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ArribaActo V

 

Anochece.-Aposento del músico.

 

Escena primera

 

LUISA, sentada sin decir palabra en un rincón oscuro, reclinando la frente en la mano.- Tras largo y profundo silencio, MILLER se acerca trayendo una linterna, mira en torno suyo inquieto sin ver a LUISA, y luego deja el sombrero y la linterna encima de la mesa.

 

MILLER.-  Tampoco está aquí... tampoco. He recorrido todas las calles, me avisté con todos mis amigos, a todas puertas llamé, y en ninguna parte han visto mi hija.  (Pausa.) ¡Paciencia, desdichado padre!... Aguardemos hasta mañana; tal vez lleve el río el cadáver de mi única hija. ¡Oh Dios! Si mi corazón la amara con tal idolatría que... Duro es el castigo... Padre Omnipotente... harto duro. No quiero murmurar, pero el castigo es bien duro.  (Se echa en una silla, traspasado de dolor.) 

LUISA.-   (Desde el rincón.) Haces bien, pobre anciano; aprende a sufrir todavía.

MILLER.-   (Levantándose.) ¿Estás aquí, hija? ¿Estás aquí? ¿Por qué sola y a oscuras?

LUISA.-  No estoy sola; entre tinieblas veo mejor lo que más me complace.

MILLER.-  ¡Dios te libre de ello! Sólo el gusano roedor de la conciencia está en vela como el búho. Los culpables y los malos huyen de la luz.

LUISA.-  También la eternidad, padre mío, habla a las almas desvalidas.

MILLER.-  ¡Hija mía! ¡Hija mía! ¿qué dices?

LUISA.-   (Levantándose, se acerca.) Ya sabes, padre mío, qué penoso combate hube de sostener. Dios me concedió la fortaleza; el combate ha terminado. Suelen decir que nuestro sexo es débil, frágil; no lo creas, padre mío. Una araña nos asusta, y ahogamos en nuestros brazos, como por juego, el monstruo de la destrucción. Óyeme, padre; tu Luisa está contenta.

MILLER.-  ¡Ay, hija de mi alma! Más quisiera que llorases.

LUISA.-  ¡Cómo he de aventajarle en astucia, padre mío!... ¡cómo engañaré al tirano!... El amor es más listo que la maldad, y más osado también. ¡Oh! Esto no lo sabía el hombre ese, muy engalanado con su siniestra condecoración al pecho!... Mientras sólo tienen que ver con la cabeza, son muy hábiles; pero cuando tratan de prender al corazón, los malos se vuelven tontos. ¿Creyó rematar su maldad con un juramento? Un juramento ata a los vivos, pero la muerte rompe las cadenas de hierro. Fernando conocerá a su Luisa. ¿Quieres encargarte de ese billete, padre?... ¿serás tan bueno?...

MILLER.-  ¿A quién va dirigido, hija mía?

LUISA.-  ¡Vaya una pregunta! El recuerdo de él no cabe en el infinito, ni en mi corazón juntos... ¿A quién puedo escribir, sino a él?

MILLER.-   (Inquieto.)  Oye, Luisa; voy a abrir la carta.

LUISA.-  Como quieras, padre mío, pero nada adelantas con ello. Estas líneas no tienen vida y sólo resucitan a los ojos del amor.

MILLER.-   (Lee.) «Fernando, eres víctima de la traición. Una maldad sin ejemplo rompió el vinculo de nuestros corazones. Terrible juramento ata mi lengua, y tu padre apostó en todas partes espías... Pero Si te sobra el valor, amor mío... conozco un sitio, donde ningún juramento podrá detenernos, ni habrá espías que nos oigan.»  (MILLER se detiene y la contempla con severa mirada.) 

LUISA.-  ¿Por qué me miras así? Prosigue, padre mío.

MILLER.-  «Pero será necesario que tengas bastante valor, para entrar en una ruta sombría, donde sólo te alumbre Dios y tu Luisa. Para llegar allí, basta con que seas todo amor, y dejes a tu espalda tus esperanzas y tus impetuosos deseos. No necesitarás más que tu corazón. ¿Quieres? Ponte en camino cuando den las doce de la noche en el reloj de los Carmelitas... Si tienes miedo... cesa de llamar fuerte a tu sexo. Una doncella te habrá abochornado.»  (MILLER deja la esquela, fija con dolor la mirada delante de él; luego se vuelve hacia ella y le dice con voz cascada y tierna.) ¿Qué sitio es ese, hija mía?

LUISA.-  ¿No lo sabes, padre? ¿Realmente no lo sabes? Es raro. Harto bien descrito está para dar con él. Fernando le hallará.

MILLER.-  ¡Hum! Habla más claro.

