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ArribaAbajo- XXXIV -

El episodio


Épocas singulares aquéllas, de agitación y de conflicto acompañadas siempre de hermosos espejismos e imágenes de luz, en que la ardiente juventud confía en la eficacia del sacrificio cruento y sueña con la grandeza de una patria concebida fuera del campo asignado a la realidad; tiempos azarosos de combate, en que no son extraños los que van al encuentro y en que una sola bandera, flameando en ambas filas, recuerda al patriotismo que ella ampara para todos a su sombra, ¡el mismo derecho al aire, a la tierra y al fuego!

En una de esas épocas nos encontrábamos, y se desenvolvía un drama sangriento; grave querella de familia, conflicto entre hermanos, que la   —459→   razón no había podido dirimir y se relegaba al juicio de Dios; no a semejanza de dos paladines, en los cantos de la epopeya, que embrazando la adarga se acometen y pelean vestidos de bronce, sin levantarse las celadas, por la sola dignidad de la cimera, sino cara a cara, en nombre los unos de sinceros extravíos, y los otros de castos ideales y nobilísimos ensueños.

Todo el país ardía en guerra.

Íbase a dar una nueva batalla.

Los contendientes habían concentrado todos sus elementos para esta acción decisiva y determinose lo indispensable para aguzar sus armas, como aseguran hacen los leones con sus garras al salir de las cavernas. La misma fiebre, el mismo celo, idéntico coraje: todo presagiaba un choque formidable, y venían el uno hacia el otro los ejércitos, ora a marchas forzadas en columnas paralelas, ora deteniéndose o retrogradando en batalla en busca de un teatro adecuado a la tragedia.

En ciertos lugares, el repliegue o la contramarcha de flanco se hizo difícil, y la evolución cesó.

El panorama, a todos rumbos, era alegre y sonriente: la tierra gorda y negra ofrecía el grano de la abundancia, sus sabrosos frutos la vegetación arbórea, franca hospitalidad la mansión del labrador. Parecía aquella la región del trigo.

  —460→  

Un arroyo franjeado por ligeros boscajes serpenteaba al pie de las cuchillas, destacándose en forma de hilo plateado en pequeñas planicies, y perdiéndose en los declives y hondonadas, para presentar a lo lejos en algún llano de cultivo su doble festón de talas, sauces y espinillos en caprichosas isletas. En otra dirección, distinguíanse árboles solitarios junto a moradas humildes, doradas mieses, caminos de agaves, grandes parvas amarillentas y ganado doméstico esparcido en terrenos de pastoreo. La paz, la tranquilidad y el trabajo reinaban en aquellos sitios, hasta la llegada de los ejércitos; enormes culebras de anillos de acero, que debían dejar a su tránsito surcos más profundos que los del arado, llenos de un riego de sangre viril y generosa.

En parajes semejantes, ya acosado por el cañón, dio el frente uno de los ejércitos, como el paladín que midiese campo y sujetara al corcel, haciendo crujir al volver cara con fiero estridor todas las piezas de su armadura.

Nada más imponente y majestuoso que el movimiento de las columnas en su desfile final, y en la formación de la línea, cuando deslizándose por retaguardia de la cabeza o avanzando de frente en perfecta alineación, fusiles al hombro, en sus cujas las lanzas, empujados los cañones, desnudas las espadas, desplegadas las banderas, batientes los tambores, las dos masas preparan el encuentro llenas de fe y de brío, buscando el   —461→   plano donde harán pie firme hasta destrozarse con el plomo y el acero.

Tendiéronse ambos contendientes formando paralelas; batallones al centro y fuertes baterías de campaña, caballería en las alas compacta y numerosa, con reservas sobre los bagajes y tren rodante. Algunos destacamentos de cazadores apoyaban los flancos, y otros hacían despliegue al frente en guerrilla, preparando con sus descargas aisladas el sangriento drama.

Alineados, en descanso, resueltos, en un terreno desfavorable en parte para la maniobra, esperaban la palabra de orden. ¡Eran como dos nubes sombrías cargadas de electricidad, cuyo choque inevitable debía producir la catástrofe al soplo de aciagos vientos; o encelados colosos, acostumbrados a recibir nuevas fuerzas de la madre tierra en la caída, prontos a lanzarse el uno sobre el otro para renovar con vigor increíble un combate perdurable!

Ya algunos cuerpos humanos tendidos aquí y acullá sobre la línea de la escaramuza preliminar en ambas avanzadas, inmóviles y yertos marcaban los vacíos hechos por el plomo de las descargas: jalones de carne y rotos huesos, del que debía ser para uno u otro combatiente el campo de la victoria.

A intervalos de los dos centros que se contemplaban mudos, siniestros y airados, partían relámpagos enmedio de espesas humaredas, y el   —462→   hierro pasaba rugiendo por los claros de las guerrillas, abría brecha en la línea firme e inmóvil que cubría en el acto el hueco, o rebotaba en las colinas con choque estridente levantando yerbas entre una niebla de polvo.

Entonces un clamor lúgubre surgía de las masas de las alas, compuestas de inquietos escuadrones, como si la guadaña de la muerte hubiese girado vertiginosa sobre todas las cabezas: vibraba sonoro en el espacio el toque del clarín, los caballos escarbaban la tierra temblorosos con sus remos delanteros, y se sucedía luego un silencio solemne al estampido del cañón.

Cruzaban errantes por la altura anchos girones de negros vapores, que ocultaban de vez en cuando un sol rojo y candente, a cuyos fuegos verticales flameaban los aceros y se hacían hornillos, boinas, gorras y morriones.

Estremecimientos misteriosos recorrían la línea.

¡Quizás cruzaban por delante de ella hablando, a cada combatiente en lenguaje seductor, los genios sonrientes del hogar tranquilo, los recuerdos alados, las claras visiones de otros días, llenos de promesas y amores venturosos: toda una vida pasada, bella, fascinadora, adorable, con sus goces, esperanzas y amarguras! ¿Por qué, sino, estaban los rostros pálidos, los ojos brillantes y febriles, entreabiertos los labios, las manos nerviosas, aunque altivo y resuelto el continente? Es que oreaba todas las sienes el aura fatídica   —463→   que precede al horror de la pelea, buscando rebelar la frágil carne arrastrada a la boca de los cañones por la fortaleza del ánimo y el sentimiento del honor: pues el exponer la vida por el mismo amor que se le tiene, es la prueba de los valientes.

En esa hora precursora de la gloria o del sepulcro ¡cuántos detalles conmovedores se ofrecen a la vista! El veterano de faz curtida examina melancólico la caja de su fusil, y prueba luego si encaja bien la bayoneta destinada a abrirle paso en lo recio del entrevero; el joven soldado encomienda al compañero en caso de suerte más feliz, un tierno adiós a la madre afligida que le espera; el bizarro oficial se acuerda de su novia al colgarse del carpo la dragona, que ella anudó entre lágrimas y sonrisas en el puño de su espada; las espuelas del lancero valeroso hacen música de trémulos; el artillero apoyado en el mango del escobillón, calcula las trayectorias de las bombas enemigas y el blanco probable de sus gruesos proyectiles; el porta imberbe contempla la bandera emblema de leyendas cuyo astil mantiene con orgullo, y tiembla a la idea de que se rompa como el hilo de su vida en mitad de la batalla; el clarín prueba la embocadura de su instrumento cual si nunca hubiese arrancado de él una nota guerrera, y el tambor con los palillos en la boca ajusta los parches de su caja, presintiendo ya cercano el momento   —464→   grave del redoble. Esta conmoción natural del soldado, minutos antes de romperse el fuego, nubla también la frente del más bravo sableador que haya abortado, la leonera de los caudillos.

Es entre el humo de la pólvora y el choque furioso de las armas, que la fibra del valor fuerte y templada como una hoja de Toledo, realiza prodigios, levantando el rugido del hombre sobre el fragor de la metralla, y más altos que el egoísmo y peligro, ideales y creencias, pasiones y fanatismos, dignos de la leyenda de viejas y embravecidas luchas.

A aquellos estremecimientos en la línea sigue bien pronto un pequeño avance, y luego un nuevo alto fatídico. Acórtanse distancias. Las relucientes filas de fusiles de pistón, los guías tremolantes en los extremos de los batallones, las banderas de blancas moharras y soles de oro, las lanzas enhiestas con sus medias lunas y airosas banderolas, los estandartes de seda y dorados borlones, flotando entre el haz de los aceros y corceles de batalla, todo se agita de improviso a la voz de los caudillos, que en breves y enérgicas arengas arrastran las huestes a la acción.

Estréchanse las filas, baten los tambores, paso redoblado, muévese la dura recta entre músicas marciales, llenan los aires aclamaciones soberbias, sables y lanzas se agitan destellantes, y a distancia fija -en que el plomo puede encontrar, la entraña-, la marcha cesa, inclínanse las armas   —465→   en plano bruñido y luminoso, y una serpiente de fuego se extiende a lo largo del muro humano, con estrépito comparable al chisporroteo de un voraz incendio en los bosques.

Percíbese apenas entre la baja atmósfera de pólvora que rasa la tierra en nutridas volutas el pie de los combatientes, ante los que salpica el plomo o revienta la granada esparciendo el estrago en las filas y derribando intrépidos soldados, que quedan tendidos con el puño enhiesto y la pupila enorme, entreabiertos los labios por el último grito que enmedio del coraje sorprendió la muerte. De vez en cuando vense pliegues de banderas entre el humo, cual fugitivas ráfagas de ruborosa gloria, o brillar las espadas de los jefes detrás de las líneas, que recorren a saltos prodigiosos sus bridones, o lucir los uniformes a manera de confusos iris en un caos de vapores que ruedan en veloces espirales, o estallar en cien fragmentos los armones y cureñas al choque de las bombas que cruzan el campo de batalla como bólidos encendidos en rápidas parábolas a través de la humareda.

Los centros pugnan por ganar a palmos el terreno ondulando con los movimientos propios del vientre de un reptil, ante la violencia del huracán de fuego y plomo que los abrasa y aniquila. Enmedio del suelo de la lidia está la llave de la victoria.

En tanto los clarines han resonado con agudas   —466→   notas en las alas, y se precipitan a la carga los fieros regimientos en unidos escalones, al viento el estandarte, las lanzas enristradas, corta la brida, haciendo retemblar la tierra a su pasaje con el estridor de una tromba, para estrellarse con los del opuesto bando, disolverse, y confundirse en revuelta brega. Torneo sin cotas, sin yelmos ni broqueles, brazo a brazo y hierro a hierro, en que no es sólo la fe política la que alienta el brío de los campeones, que se buscan, se llaman, se insultan, se acometen en tumulto, clavándose en las moharras y medias lunas en nombre de un agravio, de un mártir, de un recuerdo, hasta cubrir el suelo de cuerpos destrozados y miembros palpitantes sobre los que han de pasar los dispersos a rienda suelta, sin oídos para el lamento ni piedad para el amigo. Los moribundos se incorporan por esfuerzo supremo y vuelven a caer bajo los cascos de los caballos que corren despavoridos resoplando con las narices dilatadas enmedio del tropel, ora sin jinetes, que han lanzado de la montura en el entrevero, ya arrastrando de los estribos en masas informes los carabineros desarzonados en el choque formidable, ora embistiendo lacerados por la espuela el obstáculo imprevisto o el profundo barranco en que ruedan y se trituran caballo y caballero...

Se estaba en las horas ardientes de la lucha y de las cargas dignas de la trompa épica, si la   —467→   alta poesía pudiera alzar sus cantos en homenaje a un heroísmo partido en dos por el furor de los hermanos.

