducir el género de impresiones que podía imperar en cada una de las personas del grupo; mas, si le fue dado convencerse, por ciertas manifestaciones y actitudes de la enferma en su paseo, que la afección que padecía estaba lejos de perder su tenacidad de grave y alarmante, debiéndose atribuir acaso a la anterior velada, su sensible desmejoramiento. En su nobleza de ánimo no se le ocurrió pensar que aquella vida podía extinguirse en breve tiempo: sólo agitose en el propósito de aproximarse a ella, en ocasión que no creía muy lejana, para expresarla sentimientos que debían, en su concepto, desvanecer una preocupación infundada y adversa a su persona.

Zambique apareció de improviso, por la línea de agaves del fondo; aun cuando de su aproximación fue Raúl advertido un momento antes, por una especie de gruñido sordo, con que el liberto traducía sus notas y frases de marimba. Traía al brazo un cesto de mimbres, casi lleno de frutillas blancas y rojas. Con su irreemplazable levita sin faldones, su sombrero alto de felpa sin ala y abatido, que temblaba en el cráneo como un morrión de pelo, y su pipa de yeso detrás de la oreja, el honrado Zambique no parecía preocupado más que del suelo en que sentaba su planta callosa y vacilante.

El joven le salió al encuentro, junto a unos árboles del seto, y le dijo afablemente:

  —313→  

-No pasan los años por ti, Zambique. ¿Son para tu reina esas frutillas?

-Sí, señor.

-¿Me permitirías colocar este papel en el cesto, de modo que sola ella lo viese?

-¡Ah! sí, señor -repuso el negro, riendo ingenuamente, con el sombrero en la mano, y poniendo el cesto al alcance de Raúl.

Éste disminuyó en lo posible el volumen de la carta, doblándola y oprimiéndola entre los dedos, y luego la colocó en el cesto, agregando:

-Yo confío en tu lealtad, Zambique, y en el amor que profesas a tu reina. ¡Mira que no la hagas llorar!

El viejo liberto tendió en silencio la mano temblorosa, removió un poco las fresas hasta ocultar debajo el billete, miró a Raúl con aire de respeto y humildad, y fuese, sin desplegar los labios. Parecía muy conmovido.

Henares, por su parte, se volvió por una calle de guindos y durazneros que terminaba en aquel sitio, algo más tranquilo y satisfecho.

En ella le alcanzó Selim, con una carta.

Conoció por su cubierta, que era del directorio de la empresa de Río Grande.

En ella se le pedía precipitase su viaje a la mayor brevedad, invocándose la razón de haber desistido dos de los ingenieros del contrato, y ser por el hecho indispensable su presencia para la iniciación de los trabajos de la línea, cuyos   —314→   rieles debían echarse en una época prefijada e improrrogable. Ofrecíansele las facilidades necesarias a fin de prevenir todo género de impedimentos, y se confiaba en que pondría el mayor esfuerzo personal de su parte, en sentido de una determinación inmediata y decisiva.

Si bien esta carta contrariaba un tanto sus proyectos, Raúl se resolvió a partir al día siguiente, aprovechando la salida del vapor Río de Janeiro, que hacía escala en Río Grande y Porto Alegre. Al efecto, esa misma noche dio principio a sus preparativos de viaje; y anunció a Zelmar la circunstancia imprevista, que le obligaba a modificar el plan trazado.

Enmedio de sus arreglos, sorprendiole la visita de Zambique, que era portador de un billete. Debía ser la contestación anhelada.

No se equivocó. Brenda le escribía. ¡Cuán agradable emoción la que precede a la lectura de la primera esquela de una mujer que se ama!

La abrió, ya a solas. En esa carta, dulce, sencilla y tierna, Brenda Delfor se condolía de la próxima ausencia, y deseaba para su amigo las más envidiables satisfacciones. Podía alejarse sin zozobra, pues ella guardaría su fe y aquel cariño que nada podría debilitar, enseñoreado como lo estaba de su corazón. Suplicaba, sí, que el regreso no fuera tardío; pues algunos presentimientos extraños la tenían inquieta. No deberían verse hasta entonces: su protectora no se encontraba   —315→   bien de salud, y aparte de eso, algo había ocurrido, que ella no quería ocultarle. La señora de Nerva, penetrada de su estado de ánimo, la había llamado a confidencias, con noble solicitud; y ella, lejos de rehusarse, tuvo la dicha de revelárselo todo, sin omitir otros detalles que los que se referían al doctor de Selis. Su conciencia la absolvía; la confesión, por lo mismo, no podía quemarla los labios. ¿Cómo resistirse tampoco a exigencia tan justa? Bajo otro concepto, sus revelaciones podían contribuir a modificar los opuestos designios de su protectora. Ésta nada había dicho, limitándose a oírlas en silencio; pero creía que hubiese sufrido por ello gran pena. ¿Sería ella la causa de su actual quebranto? Tenía la esta sospecha muy pesarosa y triste; con todo, confiaba en la eficacia de sus ternuras y desvelos para desvanecer aquella sombra de disgusto y malestar. Concluía Brenda su carta expresando que esperaría resignada la vuelta del viajero; para cuya época su goce sería indecible, si él se dignaba acercarse a su venerable bienhechora y vencer los escrúpulos cuyo origen no conocía y la llenaban de penosos pensamientos.

