Escena primera
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Aposento en casa del músico.
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MILLER,
se levanta de una silla, y deja a un lado el violoncello.
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Su MUJER, de trapillo, se sienta a la mesa a tomar café.
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MILLER.-
(Paseando por la sala a largos pasos). Digo
una vez por todas, que esto se pone serio. Empiezan a murmurar
de mi hija y del barón, y con esto será infamada
mi casa... llegará a oídos del Presidente lo
que ocurre y... en fin, que le prohíbo la entrada
al muchacho. |
SU MUJER.-
Pero como tú no le has
traído acá, ni fuiste a ponerle delante a la
niña! |
MILLER.-
Verdad que no, pero vamos a ver,
¿quién lo tendrá en cuenta? Yo mando en mi
casa y me tocaba vigilar a mi hija y tratar al Mayor con
más formalidad. Lo que debía hacer era contárselo
todo a Su Excelencia, su señor padre. A buen seguro
que el baroncillo hubiera librado con una buena fraterna,
mientras ahora recaerá todo sobre las espaldas del
músico. |
SU MUJER.-
(Sorbiéndose el café.)
Ca; todo eso es puro pasatiempo y charla. ¿Qué puede
ocurrir? ¿Qué cargos pueden hacerte, vamos a ver?
Ejerces simplemente tu profesión, y tomas tus discípulos
donde ocurre. |
MILLER.-
Pero dime... oye... ¿qué
puede resultar de esas relaciones? Él no ha de casarse
con la niña... ni siquiera se trata de eso... y lo
que es tomarla por... ¡Dios nos libre de ello! Pues esto
es lo que pasa ¿estás? Cuando uno ha corrido mundo,
y ha hecho mil diabluras, comprendo que le sea grato ir a
beber en una corriente pura y tranquila. Fíjate en
ello, créeme; por mucho que abras los ojos y espíes
el menor latido de su corazón, ha de seducirla en
tus barbas, darle el gran chasco y tocar después las
de Villadiego. Y ya me tienes a la niña deshonrada
por toda la vida, abandonada, o amancebada con él,
si tanto le place. (Golpeándose la frente.) ¡Jesucristo!
|
SU MUJER.-
Dios nos libre de ello. |
MILLER.-
Tratemos
de librarnos de ello nosotros mismos. ¿Qué otra intención
puede llevar ese caballerete? La muchacha es linda... esbelta...
breve el pie... Cuanto a sus cualidades morales, eso poco
importa. No es seguramente lo que se codicia de vosotras
las mujeres, cuando Dios cuidó de regalaros un buen
palmito antes que todo... Si llega a descubrir ese capítulo,
ya le tienes tan campante como a mi Rodney cuando huele un
francés. Con velas desplegadas se lanzara a... Y en
esto no lo censuro; el hombre es hombre, ¡qué diablo!...
algo se me alcanza de estas cosas. |
SU MUJER.-
¡Si leyeras
qué cucos billetitos escribe a la niña! ¡Buen
Dios! Allí se ve claro como el día, que sólo
cura de su alma. |
MILLER.-
¡Pues!... este es el modo.
Por la peana se adora al santo. Por un beso de una linda
boca, se empieza hablando mucho del corazón. ¿Cómo
lo hacía yo? En cuanto se logra poner de acuerdo las
almas, siguen como obedientes servidores los sentidos, sin
que al fin de cuentas, haya hecho de tercero más que
un rayo de luna. |
SU MUJER.-
Pero mira qué hermosos
libros nos ha mandado el Mayor. Tu hija reza siempre con
ellos. |
MILLER.-
(Silbando.) Sí; ¡para rezar!
Veo que lo entiendes. Los simples bocados le parecen groseros
al delicado estómago de Su Excelencia, y cuida antes
de sazonarlos con arte en la infernal cocina de las buenas
palabras... ¡Al fuego esos papelotes! Quién sabe que
extraordinarias necedades aprende en ellos nuestra hija,
que le van enardeciendo la sangre como cantáridas,
y acabarán por hacerle perder la poca religión
que su padre le dio con mucho trabajo. ¡Al fuego, repito!
Va metiéndose en la cabeza todo un arsenal de diabluras,
y a fuerza de soñar con tunantes, olvidará
la casa, se avergonzará de tener por padre al músico
Miller, y al fin puede que se niegue a dar la mano a un honrado
y gallardo yerno que haya seguido con celo mis enseñanzas...
No, no, ¡mal rayo me parta! (Levantándose con viveza.)
Es fuerza empezar desde luego... Cuanto al Mayor... sí...
ya verás cómo le planto de patitas en la calle.
(Hace que se va.) |
SU MUJER.-
Miller, sé cortés.
Mira que sus regalos valen buen dinero... |
MILLER.-
(Volviendo
y colocándose delante de ella.) El precio de la deshonra
de mi hija. Vete al diablo, alcahueta. Antes iría
a mendigar con mi violón a cuestas, dando conciertos
por un bocado de pan, o rompería el contrabajo y le
rellenara de paja, que dejarme tentar por el dinero que había
de arrebatarme mi hija y su ventura. Suprime el café
y el tabaco, y el diablo me lleve si tienes ninguna necesidad
de traficar con la cara de tu hija. Lo que es yo, siempre
he comido y vestido como corresponde, antes que a ese malvado
galán le diera por venir acá. |
SU MUJER.-
Mira
no le des con la puerta en los hocicos, que va a armarse
la gorda. Lo que digo es que no conviene echar así
de buenas a primeras a ese caballero, porque es hijo del
Presidente. |
MILLER.-
Ahí está el quid. Precisamente por esto y sólo por esto, hemos de acabar
hoy mismo. Si es honrado, el mismo Presidente ha de agradecérmelo.
