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ArribaAbajoOliverio Girondo: El tranvía imposible

¡Líricos tranvías sin derrotero, vagabundos, nómades, libérrimos, en donde viajarían los poetas que no saben su destino y los hombres que lo han perdido ya!...

Enrique M. Amorim.                


Dentro del grupo de Florida, quizá podría considerarse el abanderado del mismo, está también Oliverio Girondo (1891-1967). Sus dos libros más claramente urbanos, Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922) y Calcomanías (1925), son dos libros de viajes por Europa, África y América. Es innegable el cosmopolitismo y la pasión viajera desplegada por Girondo en estos primeros libros de poemas, sin embargo, su personalidad, su sensibilidad de poeta, está indiscutiblemente forjada en las calles, en las plazas, en los cafés de Buenos Aires.

Hijo de buena familia, como se suele decir, los pasos de Oliverio anduvieron siempre cerca de las grandes capitales europeas, en ellas estudió en sus años de infancia y a ellas acudió en su juventud para colmar sus ávidos ojos con todo aquello, nuevo o viejo, que fuera capaz de deslumbrarlos. Visita museos, descubre lugares, asiste a reuniones y conoce a poetas y artistas de toda índole y pelaje. En opinión de Beatriz de Nóbile, Oliverio no sólo asimila   -167-   para sí todo ese mundo transfigurado, sino que lo desborda sobre Buenos Aires246.

La actitud poética de Girondo en sus primeros libros responde a un impulso generalizado en la vanguardia, y que en Francia vincula a varias generaciones de poetas (Apollinaire, Larbaud, Cendrars, Morand) que tras la guerra del 14 se imponen la tarea de medir la magnitud del mundo: «conocen las convulsiones -explica Marcel Raymond-, los malestares, las epidemias psicológicas de una Europa y de un universo humano donde han caído los pretiles y se desmoronan las morales antiguas»247. En la obra de estos autores, se traza -prosigue Raymond- «el esquema de una epopeya de la vida moderna, de cierta vida moderna, la de un viajero, un aventurero que respira el aire libre del universo; de un aventurero que sigue siendo hombre, a pesar de todo, y sabe mezclar con los temas del modernismo los del viaje de los amantes y la nostalgia de la patria; de un hombre en el que la voluntad pragmática oculta deficientemente el temor y el secreto deseo de la catástrofe»248.

Cosmopolitismo aparte, Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922) de Oliverio Girondo, representa, en   -168-   opinión de Alfonso Sola González, «el primer libro orgánico intencionalmente "vanguardista"» en Argentina:

Si consideramos que en el libro de Girondo hay nueve poemas de indiscutible filiación «vanguardista», fechados en España, Francia, Río de Janeiro, Mar del Plata y Buenos Aires en 1920, no puede dudarse entonces de que, por lo menos un año antes del regreso de Borges, la «vanguardia», sin bautismo oficial todavía, había dado ya sus primeros poemas intencionalmente adscritos al sprit nouveau triunfante en las literaturas europeas... Simplemente queremos anotar fechas y reconocer en Oliverio Girondo al poeta que por primera vez en el Río de la Plata -en agosto de 1920 se halla en Buenos Aires, de regreso de un viaje a Europa- se ajusta a la nueva estética con segura conciencia de lo que está haciendo249.



Lo relevante del dato, en cualquier caso, es esa anticipación en la poetización vanguardista de la capital porteña. Pero es interesante observar, en primer lugar, la actitud que tiene Oliverio frente a su ciudad. Podemos admitir que Buenos Aires, como ciudad moderna, no satisfacía en demasía el sentido estético de Girondo. Así se desprende de un curioso texto titulado «¡Cuidado con la arquitectura!», en el que el poeta, inmerso en todos los frentes, arremete   -169-   desde las páginas de Martín Fierro contra la falta de sensibilidad arquitectónica de la ciudad:

El extravío llega a tal extremo que naufragan hasta las reglas del sentido común, que en arquitectura es el menos común de todos. ¡Inútil insinuar que las vigas de hierro, por ejemplo, permiten la existencia de grandes espacios, de una amplitud y de una simplicidad desconocidas, o que la lisura del cemento puede procurarnos una satisfacción semejante a la que sentimos al pasarnos la mano cuando hemos terminado de afeitarnos!

¡A los arquitectos se les importa un bledo! A ellos no les interesa que las necesidades de la vida contemporánea exijan y requieran nuevas soluciones. Para ellos carece de importancia que los procedimientos de construcción sean distintos y que los materiales de que disponen ofrezcan y reclamen soluciones inéditas250.



Desde el mismo título del libro, ...poemas para ser leídos en el tranvía, las composiciones de Girondo responden poéticamente a esa necesidad de dotar a Buenos Aires de un imprescindible visaje de modernidad. En el segundo número de la revista, Martín Fierro presenta el primer libro del poeta que, editado en Francia, había pasado desapercibido para el público y la crítica rioplatense, insistiendo en que «hay en la obra de Oliverio Girondo -arrojada desdeñosamente, y su título irónico lo indica,   -170-   no para ser leída en los gabinetes, sino en los plebeyos tranvías-, un recio y renovador soplo de modernidad»251. En Veinte poemas..., hay cinco poemas escritos en Buenos Aires: «Pedestre» (agosto 1920), «Exvoto» (octubre 1920), «Plaza» (diciembre 1920), «Milonga» (octubre 1921) y «Nocturno» (noviembre 1921), y dos escritos en Mar del Plata, «Croquis en la arena» (octubre 1920) y «Corso» (febrero 1921). Cada apunte callejero es, como diría Macedonio, «un resorte urbanístico» que registra una prosopopeya urbana donde el poeta sorprende a la ciudad en sus gestos íntimos y cotidianos.