LUISA.-  No sé cómo llamarle con un nombre grato... No te espantes, padre mío, porque le dé uno odioso... Ese lugar... ¡ah!... ¿por qué el amor no le dio nombre? El más bello le daría yo. Este lugar, padre mío... deja que lo diga todo... se llama la tumba.

MILLER.-   (Echándose en una silla.) ¡Oh Dios mío!

LUISA.-   (Corre a él y le sostiene.)  No, padre mío; el nombre sólo es lo que causa terror. Sin él, conviértese la tumba en lecho nupcial, donde la aurora despliega sus doradas cortinas y esparce sus guirnaldas la primavera. Sólo a un pecador llorón pudo ocurrírsele representar la muerte con un esqueleto, cuando es tierno niño de sonrosado rostro como el dios del amor, y menos falaz que él; genio silencioso y compasivo que ofrece su brazo al fatigado peregrino, y le sube por las gradas del tiempo hasta el palacio de eterno esplendor, donde le hace un amistoso saludo y desaparece.

MILLER.-  ¿Qué proyecto es el tuyo, hija mía? ¿Quieres atentar a tu vida?

LUISA.-  No digas esto, padre. ¿Será pecado, por ventura, abandonar una sociedad que no me soporta, para volar al sitio, de donde no quiero vivir desterrada por más tiempo?

MILLER.-  El suicidio, hija mía, es el pecado más espantoso que pueda cometerse; el único que no admite el arrepentimiento, porque la muerte y el crimen son obra de un solo instante.

LUISA.-   (Con espantados ojos.) ¡Horrible cosa!... Mas no será tan pronto; me echaré al río, y mientras me vaya sumergiendo, invocaré la misericordia de Dios.

MILLER.-  Es decir que te arrepentirás del robo, en cuanto lo hayas puesto en seguro. ¡Ay hija mía! Mira, no pretendas mofarte de Dios hoy que tanto necesitas de su auxilio... ¡Oh qué camino llevas andado ya!... Renunciaste a la oración, y Dios misericordioso te retira su apoyo...

LUISA.-  ¿Pero es crimen amar, padre mío?

MILLER.-  Si amas a Dios, nunca tu amor será un crimen... ¡Cómo me agobias de pena, hija mía! ¡Me matas!... Pero no quiero agravar el peso que te abruma. Ha poco hablaba, porque me figuré que estaba solo... Tú me has oído... ¿por qué ocultártelo por más tiempo? Fuiste mi ídolo. Oye, Luisa; si aún te resta en tu corazón un lugar para el amor de tu padre... tú lo fuiste todo para mí. ¡Y ahora quieres aniquilar mi único bien! ¡Voy a perderlo todo contigo! ¿Ves? empiezo a encanecer; llega para mí el tiempo en que los padres recogen el interés del capital que depositaron en el corazón de sus hijos... ¿querrás tú hacer traición a mis esperanzas?... ¿querrás arrebatar a tu padre todo porvenir y todo bien?

LUISA.-   (Besándole la mano, con violenta emoción.)  No, padre mío; dejo este mundo con una gran deuda, y he de pagarla en la eternidad con usura.

MILLER.-  Mira no te engañes en tus cálculos, hija mía.  (Grave y solemnemente.)  ¿Nos hallaremos de nuevo allí?... ¿Ves cómo palideces?... Harto comprende mi Luisa, que no podré ir a buscarla al otro mundo, porque no he de lanzarme a él tan pronto,  (LUISA cae en brazos de MILLER, sobrecogida de terror. La estrecha con ardor contra su seno, y continúa con voz suplicante.) ¡Oh hija mía!... ¡hija mía!... ¡tal vez caíste, estás perdida ya!... Medita mis palabras. Vigilarte continuamente, me es imposible. Si te salvo del puñal, te matarás con una aguja; si te preservo del veneno, puedes estrangularte con un collar... ¡Luisa! ¡Luisa!... yo no puedo hacer más que advertirte... ¿Cómo quieres arriesgarte a que tu engañosa ilusión se desvanezca a tus ojos, al llegar al terrible paso que une el tiempo con la eternidad? ¿Cómo te atreves a acudir a los pies de Aquel que todo lo sabe, y a mentirle diciendo, mientras buscas con los ojos a tu ídolo mortal: «Llego, Señor, por amor a Ti.» Y si el frágil ídolo de tu imaginación, pobre gusano como tú, acusa tu confianza de mentira, y somete tus esperanzas fallidas al mismo Dios, que apenas osa implorar para sí mismo; dime ¿qué pensarás entonces?  (con mayor expresión)...  ¿qué pensarás entonces, infortunada?  (La abraza con fuerza, mirándola de hito en hito, y luego la deja súbitamente.) Ya no sé más.  (Alzando la mano derecha.)  Heme a tus plantas ¡justo Dios! nada puedo hacer por esta pobre alma. Ahora haz lo que quieras. Ofrece a tu amante tamaño sacrificio que ha de regocijar al infierno, y alejar de ti a los ángeles. Ve; carga con tus pecados, con el último, el más espantoso de todos, y si el peso es asaz ligero, mi maldición va a completarlo... Ahí tienes un cuchillo... pásate el corazón... y...  (se aparta sollozando.) el de tu padre.

