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Buenos Aires entre dos calles: Breve panorama de la vanguardia poética argentina


Pedro Mendiola Oñate



Cubierta

Cubierta



  -[9]-  

Al profesor Fombona

  -[10]-     -[11]-  

Vos ves la Cruz del Sur
y respirás el verano con su olor a duraznos
y caminás de noche
mi pequeño fantasma silencioso
por ese Buenos Aires,
por ese siempre mismo
Buenos Aires.


Julio Cortázar                




  -[12]-     -13-  

ArribaAbajoPrólogo

El lector convendrá con Borges en que un prólogo no debería ser «una forma subalterna del brindis», ni algo que «linda con la oratoria de sobremesa y abunda en hipérboles irresponsables», sino una especie lateral de la crítica que, como el actor homónimo de los tablados isabelinos, presente y razone el tema de la obra. Yo, desde luego, estoy de acuerdo con él. Sin embargo, sobre el libro que ahora he de prologar, no me resisto a pronunciar, para empezar, un muy justificado panegírico: estamos ante un trabajo original en su formulación, pertinente en su desarrollo, histórica y literariamente bien documentado, abundante en sugerencias, redactado con una prosa nítida y convincente, y elaborado -me consta- desde la pasión por el tema y con verdadero mimo,   -14-   cualidades éstas que confieren a un trabajo académicamente impecable el mérito añadido de la seducción que ejerce siempre el buen estilo.

Con Buenos Aires entre dos calles su autor nos invita a recorrer buena parte de lo que llama la «historia espiritual» de la ciudad, aquélla en la que se han fundido la literatura y el lugar geográfico durante más de cuatro siglos, conformando un entramado mítico-literario que, como él dice, «ha ido creciendo al mismo ritmo con que las calles de la ciudad ganaban sus orillas a la pampa y los edificios alargaban su sombra sobre el cordón de la vereda». Y lo hace guiándonos a través de los argumentos y motivos que serán constantes en la percepción y la expresión literarias de la ciudad, desde los primeros testimonios sobre el Puerto de Nuestra Señora Santa María del Buen Ayre, hasta las primeras décadas del siglo XX, cuando irrumpe la modernidad en Buenos Aires dejando a su paso los nuevos mitos, las nuevas heridas y el paisaje urbano y humano que ha conformado, definitivamente por ahora, la imagen y la personalidad literaria de la ciudad.

En ese largo trayecto el autor se detiene principalmente en dos momentos, lejanos en el tiempo, que, no obstante, comparten un mismo espíritu «fundacional», esto es: la invención (hallazgo y creación) de un lugar sobre el que proyector literariamente todo el equipaje de esperanzas, frustraciones, recuerdos y anhelos de quienes lo habitan, lo descubren y lo escriben. En esa duplicidad fundacional que se plantea, la primera invención de Buenos Aires, con   -15-   la llegada del conquistador español a las tierras del Plata, determinaría ya las bases físicas y anímicas de la imagen de la ciudad, ese monótono trazado urbano -con los «Cuadrados y ángulos» de que hablara Alfonsina Storni- que los siglos sucesivos perpetúan, marcando irremediablemente «el ánimo de sus habitantes y la mirada de sus poetas».

Un recorrido por la obra de algunos de ellos (Leopoldo Lugones, Evaristo Carriego, la ya mencionada Alfonsina Storni, Ricardo Güiraldes...) contribuye a fijar la imagen cambiante del Buenos Aires de principios del siglo XX; y la detenida lectura de la poesía de Baldomero Fernández Moreno -en mi opinión, uno de los capítulos más brillantes del libro- descubre en él la inauguración del imaginario poético de la modernidad urbana, lo que no conduce directamente hacia ese segundo momento fundacional en el que la impetuosa acometida de la Vanguardia en la escena cultural porteña de la segunda década del siglo XX formula una vigorosa poetización urbana que reinventa la ciudad, convirtiéndola en el emblema de la nueva sensibilidad, en locus poético por excelencia que a la vez acoge y deshaucia, o en receptáculo de «las señas de una más que perseguida identidad nacional».

A lo largo de ese recorrido se observa que la representación literaria de la ciudad experimenta, gradualmente, un importante desplazamiento del interés. Los conflictos interiores del individuo, más que los del exterior urbano, se convierten en la clave del tratamiento literario de la ciudad,   -16-   que deja de ser representada, descrita, para sublimarse y convertirse en andamiaje espiritual. Es el tránsito de la ciudad como escenario literario a la reconstrucción textual de un lugar que implica la representación simbólica de un territorio interior, que a su vez es testimonio indirecto pero inequívoco de la ciudad que lo cobija: es su producto. Quizá sea a la luz de ese proceso como habría que entender la sentencia de Borges, oportunamente como «Poeta de Buenos Aires» a «alguien que no necesite siquiera mencionar la palabra Buenos Aires», porque no se limita a cantar a la ciudad, sino que lo hace desde la sensibilidad de la ciudad.

Esa operación depende, en última instancia, de la lectura que el poeta hace de su paisaje urbano, pues, como el desarrollo del libro permite comprobar, la ciudad no sólo se establece como objeto (o sujeto) literario; quiero decir, no sólo es escrita, sino que también es leída como un texto. Es un fenómeno recíproco por el que esas dos acciones se determinan simultáneamente, al que puede atribuirse, en gran medida, la fascinación que Buenos Aires sigue ejerciendo sobre porteños y visitantes, escritores y lectores, y que ha conseguido elevarla a la categoría de mito literario.

El proceso, que se corresponde con la paulatina interiorización del mundo urbano que tiene lugar en la literatura y el arte a partir de finales del siglo XIX, profundiza a medida que se afianza la peculiar lectura de Buenos Aires y, en general, de las grandes ciudades de América   -17-   Latina: lo más llamativo en ellas es que, si bien sostienen la ya clásica asociación moderna de la ciudad con la alienación o la ansiedad psicológica, social y cultural del individuo, sirvieron también de soporte a la emergencia del sentimiento de nacionalidad. Esta confluencia entre la representación espacial de la identidad simbolizada en la ciudad y la representación temporal que supone el discurso de la nacionalidad, define buena parte de la literatura urbana por una «tensión cultural» añadida a la elaboración textual. Tal vez sea esa operación una de las que mejor caracteriza el discurso intelectual argentino durante el período que abarca el libro del que hablamos, a través de esa «conciencia ineludible de pertinencia física y espiritual a un lugar», que «fue el cimiento de una construcción literaria que representaba, con su lógica diversidad de horizontes, la verdadera "fundación literaria" de Buenos Aires». Las principales tensiones, atracciones y rechazos con que se funda Buenos Aires por sus lectores-poetas de ese tiempo constituyen la segunda parte del trabajo.

