Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
IndiceSiguiente


Abajo

Cábalas y amor. Drama de costumbres.

Friedrich Schiller



PERSONAS
 

 
EL PRESIDENTE WALTER,   principal funcionario de la corte de un Príncipe alemán.
FERNANDO,    su hijo.
KALB,    mariscal de la corte.
LADY MILFORD,   la amiga del Príncipe.
WURM,   secretario particular del Presidente.
MILLER,   músico de la ciudad.
SU MUJER.
LUISA,   hija de ambos.
SOFÍA,   doncella de lady Milford.
UN AYUDA DE CÁMARA del Príncipe.
Personas que no hablan.





ArribaAbajoActo I


Escena primera

 

Aposento en casa del músico.

 
 

MILLER, se levanta de una silla, y deja a un lado el violoncello.

 
 

Su MUJER, de trapillo, se sienta a la mesa a tomar café.

 

MILLER.-   (Paseando por la sala a largos pasos).  Digo una vez por todas, que esto se pone serio. Empiezan a murmurar de mi hija y del barón, y con esto será infamada mi casa... llegará a oídos del Presidente lo que ocurre y... en fin, que le prohíbo la entrada al muchacho.

SU MUJER.-  Pero como tú no le has traído acá, ni fuiste a ponerle delante a la niña!

MILLER.-  Verdad que no, pero vamos a ver, ¿quién lo tendrá en cuenta? Yo mando en mi casa y me tocaba vigilar a mi hija y tratar al Mayor con más formalidad. Lo que debía hacer era contárselo todo a Su Excelencia, su señor padre. A buen seguro que el baroncillo hubiera librado con una buena fraterna, mientras ahora recaerá todo sobre las espaldas del músico.

SU MUJER.-   (Sorbiéndose el café.)  Ca; todo eso es puro pasatiempo y charla. ¿Qué puede ocurrir? ¿Qué cargos pueden hacerte, vamos a ver? Ejerces simplemente tu profesión, y tomas tus discípulos donde ocurre.

MILLER.-  Pero dime... oye... ¿qué puede resultar de esas relaciones? Él no ha de casarse con la niña... ni siquiera se trata de eso... y lo que es tomarla por... ¡Dios nos libre de ello! Pues esto es lo que pasa ¿estás? Cuando uno ha corrido mundo, y ha hecho mil diabluras, comprendo que le sea grato ir a beber en una corriente pura y tranquila. Fíjate en ello, créeme; por mucho que abras los ojos y espíes el menor latido de su corazón, ha de seducirla en tus barbas, darle el gran chasco y tocar después las de Villadiego. Y ya me tienes a la niña deshonrada por toda la vida, abandonada, o amancebada con él, si tanto le place.  (Golpeándose la frente.) ¡Jesucristo!

imagen

SU MUJER.-  Dios nos libre de ello.

MILLER.-  Tratemos de librarnos de ello nosotros mismos. ¿Qué otra intención puede llevar ese caballerete? La muchacha es linda... esbelta... breve el pie... Cuanto a sus cualidades morales, eso poco importa. No es seguramente lo que se codicia de vosotras las mujeres, cuando Dios cuidó de regalaros un buen palmito antes que todo... Si llega a descubrir ese capítulo, ya le tienes tan campante como a mi Rodney cuando huele un francés. Con velas desplegadas se lanzara a... Y en esto no lo censuro; el hombre es hombre, ¡qué diablo!... algo se me alcanza de estas cosas.

SU MUJER.-  ¡Si leyeras qué cucos billetitos escribe a la niña! ¡Buen Dios! Allí se ve claro como el día, que sólo cura de su alma.

MILLER.-  ¡Pues!... este es el modo. Por la peana se adora al santo. Por un beso de una linda boca, se empieza hablando mucho del corazón. ¿Cómo lo hacía yo? En cuanto se logra poner de acuerdo las almas, siguen como obedientes servidores los sentidos, sin que al fin de cuentas, haya hecho de tercero más que un rayo de luna.

SU MUJER.-  Pero mira qué hermosos libros nos ha mandado el Mayor. Tu hija reza siempre con ellos.

MILLER.-   (Silbando.) Sí; ¡para rezar! Veo que lo entiendes. Los simples bocados le parecen groseros al delicado estómago de Su Excelencia, y cuida antes de sazonarlos con arte en la infernal cocina de las buenas palabras... ¡Al fuego esos papelotes! Quién sabe que extraordinarias necedades aprende en ellos nuestra hija, que le van enardeciendo la sangre como cantáridas, y acabarán por hacerle perder la poca religión que su padre le dio con mucho trabajo. ¡Al fuego, repito! Va metiéndose en la cabeza todo un arsenal de diabluras, y a fuerza de soñar con tunantes, olvidará la casa, se avergonzará de tener por padre al músico Miller, y al fin puede que se niegue a dar la mano a un honrado y gallardo yerno que haya seguido con celo mis enseñanzas... No, no, ¡mal rayo me parta!  (Levantándose con viveza.)  Es fuerza empezar desde luego... Cuanto al Mayor... sí... ya verás cómo le planto de patitas en la calle.  (Hace que se va.) 

SU MUJER.-  Miller, sé cortés. Mira que sus regalos valen buen dinero...