A ver, cepíllame el redingote de terciopelo rojo,
que voy cuanto antes a ver a Su Excelencia, y a decirle:
Su señor hijo de Vuecencia puso los ojos en mi hija.
Mi hija es de oscura condición y no puede casarse
con el hijo de Vuecencia, pero vale demasiado también,
para ser la manceba del hijo de Vuecencia, y... basta. Me
llamo Miller. |
Escena II
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El secretario WURM.-Dichos.
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LA MUJER.-
Buenos días, señor secretario;
dichosos los ojos... que le ven a V. |
WURM.-
Y a V.
la miran, señora. Amigo, cuando se reciben las bondades
de un hidalgo, poco se repara en un plebeyo como yo. |
LA
MUJER.-
¡Qué está V. diciendo, señor
secretario! Verdad que el caballero de Walter nos favorece
de cuando en cuando con su visita, pero Dios me libre por
eso, de despreciar a nadie. |
MILLER.-
(Contrariado.)
Arrímale una silla, mujer... ¿Quiere V. dejar el sombrero?
|
WURM.-
(Deja el sombrero y el bastón y se sienta.)
¿Y cómo está mi futura... o mejor mi pasada?...
No creo que por eso... ¿No está visible la señorita
Luisa? |
LA MUJER.-
Mil gracias por su atención,
señor secretario. Crea V. que mi hija no es orgullosa.
|
MILLER.-
(De mal humor dándole un codazo.) ¡Mujer!
|
LA MUJER.-
Siento que no pueda ver a V., señor secretario;
lo tendría a mucha honra. Ahora está en misa.
|
WURM.-
Esto me gusta, esto me gusta; tendré
con el tiempo mujer piadosa y buena cristiana. |
LA MUJER.-
(Con
risa estúpida.) Sí... pero, señor secretario... |
MILLER.-
(Con visible enfado, la tira de la oreja.)
¡Mujer! |
LA MUJER.-
Por lo demás... esta casa
es muy de usted y tendremos mucho gusto, señor secretario...
|
WURM.-
(Mirando con recelo.) ¿Muy de V.?... Gracias...
mil gracias... Hum... hum... |
LA MUJER.-
Pero como V.
mismo comprenderá... |
MILLER.-
(Enojado le da
un golpe por detrás.) ¡Mujer! |
LA MUJER.-
Bueno
es lo bueno, y lo mejor, mejor; no es cosa, sin embargo,
de poner obstáculos a la dicha de nuestra única
hija. (Con grosera altivez.) Usted comprende, señor
secretario. |
WURM.-
(Moviéndose en su asiento,
se rasca la oreja y tira de los puños de la camisa.)
Comprendo... digo, no... ¡Oh, sí!... ¿Qué decía
V.? |
LA MUJER.-
Pues... que... creía... ¿está
V.?... pienso... (Tose.) Pues que a Dios le place que mi
hija sea toda una señora... |
WURM.-
(Levantándose.)
¿Qué dice V.?... ¿Qué? |
MILLER.-
Siéntese,
siéntese, señor secretario. Mi mujer es una
boba. ¿Por dónde había de llegar a ser señora?
¡Qué necia charla! |
LA MUJER.-
Regaña
cuanto gustes, pero yo me sé lo que me sé,
y lo que dijo el Mayor, dicho está. |
MILLER.-
(Fuera
de sí, cogiendo el violón.) ¿Quieres callarte?
¿Quieres ver cómo te rompo la crisma con el violón?
¿Qué sabes tú, ni qué puede haber dicho
él? No haga V. caso de su charla, señor yerno.
¡Anda!... ¡a la cocina! De seguro que me tendría usted
por un animal, si alimentase semejantes propósitos
por lo que dice a mi hija, y no será, señor
secretario. |
WURM.-
Ni yo merezco tal de V., señor
maestro. Siempre se ha portado V. conmigo como hombre de
palabra, y mis pretensiones a la mano de Luisa me parecían
ya tan aceptadas, como si tuviera en mi poder una escritura
con la firma de V. Cuento con mi empleo, bastante a mantener
a un prójimo, y además con la benevolencia
del Presidente; fuera de que si quiero encaramarme a mayor
altura, no han de faltar las recomendaciones. V. ve que mis
intenciones con respecto a la señorita Luisa son buenas,
y si V. se deja embaucar por ese atolondrado caballero...
|
LA MUJER.-
Ruego a V. que hable con más respeto,
señor secretario Wurm. |
MILLER.-
Cállate,
te digo. Está bien, señor mío; todo
sigue como antes. Renuevo ahora la contestación que
le di el otoño pasado. Yo no forzaré la voluntad
de mi hija; ¿le conviene V.?... Perfectamente; ella puede
ver si será feliz con V... ¿Dice que nones?... mejor
que mejor... hágase la voluntad de Dios... quiero
decir... que V. carga con las calabazas, y se bebe una botellita
con el padre. Al fin y al cabo, es ella quien se casa con
V. y no yo... ¿Por qué he de casarla, quieras que
no quieras, con un hombre que no le guste? Porque luego el
demonio venga a atormentarme en mi vejez, y a cada trago
o a cada cucharada de sopa que me engulla, me esté
gritando: Tú, tú fuiste el pícaro que
labró la desgracia de tu hija! |
|
LA MUJER.-
Pues
bien; clarito, yo no daré mi consentimiento. La chica
ha nacido para algo superior, y si el padre se deja engaitar,
yo acudiré a la justicia. |
MILLER.-
Quieres que
te rompa los huesos, charlatana? |
WURM.-
(A MILLER.)