Los regimientos disueltos en el choque, se agrupan y escalonan al toque del clarín; sucédense las refriegas, los retos, los lances singulares; y a la caída de un valiente se arremolinan los jinetes en redor, formando con sus rejones tintos como una clava de guerra, en instante en que estalla la granada sobre el sitio y con su lluvia de mortíferos cascos reduce el grupo de centauros a un solo hacinamiento de míseros despojos. En el extremo opuesto, las bayonetas se defienden de las lanzas y han caído algunos escalones; pero los que vienen detrás se abalanzan en el furor de la carga y chocan contra el cuadro, donde pierde el caballo su valeroso caudillo: la infantería cede como una pared que se agrieta y desmorona, los escuadrones se precipitan por la abertura con la fuerza del torrente, y mientras vuelve un grupo hacia tierra las bocas de sus fusiles, desaparece la avalancha a retaguardia envolviendo el parque y las reservas en pavoroso desorden.

Había llegado a su período álgido la fiebre de la pelea. La atmósfera estaba saturada de pólvora, y el ruido era imponente. Uno que otro son de corneta, surgiendo en forma de nota aislada, se imponía apenas al estruendo de la fusilería y de los bronces.

  —468→  

En tales momentos, recibí orden de trasmitir la de avance por el flanco derecho, al jefe de dos escuadrones de reserva, que debían encontrarse algunos centenares de metros a retaguardia.

Cuando azucé mi cabalgadura se veían en todas direcciones cruzar como veloces fantasmas, amigos y adversarios; vibraban los laques en los aires con lúgubre silbido, enroscándose al caer cual culebras de tres cabezas en los transidos corvejones; y en las altas yerbas chamuscadas por el taco ardiendo, vagaban sin rumbo carros y furgones, destruidos los arreos, desbocados los troncos y salpicadas las ruedas con la sangre de los heridos. Algunas balas encadenadas traspasando la línea en diversas trayectorias y prolongado ronquido, picaban las lomas lejanas esparciendo en las alturas espigas y terrones, para ir a sepultarse con sordo golpe en las faldas de las cuchillas.

A mitad de mi carrera, una ancha zanja casi oculta por altos cardizales contuvo el ímpetu del caballo, que se abalanzó de costado, bufando ruidosamente. Allí habían caído confundidos, machucados y cubiertos de sangre varios soldados de caballería dispersa, que alcanzó en su fuga un tarro de metralla a la orilla del barranco en que se detuvieran, sembrando el sitio de tercerolas de cazoleta, dagas y astillas de lanzones.

A algunos metros de aquel osario, sobre una pendiente suave se debatía por incorporarse, cogido   —469→   como lo estaba por su cabalgadura, un negro ya viejo, cuya lanza de clavo hundida por el regatón en el cieno de la cuenca denunciaba a lo lejos con su banderola triangular un sitio de catástrofe. Este soldado estaba ligeramente herido en la cabeza, con una pierna debajo del caballo; y tanto él como los que yacían en la fosa, pertenecían a un escuadrón que había bandeado la línea, enmedio del desorden, para ser víctimas de uno de los proyectiles de su propia artillería que sobrepasaban el blanco.

Escogí aquel lugar para mi pasaje. En momentos que me aproximaba, uno de los perseguidores disperso a su vez en el frenesí de la carrera, echaba pie a tierra con ánimo de ultimar al adversario, cuyo alazán postrado por la fatiga y el golpe, sacudía sus cascos en el aire amenazando aplastarlo con su peso. Ante la manifestación de aquellos instintos que sólo debieran revelarse en la pelea, nunca en el triunfo, me indigné increpando al soldado su conducta: contestome con una risa feroz; exigí con vehemencia; la daga brillaba desnuda: piqué espuelas cuando el victimario ponía el pie en el declive, pero en vez de darle de punta con la espada que llevaba en la diestra, lancé sobre él mi caballo derribándole sin sentido a un golpe de los encuentros. Socorrí enseguida al jinete negro, que arrojaba gritos de gozo, más bien parecidos a alaridos; y el cual saltó con la agilidad que   —470→   da el temor sobre su alazán, ya de pie, alejándose después de agitar su sombrero, sin preocuparse de recoger la lanza clavada en la pendiente.

Toda esta escena duró pocos segundos.

Por mi parte, castigando recio, salí de la hondonada; salvé los agaves del linde opuesto, y me lancé por uno de los senderos de un campo cultivado. Algunos minutos duró el impetuoso galope. Me había alejado ya bastante del sitio del combate, sin alcanzar a distinguir la tropa de reserva; y, suponiendo al fin que se hubiese replegado hacia la margen del arroyo, no muy distante a mi izquierda, me apresuré a explorarla desde una alta loma.

Pero fue en vano. Los escuadrones habían mudado sin duda de posición para evitar ser envueltos en la vorágine, así que fueran acuchillados los fugitivos por la caballería vencedora; evolución oportuna, según pude verificarlo pronto.

El suelo retemblaba bajo el galope furioso de los regimientos enemigos en desbande. Cuando volví el rostro divisé bien cerca grandes grupos de jinetes, a toda brida, tendidos sobre el cuello de sus corceles, la espuela en los ijares y empuñados los sables curvos en actitud de dar frente para tentar fortuna con la última carga.

Oíase a lo lejos como una diana de victoria, roncos toques de clarín mezclados a espantosos   —471→   clamoreos. El horizonte cubierto de cúmulos sombríos, parecía surcado de fuegos eléctricos, a semejanza de los que brillan al declinar la tarde en una tempestad de verano.

Zumbábanme los oídos, y sentía las sienes caldeadas por la fiebre.

Ya no podía retroceder sin ir a perderme oscuramente en el entrevero formado a mis espaldas por los que fugaban y perseguían, ciegos y aterrados los unos, los otros frenéticos e implacables; el arroyo no ofrecía paso hasta aquella altura, y resolví buscarlo más abajo, en un claro de árboles que desde mi posición percibía e indicaba la existencia de un vado.

Así era en realidad. A pocos metros, un hermoso edificio se erguía dominando las dos orillas, y acaso los más apartados terrenos, desde un alto mirador.

Apenas detuve el galope, se abrieron de súbito las hojas de un balcón que enfrentaba el arroyo, apareciendo en él una dama anciana, quien tendió el brazo hacia mí con ansiedad, dirigiéndome frases que no pude percibir distintamente. Por un momento permanecí perplejo: pensé en el móvil piadoso de las buenas almas, y lo agradecí en aquellas horas de peligro. Pero, no podía detenerme sin faltar a mis deberes un minuto más.

En truenos redoblados me llegaba el ruido de la batalla; balas perdidas y sin fuerza salpicaban en los trigos, y casi encima de mí resonaban   —472→   violentas detonaciones de los que defendían su vida en el desbande. No había que hesitar.

El declive era suave, y bajé al galope.

A los dos lados se elevaban algunos sauces llenos de frescura y de verdor: el vado estaba al frente. Mi caballo se entró en el agua lodosa dando resoplidos de ardiente sed; pero ya en el medio levantó de pronto la cabeza, sacudiendo las crines.

Era que otro jinete acababa de penetrar por el extremo opuesto, quien al divisarme, sujetó las bridas sin volverse.

Involuntariamente recordé a la dama del edificio, que dejaba a mis espaldas, y deduje la razón de su ansiedad y de su llamado.

El que tenía delante era un hombre de porte altivo, barba negra, vivaz mirada y ademán enérgico. Traía una divisa con lema de oro distinta a la que yo llevaba, sable a la cintura, y lanza con virolas de plata, bien plantado en la silla, que oprimía los lomos de un fogoso tordillo negro.

Éramos adversarios. Nos miramos breve instante en silencio, con esa sorpresa natural en todo encuentro imprevisto; y acaso esperando que, lejos de nuestras respectivas líneas donde el mismo ardor estimula los hombres al combate y los hace insensibles al exterminio cierta conciencia de su irresponsabilidad en la acción colectiva; lejos de allí, donde no es la intención   —473→   calculada y fría la que mata, sino las pasiones en conjunto y en común excitadas, hasta el punto de ignorarse a qué cuerpo irá la bala, cuando se ataca la pieza o se muerde el cartucho; ¡lejos del fuego que se expande y comunica en la multitud, haciéndola sentir como un solo corazón y agitarse como un solo brazo, depondríamos nuestras diferencias, en holocausto a esa idea de justicia que reposa en el fondo de nuestro ser, oprimida por las demás, pero que al surgir e imponerse a los rencores y a los instintos nos humilla en la intimidad de su confidencia haciéndonos verdaderamente humanos!

No parece que él pensara así. La sorpresa duró poco. Impulsáronle quizás mi juventud temprana, su hábito de mando, su dominio sobre la hueste, que el prestigio arrastra y el ceño del caudillo impone; y amagándome con su lanza, me intimó que le abriese camino, o me rindiera. Ni una, ni otra cosa era posible. Yo tenía que pasar forzosamente. Advertido de esta decisión, precipitó su tordillo negro sobre mí con el mayor denuedo, obligándome a apoyar grupas contra los árboles para evitar con el ímpetu del encuentro el ser arrancado de la silla.

Apenas amartillé la pistola que llevaba al arzón, el hábil jinete se inclinó sobre el cuello de su caballo, infiriéndome una lanzada en el brazo izquierdo que alcanzó a la cruceta del hierro. Hice fuego entonces, manteniendo con esfuerzo   —474→   mi posición en la montura. El adversario dejó caer su lanza, deslizose por un flanco, destilándole de la frente un hilo de sangre, mientras su corcel asustado daba un gran bote y huía arrastrando del estribo el cadáver entre un torbellino de espuma...

Zelmar en esta parte de su lectura, levantó la vista impresionado, y miró a su amigo en silencio, pasándose las manos por las sienes.

Raúl, que había estado leyendo en su semblante y seguido con interés la vuelta de las páginas, alargó el brazo, y sustrajo suavemente el manuscrito, que Bafil dejara un momento en sus rodillas, diciendo:

-Te enterarás después de lo que sigue. Creo que ya has leído todo lo que puede rozarse con el hecho grave que nos preocupa.

Aclararé un detalle: el jinete negro era Zambique, el liberto senil que en otros días has visto pasar por delante de la quinta, con su cesto de fresas. Este ser oscuro y humilde que fue mudo testigo de mis amores y fiel esclavo de su reina, ya no existe. ¿Necesitaré nombrarte a la dama de la casa de campo, y al bizarro caudillo muerto en el vado?

-Infiero que la dama fuese la señora de Nerva, y Delfor, el caballero -contestó Zelmar meditabundo-. ¡Bravo problema, destino raro, singular leyenda!

  —475→  

Tras de estas palabras se dirigió a la ventana, y paseando una mirada por la campiña, se puso a recitar en voz grave y lenta una estrofa del Ariosto.




ArribaAbajo- XXXV -

Comentario


Raúl le observaba con los brazos cruzados sobre el pecho y el ceño adusto, en esa actitud pasiva del que experimenta todo el rigor de un hecho incontrastable.

De pronto, Zelmar se volvió diciendo:

-El precedente histórico de que acabas de enterarme, hace fuerza; ¡por mi vida! Pero, no me parece el caso de rendirse a discreción. Consideremos el hecho de una manera aislada, trasladémonos al instante mismo en que se consumó, desligándolo de su afinidad absoluta con Brenda: ¿qué dice tu conciencia?

-Me absuelve -repuso Raúl con calma.

-¡Ya es mucho! Toda la dificultad -que es seria- consistiría en llevar esa conciencia a la   —476→   mujer que amas. Del punto de vista legal, la cuestión no admite duda: la sentencia sería absolutoria.

-Lo reconozco. En el caso faltó la voluntad criminal que hace odiosa la culpa. Una ley preexistente a las escritas armó mi mano, porque estaba en mi misma naturaleza, y me lo exigía en nombre de su conservación. Agredido con riesgo inminente, estrechado en el vado por un fuerte adversario, los dos a solas, inhibido de retroceder so pena de morir de una manera oscura y miserable, el lance fue de defensa legítima y necesaria.

