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Ilustración: «Venta de don Quijote en Puerto Lápice»




ArribaAbajoDe Puerto Lápice al Mar Menor de la Mancha

Sr. Azorín:

No eran las del alba sino la hora de la sobremesa cuando nosotros salimos de Puerto Lápice dirección sur hasta Villarta de San Juan. Nosotros salimos contentos, tanto como don Quijote, «tan gallardo, tan alborozado por verse ya armado caballero, que el gozo le reventaba por las cinchas del caballo. Mas viniéndole a la memoria los consejos de su huésped acerca de las prevenciones tan necesarias que había de llevar consigo, especial la de los dineros y camisas, determinó volver a su casa...». Nosotros regresábamos al mar menor de La Mancha, me refiero a Las Lagunas de Ruidera, por supuesto, camino de Villarta de San Juan, Cinco Casas, Argamasilla y Ruidera. Nos quedaban aún 71 kilómetros para llegar al Hotel La Colgada y darnos una deseada ducha.

Al salir de Puerto Lápice hacia el sur nos equivocamos de carretera: seguía la N-420 para Arenas de San Juan y Daimiel, zona húmeda donde renacen los Ojos del Guadiana en las Tablas del mismo nombre que es Parque Natural, donde el tímido río adopta a dos compañeros menores, a los afluentes el Cigüela y el Azuer. A ambos lados de la carretera viejos olivares cenicientos de troncos centenarios se ríen de nuestro error con sus ramas en asa y sus ojos burgueses, di la vuelta en una explanada donde grandes tinajas, gigantescas tinajas como cisternas de camiones se veían gordinflonas, unas de pie y otras tendidas, cercadas en una propiedad privada. Hice un cambio de sentido y tomé la autovía A-IV, y me desvié para Villarta, pueblo por el que usted pasó y lo nombró al final de la crónica VII, de La ruta..., y nos describe: «Pero el tiempo ha ido transcurriendo: son las dos de la tarde, ya hemos travesado rápidamente el pueblecito de Villarta, es un pueblo blanco, de un blanco intenso, de un blanco mate, con las puertas azules». Usted venía de Argamasilla de Alba a Puerto Lápice; lo hace en una jornada, en el carrito conducido por ese hipotético Miguel y la jaca. De Villarta a Puerto Lápice hay unos 10 kilómetros y usted llega a las cinco de la tarde.

Usted tampoco nos habla del puente romano tendido a la entrada norte de Villarta que da paso por sus pequeñas arcadas al río Cigüela, a lo mejor no lo vio. ¿Por qué usted no nos habla de este puente? Quizás porque Miguel de Cervantes tampoco lo nombró o porque se conoce vulgarmente como el puente viejo y no como puente romano y pasa desapercibido. Tomé algunas notas del cartel informativo instalado junto al puente, situado en el kilómetro 145,6 de la N-IV. Datos fiables: tiene una longitud aproximada de 460 metros longitud y 7 metros de anchura con 47 ojos, divididos en tramos uno 19 ojos y en el segundo 25 ojos, los otros 3 de grandes dimensiones, todos distintos y distribuidos de forma irregular, salvan una zona pantanosa que se forma cuando llueve, y el Cigüela y el Záncara se desbordan. Se construyó en piedra y argamasa para unir las localidades romanas de Laminium-Consamburus. Actualmente se le somete a un tratamiento de rehabilitación con motivo del IV Centenario para que sea peatonal de una eco ruta, todo un acierto. En 1809, en la guerra de la Independencia, se destruyeron los arcos 7 y 11. Existe otro puente romano en Arenas de San Juan que ha de esperar otra oportunidad. La Mancha estuvo surcada por varias vías romanas, como la que iba a Segobriga.

Villarta de San Juan fue una antigua fortificación defensiva de la Orden de San Juan, se denominaba «Villa Harta», es decir, villa apretada, cercada o amurallada. Paramos con intención de ver la Iglesia de San Juan, su puerta cerrada nos impidió la entrada. Fue construida a finales del siglo XV y principios del XVI. Su estilo pertenece al gótico tardío, reforzada con contrafuertes, tiene aspecto de fortaleza más que de iglesia. Continuamos hacia el centro de Villarta, aparcamiento junto a unas escaleras que da a la plaza de la Paz, donde se halla el Ayuntamiento, edificio de 1970. Contiguo a la fachada del Ayuntamiento se levanta la Torre del Reloj, cuya construcción data del siglo XVII, de cuya época sólo se conserva el primer tercio, en cuya puerta descansaba aparcado un coche de la Policía Local. Subimos las escaleras y cruzamos en diagonal hasta un el bar-cafetería con terraza a la solana, desde cuya cafetería veíamos una casa señorial cuya fachada ocupa casi toda la parte norte conocida como Casa del Requete, posterior a 1913, donde se alberga un gran patio interior.

-Buenas tardes; dos descafeinaos con leche.

-¿De sobre o de máquina? -en todas partes la misma pregunta.

-De sobre y con leche que no esté muy caliente -el camarero era un joven diligente, charlatán, que me comentó que había dejado Madrid para instarse en este pueblo, gracias a la venta de su piso madrileño.

Tomamos el desvió a Cinco Casas por una carretera en línea, donde se ven marjales, trigo y alcacel aún temprano y el maíz ceniciento. Cinco Casas se haya dividida en dos zonas urbanas, una que es pueblo nuevo de calles rectilíneas y casitas bajas y la torre nueva de una iglesia, y la otra zona vieja, se halla al pasar el viaducto del tren. Nos acercamos hasta el antiguo apeadero donde usted nos cuenta en la crónica II que bajó allí. Nosotros visitamos la cerrada estación, al final de una sola calle de casas vetustas, la estación aparece pintada de rojo bermellón con grafittis, como se puede ver en la fotografía, tiene dos puertas y cinco ventanas. Cinco Casas es una pedanía que parece abandonada del ayuntamiento de Alcázar de San Juan con una población de unos 600 habitantes, de economía principalmente agraria con un albergue de temporeros. Este pueblo nuevo se fundo en 1919. La estación situada entre Alcázar de San Juan y Manzanares, ahora está cerrada y abandonada.

Nos cuenta usted, señor Azorín, en la crónica II, que se trasladó desde Madrid a Cinco Casas, que es lo mismo que decir Argamasilla en tren; debió salir de la desaparecida estación Mediodía. Aunque usted reconoció en Madrid (IV) que bajó en Alcázar de San Juan. ¿Y por qué no nos habló de la Fonda Museo del Ferrocarril de la estación? En mi artículo 15 he olvidado mencionar que dicha fonda ha cumplido 130 años desde su fundación (1875-2005), regentada por la familia Fernández; el fundador fue un tal Fernández Marchante. Actualmente se puede observar, sobre el mostrador de la cafetería, tres maniseros gigantes, expuestos dentro de urna de cristal. Sobre las paredes se aprecian carteles informativos sobre la fonda-museo, entre ellos una foto de grandes dimensiones de la pila bautismal donde le echaron el agua a un Miguel de Cervantes. Un pie de página nos informa que en 1740, D. Blas Antonio Nasarro halló la partida de bautismo de D. Miguel, fechada el 9-10-1547, en la Parroquia de Santa María la Mayor.

Hay un diálogo con Los Miguelistas del Toboso, crónica XIV, donde usted nombra a un tan Blas, que no debe ser otro sino Blas Antonio de Nasarro: «-Señor Azorín: que Miguel sea de Alcázar, está perfectamente; que Blas [Antonio de Nasarro] sea de Alcázar, también; yo tampoco lo tomo a mal: pero el abuelo, ¡el abuelo de Miguel, no le quepa duda, señor Azorín, el abuelo de Miguel era de aquí...»

Visitado el apeadero de Cinco Casas no merece la pena buscar nada más. Desde esta pequeña barriada parte el camino para Argamasilla de Alba, trayecto que hizo en diligencia: «tras largo caminar en la diligencia por la llanura, entráis en la villa ilustre...». Aunque parece ser que usted nos miente, no fue a Cinco Casas sino a Alcázar de San Juan, donde alquiló un carrillo tirado por una pequeña yegua. Según escribió en La amada España, según José María Martínez Cachero.