Mucho puede el consejo de un padre. V. ya me conoce, señor
Miller... digo, me parece. |
MILLER.-
Pero ¡con cien
mil diablos! ¡Si es mi hija quien debe conocer a V.! A mí,
viejo regañón, pueden complacerme muchas cosas
que no sean precisamente del delicado gusto de una muchacha.
Yo puedo decir a V., sin errar en un ápice, por ejemplo,
si V. es apto para tocar en una orquesta; pero una niña
casadera es más avisada que un maestro de capilla,
y... en fin, si he de hablar con toda franqueza, señor
mío, yo soy todo un alemán... V. no tendrá
que quejarse de mis consejos... yo no aconsejaré a
la chica que... pero tampoco la disuadiré de tal propósito,
señor secretario... Déjeme V. que lo diga todo.
Francamente, no me merece una gran opinión... permítame
V..., el amante que necesita del auxilio del padre. Si algo
vale, se avergonzará de emplear ese viejo expediente
con su amada, y si no tiene valor para obrar de otro modo,
es un gallina y no se ha hecho Luisa para él. Ahora,
cortejar a la chica a espaldas de los padres, hacer de modo
que ella desee mandar al padre y a la madre, al diablo antes
que renunciar a V., o que venga a pedirles de rodillas, por
todos los santos del cielo, que la dejen morir de tristeza
o que le den por esposo al elegido de su alma, a esto yo
llamo ser todo un hombre, a esto se llama amar. Quien no
sepa abrirse paso de ese modo con las mujeres, ya puede montar
a caballo en una pluma de ganso. |
WURM.-
(Coge el sombrero
y el bastón y se va.) Muchas gracias... señor
Miller. |
MILLER.-
(Siguiéndole lentamente.) ¿De
qué?... No hay de qué, señor secretario.
(Volviendo.) Pues señor; se larga sin oírme.
Cuando tengo delante a ese zorro, me dan náuseas como
si estuviera envenenado. ¡Qué raro y repugnante animal!
¡Si parece que se introdujo en ese pícaro mundo de
contrabando con sus maliciosos ojuelos de ratón, el
pelo rojo, la barba saliente, como si la naturaleza, irritada
de su mala obra, le hubiese asido por allí, para echarlo
a un rincón... ¡Por vida! Antes que dar mi hija a
un patán como ese, preferiría... ¡Dios me perdone!...
|
LA MUJER.
(Colérica.) ¡Perro!... Para ti se
peina... |
MILLER.-
Y tú por otra parte, con tu
apestoso caballero... me has sacado de mis casillas, porque
nunca estás tan necia, como cuando debieras parecer
más racional. ¿A qué viene toda esa charla
sobre si tu hija ha de llegar a gran señora? Cabalmente
es el hombre, a quien hay que contarle las cosas si quieres
que mañana se repitan en la fuente del mercado, porque
es de aquellos que van de aquí para allá hablando
de la cocina y de la bodega, y si uno suelta delante de ellos
una sola palabra... ¡mil bombas!... ya puede estar seguro
que se ha echado encima el príncipe, y la querida,
y el presidente y un terremoto. |
Escena III
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LUISA con un
libro en la mano.-Dichos.
|
LUISA.-
(Deja el libro,
se dirige hacia MILLER y le estrecha la mano.) Buenos días,
padre mío. |
MILLER.-
(Con calor.) ¡Bravo, Luisa
mía!... Me alegro de que diviertas tu pensamiento
hacia Dios. Sigue siempre así, y Él te sostendrá.
|
LUISA.-
¡Oh! soy una gran pecadora... padre mío.
¿Está él aquí, madre? |
LA MUJER.-
¿Quién,
hija mía? |
LUISA.-
¡Ah!... Olvidaba que existen
otros hombres fuera de él... Traigo la cabeza trastornada...
¿No ha venido Walter? |
MILLER.-
(Con tristeza y gravemente.)
Pensé que hubieras dejado este nombre en la iglesia.
|
LUISA.-
(Después de haberle mirado un momento
de hito en hito.) Te comprendo, padre mío. Siento
la puñalada que infieres a mi alma; es tarde. ¡Padre!...
ya no tengo religión... el cielo y Fernando desgarran
mi alma, y temo... temo... (Pausa.) ¡Ah! no, padre mío.
¿Verdad que no hay mayor elogio para el artista que el olvidarle
por sus cuadros? Si aparto los ojos de Dios, henchida de
júbilo, por contemplar su obra maestra, ¿no es verdad
que debe alegrarse de ello? |
MILLER.-
(Echándose
en una silla, descorazonado.) Vaya, ¡ya pareció el
fruto de tus impías lecturas! |
LUISA.-
(Se adelanta
con inquietud hacia la ventana.) ¿Dónde estará
ahora? Las señoritas le ven... le oyen... yo soy una
pobre muchacha olvidada. (Asustada de sus propias palabras,
se echa en los brazos de su padre.) ¡Perdona! No deploro
mi suerte; quiero tan sólo pensar un poco en él;
esto no cuesta nada. Si pudiera hacer de mi pobre hálito
de vida, soplo cariñoso y suave con que refrescar
su aliento! ¡Ah, padre mío! Si la flor de mi juventud...
como violeta, muriera humildemente a sus pies, hollada por
él. Porque el insecto se alegre en un rayo de sol,
¿puede acaso castigarle el orgulloso astro del día?
|
MILLER.-
(Conmovido, se apoya en el sillón y
oculta el rostro.) Oye, Luisa; la poca vida que me resta
daría yo por que no hubieses visto nunca al Mayor.
|
LUISA.-
(Asustada.) ¿Qué dices?... ¡Cómo?