MILLER.-   (Volviendo y colocándose delante de ella.) El precio de la deshonra de mi hija. Vete al diablo, alcahueta. Antes iría a mendigar con mi violón a cuestas, dando conciertos por un bocado de pan, o rompería el contrabajo y le rellenara de paja, que dejarme tentar por el dinero que había de arrebatarme mi hija y su ventura. Suprime el café y el tabaco, y el diablo me lleve si tienes ninguna necesidad de traficar con la cara de tu hija. Lo que es yo, siempre he comido y vestido como corresponde, antes que a ese malvado galán le diera por venir acá.

SU MUJER.-  Mira no le des con la puerta en los hocicos, que va a armarse la gorda. Lo que digo es que no conviene echar así de buenas a primeras a ese caballero, porque es hijo del Presidente.

MILLER.-  Ahí está el quid. Precisamente por esto y sólo por esto, hemos de acabar hoy mismo. Si es honrado, el mismo Presidente ha de agradecérmelo. A ver, cepíllame el redingote de terciopelo rojo, que voy cuanto antes a ver a Su Excelencia, y a decirle: Su señor hijo de Vuecencia puso los ojos en mi hija. Mi hija es de oscura condición y no puede casarse con el hijo de Vuecencia, pero vale demasiado también, para ser la manceba del hijo de Vuecencia, y... basta. Me llamo Miller.



Escena II

 

El secretario WURM.-Dichos.

 

LA MUJER.-  Buenos días, señor secretario; dichosos los ojos... que le ven a V.

WURM.-  Y a V. la miran, señora. Amigo, cuando se reciben las bondades de un hidalgo, poco se repara en un plebeyo como yo.

LA MUJER.-  ¡Qué está V. diciendo, señor secretario! Verdad que el caballero de Walter nos favorece de cuando en cuando con su visita, pero Dios me libre por eso, de despreciar a nadie.

MILLER.-   (Contrariado.)  Arrímale una silla, mujer... ¿Quiere V. dejar el sombrero?

WURM.-   (Deja el sombrero y el bastón y se sienta.)  ¿Y cómo está mi futura... o mejor mi pasada?... No creo que por eso... ¿No está visible la señorita Luisa?

LA MUJER.-  Mil gracias por su atención, señor secretario. Crea V. que mi hija no es orgullosa.

MILLER.-   (De mal humor dándole un codazo.) ¡Mujer!

LA MUJER.-  Siento que no pueda ver a V., señor secretario; lo tendría a mucha honra. Ahora está en misa.

WURM.-  Esto me gusta, esto me gusta; tendré con el tiempo mujer piadosa y buena cristiana.

LA MUJER.-   (Con risa estúpida.) 

Sí... pero, señor secretario...

MILLER.-   (Con visible enfado, la tira de la oreja.)  ¡Mujer!

LA MUJER.-  Por lo demás... esta casa es muy de usted y tendremos mucho gusto, señor secretario...

WURM.-   (Mirando con recelo.)  ¿Muy de V.?... Gracias... mil gracias... Hum... hum...

LA MUJER.-  Pero como V. mismo comprenderá...

MILLER.-   (Enojado le da un golpe por detrás.) ¡Mujer!

LA MUJER.-  Bueno es lo bueno, y lo mejor, mejor; no es cosa, sin embargo, de poner obstáculos a la dicha de nuestra única hija.  (Con grosera altivez.) Usted comprende, señor secretario.

WURM.-   (Moviéndose en su asiento, se rasca la oreja y tira de los puños de la camisa.)  Comprendo... digo, no... ¡Oh, sí!... ¿Qué decía V.?

LA MUJER.-  Pues... que... creía... ¿está V.?... pienso...  (Tose.)  Pues que a Dios le place que mi hija sea toda una señora...

WURM.-   (Levantándose.)  ¿Qué dice V.?... ¿Qué?

MILLER.-  Siéntese, siéntese, señor secretario. Mi mujer es una boba. ¿Por dónde había de llegar a ser señora? ¡Qué necia charla!

LA MUJER.-  Regaña cuanto gustes, pero yo me sé lo que me sé, y lo que dijo el Mayor, dicho está.

MILLER.-   (Fuera de sí, cogiendo el violón.) ¿Quieres callarte? ¿Quieres ver cómo te rompo la crisma con el violón? ¿Qué sabes tú, ni qué puede haber dicho él? No haga V. caso de su charla, señor yerno. ¡Anda!... ¡a la cocina! De seguro que me tendría usted por un animal, si alimentase semejantes propósitos por lo que dice a mi hija, y no será, señor secretario.

WURM.-  Ni yo merezco tal de V., señor maestro. Siempre se ha portado V. conmigo como hombre de palabra, y mis pretensiones a la mano de Luisa me parecían ya tan aceptadas, como si tuviera en mi poder una escritura con la firma de V. Cuento con mi empleo, bastante a mantener a un prójimo, y además con la benevolencia del Presidente; fuera de que si quiero encaramarme a mayor altura, no han de faltar las recomendaciones. V. ve que mis intenciones con respecto a la señorita Luisa son buenas, y si V. se deja embaucar por ese atolondrado caballero...

LA MUJER.-  Ruego a V. que hable con más respeto, señor secretario Wurm.