Su crónica II, «La Marcha», está contada desde la fonda de la Xantipa, cuya dueña era una viuda de Argamasilla de Alba, nos hace un flash back del viaje en tren desde Madrid hasta la estación de Cinco Casas. Posterior a 1905 se construyó una línea férrea entre Cinco Casas y Tomelloso con estación en Argamasilla de Alba, que se abrió el 15 de febrero de 1914; por ello, evidentemente, usted no tomó este tren que le hubiera dejado en el apeadero de Argamasilla. Su construcción se debe a Francisco Martínez «El Obrero», político y escritor de Tomelloso. Tenía la línea 19,250 kms., y tres puentes metálicos. Se suprimió el servicio de viajeros en abril de 1971. Continuó como tren de mercancías por la línea de régimen de maniobras. El último tren especial «Manantial del Vino» pasó el 5 de abril de 1987. Ha sido una constante e inútil reivindicación de reapertura de la Asociación Manchega de Amigos del Ferrocarril. Se pacto una Vía Verde o eco ruta, que los Ayuntamientos no han cumplido hasta le fecha. Recojo la perdida de esta línea como homenaje a usted que tanto amor tenía por los llamados «caminos de hierro» como lo demuestra en su libro Castilla (1912).

En uno de mis viajes de Alicante a Andalucía con parada la estación de Alcázar de San Juan, donde hay una parada de veinte minutos para cambiar la cabeza de la locomotora; por ello los viajeros que viajan en Arco mirando al frente lo harán de espalda. Bajé y pegunté a un interventor sobre la antigua línea férrea entre Cinco Casas y Tomelloso, y me dijo:

-Hace unos veinte o veinticinco años, dejó de funcionar, los socialistas la cerraron por falta de rentabilidad, así como los apeaderos de Marañón y Herrera de la Mancha.

-Muchas gracias por la información.

Hoy en día (horarios válidos hasta el 15 de Junio de 2003) existe un tren regional diario entre Albacete a Ciudad Real con parada en Cinco Casas a las 8.05 horas. Este tren manchego sale a las 6.35 horas de Albacete y llega a Ciudad Real a las 8.55 horas. Desde Cinco Casas, continúa con paradas en Manzanares, Daimiel, Almagro y Ciudad Real. Me he prometido hacer esta ruta, debe ser una gozada viajar por el queso manchego del llano espartario.

La carretera recta como una regla continua hacia Argamasilla, el trigo y el alcacel, el maíz, los marjales, y las grandes norias con sus aspersores giratorios regando; la llanura domesticada es dócil, apacible, mientras ya el sol da sus últimos aletazos y ha hecho una raja en el cielo por donde entre cortinas se anunciará el crepúsculo.

Pasamos otra vez por Argamasilla de Alba, ahora paso sin detenernos, los jóvenes mozos de 80 años charlan sentados en la plaza de España, era ya esa ahora de la tarde en que apetece dar un paseo y charlar de cómo están los programa basura de la televisión y las últimas noticias de la violencia de género. Sansón Carrasco seguía allí de pie con sus libros bajo el brazo. La carretera para Ruidera continúa por muchos kilómetros cogida de la mano al Canal del Gran Prior. Otra vez pasamos por el Castillo de Peñarroya; la luz amarillea sus piedras con el tono del as de oros, las aguas del pantano no se ven. Mi mujer escribe a mi dictado en el bloc de notas, datos que no quiero olvidar para después tener razones fiables a la hora de pasarlos a limpio.

Cuando entramos en Ruidera, los labradores del huerto siguen allí, la tierra es esclava de los afanados labradores. Me viene a la cabeza un cuarteto del soneto 26 de El rayo que no cesa de Miguel Hernández:


Por una senda van los hortelanos
que es la sangrada hora del regreso,
con la sangre injuriada por el peso
de inviernos, primaveras y veranos.

Entramos en el pequeño mar de La Mancha por la orilla de la Laguna del Rey [se refiere a Carlos III]. Después de asearnos era la hora de cenar en la cafetería. Regresamos a la habitación y me senté al borde de la cama, y mirando las nocturnas aguas de la quieta laguna, con las tres barcas varadas en sus boyas amarillas, que seguían soñando con las playas y el mar, y los tres patos volvieron a rondar a una tajada de luna menguante un poco más al sur de las lomas lejanas, más al sur de cuando la vimos ayer noche.



Ilustración: «Puente romano de Villarta de San Juan»




ArribaAbajoDe regreso a Alicante

Sr. Azorín:

La mañana del día 12 de mayo me levanté con las luces tempranas sobre el verde manchego tímido de las lagunas; no eran las de alba, sino más bien las de hora tercia, con rayos a la espalda de los cerros llamando a la ventana de la habitación 409 con diligencia de símbolos. Y como no quería perder el diseño de esta mañana de manantial de un río fecundo que con luz que nos riega, aulas de las facultades, silenciosamente me vestí, bajé al verde armado con la cámara de fotos hasta las lagunas quietas de placer, llegué a las cascadas de La Colgada donde ya estuve la mañana del día anterior, junto a la fábrica de la luz eléctrica que lleva 30 años en paro. Cuando recorremos los lugares conocidos, los repetidos lugares matinales, acogedores y sosegados, parece que son otras zonas distintas, quizás porque ya los damos por conocidos y nos son familiares o que ya no nos sorprenden como cuando releemos una novela, ya no nos intranquiliza la intriga, porque en el fondo somos almas sustantivas, asustadizas en el recreo de la vida, o es que sin miedo, ya no le prestamos tanta atención a los peligros invisibles y latentes que nos acechan, que nos aguardan, que nos impresionan, o no sentimos la novedad de lo nuevo porque nos hemos endurecido las espaldas del corazón.

Mis lagunas muestran su color perla de oriente, fucsias, verdes; las mismas cascadas, los mismos patos, el gorrión, el mirlo, los tilos entrelazados con la jacarandá. Mi paseo matinal es rápido, sin el encanto de lo virginal, es como un monótono camino a nuestro lugar de trabajo. Apenas hice fotografías, porque las fotos las tenía ya reveladas en mi cerebro, memoria recuperada. Después del desayuno de media tostada con aceite de oliva verde manchego, muy sabroso, aunque no me atreví con el ajo refregado...

-Deme la cuenta, que dejamos la habitación.

El recepcionista es un hombre fuerte con bigote, parece una cara familiar, es amable, tranquilo como si tuviera todo el tiempo para él. Pagué la factura de la habitación con la tarjeta: 124.6 euros, IVA incluido, por dos noches con una comida y dos desayunos, un precio que nos dejó muy contentos, estos precios favorecen el turismo; y sobre todo, lo discretos que son los dueños: los hermanos Ramírez, según pone en el membrete de la factura.

Las lagunas nos dicen adiós con sus manitas de agua, con sus colores tranquilos, unidos al silencio de los bosquecillos de olmos y álamos, jacarandás y tilos, juncos y eneas, y las cascadas ruidosas con los ojos llorosos no dejan ver sus cuevecillas húmedas y oscuras, la luz mañanera, nueva, ávida, lee la germinación del día sobre los reflejos de las lagunas asentadas, aún dormidas, que nos dejaba el ánimo como que nos faltaban días de viaje y reposo. Salimos mustios con el ánimo empobrecido en los ojos, nos prometimos que volveríamos pronto.

-¿Cuándo vamos a volver otra vez? -le pregunto a mi mujer por entrar en conversación.

-Si ya hemos estado una vez, para qué volver otra, con la cantidad de sitios nuevos que nos quedan que ver en España y en el extranjero.

-Sí, pero estarás conmigo que tranquilidad tienes toda la que puedes buscar.

-Demasiada tranquilidad, con un par de días es suficiente.

Y es que para ella viajar no es ver naturaleza ni paisajes, sino tiendas, teatros, la movida nocturna, y cuanto de civilización pueda tener una ciudad en las tardes largas y aburridas en la terraza de una cafetería.