En el poema «Nocturno», Girondo se acerca a aquel Fernández Moreno, poeta de las madrugadas porteñas, desnudando el ánima poética de la ciudad dormida, las luces de la calle que se van apagando una tras otra, los alambres y los postes telefónicos sobre las azoteas, el último caballo que pasa con su trote desgarbado, los gatos en celo en los tejados, los papeles que se arrastran en los patios vacíos. En opinión de Luis Góngora, seudónimo de uno de los colaboradores de Martín Fierro, «completa sus visiones plásticas, sus aciertos de expresión y sus pinceladas, con un sentido emocional y patético, con un dominio del sentimiento puro que subyuga. Es un poeta. Captura el terror nocturno y lo expresa como motivo   -171-   fundamental, en unidad y en concordancia perfecta con el valor de la palabra»252:


   Frescor de los vidrios al apoyar la frente en la ventana. Luces trasnochadas que al
apagarse nos dejan todavía más solos. Telaraña que los alambres tejen sobre las azoteas.
Trote hueco de los jamelgos que pasan y nos emocionan sin razón.
   ¿A qué nos hace recordar el aullido de los gatos en celo, y cuál será la intención de los
papeles que se arrastran en los patios vacíos?
   Hora en que los muebles viejos aprovechan para sacarse las mentiras, y en que las
cañerías tienen gritos estrangulados, como si se asfixiaran dentro de las paredes.
   A veces se piensa, al dar la vuelta la llave de la electricidad, en el espanto que sentirán
las sombras, y quisiéramos avisarles para que tuvieran tiempo de acurrucarse en los
rincones. Y a veces las cruces de los postes telefónicos, sobre las azoteas, tienen
algo de siniestro y uno quisiera rozarse a las paredes, como un gato o como un ladrón.
Noches en las que desearíamos que nos pasaran la mano por el lomo, y en las que
súbitamente se comprende que no hay ternura comparable a la de acariciar algo que duerme.
¡Silencio! -grillo afónico que nos mete en el oído-. ¡Cantar de las canillas mal cerradas!
-único grillo que le conviene a la ciudad.



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La ciudad de Girondo es un ente vivo, regido únimente por las leyes de la poesía, un mundo abandonado a un nuevo estatuto fundamentado en la exigencia de lo insólito. «¡Guillotinemos las amarras de la lógica!», proclama Girondo, «lo cotidiano es una manifestación admirable y modesta de lo absurdo»253: «las mesas dan un corcovo y pegan cuatro patadas en el aire»254; «un edificio público aspira el mal olor de la ciudad»; «un farol apagado tiene la visión convexa de la gente que pasa en automóvil»; «junto al cordón de la vereda un quiosco acaba de tragarse una mujer»255.

César Fernández Moreno señala que «no existe en Girondo, de ninguna manera, ese extravío del vivir concreto en la visión abstracta que expresa Borges de la ciudad de Buenos Aires y de su propia existencia. Girondo se enrola decididamente en lo concreto y, bajo la influencia surrealista, vuelca en lo que escribe el contenido global de su psique, inconsciente inclusive; y no sin humor»256. Ese humor que en Girondo es un principio desmitificador que   -173-   libera a su poesía del ridículo «prejuicio de lo sublime», también se aplica sobre la ciudad de Buenos Aires. El oficialismo, la seriedad, la sensiblería, la solemnidad, eran las principales actitudes burguesas contra las que debía luchar el artista adscrito a las filas de la vanguardia. En este sentido, la mirada crítica de Girondo se agudiza especialmente contra la gazmoñería y las actitudes fingidas de la «buena» sociedad bonaerense. En el poema «Exvoto», el irreverente humor poético de Girondo se dirige hacia la peculiar sociología del barrio de Flores. Cuna de poetas y de no pocas elegías, Flores se distingue, dentro de la particular mitología porteña, por la proverbial disponibilidad de sus muchachas casaderas, que la mirada de Oliverio transforma en un escandaloso ritual urbano:


   Las chicas de Flores, tienen los ojos dulces, como las almendras azucaradas de la Confitería
del Molino, y usan moños de seda que les liban las nalgas en un aleteo de mariposa. Las chicas
de Flores, se pasean tomadas de los brazos, para transmitirse sus estremecimientos, y si alguien
las mira en las pupilas, aprietan las piernas, de miedo de que el sexo se les caiga en la vereda.
   Al atardecer, todas ellas cuelgan sus pechos sin madurar del ramaje de hierro de los balcones,
para que sus vestidos se empurpuren al sentirlas desnudas, y de noche, a remolque de sus mamás
-empavesadas como fragatas- van a pasearse por la plaza, para que los hombres les eyaculen
palabras al oído, y sus pezones   -174-   fosforescentes se enciendan y se apaguen como luciérnagas.
   Las chicas de Flores, viven en la angustia de que las nalgas se les pudran, como manzanas
que se han dejado pasar, y el deseo de los hombres las sofoca tanto, que a veces quisieran
desembarazarse de él como de un corsé, ya que no tienen el coraje de cortarse el cuerpo a
pedacitos y arrojárselo, a todos los que pasan por la vereda257.



El tranvía lírico de Veinte poemas, con «billete hasta el último poema» como diría Ramón, simboliza, en cierta medida, la edificación poética de la ciudad moderna, donde cada poema representa una parada en ese trayecto sin rumbo que proporciona la complejidad de la gran urbe cosmopolita.




ArribaAbajoJorge Luis Borges: la imaginada urbe

En las creaciones del arte, las imágenes del mundo son adecuaciones del recuerdo donde se nos representan fuera del tiempo, en una visión inmutable.

Valle Inclán.                


Dentro de los autores agrupados en torno a Florida -aunque años después se obstinara en negar su «filiación»-, destaca en extremo la figura de Jorge Luis Borges.   -175-   El Buenos Aires que encuentra Borges a su vuelta provoca en su joven espíritu de poeta una conmoción profunda que es a la vez una entrega y un rechazo. Es una entrega: la ciudad se le abre por primera vez y pone en sus manos toda su realidad para que el poeta la reconstruya en su poesía. También es un rechazo: la ciudad real colisiona con la imagen que, confundida entre fantasías y recuerdos, había ido generándose en la mente del poeta durante su «exilio» europeo. Jorge Luis Borges, señala Horacio Salas, «decidió crear una literatura que fuera al mismo tiempo texto y mitología, historia imaginaria y metafísica de la ciudad»258. El generoso proscenio en que se ha convertido el Buenos Aires de los años 20, ese «dilatado mito geográfico», estaba todavía, a juicio de Borges, «a la espera de una poetización»:

¡Qué lindo ser habitadores de una ciudad que haya sido comentada por un gran verso! Buenos Aires es un espectáculo para siempre (al menos para mí) [...]. Pero Buenos Aires, pese a los millones de destinos individuales que lo abarrotan, permanecerá desierto y sin voz, mientras algún símbolo no lo pueble259.



