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Buero Vallejo ante la muerte de la tragedia

Gonzalo Sobejano


Columbia University, New York



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Este Curso sobre Buero Vallejo había sido proyectado antes de la muerte del insigne dramaturgo y lo primero que debemos a su memoria es nuestra condolencia entre todos nosotros y hacia sus familiares. A sus directores, profesores Francisco Javier Díez de Revenga y Mariano de Paco, agradezco muy cordialmente una invitación tan amable que me resultaba imposible no aceptarla. Conozco todo o casi todo lo que ellos y Virtudes Serrano y César Oliva han publicado acerca del teatro contemporáneo y acerca de la personalidad y la obra dramática de Buero; y si, de estos especialistas que pertenecen a la misma Universidad donde yo hice mis primeros estudios, paso a aquellos que vienen hoy a Murcia procedentes de otras regiones y países, confieso que también conozco mucho de lo que ellos han trabajado con excelencia, y que la admiración que siento hacia todos, si no deja de causarme cierto complejo de inferioridad muy justificado, me mueve con humildad a disfrutar de su magisterio y de su compañía.

Todos sabemos que Antonio Buero Vallejo se sintió desde el principio un dramaturgo trágico y que lo corroboró en la teoría con varios escritos acerca de la tragedia y en la práctica con numerosos dramas que sus mejores críticos y comentadores han juzgado y estudiado como tragedias. No extrañará, por tanto, el título de esta conferencia; o, si despertase alguna extrañeza, sería, no   —270→   por la «tragedia», sino por «la muerte de la tragedia». Muerte que significa, en la obra de Buero, vivificación.

La muerte de la tragedia (The Death of Tragedy) se titulaba un libro de George Steiner, publicado en 1961, donde este gran humanista mostraba, con sabiduría y lucidez, la crisis de la tragedia (Sófocles, Shakespeare, Racine) ocurrida a fines del siglo XVII. Verdadera tragedia sólo se dio, según él, entre los griegos del siglo de Pericles, en la Inglaterra de 1580 a 1640, en la España del XVII, y en Francia de 1630 a 1690.

Posteriormente, trataron los románticos alemanes de regenerar la tragedia apelando a los antiguos y a Shakespeare, a Calderón y a Corneille, aunque no fueron Goethe, Schiller ni Kleist los más afortunados en la tarea, sino Büchner con su Woyzeck (1837, pero no conocido hasta 1879). Más tarde, el mejor trágico, porque trasciende a los antiguos y a Shakespeare creando una nueva mitología acorde con su tiempo, sería el Ibsen de los cuatro últimos dramas (no el anterior, en quien Steiner reconocía numerosos componentes melodramáticos).

A fines del siglo XVIII y principios del XIX se empezó a pasar del drama al espectáculo, o de lo dramático a lo teatral.

Ante un público cada vez más democrático y menos ilustrado, se tendió a bajar el nivel, procurando atraer a individuos y familias carentes de una cultura refinada y anhelosos de patetismo y desenlaces felices. Los actores extremaban su arte al expresar la pasión o el lirismo. Ante la prensa diaria, llena de novedades, ¿cómo rivalizar con ese cuarto poder sino ofreciendo mayores estragos en más alto tono de voz?

Por otra parte, los románticos, inspirados en mayor o menor grado por la teoría de Rousseau acerca de la bondad del hombre anterior al contrato social, comparten una visión raigalmente optimista de la condición humana, no trágica por tanto, ya que lo trágico no admite remedios seculares o materiales, ni compensación alguna. Normalmente, en los dramas románticos (y en la ópera de Wagner) a varios actos de violencia y culpa (señalada por el remordimiento) sigue un último acto de redención (y me parece, aunque Steiner no lo consignase, que en esto obraba el cristianismo medieval rescatado por los románticos).

Lo cierto es que George Steiner podía calificar al Fausto de Goethe, como «sublime melodrama», pues Fausto se salva (como -añado yo- el Don Juan de Zorrilla se salva, mientras el de Tirso y el de Molière sucumbían condenados).   —271→   No es el Fausto el único drama que Steiner considera melodramático: otros son Otho the Great, de Keats (melodrama gótico) y Hernani y Ruy Blas, de Victor Hugo, donde imperan el azar, el horror espinal (no el íntimo temor trágico) y el frenesí instantáneo.

El orden, la luminosidad, la educabilidad tan exaltados por Goethe, serían antitrágicos. El liberalismo de Schiller le impide a menudo realizar auténtica tragedia, proclive a adaptar la forma dramática a la ideología. Sólo en Woyzeck, de Büchner, y en los postreros dramas de Ibsen, afloraría la posible tragedia moderna.

Pues, a pesar de la muerte de la tragedia, coetánea -no se olvide- del orto y expansión de la novela (resultado ambos fenómenos del ascenso de los valores burgueses y de la imposición de la prosa del mundo sobre la poesía del corazón), la tragedia ha continuado ejerciendo un poder magnético sobre los mejores dramaturgos modernos desde Ibsen en adelante: en Strindberg y Pirandello, en O'Neill y Arthur Miller, en Sartre y Camus, y, entre los españoles, en Unamuno y en el primer Valle-Inclán, en Lorca y en Buero Vallejo. Curiosamente, Buero define mejor que nunca su concepción de lo trágico cuando diserta sobre las tragedias de García Lorca y los «esperpentos» de Valle-Inclán, pero los dramas trágicos más característicos del propio Buero son más emparentables con los de Unamuno, en ideación y planteamiento sobre todo. Y es también síntoma de esta afinidad el hecho de que, mientras Valle-Inclán y Lorca fuesen capaces de escribir tragedias y comedias (o, en su extremo, farsas), Unamuno y Buero sean autores exclusivamente serios, graves, trascendentes, en la línea de lo trágico y sin la más leve concesión al humor o a las gracias de Talía.