Montamos en el coche de motor triste y sonoro dirección a la cueva de Montesinos, para acercarnos a la ermita de San Pedro de Verona, desde la ermita por un carril hasta el castillo de Rochafrida en el Alto Guadiana, que todavía conserva parte de la antigua muralla y torre del homenaje, y que fue tomado por Alfonso VIII en 1213. Sobre un roquedal están los restos del castillo y la fuente llamada Fontefrida. El castillo es del siglo XII y de origen árabe. Cuando fue conquistado por los cristianos recibió el nombre de San Felices. Pasó a la Orden de Santiago y fue abandonado hacia el siglo XV. Este castillo no se nombra directamente en el Quijote pero es cervantino debido a la leyenda sobre Montesinos, hijo de los condes de Grimaltos, que según cuentan los romances viejos se había criado en el palacio del Rey de Francia, y que caído en desgracia huyó de Francia y abandonaron al niño en una ermita. Historias que don Quijote contará a Sancho y al primo una vez que ha salido de la cueva de Montesinos en el capítulo XXIII de la II parte. Recordamos que Montesinos era primo de Durantarte, que le pidió a éste que una vez muerto le sacara el corazón y se lo entregara a Belerma, «ya con puñal, ya con daga». Dice Montesinos: «-Ya, señor Durantarte, carísimo primo mío, ya hice lo que me mandaste en el aciago día de nuestra pérdida: yo os saqué el corazón lo mejor que pude, sin que os dejase una mínima parte en el pecho...». La cueva de Montesinos se llamó así porque después de la batalla de Roncesvalles, el mago Merlín encantó en ella a Montesinos, a Belerma y a Durantarte y a muchos amigos. Belerma tenía una dueña llamada Ruidera, y tal fueron los llantos de ésta y de sus hijas que Merlín las convirtió en lagunas.

El murciano don Diego Clemencín comenta (nota 8 de la II parte) que: «Andando el tiempo, Montesinos; según los mismos romances se casó con la doncella llamadas Rosaflorida, señora del castillo de la Rochafrida en Castilla, la cual enamorada de Montesinos, solicitó y obtuvo su mano». Y que según el romance viejo: «¿Qué es aquesto señora, / qué es esto, Rosaflorida? / O tened mal de amores, / o estáis loca sandía...». De las tradiciones nacen los romances, y Cervantes conocía este historia puesto que ya figuraba el castillo, la fuente y la cueva en las Relaciones Topográficas de Felipe II (1575).

En el capítulo XXIV de la II parte del Quijote, después de la aventura en la cueva de Montesinos nos habla el narrador Cide Hamete de una ermita, de cuyo nombre se prescinde, pero que si seguimos la lógica de la ruta del Quijote, es la de San Pedro de Verona:

«-No lejos de aquí -respondió el primo- está una ermita, donde hace su habitación un ermitaño, que dicen ha sido soldado, y está en opinión de ser un buen cristiano, y muy discreto y caritativo además. Junto con la ermita tiene una pequeña casa, que él ha labrado a su costa; pero, con todo, aunque chica, es capaz de recibir huéspedes.

»-¿Tiene por ventura gallinas el tal ermitaño? -preguntó Sancho. »-Pocos ermitaños están sin ellas -respondió don Quijote-, porque no son los que agora se usan como aquellos de los desiertos de Egipto, que se vestían de hojas de palma y comían raíces de la tierra [parece referirse a San Onofre]. Y no se entienda que por decir bien de aquéllos no lo digo de aquéstos, sino que quiero decir que al rigor y estrecheza de entonces no llegan las penitencias de los de agora; pero no por esto dejan de ser todos buenos; a lo menos, yo por buenos los juzgo; y, cuando todo corra turbio, menos mal hace el hipócrita que se finge bueno que el público pecador».

El viajero ha perdido fuerzas, tiene el ánimo bajo ante la necesidad de abandonar estos parajes de peñas y encinar y ello se nota, se me nota en la melancolía de los trazos, apáticos, flojos en el bloc de notas, tristeza más que nada por abandonar los míticos y nobles lugares por donde pisaran don Quijote y Sancho. Ya no tengo que buscarle a usted, señor Azorín, porque ya le encontré por la ruta de don Quijote como he comentado.

La carretera a Ossa de Montiel es secundaria, dehesas, encinas y monte bajo y alguna casa de campo. Ya cantan las chicharras, que anuncian un caluroso verano. La entrada al pueblo por esta parte Oeste es como si entramos a una trastienda o una rebotica, por la puerta falsa. Actualmente es conocido por ser el pueblo natal del ciclista Óscar Sevilla. La cueva de Montesinos es término municipal de este pueblo de Albacete. El gentilicio es oseños. Perteneció a la Orden de Santiago hasta el s. XIX. Actualmente atrae cazadores debido a la abundancia de la caza menor en sus cotos. Este es el pueblo donde don Quijote y Sancho encuentran a Maese Pedro, con el retablo [teatro pequeño] y el mono adivino (cuando enteraba en los pueblos Pedro se enteraba de los chismes vecinales, y luego fingía que el mono era adivino), o sea, un titiritero despabilado y buscavidas que representaba en su pequeño escenario diversas historias, según J. E. Varey los títeres, compañías teatrales y acróbatas procedían de Italia. Maese Pedro socarrón y tan vivo como el hambre quiso hacer una función en honor a Don Quijote y representó una historia de Don Gaiferos, en la cual: «Trata de la libertad que dio el señor don Gaiferos a su esposa Melisendra [hija de Carlomagno], que estaba cautiva en España, en poder de moros, en la ciudad de Sansueña, que así se llamaba entonces la que hoy se llama Zaragoza» (II, 25). Durante la actuación de Maese Pedro, Don Quijote creía tan real lo que sucedía en el escenario que interviene en la obra, y, furioso, iracundo, y en otro arrebato de locura descontrolada desenvainó la espada y atravesó a todos los muñecos «malos» de Maese Pedro como si de criaturas reales malvadas se tratara, porque don Quijote como buen caballero andante quería ayudarlos a escapar del acoso que sufrían. Después cuando don Quijote despierta de su locura culpa de ello a los encantadores.

En realidad Maese Pedro era Ginés de Pasamonte, uno de los galeotes a los que Don Quijote había liberado en anteriores aventuras. Por ello Ginés conocía la vida del Caballero de la Triste Figura.

Pasamos con el coche por Munera y Barrax, donde me desvié a Balazoteo por la CM-3135, me atraía su famosa escultura ibérica: el toro androcéfalo conocido por Bicha de Balazote (Albacete), aunque el original se muestra en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid. Aunque en Balazote tienen una reproducción exacta. No he encontrado fecha de su descubrimiento. Según mis notas la escultura es de caliza, mide 93 x 73 cm, es una figura funeraria, un toro echado con cabeza humana con barba y cuernos cortos, oreja de bóvidos, que una es pieza aparte. La cabeza resulta más hierática, muy rígido el bigote, la barba y la cabellera, detallados con surcos rectos, unos ojos desmesurados y muy abiertos como en los dibujos arcaicos, entre los que asoma un rostro más carnoso y expresivo. La escultura es de la segunda mitad del siglo VI a. C. Creo y entiendo que tanto la Bicha de Balazote como su coetánea la Dama de Elche deberían mostrarse en los lugares donde se descubrieron. Balazote. La leyenda cuenta, que en su Iglesia de Nuestra Señora del Rosario del siglo XVI, se encuentran errados los maridos de las hijas del Cid. Alfonso de Mendoza fue conde de Balazote.

Desde Balazote por la carretera N-322, hasta Albacete. Me hubiera gustado pasar por el pueblo de unos amigos, por San Pedro, no por Peña de San Pedro que es otro pueblo que tiene el nombre del apóstol, que será en otra ocasión. La carretera hacia Albacete es recta es como un cordel o como una aguja de hacer punto que tuviera unos cuarenta kilómetros, se cultiva el trigo y se riega con largas norias de aspersión, brazos con ruedas que marcas los verdes círculos de cultivos. Si Cervantes hubiera visto estos largos brazos con ruedas de aspersión es seguro que mete a don Quijote en una aventura.

Pasamos por encima del trasvase Tajo-Segura, tan controvertido por los hectolitros que se concederán este año. Entiendo, a priori, que tenga quien tenga la razón, el agua nunca debe de ser usada como arma política.

Más adelante cruza el trazado del ferrocarril Utiel-Baeza, ya sin raíles, que lamentablemente, para el desarrollo de esta zona deprimida de Castilla-La Mancha nunca llevó a funcionar. Esta línea férrea fue aprobada en marzo de 1926 durante la dictadura de Primo de Rivera con un presupuesto inicial de 54.560.731 pesetas; fue cuando más se adelantó el trabajo. A finales de 1930 empezaron los problemas de financiación y a finales de 1931 a poco de instaurarse la Segunda República se despidió a la mitad de los obreros. En mayo de 1932 se suspendieron las obras quedando unos pocos obreros hasta 1934, en que se paralizaron definitivamente hasta la fecha. Y por cuyo trazado se ha abierto una Vía Verde, hay un tramo entre los municipios de Alcaraz y Balazote muy turístico al pasar por pintorescos desfiladeros. La consejera de Economía y Hacienda y presidenta de la empresa pública «Don Quijote de la Mancha 2005», María Luisa Araújo, ha asegurado que la Ruta de Don Quijote es «un proyecto de largo recorrido que no ha hecho nada más que empezar». El tramo en tramo entre Alcaraz y Balazote trascurre sorteando el valle del río Jardín, con un paisaje de tajos y desfiladeros, pasando por un total de seis túneles, rodeado de monte y arbolados.