Varias veces leyó Raúl el billete, con cierto contento íntimo. Persuadiose de que podía partir sin dudas ni vacilaciones; tenía en sus manos una de las más elocuentes pruebas de ser amado: que una mujer púdica y bella no escribe nunca a otro hombre que a aquel a quien ella ha enseñado   —316→   a leer previamente en el fondo de su alma, ¡y concedídole el privilegio y la gracia de vencerla!




ArribaAbajo- XXIV -

Del tocador al cupé


Abnegación sincera, denuedo estoico, intrepidez tranquila como si se tratase de una actitud de conquista ante una mujer hermosa: esto es poco común, y por lo mismo envidiable y atrayente. Comprendo ahora por que mi ánimo, de suyo prevenido, se exalta y admira, a pesar de todo... ¡Inclina el corazón de veras! ¿Cómo explicarse, sino, aquel cariño virginal, intenso, al héroe sombrío, en el drama de los celos, cariño que a su vez suscita un amor salvaje en la dura entraña del león célibe, embriagado hasta entonces con el aroma del desierto y el humo de la gloria?... Prueba de que para un alma exigente, el amante debe ser entero; pero algo más que el negro paladín. Voluntad firme e inteligencia superior: ¡qué carácter profundo! Únase a eso el modelo anatómico, aunque el rostro no sea bello, y se obtendrá un tipo soberbio esculpido en carne; por dentro   —317→   y fuera al varón fuerte, capaz de ese amor humano, ardiente, generoso, que desborda y palpita, arrastra y subyuga, haciendo gozar y sufrir con la poesía encantadora, unida a la misma la fría realidad del mundo. Debieran ser muchos los hombres así, en esta tierra ardorosa e inquieta donde he nacido: uno he encontrado a mi paso en un minuto de peligro, no sé si para persuadirme de que no me engañaba al soñar que lo encontraría algún día, tal como lo había anhelado en mis horas silenciosas, o para convencerme de que al suspirarlo con tanto ardor, estaba yo lejos de constituir el ideal de su mente. ¡Compulsamos siempre las fuerzas propias, para tentar una victoria sobre el mérito o el carácter que nos cautiva; pero rara vez incluimos en el inventario ese algo incomprensible y fatal que interviene en el génesis de la pasión, ajeno a nuestra voluntad, y que viene a ser el primordio de la lucha en que se goza a la idea de ser una dominada y vencida!...

Así pensaba Areba, una tarde, de pie delante de un espejo, dándose la última mano a su peinado. Hacía poco que había dejado el baño, y respirábase a su alrededor una atmósfera saturada de esencias. Concluido el arreglo y el adorno de su persona, en traje de paseo, entreteníase en llamar leves y graciosas ondas de su negro cabello hacia la frente tersa y blanca, con esa natural coquetería de la que confía a los detalles la misión   —318→   de encarecer el conjunto. Estaba muy hermosa, Zelmar la habría hallado insuperable. Más de una ocasión compúsose las cejas, y mirose la dentadura; concluyendo por anudar de una manera airosa en su cuello enhiesto de extrema blancura, una cinta muy delgada de terciopelo negro, de la que pendía una pequeña cruz de oro.

Dirigiose después a la antesala y allí permaneció algunos instantes en actitud de espera. Mientras se calzaba los guantes de estación con cierta impaciencia visible, su mente en incesante actividad seguía pidiendo materiales a la memoria y coordinando extraños pensamientos.

Mucha fue su conmoción -se decía-, en la noche del baile, cuando le recordé el episodio de los tordillos negros. ¡Se comprende! Lo trabaja la conciencia. Me singularicé a propósito, y la alusión llegó al fondo, de un modo repentino e inesperado. Tentaremos los últimos esfuerzos, ahora que parece ya estar él prevenido. ¿Cómo hacer para que el doctor de Selis gane terreno?... El asunto puede complicarse de un momento a otro, y sobrevenir un desenlace imprevisto y fatal, dada la aventura de aquella noche, en la avenida del lago; porque en definitiva, los dos pretendientes no han hecho más que postergar un encuentro, de suyo inevitable, que haya de dirimir violentamente acaso la doble cuestión de amor y dignidad... Esto sería muy grave, y estoy muy lejos de desear que él arriesgue   —319→   su vida, que me es tan cara como puede serlo para Brenda.

Areba volvió de pronto el rostro, al ruido de pasos. El señor Perea apareció en el dintel, saludando con mesura y respeto. Como viese que Areba se encontraba en disposición de salir, apresurose a dar un paso atrás, diciendo:

-Volveré en otro instante, señorita...

-No, don Leoncio: hablaremos de pie. ¿Tiene usted algo de nuevo que comunicarme en lo relativo a mis instrucciones?

-Sí, señorita. Con arreglo a ellas me trasladé hoy a la casa del finado Carlo Roveda, para atender a vista de ojos las necesidades de su hija. Parece que las gentes del barrio han llegado a compadecerla un poco, a causa de hallarse enferma y abatida.

-¡Pobre Cantarela, ¿qué la aqueja?

-Dicen que fiebre, y mucha, desde el día en que murió el pescador; de manera que no ha sido posible transportarla a otro sitio. Delira a cada hora.