En el marco de estas reflexiones no me parece impertinente la observación que voy a hacer. Buero estrenó o publicó treinta obras dramáticas, de mayor o menor extensión, y solía poner bajo el título de cada una ese subtítulo que enuncia el tipo de obra por él mismo escogido y señala su división en ciertas unidades.

En esa larga serie de subtítulos encontramos, tres veces para cada una, las denominaciones «drama», «fábula» y «fantasía», y dos veces, «relato escénico»; una vez, respectivamente, estas otras: «comedia dramática», «glosa», «episodio dramático», «versión libre de un episodio histórico», «fantasía velazqueña», «parábola», «dos actos y un sueño», «experimento», «libro para una   —272→   ópera», «misterio profano». En sólo cuatro piezas especifica el autor desde la portada la índole trágica de aquello que da a luz: Las palabras en la arena, «trágica en un acto» (1949); Hoy es fiesta, «tragicomedia en tres actos» (1956); Las cartas boca abajo, «tragedia española en dos actos y cuatro cuadros» (1957), y El terror inmóvil, «tragedia en tres actos, divididos en seis cuadros» (1979, pero fecha de composición 1949).

No se me oculta que, junto a la admiración hacia la tragedia clásica como categoría suprema del teatro, se da desde mediados del siglo XIX hasta hoy un pudor explicable a presentar al público una obra propia como «tragedia», precisamente por el prestigio secular de este nombre, y también porque «drama» es el que se generaliza desde los románticos para designar la obra teatral profunda o grave.

La tragedia magna (la de la Antigüedad y la del Barroco) tuvo por siglos tan alto rango como lo tuvo la epopeya en Grecia y Roma y el poema épico nacional desde el Renacimiento; pero con la Revolución, el Romanticismo y el Realismo, habían de renovarse o perecer, y su agotamiento se tradujo en la adopción de otros géneros: el «drama» y la «novela». En un mundo vacío de dioses y de héroes, el «drama» y la «novela» admiten la vasta variedad de la experiencia humana impura y desamparada. En el caso del teatro, «drama» es nombre más modesto y más preciso que «tragedia»: no invoca una altitud ético-estética intocable ni rechaza las máculas y escorias de la prosa del vivir. Pero esto no significa que autores dramáticos modernos, como los mencionados y otros que podrían mencionarse, hayan olvidado la ejemplaridad de la tragedia o perdido el sentido de lo trágico. Cuando recuerdan esa ejemplaridad, cuando intensifican este sentido, su obra adquiere más honda dimensión y nueva trascendencia.

Así ocurre en la producción dramática de Antonio Buero Vallejo. Y como su concepción de la tragedia tuvo en él mismo un clarísimo expositor en el discurso académico de 1972 acerca de «García Lorca ante el esperpento», y ha tenido después excelentes intérpretes en los maestros de la crítica aquí presentes, yo, para marcar unos límites discretos a estas consideraciones, las voy a centrar en las cuatro piezas subtituladas «tragedias», en las que creo hallar curiosas afinidades y semejanzas.

Pero, antes, quisiera recordar los rasgos constitutivos de la tragedia y proponer una definición de la misma que -asociando los   —273→   modelos antiguo, barroco y moderno en la medida posible- represente lo aceptado por nuestro dramaturgo según lo que puede colegirse de su teoría y de su práctica.

Desde el punto de vista de las actitudes, el autor trágico contempla al héroe desde abajo, o al protagonista a su mismo nivel, aunque considerándolo un sujeto moralmente elevado. Hay en la tragedia una fuerza dionisíaca hacia la unidad inebriante dominada por la apolínea claridad de una visión configuradora e iluminadora. El desarrollo de la acción provoca un efecto catártico (alivio fisiológico y quizá mejoramiento ético); en todo caso, un acorde superior de la compasión «hacia» el héroe porque cae y es pena que caiga, y del temor «contra» la semejanza de su destino con el posible destino nuestro.

Por lo que atañe a la temática, el protagonista comete un error por ignorancia que, objetivamente existente, es como culpa subjetivamente inexistente. Sufre porque es esencial al sujeto querer su trágico destino como afirmación de lo verdadero y positivo de su fin y carácter, y tal afirmación sólo puede realizarla como negación y violación del poder igualmente justo del otro, y así es como su misma moralidad le lleva a cometer faltas. El bueno frente al bueno. El individuo ha de afirmarse en un mundo en que, como tal individuo, no puede existir, porque nadie vive aislado (según la teoría de la «responsabilidad difusa» de Alexander Parker y otros calderonistas británicos).

Sucumbe el personaje, o se resigna, para que un fallo de auténtica justicia restablezca la armonía que su voluntad exclusivista había desafiado. La necesidad interna del orden ético universal constituye la gravedad trágica.

En la tragedia antigua la acción se distinguía por su signo mítico-histórico (o mejor ahistórico, ajeno a la idea de progreso) y por su terribilidad y valor de escarmiento (al mostrar, en las tragedias de Séneca especialmente, aquello de que se debe huir). Pero uno de los sentimientos que el drama trágico moderno pone más de relieve es precisamente el implacable paso del tiempo. Ingredientes capitales de la antigua tragedia eran el mito, la hybris o desmesura, y la némesis o castigo, como también la proáiresis o libre elección de un fin, y la anagnórisis o reconocimiento de la forma de vida que el héroe creó para sí. Y, según algunos, la tragedia consistiría en una oposición irreconciliable para la cual no habría solución ni horizonte alguno de esperanza (así pensaban Goethe o   —274→   Golciman, frente a cuya postura Buero Vallejo erige, como es sabido, la «esperanza desesperada» o «desesperación esperanzada» dentro de la situación final del personaje y en su proyección hacia la conciencia del espectador).