MILLER.-  Cállate, te digo. Está bien, señor mío; todo sigue como antes. Renuevo ahora la contestación que le di el otoño pasado. Yo no forzaré la voluntad de mi hija; ¿le conviene V.?... Perfectamente; ella puede ver si será feliz con V... ¿Dice que nones?... mejor que mejor... hágase la voluntad de Dios... quiero decir... que V. carga con las calabazas, y se bebe una botellita con el padre. Al fin y al cabo, es ella quien se casa con V. y no yo... ¿Por qué he de casarla, quieras que no quieras, con un hombre que no le guste? Porque luego el demonio venga a atormentarme en mi vejez, y a cada trago o a cada cucharada de sopa que me engulla, me esté gritando: Tú, tú fuiste el pícaro que labró la desgracia de tu hija!

imagen

LA MUJER.-  Pues bien; clarito, yo no daré mi consentimiento. La chica ha nacido para algo superior, y si el padre se deja engaitar, yo acudiré a la justicia.

MILLER.-  Quieres que te rompa los huesos, charlatana?

WURM.-   (A MILLER.)  Mucho puede el consejo de un padre. V. ya me conoce, señor Miller... digo, me parece.

MILLER.-  Pero ¡con cien mil diablos! ¡Si es mi hija quien debe conocer a V.! A mí, viejo regañón, pueden complacerme muchas cosas que no sean precisamente del delicado gusto de una muchacha. Yo puedo decir a V., sin errar en un ápice, por ejemplo, si V. es apto para tocar en una orquesta; pero una niña casadera es más avisada que un maestro de capilla, y... en fin, si he de hablar con toda franqueza, señor mío, yo soy todo un alemán... V. no tendrá que quejarse de mis consejos... yo no aconsejaré a la chica que... pero tampoco la disuadiré de tal propósito, señor secretario... Déjeme V. que lo diga todo. Francamente, no me merece una gran opinión... permítame V..., el amante que necesita del auxilio del padre. Si algo vale, se avergonzará de emplear ese viejo expediente con su amada, y si no tiene valor para obrar de otro modo, es un gallina y no se ha hecho Luisa para él. Ahora, cortejar a la chica a espaldas de los padres, hacer de modo que ella desee mandar al padre y a la madre, al diablo antes que renunciar a V., o que venga a pedirles de rodillas, por todos los santos del cielo, que la dejen morir de tristeza o que le den por esposo al elegido de su alma, a esto yo llamo ser todo un hombre, a esto se llama amar. Quien no sepa abrirse paso de ese modo con las mujeres, ya puede montar a caballo en una pluma de ganso.

WURM.-   (Coge el sombrero y el bastón y se va.)  Muchas gracias... señor Miller.

MILLER.-   (Siguiéndole lentamente.)  ¿De qué?... No hay de qué, señor secretario.  (Volviendo.) Pues señor; se larga sin oírme. Cuando tengo delante a ese zorro, me dan náuseas como si estuviera envenenado. ¡Qué raro y repugnante animal! ¡Si parece que se introdujo en ese pícaro mundo de contrabando con sus maliciosos ojuelos de ratón, el pelo rojo, la barba saliente, como si la naturaleza, irritada de su mala obra, le hubiese asido por allí, para echarlo a un rincón... ¡Por vida! Antes que dar mi hija a un patán como ese, preferiría... ¡Dios me perdone!...

LA MUJER.   (Colérica.) ¡Perro!... Para ti se peina...

MILLER.-  Y tú por otra parte, con tu apestoso caballero... me has sacado de mis casillas, porque nunca estás tan necia, como cuando debieras parecer más racional. ¿A qué viene toda esa charla sobre si tu hija ha de llegar a gran señora? Cabalmente es el hombre, a quien hay que contarle las cosas si quieres que mañana se repitan en la fuente del mercado, porque es de aquellos que van de aquí para allá hablando de la cocina y de la bodega, y si uno suelta delante de ellos una sola palabra... ¡mil bombas!... ya puede estar seguro que se ha echado encima el príncipe, y la querida, y el presidente y un terremoto.



Escena III

 

LUISA con un libro en la mano.-Dichos.

 

LUISA.-   (Deja el libro, se dirige hacia MILLER y le estrecha la mano.) Buenos días, padre mío.

MILLER.-   (Con calor.) ¡Bravo, Luisa mía!... Me alegro de que diviertas tu pensamiento hacia Dios. Sigue siempre así, y Él te sostendrá.

LUISA.-  ¡Oh! soy una gran pecadora... padre mío. ¿Está él aquí, madre?

LA MUJER.-  ¿Quién, hija mía?

LUISA.-  ¡Ah!... Olvidaba que existen otros hombres fuera de él... Traigo la cabeza trastornada... ¿No ha venido Walter?

MILLER.-   (Con tristeza y gravemente.)  Pensé que hubieras dejado este nombre en la iglesia.

LUISA.-   (Después de haberle mirado un momento de hito en hito.) Te comprendo, padre mío. Siento la puñalada que infieres a mi alma; es tarde. ¡Padre!... ya no tengo religión... el cielo y Fernando desgarran mi alma, y temo... temo...  (Pausa.) ¡Ah! no, padre mío. ¿Verdad que no hay mayor elogio para el artista que el olvidarle por sus cuadros? Si aparto los ojos de Dios, henchida de júbilo, por contemplar su obra maestra, ¿no es verdad que debe alegrarse de ello?

MILLER.-   (Echándose en una silla, descorazonado.) Vaya, ¡ya pareció el fruto de tus impías lecturas!

LUISA.-   (Se adelanta con inquietud hacia la ventana.)  ¿Dónde estará ahora? Las señoritas le ven... le oyen... yo soy una pobre muchacha olvidada.  (Asustada de sus propias palabras, se echa en los brazos de su padre.) ¡Perdona! No deploro mi suerte; quiero tan sólo pensar un poco en él; esto no cuesta nada. Si pudiera hacer de mi pobre hálito de vida, soplo cariñoso y suave con que refrescar su aliento! ¡Ah, padre mío! Si la flor de mi juventud... como violeta, muriera humildemente a sus pies, hollada por él. Porque el insecto se alegre en un rayo de sol, ¿puede acaso castigarle el orgulloso astro del día?