-Es preciso que la asista un médico de confianza, Perea; y ya sabe usted que el doctor de Selis lo es de la casa. Provea usted al caso, sin perjuicio de una recomendación particular mía... ¿Tuvo usted ocasión de verla y de oírla?

-Sí, señorita. Hablaba cosas de trastorno.

Areba quedó un instante en suspenso. Luego agregó:

  —320→  

-Yo deseo verla, don Leoncio, quizás esta misma noche, y usted me acompañará. ¿Se atribuye su dolencia a la muerte del padre, exclusivamente?

Perea hizo un gesto muy grave, acomodándose los espejuelos en mitad de la nariz; y contestó:

-Parece ser, señorita, que hay por medio un amorío desgraciado, y que la han requebrado con perfidia, como acaece en estos tiempos.

Mordiose el labio la joven, murmurando, cual si hablase consigo misma:

-¡Hazañas de Zelmar!... Es cierto. Caso frecuente, don Leoncio, en éstas como en épocas antiguas, y siempre que haya corazones excesivamente tiernos y apasionados. Por lo general, la mujer no ha de variar mientras el hombre no cambie; una dependencia absoluta perpetúa los infortunios, o los prepara... ¡Qué crueldad inútil! ¿No lo cree usted así?

-Es un evangelio. Abundan los mancebos llenos de impudicia, que atacan a la debilidad con arte diabólico...

-Aunque la víctima se esconda entre las redes, Perea. Tienen olfato de felinos, los que cuando una vez gustan de carne fresca y rosada, constituyen un peligro permanente. ¡Lástima grande que no haya para ellos trampas especiales!

-Verdad que no existe escondrijo que valga, señorita; todo lo husmean esos libertinos. El progreso   —321→   del siglo no ha hecho mucho, a mi parecer, por un invento eficaz...

-Por el contrario, ha facilitado los refinamientos, a juzgar por lo que ocurre todos los días, hasta incitar al saboreo del fruto ajeno... En sus buenos años, don Leoncio, las mujeres no usaban escote, ni exhibían la garganta del pie; y los novios sólo se permitían besarse en la punta de los dedos, allí donde se sentían los últimos estremecimientos de la palpitación.

-Muy cierto. Se hacía el amor a dosis, con todo recato. ¡Oh, la educación era correcta! En el templo, el velo discreto; en el paseo, los ojos bajos y pudorosos; en el baile, nada de roces inconvenientes. Con las reservas necesarias, andaba mucha virtud por el mundo. Las visitas tenían su hora y término fijos; de sobremesa se rezaba el rosario; al toque de ánimas, la plegaria; la malilla y el dominó, a las nueve; los enamorados cerca de los ancianos, para oír sanos consejos. ¡Ah, mi respetable señorita, de aquella moral sólo quedan vestigios!

-Muy rigurosa era. Bello tiempo me pinta usted, aquel en que los jóvenes no eran capaces de juntarse los labios, ni a hurtadillas, siquiera para chupar un poco de miel, con el mismo derecho que la abeja o la avispa. Un algo desabrida, se andaba esa virtud... ¿Nunca vio usted una liga ceñida a una pierna hermosa, Perea?

Ruborizose bastante don Leoncio, tosiendo con   —322→   dificultad y pestañeando con alguna agitación. Estaba escandalizado.

Areba le miraba a través del velo que cubría en parte su rostro, con sus grandes ojos luminosos, llenos de malicia. Tal vez Perea, al experimentar fuerte temblor en su flaco cuerpecillo, se condolía en ese momento de no ser un mancebo de boca encendida como roja flor, para contestar debidamente a aquella graciosa y gentil burlona; pero, la verdad es que por su pensamiento honesto no paso nada que pudiese traducirse como un principio de pecado. Viéndole poco menos que aturdido, en el penoso conflicto de mentir o de declarar con franqueza que él no había diferido mucho del gusto de los demás, la joven salió en su ayuda, preguntando con aire serio:

-Nada me ha dicho usted sobre ese sujeto don Diego Lampo, que recomendé a usted viese.

Don Leoncio respiró lentamente.

-Me disponía a informar a usted, señorita, acerca del particular. Tuve oportunidad de verle hoy, y hame prometido venir mañana a la hora indicada, para ponerse a las órdenes de la señorita.

-Bien. No olvide usted de prevenirme de su llegada, en el acto. Lo hará usted pasar a su escritorio.

Y como Areba se dispusiese a salir, dando por terminada la conferencia apresurose el señor Perea a retirarse.

Mientras recorría la galería el digno administrador, iba diciéndose medio confuso:

  —323→  

-¡Líbreme Dios de conjeturas vidriosas! Pero, ¿qué puede ocurrírsele a la señorita, con un sujeto de las entretelas, dobleces y bastardías de Diego Lampo?

Areba, en tanto, condoliéndose interiormente de la suerte de Cantarela, por quien siempre se interesaba, hacía al bajar las gradas una especie de proceso de la vida de Bafil. Diversas eran las proezas que lo comprometían, con circunstancias agravantes.