Tres tipos de tragedia moderna cabe distinguir, y así lo han hecho algunos: tragedia de circunstancias o destino (Calderón); de pasiones, subjetiva, surgida del propio ser (Shakespeare); y de realidades últimas, intrínseca, consustancial a la condición humana (Sófocles a Goethe). Cuando la tragedia pierde motivación interior, fuerza de caracterización, y se apoya en incidentes externos, buscando efectos sensacionales a base sobre todo del duelo entre buenos y malos, víctimas y verdugos, deriva al «melodrama», que no tiene por qué juzgarse siempre peyorativamente, sino más bien como una modalidad teatral que prosperó a lo largo del siglo XIX en dependencia de cambios sociales indicados por Steiner en The Death of Tragedy y, aún más, por Robert Bechtold Heilman en Tragedy and Melodrama. Versions of Experience (1968). Incidentalmente, diré que veo reconocidos por Mariano de Paco, Luis Iglesias Feijoo y otros, los ingredientes melodramáticos de algunos dramas de Buero, y así debe ser. En mi opinión, La muerte de un ziajante, de Miller, y El tragaluz, de Buero, son excelentes «melodramas trágicos» o «tragedias melodramáticas».

La estructura del drama trágico empieza en «principios quietos» y termina en «perturbadores fines» (para decirlo en sabrosas palabras del Pinciano explicando a Aristóteles). Tiene normalmente un desenlace triste y lamentable (aunque pueda haber excepciones de desenlace sereno). Abunda en monólogos dilemáticos que manifiestan la conciencia escindida. Los «coros» antiguos se interiorizan y casi desaparecen. Y, aunque la acción pueda ser contemporánea y local, el drama trágico conserva, por su universalidad, algo que lo distancia en el tiempo y lo realza en el espacio. Frecuentes en las tragedias modélicas eran los títulos unipersonales: Hipólito, Antígona, Hamlet, King Lear, La hija del aire, El príncipe constante, Fedra, Yerma; pero en el teatro de Buero hay pocos ejemplos de tal tendencia: Irene, o el tesoro, Un soñador para un pueblo, La doble historia del doctor Valiny, Lázaro en el laberinto.

Finalmente, el lenguaje trágico es, por la ley del decoro, elevado, o, al menos, serio, grave, digno, fundado en la frase como unidad que construye tensiones problemáticas o patéticas; nunca   —275→   conversación (casi todas las comedias de Jacinto Benavente, por ejemplo, habían sido discreta conversación).

Tras este somero repaso, me aventuro a proponer una definición de la tragedia, de base aristotélica, respetada por Buero Vallejo, que diría más o menos así: Obra dramática en que el protagonista yerra, sufre y cae por no poder dejar de querer lo que siente necesario para su realización auténtica, en conflicto con otra voluntad también auténtica. Lo cual engendra en el espectador compasión hacia el héroe, porque es pena que caiga, y temor contra la semejanza de su debida caída respecto a la posible y fácil del espectador; ambos sentimientos, creadores de una purificación iluminante. Y, en la concepción bueriana de lo trágico, hay que admitir con él la problemática de la esperanza: «la desesperanza nunca se mantiene al mismo nivel durante la obra entera ni aun en las tragedias 'más frías', cuyo final funesto es consecuencia de situaciones intermedias donde, en algún grado, actuaron congojas esperanzadas», y, además, «el significado final de una tragedia dominada por la desesperanza no termina en el texto, sino en la relación del espectáculo con el espectador. [...] La desesperanza no habrá aparecido en la escena para desesperanzar a los asistentes, sino para que éstos esperen lo que los personajes ya no pueden esperar» (142-43). «La esperanza del desesperar y la desesperanza del esperar serán [...] las que hallaremos en toda tragedia digna de tal nombre» (144).

Confieso que leyendo estas especulaciones de Antonio Buero Vallejo -ensayista muy refinado- recordé a veces aquello de «la razón de la sinrazón que a mi razón se ofrece», que tanto fascinaba a don Quijote. Y ahí sospecho la huella de Unamuno en nuestro autor, nunca irracionalista como aquel, pero atraído, dentro del cuadro de la razón clarividente, hacia los círculos, las ondas y las espirales que se remontan por encima y más allá de esa razón básica.

No parece dudoso que el concepto de tragedia favorecido por Buero desde el principio, viniese atizado -y luego, afianzado en teoría- por el ejemplo de Unamuno como dramaturgo y como pensador.

Dramas de Unamuno como La esfinge, La venda, Fedra, El pasado que vuelve, Soledad, o El otro, prefiguraban el espíritu de Historia de una escalera, En la ardiente oscuridad, El terror inmóvil, Las cartas boca   —276→   abajo (el área más explícita y ceñidamente trágica del teatro de Buero) y aun algunos dramas posteriores, como El tragaluz, con más persuasiva evidencia que cualquier obra de Valle-Inclán o de García Lorca. Por otra parte, en Del sentimiento trágico de la vida (1912) era motivo constante la desesperación: «es de la desesperación y sólo de ella de donde nace la esperanza heroica, la esperanza absurda, la esperanza loca. Spero quia absurdum, debía decirse, más bien que credo» (290-91). Quitemos a las palabras de Unamuno veinte grados de temperatura irracionalista, añadamos treinta del sosiego de Buero medido por la frecuencia y angustia real de su exposición a la muerte, y obtendremos acaso el justo paralelo entre uno y otro.