No; te engañas, sin duda, padre mío. Tú
ignoras que Fernando es mío, mío, presente
de Dios para hacer mi ventura. (Después de un instante
de reflexión.) La primera vez que le vi... (con más
viveza) la sangre se agolpó a mis mejillas, el corazón
me latía de júbilo, y cada latido me murmuraba:
es él. Mi alma reconoció al que echaba de menos
toda la vida, y dijo también: es él... Y esta
palabra resonó alborozada en la creación entera.
Entonces... ¡oh, entonces! apuntó la aurora en mi
alma, y brotaron en mi corazón mil alegres pensamientos,
como brotan las flores en primavera. Para mí el mundo
ya no existía, y sin embargo, nunca me había
parecido tan bello; no me acordaba de Dios, y sin embargo,
nunca le había amado tanto. |
MILLER.-
(Corre
a ella y la estrecha contra su corazón.) ¡Luisa! ¡Hija
mía! Toma mi cabeza, si quieres... tómalo todo,
todo... pero lo que es el Mayor... Dios es testigo que no
puedo hacer que sea tuyo. (Se va.) |
LUISA.-
Ni lo quiero
ahora, padre. La pobre gota de rocío, que llaman tiempo,
se evapora deliciosa soñando con Fernando. Renuncio
a él por toda la vida... luego, madre mía,
luego, cuando caigan las barreras que nos separan, y soltemos
la triste librea de las categorías. Los hombres no
son más que hombres. Yo sólo guardaré
conmigo mi inocencia. ¿Pues no me dijo mil veces mi padre,
que la pompa y los títulos nada valdrán en
la presencia de Dios, y que sólo apreciará
los corazones? Entonces seré yo rica, mis lágrimas
otros tantos tesoros, y mis buenos pensamientos me valdrán
lo que un alta alcurnia. Entonces, madre mía, seré
una persona de distinción... ¿A quién sino
a mí preferirá entonces? |
LA MUJER.-
(Soltando
un grito.) ¡Luisa!... ¡el Mayor!... Ya está aquí.
¿Dónde me escondo? |
LUISA.-
(Empieza a temblar.)
Aguarda, mamá. |
LA MUJER.-
¡Dios mío!...
¡Si estoy hecha una bruja! Me da pena. No me atrevo a presentarme
así delante de ese caballero. |
Escena IV
|
|
FERNANDO
DE WALTER.- LUISA.
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|
| ( FERNANDO corriendo hacia ella que se
echa en una silla, pálida y descolorida. Él,
de pie delante de ella. Se miran largo tiempo en silencio.) |
FERNANDO.-
Estás pálida, Luisa. |
LUISA.-
(Echándose
en sus brazos.) No es nada, no es nada... En teniéndote
aquí, se me pasa. |
FERNANDO.-
(Le coge la mano
y la besa.) ¿Me amas todavía? Mi corazón es
el mismo que ayer, y ¿el tuyo? He venido volando por ver
si estabas más tranquila, más alegre, y alegrarme
también yo contigo... y no lo estás. |
LUISA.-
Sí,
sí, dueño mío. |
FERNANDO.-
Dilo
con franqueza; no lo estás. Leo a través de
tu alma, como a través de las transparentes aguas
de ese diamante. (El anillo.) Ni puede deslizarse por él
una sombra sin que la vea, ni un solo pensamiento por tu
frente sin que lo note. ¿Qué tienes? Habla. A mí
me basta ver claro ese espejo, para que el mundo entero me
parezca sin nubes. ¿Qué pesar te aflige? |
LUISA.-
(Le
mira un instante en silencio, y luego le dice con melancolía.)
¡Fernando! ¡Fernando! ¡Si supieras qué efecto causan
tales palabras en el corazón de una pobre menestrala!
|
FERNANDO.-
¿Qué quieres decirme? (Con sorpresa.)
Oye, ¿cómo se te ocurre esta idea? Tú eres
mi Luisa, ¿quién te dijo que debías ser otra
cosa? Ves ¡qué mala eres! ¡qué fría!
Si me amaras de veras no podrías establecer comparaciones.
Junto a ti, toda mi inteligencia se abisma en tu mirada,
y lejos de ti, en un sueño. Y tú, tú
en cambio, guardas aún cierta prudencia en el amor...
¡Ah! debieras avergonzarte de ello. Los instantes que empleaste
en esa pena, me los robas a mí. |
LUISA.-
(Le
coge la mano y mueve la cabeza.) Quieres adormecerme, Fernando,
y alejar mi mirada de ese abismo, donde caeré sin
duda. Yo no pierdo de vista... ni la fama... ni tus proyectos...
ni tu padre... ni mi nulidad. (Suelta la mano como asustada.)
Fernando, van a herir nuestros corazones; nos separan. |
FERNANDO.-
Nos
separan. (Levantándose.) ¿Qué sugiere este
presentimiento, Luisa? ¡Nos separan!... ¿Quién puede
romper el lazo de dos corazones o separar los tonos de un
mismo acorde!... ¡Que soy noble! ¿Por ventura mis títulos
de nobleza son más antiguos que la ley impuesta al
universo, y mi escudo, más poderoso que el decreto
del cielo, escrito en la mirada de mi Luisa: esta mujer pertenece
a este hombre? ¡Que soy hijo del Presidente! Sea. Sólo
el amor puede endulzar las maldiciones que la conducta de
mi padre atrae sobre mí. |
LUISA.-
¡Si supieras
cuánto le temo a tu padre! |
FERNANDO.-
Pues yo
no temo nada sino la falta de tu amor. Ya pueden amontonarse
obstáculos entre ambos; me servirán de peldaños
para volar a los brazos de mi Luisa. El rigor de la contraria
suerte sólo será parte a inflamar mi afecto,
y los peligros te harán a mis ojos más hechicera.