Sin salirse del juicio sumario, viose pronto la joven en la vereda, en momentos en que llegaba al sitio su amiga Julieta, moviendo a todos lados la cabeza y el abanico, con un gesto estudiado parecido a sonrisa, sin duda para disimular un poco el volumen de su labio inferior de esponja, y los párpados bien levantados, para que sus pestañas, que eran negras y crespas como las cejas, aumentasen a distancia con su sombra, el tamaño de sus ojillos vivaces y escudriñadores.

Areba la saludó afablemente, invitándola a subir.

-No, mi querida amiga -apresurose a decir Julieta-; me detengo sólo a saludarte. Veo el cupé con la portezuela abierta. Voy hasta casa de Casilda, a quien debo visita. La costumbre me ha hecho pasar por aquí; sabes que mis itinerarios son fijos; y al efecto me vine por la calle 25 de Mayo, que debiera llamarse de Artigas. Conoces mi tema, y sobre él inculco siempre a mi respetable   —324→   padre para que influya en sentido de modificar la nomenclatura. El amor localista ante todo, y el buen sentido por delante. ¿Por qué denominar 25 de Agosto a una calle, en vez de Libertad, y a otra 18 de Julio, en vez del Juramento, lo que es más corto y expresivo? Sobre esto venía meditando, cuando al llegar a la esquina de Ituzaingó me encontré con Guma. Me detuvo un instante la muy andariega, y conversamos sobre tópicos muy distintos, a salto de cabra... ¿Sabrás que el caballero Raúl Henares marchose hace tres días al Brasil, y que su ausencia durará un mes? Muchas cosas se dicen acerca de sus relaciones con Brenda Delfor, y se susurran misterios graves. Todos creían que tú serías la preferida, y con este motivo las nuevas ocurrencias han desorientado a las atisbadoras, que se reputan muy certeras e infalibles en sus opiniones... Por lo que a mí afecta, nunca yerro en mis juicios: ahora mismo decía a Guma que las vecindades de campo, en las condiciones de los dos jóvenes, traen por consecuencia amores de pájaros, y citas de ramas o en la espesura, como quien no quiere la cosa... Tú ves, Areba, que aquel incidente en la quinta de Stewart, de que te hablé, pone al descubierto el secreto de monja, que guardaban tan bien, y en que se envolvían los dos enamorados: ¡imposible parece que las impropiedades no se trasluzcan de aquí a poco!... ¿Qué opinas tú?

-¡Qué borbollón, Virgen santa! -exclamó   —325→   Areba rompiendo un silencio estudiado, y riéndose con la mejor voluntad-. Aún no tengo pruebas de los hechos que me relatas, y me son necesarias para abrir juicio discreto. Soy enemiga de las conjeturas y de los prejuzgamientos...

-Yo tampoco prejuzgo; pero hay presunciones vehementes. No falta quien dude; fundándose en que tú, que tan íntima amistad tienes con Brenda, nada has dicho.

Areba púsose seria y repuso:

-Pues que no quieres subir, pasemos al zaguán por poco que sea lo que tengamos que conversar. ¿No lo crees conveniente?

-Como gustes. Distraeré a tu tiempo cinco minutos.

Las jóvenes entraron, deteniéndose al pie de la escalera.

-Agregan -siguió diciendo Julieta-, que la oposición de la señora de Nerva a esos amores es muy pronunciada, y que tú estás en el secreto... ¿Es tan grave, por Dios? Te aseguro que ardo en deseos de enterarme... Soy franca contigo, porque tú nunca los guardas para tu amiga. ¡Veamos, mi adorada! Una punta del velo, no más...

Mirola Areba, risueña, arreglándose un extremo del que le cubría en parte el rostro, y respondió, poniendo su pequeña mano en el hombro de Julieta

  —326→  

-Estoy tan afanada como tú en conocer a fondo lo que ocurre al respecto. Que ellos se han encontrado, al azar, se han dado las manos y han creado un vínculo de simpatía o amor, no me queda duda; y todo esto es muy natural. También es cierto que la señora de Nerva no gusta de la elección de su pupila, porque es sabido que siempre fue su designio -en el que creo persiste-, prepararla un enlace con el doctor de Selis, quien de mucho tiempo atrás ha logrado atraerse toda su estimación. ¿Por qué no atribuir a esta sola causa la razón de su conducta? Si acaso no fuera ésa, yo trataré de inquirir la verdadera, y te hago promesa de revelártela cuatro horas antes de que se conozca en ningún círculo social.

-Ya ves -añadió Areba, con un tono ligeramente irónico, a la vez que cariñoso-, que no es mucho el término indicado, y que ha de porfiar entre el conocimiento de la noticia y su divulgación.

-Todo por decirme bachillera...

-¡No así!

-Me reconozco algo curiosa, y me agrada estar en todos los enigmas y acertijos sociales, para no aparecer indiferente al tema hebdomadario o quincenal en los salones; pero no hasta el punto que algunos me atribuyen... ¿Sabes lo que ha dicho el atrevido Zelmar Bafil, a quien se la guardo? Que yo era la bocina de la intriga.

  —327→  

Riose Areba.

-Ya le conoces el buen humor; raro sería en él un día melancólico. Estuvo ayer a despedirse.

-Sabía que se marchaba. Pidió órdenes por tarjeta, y ayer mismo partió. No ignoras que va a recibirse de médico. ¿Conque vino a despedirse?

-Sí siempre me dio pruebas de aprecio. Su relación no es de hoy.