Pero vengamos a las cuatro piezas de Buero que, desde el subtítulo, se anuncian trágicas.

Las palabras en la arena glosa el episodio evangélico de la mujer adúltera (San Juan, 8:9-11), que había inspirado la «escena última» de Divinas palabras, la «tragicomedia de aldea» de Valle-Inclán.

En el «acto único» de la brevísima tragedia de Buero hay una muy hábil refracción del episodio evangélico. Noemí, una joven hebrea casada, y La Fenicia, su sierva, contemplan de lejos, y comentan desde la puerta de su casa, la escena de Cristo salvando a una mujer adúltera de la ira punitiva de sus acusadores.

Enlazado a este comentario, se descubre el concierto de la señora y la criada para que ésta -la criada- lleve a un centurión romano el mensaje de la señora invitándolo a pasar con ella cinco días de ausencia del marido, que va a partir de viaje. Vuelven del escenario de la impedida lapidación los varones que estaban dispuestos a apedrear a la adúltera. Y, según vuelven, cada cual pregunta al otro qué fue lo que con un palo escribió en el polvo el Galileo en respuesta a cada uno. Por la suposición de este coloquio de retorno, saben el escriba, el fariseo, el saduceo y otros lo que dijo de ellos el Rabí, menos lo que le dijo en la arena a Asaf, el marido de Noemí. Cuando Asaf vuelve a su casa para gozar a Noemí, horas antes de emprender su viaje, la sierva regresa de su servicio con una bolsa repleta de monedas. Asaf descubre el enredo y da muerte a su esposa. Preguntado por sus amigos qué fue lo que para él escribió Cristo en el suelo (¿cruel, turbulento, celoso?) responde Asaf, «con la voz preñada de la más tremenda fatalidad, que es lo que uno mismo se crea»: «¡A ... se ... sino!». Y reza la acotación   —277→   final: «La sierva se arrodilla también, gimiendo. Los demás se incorporan con ojos espantados, y el Destino pone su temblor en el grupo antiguo que rodea al hombre vencido».

En esta acotación última de Las palabras en la arena repercute de algún modo la acotación final de Divinas palabras: «Conducida de la mano del marido, la mujer adúltera se acoge al asilo de la iglesia, circundada del áureo religioso prestigio, que en aquel mundo milagrero, de almas rudas, intuye el latín ignoto de las DIVINAS PALABRAS»

Pero Antonio Buero Vallejo no centra la tragedia en el sino de la adúltera, como Valle-Inclán había hecho. Aunque comparte con él, en forma indirecta o más leve, la simpatía hacia la mujer (comprensión generosa, de la que no ha y que excluir tampoco a Nuestro Señor Jesucristo), dedica mayor atención a los fanáticos agresores de la infiel, cada uno marcado por el oráculo escrito de mano de Jesús en materia tan volátil como la arena; y destaca, sobre todos, el oráculo del asesino, cuya fatalidad se define como «lo que uno mismo se crea». Ésta es la primaria, determinante y última causa de lo trágico en cualquier obra de nuestro autor: lo que el agonista sufre por ser como es, frente a lo que el antagonista (sea otro, sea él mismo, sean muchos, sean todos, sea la condición humana, sea el mundo, sea la vida) significa y representa.

Es, sin embargo, en El terror inmóvil y en Las cartas boca abajo donde el sello unamunesco resulta más evidente. Las tragedias del primer Valle-Inclán habían sido malogradas tentativas de monumentalidad arcaica (Voces de gesta) y de acercamiento a Shakespeare (El embrujado). Las tragedias más puras pretendidas por Lorca se desplegaban en un ámbito primitivo, rural, lejos de las mezquinas pasiones del hombre común de nuestras ciudades: Bodas de sangre, Yerma (como en Synge o, más tarde, en Yeats). Sólo Unamuno había intentado la tragedia como drama actual, cristiano y enfermo, y es por este camino (pensando en España) por donde da sus primeros pasos Buero Vallejo hacia lo trágico: en Las palabras en la arena, en El terror inmóvil, en Hoy es fiesta, en Las cartas boca abajo. A estas piezas tempranas de Buero es a las que estoy refiriéndome y a las que voy a referirme en lo poco que queda de este discurso.

El terror inmóvil, «tragedia», fue acabada por su autor en marzo de 1949, meses antes de sus primeros estrenos en octubre y diciembre de aquel año. Mariano de Paco publicó en Murcia, en   —278→   1979, la única edición completa de esta obra, jamás puesta en escena que yo sepa, y allí, en nota preliminar, escribía Buero: «Nunca he sabido a qué atenerme respecto a este drama -acaso, por su ingrediente de 'Grand Guignol', simple melodrama-, al que, por mis ya entonces muy elaborados criterios teatrales, quise llamar tragedia» (24). Al publicar su segundo acto en 1954 le había puesto el subtítulo «Fragmentos de una tragedia irrepresentable». En su estudio introductorio a la edición completa, Mariano de Paco exponía muy atinadamente el conflicto entre el soñador y abstracto Álvaro y su hermano Regino, hombre de acción; defensor Álvaro de la inmovilidad y Regino del progreso. Notando la intensidad del motivo cainita y los «recuerdos unamunianos» del personaje Clara, la mujer de Regino, abandonada por Álvaro para casarse éste con la más solvente Luisa, resentimiento por el cual aquella -Clara- traspone su maternidad imposible a Víctor, hijo de Luisa y de Álvaro, intentando apoderarse de él y educarlo lejos del quietismo del padre, definía Mariano de Paco la índole del drama en estas palabras:

La intención de El terror inmóvil es trágica como lo es la de toda la obra de Buero. El terror existencial de Álvaro es un sentimiento que supera los límites personales y su respuesta ante los hechos posee un valor genérico; el efecto catártico del castigo depara al espectador la posibilidad de una apertura por encima de la derrota, de las rendidas palabras del coro de las esposas, de la desvalida pregunta de Camila y de las encontradas afirmaciones de posesión de Clara y de Luisa. El significado trágico de la obra engloba los diversos elementos melodramáticos y trasciende los sucesos concretos. El terror inmóvil es, pues, una temprana tragedia de Antonio Buero Vallejo y su lectura actual ayuda a un mejor análisis del proceso de evolución temática y formal de su teatro (16).



Por su parte, en la aludida nota preliminar, Buero Vallejo evocaba la motivación originaria de esta tragedia suya: la visión de una fotografía que retrataba a un padre y a su hijo vestido de primera comunión: «Profunda e incisiva, la mirada del padre denotaba resolución casi sobrehumana; en la del niño había algo extraño   —279→   y difícil de entender» (26). La contemplación de esa fotografía, mostrada a Antonio por un compañero de prisión en 1940, en la galería de condenados a muerte, descubría al autor un ejemplo de angustia individual surgiendo en medio de su situación colectiva de presos políticos: «Todos éramos antifascistas; todos estábamos imbuidos de la entereza que nos hacía considerar nuestra quizá cercana extinción como la nada enigmática consecuencia de una noble lucha y de una derrota. Y, de repente, ante los ojos, aquel padre bien trajeado, aquel hijo con ropas de primera comunión, venían del pasado a mostrarnos su indiferencia ante las candentes alternativas políticas que habíamos ventilado a fuerza de sangre en España y el indisoluble poso de angustia individual ligada a todo destino humano, poso tantas veces desdeñado por nosotros como un mezquino residuo pequeño-burgués. Pero el residuo se adensaba en la noche silenciosa; mi compañero guardaba aquella foto y yo no la olvidaría» (26).

El terror inmóvil significaba para Buero: «El drama o la tragedia de un acabamiento. O quizá del acabamiento».

Álvaro, abogado, que casó con Luisa porque era rica, dejando a Clara, que era y es pobre y es ahora esposa, sin hijos, de su hermano Regino, ingeniero; Álvaro, digo, no parece amar a Luisa ni al hijo de ambos, Víctor, al que llama «el sapillo». Al bautizo del niño (cuadro 1) no se ha dignado asistir y, cuando vienen los padrinos (Regino y Clara) y Regino quiere sacar una fotografía del neófito, Álvaro lo impide: detesta el afán de extraer de la vida sus supuestos mejores momentos reduciéndolos a unas figuras en una lámina. Un mendigo, el Tío Blas, cree que Álvaro está lleno de miedo, de terror, y que no ama a su hijo, y así se lo ha declarado en rápida visita en busca de limosna.

Al cabo de unos meses (cuadro 2), frente a la casa de Álvaro y Luisa, van avanzando las obras de la fábrica de Regino, y cuando éste pretende fotografiar la construcción, su hermano se burla de él.

Queda clara en este primer acto la oposición permanente entre dos hermanos: Álvaro dura en el desamor, la quietud, la reflexión pesimista acerca de la vida y los hombres; Regino habita en el amor, la acción, el progreso, la creencia en el futuro del ahijado y en la celebración de los buenos momentos de la vida retenidos por la cámara. En cuanto a las mujeres, Luisa es pasiva, sufriente, desamada, pero madre de un hijo (Álvaro «habla del dolor de   —280→   tener un hijo», 39), y Clara es la compañera del marido, activa, emprendedora, pero sin hijos, por lo cual adopta a ese niño que Álvaro quiere preservar de todo y, especialmente, de ser fotografiado, pues la fotografía, según él, roba la vida de las personas y de las cosas, «la convierte en un conjunto de claros y de oscuros sobre una cartulina deleznable» (49).

En el cuadro 3 han pasado ocho años. Luisa ha envejecido mientras por Álvaro no parece haber transcurrido el tiempo. Cuando vienen los padrinos con el niño, desmedrado y pálido, se advierte que Regino ha envejecido también, y engordado, pero que Clara se mantiene en apariencia tan joven como antes. Álvaro come poco, y su niño anda siempre desganado: Regino come mucho y va sacando adelante su fábrica. Sabemos ahora que si Clara no tiene hijos es por causa de Regino, no de ella; pero Clara proyecta su maternidad hacia Víctor, al que está modelando día por día, y le pide al esposo que lo retrate, aunque él alega la prohibición del padre. Con audibles ecos de la Raquel encadenada de Unamuno, insiste Clara en el retrato del niño considerándolo propio: «¡Mi niño! ¡Mi niño de cabellos grises!» (palabras al marido) (64). Y discutiendo Álvaro y Regino sobre la fotografía, se entabla el diálogo crucial de la tragedia (64-65).