-Por otra parte una aventura de guerra -observó Zelmar-; y los que en ella se lanzan, no ignoran que al final se encuentra el sepulcro o el laurel. Es un dilema de hierro, dos extremos distintos, pero muy cercanos como la punta y la cruz de una espada. Advierte también que en aquellos instantes tenías un delicado deber que cumplir, aunque fuera hacinando cadáveres; complemento notable a tu favor. El deber militar en lances tan supremos, es más inexorable que la rueda de una pieza a todo el correr del tiro que buscando posición, estruja y mutila heridos y moribundos, sorda como el bronce, inflexible como la muerte que oculta en su ánima sombría.

Del punto de vista moral, o a faz de tus amores, el hecho cambia de aspecto. Me imagino el dolor de Brenda, sobrecogida a un paso de su   —477→   dicha por una revelación semejante, la lucha tenaz entre el recuerdo y la pasión, el deber y el sentimiento, disputándose un predominio imposible por ahora, si hemos de creer que el cariño filial subsiste en la intensidad de sus ternuras y el amor ha seguido en ella un crecimiento noble sólo propio de los seres elevados. Me figuro su aspecto físico, su quebranto visible, sus espasmos y soledades cual sucede en las grandes tribulaciones, en que no se piensa ni se descansa, sino que se sueña o se delira, en que la idea semejante a un ave que no se posa, se alza, desciende, gira, se complace en su tormento mientras dura la excitación del cerebro; y deduzco de todo esto, que la misma gravedad de las circunstancias te impone el deber de esperar.

No hay duelos que resistan al tiempo, ni obstáculos insuperables para un amor verdadero. La tendencia irresistible a expulsar el temible huésped del dolor aproxima a la dicha suspirada, aunque quede alguna raíz de la pena.

Pero la persuasión no será obra exclusiva del tiempo, sino tuya también...

-Mía, ¿has dicho?

-¡Sí! En tu lugar yo conservaría toda mi fe, y andaría paciente sobre la arena circundada de oscuros horizontes, convencido de llegar al fin al oasis.

Si ella recogiera alguna vez de tus labios la narración del episodio, llegara quizás a conmoverse   —478→   lo bastante para no consentir que tú enjugaras sus lágrimas y calmaras su aflicción; porque al ser verídico y sincero hallarías en su ánimo mas que la resistencia tristemente severa de la huérfana, el arranque espontáneo y generoso de la mujer sensible, de la mujer que en su amor primero ha sufrido por tu culpa sin que tú la hayas engañado.

Raúl se incorporó en su asiento con los ojos brillantes; y tendiendo el brazo, lleno de ansiedad:

-¿Crees eso posible? -preguntó.

-Sin que me asalten dudas. Agrega una circunstancia deplorable, que preveo, y sobre la que tú mismo no habrás dejado de meditar: la de la muerte de la señora de Nerva en plazo más o menos breve, según los informes que me fueron trasmitidos por Areba.

Te impondré de ellos. En la junta de facultativos realizada ayer, el resultado fue de funesto augurio. Ningún remedio sería bastante heroico para combatir el vicio orgánico: la hipertrofia llevaba rápidamente la enferma a su terminación fatal. Era cuestión de días, quizás de horas.

Tendría derecho a presumir, por mi parte, después de haberte oído, que una violenta escena íntima, coincidiendo con la que tuviste con de Selis por la misma causa y sobre el mismo hecho en la habitación de la enferma haya influido, de un modo considerable en su grave estado   —479→   físico; y a ser cierta esta sospecha, no, deberíamos extrañar el inmediato desenlace.

Calcula sus efectos. La muerte de su protectora afligirá a Brenda en la medida de sus anteriores infortunios; pero, al quedar de nuevo sola en el mundo, ha de sentir la necesidad de un consuelo que nadie podrá ofrecerle, sino aquel que la hizo llevar luto desde su primera juventud, y que es precisamente el que ella ama y no olvidará un instante en la soledad de su dolor. Estarás presente en su espíritu y contigo ha de soñar; te acariciará a toda hora, preguntándose qué pena ha de imponer por una culpa inexpiable a su noble caballero, besándote en el misterio sin permitir que tú la beses, y gozándose en los deliquios indecibles que la ilusión crea en los grandes, perdurables amores.

¿Deseabas que te hablase así?

-¡Oh, gracias amigo mío! -exclamó Raúl con gratitud-. Tus palabras me llenan de dulces esperanzas.

Pero -añadió con acento bajo-, ellas irradian al penetrar en mi espíritu, para desvanecerse como hermosos juegos de luz al frío soplo de la realidad... ¡Paréceme imposible!

-¿Imposible? No lo veo así. ¡No se trata de la Yocasta de Edipo, ni de la Jimena de Corneille, a quien el gran trágico exhibe en la terrible actitud de tender la mano al matador de su padre mientras llevan a éste al cementerio;   —480→   de su padre, a quien el amante mata, sabiendo que lo era! Tu situación moral es distinta, y el hecho en que se funda natural y lógico por las contingencias del conflicto en que se produjo.

Los años pasan sobre esa aventura de guerra civil, el acaso te acerca a la huérfana, interviene una pasión robusta, y cuando sueñas con realizar tus votos, se rompe un secreto que debió guardar la piedra de la tumba: ¡tú eras el causante de esa orfandad!

Mas como todo daño se indemniza y todo infortunio se compensa, por ley natural cuando no escrita, siempre que dos organismos selectos sepan compenetrarse, infundirse el uno al otro sus noblezas y abnegaciones profundas, ¿por qué dudar Brenda de la dicha, y tú de su perdón?

Raúl estrechó la mano de su amigo con cariño, diciendo, entre alentado y vacilante:

-Lo meditaré. Mi voluntad es fuerte; pero toda su energía no basta a arrancarme en pocas horas esta impresión penosa.

-No lo niego; y difícil sería que otro en tu caso dejara de doblegarse.

Cuando la metralla destroza a un héroe las dos tibias, no es cierto que su bravura acalle por completo los gritos de la carne: la entraña se encoge y el tronco se retuerce. Hay sufrimientos morales que superan a la   —481→   congoja del héroe. Pero, sin ellos, ¿habría seres superiores?

Empieza a meditar, amigo mio, y adiós.

Sabes que un compromiso serio reclama mi presencia a esta hora en cierto sitio.

Cuenta conmigo después. Confío hallarte más tranquilo y mejor dispuesto a mi vuelta. ¡Alza corazón!

Los dos jóvenes volvieron a oprimirse sus manos, sonriendo.

Raúl acompañó a Zelmar hasta la puerta, deseándole un feliz éxito en la misión profesional recomendada por Areba.

Bafil dio orden a su cochero de conducirlo a la calle de Médanos, a una casita solitaria, de propiedad de la señorita de Linares, situada cerca de la costa.

A pesar de los primeros tortuosos trayectos, la distancia podía ser fácilmente recorrida una vez que hubiese entrado el carruaje en la calle de Cebollatí.

Zelmar miró su reloj. Marcaba las cuatro y media.

-Te doy quince minutos -dijo al cochero.

El coche arrancó con la mayor celeridad.



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ArribaAbajo- XXXVI -

Autopsia


El trágico fin de Gerardo y Cantarela sorprendió a la señorita de Linares enmedio de los graves conflictos por que pasaban los moradores de la casa-quinta de Nerva.

El señor Perea le llevó la noticia en el acto que llegó a su conocimiento, penetrado como lo estaba del especial interés de la joven por la suerte de la infeliz pescadora.

No se hallaba ella preparada para esta impresión, y por lo mismo hubo de conmoverse hondamente.

Pensó en Zelmar...

El joven médico debía llegar en ése, o al siguiente día.

Es justo que asista a sus exequias -se dijo Areba.

A él se debe la extinción de una familia. ¿Qué mucho que sufra un poco? ¡Hay expiaciones severas para los delitos que la ley no pena, y en cuyo rigor no creen los soberbios!

  —483→  

La justicia había intervenido, instruyendo un sumario. Depusieron en él los que habían retirado los cuerpos de la red corvinera; pero en sus declaraciones se limitaron a los hechos producidos, hasta el instante en que Gerardo se dirigió a las pesqueras con la joven. No olvidaron consignar que su infortunado compañero padecía de mal caduco, desde algún tiempo atrás, y que en el día del suceso estaba muy pálido y abatido.

El cadáver de Cantarela exhibía signos elocuentes de un crimen; y a los efectos de un informe médico-legal indispensable, designáronse dos facultativos, que deberían expedirse en el acto de practicada la autopsia.

Uno de ellos era de Selis. Areba le manifestó su deseo de que coadyuvara al informe el doctor Bafil, que acababa de rendir sus brillantes pruebas en Buenos Aires, y cuyo regreso se esperaba en esos momentos; para lo cual ella recabaría su aquiescencia, en la seguridad de no ser desoída. De Selis defirió cortésmente.

¿Podía acaso rehusarse a nada de lo que le pidiese Areba, a cuyas hábiles maniobras debía el haber asestado un golpe mortal a Raúl, y de cuyos efectos una y otro se prometían incalculables ventajas en beneficio de sus pasiones?

Para la operación del reconocimiento científico, Areba había cedido la pequeña casa de que hemos hecho mención, y adonde fue trasladado el cadáver de Cantarela, el día del suceso, por la noche.

  —484→  

Con ese objeto, se arregló urgentemente una pieza espaciosa con ventanas al patio, bañada de luz profusa, proveyéndola de los muebles y útiles indispensables.

El cuerpo estaba sobre una mesa de piedra blanca y lisa, cubierto con un paño, del que se exhalaban sutiles aromas, como si todo lo hubiese preparado una mano de mujer.

Veíase en el suelo un ataúd forrado de negro con chapas de bronce, y encima de él, una corona de cuentas negras sin iniciales ni lazos de moaré; sencilla ofrenda anónima, allí arrojada por el deber piadoso.

Cuando Zelmar llegó, de Selis y el otro médico -que era un hombre serio y frío, barbicano, de pocos cabellos, frente amplia y mirar firme y sereno-, examinaban atentamente la cabeza y cuello de la víctima.

De Selis tenía los brazos remangados. Sobre una silla se veía abierta una caja de cirugía, llena de esos delicados instrumentos de acero tan límpidos como un cristal de roca, que en la mano suave y segura de un hábil profesor, parecen convertirse en apéndices metálicos de sus nervios tranquilos o de sus dedos de mujer, que aunque las toquen, nunca ajan las rosas.

Había sobre la ancha mesa, al lado del cadáver, un bisturí y un cuchillo pequeño propio para el corte de partes blandas, que no debía emplearse hasta la llegada de Zelmar.

  —485→  

Al ruido de sus pasos, sus dos colegas salieron al encuentro, y cambiáronse entre ellos los saludos y obligadas frases de estilo. Bafil pidió disculpa por el retraso de cinco minutos sufrido; y dejando sobre un mueble su sombrero, tiró de los guantes de hilo que cubrían sus manos, avanzándose unos pasos hacia la mesa, donde fijó su mirada rápida e inteligente.

La vividez de la luz solar ponía de relieve las menores líneas y detalles de la cabeza de la muerta.

Al principio -tan desfigurada estaba- Bafil mantuvo su mirada aguda, profunda, clavada en aquella cabeza, como inquiriendo en sus perfiles la razón de la sorpresa que le sobrecogía; pero luego que dio un paso más, maquinalmente, y arrancó con increíble ligereza el paño que encubría el tronco, algo semejante a una conmoción eléctrica crispó todos sus nervios, y ahogó un grito en su garganta, que trascendió en forma de espiración ronca y violenta.

Los otros médicos se miraron.