Pasamos la circunvalación de Albacete, ya conocemos esta ciudad de aleación murciano-manchega, por su museo arqueológico provincial, donde recuerdo haber visto La Cierva de Caudete y muñecas romanas de marfil, y una sala dedicado al pintor de la Escuela de Vallecas Benjamín Palencia, que donó obras, y además conocido en el mundo de la literatura por su amistad con el poeta de Orihuela Miguel Hernández, a quien le hizo un dibujo tocando la armónica.

Llegamos a Almansa con intención de practicar el sano deporte de la gastronomía. El castillo, asentado encima de un risco afilado, debió de ser muy visto por usted cuando pasaba en tren desde Madrid a Monóvar. Por casualidades de los nombres existe una multióptica que se llama Azorín, en calle Corredera 21, lo más seguro es que no tenga nada que ver con su seudónimo, y sea el apellido de un optometrista.

Los orígenes del Castillo de Almansa se remontan al período almohade, cuya forma característica de construcción alcázar y fortaleza de resistencia queda hoy patente en alguno de sus muros. En la época árabe, Almansa perteneció al reino de Murcia. Hacia el siglo XIII se inició la conquista de estas tierras por los cristianos aprovechando las desavenencias entre los reyes moros murcianos y sus vecinos. En 1707 el castillo fue escenario, durante la Guerra de Sucesión, de una batalla de renombre histórico: la batalla de Almansa; en ella, fueron derrotados y capturados nueve mil soldados austriacos. Venció el ejército franco-español, encabezado por el duque de Berwick. A partir de esta batalla, se inclinó la guerra a favor del asentamiento de Felipe V y la dinastía de los Borbones en el Trono de España.

En la puerta de la conocida Casa Grande me hice la foto testigo de mis viajes. Pertenecía al Conde de Cirat, Miguel de Catalá y Calatayud, que tenía el título de Grande de España (de ahí puede venir lo de Casa Grande). Pasó después a los Marqueses de Montortal, hasta que en 1992 fue adquirida por el Ayuntamiento.

La fachada principal se abre a la Plaza de Santa María. Su portada, ligeramente desplazada del centro, está dividida en dos cuerpos: el inferior posee a ambos lados de la puerta columnas fajadas almohadilladas. Este fajamiento rústico se extiende hacia el segundo cuerpo y a los ventanales con figuras gigantes.

Tras nuestro particular viaje por la ciudad de Almansa, en otros tiempos famosa por sus zapatos, aparcamos en la puerta del restaurante «Los Rosales», uno donde mejor se puede comer el gazpacho manchego, y así lo hicimos para no cambiar la tradición. Tras la comida y sin una sola gota de alcohol, llegamos por la tarde a Alicante, la ciudad del cetro de cal.



Ilustración: «Castillo de Almansa»




ArribaAbajoVisita a la «Sala Miguel de Cervantes» de la Biblioteca Nacional

Señor Azorín:

El domingo 22 de mayo actual llegué a Madrid con mi hijo Rubén, él a sus negocios y yo al mío, a la Biblioteca Nacional para descansar un poco de libros. Llegamos a la estación de Atocha, tomamos la línea 1 del Metro y bajamos en el apeadero o estación de Gran Vía, el Hotel P estaba muy cerca, sus ventanas dan a la fachada del edificio de la Telefónica.

Por la tarde fuimos a dar una vuelta por la Puerta del Sol o kilómetro cero de España: todas las radiales parten de aquí, es el eje central de las redes españolas de comunicación, donde además se eleva el famoso reloj de las 12 uvas. No se podía caminar ni por Preciados ni por Carretas, el bullicio de muchos peatones, quizás demasiados, ¿acaso no se hundiría el suelo?, pensé, porque Madrid está hueco por los túneles del Metro, gentío multirracial, arrollador, apretado hasta la claustrofobia. Añoré la amplitud de La Mancha, quiero volver, volveré... A empujones llegamos a la Plaza Mayor: me parecía estar en el extranjero, en un Madrid que yo no conocía, porque Madrid me mata, se ha convertido en una ciudad laboral interracial, que esto es otro vector de la sociología, y me parece bien, pero a mí no me gusta. Hacía 35 años que estuve en Madrid por primera vez en viaje de boda y era un Madrid señorial, castizo, entrañable, pacífico; pero este Madrid de ahora, a mí me parecía extraño, es como si la ciudad se hubiera trasladado al cono Sur de América.

En la Plaza Mayor nos sentamos en una terraza para cenar, del precio de las consumiciones mejor no hablar, en fin éramos turistas en nuestro propio país, y eso se paga con creces. Como la noche no me gusta y es arriesgado deambular por Montera e incluso por Callao o la Gran Vía, decidimos ver la televisión, y tender el arpa de la espalda para el reposo, aunque el ruido que generaba la calle nos hizo espectadores de un nocturno con sirenas.

La mañana del día 23, la Gran Vía era otra vía, porque Madrid era otro Madrid, tenía un cielo velazqueño y antoniolopezco, con el azul cobalto limpio y envidiable; hice unas fotos con la cámara digital buscando esa luz misteriosa de las ocho de la mañana en que la luz se deja fotografiar. Yo entré en la Cafería Zahara, un salón amplio, la más grande de las cafeterías posibles. El camarero me atendió al instante, pedí mi tostada de aceite de oliva y café con leche para despertar a las últimas neuronas perezosas. El aceite no me lo sirvieron en una redoma o jarrita de vidrio, sino que estaba embutido en una tarrina como las de mermelada envasada en Cabra (Córdoba), el aceite no era del verde de Jaén, tenía 0.40 grados de acidez, a la hora de pagar, asombro: 1.60 euros, solamente. De alguna forma me recompensaba de la clavada de la tarde anterior.

Cerca de la puerta de la cafetería Zahara en la Gran Vía hay una parada de autobuses. Cuando paró uno de ellos pregunté al conductor si este me dejaba en la Biblioteca Nacional, me dijo que no pero que paraba en la Plaza de Cibeles y desde allí subían otros por Recoletos. Efectivamente la Biblioteca está muy cerca de La Cibeles y se podía ir caminando. Una vez que bajé en Cibeles, nada más tomar pie en la acera, se me acercó, espontánea, un bella joven que me dijo: «Si usted va a la Biblioteca Nacional los autobuses pararán allí...». Y me señaló con el dedo el lugar de la parada, en la fachada de lo que fue el antiguo edificio de Correos y ahora es sede de la Comunidad de Madrid: la chica debió de oírme cuando se lo pregunté al conductor del autobús, y luego muy atenta, estuvo «al loro» para informarme adecuadamente.

Estamos en el centro financiero, porque además aquí se sitúa avizor el Banco de España y las torre Kio, el meridiano cero de la economía; veo el fuerte del Ministerio de Defensa, antes Ministerio del Ejército, donde mi padre estuvo 6 años haciendo la mili.

Desde la plaza hice unas fotografías a la diosa del carro de los leones, simbolismo y surrealismo, pura mitología a la que ya nos hemos acostumbrado. La Cibeles tiene un poder seductor que hoy día no apreciamos, ni miramos, la vemos como cotidiano, como si no pudiera ser de otra forma. Subí por Recoletos, el paseo puede tener muy bien 200 metros de lado a lado, muy cerca está la cabaña/palacio que fue del banquero y marqués de Salamanca, que además fue Ministro de Hacienda: construyó las principales líneas de ferrocarriles, y el barrio que lleva su nombre hoy en día es una de las sedes del BBV.

Ya estamos en la Biblioteca Nacional, una real verja la rodea, el exterior me recuerda otro edificio similar: el Palacio del Congreso, pero sin los dos leones de bronce hechos de los bronces de cañones enemigos. «¿Leoncitos a mí? ¡A mí leoncitos, y a tales horas?», porque en la puerta de la BNE hay otros cuatro leones de la literatura, y estos leones sí que me impresionan, me achican, me subyugan, me humillan desde el pedestal de su altura histórica. En el paseo de Recoletos hay otra escultura de bronce de don Ramón del Valle Inclán levantando el pie derecho para dar un pasito, camina hacia la BNE, para conversar con los cuatro clásicos, leones de la palabra. También vi una escultura muy plástica de dos niños sentados en un poyete leyendo el mismo libro: «Los libreros españoles al libro y sus creadores».