Dice Regino a Álvaro: «ese empeño en no vivir», «no salís casi nunca», «ni te mueves del sillón ni apenas hablas... Es como si estuvieras lleno de miedo, de miedo a cambiar». Dice Álvaro a su hermano: «estás tan atemorizado como cualquier otro hombre...», sólo que con la obsesión de la fábrica y con el trabajo crees olvidarlo pero llevas diez años con la máquina fotográfica «lleno de pánico, resistiendo al tiempo». De Regino a Álvaro: «A todos nos duele pasar... y envejecer... Pero hay también una íntima alegría en esos cambios», «Envejecemos... ¡Pero fecundamos nuestra vida, nutrimos nuevas generaciones!», dentro de un mes se acabará la fábrica y gozaré del triunfo «que es verdadero porque es de todos; de todos los que hemos puesto allí algo». Acotación del dramaturgo: «Álvaro, cuyas facciones reflejan terror, se tapa los oídos con las manos. Las últimas palabras de Regino se pierden para el hombre inmóvil, de ojos desorbitados, que yace en el sillón». Esas últimas palabras de Regino, no escuchadas ya por Álvaro, eran: «Y ese día, tu hijo, que ha crecido con la fábrica, y que será mañana su ingeniero, irá a la inauguración y reirá y disfrutará entre las piedras que ama... Y tú, mi pobre hermano, me   —281→   pedirás que lo retrate, y lo haré, y podremos darnos un gran abrazo por lo que ambos dejamos en el mundo... Y podremos dormir en paz». (Es precisamente lo contrario de lo que va a suceder).

En el cuadro 4, Luisa, solitaria y abrumada, ve entrar a Clara con Víctor y con una fotografía de éste que le provoca espanto pues ha de ocultársela a su marido. Muestra Luisa a Clara un álbum dedicado al niño: no con fotos, sino con monigotes dibujados por ella a falta de fotografías: «Víctor a los cuatro años, con su primer caballito de cartón» (y dice Luisa «No lo tuvo, el pobre... Su padre olvidó comprárselo», 71). Este motivo recuerda el drama de Unamuno Soledad. Replica Clara a Álvaro cuando este llega interrumpiendo el diálogo entre ambas mujeres: «¡A las personas que estamos vivas, vivas de verdad, nos pasan muchas cosas! ¡Es a ti a quien no le pasa nada, a quien nunca le pasará nada!» (72). (No sé por qué, el abstencionismo de Álvaro en esta temprana tragedia de Buero Vallejo despierta en mí la memoria de la primera novela de Miguel Delibes, La sombra del ciprés es alargada, que vio la luz en abril de 1948, un año antes: un hombre bueno se abstenía de la vinculación al otro para no tener que padecer el horror de su muerte).

La escena final de este cuadro 4 es de nuevo, por el tono y el temple, muy unamuniana: Álvaro rompe la fotografía, que, según él siente, no hace falta ninguna, porque el niño está vivo: «¡Como que lo he hecho yo! ¡Que estoy vivo, vivo, vivo!» (tales repeticiones insistentes proceden del área de agresiva locura en que Unamuno prefería situarse como poeta). Víctor, el niño, no se expresa, a los ocho años de edad, en términos menos dignos de Unamuno: «¡No, papá! ¡No me rompas!» (pide aludiendo a la fotografía, mientras su madre se desmaya sobre las losas del decrépito hogar).

En el cuadro 5 asistimos al forcejeo entre Álvaro y Regino, hermanos ambos, aquél queriendo confinar al niño al asilo paterno y Regino ganarlo para sus fábricas, mientras el tierno Víctor se niega al regreso, condolido porque su padre (en el simulacro de la fotografía) le ha roto. Reaparece el mendigo, el Tío Blas, para incitar al niño a seguir a su madre («las madres son dulces para los niños»), dejando sembradas, al despedirse, palabras que ni él mismo entiende: «El tiempo ha terminado». Y es en el mero punto en que estas palabras suenan cuando el niño se desvanece, mostrando síntomas de grave enfermedad.   —282→   El cuadro 6 y último expone en las tablas, de un modo (dados los hábitos de Buero Vallejo) no excepcionalmente tétrico, pero muy tétrico, la agonía y la muerte del niño, ante la desolación de su madre y la desesperada esperanza del padre, que no puede admitir que su hijo se le muera.

Dice el infante enfermo (imposible lector de Unamuno o de Kierkegaard): «Me aburro...», y el padre «mira a su alrededor, desorientado. Coge un tosco caballito de juguete que hay en el suelo y se lo tiende tímidamente a su hijo», pero éste lo rechaza con una manotada. Desea asistir a la fiesta de terminación de la fábrica de su tío y reprocha al padre que no le permitiera nunca jugar con una construcción de madera, regalo de ese tío, y ahora se la pide, pero Álvaro no sabe cómo ayudarle a manejar el artilugio. Muere el niño, así pues, soñando con la fábrica, ansioso de ponerse su vestido blanco para acudir a la fiesta.

Pero Clara, su madrina, dice haber guardado una copia del retrato del niño que su padre rompió, y poseer en ese retrato la imagen verdadera -vital, no exánine- de la persona. Jamás se la entregará a nadie. Mientras tanto, el padre quedará condenado a mirar por siempre una parodia de retrato: «¡Un maniquí definitivamente muerto por tu culpa, un horror inmóvil y yerto! ¡Puedes estar contento! ¡Ya lo has hecho de piedra, de fría piedra, como lo has sido tú toda tu vida!» (94). Bajo esas y otras condiciones, al final de la tragedia: «Alvaro se vuelve al proscenio, absorto en su amargura, inmóvil estatua petrificada del terror» (95). «¡Pobre hermano! -exclama Regino-: Yo te comprendo ahora. Pero no se puede luchar contra la vida.