El autor advierte que la ciudad tendrá tantas posibles lecturas como lectores («no hay escuelas, hay poetas», recuerda) y por eso analiza las diversas poéticas urbanas practicadas por los protagonistas de esa otra «doble invención» de la ciudad que llevaron a cabo los grupos de Florida y Boedo, «dos tendencias que se ajustan puntualmente a la escisión física que determina la imagen anímica de la urbe; dos ciudades, contrapuestas e inseparables, delimitadas por esas dos calles de Buenos Aires». Y por eso también   -18-   su discurso nunca cae en el error de confrontar el lugar real con sus representaciones poéticas: no se trata de ofrecer un plano, sino de intuir los itinerarios trazados por la poesía, o, dicho con sus palabras, de descubrir aquella fundación literaria de Buenos Aires que «sustituyó la espada de Garay por el filo renovado de la metáfora». Un descubrimiento que parte de la fundación textual de la ciudad en los primeros escritos, atraviesa la Buenos Aires Cosmópolis que deslumbró al Fin de Siglo, recorre los textos constituyentes de la modernidad urbana y se detiene en la ciudad dual de la Vanguardia, para analizar los motivos de la urbe que inspiraron la poesía de Córdova Iturburu, González Lanuza, Leopoldo Marechal, Norah Lange, Macedonio Fernández, Nicolás Olivari o Gustavo Riccio; para, con Girondo, deslizarse sobre tranvías imposibles, con Borges, resumir el universo en la intersección de cuatro calles, o, con Mariani, trascender el umbral de las fachadas e ingresar al alma del suburbio donde habitan la desdicha y las letras del tango. Es el trayecto que desemboca en la concepción de la ciudad como espacio cultural: «reconocer una referencia urbana, vincularla con valores ideológicos, construirla como referencia literaria».

Sin más, invito al lector a disfrutar de ese itinerario. Porque si bien el prólogo -Borges dixit- es una vertiente de la crítica y por tanto también un género literario, hay quien opina que es el más molesto de los géneros literarios, pues aplaza la lectura de lo que realmente se desea leer. Pongo fin, pues, a estas líneas de presentación. Predecen   -19-   a las páginas admirablemente bien escritas de un trabajo cuya lectura no me parece una imprecisión o una hipérbole pronosticar como fascinante.

Remedios Mataix

Universidad de Alicante





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ArribaAbajoIntroducción a Buenos Aires

Las ciudades -advertía Marco Polo al sabio Kublai Kan- no deben confundirse nunca con las palabras que las describen1. Y, sin embargo, las unas y las otras se sostienen siempre sobre un andamiaje emocional que las hace eternamente indivisibles. En la ficción de Calvino, la ciudad se reconstruye en cada frase del relato, y lo hace probablemente porque, como asegura de Buenos Aires Horacio Rega Molina, esa «historia sentimental de los lugares que uno habita, nos recuerda, a cada paso, que nuestra impresión de la ciudad es la ciudad misma»2. En el origen de Buenos Aires, afanosamente fundada sobre piedras y palabras en la desembocadura de un río de resonancias prodigiosas,   -22-   se reúnen de manera inexorable, casi se confunden, el mito literario y el «dilatado mito geográfico»3.

La ciudad, como todo objeto productor de belleza artística, es también la suma de nuestras limitaciones y de nuestra inagotable capacidad de idealizar, por eso acercarse a la historia de una ciudad implica asomarse tanto a las evidencias que la desmienten, como a las ficciones que la engrandecen. Mirar a Buenos Aires, significa igualmente recorrer ese entramado mítico-literario que ha ido creciendo al mismo ritmo con que las calles le ganaban sus orillas a la pampa y los edificios alargaban su sombra sobre el cordón de la vereda. Más de cuatro siglos de literatura e historia la contemplan, he aquí una minúscula parte de su ilusión y su verdad.


ArribaAbajoLa invención del mito

El andante caballero busque los rincones del mundo; éntrese en los más intrincados laberintos; acometa a cada paso lo imposible.


Miguel de Cervantes                


«Nadie ignora la precipitación de los primeros conquistadores», rezan limpiamente las primeras líneas   -23-   manuscritas de la Memoria del virrey del Perú Manuel Amat, recopiladas por el insigne bibliógrafo chileno José Toribio Medina4. Parece evidente que la dimensión edénica del recién encontrado Nuevo Mundo vino a confirmar las latentes expectativas de fortuna que albergaron aquellas primeras expediciones españolas. No es de extrañar tampoco que en esta disposición de ánimo, la excitada fantasía de los navegantes españoles arrastrara sus naves, las más de las veces, hacia el horizonte inalcanzable de una geografía imaginaria. El deseo escrito en los libros, retomando a Calvino, volvía manifiesto el deseo experimentado en la vida, y la vida, en consecuencia, cobraba la forma representada en los libros5. Ya ha sido sobradamente verificada por la crítica «la interacción existente entre la literatura y las hazañas de los conquistadores españoles de los siglos XV y XVI»6. Obviamente, el estudio serio de estos pormenores exigiría un tratamiento   -24-   ajeno a la índole de este trabajo. Advertido este punto, me remito a la bibliografía7 y prosigo.

Lo cierto es que, huyendo de invenciones para caer en quimeras, guiados sus empeños por el deseo y la imaginación, no es difícil identificar en aquellos precipitados conquistadores españoles el «exacto arquetipo humano»8 que poco más de un siglo más tarde representara el arrebatado hidalgo cervantino:

Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamientos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas   -25-   soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo9.