MILLER.-   (Conmovido, se apoya en el sillón y oculta el rostro.) Oye, Luisa; la poca vida que me resta daría yo por que no hubieses visto nunca al Mayor.

LUISA.-   (Asustada.) ¿Qué dices?... ¡Cómo? No; te engañas, sin duda, padre mío. Tú ignoras que Fernando es mío, mío, presente de Dios para hacer mi ventura.  (Después de un instante de reflexión.) La primera vez que le vi...  (con más viveza)  la sangre se agolpó a mis mejillas, el corazón me latía de júbilo, y cada latido me murmuraba: es él. Mi alma reconoció al que echaba de menos toda la vida, y dijo también: es él... Y esta palabra resonó alborozada en la creación entera. Entonces... ¡oh, entonces! apuntó la aurora en mi alma, y brotaron en mi corazón mil alegres pensamientos, como brotan las flores en primavera. Para mí el mundo ya no existía, y sin embargo, nunca me había parecido tan bello; no me acordaba de Dios, y sin embargo, nunca le había amado tanto.

MILLER.-   (Corre a ella y la estrecha contra su corazón.)  ¡Luisa! ¡Hija mía! Toma mi cabeza, si quieres... tómalo todo, todo... pero lo que es el Mayor... Dios es testigo que no puedo hacer que sea tuyo.  (Se va.) 

LUISA.-  Ni lo quiero ahora, padre. La pobre gota de rocío, que llaman tiempo, se evapora deliciosa soñando con Fernando. Renuncio a él por toda la vida... luego, madre mía, luego, cuando caigan las barreras que nos separan, y soltemos la triste librea de las categorías. Los hombres no son más que hombres. Yo sólo guardaré conmigo mi inocencia. ¿Pues no me dijo mil veces mi padre, que la pompa y los títulos nada valdrán en la presencia de Dios, y que sólo apreciará los corazones? Entonces seré yo rica, mis lágrimas otros tantos tesoros, y mis buenos pensamientos me valdrán lo que un alta alcurnia. Entonces, madre mía, seré una persona de distinción... ¿A quién sino a mí preferirá entonces?

LA MUJER.-   (Soltando un grito.) ¡Luisa!... ¡el Mayor!... Ya está aquí. ¿Dónde me escondo?

LUISA.-   (Empieza a temblar.)  Aguarda, mamá.

LA MUJER.-  ¡Dios mío!... ¡Si estoy hecha una bruja! Me da pena. No me atrevo a presentarme así delante de ese caballero.



Escena IV

 

FERNANDO DE WALTER.- LUISA.

 
 

 ( FERNANDO corriendo hacia ella que se echa en una silla, pálida y descolorida. Él, de pie delante de ella. Se miran largo tiempo en silencio.) 

FERNANDO.-  Estás pálida, Luisa.

LUISA.-   (Echándose en sus brazos.)  No es nada, no es nada... En teniéndote aquí, se me pasa.

FERNANDO.-   (Le coge la mano y la besa.) ¿Me amas todavía? Mi corazón es el mismo que ayer, y ¿el tuyo? He venido volando por ver si estabas más tranquila, más alegre, y alegrarme también yo contigo... y no lo estás.

LUISA.-  Sí, sí, dueño mío.

FERNANDO.-  Dilo con franqueza; no lo estás. Leo a través de tu alma, como a través de las transparentes aguas de ese diamante.  (El anillo.) Ni puede deslizarse por él una sombra sin que la vea, ni un solo pensamiento por tu frente sin que lo note. ¿Qué tienes? Habla. A mí me basta ver claro ese espejo, para que el mundo entero me parezca sin nubes. ¿Qué pesar te aflige?

LUISA.-   (Le mira un instante en silencio, y luego le dice con melancolía.)  ¡Fernando! ¡Fernando! ¡Si supieras qué efecto causan tales palabras en el corazón de una pobre menestrala!

FERNANDO.-  ¿Qué quieres decirme?  (Con sorpresa.)  Oye, ¿cómo se te ocurre esta idea? Tú eres mi Luisa, ¿quién te dijo que debías ser otra cosa? Ves ¡qué mala eres! ¡qué fría! Si me amaras de veras no podrías establecer comparaciones. Junto a ti, toda mi inteligencia se abisma en tu mirada, y lejos de ti, en un sueño. Y tú, tú en cambio, guardas aún cierta prudencia en el amor... ¡Ah! debieras avergonzarte de ello. Los instantes que empleaste en esa pena, me los robas a mí.

LUISA.-   (Le coge la mano y mueve la cabeza.) Quieres adormecerme, Fernando, y alejar mi mirada de ese abismo, donde caeré sin duda. Yo no pierdo de vista... ni la fama... ni tus proyectos... ni tu padre... ni mi nulidad.  (Suelta la mano como asustada.)  Fernando, van a herir nuestros corazones; nos separan.