Mordiose los labios Julieta, con mal reprimido arranque, replicando:

-Es muy descortés con otras amigas... ¡Ahora se me ocurre por qué me moteja con epítetos inusitados! Yo he sido una de las que han difundido que te galantea en vano, pues que no podías perdonarle su afirmación de que toda la iniciativa del lance en el Paso del Molino se debía exclusivamente a su amigo Raúl Henares.

Una sombra rápida pasó por la frente de Areba -así como esas que proyectan en la superficie del agua tranquila nubes desgarradas.

-Ya ves -dijo-. Tú le provocas, con motivo infundado, en mi concepto. A nadie he dicho si yo lo amo o no.

-Se supone lo último, sin embargo. Más avanzaría, acerca de versiones... pero me lo reservo por el momento.

Julieta pronunció estas palabras con cierta malicia, que daba a su semblante una expresión   —328→   particular, pasando sus dos manos por el talle para deshacer alguna arruga y disponiéndose a irse. El doble sentido en sus frases tenía el inconveniente de disminuir de un modo ostensible la poca gracia de su rostro. Areba se penetró del alcance de la frase, y en vez de contestarla con la rapidez y concisión que acostumbraba, rompió a reír con su risa más armoniosa, tendiéndole la mano, y acompañándola hasta la puerta.

Allí Julieta se volvió diciendo con mucha gravedad:

-Entretanto, querida, veremos cómo destruye el doctor de Selis los efectos de la revelación de Henares la noche de la aventura... ¡Aquel sí que fue episodio oscuro! Te advierto que el caso está previsto en el código penal, que consultamos con mi padre, pues él mismo no tenía muy fresca la memoria... ¡No olvides la promesa!

El reloj de la catedral daba las cinco.

Despidiose Julieta, y Areba quedó un instante en el umbral, fría y pensativa. Felicitándose de no haber confiado nada a la joven; pues sus planes y proyectos no habían tenido aún sino un principio de realización. El viaje tan imprevisto como oportuno de Henares, y el alejamiento de Bafil, iban a permitirla obrar sin inquietudes. El doctor de Selis debía recuperar, a favor de esta ausencia, y del secreto, acaso, de que ella era poseedora, el terreno ganado   —329→   sin mayor esfuerzo por su rival; de lo contrario, la campaña estaba perdida irremisiblemente. ¡Gran ventura sería la de Areba, si su habilidad en este drama íntimo, en que ella desempeñaba un papel de trascendencia, puesto que su corazón estaba envuelto en los hilos de la intriga, lograba destruir un efecto quizás profundo, y aislar la personalidad de Henares de manera que, en su desaliento, buscase al fin las ternuras indecibles que para él reservaba en el fondo de su pecho y tras el escudo de su altivez! Ardua era la empresa; mas ¿por qué no luchar?...

Areba tomó asiento en su cupé, diciendo al cochero:

-¡Quinta de Nerva!




ArribaAbajo- XXV -

Confidencias


A aquella misma hora, en la casa-quinta de la señora de Nerva, Brenda Delfor, después de haber acompañado a la anciana largos momentos en el patio, hacía su paseo de costumbre hasta el estanque y la choza, ya algo más tranquila sobre el   —330→   estado de la enferma. La dolencia, declinando sensiblemente, tendía a desaparecer.

Caminaba la joven por la larga calle de arena del centro, reproduciendo en su memoria las impresiones sucedidas desde un mes atrás. Tenía la mente serena y el corazón sin congojas, sin duda porque sobre él llevaba a manera de talismán, la carta de Raúl. El baile en casa de Stewart; sus conversaciones con Henares; el episodio con de Selis; la actitud suspicaz y extraña de Areba; la enfermedad de su protectora; la partida de Raúl, y otros incidentes pasados, entretenían sucesivamente su pensamiento y la inclinaban a meditar con calma. Después del suceso con el doctor de Selis, la repugnancia instintiva que hacia él había sentido siempre, había tomado cuerpo y prevenídola para lo futuro. Sin embargo, en las reiteradas visitas que posteriormente hiciera de Selis a la quinta, mostrose ella inalterable, la misma que otras veces, comprendiendo que esto halagaba a la anciana viuda. Creía la joven que no sería compelida a un sacrificio, nunca, por razones diversas; la escena del lago debía haber persuadido a de Selis de la inutilidad de sus esfuerzos, aun cuando su conducta actual autorizase a sospechar de sus designios; y las revelaciones que ella hiciera a su protectora de su amor por Henares, parecían haber modificado los propósitos adversos a su destino, a juzgar por el silencio guardado desde   —331→   entonces por la señora de Nerva. Las causas de amistad y estimación al doctor de Selis no eran tan poderosas que indujesen a aquélla a persistir en un enlace opuesto a su dicha. Aparte de esos motivos, ¿qué interés podía intervenir en la consumación de un acto tan violento y cuyas consecuencias no pudiese ella tal vez sobrellevar resignada? No lo concebía. Nunca pensó tampoco Brenda en un cálculo egoísta de parte de su noble bienhechora, al concertar una unión incomprensible; ni ocurriósele en ningún momento la idea de que ella llegaría a ser poseedora de una gran fortuna, a la muerte de la anciana. Con todo, el móvil que inspiraba a ésta, revelaba algún misterio. ¿Qué pensaría ella de Raúl? El concepto que se había formado del joven no parecía muy favorable, y así lo ponían en evidencia ciertas demostraciones elocuentes de que Brenda no había podido menos de condolerse. ¡Un misterio!...