Y todas aquellas historias, leídas y celebradas, impresas «con licencia de los reyes y con aprobación de aquellos a quien se remitieron... -se pregunta con vehemencia el buen Quijote- ¿Habían de ser mentira, y más llevando tanta apariencia de verdad?»10. Algo similar debieron preguntarse, en buena lógica, «muchos de los hombres rudos que constituyeron el grueso de las huestes conquistadoras», como imagina Irving Leonard, lanzados «a la aventura en tierras lejanas por lo que les había enseñado a soñar la literatura caballeresca»11.

«Creían haber hallado, al fin, la realidad de sus más viejos mitos»12, resume admirablemente el venezolano Arturo Uslar Pietri, pero en realidad lo que habían descubierto, era, ante todo, «la posibilidad ilimitada de imaginar»13. No es casual que, de manera inmediata, los primeros cronistas   -26-   comenzaran a recoger toda aquella fabulación geográfica para representar un idealizado imaginario topográfico de naturaleza arcádica. Era, como dice el peruano Luis Alberto Sánchez, la hora «de ver y de contar»; apenas le bastaba al cronista, ciertamente, con referir lo que sus ojos veían14. Todo era nuevo bajo el sol, parecían proclamar, contraviniendo el viejo principio bíblico, aquellas lejanas tierras. Sin embargo, a la luz de lo que contaron, no lograron los que allí fueron despojar de su mirada el peso de los ojos del pasado. En los textos de los cronistas confluyen, inevitablemente, los mitos clásicos, las alegorías bíblicas, los relatos medievales y las nuevas utopías del Renacimiento, con las leyendas y supersticiones de la tradición indígena15.

Tal vez, en parte para poner freno a aquella creciente entelequia que parecía atenazar por igual la prudencia del hombre de armas y el buen juicio del hombre de letras, se produjo el florecimiento, a partir de 1503, de un buen número de disposiciones y decretos que con el saludable propósito de no desviar el recto aprendizaje de los indios, restringían severamente la impresión y difusión en el   - 27-   Nuevo Mundo de «lo que se dio en llamar ociosos libros de ficción»16. Sin embargo, la historia de la Humanidad parece querer certificar que las prohibiciones más rigurosas acaban, invariablemente, por desencadenar las más prolíficas desobediencias. Irving Leonard recoge, incluso, la noticia de que, a comienzos del siglo XVII, buena parte de los libros que circulaban en la recién fundada ciudad de Buenos Aires provenían de ultramar, fruto de la siempre provechosa empresa del contrabando, y eran desembarcados en el puerto de la ciudad camuflados en cajas y toneles junto a las más diversas mercaderías17. Pero no adelantemos acontecimientos.

En la exploración del Río de la Plata y posterior fundación de la ciudad de Buenos Aires converge todo este entramado mítico que va iluminando la geografía americana al esquivo encuentro de aquellos «secretos maravillosos» de los que hablara el canónigo sevillano Juan de Cárdenas18 a mediados del siglo XVI: «Todo el esfuerzo descubridor que se vuelca por el Río de la Plata y refluye hasta el Perú -ha sentenciado Juan Gil- no tiene más objetivo que alcanzar un mito»19. En efecto, a principios del siglo XVI todavía no se habían apagado los ecos de algunos   -28-   de los viejos mitos que impulsaron las carabelas colombinas a través del Mar Tenebroso y más allá de lo conocido20.

No son pocos los navegantes que, apremiados por las disputas territoriales entre España y Portugal y con el empeño de hallar «un paso interoceánico que les permitiese alcanzar las islas de la Especiería y las legendarias tierras de Tarsis, Ofir y Cipango, patria del oro, la plata y la seda»21, fueron agregando nombres y lugares a la incompleta cartografía del Cono Sur americano. Fue así como, entre 1515 y 1516 una expedición española al mando de Juan Díaz de Solís hallaba un enorme brazo de mar sin nombre que en un principio dio en llamarse Mar dulce o Río de Solís, y que más tarde tendría a bien ser nombrado, definitivamente, Río de la Plata. Así lo llamaron los portugueses, atestigua Fryda Schultz, «que ya desde 1530 tendían la imaginación y la mano, avarientas, hacia esta parte de las Indias cuyo metálico nombre los encandilaba»22. Otras teorías otorgan la autoría del descubrimiento precisamente a una expedición portuguesa que, dirigida por el   -29-   eximio navegante florentino Amérigo Vespucci, habría llegado entre 1501 y 1502 hasta el antiguo cabo de Buen Deseo (Punta del Este)23. Sea como fuere, con el descubrimiento de aquel vasto mar dulce se daba principio a la «fundación mítica»24 de la ciudad de Buenos Aires.

En aquel tiempo, dirá muchos años después otro infatigable forjador de mitos, «supondremos que el río era azulejo como oriundo del cielo», y contaba «cinco lunas de ancho y aún estaba poblado de sirenas y endriagos y de piedras imanes que enloquecen la brújula»25. Y sirenas, endriagos y piedras imanes debieron conjurarse para desvariar   -30-   la brújula de Solís y los suyos, y precipitar el dramático desenlace de aquella primera entrada. Sólo los que sobrevivieron al ataque de los indios y al naufragio sufrido en el viaje de regreso pudieron contar las maravillas que supuestamente albergaban las argentinas aguas de aquel río.

En 1526, otra expedición española, comandada esta vez por el navegante veneciano Sebastián Caboto o Gaboto, partía hacia la zona del Plata con el mismo objetivo que la exploración de Solís. En una escala realizada en Brasil, en las costas de Santa Catarina, recogen, al parecer, a Enrique Montes, uno de los tripulantes de Solís, que les habla de una exuberante Sierra de Plata y del fabuloso imperio del Rey Blanco. Caboto quedó tan obsesionado por el encendido relato del náufrago que decidió cambiar sus planes iniciales, regresar a España y obtener las autorizaciones necesarias para la exploración de los nuevos territorios26. Tres años después, en 1529, Caboto encomienda a su capitán Francisco César la misión de encontrar la tan ansiada Sierra de Plata. Pero los desalentados soldados de Caboto no hallaron más que interminables leguas de pampa. Eso sí, el capitán Francisco César no había regresado con las manos vacías; traía noticias de otra quimera: el mito de la Ciudad de los Césares, «uno de los ejemplos más interesantes   -31-   en la historiografía del imaginario colectivo americano»27, en opinión del crítico Fernando Ainsa.