No temas, pues, amor mío. Yo mismo velar por ti, como
el dragón encantado los subterráneos tesoros.
Fía en mí; no necesitas otro ángel custodio.
Yo te escudaré contra el destino, recibiré
por ti los golpes, recogeré por ti cada gota de júbilo
en el vaso del amor, para deponerlo en tus manos. (La abraza
tiernamente.) Apoyada en mi brazo, Luisa cruzará alborozada
la senda de la vida. Has de volver al cielo más bella
de cuando lo dejaste, y confesará admirado que sólo
el amor da la última mano a las almas. |
LUISA.-
(Alejándose
de él, vivamente agitada.) Basta; te lo ruego, calla.
¡Si supieras!... Déjame. No sabes que tus esperanzas
se convierten en ponzoña en mi corazón. (Hace
que se va.) |
FERNANDO.-
(Deteniéndola.) ¡Luisa!...
¡Cómo!... Qué... ¡Qué mudanza!... |
LUISA.-
Olvidé
este sueño y era feliz, y desde ahora, desde este
día, he perdido todo reposo. ¡Oh impetuosos deseos!...
Ya sé que van a agitar mi alma. Véte, ¡Dios
te perdone! Arrojaste la tea inflamada en mi joven corazón,
en mi corazón tranquilo, y no ha de apagarse jamás.
(Vase corriendo; él la sigue en silencio.) |
Escena
V
|
|
Salón en casa del PRESIDENTE.
|
|
El PRESIDENTE, lleva
colgada al cuello una condecoración y una estrella
al pecho. El secretario WURM; salen juntos.
|
EL PRESIDENTE.-
¡Mi
hijo enamorado seriamente! Amigo Wurm, no me persuadirá
V. a creerlo. |
WURM.-
Si Vuecencia tiene la bondad de
pedirme la prueba... |
EL PRESIDENTE.-
No digo que no
sea posible, y me parece perdonable que corteje a alguna
mocosuela de la burguesía, y se entretenga en requebrarla,
y hasta en hablarla de amor y de... pero ¿dice V. que es
hija de un músico? |
WURM.-
La hija del maestro
de música, Miller. |
EL PRESIDENTE.-
Linda, por
supuesto. |
WURM.-
(Vivamente.) El mejor dechado de rubias
que pudiera figurar sin exageración, al lado de las
primeras bellezas de la corte. |
EL PRESIDENTE.-
(Sonriendo.)
Y dice V. que pretende a esa niña. Lo comprendo. Ve
V.; si así gusta de las mujeres me da a esperar que
las damas no han de aborrecerle; con esto hará carrera
en la corte. Que la niña es guapa..., me alegro; esto
prueba que es hombre de gusto. Que la engaña con formales
promesas... mejor que mejor; esto prueba que es bastante
listo para saber mentir cuando conviene, y entonces no me
cabe duda que llegará a presidente. Que alcanza su
objeto... mejor que mejor todavía; esto prueba que
es hombre de suerte. Y si por fin de fiesta me regala un
rollizo nietezuelo, digo que mi ventura será completa.
Beberé entonces una botella de Málaga en celebridad
de este pronóstico de la propagación de mi
raza, y pagaré la multa impuesta por la deshonra de
la niña. |
WURM.-
Deseo que no llegue el caso
de que Vuecencia deba beberse esa botella para distraer el
mal humor. |
EL PRESIDENTE.-
(Muy serio.) Recuerde V.,
Wurm, que cuando una vez me da por creer una cosa, la creo
con obstinación, y si llego a amostazarme, me pongo
furioso. V. se empeña en que me enfade, y yo en tomarlo
a chanza. Comprendo que ansíe V. deshacerse de un
rival; que no le sea fácil arrebatar la niña
a mi hijo; que quiera convertir en una infamia esa entretenida
historia; todo esto está muy bien; pero cuidado con
mofarse de mí, querido Wurm. V. sabe que no llevará
la calaverada hasta el extremo de faltar a mis principios.
|
WURM.-
Perdóneme Vuecencia. Si realmente intervinieran
por algo los celos, como supone, Vuecencia hubiera podido
verlo, pero yo no lo hubiera dicho. |
EL PRESIDENTE.-
Por
mi parte, opino que es menester echarlos en olvido. ¡Imbécil!
¿Qué le importa a V. recibir un escudo directamente
o de manos del banquero? Consuélese V. con nuestra
nobleza. Sépase o no, cuando se hace una boda entre
nosotros, raro es el caso en que media docena de convidados...
o de lacayos... no estén enterados de lo que se lleva
el marido. |
WURM.-
(Inclinándose.) En esto, de
buena gana seguiré siendo plebeyo. |
EL PRESIDENTE.-
Por
lo demás, pronto podrá V. tomar lindamente
el desquite de esta chanza. Precisamente hoy se decidió
en consejo, que a la llegada de la nueva duquesa, se fingiría
que se iba a despedir a lady Milford, y para que las apariencias
sean completas, contratará un enlace. V. sabe, Wurm,
que todo mi poderío descansa en la influencia de Milady,
y que las pasiones del Príncipe son mi más
poderoso recurso. El Duque busca un partido para la Milford;
puede presentarse otro, negociar este asunto, apoderarse
de la confianza del Príncipe y hacerse el indispensable...