La Biblioteca Nacional tiene su domicilio en Recoletos 20-22. 28071 Madrid (España), también tiene una Sede en Alcalá de Henares. Ctra. Alcalá a Meco, Km. 1.600. La fachada es neoclásica con frontispicio y en el lugar de columnas, aparecen las esculturas de cuatro de nuestros más importantes escritores, yo recuerdo la de Cervantes y la de Lope de Vega, y creo que la de Luis Vives, y otra de Alfonso el Sabio. Fue fundada por el primer Borbón Felipe V en 1712 como Biblioteca Pública de Palacio. Por un privilegio real, precedente del actual depósito legal, los impresores debían depositar un ejemplar de los libros impresos en España. En 1836, la Biblioteca dejó de ser propiedad de la Corona y pasó a depender del Ministerio de la Gobernación, y recibió por primera vez el nombre de Biblioteca Nacional. Durante el siglo XIX ingresaron por incautación, compra o donativo la mayoría de los libros antiguos y valiosos que posee la Biblioteca. En 1892 se finaliza la construcción del edificio de Recoletos que debía ser la sede de la Exposición Iberoamericana conmemorativa del IV Centenario del Descubrimiento de América celebrada en ese año. La «Sala Miguel de Cervantes» se creó en 1894, siendo director de la BN Manuel Tamayo y Baus; antes, las ediciones y textos cervantinos se encontraban en la Sección 20, «Libros raros y preciosos», que a su vez había sido creada en 1873, del otro del Departamento de Impresos, porque el otro departamento era el de Manuscritos.

En la parte baja de la Biblioteca Nacional hay una exposición titulada «El Quijote: Biografía de un libro», sin embargo, para mi despropósito, estaba cerrada porque era lunes y no la pude ver; tendré que dejarlo para otro día, aunque está abierta hasta el 2 de octubre; aunque conseguí un catálogo informativo. Hay una visión artística de la novela de Cervantes, a través de la iconografía, el cine y la imprenta. Dice su creador el video artista manchego Gabriel Corchero que se han escrito sobre El Quijote más de tres mil quinientos libros; creo que se queda corto.

Entré en la Biblioteca Nacional por la puerta de herrería que se abre cerca de la estatua de Cervantes, vestido con gárgola y calza de la época y un libro en la mano izquierda. Le hago el dibujo del recuerdo, es como si al fin del viaje me encontrara cara a cara con el autor de la novela que nos ha guiado hasta aquí.

-¿Cómo usted aquí, don Miguel de Cervantes? ¿Acaso es que me estaba usted aguardando para censurarme en mis muchos errores?

Traspasada la puerta hay un control de seguridad como en los aeropuertos, arcos y detector de metales y máquina de rayos X; luego un puesto de información y a la izquierda las oficinas de registro. Como era la primera vez que iba a la Biblioteca Nacional necesitada el carné de la Biblioteca o carné de investigador, que no tenía, para poder entrar como lector; y menos aún me dejarían entrar a la «Sala Miguel de Cervantes» a la que yo quería acceder porque en realidad era el verdadero destino de mi viaje, entrar en el sagrado templo donde se custodia la bibliografía y demás material cervantino.

Me pidieron el carné de identidad, lo metieron en la base de datos, en el catálogo Ariadna y demás controles informáticos, me dijeron que nones, que yo no podía acceder. Les hablé de mi libro Encuentros en el IV Centenario, pero como es una autopublicación no estaba registrado en los fondos. Así que me permitieron ver a la jefa del departamento, entré a su despacho, y me hizo sentar, me atendió con suma amabilidad, me preguntó: ¿Pero usted tiene libros o artículos publicados, que demuestren su labor de investigador? Mi respuesta no se hizo esperar: pues claro que sí, tengo artículos en la Comisión del IV Centenario de Aranjuez, en Monòver punto con, en Baquiana de Miami (en EE.UU.), puede mirar en el ordenador. Y la jefa del departamento de entrada y registro, morena y discreta, con paciencia miró en la pantalla del ordenador, y que yo también lo podía ver. Sabía que aquel aparato me iba a dar el acceso que yo necesitaba. Y de repente, Baquiana y mi artículo recién publicado en el número 35/36 de mayo a agosto 2005, y allí estaba mi nombre y el título: «Cervantes y la filosofía española». La jefa cambió de actitud, me creyó, e imprimió una copia de lo que aparecía en la pantalla a la vez que me dijo con este documento ya le puedo dar un pase temporal para la «Sala de Cervantes», venga conmigo que se lo hacen.

Con aquel pase temporal en mis manos me sentía extrañamente feliz, importante, casi como una implícita recompensa a mis muchas horas en la Ruta del Quijote buscándole a usted por la Mancha, hoteles, restaurantes, lagunas, cuevas, molinos y castillos, y muchas horas en el ordenador, repasando los trabajos y con mis borradores y dibujos, en un trabajo altruista, porque esto no está pagado con nada.

Pasé la impresionante, potente, avasalladora escultura de Menéndez y Pelayo que está sentado con un libro en la mano, y preside la entrada a seguridad. Un vigilante me dio una pegatina verde de lector, que me puse en el pecho como si hubiera ganado la mejor de las medallas, caminé por un pasillo donde había unos retratos al óleo del centenario escritor Fernando de Ayala, y pasé a una sala previa donde colgaban más retratos, todos del mismo tamaño, el de Miguel Delibes, Mario Vargas Llosa, de Camilo José Cela, del cubano Cabrera Infante, y otros, debajo la fecha en que habían sido galardonados con el Premio Cervantes. Allí, bajo la vigilancia atenta de las miradas orgullosas, casi despreciativas, altivas, omnipotentes de los arcanos mayores de las letras hispanas, me hacía más grande por compartir la misma lengua, y pasé directo a la «Sala Miguel de Cervantes» situada junto a unos servicios con la tentación prohibida de hacerme una foto en el contraluz, pero no me la hice por respeto a las normas. Eras las once de la mañana.

Una vez dentro, bajo los altos techos de las tres grandes salas, yo veía en las cúpulas el cielo de las letras, el cielo de La Mancha, y recuerdo aquellas tardes en el paseo de las Lagunas de Ruidera con mi mujer y con mi amigo Vicente quien había perdido el equilibrio en un accidente, o Villanueva de los Infantes, o en Argamasilla, o en Criptana, o en Alcázar, o en Puerto Lápice, en Cinco Casas, o su Casa Museo en Monóvar. Qué lejos en el tiempo queda todo este viaje buscándole a usted por los caminos de La Mancha y Montiel.

A la izquierda se abren las tres salas amplias, palaciegas, un tempo de libros sagrados y archivos con objetos litúrgicos, mesas grandes de maciza madera con sus reclinatorios y sus focos superiores, decoradas las altas paredes con cuadros del valenciano Muñoz Degraín, que donó veinte cuadros en 1916 para esta sala tan especial, meridiano cero del mundo cervantino, cuadros con escena de El Quijote, con duquesas, Montesinos..., actualmente hay 18 cuadros, porque dos están actualmente en la exposición de la biografía de un libro, ya descrita.

En cada mesa había un investigador, bien tomando notas a lápiz, porque aquí hay que usar el lápiz, por si no lo sabía, o tomando notas directamente en el ordenador portátil. Apuntes de un viejo manuscrito que tiene una letra infernal, sobre cuyas hojas se me iba la mirada inquisitiva y curiosa, ojos niños perdidos en una maravilla de las letras, meta y fin de cualquier ambición bibliográfica. En una mesa había un grupo de cuatro o cinco alumnas con una profesora que les leía un incunable perfectamente decorado con letras góticas de oro, pero que su lenguaje en latín me era ininteligible. Otros investigadores estaban tomando notas en sus portátiles y consultando en ordenadores. Pasé al fondo de la sala, silenciosa, solemne, con ventanales que traía la luz tamizada de los palacios y alcázares de Madrid de los austrias, en las Meninas, de Goya, del Greco... Estaba paralizado, pero por fin me atreví a tocar un libro al azar, como si me estuviera esperando en el tiempo quijotesco, y, tembloroso y tímido ante una hipotética llamada infantil de atención, saqué de los anaqueles el pesado libro, que por casualidad era el Catálogo bibliográfico de la Sección de Cervantes (1930), de don Gabriel Martín del Río y Rico, marcado con el número IN-017.1(460)NAC. Tomé mis notas.