Era, como advierte Martínez Estrada, la única respuesta posible al vacío encontrado por los conquistadores: ni oro, ni plata, ni grandes civilizaciones. Era lo que necesitaban ver «los ojos del buscador de irrealidades»; era exactamente «el desengaño como estímulo»28.

De una u otra manera llegaban siempre las remotas noticias de América a los mentideros de palacio. Y algo de todo aquello debió conocer, a buen seguro, Carlos V cuando, el 21 de mayo de 1534, nombraba a Pedro de Mendoza Adelantado y «governador y capitán general de las dichas tierras y provincias y pueblos que hoviere y se poblaren en el dicho Rio de la Plata y en las dozientas leguas de costa del Mar del Sur», otorgándole «licencia y facultad» para «conquistar y poblar las tierras y provincias que hoviere en las dichas tierras»29. El verdadero objetivo de la expedición seguía siendo, sin embargo, encontrar el ansiado paso interoceánico, o uno más ventajoso que el abierto dos lustros antes por Magallanes, y verificar las historias sobre las montañas de plata y los fabulosos tesoros   -32-   del Rey Blanco, para lo cual no dudó el propio Mendoza en invertir hasta el último real de su fortuna.

Para tal empresa se dotó al almirante granadino de una flota de quince navíos y una tripulación de cerca de mil ochocientos hombres de las más diversas procedencias. Entre ellos, un pequeño grupo de mujeres, y dos hombres de pluma fácil, un lansquenete bávaro llamado Ulrico Schmídel y un religioso, por nombre Luis de Miranda, que habrían de dejar constancia escrita de los empeños y fatigas de aquella expedición que el 24 de agosto de 1535 se hacía a la mar rumbo a las prometidas riquezas del Río de la Plata.


ArribaAbajoPequeña y verdadera historia de las dos fundaciones de Buenos Aires


ArribaAbajoDe trabajos, hambres y afanes

Mientras tanto, Buenos Aires, eterna, según Borges, «como el agua y el aire», aguardaba en medio de la nada el momento preciso de su fundación. Quien se haya acercado a la historia de la ciudad habrá oído referir alguna vez la repetida historia de las dos fundaciones de Buenos Aires. No en vano, esta duplicidad fundacional ha sido siempre parte insustituible de los mitos de origen de la ciudad, aunque existieran, como veremos, diferencias significativas de forma y fondo entre uno y otro acontecimiento.

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Cuenta Irving Leonard que Mendoza, «jefe de la desgraciada empresa del Río de la Plata», llevaba un pequeño número de volúmenes en su equipaje personal entre los que había «obras de Virgilio, Petrarca y, aunque parezca increíble, de Erasmo de Rotterdam»30. Sin embargo, hemos de suponer que no tuvo ocasión don Pedro de apaciguar su espíritu con tan edificantes lecturas, atenazada su salud «del morbo, que de Gallia tiene nombre»31, y amedrentado el ánimo por los crecientes indicios de insubordinación, que dieron a la postre con la muerte del maestre de campo Juan Osorio y con la pérdida de la nao Santiago, que al mando de Cristóbal Frías de Marañón había desertado rumbo a las cálidas aguas del mar Caribe.

Aquella expedición, según refiere Ricardo Majó Framis, «ya no parece locura, cual parecieron otras, sino exacta y formal empresa, en la que todo está por antecedente regulado: lo que ha de ser comercio, comercio; lo que ha de sonar a verso, verso»32. Sin embargo, no iba a tardar el verso en alterar dramáticamente el rumbo de los acontecimientos.   -34-   El novelista porteño Enrique Larreta, autor de la evocativa obrita Las dos fundaciones de Buenos Aires (1933), circunscribe de manera envidiable el curso literario de los hechos que desembocan en la comúnmente considerada primera fundación de Buenos Aires:

Si aquellas empresas deslumbradoras pueden compararse por momentos con libros de caballerías, ésta de Mendoza, por su desaforada ilusión y áspero desatino, aseméjase mucho al libro de Cervantes. Allí el Amadís; aquí el Quijote. Las capitulaciones de Mendoza decían: Que de todos los tesoros que se ganasen, ya fueran metales, piedras preciosas u otros objetos y joyas... Que en caso de conquistar algún imperio opulento... Y todo fue desventura, tragedia, todo fue morirse de hambre o caer a bulto a manos de los salvajes33.



Hasta entonces, el territorio argentino había carecido de una civilización indígena con una cultura urbana propiamente dicha34. En esos casos se buscaba emplazamientos   -35-   de defensa ventajosa y abundantes recursos naturales. Así hicieron los hombres del Adelantado Mendoza al determinar, tras reconocer las costas en busca de un puerto para hacer fondear los navíos, que el lugar más conveniente era «una suave planicie cruzada por varios arroyos y bordeada al este por una barranca que se elevaba entre ocho y doce metros sobre la costa pantanosa del Río de la Plata»35. El nombre elegido para el asentamiento fue el de «Puerto de Nuestra Señora Santa María de Buen Ayre»: «Nombre de carabela, de carabela venturosa»36, dice Larreta, adoptado en honor a Nostra Signora di Bonaria, imagen venerada por marinos y navegantes, que había aparecido misteriosamente en las playas de la ciudad de Cagliari, en Cerdeña, y que Mendoza debió conocer en sus andanzas por tierras italianas37.

Los de Mendoza construyeron provisionalmente un fuerte o real, formado por una empalizada, una modesta casa para el Adelantado y otras, aún más modestas, construidas con adobe y paja, para los soldados. Mucho se ha discutido sobre el lugar exacto en el que se estableció   -36-   aquel primer núcleo urbano38. La versión de Larreta señala:

Paseo Colón, hacia el Sur; luego Almirante Brown. Sobre esta avenida, poco antes de llegar a la Vuelta de Rocha, entre Mendoza, Palos y Lamadrid, se halla según Groussac, el sitio de la fundación. Margen izquierda del Riachuelo de los Navíos, «media legua arriba», dice Díaz de Guzmán. Ahí estaría la primera manzana, la manzana original. Ciudad, pecado39.