Para que el Príncipe siga atado a nuestra familia,
es necesario que Fernando se case con la Milford. ¿Lo quiere
V. más claro? |
WURM.-
nbsp;Salta a la vista. Me convenzo
de que el padre no es más que un aprendiz, al lado
del Presidente. Si el Mayor corresponde como hijo sumiso
a la ternura de Vuecencia, no faltará quien proteste.
|
EL PRESIDENTE.-
Por dicha, nunca sentí la menor
inquietud en la ejecución de un proyecto, desde el
momento en que me he dicho a mí mismo: esto ha de
ser. Pero esto me lleva, amigo Wurm, al punto de partida.
Hoy mismo anunciaré a mi hijo su matrimonio, y la
cara que ponga entonces, justificará o desvanecerá
las sospechas de V. |
WURM.-
Vuelvo a pedir perdón
a Vuecencia. El descontento que muestre, así puede
provenir de que no guste de la mujer que se le ofrece, como
de que sienta perder a la otra. Ruego a Vuesencia que acuda
a una prueba más decisiva. Elíjasele el mejor
partido de la comarca, y si dice que sí, me dejo cortar
la cabeza. |
EL PRESIDENTE.-
(Mordiéndose los
labios). ¡Diablo! |
WURM.-
No hay más... La madre,
que es la necedad en persona, harto me ha dicho sobre esto,
simplecilla como es. |
EL PRESIDENTE.-
(Se pasea por
el salón, y reprime su enojo.) Bien; esta mañana...
|
WURM.-
Sólo ruego a Vuecencia que no olvide
que ese caballero es hijo de mi señor. |
EL PRESIDENTE.-
Descuida,
Wurm. |
WURM.-
Y que conforme he libertado a Vuecencia
de una nuera mal parecida... |
EL PRESIDENTE.-
Merece
V. que le procure una esposa. Acordado, Wurm. |
WURM.-
(Se
inclina satisfecho.) Mi gratitud será eterna, señor.
(Hace que se va.) |
EL PRESIDENTE.-
(Amenazándole.)
Cuidado con repetir lo que he confiado a V. hace poco. |
WURM.-
(Sonriendo.)
Entonces puede Vuecencia mostrar mis falsificaciones. (Se
va.) |
EL PRESIDENTE.-
Verdad; te tengo cogido por tus
propias bribonadas, como al abejorro con un hilo. (Sale un
criado.) El Mariscal de Kalb. |
EL PRESIDENTE.-
A
buen tiempo llega: bien venido. (El criado se va.) |
Escena
VI
|
|
El PRESIDENTE.-El MARISCAL de KALB1, con traje de
corte, suntuoso, pero sin buen gusto, con la llave de chambelán,
dos relojes, y espada; sombrero bajo, peluca rizada. Se adelanta
con mucha bulla hacia El PRESIDENTE, y esparce un fuerte
olor a ámbar.
|
EL MARISCAL.-
(Abrazándole.
.) Muy buenos días, amigo mío. ¿Qué tal
ha descansado V.?... ¿Cómo se ha dormido? V. me perdona,
verdad, si hasta ahora no he tenido el placer... negocios
urgentes, el preparar la comida, las tarjetas, los trineos
para la gira de hoy... ¡Ah! y además ha sido menester
que fuera a anunciar a Su Alteza serenísima el tiempo
que hacía. |
EL PRESIDENTE.-
Realmente, no podía
V. excusarse de ello. |
EL MARISCAL.-
Luego, ese bribón
de sastre que me ha detenido. |
EL PRESIDENTE.-
Y sin
embargo, siempre exacto y pronto. |
EL MARISCAL.-
Y no
fue esto todo. Las desgracias siempre vienen en tropel. Oiga
V. |
EL PRESIDENTE.-
(Distraído.) ¿Es posible?
|
EL MARISCAL.-
Oiga V. Apenas me había apeado
del coche, cuando los caballos se asustaron, empezaron a
encabritarse y a piafar, y quedé salpicado de barro.
Ya ve V. ¿qué podía hacer? Póngase V.
en mi lugar, barón. Allí me tenía V.
plantado... tan tarde... Volver a casa, era emprender un
viaje... comparecer ante Su Alteza perjeñado de aquel
modo... ¡Dios de bondad!... En esto ¿qué hago? finjo
desmayarme, me llevan en brazos al coche, vuelo a casa, mudo
de ropa, vuelvo... ¿qué tal?... y aún llego
el primero a la antesala... ¿qué le parece a V.?
|
EL PRESIDENTE.-
¡Donosa salida del ingenio humano!...
Pero dejemos esto, amigo Kalb. ¿Ha hablado V. al Duque?
|
EL MARISCAL.-
(Dándose importancia.) Unos veinte
minutos y medio. |
EL PRESIDENTE.-
Confieso que... ¿Y
sabe V. algo importante? |
EL MARISCAL.-
(Con seriedad,
después de una pausa.) Su Alteza vestía hoy
su traje de castor verde y pajizo. |
EL PRESIDENTE.-
¡Vaya!...
Pues bien, Mariscal; mejor es la noticia que debo comunicar
a V. Lady Milford casa con el mayor de Walter. Me parece
que le vendrá a V. de nuevo. |
EL MARISCAL.-
¿V.
cree?... ¿Y está ya decidido? |
EL PRESIDENTE.-
Y
firmado, Mariscal. Mucho agradeceré a V. que sin tardar,
anuncie a esta señora la visita de mi hijo, y a toda
la corte su resolución. |
EL MARISCAL.-
(Entusiasmado.)