Ahí estriba el verdadero tamaño de su esperanza, en forjar esa idea, esa historia, ese mito de la ciudad; en fundar   -176-   Buenos Aires literariamente, sustituyendo la vieja espada de Garay por el filo renovado de la metáfora:



¿Y fue por este río de sueñera y de barro
que las proas vinieron a fundarme la patria?
Irían a los tumbos los barquitos pintados
entre los camalotes de la corriente zaina.

Pensando bien la cosa, supondremos que el río
era azulejo entonces como oriundo del cielo
con su estrellita roja para marcar el sitio
en que ayunó Juan Díaz y los indios comieron.

Lo cierto es que mil hombres y otros mil arribaron
por un mar que tenía cinco lunas de anchura
y aun estaba poblado de sirenas y endriagos
y de piedras imanes que enloquecen la brújula.

Prendieron unos ranchos trémulos en la costa,
durmieron extrañados. Dicen que en el Riachuelo,
pero son embelecos fraguados en la Boca.
Fue una manzana entera y en mi barrio: en Palermo.

Una manzana entera pero en mitá del campo
expuesta a las auroras y lluvias y suestadas.
La manzana pareja que persiste en mi barrio:
Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga.

Un almacén rosado como revés de naipe
brilló y en la trastienda conversaron un truco;
el almacén rosado floreció en un compadre,
ya patrón de la esquina, ya resentido y duro.
-177-

El primer organito salvaba el horizonte
con su achacoso porte, su habanera y su gringo.
El corralón seguro ya opinaba Yrigoyen.
algún piano mandaba tangos de Saborido.

Una cigarrería sahumó como una rosa
el desierto. La tarde se había ahondado en ayeres,
los hombres compartieron un pasado ilusorio.
Sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente.

A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires:
La juzgo tan eterna como el agua y el aire260.



En este poema, en opinión de Marcos-Ricardo Barnatán, «Borges vuelve a fundar la ciudad pero no en el hipotético lugar que refiere la historia sino en la manzana de su casa primordial, su casa de Palermo, rodeada de las futuras calles que bordearon su origen: "Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga"»261. El universo resumido en la intersección de cuatro calles: la cuadrícula de nuevo; de nuevo la huella indeleble de la mano fundadora de Garay. El poeta ha encadenado la memoria histórica de la urbe con su propia mitología urbana para consumar esa nueva acta fundacional con que culmina en 1929 (Cuaderno San Martín) su particular exégesis   -178-   porteña. Pero para llegar a esa manzana primigenia, donde confluyen los puntos cardinales del Buenos Aires literario, era necesaria todavía una década de esquinas y de patios, de albores, de atardeceres y de sombras.

La ciudad que plasma Borges inmediatamente después de su regreso a la Argentina (Fervor de Buenos Aires y Luna de enfrente), como ha demostrado Cristina Grau, es un entrevero de «referencias a sus viajes, a otras ciudades, a otros jardines, a otros países, a otras calles, que finalmente acaban todos mirándose en Buenos Aires»262. En efecto, en los poemas de sus dos obras iniciales, Borges rehace imágenes urbanas de evidente corte ultraísta que habían ido apareciendo en revistas españolas como Grecia, Ultra, Tableros y el periódico Baleares, donde el argentino había registrado los paisajes de Madrid, Palma de Mallorca y Sevilla263. Pero pronto las ajenas geografías van perdiendo sus contornos ante la imponente realidad poética de su ciudad: «los años que he vivido en Europa son ilusorios, / yo estaba siempre (y estaré) en Buenos Aires»264.

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Por otro lado, la actitud de Borges frente al paisaje se articula en una doble vertiente: como «urdidor de verbalismos», se establece más allá del naturalismo y del futurismo italiano; mientras que como «espectador aprofesional del paisaje» aún se encuentra sometido a las sugestiones clásicas y románticas (Swedenborg, Blake, etc.). «El paisaje del campo es la retórica... es la mentira», por eso Borges vuelve su espalda al mundo natural y decide buscar «el paisaje urbano que los verbalismos no mancharon aún»265. En contraposición a la mayoría de sus coetáneos, Borges se obstina en buscar de memoria la ciudad semi-colonial de su infancia: «Aunque a veces nos humille algún rascacielos, la visión total de Buenos Aires no es whitmaniana. Las líneas horizontales vencen las verticales. Las perspectivas -de casitas de un piso alienadas y confrontándose a lo largo de las leguas de asfalto y piedras- son demasiado fáciles para no parecer inverosímiles. En cada encrucijada se adivinan cuatro correctos horizontes»266.

Como Baldomero Fernández Moreno, Borges se identifica con las calles de la ciudad, pero su avenencia es más visceral y centrífuga. El Buenos Aires desconocido que había encontrado Borges a su vuelta («Al cabo de los años del destierro / volví a la casa de mi infancia / y todavía me   -180-   es ajeno su ámbito»)267 empieza a ser reconocido a través de la poesía. Por eso en el primer poema de Fervor de Buenos Aires («Las calles»), Borges, que se considera así mismo «hombre de ciudad, de barrio, de calle», escribe:


Las calles de Buenos Aires
ya son mi entraña268.



Borges establece una diferencia esencial en la topografía de sus primeros libros: decididamente íntima en Fervor de Buenos Aires, y más «ostentosa y pública» en Luna de enfrente. De esta manera en su primer libro aparecen «las calles desganadas del barrio», «las casas cuadriculadas en manzanas diferentes e iguales», los panteones de La Recoleta, «las modestas balaustradas y llamadores», «los zaguanes entorpecidos de sombra», los jacarandás y las acacias, «el fácil sosiego de los bancos», «la amistad oscura de un zaguán, de una parra y de un aljibe», «el jardincito que es como un día de fiesta en la pobreza de la tierra», «los patios y su antigua certidumbre», la quietud, en suma, de una sala tranquila.