Mucho se ha debatido también sobre el hecho de si lo que Pedro de Mendoza y sus hombres fundaron en los primeros días de febrero de 1536 fue realmente la ciudad de Buenos Aires. «Nunca ciudad alguna -escribe Pablo Rojas Paz- fue fundada con menos ceremonia ni pompa, que no estaba para tales cosas el ánimo del principal»40. Pero si no hubo pompa ni ceremonia, fue, posiblemente, porque no debía haberlas. La fundación de ciudades en la   -37-   época de la Conquista no consistía precisamente en llegar, descubrir y fundar. El acto fundacional, como ha explicado José Luis Romero, era un acto simbólico, pero, era, ante todo, un acto político41. Y como tal, implicaba una serie de «reglas minuciosamente establecidas»:

Se iniciaban con la toma de posesión del territorio en forma solemne, con levantamiento de un acta determinando si lo que se fundaba era una ciudad, villa o pueblo; designación de su nombre y Patrono; erección del rollo, como símbolo de la Justicia Real, etc.42.



En el caso de la llamada primera fundación de Buenos Aires, según el historiador Ricardo de la Fuente Machain, no existen datos en las crónicas y documentos de la época de que fueran contemplados este tipo de procedimientos, e «igualmente carecemos de noticias referentes a traza de las calles, reparto de solares, etc., actos indispensables en toda fundación, por prescripción legal»43. Sin embargo, la crónica de Ruy Díaz de Guzmán, que aunque publicada en 1830 fue escrita en 1612, certifica claramente que Mendoza «fundó una población, que puso por nombre la ciudad de Santa María, el año de mil quinientos treinta y seis, donde hizo un fuerte de tapias de poco más de un solar en   -38-   cuadro»44. Enrique de Gandía, por su parte, abunda en la discusión, aportando algunos «documentos no utilizados por otros historiadores» que demuestran la existencia de la primera fundación, y de los cuales se desprende, ahí es nada, que «la actual capital de Argentina tuvo dos nombres: el de Puerto de Buenos Aires y el de Ciudad del Espíritu Santo»45.

En realidad, poco importa ahora si los actos de Mendoza tuvieron o no validez jurídica, si lo que fundó fue un fuerte, un villorrio o una ciudad con todas sus letras; lo relevante, en cualquier caso, es que aquella discreta fundación sí tuvo una interesante significación literaria. Existen testimonios más o menos indirectos de aquellos hechos, a través de las crónicas de Díaz de Guzmán, Fernández de Oviedo o López de Gómara. Sin embargo, como ya habíamos anunciado, entre los expedicionarios de Mendoza viajaban dos informadores de primera mano: Ulrico Schmídel y Luis de Miranda. En ambos vamos a encontrar un testimonio descarnado del fatal destino que aguardaba a los primeros pobladores de la ciudad del Plata.

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Soldado de fortuna, cronista de sí mismo, Ulrico Schmídel habría oído noticias de la expedición que preparaba Mendoza durante una estadía en Amberes. Había nacido en una pequeña villa a orillas del Danubio y no imaginaba lo que le deparaban las ingratas aguas de aquel sonoro Río de la Plata hacia el cual embarcaba sus ilusiones. Sus viajes indianos, a las órdenes de Pedro de Mendoza, Alvar Núñez Cabeza de Vaca y Domingo Martínez de Irala, habrían de incitarle a redactar una suerte de compendio autobiográfico que con el título de Historias verdaderas de una maravillosa navegación que Ulrico Schmídel, natural de Straubing, hizo durante los años 1534 hasta el 1554 a las Indias o Nuevo Mundo, en especial por Brasil y Río de la Plata; lo que experimentó durante estos diecinueve años, y los estraños países y gentes que vio, apareció primero en alemán, en 1567, y más tarde en castellano, en 1749.

La narración de Schmídel, sucinta a pesar del larguísimo título, está escrita, como observa Fryda Schultz, con la parquedad y la aspereza de un parte de guerra. La relación del bávaro detalla primordialmente todo aquello que llama la atención a sus pupilas europeas. En realidad, casi resultan más interesantes los grabados introducidos por el editor Levinus Hulsius para la edición alemana, impresa en Nuremberg en 1602, que el propio texto (fig. 1). Tal vez, en lo que nos atañe, lo más relevante de su vera historia sea una somera descripción del fuerte de Buenos Aires y de las fatigas que sus moradores padecieron bajo el asedio de las tribus querandíes:

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se construyó una ciudad con una defensa de terraplén de media vara de alto y tres pies de ancho, así como una casa fuerte para nuestro capitán dentro de ella. Sin embargo, lo que se levantaba hoy, se derrumbaba mañana, pues la gente no tenía nada de comer, padecía gran estrechez y moría de hambre46.



Ulrich Schmídel, Viaje al Río de la Plata

Ulrich Schmídel, Viaje al Río de la Plata, Buenos Aires, Cabaut y Cía, 1903

Fig. 1

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Pero había de ser el presbítero Luis de Miranda de Villafaña, y «los ciento treinta y dos versos del poema en el cual refiere los afanes y desengaños que sufrieron los venidos con don Pedro de Mendoza»47, quien ofreciera la contrita y verdadera memoria literaria de aquel episodio histórico. Los 132 versos de los que habla Mujica Láinez, fueron en realidad 136 y han llegado hasta nosotros gracias a Francisco Ortiz de Vergara, quien en 1569, al parecer, debió entregar a Juan de Ovando copia de aquel Romance escrito por un desventurado clérigo en las lejanas provincias del Río de la Plata48.

En general, se ha subrayado su importancia documental, «a pesar de que los versos no tienen vuelo poético alguno»49, y se han citado hasta la saciedad los versos en los que hace dolorida relación de los «trabajos, hambres y afanes» sufridos por las huestes mendocinas bajo el asedio de los indígenas: 50

Sin embargo, como entendió acertadamente Fryda Schultz (quien no duda en otorgar al clérigo el honorífico título de «Cofundador de Buenos Aires»51), el interés literario del poema reside en los versos en los que se refiere, aunque de forma indirecta, a la índole moral de Buenos Aires. Miranda, como decimos, no hace mención explícita a la ciudad ni a su nombre, habla genéricamente de la «Conquista», de las entradas en el Río de la Plata:


en las partes del poniente,
en el Río de la Plata.
Conquista la más ingrata
a su señor
desleal y sin temor,  5
enemiga de marido,
que manceba siempre ha sido
que no alabo,
cual los principios el cabo,
aquesto ha tenido cierto,  10
que seis maridos ha muerto
la señora52.