Zelmar permaneció inmóvil, con la vista fija en la mesa. Estaba yerto. La sangre se había retirado de la periferia, y refluía a su corazón a saltos tumultuosos, al punto de sentirse casi vencido, por un instante, aquel temperamento enérgico y varonil capaz de resistir entero las más fuertes luchas, los más serios sinsabores presentidos, ¡pero no lo imprevisto!

  —486→  

La cabeza de Cantarela -el semblante hermoso que él había llenado de caricias en sus horas voluptuosas de muy cercanos días-, presentaba un aspecto lúgubre y horrible.

Tenía la boca casi abierta, las encías y los labios amoratados, saliente la extremidad de la lengua, de un color negro de crespón; las mejillas cubiertas de manchas, los ojos fuera de órbitas, la frente sajada, cual si en ella hubiese alguno trazado círculos con la punta de un puñal. Todos los signos imborrables de una muerte violenta se descubrían en aquel rostro alterado, que era apenas un trasunto irónico del semblante encantador del hada de las costas. ¡Qué expresión desesperada en esta máscara verdinegra!

Un brazo había quedado encogido, y la mano parecía llevar sus dedos al cuello, en parte circuido de manchas violáceas; la piel de las sienes presentaba pequeñas heridas de labios o bordes incoloros, sin duda por la acción del agua marina; el seno estaba intacto.

De Selis se fue acercando a la mesa; y creyendo interpretar el pensamiento de Zelmar, después de seguir su mirada penetrante y escudriñadora, se apresuró a decir:

-Observa usted el cuello. En realidad he notado también ahí las huellas de una mano, que debe haber sido de un vigor nada común. Examine usted de más cerca, y podrá percibir las señales de los dedos: aquí se han cerrado como   —487→   grandes pinzas de acero, hundiéndose en los tejidos y oprimiendo la tráquea, hasta producir la asfixia.

Diré a usted. Esta joven convalecía de una fuerte fiebre que la postró por algún tiempo, y su físico se encontraba muy delicado y débil en los momentos en que fue víctima de una venganza, al parecer. Tuve oportunidad de asistirla en su dolencia. A mérito del régimen prescrito, hacía ayer su primer ejercicio en una barca por el río, acompañada del pescador que, con la de ella, concluyó su vida. Según mis datos, este pescador padecía de epilepsia...

Zelmar interrumpiéndole, sin prestar atención a sus palabras, le miró de una manera que hubo de inspirarle inquietud. El joven esforzó una sonrisa, murmurando:

-¡Asfixia por estrangulación!

Su acento era extraño. Parecía hablar consigo mismo, sin preocuparse para nada de la presencia de sus dos colegas.

Sus ojos volvieron luego a fijarse con honda insistencia en las facciones de la muerta, y algunas frases entrecortadas salieron como soplos de su boca; verdaderos desahogos de un sollozo, dominado en su intensidad por un esfuerzo supremo.

-Nótanse lesiones interesantes -dijo el médico de la barba cana-, en los parietales; muy especialmente, en el izquierdo. Se reconoce a primera   —488→   vista que la cabeza ha sido sacudida contra un objeto solido y consistente, tal vez contra las banquetas de las bandas o las barras del lastre, y esto ha debido suceder cuando la víctima sostenía lucha con el que la oprimía ya el cuello con la fuerza de una tenaza. Advierta usted la posición de ese brazo, enarcado y contraído, y los rasguños en los dedos; la víctima, obluctando enérgicamente, parece haberse desgarrado la piel con sus propias uñas. En el parietal izquierdo se percibe un ligero hundimiento.

-Cortaremos en esa parte la cabellera -repuso de Selis-, antes de sajar la piel del cuello. Creo que el examen debe empezar por las lesiones del cráneo.

Enseguida extrajo de la caja una tijera.

Bafil se puso bien cerca de la mesa, más reposado y frío, y dijo con acento firme:

-¡Ni cortar, ni sajar!

De Selis se quedó mirándole, con el instrumento cortante en la mano, y pasando los dedos de la otra por sus hojas, un tanto sorprendido.

-Es necesario en mi concepto -objetó.

-Pero no en el mío.

De Selis se encogió de hombros; el otro médico movió la cabeza.

Ambos cambiaron una mirada de inteligencia.

-Opino como el doctor de Selis -dijo aquél-, y aun cuando el señor discrepe, el cometido impuesto debe cumplirse de una manera concienzuda

  —489→  

-¡Es elemental! -exclamó de Selis, sonriendo con cierta agitación nerviosa, y llevando la mano a la espléndida cabellera de la muerta.

-Está de más la lección -repuso Zelmar con la frente nublada y el labio trémulo-; mis motivos tendré para oponerme a que se profane ese cadáver. ¡Absténgase usted de cortar!

-¡Caballero!

-¡Extraña conducta!

-¡Pese a los dos! -prorrumpió Bafil-; me opongo, y no se ha de hacer.

De Selis puso un gesto desdeñoso, e introdujo la tijera en el cabello.

Zelmar, rápido y osado, dejó caer su mano fornida y potente como una zarpa leonina sobre la de Lastener, arrancándole el instrumento; en tanto que le azotaba el rostro con los guantes, cogidos por la otra de las bordillas.

De Selis intentó arrojarse sobre él, iracundo; pero el médico grave e impasible de la barba cana, colocose enmedio, y alzó su voz diciendo:

-¡Nada de pugilato indigno, en nombre de la ciencia! Tiempo sobra para lavar ofensas, y nunca es tarde para el desagravio.

Nuestra misión ha concluido, doctor de Selis; respetemos la razón íntima y secreta que puede haber impulsado a este caballero a oponerse de un modo violento al examen sesudo y científico del cadáver; pero declinemos en él también nuestra responsabilidad por completo, desligándonos   —490→   en este acto mismo de un compromiso enojoso. ¡Dígnese usted acompañarme!

Zelmar, de brazos cruzados junto a la muerta, pálido y resuelto, miraba con altivez a su adversario.

De Selis arrastrado algunos pasos por su colega que le había asido fuertemente del brazo, obligó a éste a detenerse un instante, y dirigiéndose a Bafil, dijo, reprimiendo sus arranques de reconcentrada cólera:

-¡Nos volveremos a encontrar mañana, si su coraje tanto rebosa!

-¿A qué hora, y dónde?

-A las diez, en Toledo.

-¡Allí estaré!

Los dos médicos salieron.

Cuando Zelmar se vio solo, pasose la mano por la frente cual si pretendiera calmar así el rigor de su negra pesadumbre.

A ella se impuso su fortaleza de ánimo, y reflexionó.

Reconocía a Areba en aquel golpe rudo -¡el designio oculto, quizás!- a que se había referido Raúl por intuición, cuando le hablara él de sus esperanzas. El convencimiento llegaba de súbito, y era eficiente; no debía persistir más. Areba no podía amarle; en cambio, él se encontraba en aptitudes de destruir todos sus proyectos. ¿De qué manera? Lo dirían al día siguiente el valor y la destreza.

  —491→  

En tanto, ¡qué trágico fin el de la pobre Cantarela! Allí estaba rígida y yerta, pareciendo que la habían puesto un antifaz horrible, ¡ella, tan hermosa, apasionada y ardiente!

Contemplábala sombrío.

Aquellos ojos saltados y vidriosos, que otrora trasmitiesen a los suyos el dulce fluido del amor, aquella boca que quemó la de él con fuego inextinguible, aquellas manos que jugaron con sus cabellos temblantes de ternura, aquel cuerpo esbelto y flexible que ella dio en canje de su cariño y aquella cabellera de ondina, negra y profusa en que se envolviera su busto mórbido en las noches de deliquio, ¡qué aspecto lúgubre presentaban!

No pudo el joven resistir por mucho tiempo el desnudo realismo de este cuadro; y cubriendo con la manta los despojos, de allí se arrancó violentamente.



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ArribaAbajo- XXXVII -

Soliloquios


En la noche del mismo día en que ocurrió el incidente, Areba esperaba la visita del doctor de Selis, con esa natural impaciencia de la que ha madurado un plan interesante y se promete un éxito satisfactorio.

Paseábase por el gran salón de recibo, halagada por cierto contentamiento íntimo al acordarse de Zelmar, e invadida por contradictorias dudas y opuestas emociones al hacer memoria de Raúl.

Las pretensiones de Bafil respecto a ella no se conciliaban con su actual estado de ánimo; aparte de que, siendo él el amigo preferido de Henares, y por lo mismo el depositario de sus confidencias, convenía alejarle de la escena, después de someterlo a una prueba de conciencia y a un severo desengaño. Este alejamiento, en concepto de Areba, debía seguirse a la impresión grave, presumible, ante el cadáver de Cantarela a quien él juzgaba llena de fuerza, lozanía   —493→   y hermosura, aguardando su regreso; impresión harto inesperada y violenta para no doblegarle y abatirle, a pesar de los bríos de su carácter y de sus escépticas ideas sobre la vida mundana.

Cierto es que Areba, al principio, tuvo por Zelmar acentuadas preferencias, distinguiéndolo entre sus adoradores sin reserva alguna; pero, no lo era menos, que ese afecto especial había empezado a decaer desde el lance en el Paso del Molino, y concluido por extinguirse al brotar la pasión real y vehemente engendrada por Raúl Henares, más que al trascender y divulgarse los ocultos amores del gallardo libertino.

Ella lo temía todo de su intimidad peligrosa con Raúl. Eliminado, en cambio, de la acción; lejos del terreno asignado al desenlace por ella previsto, fácil era que la fuerza misma de las circunstancias aproximase a Brenda y de Selis, e hiciese menos sensible la distancia entre ella y Raúl!

Mucho la sonreía esta ilusión. Y ¿por qué dejar de acariciarla? En el vestíbulo de la casa de campo, después del encuentro con de Selis, Henares había tenido para ella frases respestuosas, suaves, sin hiel; frases que aún resonaban en sus oídos, como los lamentos de Brenda durante toda una noche. «Hay un principio de justicia -decía él- que no permite condenar a un reo sin oírle... Sea usted piadosa, si escuchare que me condenan».

  —494→  

Y reproduciendo estas palabras en su interior, Areba se decía a su vez:

¿Quién podía condenarle? De labios de Brenda no recogí un solo reproche; que para todo le faltaban fuerzas, menos para el sollozo.

No era capaz de odiar un hombre que hablaba así. ¡Idea consoladora, la de no ser odiada!

Dora mis pobres ensueños.

Brenda, en su lucha sorda con las memorias venerables y el cariño y la gratitud del presente, cuando parece que ya expira la que ha sido su segunda madre, sin haberla manifestado otro deseo que el de una unión posible con de Selis, quizás se incline a meditar, y bastaría ese fenómeno sobre su sensibilidad exaltada para que el tiempo preparase e hiciera menos duro el sacrificio.

¿Nada pueden y en nada influyen acaso, los grandes deberes, los vínculos estrechos de sangre, la voz del corazón que se rebela contra el olvido, la pureza de alma que resiste a la tentación?

Algo se debe conceder a la lógica de la propia vida en sus combates con el dolor, a la herencia, al orgullo del nombre, a los arranques naturales, a las exasperaciones de un duelo profundo.

Verdad que Raúl Henares no es un delincuente para los demás; pero, para Brenda no puede dejar de ser nunca el matador de su padre.   —495→   Aquí está el conflicto sin término, el recuerdo indeleble, la pena incurable. Privar que se acerquen es lo discreto; será fatal que se hablen, se consuelen, se arrullen arrastrados por su destino. Estos reencuentros borran toda una historia, sin dejar de ella más que la parte de adorable claridad. ¡Oh! ¿por qué no dudar? Vano sería tal vez todo empeño, si se volvieran a ver antes que de Selis recuperase la dulce estimación que precede siempre al consentimiento, se esté o no apasionada. Sucedería seguramente lo último, en caso de que esa estimación renaciese.

Pero, ¿sería eso posible?