Así preocupada, Brenda se detuvo, con la mano en la mejilla, frente a una calle lateral que concluía en el seto, y desde donde se divisaba la casa de Raúl. La tarde era tibia y serena. Ni una oscilación leve en las altas copas cónicas de los álamos, ni un susurro en el ramaje espeso y umbrío de los bosquecillos; el aire denso y templado, oreaba apenas la frente. La joven miró largos momentos la casa solitaria, y el ombú gigante, que extendía sus brazos hacia la ventana   —332→   del gabinete, cargados de racimos verde mar: todo le pareció triste. ¡Él no estaba allí! ¡Aquel árbol inmóvil, enorme, aislado, con sus ramas inútiles para el fuego, pero cuyas hojas alivian las heridas, y cuya sombra mitiga los efectos de un sol abrasador, simbolizaba bien la soledad! Brenda siguió adelante, suspirando.

En las cercanías del estanque halló a Zambique, ocupado en remover la tierra de los bordes del sendero. Al verla, el viejo negro se incorporó, abandonando la azada, y ciñéndose su abierta carmañola negra de trabajo, que tal simulaba la raída levita de recortados faldones; una sonrisa plácida entreabrió sus grandes labios, juntando los últimos verrugones que adornaban su frente y entrecejo, y se quedó mirándola en una actitud de éxtasis profundo.

Le hizo ella un saludo cariñoso con la mano, y fuese a sentar en un ancho tronco de eucalipto, que había sido cortado por su base.

Allí se entabló entre los dos un diálogo de frases breves y cariñosas sobre asuntos familiares, sin excluirse las plantas, el riego, la poda, las flores y las aves. Zambique se revelaba locuaz y decidor en estos coloquios con Brenda, estimulado por la dulce benevolencia de la joven. Era ésta, acaso, la única excepción a su regla de sobriedad y de silencio. Ella se complacía en hacerle hablar y sonreír; de manera que era día nublado para el liberto, aquel en que no veía a   —333→   la reina. Tan blanca y tan linda, producíale el efecto de una visión de luz, destacándose del verde de los árboles, con alas de abeja y rostro de imagen bendita. Se había figurado así, a los seres que no eran de este mundo. Muchas veces, en presencia de ella, arrancaba a un jazmín del Cabo que él había plantado y cuidaba asiduamente, uno de sus botones a medio abrir, níveo, delicioso, embriagador, y miraba la flor primero y el rostro de su reina después, cual si comparase el grado respectivo de encanto o de belleza; enseguida movía la cabeza, con una mueca singular, y mudo, arrojaba con desprecio el botón sobre la planta. Brenda le reñía suavemente. Zambique seguía su faena, refunfuñando contra el jazmín. En otras, cuando la joven hacía oír el piano, él se paraba frente a la ventana del salón que daba a la quinta, y allí permanecía hasta haberse extinguido la última nota. Parecíale entonces que en el intervalo de música todos los pájaros habían enmudecido. ¿Valían, acaso, más que sus dedos, sus arpadas lenguas? Cuando supo que el mancebo, a quién él tanto debía, hacía pensar a su reina, era feliz de creer que los dos se habían fabricado expresamente para refundirse; pero ¡cuánto le dañaba la idea de que ella llegase a abandonar los jardines!

En la tarde de que hablamos, Brenda le dirigió algunas preguntas relativas a Raúl. Y al hacerlo, con fe y abandono, asaltola el pensamiento   —334→   de que aquel mísero ser gozaba de un privilegio que ella no había concedido a Areba. ¿Por qué? La joven se sentía perpleja. En diversas ocasiones hubo de revelárselo todo; pero un impulso secreto desvió su intención y no llegaron a ser confidencias las esperanzas que aleteaban con alborozo en los asilos de su alma. Desde la noche del baile Areba empezó a inspirarla temor, ¡y no tardó en adivinar el origen de sus alarmas y desazones! Triste era para Brenda su derecho a ser envidiada, especialmente por una amiga de corazón; mas no era suya la culpa, ni por eso debía ella dejar de quererla. ¡Ay, cuando el amor viene envuelto en su iris de ventura, cómo huyen los afectos que uno deseara retener! El vacío se hace en rededor, hasta donde alcanzan los haces luminosos; y desde lejos, observan todos los ojos penetrantes esta dicha nueva, a que aspiran los pechos sin amores, y que recuerdan con tristeza los corazones ulcerados.

El pobre Zambique inválido, negro, senil, ruina humana que no tardaría en desmoronarse por completo al menor empuje de cualquier borrasca de la vida era el único que recogía y guardaba los desahogos, las puerilidades y los fervores de aquella pasión contrariada, tanto cuanto parecía ser de irresistible y profunda. Por eso la joven hallaba más grato que el soliloquio, el diluir sobre aquel ente fiel, oscuro y silencioso, toda la claridad de su ilusión. ¿No había sido él el testigo   —335→   mudo y discreto de las primeras entrevistas? Hablábale sin zozobra: tenía ella la llave del sepulcro de piedra.