La indeterminada evocación de Miranda sugiere un uso relajado de la noción de ciudad, aplicada en un sentido   -43-   puramente espacial a una porción determinada de tierra. Buenos Aires sería la concreción material de ese desventajoso proceso marital que refieren los versos de Miranda. Lo más significativo del poema radica, sin duda, en la progresión adjetival con que cierne el poeta esa idea de ciudad que representa en ese momento Buenos Aires: «ingrata», «desleal», «enemiga de marido», «manceba» y, sobre todo, «traidora». La intensificación semántica se ajusta a la gradual sucesión de sufrimientos a los que tuvieron que hacer frente los que pretendieron establecerse en aquella indómita región. Todo ello, unido a una explícita alusión a Jerusalén, remite directamente a las ciudades pecatrices de la tradición bíblica. Es la ciudad como hembra, como símbolo de la feminidad, ya sea madre protectora o pecadora meretriz, uno de los arquetipos que se reitera con mayor asiduidad, como ha demostrado Carl Jung, en las tradiciones y leyendas de oriente y occidente. El propio Jung respalda su argumentación con un juicio del profeta Isaías (1, 21) contra la ciudad de Jerusalén que no dudamos en tomar prestado para reforzar la nuestra: «Cómo te has tornado ramera, ¡oh ciudad infiel!»53. Y esto es algo que no debería pasar desapercibido, porque el primer poeta de Buenos Aires está utilizando argumentos y motivos que van a pervivir en la constante percepción literaria de la ciudad, y que arriban hasta el siglo XX en poetas   -44-   y novelistas, desde Hugo Wast y Enrique Méndez Calzada, hasta Leopoldo Marechal, Roberto Arlt, e incluso Ernesto Sábato.

Pero en aquel tiempo, Miranda no fue sino uno más de los mudos testigos del desdichado abandono de Buenos Aires. Desmoralizados sus hombres por el hambre, Mendoza ordenó a su Teniente general Juan de Ayolas y al capitán Domingo Martínez de Irala remontar el Paraná en busca de menos ingratas tierras «donde pudiesen hallar refrigerio de alimentos»54. Fruto de esas jornadas fue el hallazgo de los «razonables» indios timbúes y la fundación del fuerte de Corpus Christi, donde permaneció Gonzalo de Alvarado con un centenar de hombres. A mediados de julio de 1536, Ayolas regresaba a Buenos Aires haciendo sonar sus cañones para anunciar la buena nueva. Aprestado a abandonar aquel baldío de desazón y tormento, Mendoza organizó su partida hacia el recién fundado fuerte, dejando como Teniente General en Buenos Aires a Francisco Ruiz Galán. Sin embargo, parece que la mente del Adelantado sólo albergaba la idea de volver a Castilla, sospechando tal vez en sus dolores el hálito inquebrantable de una cercana muerte. Sea como fuere, Mendoza regresó por última vez a Buenos Aires para abandonarla definitivamente el 22 de abril de 1537. La muerte, al fin, sorprendió al Adelantado a mitad de camino, siendo sepultado en alta mar el 23 de junio de ese mismo año.

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Algunas gentes permanecieron empecinadamente en el desolado fuerte de Buenos Aires hasta principios de junio de 1541, cuando, por requerimiento de Martínez de Irala, se resolvió trasladar su población al cercano puerto de La Asunción. Lo que no consumió el iracundo fuego de los indios, lo fue borrando el paso lento de los años, desvaneciendo para siempre las huellas de unos actos infelices de los que sólo la literatura guarda memoria.




ArribaAbajoAbrir puertas a la tierra

En los siguientes cuarenta años, Buenos Aires permaneció siendo un nombre lejano encerrado, como en la ficción garciamarquiana, en «un espacio de soledad y olvido». Las razones por las que Juan de Garay, segundo fundador de Buenos Aires, decidió levantar bandera de alistamiento en la ciudad de La Asunción para repoblar aquel baldío que una vez había agotado hasta el desaliento las ilusiones de las huestes mendocinas, eran ya muy otras de las que impulsaron al Adelantado gaditano. Se iba disipando, podríamos decir hurtándole un verso a Carriego, aquel ensueño que derrotaron las realidades.

La encomienda, según declaran los documentos de la época, era «abrir puertas a la tierra»55. Lo cual, dicho menos poéticamente, implicaba el hallazgo de una necesaria vía de comunicación entre las nuevas tierras del Perú y   -46-   la Metrópoli europea, y el establecimiento de rutas comerciales con las provincias de Charcas, Chile y Tucumán. El emplazamiento del viejo puerto de Buenos Aires, parecía el lugar idóneo para tales requerimientos. Entre los sesenta y tres hombres que viajaron con Garay, no hubo tampoco hidalgos haraganes ni poetas meditabundos, sino criollos y mestizos, que no hacían melindres al trabajo cotidiano y al aprovechamiento de la tierra que les había visto nacer. Así las cosas, el 11 de Junio de 1580, Juan de Garay fundaba, a unos cientos de metros del asentamiento original, la ciudad de la Trinidad:

oy sabado dia nro. señor san bernabe onze dias del mes de Junio del año del nascimio. de nro Redemptor Jesuxpo. de mill e quiso. y ochenta años estando en este puerto de Santa maria de buenos ayres que en las provinza. del Rio de la plata yntitulada nueuam.e la nueua vizcaya hago e fundo en el dho. asyento e puerto una ciudad la ql. pueblo con los Soldados y gente que al presente tengo y e traydo para ello la yglesia de la ql. pongo su asbocacion de la Santisima trenidad la ql. sea y a de ser yglesia mayor e parroquial contenida e señalada en ala traça que tengo hecha de la dha. ciudad y la dha. ciudad mando que se yntitule la ciudad de la trenidad [...] y en señal de poseçion hecho mano a su espada y corto hieruas y tiro cuchillada...56



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Acta fundacional a un lado, el principal aporte de la fundación de Garay fue la traza urbana y el reparto de solares. Uno de los pocos planos fundacionales que se conservan (en copia del siglo XVIII) es precisamente el «Plano que manifiesta el repartimiento de solares que hizo el Gral. Juan de Garay a los fundadores de Buenos Ayres año de 1583»57. El plano se ajusta al modelo de ciudad que Jorge Enrique Hardoy denomina «clásico», que no es en realidad sino el alargado reflejo de Los diez libros de Arquitectura de Vitrubio. El característico trazado en damero (fig. 2) consigna «las manzanas reservadas para la plaza, el fuerte, los conventos de San Francisco, Santo Domingo, Santa Úrsula y para el hospital, un solar para el Cabildo y la cárcel y otro para la iglesia mayor»58.