¡Con el mayor gusto!... Nada puede serme tan grato... Voy
al instante. (Le abraza.) ¡Con Dios! Dentro media hora lo
sabrá la ciudad entera. (Se va saltando.) |
EL PRESIDENTE.-
(Riéndose
y siguiéndole con la vista.) Y dirán todavía
que los hombres de este jaez no sirven para nada. Ahora fuerza
será que Fernando lo quiera; de lo contrario la corte
habrá mentido. (Llama.) (Sale WURM.) Diga V. a mi
hijo que pase. (Se va WURM.) (El PRESIDENTE se pasea pensativo
a lo largo del salón.) |
Escena VII
|
|
FERNANDO.-El
PRESIDENTE.-WURM, que se va luego.
|
FERNANDO.-
Has
ordenado, padre... |
EL PRESIDENTE.-
Por desgracia mandar
debo, cuando quiero tener el gusto de ver a mi hijo... Déjenos
V. solos, Wurm. Fernando, mucho tiempo ha que te observo,
y no reconozco en ti al franco y alegre muchacho que tanto
me encantaba. Te veo pesaroso, huyes de mí y de tus
habituales compañías. A tu edad suele perdonársele
más fácilmente diez extravagancias, que una
sola manía. Abandona ésta, hijo mío.
Deja que cuide de tu felicidad, y no te ocupes más
que en prestarte complaciente a mis proyectos... Ven; abrázame,
Fernando. |
FERNANDO.-
Muy bondadoso estás hoy
conmigo, papa. |
EL PRESIDENTE.-
¡Ah! pícaro...
¿conque sólo hoy? y todavía lo dices haciendo
una mueca. (Con gravedad.) Fernando, ¿por amor de quién
me abrí camino, erizado por cierto de peligros, hasta
el corazón del Príncipe? ¿Por amor de quién
rompí para siempre con mi conciencia y con el cielo?
Óyeme, Fernando. Hablo ahora a mi hijo. ¿A quién
hice lugar, quitando de en medio a mi predecesor?... Historia
que por cierto me destroza todavía el alma, cuanto
más me empeño en ocultar el puñal a
los ojos del mundo. Oye, dime, Fernando. ¿Por quién
hice todo esto? |
FERNANDO.-
(Retrocede con espanto.)
No ciertamente por mí, padre mío; no debe recaer
sobre mí este sangriento crimen. Por Cristo, que vale
más no haber nacido, que servir de pretexto a semejantes
acciones. |
EL PRESIDENTE.-
¿Qué significa esto?
¿Cómo? pero... en fin, perdono a tu romancesca imaginación
esta salida. No quiero enojarme. ¡Atolondrado!... ¡Así
me recompensas mis vigilias, mis incesantes solicitudes,
los tormentos de mi conciencia!... Cae sobre mí todo
el peso de la responsabilidad, la maldición, el rayo
de la justicia. Tú recibes la dicha de segunda mano;
la culpa no se hereda. |
FERNANDO.-
(Alzando las manos
al cielo.) ¡Oh! renuncio solemnemente a una herencia que
sólo puede darme un horrible recuerdo de mi padre.
|
EL PRESIDENTE.-
Oye, muchacho; mira, no me enfades.
Si todo fuera según tu capricho, te arrastraras en
el polvo el resto de tu vida. |
FERNANDO.-
Lo cual es
mejor que arrastrarse por las gradas del trono. |
EL PRESIDENTE.-
(Reprimiendo
su cólera.) ¡Hum! Entonces habrá que hacerte
aceptar tu dicha por la fuerza. El término a que no
pudieron llegar otros con sus esfuerzos, lo consigues tú,
como quien dice, jugando. A los diez años eras alférez;
a los veinte, mayor; ahora, acabo de obtener del Príncipe
el favor de que dejes el uniforme para entrar en el ministerio;
el Príncipe hablaba de hacerte consejero íntimo...
o embajador... o concederte una gracia extraordinaria...
Se abre a tus ojos un gran porvenir; se te allana el camino
para acercarte al trono..., para sentarte en él, si
el poder vale tanto como las apariencias. ¿Y esto no te entusiasma?
|
FERNANDO.-
No pensamos exactamente lo mismo sobre
la grandeza y la dicha, que para ti, padre, sólo se
logra arruinando. La envidia, el temor, la maldición,
estos son los espejos en que se mira el poderoso, y las lágrimas,
la desesperación, los gemidos, el común alimento
con que se nutren y embriagan los que se llaman felices,
hasta que penetran en la eternidad y tiemblan y caen ante
el trono de Dios. Mi ideal de ventura, padre, se encierra
por el contrario en mí mismo; todos mis deseos están
sepultados en mi corazón. |
EL PRESIDENTE.-
¡Admirable!...
¡Inapreciable!... ¡Sublime!... Esta es la primera lección
que recibo de treinta años acá. Lástima
que con mis cincuenta, me haya vuelto rebelde a la instrucción.
Mas por que no se entorpezca tan raro talento, pondré
en mi lugar alguien en quien puedas ejercitar a tus anchas
tan divertidas locuras... Fuerza es que te decidas hoy mismo
a casarte. |
FERNANDO.-
(Retrocediendo sorprendido.)