FERNANDO.-  Nos separan.  (Levantándose.) ¿Qué sugiere este presentimiento, Luisa? ¡Nos separan!... ¿Quién puede romper el lazo de dos corazones o separar los tonos de un mismo acorde!... ¡Que soy noble! ¿Por ventura mis títulos de nobleza son más antiguos que la ley impuesta al universo, y mi escudo, más poderoso que el decreto del cielo, escrito en la mirada de mi Luisa: esta mujer pertenece a este hombre? ¡Que soy hijo del Presidente! Sea. Sólo el amor puede endulzar las maldiciones que la conducta de mi padre atrae sobre mí.

LUISA.-  ¡Si supieras cuánto le temo a tu padre!

FERNANDO.-  Pues yo no temo nada sino la falta de tu amor. Ya pueden amontonarse obstáculos entre ambos; me servirán de peldaños para volar a los brazos de mi Luisa. El rigor de la contraria suerte sólo será parte a inflamar mi afecto, y los peligros te harán a mis ojos más hechicera. No temas, pues, amor mío. Yo mismo velar por ti, como el dragón encantado los subterráneos tesoros. Fía en mí; no necesitas otro ángel custodio. Yo te escudaré contra el destino, recibiré por ti los golpes, recogeré por ti cada gota de júbilo en el vaso del amor, para deponerlo en tus manos.  (La abraza tiernamente.) Apoyada en mi brazo, Luisa cruzará alborozada la senda de la vida. Has de volver al cielo más bella de cuando lo dejaste, y confesará admirado que sólo el amor da la última mano a las almas.

imagen

LUISA.-   (Alejándose de él, vivamente agitada.)  Basta; te lo ruego, calla. ¡Si supieras!... Déjame. No sabes que tus esperanzas se convierten en ponzoña en mi corazón.  (Hace que se va.) 

FERNANDO.-   (Deteniéndola.) ¡Luisa!... ¡Cómo!... Qué... ¡Qué mudanza!...

LUISA.-  Olvidé este sueño y era feliz, y desde ahora, desde este día, he perdido todo reposo. ¡Oh impetuosos deseos!... Ya sé que van a agitar mi alma. Véte, ¡Dios te perdone! Arrojaste la tea inflamada en mi joven corazón, en mi corazón tranquilo, y no ha de apagarse jamás.  (Vase corriendo; él la sigue en silencio.) 



Escena V

 

Salón en casa del PRESIDENTE.

 
 

El PRESIDENTE, lleva colgada al cuello una condecoración y una estrella al pecho. El secretario WURM; salen juntos.

 

EL PRESIDENTE.-  ¡Mi hijo enamorado seriamente! Amigo Wurm, no me persuadirá V. a creerlo.

WURM.-  Si Vuecencia tiene la bondad de pedirme la prueba...

EL PRESIDENTE.-  No digo que no sea posible, y me parece perdonable que corteje a alguna mocosuela de la burguesía, y se entretenga en requebrarla, y hasta en hablarla de amor y de... pero ¿dice V. que es hija de un músico?

WURM.-  La hija del maestro de música, Miller.

EL PRESIDENTE.-  Linda, por supuesto.

WURM.-    (Vivamente.) El mejor dechado de rubias que pudiera figurar sin exageración, al lado de las primeras bellezas de la corte.

EL PRESIDENTE.-   (Sonriendo.)  Y dice V. que pretende a esa niña. Lo comprendo. Ve V.; si así gusta de las mujeres me da a esperar que las damas no han de aborrecerle; con esto hará carrera en la corte. Que la niña es guapa..., me alegro; esto prueba que es hombre de gusto. Que la engaña con formales promesas... mejor que mejor; esto prueba que es bastante listo para saber mentir cuando conviene, y entonces no me cabe duda que llegará a presidente. Que alcanza su objeto... mejor que mejor todavía; esto prueba que es hombre de suerte. Y si por fin de fiesta me regala un rollizo nietezuelo, digo que mi ventura será completa. Beberé entonces una botella de Málaga en celebridad de este pronóstico de la propagación de mi raza, y pagaré la multa impuesta por la deshonra de la niña.

WURM.-  Deseo que no llegue el caso de que Vuecencia deba beberse esa botella para distraer el mal humor.

EL PRESIDENTE.-   (Muy serio.) Recuerde V., Wurm, que cuando una vez me da por creer una cosa, la creo con obstinación, y si llego a amostazarme, me pongo furioso. V. se empeña en que me enfade, y yo en tomarlo a chanza. Comprendo que ansíe V. deshacerse de un rival; que no le sea fácil arrebatar la niña a mi hijo; que quiera convertir en una infamia esa entretenida historia; todo esto está muy bien; pero cuidado con mofarse de mí, querido Wurm. V. sabe que no llevará la calaverada hasta el extremo de faltar a mis principios.

imagen

WURM.-  Perdóneme Vuecencia. Si realmente intervinieran por algo los celos, como supone, Vuecencia hubiera podido verlo, pero yo no lo hubiera dicho.

EL PRESIDENTE.-  Por mi parte, opino que es menester echarlos en olvido. ¡Imbécil! ¿Qué le importa a V. recibir un escudo directamente o de manos del banquero? Consuélese V. con nuestra nobleza. Sépase o no, cuando se hace una boda entre nosotros, raro es el caso en que media docena de convidados... o de lacayos... no estén enterados de lo que se lleva el marido.

WURM.-   (Inclinándose.) En esto, de buena gana seguiré siendo plebeyo.