Plano fundacional de Buenos Aires

Plano fundacional de Buenos Aires. Jorge E. Hardoy, Cartografía urbana colonial de América Latina y el Caribe, Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 1991

Fig. 2

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En resumidas cuentas, las dos fundaciones de Buenos Aires revelan no sólo dos fases diferentes de la colonia, como advierten Margarita Gutman y Jorge Enrique Hardoy59, en las que la épica dejaba paso paulatinamente a la historia, sino también dos momentos fundamentales para entender el posterior desarrollo físico y espiritual de la urbe. Por un lado, un rígido entramado urbano que iba a determinar el futuro crecimiento de la ciudad, y a condicionar la mirada, no sólo de urbanistas y de arquitectos, sino, esencialmente, de artistas y de poetas. Y, por otro lado, un temprano amanecer literario que sentaba las bases de un inagotable diálogo entre la ciudad, la imaginación y el verbo. Si Juan de Garay había fundado la imagen física de la ciudad, lo que hizo Pedro de Mendoza cuarenta años atrás, como dice Majó Framis, fue fundar, más que una ciudad, «la idea platónica de una ciudad»60.





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ArribaAbajoLa gran capital del Sud

...sólo donde acaba lo palpable y vulgar, empiezan las mentiras de la imaginación, el mundo ideal.


Domingo Faustino Sarmiento.                


Tras el acto fundacional, las distintas ciudades de Indias sufrieron un periodo más o menos prolongado de incertidumbre, durante el cual lo prioritario era consolidar el asentamiento urbano como signo privilegiado del proceso de dominación territorial. En el caso de Buenos Aires, ese proceso de incertidumbre duró casi dos siglos. Hasta la creación del Virreinato de la Plata en 1777, puede decirse que la vida de Buenos Aires como ciudad indiana estuvo marcada fundamentalmente por la monotonía y la espera.

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Uno de los elementos de los que se valió el colonizador español para cimentar su dominio sobre la vastedad del territorio americano fue precisamente el de la imposición urbanística, que se materializó la mayoría de las veces en una arquitectura de la transculturación. Sin embargo, en las márgenes del Plata, como hemos advertido con anterioridad, no había gran cosa que transculturizar61. Los viajeros de la época coinciden en sus apreciaciones en que Buenos Aires era apenas un villorrio perdido entre dos inmensidades. En 1691 el padre Antonio Sepp, de la Compañía de Jesús, visita la ciudad y dice de ella: «el pueblecillo de Buenos Aires no tiene más que dos calles construidas en cruz»62.

Por esos años, el Arcediano Martín del Barco Centenera, que había llegado a tierras del Plata a fines del siglo XVI con el Adelantado Juan Ortiz de Zárate, volvía a dar sustento a la particular mitología porteña con las 1340 octavas que componen su Argentina y Conquista del Río de la Plata (1602)63. Centenera declara haber puesto «en verso, aunque poco polido y menos limado» la   -51-   «memoria sin razon obscurecida» de «aquellas amplissimas prouincias del rio de la Plata»:

...porque el mundo tenga entera noticia, y verdadera relación del rio de la Plata, cuyas prouincias son tan grandes, gentes tan belicosissimas, animales y fieras tan brauas, aues tan diferentes, biuoras y sepientes que han tenido con hombres conflicto y pelea, pedes de humana forma, y cosas tan exquisitas, que dexan en extasi los animos de los que con alguna atencion las consideran64.



El largo poema, plagado de versos ripiosos y ásperos latines, se recrea en el episodio del asedio y de la hambruna, reservando únicamente a Buenos Aires la sola condición de haber sido el lugar «do fue el lastimoso acabamiento, / De tanta bizarria qual yo cuento»65.

Los ojos del poeta volvían la mirada hacia el pasado; sin embargo, el destino de la ciudad necesitaba mirar hacia adelante. Y así, lenta pero inexorablemente, como advierte José Luis Romero, «la traza desnuda» fue dejando paso «a la ciudad edificada»:

Acto simbólico, la ciudad no instauró la ciudad física. Su traza se transformó, pues, en un proyecto que era necesario convertir en realidad. Y luego de haberse adoptado definitivamente el sitio, el proyecto fue puesto en ejecución lentamente, levantando construcciones civiles   -52-   o religiosas en los solares que la traza marcaba y que habían sido adjudicados formalmente a los pobladores o reservados para edificios públicos66.



A colmar aquel vacío, acudieron a Buenos Aires, a lo largo del siglo XVII, un buen número de ingenieros militares (Real Cuerpo de Ingenieros Militares) y arquitectos de las diferentes órdenes religiosas (jesuitas y de la Compañía de Jesús, principalmente). Sin embargo, y a pesar de que todo estaba por hacer, las construcciones, en general, pecaron de un excesivo pragmatismo y de una cierta sobriedad formal. Una traza demasiado extensa para las auténticas necesidades de la ciudad, había circunscrito la poca edificación existente a los solares próximos a la plaza Mayor y al Fuerte. Precisamente, el Fuerte, nombrado San Juan Baltasar de Austria, fue la primera construcción de envergadura en Buenos Aires antes de la creación del Virreinato.

A lo largo del siglo XVII67, a pesar de su acusada precariedad, Buenos Aires recibió la poco amistosa visita de corsarios y piratas, como el temido Cavendish, y de flotillas de varia procedencia que habían visto en aquel puerto un excelente bocado para sus intereses o codicias. Este   -53-   continuo estado de sobresalto, junto con los crecientes intereses mercantiles en la zona, propició la creación del Virreinato del Río de la Plata con el fin de ratificar la soberanía española en la zona.