LUISA.-   (Se levanta y corre hacia él.)  Detente, padre mío. ¡Será la ternura yugo más insoportable que la misma tiranía!... ¿Qué debo hacer?... no puedo... ¿qué debo hacer?

MILLER.-  Morir, si los besos del Mayor son más ardientes que las lágrimas de tu padre.

LUISA.-   (Tras violenta lucha.)  ¡Padre, esta es mi mano!... Quiero... ¡Dios mío!... ¿qué hago yo?... ¿qué es lo que quiero? Padre... te juro... ¡desdichada de mí!... De cualquier lado que me vuelva, siempre culpable... Pues bien: padre, sea... ¡Fernando!... Dios me ve... Perezca así su último recuerdo.  (Rasga la carta.) 

MILLER.-   (Ebrio de alegría, se echa en sus brazos.) Es mi hija!... Mira; pierdes un amante, pero haces feliz a un padre.  (La abraza riendo y llorando a la vez.) ¡Ay hija mía!... No merecí ciertamente contar en mi vida un día como ese. Sólo Dios sabe por qué, un canalla como yo, posee a este ángel... a mi Luisa... ¡mi paraíso! ¡Dios mío! Poco sé del amor, pero que sea un tormento renunciar a él... harto lo comprendo.

LUISA.-  Pero dejemos este país, padre mío; dejemos esa ciudad, donde mis compañeras se mofan de mí, y perdí para siempre mi reputación... Vayámonos lejos, bien lejos de estos lugares que me hablan con mil recuerdos de mi felicidad perdida... Vayámonos tan lejos como sea posible.

MILLER.-  A donde quieras, hija mía. En todas partes hay de qué comer, y gracias a Dios, oídos para mi violón. Sí; abandonémoslo todo. He de poner en música la historia de tu dolor, y cantaré las querellas de una hija que desgarró su corazón por hacer feliz a su padre. Con esa balada iremos mendigando de puerta en puerta; ya verás qué grata nos será la limosna de los que lloren oyéndonos.



Escena II

 

Dichos.- FERNANDO.

 

LUISA.-   (Repara en él, y se echa en brazos de MILLER, lanzando un grito.)  ¡Dios mío!... él aquí... ¡Estoy perdida!

MILLER.-  ¿Dónde?... ¿Quién?

LUISA.-   (Le muestra al MAYOR, volviendo el rostro, y se agarra con fuerza a su padre.) ¡Él! ¡Él mismo!... Alerta, padre; viene a matarme.

MILLER.-   (Mirando al MAYOR y retrocediendo.)  ¿Usted aquí, barón?

FERNANDO.-   (Se acerca lentamente, se detiene delante de LUISA y fija en ella penetrante mirada. Después de una pausa.) ¡Vaya!... He sorprendido tu conciencia. Mil gracias. Tu confesión es terrible, pero pronta y segura... y me evita muchos tormentos. Buenas noches, Miller.

MILLER.-  Pero, en nombre del cielo ¿qué quiere V., Barón? ¿Que le trae a V. aquí? ¿Por qué esta sorpresa?

FERNANDO.-  Recuerdo que hubo un tiempo en que se contaban todos los segundos del día, y el deseo de verme suspendía el corazón al péndulo del reloj, y se espiaban sus latidos hasta que yo llegaba. ¿Cómo es que ahora mi visita sorprende de tal modo?

MILLER.-  Vaya V. con Dios, Barón. Si queda aún en su pecho una chispa de caridad, y no quiere matar de pena a quien dice amar, salga V. inmediatamente. El día que puso V. el pie en esta casa, la abandonó para siempre la bendición, y trajo V. la desventura donde reinaba el contento. ¿No está V. satisfecho todavía? ¿Quiere V. ahondar las heridas que hizo a mi hija la desgracia de conocer a V.?

FERNANDO.-  ¡Oh padre admirable! Vengo precisamente a traer a tu hija una alegre noticia.

MILLER.-  Nuevas esperanzas, sin duda, y con ellas nueva desesperación. Ve, ¡mensajero de desgracia! tu cara perjudica la mercancía.

FERNANDO.-  Por fin logré cuanto deseaba. Lady Milford, que era el más terrible obstáculo a mi amor, acaba de abandonar ese país; mi padre por su parte aprueba mi elección. El destino cesa de perseguirnos, y brilla la estrella de ventura en el horizonte... Vengo, pues, a cumplir mi promesa y a conducir al altar a mi amada.