Areba se quedó pendiente de esta pregunta, con un dedo en los labios y una sombra en el rostro. Tropezaba con la duda más seria. Púsose luego a recordar.

De Selis había pasado largas horas a la cabecera de la enferma, consagrándola todos sus esfuerzos con un celo recomendable; y seguía recurriendo a los medios más heroicos para arrancarla a las garras de la muerte. En sus atenciones con Brenda, después del encuentro con Raúl, la delicadeza y el tacto exquisito de su proceder habían sido irreprochables, hasta el punto de haber merecido de la joven alguna palabra benévola.

Esa solicitud cariñosa con la anciana y esa conducta delicada con la huérfana, podían constituir   —496→   un principio o de reconciliación o de armonía precursora de una tolerancia amistosa que permitiese esperarlo toda de la obra del tiempo; y de Selis tenía que desenvolver la mayor suma de habilidad en sentido de precipitar esa acción e inclinar el ánimo de Brenda a una actitud resignada con su destino...

Así pensando, de pronto Areba se dio cuenta de la demora de Lastener.

No pudo menos de extrañarla, porque él había prometido estar allí a la hora de costumbre. ¿Se hallaría, acaso, junto al lecho de la señora de Nerva? Esta sospecha tenía visos de fundada. El estado de la anciana era gravísimo, y exigía siquiera como un deber o un consuelo un auxilio médico permanente.

Pero, Areba había resuelto pasar esa noche en la quinta, como otras veces; y desde luego su impaciencia en conocer el resultado de la autopsia del cadáver de Cantarela y las impresiones experimentadas por Zelmar, podría satisfacerse en breves horas, así que ella se avistase con el doctor.

Dio sus órdenes, cuando el reloj del gabinete señalaba las nueve y media.

Instantes después ocupaba su carruaje, en compañía del señor don Leoncio Perea, persona indispensable para todas las comisiones discretas y delicadas, y por cuyo intermedio la señorita de Linares recibía siempre los informes concienzudos   —497→   que determinaban sus actos decisivos. Era un edecán sin reemplazo posible, para sus asuntos íntimos. Todo se le confiaba, y nada salía de él. Semejante a una cripta llena de tesoros, el secreto de su boca sólo pertenecía a Areba.

Contra todas sus esperanzas, la joven no se encontró en la quinta con el doctor de Selis; circunstancia que no dejó de preocuparla. La enferma seguía en el mismo estado.

Estos datos le fueron comunicados a la entrada, en donde ella se detuvo, para trasmitir ciertas instrucciones al señor Perea.

Mientras lo hacía, alcanzó a distinguir como una sombra en la ventana iluminada de Raúl, que se divisaba claramente desde la verja.

Areba sintió una emoción dulce, extraña, indefinible. ¡Aquella sombra debía ser la de él! Parecía inclinado hacia afuera, inmóvil, en posición de escuchar los ruidos de la noche; cual si en ellos esperase recoger algún eco interesante, alguna nota expresiva que pudiese partir de la cercana vivienda.

Areba se entró, suspirando.

La sombra que ella había visto, era la de Raúl en realidad.

En toda esa tarde, desde el instante en que le dejara Zelmar, el joven ingeniero no se había movido de su gabinete de estudio.

Pasaba por esas transiciones de ánimo y ese estado de excitación que se siguen a los grandes   —498→   quebrantos, una vez que el espíritu ahonda el problema, o empieza a medir el alcance verdadero del golpe que lo ha anonadado en las primeras horas.

Las palabras de aliento de su amigo le habían conmovido apenas; comprobándose el aserto de que nada es tan difícil como llevar la persuasión a un corazón lacerado, y nada tan fácil como la recaída en las cavilaciones que sugieren los intensos dolores morales.

Una idea le mortificaba, constante y cruel, una idea que parecía resumir toda su vida psicológica del momento; y esta síntesis fatal de sus devaneos y pesares, era la de que su adversario se hallaba en mejores condiciones que él para aspirar al triunfo, tantas veces soñado y apetecido por los dos. ¿Podía él ocultárselo acaso? No. ¡Al fin, Lastener de Selis no era el matador de Pedro Delfor! Contaba a más con la influencia y el beneplácito de la señora de Nerva.

¿Qué grado de energía podía oponer la huérfana a estas compulsiones morales, que debían obrar simultáneamente en su espíritu con mayor fuerza, en el caso probable de muerte de su protectora? Todo bien considerado, el horizonte presentaba oscuras perspectivas, ya que no claros lineamientos de una solución cierta e inevitable.

Verdad que a él le quedaba un recurso extremo, aunque aleatorio, recurso de fuerza sometido al azar, que siempre había desechado con levantados   —499→   sentimientos. Ahora, el rigor de la pena lo inducía a acariciarlo nuevamente, y a forjarse sobre su éxito risueñas creencias e ilusiones.

No hacía cuestión consigo mismo, del derecho que a ello le asistía: un lance personal quedaba justificado por los mismos antecedentes del antagonismo con de Selis; lance cuya iniciativa no creyó le correspondiese, mientras pudo reinar sin sombras en el corazón de Brenda, pero que, en el momento actual, él debía asumir como la única actitud lógica, conciliable con la gravedad de los hechos y lo insólito de su posición.

Para provocar ese lance, bastaría un nuevo encuentro, una mirada agresiva, una palabra enconada. ¡Los dos guardaban serios agravios!

Enmedio de su soliloquio, Raúl sintió que en el fondo de su ser se removían gérmenes de odio; y acusando a la fiebre que le encendía la sangre, oprimiose con ambas manos la frente, y fue a apoyarse en el alféizar de la ventana, ansioso de aspirar la fresca aura de la noche.

Fue en ese instante, que Areba alcanzó a percibirle.



  —500→  

ArribaAbajo- XXXVIII -

Duelo


Pasadas las doce del día siguiente, Julieta, llena de agitación extraordinaria sorprendía a Areba en su habitación. Graves eran los motivos de esta visita, y así se apresuró a manifestarlo, echándose atrás el velo sofocada y haciendo difíciles volteos de abanico.

Corría por la ciudad el rumor de un duelo, realizado por la mañana entre Bafil y de Selis, y del que este último había resultado muerto según las versiones más autorizadas. Las causas del lance parecían provenir de diferencias serias producidas en el acto de darse principio a la autopsia del cadáver de Cantarela. Zelmar se había opuesto resueltamente al procedimiento autóptico, contra el dictamen de sus dos colegas, y llegado hasta poner la mano en el rostro de Lastener de Selis, quien se había retirado, después de provocarlo a duelo, mediante la intervención prudente y discreta del otro facultativo.

Mientras oía todo esto, Areba, que había experimentado   —501→   diversas y violentas impresiones, oprimiéndose el seno con ambas manos para reprimir impetuosos latidos, no pudo menos de exclamar a voz herida:

-¡Qué he hecho, Dios clemente!...

Julieta se interrumpió.

Viéndola ponerse excesivamente pálida, con los ojos muy abiertos y el pecho palpitante, cogiola de las manos solícita y tierna en apariencia, como llamada a su vez a cuentas por el sentimiento que humedeció los suyos; y agregó llena de fingida ansiedad:

-¿Qué te pasa, amiga mía?... Tal vez he sido imprudente al comunicarte estas cosas terribles sin exordio preparatorio. Discúlpame. La noticia hacía nudo en mi garganta, y me era necesaria la expansión, so pena de sufrir después algunos grados de fiebre... ¿Quieres aspirar un poco de esencia?

Y en el acto la acercó un frasquito de cristal fino, con fuerte espíritu de mil flores, que ella no olvidaba nunca guardar en el seno, como un atenuante de sus vértigos pasajeros o de sus dolores neurálgicos.

Areba la rechazó suavemente, y dijo, cual si quisiera aparecer superior a su emoción:

-¡No! Ya pasará. Deseo que prosigas y me trasmitas todo lo que sepas al respecto, pues no ignoras que promedia un grande interés amistoso, aparte de circunstancias de otra índole que   —502→   me afectan de cerca. Habla sin recelo, amiga mía, y repíteme la versión que juzgues más acertada entre aquellas de que te haces eco.

Así requerida y facultada, Julieta Camandria abrió de súbito las válvulas de su impetuosa locuacidad, adornando su relación con cien detalles o relieves caprichosos, al extremo de transformarse la aventura en una historia fantástica de Poe. Expuestos los hechos y antecedentes del caso con tal extraño colorido, Julieta llegó por fin al episodio del lance, a modo de quien, tras de fatigosa carrera, alcanza a poner el pie en el estribo del tren cuando suena ya el silbato de partida. De tal modo temía que se le escapasen los pormenores del desenlace -que en rigor sólo se conocían en parte- entre el torbellino de versiones, conjeturas y comentarios que surgían de su boca hasta provocar mareos.

-¡Me presumía algo análogo, Areba!- agregaba nerviosa, apartándose los rulillos de la frente, y componiéndose a dos manos un tembleque con flor de perlas que lucía en mitad de la cabeza como un penacho de cacatúa-.

El lance fue en Toledo, a los fondos de una quinta de Casilda; a la espada, y a muerte. A los pocos momentos de Selis recibió la herida. Dicen que falleció en el camino, al regreso. De Zelmar nada se sabe: ha desaparecido...

Me ha parecido bien esta resolución de su parte, mi querida amiga; era él ya una piedra   —503→   de escándalo en nuestro medio ambiente. La crónica registraba todas las semanas algún hecho alarmante, con excepción de este mes de ausencia; amoríos nada lícitos, ya sabes... ¡la de Silvana!... No se ha hablado de otra cosa, con motivo del suceso; esa mujer queda en descubierto. ¿Y qué me dices de Irma? ¡A la vista está!... La había empeñado él palabra de matrimonio, que la muy inocente creyó de buena fe. ¡Ya la tiene buena! Este suceso del lance ha venido a hacer olvidar un poco en nuestro círculo el tremendo episodio de Raúl Henares. ¡Oh! Ese sí que es un hombre distinguido. Pienso como tú. Su desgracia aflige aún a los que sólo lo conocen por su noble conducta en el Paso del Molino, cuando corrió a nuestro socorro con tanto denuedo. Todas las simpatías son para él, es un ser de prestigio misterioso que va invadiendo todos los corazones y llenando de esperanzas la mente de más de una soñadora. ¡Feliz del que cautiva con sólo el nombre!...

- ¡Oh, calla, Julieta! -dijo Areba estremeciéndose-. Me recuerdas a la pobre Brenda, y a su protectora, que espera de un instante a otro dejar el mundo, y mi deber de acompañarlas por largas horas enmedio de tantos pesares.

-¡Qué cúmulo de desgracias, amiga mía! Te compadezco de veras por el profundo interés que en ellas te tomas; pues parece que en rigor sufres   —504→   sensible quebranto. Observo desde hace días en tu rostro, en tu aire, en tus palabras, en tu figura misma, que pasas por crisis morales nada convenientes a tu salud; en este momento estás muy pálida, Areba; y quizás me ocultas que no te sientes bien.

-No lo creas -repuso ella con firmeza-. Efecto de las veladas. Aparte de esto, experimento emociones naturales, sentimiento, pena, no sólo por lo que ocurre en la quinta de Nerva, sino también por el hecho inesperado que acabas de comunicarme. De Selis era un amigo de méritos.

-Bien lo comprendo. Se duele una por acción refleja, según los términos de moda; ¡y tal me acontece!

Con las seguridades que me das, voy a dejarte, pues a las dos debo hallarme en casa de Pepa. Es otra de las admiradoras de Raúl Henares. ¡Adiós, querida amiga! Deseo que te tranquilices pronto, y que cesen tus afanes.

-¡Gracias! -contestó Areba, rebosando de amargura.

Cuando Julieta hubo salido, quedose mirando el suelo, grave e inmóvil, cual si recién sintiera sobre sí el peso enorme de aquella catástrofe no incluida en sus cálculos y combinaciones.