Prácticamente toda la producción literaria de Borges durante la década del veinte (Fervor de Buenos Aires (1923), Luna de enfrente (1925), El tamaño de mi esperanza (1926), El idioma de los argentinos (1928), Cuaderno   -181-   San Martín (1929) y Evaristo Carriego (1930)), persigue, como decíamos antes, una construcción literaria de la ciudad de Buenos Aires. Algunas urbes, escribe José Carlos Rovira, «son la idea que de ellas ha construido la literatura», construir esa idea sería una forma de fundar literariamente dicha ciudad269. Sin embargo, es ésta una empresa que el propio Borges, descreedor empedernido de sus pasados y filiaciones, considera fracasada en su obra:

En 1923 publiqué un libro injustamente famoso, llamado Fervor de Buenos Aires. En ese libro hay una evidente discordia entre el tema, o uno de los temas, o el fondo del libro que es la ciudad de Buenos Aires, sobre todo algunos barrios, y el lenguaje en que yo escribí, un español que quería parecerse al español latino de Quevedo y de Saavedra Fajardo. Hay una discordia evidente entre la imagen de Buenos Aires y el español latinizante de los grandes prosistas españoles de mil seiscientos y tantos, de modo que ese libro, para mí, es un libro que entraña un fracaso esencial.

Luego advertí ese error, que era evidente por lo demás, y escribí otro libro: Luna de enfrente. Para escribirlo recuerdo que adquirí un diccionario de argentinismos y traté de poblar el libro con todas las palabras que estaban allí. Hubo entonces un exceso de criollismo,   -182-   de tono familiar, que tampoco es el tono de Buenos Aires. De suerte que un exceso de hispanismo arcaico en Fervor de Buenos Aires y un exceso de criollismo deliberado y artificial en Luna de enfrente hicieron fracasar a esos dos libros.

En otro posterior, Cuaderno San Martín (es algo que yo no he leído desde entonces, desde 1930), acaso hay, dicen, alguna página tolerable referida a Buenos Aires. Pero después, me dicen mis amigos, he encontrado el ambiente de Buenos Aires en puntos donde no lo he buscado deliberadamente, en puntos en que simplemente he mencionado algunos lugares. Es decir, he dejado que la imaginación y la memoria del lector trabajen por cuenta propia270.



El Buenos Aires de Borges es una ciudad que se busca a sí misma, que persigue una voz propia, y que lo hace no en el tumulto de las calles del centro, rigurosas de automóviles, multitudes, rascacielos y grandes avenidas, sino en la placidez barrial del suburbio desdichado «de casas bajas» y «quintas con verjas», en calles terregosas flanqueadas por almacenes rosados, en la frescura de un patio o en el atardecer solitario de una plaza o una esquina. Compone también Borges una mitología particular del compadre y del malevo, héroes solitarios de esa zona indecisa entre la ciudad y la pampa, que el poeta define con un preciso oxímoron que trata de preservar su misterio,   -183-   ¿invade la pampa tímidamente la ciudad o escapa de ella?: «El pastito precario, / desesperadamente esperanzado, / salpicaba las piedras de la calle»271.

En el prólogo de Evaristo Carriego, escrito para la edición de sus Obras Completas en 1969, explica Borges: «Yo creí, durante años, haberme criado en un suburbio de Buenos Aires, un suburbio de calles aventuradas y de ocasos invisibles. Lo cierto es que me crié en un jardín, detrás de una verja con lanzas, y en una biblioteca de ilimitados libros ingleses [...] ¿Qué había, mientras tanto, del otro lado de la verja con lanzas? ¿Qué destinos vernáculos y violentos fueron cumpliéndose a unos pasos de mí, en el turbio almacén o en el azaroso baldío? ¿Cómo fue aquel Palermo o cómo hubiera sido hermoso que fuera?»272. A esas preguntas quiso responder la citada obra, y, en buena medida, todas las de esa década. De esta manera, Borges buscará en el Buenos Aires de los años veinte, aquella ciudad que su niñez había inventado tras la verja del jardín. Es decir, a partir de la ciudad real, proyecta la reconstrucción de un espacio y un tiempo imaginados. Como de costumbre, la mirada cuidadosa de Ramón Gómez de la Serna ya había vislumbrado estas cuestiones:

  -184-  

Fervor de Buenos Aires se titula este libro admirable de Borges. Con toda la emoción de la casa cerrada, ha salido por las calles de su patria. El Buenos Aires rimbombante de la Avenida de Mayo se vuelve de otra clase en Borges, más somero, más apasionado, con callecitas silenciosas y conmovedoras, un poco granadinas. «¿Pero había este Buenos Aires en Buenos Aires?», nos estamos preguntando siempre en este libro, y nuestra conclusión es: «Pues iremos, iremos»273.



En el poema titulado «Arrabal» de Fervor de Buenos Aires, encuentra Mario Paoletti las dos referencias sucesivas entre las que Borges habrá de reconstruir su ciudad: «Buenos Aires como irrecuperable pasado (visto desde su adolescencia europea) y Buenos Aires como presente y futuro, después del regreso»274:


y sentí Buenos Aires.
Esta ciudad que yo creí mi pasado
es mi porvenir, mi presente275

.


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Pero la ciudad real sólo puede aspirar a ser un espejo, un turbio remedo de aquella su ciudad, es un mar de ausencia en que se ahoga la ciudad de entonces, por eso cada mañana trata el poeta de reconstruirla a partir de la palabra, de «añadir provincias al Ser, alucinar ciudades y espacios de la conjunta realidad»276. El Buenos Aires de estos libros será, por tanto, ese «barrio reconquistado» en cuyas calles puede echarse a caminar el poeta en íntima posesión con el paisaje urbano, «como por una recuperada heredad»277, traspasando así el límite entre lo material y lo puramente literario:


Yo soy el único espectador de esta calle;
si dejara de verla se moriría278.



Y así, Buenos Aires surge en Borges indeterminada entre dos orillas279, las orillas entre la ciudad y la pampa,   -186-   las orillas entre la noche y el alba, las orillas entre la realidad y la memoria:


Si están ajenas de sustancia las cosas
y si esta numerosa Buenos Aires
no es más que un sueño
que erigen en compartida magia las almas,
hay un instante
en que peligra desaforadamente su ser
y es el instante estremecido del alba280.



La ciudad que Borges busca desde la memoria y desde el deseo o, mejor, desde la esperanza, cree el poeta entreverla en las calles de Montevideo: «Eres el Buenos Aires que tuvimos, el que en los años se alejó quietamente»281. Sin embargo, esta imagen es una «puerta falsa en el tiempo» que surge de la poesía y del recuerdo: «Ciudad que se oye como un verso. / Calles con luz de patio»282. La representación de su «imaginada urbe» va fraguándose a partir de espacios reales y espacios recreados por la imaginación («que no han visto nunca mis ojos»). Así ocurre en el poema «Benarés», donde la mítica ciudad de la India bañada por el Ganges, la ciudad más sagrada del mundo según el hinduismo, se yuxtapone a la capital porteña por la que se escurre el Riachuelo y se desangra el Maldonado junto   -187-   al Río de la Plata. Pero esta imagen también es «falsa y tupida», tampoco se encuentra en ella ese Buenos Aires ansiado:

Y pensar

que mientras juego con dudosas imágenes,

la ciudad que canto, persiste

en un lugar predestinado del mundo,

con su topografía precisa, poblada como un sueño283.