Mientras aúllan las sirenas de la fábrica, gritan alternamente las mujeres -Clara y Luisa-: «¡Mío!» (Clara), «¡Hijo mío!» (Luisa), «Mío» (Clara), «Hijo mío...» (Luisa). Dos madres unamunianas: la carnal y la mental. En el origen: Unamuno. En su finalidad: Antonio Buero Vallejo, inducido y genuino.

En el subtítulo «tragicomedia» puesto por el autor a su pieza en 1956, Hoy es fiesta (que en la cuarta edición de Alfil, 1968, ante mis ojos, aparece reducido a «comedia»), creo ver un buen ejemplo de esta etapa inicial de Buero preocupado por lo trágico. Si es verdad que para él mismo y para la mayoría de sus intérpretes toda su producción lleva el signo de la tragedia, no es menos cierto que es en esa etapa primera donde únicamente se hallan subtítulos que con explicitud enuncian aquel signo. Y digo que «tragicomedia» es   —283→   un buen ejemplo porque revela, a mi entender, el arraigo de las categorías de la poética clásica en la modernidad. Tragicomedia era La Celestina y lo eran tantas y tantas obras de Lope de Vega y sus coetáneos y sucesores inmediatos; y lo eran por la mezcla de lo cómico y lo trágico, abarcando, en compañía de lo trágico, las notas propias de la comedia (el azar, la risa, la medianía de los personajes). Pues bien, en Hoy es fiesta no hay nada ridículo, risible, ni aun sonreíble (dicho queda que en esto Buero Vallejo se compenetra con Unamuno, ajeno a las farsas de Valle-Inclán o de Lorca).

No una escalera, como en su primer estreno, sino una terraza, reivindicada por los sufridos inquilinos de un marginal inmueble madrileño, constituye el decorado doméstico de Hoy es fiesta. Y en esa terraza de entonces como, antes, en aquella escalera, asistimos al sucederse infecundo de parecidos sueños y repetidas penurias: la portera gruñona, la echadora de cartas, la dama vergonzantemente pobre que vende números de lotería caducados, los jóvenes a raíz de sus primeros conflictos de amor, las gentes atentas al sorteo que pueda poner fin a su situación de pobreza, una mujer sorda y condolida, cuyo marido, obrero ocasional, único portavoz de la sensatez y la justicia, se aflige bajo el peso de una culpa inconfesada, elevando hacia el mañana aspiraciones tan limpias como difíciles: tales son los personajes que, por un día de fiesta, habitan esa angosta altura de la azotea. Avezado aún a la poética clásica -milenaria- pensaría Buero Vallejo: ¿cómo nombrar «tragedia» una pieza tan modestamente ambientada?; mejor valdría subtitularla «tragicomedia»: «comedia» por el ámbito popular, «tragedia» porque termina en la muerte de Pilar -la mujer sorda y en la remota esperanza del marido -Silverio- de corregir su error y pagar su culpa. En ninguna obra de Buero anterior a ésta se había exhibido tanto el valor «esperanza», que seguiría cobrando firme relieve en la teoría y en la práctica de la tragedia según él.

La última vez que el lexema «tragedia» aparece en la portada de un drama de nuestro autor es en Las cartas boca abajo (1957) obra que Luis Iglesias Feijoo aprecia como recapitulación y coronamiento de la «primera época» de su teatro, antes de pasar, con Un soñador para un pueblo (1958) a otra época.

El subtítulo «tragedia española» dado por Buero a Las cartas boca abajo alude seguramente a la situación de la clase media española por los años en que la obra fue escrita y a los problemas familiares   —284→   y generacionales de aquel mundo de estrecheces y de mentiras, elevando -por encima del sofoco de las cartas boca abajo- una llamada apremiante a la verdad y la sinceridad.

Pero, en vez de invocar a Ibsen o al Galdós de Doña Perfecta, como hacía Pérez Minik, e Iglesias Feijoo recordaba en su magistral monografía La trayectoria dramática de Antonio Buero Vallejo (Santiago, 1982, p. 208), pienso que es mucho más determinante el ejemplo del Unamuno de Abel Sánchez, apasionado argumentador de la envidia como el pecado español por antonomasia.

No son pocos, ciertamente, los dramas de Antonio Buero Vallejo que podrían considerarse ejemplos de dramas descriptivos de la envidia y del odio: En la ardiente oscuridad, 1950; Madrugada, 1953; Las cartas boca abajo, 1957; El tragaluz, 1967; La doble Historia del Doctor Valmy, 1968; La Fundación, 1974; Jueces en la noche, 1979.

A pesar de tantas lecciones de historia moderna, no es seguro que el odio y la envidia sean pecados capitales de los españoles. La envidia es muy anterior a la historia de España, pues arranca del desfavorecido Caín, hacia el que Unamuno sentía tan violenta ternura. Parece claro, con todo, que el nombre de «tragedia española» fue puesto pensando en la novela dramática Abel Sánchez.

Recordemos esa tragedia española, Las cartas boca abajo. Juan, opositor a una cátedra de Derecho tras previos fracasos, quiere ahora triunfar o anularse para siempre. Casado con Adela, sin amor de uno a otro, tienen ambos un hijo, estudiante que admira devotamente a un jurista destacado, el cual fue novio de la hermana de Adela, Anita, instalada ahora, en perpetuo silencio, dentro del escuálido hogar. Adela había arrebatado a su hermana al jurista famoso, en desquite del predominio alcanzado por Anita con el padre de ambas hermanas tras la muerte de la madre. En fin, Adela tiene también un hermano, vagabundo fatuo que se aprovecha de los temores de Adela sembrando cizaña en la triste morada. En este drama analítico asistimos al último acto de una prolongada, insidiosa mentira -el matrimonio Adela-Juan- y al llamamiento último a la verdad autentificante por parte del marido. Consumado el malogro de sus oposiciones, y comprobada la falsía de su vida dentro de la familia y de la casa, Juan insinúa una forma de esperanza -en nombre del hijo y que irradiará acaso sobre el espectador- al sincerarse con su mujer y consigo mismo,   —285→   instando a ella a poner las cartas boca arriba y confesando su envidia del otro, oculta y envejecida.