MILLER.-  ¿Oyes, hija? ¿Oyes cómo se burla de tus esperanzas fallidas? ¡Oh! En verdad, Barón, que es bello espectáculo ese... ¡ver al seductor añadiendo al delito el sarcasmo!

FERNANDO.-  Piensas que me chanceo. Juro por mi honor, que es tan cierto lo que digo como el amor de mi Luisa, y estoy dispuesto a sostener mis palabras, del mismo modo que Luisa sus juramentos. No sé que haya algo más sagrado... ¿Dudáis todavía?... ¡Cómo el júbilo no colora las mejillas de mi linda esposa!... es raro. Sin duda aquí la mentira es moneda corriente, cuando se concede tan poco crédito a la verdad. Si desconfiáis de mis palabras, daréis fe al menos a este testimonio escrito.  (Echa a LUISA la carta dirigida al MARISCAL. LUISA la abre, y cae al suelo pálida como la muerte.) 

MILLER.-   (Sin mirarla.) ¿Qué significa eso, Barón?... No le comprendo a V.

FERNANDO.-   (Llevándole junto a LUISA.) Ella me ha comprendido mejor.

MILLER.-   (Cayendo junto a ella.) ¡Oh Dios!... ¡hija mía!

FERNANDO.-  Pálida como la muerte. Así me agrada como nunca tu hija. Jamás estuvo tan bella tu honrada y piadosa hija, como así... con esta figura de cadáver. El soplo del juicio final, que borra el barniz de toda mentira, le arrebató el afeite con que engañara esta criatura artificiosa a los mismos ángeles... Muéstrase ahora en su mayor belleza, y tal como es... Déjeme V. que la bese.  (Intenta acercarse a ella.) 

MILLER.-  ¡Atrás!... ¡sal de aquí!... No te atrevas con su padre. ¡Pobre hija mía! No pude preservarla de tus caricias, pero la defenderé de tus ofensas.

FERNANDO.-  Anciano, ¿qué pretendes? Nada tengo que ver contigo. No te entrometas, pues, en un juego perdido a todas luces. Pero quizá estás más enterado de lo que supongo. Dime ¿prestaste a la niña la experiencia de tus setenta años para sus galanteos? ¿Has manchado tus canas con oficios de tercero?... ¡Oh!... si no fuere así, desdichado anciano, baja la frente y muere... es tiempo todavía. Duérmete en brazos de sueño delicioso, balbuceando: ¡Cuán feliz padre fui!... Más tarde, quizá arrojarías a su antro infernal a esta ponzoñosa víbora, maldijeras el bien que te dio y el que le diste, y bajarías a la tumba blasfemando de Dios.  (A LUISA .) Habla, desdichada. ¿Escribiste esta carta?

MILLER.-   (A LUISA.) ¡Por el cielo!... ¡hija mía!... no olvides... no olvides...

LUISA.-  ¡Aquella carta, padre mío!

FERNANDO.-  ¿Por qué cayó en tan malas manos?... ¡Ah! bendita sea la casualidad, que acertó esta vez más que la razón, y fue más hábil que los mismos habilidosos... ¿Casualidad dije? ¡Oh! si no mueren los pájaros sin que Dios quiera, ¿por qué no intervendrá también en la obra de desenmascarar a un demonio? Habla, ¿escribiste esa carta?

MILLER.-   (A LUISA, suplicante.) Firmeza, hija mía, firmeza. Un sí de tu boca, y todo habrá terminado.

FERNANDO.-  ¡Caso más gracioso! ¡También engañado el padre, todos engañados!... ¡Miradla ahí, a la indigna! ¡Hasta su lengua se niega a pronunciar esta última mentira!... Jura por Dios, por la terrible verdad, ¿escribiste esa carta?

LUISA.-   (Tras violenta lucha, mirándoles repetidamente, dice al fin con firmeza.)  Yo la he escrito.

FERNANDO.-   (Detiénese con espanto.) ¡Luisa! no. Mientes, como hay Dios. ¡Cuántas veces la inocencia, en el potro, se confiesa culpable de crímenes que no ha cometido! ¡Hice mi pregunta con tal violencia!... ¿Verdad, Luisa, que has contestado porque mi pregunta te pareció violenta?

LUISA.-  He confesado la verdad.

FERNANDO.-  No; repito que no; tú no has escrito la carta. Esa no es tu letra, y aunque lo fuese, más fácil es contrahacer la letra que perder un corazón. Dime la verdad, Luisa, pero no... no lo hagas. Si dices que sí, estoy perdido. Miente, Luisa, miente. ¡Ah! ¡si pudieras, si pudieras mentir con esa cara angelical; persuadir a mis oídos y a mis ojos, más que debieras engañar indignamente mi corazón! ¡Oh Luisa! Ya podía entonces la verdad ser desterrada del mundo y bajar el derecho la altiva frente con mojigangas y piruetas de palaciego.  (Con voz temblorosa.)  ¿Escribiste esta carta?