En cierto modo, el primer Borges prefigura la construcción laberíntica de su obra posterior; en este caso un laberinto urbano cuyos muros encierran memoria, poesía y deseo. El crítico Luis Sainz de Medrano opina de manera coincidente que «Borges convertirá a su ciudad en el espacio de sus inquietudes, de su desconcertado caminar por un laberinto [...]. En Buenos Aires vio el aleph y encontró el zahir y "el libro de arena", pero la ciudad misma es para él aleph y zahir y libro de arena»284. En este sentido, la precoz alianza del poeta con la ceguera, determina su destino ciudadano y preludia al viejo bibliotecario caminando solitario por los pasillos de la interminable biblioteca: «¡Qué lindo atestiguarte, calle de siempre, ya   -188-   que miraron tan pocas cosas mis días!»285. «Un plano en relieve para uso de ciegos parece la ciudad a vuelo de pájaro»286, había dicho de Buenos Aires Ezequiel Martínez Estrada, y así parece también querer refutarlo Borges casi cuarenta años después fundiendo en una misma realidad la biblioteca, la ciudad y la poesía:

Desde hace doce años no puedo leer, no puedo escribir... Y esa es una de las razones por las cuales he vuelto a la poesía; y he vuelto a la poesía regular... por la virtud mnemónica de la rima y del verso regular. Es decir: yo voy caminando por la calle Florida, yo viajo en subterráneo, yo camino por Barracas. Es un barrio que me gusta mucho caminar, porque, orillando el paredón del ferrocarril, uno puede recorrer distancias relativamente grandes sin el problema, para mí a veces insoluble, de cruzar de una acera a otra. O caminando por la Biblioteca Nacional, que es un laberinto apacible y propicio. Así voy componiendo mis sonetos, voy buscando todas las variaciones posibles287.



Y claro, el Buenos Aires que Borges buscaba debía estar para siempre entre los libros:

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La ciudad está en mí como un poema
que aún no he logrado detener en palabras288.



Ezequiel Martínez Estrada situó en los arrabales las calles «donde un pasado que es el mismo de algunos ciudadanos se infiltra en el presente. Calles de Evaristo Carriego y de Jorge Luis Borges; de Fernández Moreno y Macedonio Fernández; calles que los ediles y arquitectos desdeñan y por donde es indispensable andar un poco, de vez en cuando, como si nos pusiéramos a revisar fotografías y flores secas en álbumes y cofres»289.

¡Qué maravilla definida y prolija es un plano de Bueno Aires! Los barrios ya pesados de recuerdos, los que tienen cargado el nombre: la Recoleta, el Once, Palermo, Villa Alvear, Villa Urquiza; los barrios allegados por una amistad o una caminata: Saavedra, Núñez, los Patricios, el Sur; los barrios en que no estuve nunca y que la fantasía puede rellenar de torres de colores, de novias, de compadritos que caminan bailando, de puestas de sol que nunca se apagan, de ángeles: Pueblo Piñeiro, San Cristóbal, Villa Domínico...290.



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Así, la ciudad de Borges queda convertida en una ultraciudad291, real y presente, bajo la cual subyace más allá, del otro lado -enfrente-, otra ciudad, la suya, surgida del pasado a través de la imaginación y la memoria y fijada por ese material que no logra desvanecer el aire: la palabra. Borges pretende reintegrarse humildemente en esa ciudad reconstruida a partes iguales por el recuerdo, la invención y la poesía; una ciudad convertida ya en una «realidad innegable», donde «se abre la verja del jardín / con la docilidad de la página»292.






ArribaAbajoLa musa en el asfalto

El grupo de Boedo



Qué quiere hacer la elegante Florida...
si tú ponés las notas de los tangos
como una flor en el ojal prendida
en los cien balcones de mi gran ciudad.


Dante A. Linyera, «Boedo».                


Al sur, siempre al sur, estaba la calle Boedo. San Juan y Boedo antiguo, dijeron los tangos, cuna del pobre y del poeta, del gotán y la pebeta; esquina opuesta a aquella otra   -191-   de Corrientes y Esmeralda; rincón perdido, en suma, de aquel Buenos Aires distinto que había dejado de ser «el cerebro del continente», para ser, como denuncia Elías Castelnuovo, «el emporio del país de las vacas. La capital de los toros gordos y los peones flacos»293.

En el número 837 de aquella calle Boedo funcionaba la imprenta de Lorenzo Raño en la que se imprimía Los Pensadores, colección dirigida por Antonio Zamora en cuyas páginas eran asiduos los nombres de Gorki, Dostoievsky, Tolstoi, Gogol, Engels y Marx, que luego se transformó en revista para dar a conocer a la izquierda literaria porteña. En torno a aquel local y a la buhardilla de la calle Sadí Carnot n.º 11, en la que residía Elías Castelnuovo, fue congregándose un creciente grupo de periodistas, novelistas y poetas (Nicolás Olivari, Roberto Mariani, Leónidas Barletta, Lorenzo Stanchina, Roberto Arlt, Gustavo Riccio, Álvaro Yunque, César Tiempo, Raúl y Enrique González Tuñón) en cuyo seno, a decir de Castelnuovo, «se estaba incubando el germen de la reacción»:

¿Qué es el arte? -se preguntaban- ¿Para qué sirve el arte? ¿Cuál es la función del arte? ¿Por qué se escribe? ¿Para qué y para quién se escribe? ¿El artista es un producto individual o es un producto social?294.



  -192-  

El grupo se había iniciado hacia 1923, recuerda nuevamente Castelnuovo, a raíz de un concurso literario organizado por el diario La Montaña, que dirigía Juan Pedro Calou: «Resultaron premiados cuatro escritores jóvenes que se desconocían entre sí y que por efecto del dictamen debieron forzosamente relacionarse mutuamente»295. Eran Roberto Mariani, Leónidas Barletta, Manuel Rojas y el propio Elías Castelnuovo que, junto con Álvaro Yunque, quien obtuvo una mención especial en dicho certamen, formaron el núcleo originario del grupo de Boedo.