Luego en un ordenador busqué en el catálogo las ediciones de su libro La ruta de don Quijote; encontré veintisiete referencias:

La primera es la edición de Leonardo Williams (1905); Imprenta de la revista de Archivos 1912; la de Juan Pueyes en 1916; en Aguilar de México 1951; H. Ramsden, Manchester University Press (1969), José María Martínez Cachero, Cátedra de 1984/88/95; Ramona Velasco vda. de Pérez, sin año, Madrid; la de Evaristo García y María García de la Habana 1970; La editorial Edaf tiene cuatro ediciones; Editorial Atalaya de Barcelona, 1996; Bueno Aires, Losada, 1974; Mauro Armiño cuatro ediciones en Edaf; la última la de la Diputación Provincial de Alicante, 2005, con prólogo de José Ferrándiz Lozano e ilustrada por Joan Castejón; en las Obras Completas de Rafael Caro Raggio de 1919, y en la de Ángel Cruz Rueda de Aguilar 1947-1954 (Gráficas Orbe SA).

No estaba la última editada por la Universidad Castilla la Mancha (2005), ni tampoco la de la editorial Rembrant de Alicante 1982, con prólogo de Santiago Riopérez e ilustraciones de Santiago Agustín Redondela, ni la Biblioteca Renacimiento de 1915.

Por la tarde mi hijo y yo regresamos en el Altaria a Alicante, en las cuatro horas de viaje me dio tiempo a poner en orden mis notas y escribir el borrador de esta última crónica a mis andanzas buscando a un Azorín cervantino. Pasamos por La Mancha a toda velocidad, no apartaba mi vista de la ventanilla blindada del vagón/coche de preferente. Por un momento hago un disparo de memoria, un tiro veloz de recuerdos, que la llevo como en un macuto a la espalda, y en mi alegría lloro y me pongo triste por recordar los lugares de La Mancha buscándole a usted, señor Azorín, buscando sus huellas en las casas vetustas, en los pueblos señoriales, en los batanes, llanos y páramos, vides en ciernes, trigales, las lagunas, los ríos que quieren acordarse de que son ríos y de vez en cuando desaparecen en el subsuelo y vuelven en las Tablas de Daimiel, aquellos molinos de viento ahora en descanso de aspas y velas con aquel motorista hablando por teléfono móvil, sus pueblos tranquilos e históricos, y de las múltiples esculturas de don Quijote y Sancho, de don Quijote y Dulcinea...

El tren tiene una estación en su pueblo, pasado la de Elda-Petrel, pero no tiene ya parada Monóvar. Recuerdo que el día 8 de junio se cumplirá el 132 Aniversario de su nacimiento, no sé si cantarle cumpleaños feliz, no sé si es apropiado o ni siquiera literario. Ya son cerca de las 22 horas y el tren ha pasado por debajo del puente rojo, un din-don, anuncia la estación término de Alicante.



Ilustración: «Cervantes en la Biblioteca Nacional»




ArribaAbajoSu 132 cumpleaños con libros

Señor Azorín:

No quiero echar la llave sin contarle que en la Casa de Cultura de su pueblo celebramos el CXXXII aniversario de su nacimiento el día 8 de junio del 2005. Me invitó a los actos el director de la Casa-Museo don José Payá para la presentación del libro editado por el Centro de estudios Castilla-La Mancha, de su libro de La ruta de don Quijote I Centenario 1905-2005, y con epílogo de José Payá. A las 19 horas tomé la A-31 y llegué a Monóvar, crucé la calle Mayor, pasé por la iglesia y está la plaza del Ayuntamiento y ya en la calle Argentina, aparqué en una transversal empinada porque la calle de Salamanca está tan cerca que desde el coche se puede leer la placa, además de estrecha esta calle es dirección prohibida. Allí, Enrique, administrativo, que es prejubilado de la CAM y que vive en Novelda, con la amabilidad que le caracteriza, me dio un catálogo de la Conmemoración de su 132 Aniversario, que muestro para este artículo.

Recogí las fotocopias de la introducción a La ruta de don Quijote, de Santiago Riopérez y Mila, de la rara edición Rembrant de Alicante, 1982, y que ya tenía concertada de que me la prepararan, pues sabía que en esta introducción me ampliaban muchos datos que yo ignoraba sobre su libro.

Desde la Casa-Museo a la Casa de Cultura fuimos andando un grupo de personas que habían venido desde Ciudad Real: Isidro Sánchez y Esther Almarcha del Centro de Estudios de Castilla-La Mancha; Francisco Allá Miranda, Vicerrector del Campus de Ciudad Real y el editor del libro de Rafael Amorós; Juan Manuel Abascal, Director de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes; José Payá; y un representante del Vicerrectorado de Extensión Universitaria de Alicante; Miguel Salvador, Concejal de Cultura del Ayuntamiento de Monóvar.

En la puerta de la Casa de Cultura estaba el adelantado de Monóvar Salvador Poveda y el Concejal de Cultura, y mucho público. A la entrada compré el nuevo libro que se presentaba y pedí un autógrafo a Esther Almarcha, más que nada para autentificar la compra y el momento, ya sabe usted que los libros sin autógrafos parecen salchichones caseros, sin marchamo ni garantías.

El acto empezó a las 20,15, hora española de los actos, como siempre un cuarto de hora más tarde porque en España esto es así, siempre un cuarto de hora y hasta media hora más tarde, porque parece que no es educado empezar con el patio de butacas medio vacío, es mejor esperar un poco más tarde, hacerse el remolón. El salón de actos a modo de teatro tiene un escenario amplio: había una mesa con sillas para los oradores, y un decorado elegante con una especie de colcha sobre un tendedero, y detrás el cuadro gigante de la Xantipa, vestida con su uniforme de luto y su pelo recogido en moño. He de destacar que tras las presentaciones del libro ya anotado, hubo una lectura dramatizada de los capítulos que hablan de la Xantipa. Subieron al escenario dos mujeres vestidas de luto con melena suelta, como las de La casa de Bernarda Alba de García Lorca, y un violonchelista, Francisco J. Alvillar, que como todos los violonchelistas se sentó como para lavarse los pies, allí delante de todos los espectadores; más un lujo de actrices que nos hicieron emocionarnos y aplaudir con entusiasmo. Durante la representación no hubo una sola tos, ni sonó ningún móvil ni la gente se levantó para ir al retrete. Ellas eran las actrices Manuela Amat y Brígida Blasco, profesoras de alguna escuela de arte dramático.

Luego me dijo José Paya que cuando los oyó recitar por primera vez les dijo: nada, sin más al escenario, y no creo que sea la última vez, porque uno puede actuar, pero otra cosa es vivir la escena.

Luego, cerrada la vivencia escénica de la Xantipa, hubo recordatorio del 132 aniversario de su nacimiento, y clausurado por el alcalde, Concejal de Cultura y un representante de la CAM. Hubo también un cambio de tarjetas de visitas. Lo normal en estos actos, que siempre sirven para dar a conocer la cara y la talla, porque los nombres de por sí no son más que mudos anagramas, las personas son más interesantes que los cargos y cátedras.

Regresé a mi casa a eso de las once, me leí de un tirón el libro que había comprado, ilustrado con fotografías antiguas de La Mancha, un libro para poner una nota muy alta.

No quiero finalizar estos artículos monográficos sin agradecer a Luis Alonso de Monòver punto com, la diligencia y disposición en pasar estos trabajos a su portal, donde los artículos azorinianos tienen un lugar de privilegio.

Un amigo indulgente y socarrón me peguntó en broma:

-¿Qué, encontraste a Azorín por La Mancha?

Y yo, que soy un pobrecito escritor, le dije que por supuesto que sí.






ArribaAbajo Anexo: Azorín, el último romántico

«La figura señera y la ingente obra de Azorín», como ya escribiera Vicente Sala Belló para la presentación de «Azorín y el fin de siglo (1893-1905)», con motivo del I Centenario de Desastre de 1898, debería ser considerada como «El último romántico» por la génesis de su formación política, filosófica y literaria en lo que corresponde a la etapa de su adolescencia hasta su viaje a Madrid (1896), ya convertido en adulto y en un periodista vocacional y una reconocida promesa literaria. Un periodo juvenil, anterior a la de ser reconocido por su imperial pluma universal, demostraremos que este apelativo de «El último romántico», no es gratuito ni oportunista. Sin embargo, situemos el vocablo romántico donde le corresponde históricamente, no con la acepción que nos sugiere actualmente de enamoramiento o soñador, sino como revolución, progreso y libertad (finales del XVIII a primera mitad del siglo XIX).