Zambique satisfizo las preguntas que le hiciera Brenda; y después narró el hecho por el cual debía a Raúl la existencia.

La joven le escuchó con interés, fijos en él los ojos, sin interrumpirle en sus patéticas manifestaciones.

Luego volvió a interrogarle, con cierto orgullo, mezclado a un goce íntimo:

-¿Fue eso en un combate?

Zambique contestó afirmativamente; y entreabriendo los labios hasta descubrir la caverna de su boca, imitó con un ronquido la voz del cañón, para oprimirlos después y remedar el silbido siniestro de las balas.

-¡Noche de Navidad! -exclamó enseguida-. En esa brega, niña, murió el coronel Delfor.

Brenda fue acometida de un estremecimiento; y por algunos instantes respiró con pena. Pasada esa emoción, púsose grave y pensativa. En verdad, en ese día hacía años de la muerte de su padre. Cogió, meditabunda, una ramita, y entretúvose maquinalmente en trazar una fecha en la arena. Después extrajo de su seno la carta de Raúl para releerla despacio.

Zambique, empuñando su azada, volvió a la tarea, acompañándola en voz baja con uno de sus monótonos aires africanos.

  —336→  

En tanto, minutos hacía que el cupé de Areba se había detenido frente a la verja.

La joven se encontró con la señora de Nerva en la galería, en su silla de hamaca, como de costumbre, aspirando el aire puro y libre que le hacía tanto bien. Estaba su rostro bastante demacrado, con huellas visibles del último quebranto e indicios a la vez de una absoluta decadencia. Con todo, se sentía con ánimo y excelente espíritu.

Areba se enteró de su estado, siempre solícita y cariñosa, congratulándose de hallarse por el instante a solas con ella.

La anciana viuda mostrose amable y contenta. Aquella visita le era muy grata en todo tiempo, pero aún más en esa hora. Quería oírla y hablarla también sobre su asunto de interés predilecto, aprovechando la corta ausencia de Brenda.

-El corazón me ha dejado en paz hace dos días -agregó luego-: el mal está ahí, yo lo conozco; y aunque no tengo mucha fe a estas mejorías, hoy me encuentro tranquila.

Después de un breve cambio de palabras afectuosas, la señora de Nerva pasó a hablar de su pupila.

Con este, puso en conocimiento de Areba la confesión de Brenda sobre su pasión por Raúl Henares, sin omitir detalle alguno; confesión dulce e ingenua, que no la había cogido de sorpresa, dados los precedentes que eran   —337→   de su dominio; pero que, a pesar de todo, no había dejado de atribularla y entristecerla de una manera penosa. La sinceridad de los propósitos que abrigaba sobre el porvenir de la huérfana, se estrellaba contra aquella revelación elocuente de una naturaleza apasionada, que no parecía ya dueña de sus impulsos. Sintiose sin fuerzas para hablarla en tono severo.

-Siempre creí -prosiguió la anciana-, que el doctor de Selis, por la estima en que le tengo, era un buen partido para mi pupila, y que ésta se mantenía un tanto fría e indiferente, por razones que muchas veces no se explican las jóvenes, cuando un hombre rico de bellas prendas no les ha dado motivo de odio o de repugnancia. Ahora, natural es que modifique mis pareceres en posesión de datos que no exigen prueba. Aflígeme el hecho de un desengaño completo para el doctor de Selis; pero más grande es mi angustia al pensar que Brenda, a quien tanto quiero, vive ignorante acerca del verdadero móvil que me ha inducido y compele a contrariar sus amores.

Nada opuse a sus confidencias. Mis palabras habrían podido ser imprudentes, y hasta crueles, por el estado de su ánimo. Aquella incertidumbre de que hablé a usted acerca de la identidad de la persona de ese señor Henares, detuvo mi lengua y acalló la voz interior de mis recuerdos; sin embargo de que insisto en que mi memoria no me engaña, como no me engañara el presentimiento que me asaltó la primera vez que le vi.

  —338→  

Areba, que había oído con suma atención lo que precede, tras una breve tregua de silencio, dijo con calma:

-Usted estuvo en lo cierto. Todas sus presunciones al respecto han sido confirmadas por ese sujeto de que hablamos, y que se encontraba en el establecimiento de campo de usted, refugiado y oculto, desde muchos días antes a aquel en que ocurriera el lance sangriento.

-¿Ha tenido usted con él alguna entrevista? -preguntó la anciana, incorporándose, con ansiedad.

-Sí, señora. Mañana debo celebrar una segunda, para la que lo he invitado, a fin de que esclarezca ciertos puntos dudosos y se ratifique en todas sus conclusiones. Me parece un sujeto de pocos escrúpulos y de menguado espíritu, a juzgar por su amor a la dádiva; pero creo que en este delicado asunto dice verdad, pues que corrobora, sin ampliar ni omitir detalle alguno, la relación de usted.

Pienso arrancarle su declaración por escrito, como testigo ocular. Después de esto, creo que nos hallaremos en actitud de usar del secreto en la forma que juzguemos más acertada.

-Luego, ¿no me equivoqué en mis aprensiones? -volvió a interrogar la señora de Nerva con viva expresión en los ojos, y como dudando todavía de la rigurosa exactitud de los hechos.