EL PRESIDENTE.-  Por lo demás, pronto podrá V. tomar lindamente el desquite de esta chanza. Precisamente hoy se decidió en consejo, que a la llegada de la nueva duquesa, se fingiría que se iba a despedir a lady Milford, y para que las apariencias sean completas, contratará un enlace. V. sabe, Wurm, que todo mi poderío descansa en la influencia de Milady, y que las pasiones del Príncipe son mi más poderoso recurso. El Duque busca un partido para la Milford; puede presentarse otro, negociar este asunto, apoderarse de la confianza del Príncipe y hacerse el indispensable... Para que el Príncipe siga atado a nuestra familia, es necesario que Fernando se case con la Milford. ¿Lo quiere V. más claro?

WURM.-  nbsp;Salta a la vista. Me convenzo de que el padre no es más que un aprendiz, al lado del Presidente. Si el Mayor corresponde como hijo sumiso a la ternura de Vuecencia, no faltará quien proteste.

EL PRESIDENTE.-  Por dicha, nunca sentí la menor inquietud en la ejecución de un proyecto, desde el momento en que me he dicho a mí mismo: esto ha de ser. Pero esto me lleva, amigo Wurm, al punto de partida. Hoy mismo anunciaré a mi hijo su matrimonio, y la cara que ponga entonces, justificará o desvanecerá las sospechas de V.

WURM.-  Vuelvo a pedir perdón a Vuecencia. El descontento que muestre, así puede provenir de que no guste de la mujer que se le ofrece, como de que sienta perder a la otra. Ruego a Vuesencia que acuda a una prueba más decisiva. Elíjasele el mejor partido de la comarca, y si dice que sí, me dejo cortar la cabeza.

EL PRESIDENTE.-   (Mordiéndose los labios).  ¡Diablo!

WURM.-  No hay más... La madre, que es la necedad en persona, harto me ha dicho sobre esto, simplecilla como es.

EL PRESIDENTE.-   (Se pasea por el salón, y reprime su enojo.) Bien; esta mañana...

WURM.-  Sólo ruego a Vuecencia que no olvide que ese caballero es hijo de mi señor.

EL PRESIDENTE.-  Descuida, Wurm.

WURM.-  Y que conforme he libertado a Vuecencia de una nuera mal parecida...

EL PRESIDENTE.-  Merece V. que le procure una esposa. Acordado, Wurm.

WURM.-   (Se inclina satisfecho.) Mi gratitud será eterna, señor.  (Hace que se va.) 

EL PRESIDENTE.-   (Amenazándole.)  Cuidado con repetir lo que he confiado a V. hace poco.

WURM.-   (Sonriendo.)  Entonces puede Vuecencia mostrar mis falsificaciones.  (Se va.) 

EL PRESIDENTE.-  Verdad; te tengo cogido por tus propias bribonadas, como al abejorro con un hilo.

 (Sale un criado.)  El Mariscal de Kalb.

EL PRESIDENTE.-  A buen tiempo llega: bien venido.  (El criado se va.) 



Escena VI

 

El PRESIDENTE.-El MARISCAL de KALB1, con traje de corte, suntuoso, pero sin buen gusto, con la llave de chambelán, dos relojes, y espada; sombrero bajo, peluca rizada. Se adelanta con mucha bulla hacia El PRESIDENTE, y esparce un fuerte olor a ámbar.

 

EL MARISCAL.-   (Abrazándole. .) Muy buenos días, amigo mío. ¿Qué tal ha descansado V.?... ¿Cómo se ha dormido? V. me perdona, verdad, si hasta ahora no he tenido el placer... negocios urgentes, el preparar la comida, las tarjetas, los trineos para la gira de hoy... ¡Ah! y además ha sido menester que fuera a anunciar a Su Alteza serenísima el tiempo que hacía.

EL PRESIDENTE.-  Realmente, no podía V. excusarse de ello.

EL MARISCAL.-  Luego, ese bribón de sastre que me ha detenido.

EL PRESIDENTE.-  Y sin embargo, siempre exacto y pronto.

EL MARISCAL.-  Y no fue esto todo. Las desgracias siempre vienen en tropel. Oiga V.

EL PRESIDENTE.-   (Distraído.) ¿Es posible?

EL MARISCAL.-  Oiga V. Apenas me había apeado del coche, cuando los caballos se asustaron, empezaron a encabritarse y a piafar, y quedé salpicado de barro. Ya ve V. ¿qué podía hacer? Póngase V. en mi lugar, barón. Allí me tenía V. plantado... tan tarde... Volver a casa, era emprender un viaje... comparecer ante Su Alteza perjeñado de aquel modo... ¡Dios de bondad!... En esto ¿qué hago? finjo desmayarme, me llevan en brazos al coche, vuelo a casa, mudo de ropa, vuelvo... ¿qué tal?... y aún llego el primero a la antesala... ¿qué le parece a V.?

EL PRESIDENTE.-  ¡Donosa salida del ingenio humano!... Pero dejemos esto, amigo Kalb. ¿Ha hablado V. al Duque?

EL MARISCAL.-   (Dándose importancia.) Unos veinte minutos y medio.

EL PRESIDENTE.-  Confieso que... ¿Y sabe V. algo importante?

EL MARISCAL.-   (Con seriedad, después de una pausa.) Su Alteza vestía hoy su traje de castor verde y pajizo.

EL PRESIDENTE.-  ¡Vaya!... Pues bien, Mariscal; mejor es la noticia que debo comunicar a V. Lady Milford casa con el mayor de Walter. Me parece que le vendrá a V. de nuevo.

EL MARISCAL.-  ¿V. cree?... ¿Y está ya decidido?