LUISA.-  Juro a Dios, y por la eterna verdad, que sí.

FERNANDO.-   (Después de una pausa, con muestras de profundísimo dolor.)  ¡Ah mujer!... ¡mujer!... El semblante que ahora me muestras... Promételes con él el cielo, y no has de hallar comprador ni aun entre los condenados. ¡Si supieras lo que fuiste para mí, Luisa!... ¡Imposible!... no... no has sabido nunca lo que eras para mí. Decir todo... ¡mezquina, débil palabra! pero la misma eternidad no basta a contestarla... abarca la creación entera. ¡Todo! ¡Y mofarse así criminalmente de esta palabra! ¡Oh! ¡es horrible!

LUISA.-  Ya lo oyó V., señor de Walter; yo misma me condeno. Salga V. de esa casa, donde fue tan desgraciado.

FERNANDO.-  Bien, bien; estoy tranquilo. También de una comarca, azotada de la peste, se dice que está tranquila. Estoy tranquilo.  (Tras breve instante de reflexión.) Una súplica, Luisa, la última. Mi frente arde; necesito refrescar; ¿quieres servirme un vaso de limonada?



Escena III

 

FERNANDO y MILLER. Ambos se pasean a lo largo de la sala, sin decir palabra.

 

MILLER.-   (Se detiene y contempla al MAYOR con tristeza.) ¡Ah, querido Barón! ¡Si pudiera servir a V. de algún consuelo, saber que le compadezco con toda mi alma!

FERNANDO.-  Dejemos eso, Miller.  (Da algunos pasos.)  Apenas recuerdo cómo vine a esa casa, Miller... ¿con qué motivo?

MILLER.-  ¿Cómo, señor Mayor?... Deseaba V. aprender la flauta ¿se acuerda V.?

FERNANDO.-  Y vi a tu hija.  (Pausa.) Amigo mío, no cumpliste tu palabra. Debías proporcionarme calma en mis horas de soledad, y me has engañado, vendiéndome escorpiones.  (Observando el gesto de MILLER.)  No; no te vayas, anciano.  (Le abraza con emoción.)  Tú no eres culpable.

MILLER.-   (Enjugándose los ojos.) Dios, que nada ignora, lo sabe.

FERNANDO.-   (Paseándose, sumido en lúgubres reflexiones.) Dios juega con nosotros de un modo raro, incomprensible. Cuelgan a veces de imperceptibles hilos las más terribles cargas. ¿Sabía por ventura el hombre, que había de hallar la muerte con tragarse la manzana?... Eh... ¿lo sabía?  (Se pasea muy agitado, y le coge la mano a MILLER.) Caras me han salido tus lecciones. Tú por tu parte sales sin ganar nada, y perdiéndolo tal vez todo.  (Se aparta de él.)  ¡Maldita música! Así no se me hubiese ocurrido nunca tal idea!

MILLER.-   (Intentando ocultar su emoción.)  Mucho tarda esa limonada... Voy a ver.... con el permiso de V.

FERNANDO.-  No corre prisa, Miller.  (Entre dientes.)  Sobre todo para el padre... Aguarda... ¿Qué iba yo a pedirte?... Ah, sí. ¿Luisa es hija única? ¿No tienes otros hijos?

MILLER.-   (Con calor.) No tengo otros, Barón, ni los deseo tampoco. Con mi hija me basta para sentir henchido mi corazón... La amo, con todo el amor que encierra mi pecho.

FERNANDO.-   (Vivamente conmovido.) ¡Ah!... vea V. si está esa bebida, amigo Miller.  (MILLER se va.) 



Escena IV

 

FERNANDO, solo.

 

  Su única hija! ¿Comprendes, asesino? Su única hija, asesino, ¿oyes? Y este hombre nada posee en el mundo sino su violón y su única hija, ¡y tú quieres arrebatársela! ¡Arrebatársela! Robar a un mendigo su último dinero... romperle las muletas al infeliz paralítico... ¡Cómo! ¿Tendré también corazón para esto? Y cuando vuelva, sin que pueda sospechar siquiera que va a perder la dicha que le causa su hija, ha de hallar esta flor en el suelo, marchita, muerta, pisoteada, la última, la única, la suprema esperanza! ¡Ah! y él estará allí, delante de su hija, y la naturaleza entera no tendrá para él un solo soplo de vida, y atónito hundirá la mirada en el inmenso desierto... Buscará a Dios y no le hallará, y ha de volver sin haber descubierto nada. ¡Dios! ¡Dios! Pero también mi padre no tiene más que un hijo, uno solo... No es sin embargo su único bien.  (Pausa.) ¿Y qué pierde con ello? ¿Hará feliz a su padre, por ventura, una mujer que juega con los más sagrados afectos del corazón? No; ni puede, ni ha de quererlo; ha de agradecérseme, por el contrario, que aplaste la víbora antes que muerda a su propio padre.