-¡No queda la menor sombra de duda! -respondió Areba con acento trémulo.   —339→   ¡Raúl Henares fue el matador de Pedro Delfor!

-¡Oh!...

Esta exclamación salió del pecho de la protectora de Brenda como un grito de angustia o de dolor inconsolable, acentuada y vigorosa, en un arranque que era síntesis completa de preocupaciones ardientes, de deberes sagrados y de memorias queridas.

En pos de ese arranque, cubriose su cara de una palidez profunda, y quedose muda y abismada, cual si hubiese asomado la cabeza a la boca de una sima de donde surgiera el espectro lívido de Delfor, recordándole su trágico fin.

Siguiose una pausa prolongada, en que las dos damas se reconcentraron en sí mismas, para medir tal vez la magnitud y severas consecuencias del hecho.

La anciana había apoyado la cabeza en el respaldo, fija la vista en las copas de los naranjos, con un aire desolado, oprimiendo con sus manos arrugadas y temblorosas los brazos de la silla.

Areba se había recogido, como abstraída, moviendo uno de sus pequeños pies, cruzado sobre el otro, y alzando a ratos sus ojos al semblante de la señora para examinar las nubes que en él se esparcían y disipaban por momentos.

Al fin rompió ella el silencio, diciendo en tono de convicción:

-En cualquier caso, será preciso revelar el hecho.

  —340→  

-¡Es verdad!

-Los sentimientos morales, con escrúpulo respetable de conciencia, los impulsos naturales de la sangre, el culto de los recuerdos, y más que todo eso, el predominio del deber en un espíritu culto, delicado y sensible a los afectos y memorias de la familia, aniquilada por un hecho adverso, no dejaría de influir severamente sobre Brenda, y hasta provocar una reacción favorable, aunque entregue su pobre alma al dolor en el primer período del desencanto.

-¡Qué decepción cruel!

-El caso es duro, verdad. Mas ¿qué hacer? La pasión gana camino con una celeridad pasmosa, y no da tiempo a prevenir mayores males en un corazón virgen que se entrega por entero. Ahora que Henares está ausente, es la oportunidad de preparar un desenlace lógico y necesario. Nuestra querida Brenda sufrirá lo indecible, convengo; pero al fin ha de resignarse. La nieve puede quemar en parte la flor, y eso poco importa, si el cáliz queda intacto.

-Sí, hay que decírselo...

Y la anciana movió a uno y otro lado su cabeza, con un gesto de amarga pena.

-¿En qué momento?

-Deje usted que yo proceda. Prepararé su espíritu con la prudencia posible; que en toda afección seria, al período elegido o a la crisis, deben preceder siempre pequeños sobresaltos e   —341→   intermitencias naturales a su proceso. Y ¿qué sabemos? Al final pueden surgir con lo inesperado, la paz y el consuelo.

-¡Cuánto tendré que agradecerla, Areba! Yo me siento débil...

-Repose usted en mí. Cuando ella sepa que él mató a su padre, el golpe no será tan rudo que llegue a romper sus fibras. El secreto está en templarlas con sucesivas emociones.

Sucediéronse nuevos instantes de silencio.

La señora de Nerva, con los ojos muy abiertos y el labio caído, parecía como absorta en una contemplación ideal. La joven volvió a su reposo, dándose aire dulcemente con su abanico de marfil y raso blanco, y poniendo oído al canto de los canarios, que llenaban con sus trinos armoniosos todo el espacio del jardín.

En esos momentos presentose Brenda.

Cambiáronse con su amiga los cariñosos saludos de siempre, y lamentose la joven de no haber sido advertida antes de su llegada, para gozar de la hora entera de su presencia.

Pero enmedio de sus naturales transportes y efusivos afectos de la intimidad, no pudo Brenda menos de observar en la fisonomía de su protectora huellas de emociones demasiado recientes, que llenaron de sospechas su espíritu, induciéndola a creer que alguna relación existía, muy sensible y estrecha entre ellas y sus preocupaciones morales. Los presentimientos de la joven   —342→   eran fundados, según se ve, y si bien ella no había adquirido persuasión alguna al respecto, involuntariamente pensé en su padre y Raúl.

¿Qué vínculo misterioso podía ligar a esos dos seres en su mente?

No se daba cuenta; mas, tenía muy grabada en la memoria la relación de Zambique, cuya existencia salvara Raúl, el mismo día y en el mismo combate en que sucumbió el coronel Delfor.

Desprendíase del relato, que Zambique había figurado en las filas de su padre; y que herido e indefenso, ya a punto de perecer a manos de enemigos implacables, un joven oficial enemigo se había interpuesto para evitar un crimen inútil. Luego, este joven oficial, generoso e intrépido, ¡estaba entonces en el campo opuesto al de Delfor!...

Llamando así sus recuerdos y vinculándolos con los del episodio, cuando entraba al jardín en el momento a que nos hemos referido, Brenda venía diciéndose con seriedad:

-¿Por qué me preguntaría una vez Raúl cómo era mi padre?...

De esta reflexión la apartó la presencia de Areba. El aspecto de su protectora, sin embargo, grave y taciturno, en aquel día aniversario de la muerte de Delfor, la impresionó vivamente. Llegó a notar que ciertas nubes empezaban a extenderse en el límpido azul de sus ideales.