Antes de llegar al peculiar estilo periodístico por el que le conocemos, aparentemente sencillo y sucinto con escasas subordinadas, frases cortas y léxico rico en arcaísmos, de palabra precisa y justa, vivió una adolescencia bélica de ideas y agresiva, anarquista, realista, en un intento de denunciar la injusticia social. Más tarde se incorporaría a lo que se llamó modernismo o renovación e innovación del lenguaje y sobre todo repudiando viejos vicios dieciochescos, un movimiento occidental de cambios filosóficos, literarios y artísticos (las vanguardias). Miguel Ángel Lozano Marco, Universidad de Alicante, comentó:

«Conocedor del valor sustancial de la literatura, Martínez Ruiz, comenzó su vida pública como crítlico (sic), [crítico], precoz -lo que él encontraba a su alrededor- sino interpretación, comprensión, intento personal de apresar el espíritu del libro». (Azorín. La mirada atenta, 1998).



En este trabajo hemos tenido presente el artículo del biógrafo de Azorín, Santiago Riopérez y Mila, titulado «Azorín, anarquistas» (Anales Azorinianos, n.º 2, Monóvar, 1985), en el que nos expone una amplia tesis sobre este credo anarquista de José Martínez, que comentaremos puntualmente.

Para analizar y documentar la hipótesis romántica tardía de la su adolescencia como revolución y renovación de ideas, hemos de indagar primero en las fuentes.




ArribaAbajoDatos filiales

José Martínez Ruiz (Azorín), nació a las tres de la madrugada del domingo 8 de junio de 1873, en calle Cárcel (un caserón hidalguesco de dos pisos y otro con troneras de desvanes, según descripción que hizo Ernesto Giménez Caballero1), en Monóvar (Alicante), localidad de habla valenciana del Alto Vinalopó o valle de Elda. Al neófito le bautizaron con los nombres de José Augusto Trinidad, en la parroquia de San Juan Bautista. Fue el mayor de nueve hermanos, hijo de don Isidro Martínez Soriano, natural de Yecla (Murcia), abogado, alcalde de Monóvar desde 1877 hasta 1881, y de doña María Luisa Ruiz Maestre, natural de Petrel, descendiente de los Ruiz, linaje de hidalgos con privilegios de Corte, era hija de propietarios. La familia tenía una casa de campo en Collado de Salinas (La Cañada era el nombre de la finca de los padres, donde el joven Pepe, así le llama la familia, empezó a observar la naturaleza. (Ver fotografía adjunta, de un cuadro del pintor Luis Vidal Maestre -Monóvar 1909-1970- fundador del grupo «La Parela». Gerardo Diego le escribió el texto a un catálogo de una exposición de Luis en 1976 en Monóvar).

Don Isidro Martínez pertenece a una familia acomodada, católica, tradicional, conservadora «romerista», es decir, partidario del político conservador antequerano Francisco Romero2.

Los antecedentes maternos de Azorín, se hallan en Petrel, investigados concienzudamente por José Payá Bernabé, director de la Casa-Museo, de quien tomo el siguiente párrafo:

«Entre los antepasados de J. Martínez Ruiz por la rama materna figuran, entre otros, Pedro Ruiz Hernández Yagüe, familiar del Santo Oficio, casado en Monóvar con Catalina Escrivana Romero; Fernando Ruiz, Rector de la Iglesia parroquial de Monóvar; Pedro Ruiz Miralles, Licenciado presbítero que recibió, en 1708, el título de Noble Hijodalgo de manos del Rey Felipe V».

Descendiente de este árbol genealógico fue Amancio Ruiz Mira, de Monóvar, que se casó con Josefa Maestre Rico, natural de Petrer. Josefa y Amancio tuvieron dos hijas: Josefa María Roberta, que falleció con un año de edad, y María Luisa, quien, con el tiempo, se convertiría en la madre de Azorín.

El carácter de José Martínez era el de un tipo raro, reservado, según sus vecinos contemporáneos que le conocían, que apenas tenía contacto con la gente, a pesar de conocer muy bien las costumbres y los lugares geográficos de su tierra natal.




ArribaAbajoPrimeros estudios

Las primeras letras o «luces», como nos dejó escrito el propio Azorín, según cuenta en Las confesiones de un pequeño filósofo (1904), las aprendió en la escuela de Monóvar, donde nos confiesa, nunca mejor dicho, que «este maestro que me inculcó las primeras luces era un hombre seco, alto, huesudo, áspero de condición, brusco de palabra, con unos bigotes cerdosos y lacios... porque yo -hijo del alcalde- recibía del maestro todo los días una lección especial».

Con nueve años, en 1881, ingresa como alumno interno al Colegio de los Padres Escolapios de Yecla (Murcia), o la Yécora de Pío Baroja en Camino de perfección, pueblo de naturaleza del padre, para estudiar el bachillerato, que le costará siete años. Salió con dieciséis años de edad para Valencia. Tuvo como profesor al padre Carlos Lasalde (1841-1906). Sobre esta triste época juvenil nos la relatará más tarde en su primera novela La Voluntad (1902). El hispanista estadounidense E. Inman Fox, escribió una amplia introducción a modo de ensayo de la citada novela para la edición de Clásicos Castalia, n.º 3, 1989, en la que argumenta sobre su estancia yeclana: «Los años de Yecla resurgen en la memoria de Azorín como una sombra casi siempre teñida de tristeza. Hablase sentido arrancado del seno familiar y de la radiante naturaleza alicantina». Esta última apreciación de E. Inman Fox no debería ser causa de provocar aflicción, no obstante, para la sensibilidad el joven Pepe, sí es causa de tristeza, a pesar de que las dos localidades, sin pertenecer a la misma provincia, separadas por unos 40 kilómetros, pertenecen a la misma comarca geográfica.

En el mismo comentario crítico de E. Inman Fox (1989, p. 13), argumenta que «sólo Gabriel Miró, otro alicantino, ha dejado impresiones más intensas, de una angustia artísticamente muy elaborada, sobre el impacto opresivo que produce el internado en un colegio de religiosos...» (recordemos que Gabriel Miró era buen amigo de Azorín3 estudió en el colegio Santo Domingo de los jesuitas de Orihuela 1887/92).




ArribaAbajoEtapa valenciana y formación romántica

En octubre de 1888 comienza la carrera de Derecho en la Universidad literaria de Valencia, ciudad de color huertano y sorollesco, su profesor de Derecho Político era Eduardo Soler, krausista. Carrera que se ve truncada, ya que el Derecho Romano se le atranca. Aquí, en Valencia, a través de la recomendación de su tío Miguel, publica sus primeros artículos en La Monarquía de Alicante y otros diarios regionales, y empieza la batalla en busca de un seudónimo, primero «Juan de Lis» y «Fray José», no sólo por lo común de sus apellidos, sino porque quería ocultarse de la autoridad paterna que, seguramente, no vería con buenos ojos que su hijo se distrajera de los estudios con artículos periodísticos.

Ante la evidencia de los suspensos traslada el expediente universitario a Granada (1892). Vuelve José Martínez Ruiz ese mismo año otra vez a estudiar en Valencia, pero ya le ha picado el gusanillo de la letra impresa, que debió provocar en su vanidad, ese vicio que nos sustenta a quienes intentamos seguir en vano el mismo camino. En Valencia descubre un mundo nuevo, y esta libertad, llamémosle libertad valenciana, lejos de la estrecha vigilancia del profesorado seglar de la Orden religiosa de los Escolapios de Yecla y de la vigilancia paterna, le facilitan los movimientos dentro de la ciudad naranja, libertad de elegir libros de viejo, no censurados por la iglesia, lecturas de las corrientes anarquistas del momento, que le convierten en un rebelde de ideas, como no podía ser menos en una incipiente vocación de escritor, crítico y periodista. Empieza a escribir artículos en 1892 en La Educación Católica con el seudónimo de Fray José, en El Defensor de Yecla con el de Juan Lis, y El Eco de Monóvar.