Escena V

 

MILLER que vuelve.- FERNANDO.

 

MILLER.-  Pronto estará V. servido, Barón. Allí tiene V. llorando a la pobre criatura, que parece que se muere. Lágrimas le dará a V. a beber con la limonada.

FERNANDO.-  Mejor; así no hubiera más que lágrimas. A propósito... hemos hablado hace poco de música; Miller  (saca una bolsa) , le debo a V. todavía...

MILLER.-  ¡Cómo! ¡cómo! Deje V., Barón, ¿qué se ha figurado V. de mí? Está en buenas manos... no me sonroje V. No ha de ser esta la última vez que nos veamos, si Dios quiere.

FERNANDO.-  ¡Quién sabe! Tómala, para el caso de que vivamos o nos muramos.

MILLER.-   (Sonriendo.)  Cuanto a lo último, Barón, me parece que no hay por qué temer, tratándose de V.

FERNANDO.-  Pero puede ser. ¿No has visto morir algunos, en la flor de su edad, jóvenes y niñas hijos de la esperanza, desvanecida ilusión de sus padres? Un rayo, a veces, acaba con la vida, cuando no pudieron ni el tiempo ni el dolor... Tu Luisa tampoco es inmortal.

MILLER.-  ¡Dios me la dio!

FERNANDO.-  Te repito que no es inmortal. Pues la quieres como a las niñas de tus ojos, con alma y vida, sé previsor, Miller. Sólo al jugador desesperado se le ocurre ponerlo todo a una carta, y el mundo moteja de imprudente al mercader que fía toda su fortuna a un solo navío. Óyeme; acuérdate de mi consejo. ¿Por qué no tomas ese dinero, vamos a ver?

MILLER.-  ¡Cómo, caballero! ¡todo ese enorme bolsón!... ¿En qué está V. pensando?

FERNANDO.-  ¡Pues!... en mi deuda.  (Echa la bolsa encima de la mesa, y se esparraman las monedas.) No he de guardar eso eternamente.

MILLER.-   (Estupefacto.) ¡Cómo! ¡Dios mío!... Eso no es plata.  (Se acerca a la mesa, y exclama con espanto.)  ¡Por el cielo, Barón!... ¿qué está V. haciendo?... ¿qué se propone V.? V. se equivoca, sin duda.  (Junta las manos.) O estoy embrujado, o así Dios me condene, lo que tengo es oro, oro de ley. ¡Oh, no... no has de cogerme, Satanás.

FERNANDO.-  ¡Estás bebido!

MILLER.-  ¡Mil rayos!... ¿Pero no ve V. eso?... oro.

FERNANDO.-  Y bien ¿qué?

MILLER.-  ¡Pero con cien mil diablos!... Ruego a V. por Cristo que me diga... ¡oro!

FERNANDO.-  ¡Realmente!... ¡Cosa inaudita!

MILLER.-   (Después de una pausa, dirigiéndose a él conmovido.)  Caballero, le prevengo a V. que soy un hombre honrado... un buen hombre; si intenta V. hacer de mí su cómplice para una mala acción... porque harto sabe Dios que no se gana honradamente tanto dinero.

FERNANDO.-   (Conmovido.)  Tranquilízate, querido Miller; ganado tienes hace tiempo ese dinero. Dios me libre de querer comprar con él tu conciencia.

MILLER.-   (Saltando como un loco.)  ¡Entonces es mío! ¡Mío por la voluntad de Dios!  (Corre hacia la puerta gritando.) ¡Mujercita mía! ¡hija mía! ¡Victoria!... venid acá.  (Vuelve.)  ¡Dios de bondad! Pero ¿cómo ha sido que posea de repente ese monstruoso tesoro? ¿cómo lo he merecido? ¿cómo lo he ganado?

FERNANDO.-  No ciertamente con tus lecciones de música, Miller... Con ese oro te pago  (se detiene sobrecogido de espanto),  te pago...  (con dolor.) el desdichado ensueño que por espacio de tres meses debí a tu hija.

MILLER.-   (Apretándole la mano.) Si fuera V. un pobre plebeyo como nosotros, y mi hija no le amara a V., le juro que la mataba. Mas ahora que yo lo poseo todo, y V. nada, menester será que yo le restituya tanta dicha... ¡Eh!

FERNANDO.-  Déjate de esto, mi buen amigo; parto al instante; en el país donde cuento establecerme, no tiene curso esa moneda.