Aspiraban todos ellos a cimentar la función protestataria del escritor social, que tenía algunos precedentes en la historia literaria del país (Alberto Ghiraldo, Florencio Sánchez o Mario Bravo) y que implicaba la observación desnuda, sin afeites, de la realidad: «Conocerla para transformarla», reivindica Álvaro Yunque, aunque ello supusiera la negación y el desprecio de «la crítica burguesa»296. Graciela Montaldo, quien prefiere utilizar el término veristas al de boedistas o realistas, opina que «lejos de "pintar la realidad" -como en algunas oportunidades declararon-, la tarea de estos escritores comprometió un programa ideológico elevado a la categoría de verdad del cual los textos pasaron a ser recortes y ejemplificaciones, muestreos y comprobaciones del funcionamiento que rige   -193-   la realidad social y política»297. Frente a la deshumanización del arte acuñada por Ortega en su interpretación de la vanguardia, la orientación «realista» propugnaba un arte decididamente «humano», «civil, político, ideológico, social, izquierdista, libertario, tendencioso, polémico, socialista, revolucionario, siempre expresión de una fe y una clase y al que, combatiendo por la liberación del trabajador y expresión de esta clase, se llama arte proletario»298:

El artista debe militar entre los hombres que cambian el mundo. El artista no ha venido a contemplar sino a vivir. Arte es acción. El arte es herramienta; pero en tanto no llega la hora de construir, una pala o un martillo pueden utilizarse para romper la cabeza de un canalla: Así el arte proletario. Imperiosamente combativo, el arte proletario es la posibilidad épica del siglo XX299.



Como hizo la vanguardia artística de Florida a través de sus ruidosas publicaciones, los escritores de Boedo volcaron su programa ideológico-literario a través de revistas de clara implicación social, cuya divisa, frente a la «nueva sensibilidad» de Florida, reclamaba el nacimiento de una «nueva sociedad»: Los pensadores, Claridad, Dinamo y   -194-   Extrema Izquierda, fueron las principales tribunas del grupo.

Tal vez Claridad (fig. 5), que llevaba el subtítulo de Tribuna del pensamiento izquierdista, fuera la tentativa más esforzada del grupo de Boedo por dar a conocer sus inclinaciones estéticas y conceptuales. Influenciado indudablemente por el grupo Clarté, capitaneado en París por el novelista antiburgués Henri Barbusse, la revista porteña se presentaba en 1926 con inequívocos planteamientos:

Claridad aspira a ser una revista en cuyas páginas se reflejen las inquietudes del pensamiento izquierdista en todas sus manifestaciones. Deseamos estar más cerca de las luchas sociales que de las manifestaciones puramente literarias. Creemos de más utilidad para la humanidad del porvenir las luchas sociales que las grescas literarias, sin dejar de reconocer que de una contienda literaria puede también volver a surgir una nueva escuela que interprete las manifestaciones humanas en forma que estén más de acuerdo con la realidad de la época en que vivimos300.



  -195-  

Claridad, 1928

Claridad, núm. 157, Buenos Aires, 28 de abril de 1928

Fig. 5

  -196-  

Se ha insistido con frecuencia en la mayor inclinación de los miembros de Boedo hacia el género narrativo en detrimento del género poético. Es cierto que sus modelos literarios eran mayoritariamente novelistas, y que algunos de ellos ofrecieron sus mayores logros creativos a través de la novela y el cuento. Tal es el caso, por ejemplo, de Leónidas Barleta con Cuentos realistas (1923) o Los pobres (1925), de Elías Castelnuovo con Tinieblas (1923) y Malditos (1924), o de Roberto Mariani con sus célebres Cuentos de la oficina (1925). Incluso en algún envite dialéctico se aferra Florida a este detalle para reivindicar la propiedad exclusiva de la ciudad literaria301. No obstante, también hubo poetas en Boedo.

En 1921, el reivindicante Roberto Mariani había vencido el natural «miedo de cantar» de los hombres de prosa, con la publicación de un volumen de poemas titulado Las acequias y otros poemas. Está muy lejos este libro, por forma, contenido y entonación, de sus famosos Cuentos de la oficina y, desde luego, de las modulaciones urbanas que vertebran la poesía argentina de los años veinte. Mariani se aparta expresamente del dilatado magisterio de Lugones y Darío, aunque son reconocibles los ecos de Carriego, Banchs y Fernández Moreno y algún que otro desliz de tono simbolista. No es éste, en resumen, un libro que podamos considerar urbano, el paisaje que describe se encuentra todavía invadido de carruajes, iglesias y campanas. Más que metropolitano, el ambiente es decididamente   -197-   aldeano; el ritmo es lento; predominan los motivos naturales y en alguna ocasión celebra el poeta incluso la placidez campestre frente a la angustia ciudadana. Sólo fugazmente acuden al refugio rural del poeta las imágenes sombrías de una ciudad desdibujada, oculta tras la niebla, metáfora de esa vida activa que bulle escondida tras el tumulto de la ciudad moderna302. Sin embargo, no es perceptible todavía una fundada conciencia de ciudad; ni siquiera Buenos Aires es nombrada una sola vez a lo largo de todo el libro, y únicamente, muy de pasada, se refiere el poeta al viejo barrio de Palermo. Pero, como diría César Bruto, la excepción no hace verano.

Sí se manifiesta esa conciencia, sin embargo, en la truncada y escasa obra del poeta Gustavo Riccio, fallecido a los 27 años de edad con un sólo libro publicado: Un poeta en la ciudad (1926). La nota editorial que cierra el volumen explicita de manera encomiable el propósito del libro y de buena parte del programa poético del grupo:

Con la publicación de Un poeta en la ciudad, versos de Gustavo Riccio, nuevo poeta, creemos que contribuimos a colaborar en la obra realista y renovadora que está realizando entre nosotros un grupo de poetas jóvenes, al hallar motivos para sus poemas en   -198-   la afiebrada multaneidad [sic] de la urbe y en la dolorosa tragedia cotidiana de sus semejantes303.