Durante su etapa valenciana universitaria no se aplica en los estudios, pierde el tiempo con la afición al teatro (actores de la época eran Vico, Novelli), acude a las tertulias de café a escuchar música de Wagner (1813-1883), que por aquella época el músico alemán era predilecto de los valencianos. Se siente liberado de la represión a que había sido sometido en sus años de bachillerato en el internado de Yecla. En su libro Valencia (1941), comenta que asiste a conferencias, frecuenta las librerías de viejo, también iba a los toros, aunque luego renegara de esta afición. Salas de juego, cafés como el de España4. Conoce a artistas como Benlliure. Además era un joven aficionado al deporte de la pelota valenciana y a la pintura. Pensamos que los padres no deberían estar muy contentos con la alergia que su hijo le tenía a los libros de texto de Derecho: eterno repetidor de asignaturas. En 1896 traslada el expediente universitario a Salamanca y desde allí a Madrid.

En Valencia habías dos ambientes, dos corrientes estéticas, es decir dos tendencias de ideas, una la de Teodoro Llorente, director de Las Provincias, y otra la de Vicente Blasco Ibáñez, director de El Pueblo. Se incorpora a la redacción de El Mercantil Valenciano, de Francisco Castell; no gustó uno de sus artículos y le echaron de la redacción. Colabora en la revista valenciana Bellas Artes entre 1894-1895. En El Pueblo, de Blasco Ibáñez, entre 1894 a 1896; este autor le dedicó su libro Arroz y tartana (según la nota de José Payá en su artículo «Blasco Ibáñez en Azorín») con la dedicatoria «a mi querido amigo el distinguido crítico don José Martínez Ruiz, como muestra del afecto». Empieza a firmar con los ya repetidísimos pseudónimos, y «Cándido» para el folleto del Ateneo de Valencia, La crítica literaria en España, como búsqueda de un necesario encubrimiento o desdoblamiento de personalidad que le llevó hasta 1903, cuando tras el éxito de la novela Antonio Azorín (1904), aunque el personaje Antonio Azorín aparece por primera vez en La Voluntad. Firma con el definitivo pseudónimo de Azorín en su artículo «Somos iconoclastas», publicado en Alma Española el 28 de enero de 1904, un apellido común de la comarca del Vinalopó. Quizá sea interesante observar el prefijo semejante a azor, azotar, ácido, y el sufijo agudo en esa «i» tónica y aguda, casi con sonidos onomatopéyicos: ring o rin.

En alusión a las lecturas juveniles tomo el párrafo de su biógrafo Santiago Riopérez (1985, p. 36):

«Y, sobre todo, el aluvión de sus lecturas juveniles -cuyas obras podemos ver en el despacho de esta Casa-Museo-, y sus personales traducciones de anarquistas eminentes. Repasemos estos nombres: Hamon, Kropotkine, Bakunin, Faure, Nietzsche, Shopenhauer, Leopardi, Baudelaire. Califica a Larra, e iluminado por su tragedia, de maestro de la presente juventud».



La influencia de los artículos periodísticos de Mariano de Larra son harto evidentes, no ya por el encargo de selección de Azorín de Artículos de costumbres, Madrid, Espasa-Calpe, 1942 (col. Austral), sino por el estilo agresivo y directo del suicida madrileño. Un 13 de febrero de 1901 -nos lo cuenta José Ferrándiz Lozano en «Periodismo y literatura: el roce hace el cariño»-, que unos enigmáticos visitantes pronunciarán un discurso ante su tumba: Pío Baroja redactó una crónica que se imprimió en hoja suelta; José Martínez Ruiz -todavía no firmaba con su pseudónimo Azorín- incluyó la escena en su novela La Voluntad (1902). «Los tres hallaron su medio de vida en el periodismo».




ArribaAbajoFederalista

Lee infatigablemente lecturas de ideólogos anarquistas como a Dorado Montero5, con quien mantiene una correspondencia epistolar; lee también estudios sociales y jurídicos de Lombroso, y lecturas francesas de Baudelaire con Las flores del mal (1857), lecturas que le conducen a su concepto de anarquismo de ideas basado en Dubois; amante de la justicia y de la libertad, le llevan a escribir Notas sociales y Anarquistas literarios (1895) que firma con su nombre y guiños hacia el federalismo, no en vano era hijo espiritual de la I República Federal, con el mandado del apático y falto de carácter primer presidente Estanislao Figueras Morante, por 244 votos, que a los cinco meses de presidencia abandonó el gobierno y marchó a Francia de incógnito. Le sucedió en la presidencia un seguidor de las ideas federalistas: el catalán Pi y Margall6, pontífice máximo del federalismo español provocando con su actitud el movimiento cantonalista, periodo entre el reinado de Amadeo y la restauración de Cánovas. Años después Azorín, escribe en Crónica de 26 de enero de 1897, «El País»: considera a Pi y Margall «padre del anarquismo español, adversario del Estado y de la Autoridad».

El federalismo es, ideológicamente, sucesor de los principios románticos de libertad, nacionalismo, ideas sociopolíticas que se venían arrastrando del llamado «Siglo de las Luces» y la revolución Francesa y el romanticismo histórico en El Contrato Social (1762) de Rousseau. (Ver los trabajos de Giovanni Restrepo sobre este tema). La tesis romántica de las nacionalidades se debe a la creencia de la libertad del individuo basada en su voluntad y, además, en que la justicia y la verdad no eran categorías permanentes. (Voluntad del Individuo como sugerencia al título de su famosa novela La Voluntad).

La tesis que Carlos Seco Serrano, de la Real Academia de la Historia, nos lo confirma cuando escribe: «Desconcertante Azorín el de sus vinculaciones políticas: que parte del afectado gesto anarquista; que se identifica más tarde con Pi y Margall y con Cautelar, y luego se vincula al maurismo...», en su artículo «Mi amistad con Azorín» (Anales Azorinianos, n.º 5, Monóvar, 1993, pp. 269-270).

Envía una carta el 21 de septiembre de 1897 al Presidente del Comité local del Partido Republicano Federal de Monóvar, José Pérez Bernabeu, que era médico7, de adhesión al federalismo. Ese año, 1897, Martínez Ruiz se convierte públicamente en un infatigable luchador en pro del anarquismo de ideas, portavoz de la intelectualidad ácrata. Sus primeros trescientos artículos periodísticos combativos, Obras Completas (Madrid, 1947), a los que consideró, en su vejez, artículos agraces o inmaduros, de propaganda anarquista: «Desde ellos, se alcanzó una voz limpia y fuerte, hondamente preocupada por los problemas nacionales, denunciadoras de injusticia, atropellos y corruptelas...» según el ya referido artículo de Riopérez. Ideas quijotescas que se transformaron a través de los siglos en románticas ideas, ideales imposibles y utópicos, que después pasaron a un joven progresista que tomó la pluma como arma beligerante.

Se hace necesario recordar que cerca de Monóvar sucedió, años atrás, lo que se llamó «Guerra del Petróleo», promovida por la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT) del 9 al 13 de julio de 1873, con el asalto y quema de la casa consistorial de Alcoy y la muerte de su alcalde Agustín Albors Blanes; el balance de víctimas fue de 15 muertos y 17 heridos. Ver El cantonalismo en la ciudad y reino de Valencia (Vicente Gascón Pelegrí, Imp. Mari Montañana, Valencia, 1974).




ArribaConclusiones

La conclusión a la que llego sobre esta primera etapa adolescente de Azorín hasta el 25 de noviembre de 1896 es que viajará a Madrid instalándose en calle Barquillo: «Entré a trabajar en un diario [...] mi vida era austera y mi comer frugal», escribe en Posdata (1959); es impensable que un joven que deseara aspirar a empresas mayores, no se confiara a los brazos amables del conservadurismo cómodo, ajeno a la política del momento social y lucha de clases, ciego a la injusticia y a la vida propia de los sibaritas bajo la propina de los padres, y a la espera de que alguien haga algo por ti; sin embargo en José Martínez la lecturas anarquistas le conducen a un ataque feroz contra las instituciones (Estado, Ejército, Iglesia) que él considera que coartan la libertad individual de las personas. Por ello, y como un quijote, Azorín salió «por la puerta falsa de un corral», lleno de ideales hacia Madrid.

¿Fue la guerra de Cuba (1895-98), causa de su no beligerancia y anarquismo? El saneado patrimonio familiar impide su reclutamiento en el servicio militar obligatorio: tenía la edad para del alistamiento forzoso, se convierte en un soldado de cuota; posiblemente su padre debió pagar las casi 2.000 pesetas de librarse de la leva, de lo contrario le hubiéramos visto en la guerra de Cuba, vestido con el traje blanco a rayas y el sombrero de ala ancha; pero, seguramente, hoy, no estaríamos analizando a un escritor innovador y revolucionario, al último romántico del lenguaje.

Alicante, mayo 2005



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