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Buñuel, el fantasma de la libertad

Sergio Ramírez





A los 75 años de su edad, que se cumplen ahora, el viejo Buñuel sigue siendo -cada vez con más renovados bríos- fiel a los principios que en 1929 y en medio de la efervescencia surrealista le llevaron a filmar El perro andaluz y un año después, La edad de oro: propiciar ese encuentro cabalístico entre la máquina de coser y el paraguas sobre una mesa de disecciones. Su última película El fantasma de la libertad, igual que El discreto encanto de la burguesía, se propone el escándalo por medio de la ruptura de los valores que ordenan el mundo dócil y urbano de la burguesía. Pero si El discreto encanto... es un juego recurrente de interrupciones en los sagrados momentos de sentarse a la mesa, irse a la cama en compañía, una especie de gran burla sangrienta, El fantasma de la libertad rompe todos los límites imaginativos y se convierte en la proclamación de un credo que como en los buenos tiempos de la navaja de barbero en el ojo, es de un anarquismo absoluto. ¡Muera la libertad! gritan los ajusticiados antes de caer frente al pelotón, en los fusilamientos de patriotas perpetrados por las tropas napoleónicas de ocupación en España al abrirse el film. Y después de esa secuencia inicial -el cuadro de los fusilamientos de mayo de Goya está debajo de los títulos- cada escena de las que en adelante se mueven de una manera cronológicamente circular (cada una va encadenada a las otras como en un panóptico de trastoque y contradicciones) es como una bomba terrorista debajo del asiento del espectador, y uno pronto olvida que semejante conspiración de imágenes ha sido enlarvada en un inocente relato de Gustavo Adolfo Bécquer.

La libertad, como concesión del orden público, como manifestación de la lógica por excelencia -la lógica de la armonía y el bien social de los textos cartesianos- es desafiada por Buñuel asustando al ciudadano con sus propios fantasmas: los fantasmas de su contradicción. Basta la ruptura del principio de que por cuerpo se entiende todo lo que puede llenar un espacio, de tal manera que cualquier otro cuerpo quede excluido de él, una de esas piedras miliares del Discurso del método, para que las bases se aflojen y el andamiaje se derrumbe en desconcierto. «Todo poder impuesto sobre los hombres implica violencia» dice la máxima de Michael Bulgakov en El maestro y Margarita, y Buñuel se goza en abrir todas las posibilidades que ofrece de cómico el orden cuando es parado de cabeza.

Los invitados se sientan sobre bien pulidos inodoros a la mesa, calzones a la rodilla, y cuando quieren comer o beber algo deben preguntarlo en forma discreta a los empleados de la casa y retirarse a pasos silenciosos, como quien va realmente al baño. Un adolescente rapta a su tía anciana y al desvestirla, no puede verla sino en las carnes de una adolescente como él. Los padres se presentan a la policía a denunciar la desaparición de su hija, presumiblemente secuestrada, acompañados de la niña misma que ofrece personalmente al comisario sus señas particulares. El maniático que armado de un fusil telescópico sube a lo alto de un edificio para disparar contra los transeúntes en París, es condenado a muerte en el juicio y al concluir la vista se despide de sus guardianes y sale, entre las sonrisas amistosas del público, a repartir autógrafos a las adolescentes, libre. Las postales pornográficas regaladas por un pervertido a una niña, no son sino vistas en colores de París cuando los padres poseídos de libidinosa curiosidad, las ven a solas después de decomisárselas a la hija (una vista de la iglesia del Sacre Coeur es rota en pedazos por el marido antes de mostrarla a la esposa, por ser la más «fuerte»). Y llamadas telefónicas de ultratumba, un avestruz del zoológico que se pasea a medianoche por una recámara, frailes que juegan cartas a continuación de sus rezos, el Buñuel de siempre multiplicado en una vastedad de desafíos.

Quizás como ningún otro director contemporáneo, Buñuel ha podido establecer su propio modo de hacer cine, su propio estilo de lo inverosímil que a pesar de parecer tan cajonero no es posible de imitar. Porque no se trata sólo de una invención gratuita de alteraciones y sacamientos de quicio, sino de todo un aparato imaginativo, poderosamente inventivo, puesto bajo las directrices de una línea de pensamiento crítico. El verdadero Buñuel está, pues, en el vértice de esas dos expresiones, sus imágenes y su pensamiento. Desde la Vía Láctea, no había cumplido quizás otra zaga tan dinámica como ésta del Fantasma de la libertad para tratar de explicarse, y explicar lo que es un joven creador a los 75 años. Radical, republicano, burlón, mordaz. Explosivo.

Berlín, 1 de marzo de 1975.





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