¡Padre mío! |
EL PRESIDENTE.-
Sin cumplidos. Escribí
una esquela en tu nombre a lady Milford, y me harás
el obsequio de ir a verla sin tardar, y decirle que eres
su esposo. |
FERNANDO.-
¡Lady Milford, padre mío!
|
EL PRESIDENTE.-
¿La conoces? |
FERNANDO.-
(Fuera
de sí.) ¿Pues no es la que en el ducado aparece como
monumento de vergüenza?... Pero... ¡qué loco
soy en tomar por lo serio esta chanza! ¿Querrías ser
el padre de un perillán que aceptara la mano de una
meretriz privilegiada? |
EL PRESIDENTE.-
Ya lo creo.
Yo mismo me casaría con ella, si no contara cincuenta
años. ¿Te negarías tú a ser el hijo
del perillán de tu padre? |
FERNANDO.-
Claro que
sí. Tan cierto como hay Dios. |
EL PRESIDENTE.-
¡Habrá
insolencia!... La perdono, porque no son frecuentes. |
FERNANDO.-
Te
ruego, padre mío, que no me dejes por mucho tiempo
en tal disposición de ánimo, que me es insoportable
llamarme hijo tuyo. |
EL PRESIDENTE.-
¿Estás loco,
muchacho?... ¿Qué hombre razonable no envidiaría
el honor de representar el mismo papel del soberano? |
FERNANDO.-
Eres
para mí un enigma, padre. ¡A esto llamas un honor!...
el honor de compartir con el Príncipe un puesto que
a él mismo degrada. (El PRESIDENTE se echa a reír.)
Ríe cuanto gustes; yo continúo, padre. ¿Con
qué cara me presento yo delante del más miserable
obrero, que casa al menos con mujer sin mancha? ¿Con qué
cara osaré presentarme en la sociedad, delante del
Príncipe, delante de esta misma cortesana, que pretendiera
borrar con mi vergüenza la marca de hierro candente
impresa en su honor? |
EL PRESIDENTE.-
¿Pero dónde
aprendes tú tales cosas? |
FERNANDO.-
¡Por todos
los santos del cielo, padre, te conjuro a...! Esta abyección
de tu hijo único no puede hacerte tan feliz, como
a él le haría desgraciado. Mi propia vida te
ofrezco, si ha de ser parte a que te encumbres más;
de ti la he recibido, padre, y no vacilaría un instante
en sacrificarla a tu grandeza, pero ¡arrebatarme el honor!...
Entonces fue un acto de culpable ligereza darme la vida,
y habré de maldecir al propio tiempo al padre y al
medianero. |
EL PRESIDENTE.-
(Dándole golpecitos
en el hombro.) ¡Bravo!... ¡querido hijo!... Ahora veo que
eres un honrado muchacho, digno de la más noble mujer
de este país. Será tuya. Esta misma tarde antes
de las tres, serás el prometido de la condesa de Ostheim.
|
FERNANDO.-
¡Estará resuelto que muera aniquilado
hoy! |
EL PRESIDENTE.-
(Dirigiéndole una mirada
penetrante.) Espero que esta vez nada podrá objetar
el honor. |
FERNANDO.-
No, padre mío. Federica
de Ostheim podría colmar de ventura a otro hombre
cualquiera. (Aparte, mostrando embarazo.) Lo que su maldad
dejó intacto en mi corazón, lo desgarra su
bondad. |
EL PRESIDENTE.-
(Sin perderle de vista.) Estoy
aguardando las gracias, hijo mío. |
FERNANDO.-
(Le
coge la mano y la besa con fuego.) ¡Padre! tu bondad me conmueve...
mil gracias, padre mío, por tus tiernas intenciones.
Tu elección es irreprochable, pero no puedo... no
me atrevo... ten compasión de mí... no puedo
amar a la condesa. |
EL PRESIDENTE.-
(Retrocediendo un
paso.) ¡Hola!... ya te cogí. ¿Conque has caído
en el garlito? ¿Conque no era el honor quien te impedía
casarte con lady Milford?... ¡Ah! no te repugna la elegida,
no; lo que te repugna es el matrimonio. (FERNANDO queda como
petrificado; luego hace un gesto e intenta irse.) ¿A dónde
vas?... Aguarda. ¿Este es el respeto que me debes? (Vuelve
el MAYOR.) He anunciado a Milady que irías a su casa,
y he dado palabra al Príncipe; lo sabe ya la ciudad
y la corte. ¡Cómo tú pretendas dejarme embustero
a los ojos del Príncipe, de Milady, de la ciudad,
de la corte...! Oye, muchacho; si empiezo a hablar de ciertas
historias... Aguarda. ¿Por qué te sonrojas? |
FERNANDO.-
(Blanco
como la nieve y temblando.) ¿Qué?... ¿Cómo?...
No es nada, padre. |
EL PRESIDENTE.-
(Con terrible mirada.);
¿Y si hubiera algo?... ¿si yo te descubriera la causa de
tu repulsa? ¡Ah! sólo el sospecharlo me enoja. ¡Vete
en seguida!... Empieza la parada y quiero que te halles en
casa Milady antes que den el santo y seña. A mi presencia
tiembla el ducado; veremos si me dominará la obstinación
de un hijo. (Se va y vuelve.) Te repito, Fernando, que irás,
o ya puedes huir mi cólera. (Se va.) |
FERNANDO.-
(Como
si saliera de un sueño penoso.) ¿Se fue?... ¿Era mi
padre quien hablaba así?... Sí, iré
a su casa... iré... he de decirle tales cosas... le
pintaré un cuadro... ¡la infame! Y si entonces pides
todavía mi mano... en faz de la nobleza congregada,
de la tropa y del pueblo, ven, armada de todo el orgullo
de Inglaterra... yo te rechazo, yo, hijo de Alemania. (Se
va precipitadamente.)
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