MILLER.-   (Con la vista fija en el dinero, alborozado.)  Entonces es mío... es mío. Pero siento que V. se vaya... Ya verá V. lo que voy hacer a ahora. ¡Cómo voy a ver colmados mis deseos!  (Se quita el sombrero y lo echa al aire.) Váyanse a paseo mis lecciones de música; voy a fumar tabaco de los Tres Reyes n.º 5, y el diablo me lleve si en el teatro vuelvo a sentarme en el paraíso.  (Hace que se va.) 

FERNANDO.-  Aguarde V. Cállese y métase los cuartos en el bolsillo. Nada diga V. esa noche, y hágame el favor de no dar más lecciones de música.

MILLER.-   (Con entusiasmo creciente le tira de la levita, y le dice con alegría.) Caballero, ¡y mi hija!  (Le suelta.) Verdad que no se adquiere con el dinero la honra; no, no se adquiere con dinero. Lo mismo da que coma patatas o que coma perdices; cuando estoy harto, harto estoy, y ese redingote puede ir tirando mientras no tenga agujeros. A mí unos guiñapos me bastan. Toda esa bendición de Dios debe recaer sobre mi hija, a qué quieres, boca.

FERNANDO.-  ¡Oh!... calla, calla.

MILLER.-   (Siempre entusiasmado.) Aprenderá el francés a la perfección, a cantar, a bailar el minué; pero de modo que se hablará de ella en los periódicos. Gastará gorro como la hija del consejero, y una falda con cola, como dicen, y ha de hablarse de la hija del músico en cuatro leguas a la redonda.

FERNANDO.-   (Le coge la mano, vivamente agitado.) Cállate, cállate por Dios vivo; cállate por hoy siquiera. Es lo único que te pido en recompensa.



Escena VI

 

LUISA con la limonada.- Dichos.

 

LUISA.-   (Con los ojos encendidos de llorar, y con voz temblorosa, ofrece al MAYOR el vaso de limonada en un plato.) V. dirá si le parece demasiado cargada.

FERNANDO.-   (Toma el vaso, lo deja y se vuelve hacia MILLER.) ¡Ah!... Ya casi lo había olvidado. Perdone V., Miller, si me atrevo a pedirle una cosa. ¿Quiere V. hacerme un pequeño favor?

MILLER.-  Mil que sean... ¿Qué quiere V.?

FERNANDO.-  Me estarán aguardando para comer y por desgracia no me siento muy bien; me es imposible ver a nadie. ¿Quiere V. llegarse a casa de mi padre, y excusarme?

LUISA.-   (Asustada, interrumpiéndole.) Puedo ir yo.

MILLER.-  Será necesario ver al Presidente, ¿verdad?

FERNANDO.-  A él en persona, no. Puede V. dar el recado a un ayuda de cámara. Ahí está mi reloj como en prueba de que va V. de mi parte... A la vuelta estaré todavía aquí... Aguarde V. la contestación.

LUISA.-   (Con viva inquietud.)  ¿Y no puedo encargarme yo de todo eso?

FERNANDO.-   (A MILLER que se dispone a salir.) Oiga V. una palabra. Tome V. esa carta para mi padre que me dieron esta noche, cerrada como está... Negocios urgentes sin duda. Al mismo tiempo la entrega V.

MILLER.-  Está bien, Barón.

LUISA.-   (Se coge a él con la mayor ansiedad.)  Pero, padre mío, si yo puedo encargarme de todo eso...

MILLER.-  ¡Sola, hija mía, con una noche tan oscura!  (Se va.) 

FERNANDO.-  Alumbra a tu padre.  (Mientras LUISA acompaña a MILLER alumbrándole, se acerca él a la mesa y echa un veneno en la limonada.) Sí, fuerza es que muera; fuerza es. Hasta las celestes potestades parecen hacerme señas de que la mate. Lo quiere la venganza del cielo... Su ángel bueno la abandona.



Escena VII

 

FERNANDO y LUISA.

 
 

(LUISA vuelve con paso lento, deja la luz encima de la mesa, se sienta en extremo opuesto al MAYOR, cabizbaja, y mirándole de vez en cuando con cierta timidez. Él permanece en pie al otro lado, fija la vista en el aire. Larga pausa.)

 

LUISA.-  ¿Quiere V. acompañarme, señor Walter?... voy a tocar un poco el piano.  (Le abre. FERNANDO no contesta. Pausa.)  Me debe V. una partida de desquite al ajedrez. ¿Quiere V. jugarla, señor Walter?  (Nueva pausa.) ¿Sabe V., señor Walter, que he empezado ya a bordar para V. la cartera que le prometí? ¿Quiere V. ver el dibujo?  (Nueva pausa.)  ¡Ah, qué desgraciada soy!