¡Todo se derrumbaba por su base arrastrando ensueños y esperanzas! Zelmar abría a su amigo la puerta de la fe, batiendo el terreno hasta derribar el obstáculo. Su acción había sido proficua.   —505→   ¡Y era ella la que la había preparado con propósitos distintos!... Empezó por reconocerse impotente para jugar con pasiones, a modo de piezas de ajedrez; a la evidencia estaba que traían en último extremo lo imprevisto; y lo imprevisto podía ser, como en su caso, el estrago y el desastre. Con la muerte de Lastener de Selis la obra se destruía en el instante de su coronamiento; Raúl y Brenda volverían quizás a mirarse sin zozobras. Ella ignoraba, por otra parte, qué grado de intensidad habría alcanzado el sentimiento en el ánimo de la huérfana por la revelación del secreto; después de la violenta escena en que esa revelación se produjo, Brenda se había reconcentrado en un mutismo absoluto, sólo interrumpido, a no dudarlo, por los lamentos y el llanto solitario.

-Pero ¿quién podía leer en su alma? Si fuese cierto que para los grandes amores no hay imposibles, sería natural también suponer que en el fondo de su corazón llameara el cariño, voraz e inextinguible.

Esta idea reagravó en Areba la tristeza y el desconsuelo; y sintió ansias de llorar.

Levantose y anduvo vacilante por el gabinete y la alcoba, sin saber lo que hacía; pensando en él, sintiendo que le amaba más; que por ella había expuesto su vida; y pues que era joven, hermosa, opulenta, grata al beneficio, él debía haberla querido... ¡a no ser Brenda!

  —506→  

Y esa odiosa de Julieta que se había estado complaciendo en hincarla su diente negro en el pecho sin piedad, empezaba a hacerse digna de su menosprecio; fabricaba sus goces con el dolor ajeno. ¡Qué insistencia en hablarla de Raúl, y qué intención pérfida y maligna! Toda la hiel se le revolvía en la sonrisa y toda la hipocresía en los ojos. Esta criatura iba degenerando sin escrúpulos, y amenazaba concluir en monja revoltosa.

Lastener muerto... ¿Quién hubiera podido prever este golpe, de manos de Zelmar?

Raúl no se gozaría en el hecho, porque era noble y generoso; mas ¡cuán dichosa fuera, si pudiese leer en su pensamiento íntimo en aquellos instantes!... ¡Ay, no, que no habría para ella ni un recuerdo dulce y vago en el fondo de su alma, llena toda del esplendor de Brenda como de una luz de estrella!

Areba dejose caer en su lecho lentamente, y permaneció inmóvil, con el rostro vuelto hacia abajo, y las manos en las sienes.

Minutos después, un temblor convulsivo agitaba su cuerpo; y prorrumpía en profundos sollozos.

En esa misma hora, Raúl, en posesión de la grave noticia, no experimentaba impresiones menos amargas; y precisamente, contra la sospecha de Areba, era ella la que absorbía su espíritu.

Una carta de Zelmar, que tenía en sus manos,   —507→   se lo había revelado todo. Esta carta había sido escrita a bordo del Sénégal, que zarpaba en esa tarde para Europa: era también un adiós al amigo.

Bafil describía a grandes rasgos sus amores con Cantarela; y luego, de un modo sucinto, el incidente imprevisto, el duelo y la muerte de su adversario.

El nombre de Areba Linares se mezclaba con frecuencia al relato, y sugería a Zelmar sagaces reflexiones, que su amigo debía someter a una meditación tranquila en obsequio a sus planes futuros. Por lo demás, el terreno quedaba libre.

El lance había sido rápido, enconado y sangriento: un asalto, varios golpes de escuela, una parada falsa de Bafil, que facilitó al adversario correr el acero hasta el hombro en donde dejó una línea de sangre; y por último, en guardia baja, una estocada en el ijar -que se diría en esgrima de florete, bote de arta obligada- pasando el hierro vísceras y entrañas nobles, para surgir por la espalda de Lastener. Sobrevino una hemorragia grave, y enseguida la muerte. Todo, en pocos minutos. ¡Diez bastaron para destruir la obra lenta y laboriosa de Areba!

Zelmar añadía:

«Prescindamos de ésta, que ha de aparecer negra aventura en mis memorias del Parque de los Ciervos. Abandono a la avidez y a la saña de los malevolentes mi reputación envuelta con   —508→   los despojos de mi querida, para que hocen en ella y me fulminen.

»El placer de confundirme, producirá en Julieta Camandria un baile de nervios y un cosquilleo delicioso de lengua por dos meses. El vinagre cría vibriones; pero una mujer fea y mala propaga microbios. Ya verás qué ruido ocasionará su trompa, hasta aturdir el círculo en que nos hemos escaramuzado con frecuencia. Todo eso no puede sorprenderte. En pos de una caída todos se asoman siempre presurosos al borde del precipicio, donde resbalara el desgraciado; y observan llenos de curiosidad en qué actitud llegará al fondo, o en que risco se abrirá el cerebelo, o qué grito final arroja, que pueda darles luz sobre los móviles íntimos; pues la gracia del caer, presenta al luchador por el gusto estético antiguo, es también impuesta hasta en el suicidio, por la sociedad moderna. No sé si he caído con gracia; pero me avanzo a asegurar, que no deja de tenerla, eso de concluir con un semillero de intrigas y ambiciones, tan difíciles como un nudo de Gordium, con una flanconada formidable.

»El hecho es que en esta lucha, a pesar de todo, he conseguido aprender a desconfiar un poco de mis propias fuerzas. La agradezco este progreso... En cuanto a Areba, ¡espléndida mujer! no será esposa de nadie, y es ella misma, quien se ha impuesto esta pena: rara, caprichosa, excéntrica, vivirá para el huérfano y para   —509→   el mendigo. Ellos la verán envejecer y tal vez llorar a la menor sensación de disgusto; extremo forzoso a que arriba un organismo que ha sofocado sus expansiones enmedio de los ardores de la misma juventud. Vigílala, sin embargo: ella te ama con todo el vigor del sentimiento, y por eso tentó alejarme de la escena para quedarse a solas contigo y batir el campo a de Selis, hasta estrechar a Brenda entre el respeto a su protectora y la memoria de su padre. La terrible flanconada vino en tu auxilio. Completará sus efectos el fallecimiento probable de la señora de Nerva; pero, no olvides que Areba ha de sufrir cien vacilaciones antes de abdicar, y que los cariños obstinados de una mujer inteligente y hermosa suelen concluir por atraer y fascinar el corazón más duro.

»Mi gira durará dos años. Voy resignado. Estos contrastes no me abaten ni decepcionan. No he de buscar, pues, cuadros flamencos, ni la verdad desnuda de las hojas del Aretino empapadas de lascivia, ni los voluptuosos delirios de Musset, ni las risas epilépticas de Espronceda en el festín de los senos palpitantes y de las carnes rosadas y calientes, ni las orgías en que brotan gritos de adulterio como un adiós al amor que se extingue y un saludo al amor que viene, con pámpanos en vez de azahares, y caricias lúbricas en vez de castos besos; no he de buscar nada que ofrezca este sabor infernal, este prestigio tentador para   —510→   los pechos sin consuelo, en el hueco de cuya entraña se enrosca la pena como una sierpe para hacerlos renegar de todo pudor y de toda virtud. No tengo por qué aturdirme. Mis dolores son proporcionados a las resistencias del cerebro; y bien pueden ocupar alguna cavidad, sin detrimento. Han de irse a su tiempo, lo mismo que se van en estación oportuna las aves de agüero que se asilan en una ruina, en donde no han dejado de graznar aún en horas en que brotaban a raudales por las ojivas de la que fue sala, rumores de fiestas y alegrías. Dichoso sería si un amigo como tú me acompañaras en esta gira a que el hábito me hubiera inducido, a no ser la necesidad. ¡Pero bien sé que eso no es posible! Debo concretarme a enviarte un abrazo, con mis votos más fervientes por tu dicha. ¡Espero verlos realizados a mi regreso!».

Como hemos dicho, esta carta produjo estupor en el joven ingeniero; aun cuando lo que le afectaba personalmente no hubiese dejado fibra alguna susceptible de mayores emociones.

Pero el acontecimiento era grave y se vinculaba demasiado con su destino, para que él pudiera sustraerse a sus efectos.

Algunas horas lo tuvo abstraído.

Caía el crepúsculo, cuando arrancándose a sus reflexiones y a la sorpresa que le causara aquel nuevo rasgo caprichoso de la suerte que eliminaba a su rival de una manera tan inesperada   —511→   se dirigía al interior de la quinta reproduciendo en su memoria frase por frase el contenido de la carta de Zelmar, y planteándose con nuevos elementos el problema del futuro.

Pero al pasar junto al seto, olvidó por un instante cuánto le absorbía, y extendió su mirada por los sitios linderos que él había recorrido sin zozobras en días venturosos.

Allá cerca de la gran puerta que daba a la calle del estanque, reunidas en compacto grupo, distinguió varias personas de la servidumbre, que parecían comentar algún suceso extraordinario. Si Raúl se hubiese encontrado más próximo a ellas habría podido observar rostros llorosos, y oído lamentaciones que brotaban de todas las bocas; pero a la distancia, estuvo lejos de presumir que aquél fuese un grupo de plañideras, limitándose a suponer que se tratara del trágico lance en que de Selis perdiera la vida. Y al alejarse, ocurriósele una pregunta que era expresión de todos sus anhelos: ¿qué fenómenos pasarían en esos momentos por el alma de Brenda?

Ya que él no podía adivinarlo, debemos nosotros decírlo: un nuevo trance la anegaba en el dolor, y era éste el último cuadro del drama doméstico.

La señora de Nerva acababa de morir.



  —512→  

ArribaAbajo- XXXIX -

Un año después


Corrieron los días.

A las tardes cálidas y serenas se sucedieron bien pronto los fugitivos crepúsculos otoñales, las mañanas de sol invernizo, las frías auras, los cielos oscuros, la atmósfera sin golondrinas, los bosques en esqueleto, los paisajes grises, las hilachas de hielo en vez de verdes hojas pendientes de los troncos desnudos como barbas de ancianos.

Pero, estos cuadros desolados se borraron también. Pasaron los meses, y la naturaleza empezó a sonreír tras un sueño profundo, con la gracia de una mujer bella que ciñe su cabeza con perfumada diadema y se apresta a seducir desplegando todas las galas de juventud y esparciendo en su redor aromas, luces y esperanzas.

Volvieron las flores y las hojas, las legiones aladas, el sol resplandeciente, el aire tibio y puro, los horizontes diáfanos, las copas umbrías, dioramas espléndidos con sus jardines y bosques   —513→   llenos de savia prolífica y vida exuberante: el tiempo se reproducía por ley inmutable sobre ruinas y recuerdos, y los mismos árboles viejos se vestían de lujo, echando su cana al aire al beso de primavera.

Nada había cambiado, pues, al parecer, en las preciosas quintas de los suburbios, que volvemos a visitar después de un transcurso regular de tiempo: todo revelaba en ellas aquel esmero prolijo o artístico cuidado con que se atienden los sitios predilectos a que nos suelen ligar dulces memorias y encantos.

Las quintas de Nerva y de Henares, con su verde y espesa vegetación arbórea, parecían formar un solo bosque.