Se nos está revelando precisamente en esta certera apostilla dos de las características esenciales de la poética urbana que distingue al grupo de Boedo. Por un lado, en un gesto que les vincula directamente a Baldomero Fernández Moreno, una observancia mínima de la realidad cotidiana, de la cual surge el hallazgo poético. Son «los versos que de las cosas salen» como los llama Riccio:



La vida
es una sucesión de pequeñeces;
aquilatar el precio de lo ínfimo
eso es cosa del Arte.

       En este libro
se han detenido los instantes
y las cosas minúsculas
y se han hecho poemas304.



La mirada poética se sustenta, no ya en las triunfales evidencias con que domina el paisaje la ciudad moderna, sino, como había apuntado Mariani en su primerizo libro de poemas, a partir de «los motivos pequeños» y «las   -199-   emociones humildes»305, de todo lo que sobrevive ensombrecido bajo la impiadosa monstruosidad de la urbe:


   Yo no conozco otro patio
que esta vereda tan ancha,
donde jugué cuando pibe
con los chicos de la cuadra.
Y arrimado a este arbolito,
sentí las primeras ráfagas
de inquietud que me traían
las mujeres que pasaban...
Sobre estas mismas baldosas
dejé caer la mirada
cuando a entoldarse de angustia
mi pobre pecho empezaba.
Todo: ensueños y proyectos,
alegrías y esperanzas,
me los mataron los autos
de la calle Rivadavia...306.



Por otro lado, se hace patente esa irrevocable vocación «humana» que impone a la mirada urbana un principio de reflexión, que trasciende el umbral de las fachadas y penetra en los rincones oscuros donde habita la desdicha de los desposeídos. A un lado de la ciudad, el rascacielos, armadura sin alma del crecimiento urbano, ejemplifica la paradoja del progreso en la figura de esos albañiles italianos   -200-   que trepan por los andamios y cantan mientras construyen gigantescos edificios en los que no podrán vivir jamás307. Del otro lado, el viejo caserón señorial, destartalada herencia de un remoto esplendor de ciudad patricia, alberga ahora en su entraña las secuelas de la desigualdad social como una metáfora terrible del artificioso desarrollo de la gran ciudad:



Monstruo nacido en la ciudad moderna:
cabeza de palacio, cuerpo de conventillo;
tú sabes del dolor más trágico y agudo:
del que debe cubrirse con ricos atavíos

La miseria que guardas se disfraza de sedas
y al hambre lo guareces tras tu portal magnífico;
¡oh el dolor que tú encierras, que no puede gritarse
y no es rabia de pobres ni hastío de ricos!308.



Va configurándose poéticamente esa otra ciudad, espacio suburbial que nada tiene que ver con el arrabal borgeano, y que crece modestamente al margen de las grandes demostraciones del centro. En opinión de Beatriz Sarlo, «las orillas, el suburbio son espacios efectivamente existentes en la topografía real de la ciudad y al mismo tiempo sólo pueden ingresar a la literatura cuando se los piensa como espacios culturales, cuando se les impone una forma   -201-   a partir de cualidades no sólo estéticas sino también ideológicas. Se realiza entonces un triple movimiento: reconocer una referencia urbana, vincularla con valores, construirla como referencia literaria. En estas operaciones no sólo se compromete una visión "realista" del suburbio, sino una perspectiva desde donde mirarlo»309. En este sentido, Gustavo Riccio abre una tercera vía de acercamiento a la ciudad, que podríamos denominar ideológica, en virtud de la cual, la calle se alza como un espacio para la afirmación política y la reivindicación social, tal y como habían hecho los novelistas rusos previos a la revolución:


En los primero de Mayo
llamean tus calzadas
banderas rojas que gritan
sus protestas sin palabras.
Y, encencidas de canciones
y enjoyadas de esperanzas,
pasan creando futuro
muchedumbres proletarias310.



Tal vez la voz poética mejor templada dentro del grupo de Boedo fuera la de Nicolás Olivari. Redactor habitual de la revista Nosotros, Olivari fue el escritor de Boedo mejor considerado por Florida, no en vano la Editorial Martín Fierro publicó su primer poemario La musa de la mala   -202-   pata (1926): «Su poesía de Mala Pata -escribe Ricardo Güiraldes- o Pata de Palo, tiene una dignidad atorrante, una altanería de hombre que ha llegado a un desideratum de soledad y congoja y un orgullo de paria suburbano»311. Como Raúl González Tuñón, que entre viaje y viaje deambuló con igual fortuna entre estetas y proletarios (El violín del diablo, 1926; Miércoles de ceniza, 1928; La calle del agujero en la media, 1930), Nicolás Olivari se vio seducido por el alma negra de Buenos Aires: el bajo fondo, los prostíbulos, la decadencia, el alcohol, la cocaína, el suicidio. Frente al sentido deportivo de la vida moderna que proyecta Florida, Olivari pasea su desdicha de poeta sin horizonte, arrastra su hastío ciudadano por el triste, enfermo, desolado, cielo gris del arrabal, gris «como el acero que domina en la ciudad»312. La ciudad no es más que un sueño de alambre que mutila las ilusiones y el optimismo de sus habitantes: «Soñaste la altura y en un barranco / te desnuca la ciudad...»313. Pero es para el poeta la única musa posible, la musa renga de la mala pata, la ciudad de la vida dura y los destinos desventurados:

  -203-  


Porque en nuestros sesgados paseos,
-que mi ironía silencia-
o bien era un charco que salvaba el salto
o bien era el espejismo del asfalto,
o bien era una plaza con árboles feos,
mas gozamos de raras voluptuosidades:
barrios nuevos con húmedas plazas
y perfiles vagos de incubadas razas
en el pozo cegado de las ciudades...

(¡Buenos Aires! cuna del mundo, cuna
de mi sensibilidad...
Ella era como una luna
pequeña
en mi vida,
y tú ofendida,
la mataste, ¡oh! mi ciudad!)314.



Las contraseñas urbanas vertebran igualmente los poemas de su segundo libro El gato escaldado (1929). En el texto que sirve de prólogo a la primera edición, defiende Olivari la condición decididamente vanguardista de sus poemas, embarcado pese a todo en una «lucha artística» de orientación social: «Nosotros escribimos iniciando la revuelta, el motín, el cuartelazo contra la guarnición vieja que se iba disecando dentro de su uniforme de académicos ante las puertas de la Academia. Trajimos la voz del pueblo,   -204-   del hombre argentino de hoy, del tipo racial nuevo, donde sólo habrá profesionales de libros. Al literato de salón opusimos el poeta joven, hambriento y desesperado, pero ladrando su verdad con hidrofobia de verdad»315. En este libro, Olivari se entrega definitivamente al poema en prosa como único vehículo legítimo para expresar las nuevas realidades. La primera composición del libro, titulada «Blasón», anuncia, a modo de divisa poética, la condición expresamente urbana de los poemas del libro:



Un árbol de la calle todo lleno
de gorriones;
un fregar de pisos,
-matutino salmo de la higiene-
entre locos ritmos de canciones...