En ese trámite la ciudad recibe la visita de otro ilustre viajero. Buenos Aires parece haber progresado mucho desde que la visitara por última vez el controvertido Concolorcorvo, allá por el año de 1749. En aquel tiempo bien hubiera podido recibir la ciudad la severa sentencia del Visitador Alonso Carrió de la Vandera: «Que el arquitecto es falto de juycio, / quando el portal es mayor que el edificio»68. Recordemos que hacia 1750 tan sólo una treintena de las 144 manzanas proyectadas originariamente habían sido edificadas. Sin embargo, ahora, dice Concolorcorvo, bajo la gobernación de Juan José de Vértiz (1770), «hay pocas casas altas, pero unas y otras bastante desahogadas y muchas bien edificadas». Y, aunque el visitante denuncia algunas deficiencias, conviene en reconocerla como cuarta ciudad en importancia «de el gran govierno de el Perú»69.

Precisamente puede considerarse a Vértiz, quien en 1778, un año después de la creación del Virreinato del Río de la Plata, había relevado en el cargo al primer virrey Pedro Cevallos, como el primer gran proyectista urbano   -54-   que tuvo Buenos Aires. Vértiz, por ejemplo, había nombrado en 1783, como recuerda Manuel Bilbao, «al Ingeniero Joaquín Mosquera, para que estudiase y llevase a cabo la nivelación y empedrado de la ciudad»70. Bajo su mandato llegaron también a Buenos Aires algunos arquitectos españoles y extranjeros -como el portugués José Custodio de Saá y Faria y los españoles Martín Boneo y Tomás Toribio-, que tratarían de dar a Buenos Aires la verdadera imagen de capital que desde hacía algún tiempo había empezado a reclamar.

Las invasiones inglesas que sufre Buenos Aires en 1806 y 1807 iban a estrechar nuevamente los lazos entre la ciudad y la literatura, sembrando además el germen de la futura emancipación y engendrando un pintoresco repertorio de poesía épica urbana. El Buenos Aires previo a la invasión británica, tal y como describe el historiador argentino Tulio Halperín Dongui, había sido «protagonista desde los primeros años del siglo XVIII de un progreso destinado a no detenerse. En los últimos años del siglo Buenos Aires es ya comparable a una ciudad española de las de segundo orden, muy distinta por lo tanto de la aldea de paja y adobe de medio siglo antes»71. Es de suponer que el creciente auge comercial experimentado por el   - 55 -   puerto bonaerense tras la creación del Virreinato no habría pasado desapercibido para las in quietudes expansionistas del impetuoso imperio británico. Excluida por decreto de todo comercio con la colonia rioplatense, no es de extrañar -por carácter- que la corona británica resolviera prontamente apoderarse de la ciudad como única y dramática solución mercantil.

Tras unos cuantos días de enfrentamientos furtivos y escaramuzas callejeras, Buenos Aires caía definitivamente en manos de las tropas del general Beresford, el 27 de junio de 1806. Facilitado el asalto, indudablemente, por la negligente indolencia del entonces virrey Rafael de Sobremonte y su Junta de guerra, que abandonaba prontamente la ciudad solicitando al pueblo de Buenos Aires, no obstante, «la observancia de la religión, el honor y el patriotismo»72. Desde Londres es celebrada la invasión como un gran logro estratégico, en términos económicos y militares. Un par de meses más tarde, sin embargo, una revuelta popular encabezada por el teniente de navío Santiago Liniers, acababa con el breve periodo de ocupación británica y recobraba la soberanía española de la ciudad. Todavía en junio del año siguiente, los ciudadanos, aleccionados durante meses en el ejercicio de las armas, defienden la ciudad de una segunda oleada británica. Si   -56-   hemos de creer al jefe del Regimiento de Patricios, Cornelio Saavedra, «Buenos Aires, con sólo sus hijos y su vecindario, hizo esta memorable defensa y se llenó de gloria»73. Lo importante, en cualquier caso, determina Tulio Halperín Donghi, es que «la defensa, todavía más que la Reconquista, es una victoria de la ciudad, [...] de todos sus habitantes»74.

En algunos discursos y sermones, como los de Pedro Estala, el obispo Rafael Andreu y Guerrero, Antonio de León o el deán Martín Terrazas, pero sobre todo en los poemas compuestos por el presbítero Pantaleón Rivarola, José Prego de Oliver, Vicente López y Planes o Juan Ventura de Portegueda75, la ciudad es cantada en su hermosura recobrada como un nuevo Campo de Marte. La batalla, eminentemente urbana, se libra en las calles, las casas, los patios y las azoteas, aunque, advierte Ángel Mazzei, «la referencia literaria tiene la concisión de un parte de guerra» y «en momento alguno la ciudad vibra en la trascendencia   -57-   del episodio que vive»76. En general los poemas de este ciclo no revisten mayor interés que el puramente documental. Me arriesgo a ofrecer una muestra con estos versos de autor desconocido, pertenecientes a La gloriosa defensa de la ciudad de Buenos-Ayres77:


Por las calles de la plaza
del Retiro, en cuyo centro
está la plaza de toros
y en uno de sus extremos
el parque de artillería
con el cuartel de artilleros,
entraron por todas ellas
como dos mil quinientos
de la mejor tropa inglesa
escogida a este efecto.



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Quizá lo más relevante de este ciclo sea el incipiente sentimiento criollo que se deja traslucir78, y que en cierta manera preludia el arranque nacionalista que supone la no menos cantada Revolución de Mayo.

Obviamente, el episodio de la invasión inglesa no sólo provocó secuelas literarias, sino también importantes, y en este caso decisivas, implicaciones políticas. El deterioro del orden monárquico español, agravado en 1808 por la ocupación napoleónica de la península, sembraba en las colonias de América el germen incontenible del desengaño metropolitano. En Buenos Aires, la crisis institucional abierta por las invasiones inglesas predice la pérdida del poder político y militar del gobierno virreinal y su asunción por parte del Cabildo79. Tras algunos amagos de insurrección, el 25 de mayo de 1810, presidida por el Jefe del Cuerpo de Patricios Cornelio Saavedra, tenía lugar en el Cabildo de Buenos Aires la Primera Junta de Gobierno Patrio, en la que se negaba la autoridad del nuevo virrey enviado por la Corona de España y se instauraba un nuevo gobierno provisional como paso previo a la completa independencia.

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