Habíanse aumentado los ejemplares de naranjos, durazneros, nísperos, manzanos y cerezos; las higueras y nopales en estrecha alianza confundían las ramas ásperas y las palas espinosas, acercando a las hinchadas brevas los higos chumbos; los membrillos, ya sin flores color de carne alargaban sus vástagos correosos llenos de velludos frutos hacia el soto, que cubrían con sus nutridas hojas verdi-plateadas; las grandes peras sin sazón, encorvaban los flexibles gajos en compactos grupos, teñidas de solferino y verdemar; en los extensos viñedos las cepas dirigían multitud de sarmientos a todos rumbos llenos de racimos apiñados, que aparecerían después blancos, oscuros y color de rosa: ni una maleza, ni   —514→   una zarza, ni un cardo se veía a lo largo de los agaves del fondo, al final de cuya línea de pitacos, distribuidos a trechos como guías de granaderos, se percibía el extremo cónico de la choza de Zambique, hasta donde llegaban en confusas espirales las silvestres enredaderas cuajadas de florescencia.

Desde la muerte del liberto, aquel lugar solitario no había sufrido modificación alguna. La choza conservaba en su interior todos los muebles y objetos caprichosos que pertenecieron al fiel negro, sin excluir la marimba, que se mantenía junto al ventanillo empolvada y silenciosa por siempre. En cambio, la naturaleza espontánea y pródiga fecundando las semillas caídas alrededor, había envuelto toda la choza en un espeso manto de parietarias hasta cubrir la puerta por completo, cual si hubiera querido preservar la oscura mansión de toda mirada indiscreta.

La calle que conducía al estanque había sido cubierta con enormes zarzos de hierro para sustento de numerosas viñas, después de ser derribados los eucaliptos que adornaban los flancos.

El estanque parecía un inmenso vivero, por la multiplicación extraordinaria de sus peces; en el segundo departamento, separado por un fino tejido de alambre, las aves de viva y hermosa pluma pululaban como rápidos esquifes de fondos negros, rosados, blancos y cenicientos comprometidos en regatas de honor.

  —515→  

En una tarde apacible de verano, una joven que vestía de luto, encaminaba sus pasos por la calle del estanque, acompañada de una niña de tierna edad.

Esta joven había estado sentada, momentos antes, en el banco de piedra colocado junto al seto, en la parte que daba al mar.

En el semblante blanco y bello de la paseante solitaria, podíanse notar esos signos inequívocos que graban en las facciones los dolores morales; esas huellas leves, pero elocuentes, buriladas por la cavilación de lo que la vida enseña, en armonía con un aire de resignación noble y tranquila, de que sólo son capaces los organismos selectos, en las luchas despiadadas del corazón.

Al primer golpe de vista, seducía esta joven por sus encantos sin artificio, de conjunto afiligranado, por decirlo así, de formas tornátiles, de perfiles correctos, animados por una expresión dulce, sencilla y atrayente, que daba a su cabeza escultural un realce admirable.

Un tul negro encubría en parte su cabellera rubia.

Tenía los ojos de un azul profundo; el seno alto y turgente; las manos pequeñas, de afilados dedos, color de rosa pálida.

Fácilmente habrá reconocido el lector en esta joven a Brenda.

Muchas fueron sus transiciones violentas desde el día de la muerte de su protectora, y desde el   —516→   instante en que le fue revelado el secreto del encuentro trágico y fatal entre su padre y Raúl.

Cerca de un año había transcurrido desde aquellos sucesos; y aún conservaba frescas las emociones de entonces, abstraída en el culto de los recuerdos, indiferente a los cuadros de alegría extraña para ella, concentrada con fervor en la esperanza y en la fe a que los propios rigores del pesar suelen dar crecimiento y energía.

Si en la vida psicológica basta para el goce una ilusión que quede, ¡cuánto hace un alma sensible por conservarla intacta, por mantenerla siempre excitada y vívida aun enmedio de transitorias dudas y quebrantos!

Brenda había sido declarada heredera universal de los cuantiosos bienes de la señora de Nerva, en cuyo testamento por acto público así se consignaba de una manera formal e irrevocable, sin cláusula restrictiva alguna, como una prueba del profundo afecto que la dulce huérfana mereciera en vida de su benefactora. En la misma escritura de últimas voluntades se designaba la persona que debía ejercer la tutela, y que lo era el señor Enrique Linares, hermano de Areba.

En posesión de esa fortuna, ella habíase sonreído...

¿De qué la serviría?

Sólo para hacer el bien; y al pensar así, la había consolado la creencia de que a su noble   —517→   protectora sería grato el destino que ella reservaba a sus riquezas.

El mundo había hincado en sus plantas dolorosas espinas; y solía preguntarse, meditando en sus recogimientos prolongados, cuántos no sufrirían más que ella y habrían menester de aquel exceso de opulencia.

Por el dolor propio había alcanzado a penetrarse del dolor humano, desprendiéndose de todo sentimiento egoísta, del ensimismamiento que aísla y no escucha más que una queja, que comúnmente se juzga superior al lamento del infortunio extraño.

Y así cavilando, iba por fin su pensamiento a concentrarse todo entero en Raúl; en aquel ser amado que había muerto a su padre, meses antes que él la encontrara a su paso, cuando aún llevaba luto, y que no veía hacía mucho tiempo, sino a través del húmedo velo de sus ojos, tal como quedó grabada en la mente enardecida su imagen la última vez que escuchó su habla y se extasió al mirarlo.

En los primeros tiempos se había limitado a acordarse, ¡acordarse siempre! sin el deseo de volver a verlo.

No podía desasirse del fuerte lazo de un pesar rígido y severo.

Después, llegó a sentir como un ansia de mirarle un poco, o por lo menos de saber de él...

¿Era esto un crimen? Se estremecía, sin darse   —518→   cuenta de su inquietud. Una noche soñó que lo había visto, helado e indiferente.

Al despertar, creyó por largos minutos que aquello era cierto; y se había arrojado del lecho llorando.

Desde entonces, fue creciendo el deseo, vago en su origen, ardiente más tarde, de verle en realidad; de oírle, de observar en su rostro los efectos de la ausencia y los resplandores de la pasión que él parecí a sentir en días venturosos como una necesidad suprema de su vida.

Areba, que se había consagrado con extremo afán a las obras de beneficencia, retrayéndose poco a poco de los círculos en que descollase por sus méritos indisputables, solía acompañar a su amiga algunas veces; sin que en esas oportunidades hubiese abandonado nunca su actitud fría y reservada respecto a Raúl.

La muerte de Lastener de Selis, que había hecho en Brenda Delfor una honda impresión, parecía haber introducido en los hábitos y gustos de la señorita de Linares un cambio notable; a partir de aquel suceso dramático y sangriento, Areba concurría al templo con frecuencia, a los hospicios, asilos de expósitos y misteriosos lugares de pobreza vergonzante, donde derramaba piadosa y discreta nobles beneficios.

En la tarde de que hablamos, acababa de dejar a Brenda, cuando nosotros hemos visto encaminarse a ésta por la calle del estanque hacia la glorieta.

  —519→  

La niña que iba a su lado era una de las hijas de su tutor.

Meses hacía que la joven no visitaba la quinta, y complacíase ahora en recorrer todos los sitios predilectos que traían a su memoria recuerdos tan dulces y queridos.

A pocos metros de la glorieta se paró a mirar hacia la casa del lindero.

La ventana del gabinete estaba abierta; y este detalle insignificante para otros ojos que los suyos, la conmovió...

En ese instante la niña desprendiose de su mano, y echó a correr detrás de una mariposa blanca con todo el goce radiante de la inocencia.

Brenda la observó un momento alejarse, y siguió caminando muda y abstraída.

Ya enfrente de la puerta, alzó la mirada, y en el instante mismo, ahogó una gran voz, alargando el brazo trémula, pálida, fría, como si una fuerza eléctrica hubiese crispado todos sus nervios.

Un hombre con la frente baja, los brazos cruzados y el ceño adusto, se hallaba enmedio de la glorieta.

Era Raúl Henares.

Brenda no se movió de su sitio.



  —520→  

ArribaAbajo- XL -

Clemencia


Una breve mirada al pasado, ante todo.

Enmedio de los inesperados sucesos que a la partida de Zelmar sobrecogieron a Raúl, hallose éste perplejo, sin resolución bastante para tentar por el momento paso alguno en sentido de acercarse a la huérfana.

¡Cuán difícil le hubiera sido eso!

Su espíritu había sufrido quebrantos harto crueles y dolorosos para determinarse, libre y enérgico, a asumir actitudes osadas, o a afrontar un problema moral que se le ofrecía con dificultades mayores que la más complicada ecuación algebraica.

Su situación le sumía en la inercia; el presente estaba oscuro; lejos, el albor de la mañana, ¡fresca y sangrando la ancha herida en su pecho y en el de ella!

Resolvió alejarse.

Durante dos meses, Raúl viajó por el interior del país, buscando otras impresiones, otra atmósfera,   —521→   otra vida; pero, bajo el mismo cielo, en la tierra misma de la patria, no le fue posible devolver a su organismo la calma y el reposo.

¿Los encontraría, acaso, lejos de ella, allá enmedio de sociabilidad extraña, donde nada reavivase las profundas amarguras de su espíritu?

Probó apartarse mucho.

Después de algún tiempo de permanencia en el Brasil, trasladose a Buenos Aires, recorrió las provincias del interior y cruzando la cordillera, se internó en Chile, la extraña tierra tendida entre nidos de cóndores y espumas de océano, entre paralelas de mares y montes excelsos, que la arrullan con música gigante de cráteres y de ondas.

Allí residió largos días, dirigiendo una obra de fábrica.

Concluida su tarea, pensó en excursiones más lejanas.

Pero, sintiose débil ¡al fin! y cediendo al hondo anhelo de volver a ver lo que más había amado, decidió el regreso a las playas uruguayas.

Llegado enmedio de singulares emociones, dirigiose a su quinta, en donde se propuso pasar algunos días.

Selim le había conservado su morada con un esmero digno de encomio. Todo estaba en orden y artísticamente dispuesto, desde la alcoba hasta el gabinete de estudio.

Raúl se encontró con varias cartas y tarjetas. Dos de aquéllas eran de Zelmar, dirigidas la   —521→   una de Venecia y la otra de París. Su lectura fuele muy grata, impregnada como estaba de aquel espíritu gentil y ático que tanto distinguía al joven médico. Pedíale en la de última fecha, que le informase del estado de sus cosas íntimas que él no podía olvidar ni un momento, aun enmedio de los mil accidentes y seducciones de las grandes capitales.

Este reclamo arrancó al joven ingeniero una sonrisa de tristeza; y como si le impulsase irresistiblemente a una resolución, de que hubiese una hora antes desistido, preguntó a Selim, sin embozo ni reserva alguna si sabía algo de la moradora de la quinta de Nerva.

Selim contestó que hacía mucho tiempo que sólo habitaba una corta servidumbre la casa vecina, desde el día siguiente al de la muerte de la señora; pero que ocho días atrás había tenido ocasión al inspeccionar los setos, de ver sentada en el banco de piedra a la niña de luto.

Raúl quedose pensativo.

Transcurrida media hora, se levantó; y resolviéndose visitar la quinta, bajó las gradas de la escalinata.

Varias veces se detuvo en las calles de árboles, aspirando con placer el aire tibio de la tarde.

¡Cuántos recuerdos!

Allí estaba la escena tranquila y solitaria del poema de otros tiempos, apenas separada del sitio en que posaba su planta por un seto de arbustos,   —523→   entre los que asomara ella un día su cabeza encantadora.

Delante la glorieta silenciosa, por cuyos arcos cubiertos de doseles de madreselva atravesaban en raudos vuelos las alegres golondrinas; más allá, la calle del estanque, los bosquecillos de naranjos y limoneros, el laberinto de sendas festoneadas de boj; hacia el fondo la línea de tunas, el banco de piedra, el vértice de la choza de Zambique, sobrepujando las verdes y flotantes bóvedas como el cono de un templo africano enmedio de las florestas.

¡Todo hablaba del tiempo que fue, removía fibras, renovaba en la visión los mirajes del pasado ensueño!