Fauces son tus calles, abiertas
a tus crepúsculos cuadriculados,
entre un teléfono y un árbol
que se seca de tanto intentar llegar al cielo.

¡Buenos Aires!, entraña cálida,
¡golpe de émbolo, cimbrón de ansias!
mi alma cansada,
te da un escudo oval:
mi bostezo!316.



  -205-  

Buenos Aires, ciudad desequilibrada y excesiva, alimenta visiones ditirámbicas y emociones extremas, y en su belleza enferma, provoca en el ánimo sensible del poeta un mismo sentimiento de devoción y rechazo: «porque te odio con amor salvaje, / con esta raza de odio que es amor dentro de mi pecho / para toda mi ciudad»317. Pero mientras en Florida hay una conciencia de posesión de la ciudad, aquella «recuperada heredad» que reclamó Borges, en Boedo, y en especial en Olivari, el poeta es apenas un inquilino de la urbe que paga su tributo con cada nuevo libro de poemas:



Nunca te me acabarás, Buenos Aires,
y me darás temas para rato...
hasta que el sentimiento se me haga pedazos
en tus encantadadores accidentes de tráfico.
[...]
Mientras tanto edificaré mis poemas sucesivos
con la plomada de tus nuevos edificios
y el cemento de tus futuras catedrales.

Disculpáme, che, ciudad, si todavía,
mi verso torcido y serruchado tiene barro en los botines.
Es la última tierra de tus excavaciones
es la raíz de ti misma, es la sangre de tus venas subterráneas,
es tu respiración de exudado gas en los levantamientos
-206-
y en los empastelamientos
de los futuros rascacielos,
que ya están haciendo su ademán de granito en tu cielo cuadriculado
en tejidos eléctricos318.



Uno de los aspectos más destacables de estos poemas, por otro lado, es la cada vez más evidente, conjunción temática entre la obra de estos poetas y la que comienzan a desplegar los primeros grandes letristas del tango. Armando Discépolo, Juan de Dios Filiberto y Homero Manzi, por ejemplo, eran asiduos a las tertulias y reuniones de Boedo319. Lo importante en todo caso es que poetas y letristas están compartiendo un mismo espacio poético en los márgenes de la gran ciudad al que sólo llega un eco degradado y siniestro de la modernidad. Olivari, junto a Enrique y Raúl González Tuñón, da cuenta de esa incorporación de la poesía del tango, no sólo a la escena literaria sino a la imagen que ambas manifestaciones iban a dejar de la ciudad:


¡Cangallo y Ombú!
si sos toda la urbe del recuerdo,
si estás reventando de nostalgia,
[...]
En esta mezcla gateó mi infancia
y desde allí me vino este amor tan grande que te tengo, ¡Buenos Aires!
-207-
Buenos Aires, loma del diablo, Buenos Aires, patria del mundo,
Buenos Aires, ancha y larga y grande,
como aquella primer palabra en argentino que le oí a mi madre:
«Yo soy la morocha,
la más agraciada...».
¡Buenos Aires morocha de río, de hierro y de asfalto!
¡Buenos Aires! ¡Seguís siendo la más agraciada de todas las poblaciones!320







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ArribaAbajoCierre

Pero ya Buenos Aires es muchas otras cosas, como bien dijo Borges; y Boedo y Florida no son más que dos rincones diminutos sumergidos en el plano literario de esta interminable ciudad de esquinas. En realidad, todas las imágenes que hemos ido registrando a lo largo de estas páginas son apenas algunos de los nudos que engarzan esa cuerda sin extremos que es la historia espiritual de Buenos Aires. Y hemos elegido en especial dos de esos nudos aparentemente lejanos en el tiempo, que, sin embargo, conviven en un mismo espacio que el progreso transforma sobre sus cimientos, pero ante todo sobre el alma de sus habitantes. Dos instantes marcados por la búsqueda incesante de un lugar sobre el que proyectar un recóndito cargamento de sueños, ilusiones y esperanzas.

La llegada del conquistador español a las tierras del Plata, por un lado, determina un primer instante en el que se trazan las bases físicas y anímicas de la ciudad, que los siglos sucesivos   -210-   tratarán de construir y reconstruir al encuentro siempre esquivo de un imposible ideal. Y la historia de la ciudad parece conducirnos hacia ese otro instante al filo del siglo XX, cuando la ciudad recibe el gran aporte humano que conforma definitamente la imagen y la personalidad de la urbe. Segundo momento fundacional, en el que el tesón del conquistador se ve suplantado por la mano desamparada y tenaz del humilde inmigrante. En ese trance, irrumpe la modernidad en Buenos Aires dejando a su paso iconos resplandecientes y secuelas terribles. Cárcel y monumento de la Edad Moderna, la ciudad multiplicada muta, cambia, se transforma, y en ese proceso acelerado arrastra su pasado, su presente y su futuro, esparciendo sobre sus calles las señas de una más que perseguida identidad nacional. La impetuosa acometida de las vanguardias artísticas en la escena cultural porteña de la segunda década del siglo XX, formula una vigorosa poetización urbana que coloca la ciudad en el centro de la nueva sensibilidad literaria y artística. Cuatro actitudes principales despierta Buenos Aires en los poetas de ese tiempo: la visión admonitoria del que descubre, del que intuye el espectáculo incipiente que el crecimiento de la ciudad promete; el ademán iconoclasta del que niega su pasado, tratando de vivir la nueva realidad con mayor exaltación incluso de lo que la ciudad en ese momento le permite; la actitud comprometida del escritor social que persigue la desdicha que la ciudad arrincona; y por último la mirada melancólica de quien busca un pretérito aldeano en los   -211-   pliegues intemporales que poco a poco la ciudad anula. Suma de ilusiones y lamentos que algunos de los rincones de la urbe nos cuentan acerca de ese siempre mismo Buenos Aires que sigue creciendo interminablemente sobre una trama silenciosa de héroes y de tumbas.



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