Como escribía Mariano de Paco, avistando gran parte de la obra de Buero al ocuparse de Lázaro en el laberinto y Música cercana:

La tragedia ha llevado a cabo, desde sus orígenes, procesos dramáticos en los que se produce una búsqueda y un desvelamiento doloroso de la verdad. Eso ha sucedido, igualmente, en el teatro bueriano, en el que se pretende ayudar a liberarnos de nuestros personales laberintos y ocultaciones. En la ardiente oscuridad mostraba la lucha de Ignacio para llegar a la verdad contra la impostura del Colegio de Invidentes; Velázquez se resistía al fingimiento de la Corte en Las Meninas; Tomás ha de reconocer la cárcel que parece una Fundación. La que Alfredo propone a René y a Sandra en Música cercana no es menos engañosa que aquélla, como la vida a la que somete a su hija es una prisión que, paradójicamente, resulta por completo inútil.

Lázaro en el laberinto es, de modo más evidente, una indagación de la verdad personal, al igual que lo fueron Jueces en la noche y Diálogo secreto. Esa persecución de la verdad, que podía verse ya en Las palabras en la arena y en Madrugada, se ha acentuado en los últimos dramas de Buero, quizá para advertirnos que una sociedad únicamente será libre y justa, por encima de las palabras, si es recto y moral el comportamiento de sus miembros (De re bueriana, 1991, p. 1 95).



En Las cartas boca abajo la mentira ha permanecido inalterada muchos años; pero, al fin, en la situación límite del irremediable fracaso, se impone la búsqueda de la verdad dolorosa como un empeño tardío aunque no imposible por parte del hombre, mientras la mujer sigue cautiva de sí misma, oyendo en la tarde la enloquecida algarabía de los pájaros, que ella había malentendido como gozoso cántico.

Ante la muerte de la tragedia canónica, Buero Vallejo, en los experimentos de su época primera, caminaba lúcidamente hacia   —286→   la transformación de aquélla en algo distinto pero comparable, asistido por tan buenos ejemplos como los de Ibsen y Strindberg, Chejov, Pirandello, O'Neill, Miller y (entre nosotros) principalmente Unamuno.

Insistió en defender la tragedia contra las mil formas de la banalidad, y cada vez que lo ensayó, como pensador y como dramaturgo, lo hizo con admirable competencia.

Lejana la tragedia hierática -de dioses y de príncipes- el drama trágico de nuestro tiempo tenía que poner ante nuestros ojos y meternos en el alma destinos más comunes, no por eso menos transidos de dolor y ansiosos de descubrir la luz de la verdad: esas tres hermanas que se aburren en la provincia y nunca llegarán a Moscú; ese político que deja la tribuna para olvidarse a sí mismo en el regazo de la muerte-madre; ese viajante de comercio que se suicida para reparar con un seguro de vida la inmensidad de su vergüenza; o ese opositor a cátedra que, vuelto de espaldas al desamor familiar y a la penitencia de su envidia, pide a su mujer el termo del café porque esa noche tiene que «estudiar mucho» para al día siguiente fracasar por última vez y, así, empezar a ver claro en la realidad de la envidia y del desamor, ejercicio indispensable -en su caso- hacia la esperanza o la misericordia.   —287→  






Obras consultadas

Antonio Buero Vallejo, Caimán, Las cartas boca abajo, Madrid, Espasa-Calpe, 1984 (Colección Austral, 1622).

–––Historia de una escalera, Las palabras en la arena, Madrid, Alfil (Escelicer), 1952 (Colección Teatro, 10).

–––Tres maestros ante el público (Valle-Inclán, Velázquez, Lorca), Madrid, Alianza, 1973 («García Lorca ante el esperpento», pp. 97-164).

–––Jueces en la noche, Hoy es fiesta, Prólogo de Luis Iglesias Feijoo, Madrid, Espasa-Calpe, 1981 (Selecciones Austral, 88).

–––El terror inmóvil, Edición de Mariano de Paco, Universidad de Murcia, 1979.

John Gassner, «The Possibilities and Perils of Modern Tragedy» (1957), en Robert W. Corrigan (ed.), Theatre in the Twentieth Century, New York, Grove Press, 1965, pp. 215-228.

Robert Bechtold Heilman, Tragedy and Melodrama. Versions of Experience, Seattle, University of Washington Press, 1968.

Luis Iglesias Feijoo, La trayectoria dramática de Antonio Buero Vallejo, Universidad de Santiago de Compostela, 1982.

José S. Lasso de la Vega, De Sófocles a Brecht, Barcelona, Planeta, 1970.

Oscar Mandel, A Definition of Tragedy, New York University Press, 1961.

Mariano de Paco, De re bueriana, Universidad de Murcia, 1994. («Buero Vallejo y la tragedia», pp. 39-49; «La verdad, el   —288→   tiempo y el recuerdo: Lázaro en el laberinto y Música cercana», pp. 193-204).

George Steiner, The Death of Tragedy (1961), New York, Oxford University Press, 1980.

Miguel de Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos (1912), Madrid, Alianza, 1986.

Teatro completo, Edición de Manuel García Blanco, Madrid, Aguilar, 1959.



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