EL PRESIDENTE.-  Y firmado, Mariscal. Mucho agradeceré a V. que sin tardar, anuncie a esta señora la visita de mi hijo, y a toda la corte su resolución.

EL MARISCAL.-   (Entusiasmado.)  ¡Con el mayor gusto!... Nada puede serme tan grato... Voy al instante.  (Le abraza.) ¡Con Dios! Dentro media hora lo sabrá la ciudad entera.  (Se va saltando.) 

EL PRESIDENTE.-   (Riéndose y siguiéndole con la vista.) Y dirán todavía que los hombres de este jaez no sirven para nada. Ahora fuerza será que Fernando lo quiera; de lo contrario la corte habrá mentido.  (Llama.)  (Sale WURM.) Diga V. a mi hijo que pase. (Se va WURM.)  (El PRESIDENTE se pasea pensativo a lo largo del salón.) 



Escena VII

 

FERNANDO.-El PRESIDENTE.-WURM, que se va luego.

 

FERNANDO.-  Has ordenado, padre...

EL PRESIDENTE.-  Por desgracia mandar debo, cuando quiero tener el gusto de ver a mi hijo... Déjenos V. solos, Wurm. Fernando, mucho tiempo ha que te observo, y no reconozco en ti al franco y alegre muchacho que tanto me encantaba. Te veo pesaroso, huyes de mí y de tus habituales compañías. A tu edad suele perdonársele más fácilmente diez extravagancias, que una sola manía. Abandona ésta, hijo mío. Deja que cuide de tu felicidad, y no te ocupes más que en prestarte complaciente a mis proyectos... Ven; abrázame, Fernando.

FERNANDO.-  Muy bondadoso estás hoy conmigo, papa.

EL PRESIDENTE.-  ¡Ah! pícaro... ¿conque sólo hoy? y todavía lo dices haciendo una mueca.  (Con gravedad.) Fernando, ¿por amor de quién me abrí camino, erizado por cierto de peligros, hasta el corazón del Príncipe? ¿Por amor de quién rompí para siempre con mi conciencia y con el cielo? Óyeme, Fernando. Hablo ahora a mi hijo. ¿A quién hice lugar, quitando de en medio a mi predecesor?... Historia que por cierto me destroza todavía el alma, cuanto más me empeño en ocultar el puñal a los ojos del mundo. Oye, dime, Fernando. ¿Por quién hice todo esto?

FERNANDO.-   (Retrocede con espanto.)  No ciertamente por mí, padre mío; no debe recaer sobre mí este sangriento crimen. Por Cristo, que vale más no haber nacido, que servir de pretexto a semejantes acciones.

EL PRESIDENTE.-  ¿Qué significa esto? ¿Cómo? pero... en fin, perdono a tu romancesca imaginación esta salida. No quiero enojarme. ¡Atolondrado!... ¡Así me recompensas mis vigilias, mis incesantes solicitudes, los tormentos de mi conciencia!... Cae sobre mí todo el peso de la responsabilidad, la maldición, el rayo de la justicia. Tú recibes la dicha de segunda mano; la culpa no se hereda.

FERNANDO.-   (Alzando las manos al cielo.) ¡Oh! renuncio solemnemente a una herencia que sólo puede darme un horrible recuerdo de mi padre.

EL PRESIDENTE.-  Oye, muchacho; mira, no me enfades. Si todo fuera según tu capricho, te arrastraras en el polvo el resto de tu vida.

FERNANDO.-  Lo cual es mejor que arrastrarse por las gradas del trono.

EL PRESIDENTE.-   (Reprimiendo su cólera.) ¡Hum! Entonces habrá que hacerte aceptar tu dicha por la fuerza. El término a que no pudieron llegar otros con sus esfuerzos, lo consigues tú, como quien dice, jugando. A los diez años eras alférez; a los veinte, mayor; ahora, acabo de obtener del Príncipe el favor de que dejes el uniforme para entrar en el ministerio; el Príncipe hablaba de hacerte consejero íntimo... o embajador... o concederte una gracia extraordinaria... Se abre a tus ojos un gran porvenir; se te allana el camino para acercarte al trono..., para sentarte en él, si el poder vale tanto como las apariencias. ¿Y esto no te entusiasma?

imagen

FERNANDO.-  No pensamos exactamente lo mismo sobre la grandeza y la dicha, que para ti, padre, sólo se logra arruinando. La envidia, el temor, la maldición, estos son los espejos en que se mira el poderoso, y las lágrimas, la desesperación, los gemidos, el común alimento con que se nutren y embriagan los que se llaman felices, hasta que penetran en la eternidad y tiemblan y caen ante el trono de Dios. Mi ideal de ventura, padre, se encierra por el contrario en mí mismo; todos mis deseos están sepultados en mi corazón.

EL PRESIDENTE.-  ¡Admirable!... ¡Inapreciable!... ¡Sublime!... Esta es la primera lección que recibo de treinta años acá. Lástima que con mis cincuenta, me haya vuelto rebelde a la instrucción. Mas por que no se entorpezca tan raro talento, pondré en mi lugar alguien en quien puedas ejercitar a tus anchas tan divertidas locuras... Fuerza es que te decidas hoy mismo a casarte.

FERNANDO.-   (Retrocediendo sorprendido.)  ¡Padre mío!

EL PRESIDENTE.-  Sin cumplidos. Escribí una esquela en tu nombre a lady Milford, y me harás el obsequio de ir a verla sin tardar, y decirle que eres su esposo.