Inmóvil estuvo Raúl con la cabeza descubierta, la mirada fija, fiebre en las sienes, de pie junto al seto, pensando quizás que aquel color de esperanza, flores y frutos, todo aquel paisaje de encanto y de luz reaparecía misterioso a la vuelta de un año, con la misma facilidad que en el corazón humano la pena ahonda, marchita y destruye los ideales de la vida.

De pronto, cual si cediese a un deseo vehemente, el joven se aproximó más al seto. No se veía persona alguna en el interior de la quinta de Nerva, que él podía dominar a su frente; reinaba completa soledad.

Raúl salvó el seto, y fuese con paso firme y resuelto a la glorieta, donde se entró.

  —524→  

Fue la suya una determinación súbita, como de quien se siente atraído irresistiblemente por una fuerza secreta hacia un lugar que no se creía volver a ver, y que de improviso se exhibe ante los ojos sorprendidos, hiriendo en lo más vivo el recuerdo.

Cuando divisó a Brenda, creyó que soñaba.

La realidad tenía que imponerse pronto; y una emoción profunda se apoderó del joven, cuando ella al presentarse en la puerta, extendió su mano y sofocó un grito, bajándola luego, con la cabeza, para quedarse quieta.

Allí estaban los dos, el uno muy cerca del otro; temblantes, mudos, sin moverse un paso, lo mismo que aquellas estatuas que se erguían blancas entre yedras y nutridos follajes en el cercano bosquecillo.

La sorpresa les había hecho contener hasta el aliento.

Poco a poco fueron levantando las cabezas con desconfianza, y se miraron con la pupila fija y los parpados temblorosos.

Parecía que querían cerciorarse, con miedo de que aquello no era una ilusión de los sentidos: se compenetraron; y al mismo tiempo, tal vez, creyeron que uno y otro arrastrados por su destino habían puesto intención y voluntad para aquella aproximación.

Apenas más tranquila, dueña de sí misma, Brenda recogiose un poco con la izquierda el   —525→   crespón que cubría su cabeza; frunció el labio y le miró al soslayo, con aire inquieto y esa perplejidad adorable que en la mujer enamorada se traduce en estremecimientos y suspiros.

Raúl arrancándose de súbito a su situación violenta, rompió el silencio, diciendo en voz baja y trémula:

-Ha sido necesario que llamase a mí todas las memorias gratas al espíritu... para atreverme a dar este paso, Brenda. Lejos estaba de esperar este encuentro, aunque algo me lo hacía presentir...

Quizás este deseo ardiente, duradero, que nunca se apaga, que me arrastra y subyuga; ¡acaso, un ansia profunda e intensa de ser oído antes de ser olvidado por siempre!

La joven asumió una actitud grave y severa, al escuchar estas palabras.

Tenía el semblante casi transparente, el seno agitado, los ojos húmedos con una expresión extraña, que era mezcla de dolor, de altivez y de cariño.

Aquella voz llegola al fondo como un arrullo delicioso, enmedio de las hondas tribulaciones que estremecían su ser; convencida de que no podría odiar ni maldecir, ¡aun cuando a su eco se agolparan a su mente las sombras de una historia fatídica y sangrienta!

Como le mirase muda y fría, Raúl prosiguió:

-Yo bien conozco que no tengo ya derechos...

  —526→  

Pero, séame concedido el consuelo de una confidencia íntima, como un descargo de conciencia, aunque ella renueve pasadas amarguras o encone la herida abierta por la más negra fatalidad.

Yo diré lo que pasó, confesaré mi culpa, si pudo haberla en quien no tuvo tiempo de odiar; que no fue el encono el que armó mi mano, Brenda, para arrancar una vida, en otra hora para mi inviolable y sagrada, sino el grito de la carne y de la propia conservación, enmedio de toda la fuerza impetuosa de la primera juventud...

-¡No fue el odio! -balbuceó Brenda como aterida, la frente plegada, las mejillas ligeramente sonrosadas de improviso, y los ojos llenos de ese fluido que parece condensar cien emociones.

-¡No fue el odio! -repetía en tono muy flébil y dulce cual si hablara a solas, poniendo su mano en el nacimiento del seno que ondulaba a intervalos a los golpes del corazón henchido de amores y de lágrimas.

¡Nunca lo supe bien!...

Y así diciendo levantó los ojos de azul sombrío, que puso en los de Henares, con una expresión de ansiedad indecible.

Animose Raúl entonces, aventurándose en el relato.

-Pasó aquello en la guerra...

  —527→  

Los bandos estaban enconados y las pasiones embravecidas; pero, en el lance singular de que hablo, a solas, enfrente de un adversario para mí desconocido, altivo y arrogante, enmedio de un vado estrecho, sin poder retroceder ni avanzar, porque la muerte me aguardaba por doquiera, yo no estaba, sin embargo, animado de rencor y de venganza, ni quise agredir el primero, aunque el deber me exigía sacrificarlo todo a mi paso sin clemencia ni perdón.

Fue preciso que la lanza del coronel Delfor desgarrara mis carnes y comprometiese seriamente mi vida, para que yo me decidiera a la defensa enérgica de tan fatales resultados para él; y eso sucedió, cuando ya la sangre brotaba a raudales de mi herida, y no me quedaba otra solución en el duro trance que la de matar o morir...

-¡Oh! -profirió Brenda cubriéndose el rostro con ambas manos y avanzando un paso a impulsos de la emoción-. Él ¿hirió el primero?...

-¡Sí! ¡Yo no tenía por qué odiarle!

Lejos uno y otro del centro de la acción, del fuego que enardece, del entusiasmo febril que circula por las filas, comunicando a los brazos una actividad implacable, y a las pasiones de partido una excitación temible, yo pensé al principio, que en aquel encuentro aislado uno y otro depondríamos nuestras diferencias en homenaje   —528→   al sentimiento de la fraternidad, que no se extingue por completo en los hombres de corazón; ya que el estéril sacrificio de mi vida, o su fin oscuro, lejos de las líneas, banderas y entusiasmos de la batalla, allí en aquel sitio apartado y solitario, nada añadiría al orgullo del vencedor ni a la justicia de la causa.

Éramos como dos dispersos en quienes hubiera concluido la fiebre del combate, que se encuentran al fin de la jornada, se miran, y pasan, ya sin razón de ofenderse o de agredirse.

Pero, él era bravo y cedió a los arrebatos de la sangre rica y ardiente.

Me atacó, y me defendí.

¡Grave infortunio, a veces, el de ser afortunado!

¿Sabía yo acaso que aquel valiente era tu padre?

Cuando la verdad lució, pensé que no había castigo mayor que el conocerla, y que para este destino no se hizo consuelo alguno.

¿Qué alma fuera tan piadosa que restañara en el vivo, una herida peor que la del muerto?... ¡Oh! ¡Si mi vida pudiera rescatar la de tu padre!...

La voz del joven era baja, lenta, suave como un trémulo, como de quien reprime profundos arranques que llegan a la garganta en forma de nudos que amenazan ahogar y al fin descienden de nuevo al fondo del pecho oprimido.

  —529→  

Brenda le miró, con las pupilas veladas por el llanto y las mejillas encendidas, acercándose a él por un impulso maquinal, inconsciente, entreabierta la boca, por el ansia de decir algo que su lengua se negaba a articular; pero que su rostro denunciaba a lo vivo.

Los dos quedaron en suspenso, por un instante; ella, inquieta, casi vencida; él, lleno de ardor, insinuante, alentado por la pasión férvida que trasmitía unción a sus frases y fuego a su mirada.

Adelantose luego, hasta ponerse casi en contacto con la joven y quemarla con su aliento; y como ella bajase la cabeza fascinada y suspirante, dijo encima de su oído:

-No, me guardarás odio, ¿verdad?

Lo quiso así mi destino infeliz; y mira en qué grado soy culpable, ahora que los años han pasado, y el dolor recién viene a marchitar la dicha que soñé... ¡la dicha de la huérfana en cambio del infortunio del padre!

Si no quemara tu labio una palabra...

Levantó Brenda los párpados lentamente, con una expresión de amor intenso en sus ojos y preguntó febril:

-¿Cuál?

-De clemencia y de perdón...

Puso ella sus manos temblorosas en el pecho agitado de Raúl, y posando en su hombro la cabeza suavemente, llena la mejilla de calor,   —530→   teñido en grana el labio, en vano reprimiendo los latidos de su seno que ondulaba con violencia, balbuceó en tono tan ledo como un hálito una sílaba, que los labios de su amante recogieron en una aspiración suprema, al sellar su boca deliciosa con un beso de inefable ternura.

¡Aquel beso les hizo olvidar!

Era síntesis de anhelos reprimidos, de pasiones profundas porque habían sido contrariadas, y compensaciones de un año de ausencia.

Enmudecieron; disipáronse las sombras de las frentes; buscáronse las manos en cariñosa alianza, la mano blanca y pura de la virgen y la mano del matador; plegáronse los párpados al influjo de un vértigo veloz, y al estremecerse los cuerpos estrechados suavemente, unidos los rostros en transporte de deliquio, parecieron trasmitirse todos los ensueños y esperanzas reconcentrados hasta entonces en el fondo de sus almas por los rigores de la duda y del quebranto.

En ese grato momento de amor, de clemencia y de perdón, la niña que acompañaba a la huérfana, volviendo con la mariposa en la mano, asomó sorprendida su carita de rosa y púrpura, despierta y vivaz contemplando con asombro la escena.

Desprendiose la joven, y vino hacia ella sonriente.

La niña miró a Raúl con aire de extrañeza,   —531→   mezclada de simpatía; y extendiendo a él su manecita, preguntó con dulce candor: ¿Ése es tu novio, Brenda?

-Sí -dijo ella, besándola en la boca-. ¡Es el que será mi esposo!

Y volviéndose a Raúl con los ojos brillantes de amor y de ilusión, agregó antes de alejarse con imperio:

-¡Irás mañana!




Arriba - XLI -

Conclusión


Pocos días después de esta escena, en una capilla solitaria de elegante arquitectura que se eleva con sus fugaces agujas enmedio de las nutridas arboledas del norte, nido de oraciones y de preces íntimas, se desposaban Brenda Delfor y Raúl Henares.

Un grupo reducido de personas asistía al acto, rodeando la interesante pareja con ese aire de profundo interés y simpatía que imprime en los semblantes el cuadro seductor de una dicha serena y luminosa.

  —532→  

Hacia el fondo de aquel pequeño templo ornado, con el mejor gusto artístico, junto a un reclinatorio de ébano, dos damas departían en voz baja sobre la ceremonia.

Una de ellas era Julieta Camandria, que no había podido sustraerse a la tentación de presenciarla, y que en los anteriores días había sufrido fuertes ataques nerviosos al tener conocimiento del feliz desenlace, del drama.

-Sabrás -decía inclinándose al oído de su compañera-, que la causa real de haberse embarcado ayer Areba Linares en viaje a Europa, no es otra que este matrimonio. ¡Su orgullo no ha podido resistir suceso de tal magnitud!...

-Se encontrará allí con Zelmar Bafil.

-¡Nunca le amó de veras!

Mira. Ya se apartan... Iremos detrás. No quiero que la novia se imagine que la envidio.

En ese instante, la encantadora desposada del brazo de Raúl, se adelantaba y salía radiante, esparciendo a su paso esa atmósfera deleitable, mezcla sutil de fluido luminoso, sonrisas inefables y perfumes de azahares que difunden siempre del altar al umbral de salida las novias de singular belleza, como últimas esencias de que se desprenden sin pena ni amargura, la castidad y el candor.

-¡Qué alma de criatura! -susurró Julieta bien cerca de su compañera. Ahora, aunque   —533→   alguna vez hubiera podido olvidar a su padre, tendrá que recordarlo siempre!

La pareja pasó tranquila y risueña, leyéndose en sus rostros una promesa perdurable de paz y de ventura.






 
 
Fin