FERNANDO.-  ¡Lady Milford, padre mío!

EL PRESIDENTE.-  ¿La conoces?

FERNANDO.-   (Fuera de sí.) ¿Pues no es la que en el ducado aparece como monumento de vergüenza?... Pero... ¡qué loco soy en tomar por lo serio esta chanza! ¿Querrías ser el padre de un perillán que aceptara la mano de una meretriz privilegiada?

EL PRESIDENTE.-  Ya lo creo. Yo mismo me casaría con ella, si no contara cincuenta años. ¿Te negarías tú a ser el hijo del perillán de tu padre?

FERNANDO.-  Claro que sí. Tan cierto como hay Dios.

EL PRESIDENTE.-  ¡Habrá insolencia!... La perdono, porque no son frecuentes.

FERNANDO.-  Te ruego, padre mío, que no me dejes por mucho tiempo en tal disposición de ánimo, que me es insoportable llamarme hijo tuyo.

EL PRESIDENTE.-  ¿Estás loco, muchacho?... ¿Qué hombre razonable no envidiaría el honor de representar el mismo papel del soberano?

FERNANDO.-  Eres para mí un enigma, padre. ¡A esto llamas un honor!... el honor de compartir con el Príncipe un puesto que a él mismo degrada.  (El PRESIDENTE se echa a reír.)  Ríe cuanto gustes; yo continúo, padre. ¿Con qué cara me presento yo delante del más miserable obrero, que casa al menos con mujer sin mancha? ¿Con qué cara osaré presentarme en la sociedad, delante del Príncipe, delante de esta misma cortesana, que pretendiera borrar con mi vergüenza la marca de hierro candente impresa en su honor?

EL PRESIDENTE.-  ¿Pero dónde aprendes tú tales cosas?

FERNANDO.-  ¡Por todos los santos del cielo, padre, te conjuro a...! Esta abyección de tu hijo único no puede hacerte tan feliz, como a él le haría desgraciado. Mi propia vida te ofrezco, si ha de ser parte a que te encumbres más; de ti la he recibido, padre, y no vacilaría un instante en sacrificarla a tu grandeza, pero ¡arrebatarme el honor!... Entonces fue un acto de culpable ligereza darme la vida, y habré de maldecir al propio tiempo al padre y al medianero.

EL PRESIDENTE.-   (Dándole golpecitos en el hombro.)  ¡Bravo!... ¡querido hijo!... Ahora veo que eres un honrado muchacho, digno de la más noble mujer de este país. Será tuya. Esta misma tarde antes de las tres, serás el prometido de la condesa de Ostheim.

FERNANDO.-  ¡Estará resuelto que muera aniquilado hoy!

EL PRESIDENTE.-   (Dirigiéndole una mirada penetrante.)  Espero que esta vez nada podrá objetar el honor.

FERNANDO.-  No, padre mío. Federica de Ostheim podría colmar de ventura a otro hombre cualquiera.  (Aparte, mostrando embarazo.) Lo que su maldad dejó intacto en mi corazón, lo desgarra su bondad.

EL PRESIDENTE.-   (Sin perderle de vista.) Estoy aguardando las gracias, hijo mío.

FERNANDO.-   (Le coge la mano y la besa con fuego.)  ¡Padre! tu bondad me conmueve... mil gracias, padre mío, por tus tiernas intenciones. Tu elección es irreprochable, pero no puedo... no me atrevo... ten compasión de mí... no puedo amar a la condesa.

EL PRESIDENTE.-   (Retrocediendo un paso.) ¡Hola!... ya te cogí. ¿Conque has caído en el garlito? ¿Conque no era el honor quien te impedía casarte con lady Milford?... ¡Ah! no te repugna la elegida, no; lo que te repugna es el matrimonio.  (FERNANDO queda como petrificado; luego hace un gesto e intenta irse.) ¿A dónde vas?... Aguarda. ¿Este es el respeto que me debes?  (Vuelve el MAYOR.)  He anunciado a Milady que irías a su casa, y he dado palabra al Príncipe; lo sabe ya la ciudad y la corte. ¡Cómo tú pretendas dejarme embustero a los ojos del Príncipe, de Milady, de la ciudad, de la corte...! Oye, muchacho; si empiezo a hablar de ciertas historias... Aguarda. ¿Por qué te sonrojas?

FERNANDO.-   (Blanco como la nieve y temblando.) ¿Qué?... ¿Cómo?... No es nada, padre.

EL PRESIDENTE.-   (Con terrible mirada.);  ¿Y si hubiera algo?... ¿si yo te descubriera la causa de tu repulsa? ¡Ah! sólo el sospecharlo me enoja. ¡Vete en seguida!... Empieza la parada y quiero que te halles en casa Milady antes que den el santo y seña. A mi presencia tiembla el ducado; veremos si me dominará la obstinación de un hijo.  (Se va y vuelve.) Te repito, Fernando, que irás, o ya puedes huir mi cólera.  (Se va.) 

FERNANDO.-   (Como si saliera de un sueño penoso.) ¿Se fue?... ¿Era mi padre quien hablaba así?... Sí, iré a su casa... iré... he de decirle tales cosas... le pintaré un cuadro... ¡la infame! Y si entonces pides todavía mi mano... en faz de la nobleza congregada, de la tropa y del pueblo, ven, armada de todo el orgullo de Inglaterra... yo te rechazo, yo, hijo de Alemania.  (Se va precipitadamente.) 




IndiceSiguiente