FERNANDO.-   (Irónicamente.)  Puede ser.

LUISA.-  No es culpa mía, señor Walter, si sostengo tan mal la conversación.

FERNANDO.-   (Aparte, con amarga sonrisa.) ¡Y qué puedes hacer ¡infeliz! con mi extremada reserva!

LUISA.-  Ya sabía yo que no congeniaríamos más. Por eso me asusté, lo confieso, cuando hizo V. salir a padre. Me parece que ese momento ha de sernos insoportable a ambos, y si V. lo permite, iré a buscar algunos amigos míos...

FERNANDO.-  Sí, hazlo. Yo iré también por algunas amigas.

LUISA.-   (Mirándole confusa.)  ¡Señor Walter!

FERNANDO.-   (En tono sarcástico.)  Por mi honor, que me parece esta la más ingeniosa salida que pueda ocurrírsele a nadie en semejante situación. Tomaremos a risa esa entrevista, y divertiremos las penas del amor con algunas galanterías.

LUISA.-  Parece que está V. de buen humor, señor Walter.

FERNANDO.-  ¡Y tanto!... Capaz soy de divertir hasta a los chicuelos de la calle. Dígote, Luisa, que tu ejemplo me sirve de lección. Has de ser mi institutriz. ¿Qué locos, verdad los que hablan de amor eterno?... ¡Pues digo!... La eterna uniformidad repugna. En el variar está el gusto. Daca esa mano, Luisa; soy de los tuyos. Eche cada cual por su lado, y corramos de aventura en aventura, rodando por el cieno. ¿Quién me dice que no recobre en algún burdel la tranquilidad perdida? Mira, quizá después de nuestras calaveradas, volveremos a vernos tan campantes. Estaremos hechos unos esqueletos, eso sí, pero hemos de reconocernos, como en las comedias, por el pelaje, que no puede negar ningún individuo de la caterva. Verás cómo vamos a averiguar entonces que de la infamia y el hastío resulta cierto bienestar, cierta armonía, que en vano intenta lograr la mayor ternura.

LUISA.-  ¡Ah mancebo!... Te abruma la desgracia, y ¿quieres ahora empeñarte en merecerla?

FERNANDO.-   (Colérico, murmura entre dientes.) ¿Quién, te dijo que sea desgraciado? Porque lo que es tú, eres muy mala para sentir una emoción... ¿cómo puedes hablar de la ajena? ¿Desgraciado, dices? Esta sola palabra podría resucitar mi furor en la misma tumba. ¡Pues no sabía que había de ser desgraciado!... ¡Mil rayos! Lo sabía y me hace traición... Ves, serpiente... esto era lo único que podía salvarte... Tú misma pronuncias tu sentencia. Hasta ahora pudiste salir ilesa, atribuyendo tu crimen a la ignorancia; por mi desprecio, casi escapabas a mi venganza.  (Coge el vaso con viveza.) Así, no fue tanta tu ligereza... no fuiste tan tonta... eres un demonio.  (Bebe.) Esta limonada está sosa como tu alma. Pruébala.

LUISA.-  ¡Oh cielos! No sin razón temía esta escena.

FERNANDO.-   (En tono imperioso.) Pruébala.  (LUISA coge el vaso con pesar y bebe. Apenas lo lleva a los labios, FERNANDO palidece y corre de súbito a refugiarse en el fondo del aposento.) 

LUISA.-  Pues está buena.

FERNANDO.-   (Sin volverse y estremeciéndose.)  Que aproveche.

LUISA.-   (Deja el vaso encima de la mesa.)  ¡Ah!... si supiera V., Walter, cuán cruelmente me insulta.

FERNANDO.-  ¡Hum!

LUISA.-  Tiempo vendrá, Walter...

FERNANDO.-   (Acercándose.) ¡Oh! nada tenemos que hacer ya con el tiempo.

LUISA.-  ...En que la noche de hoy pesará sobre su corazón.

FERNANDO.-   (Empieza a pasearse a grandes pasos y con viva inquietud. Se quita la banda y la espada y las echa al suelo.) ¡Adiós, servicio de la corte!

LUISA.-  ¡Dios mío!... ¿Se siente V. indispuesto?

FERNANDO.-  Tengo calor... y una opresión... Quiero ponerme a mis anchas.

LUISA.-  Beba V., beba V.; esa bebida le refrescará un poco.

FERNANDO.-  Verdad... Y tiene buen corazón la perdida. Todas son así.

LUISA.-   (Echándose en sus brazos con amor.)  ¡Hablar así a tu Luisa, Fernando!

FERNANDO.-   (Rechazándola.)  Aparta, aparta; lejos de mí tus hechiceros ojos... Sucumbo... Ven revestida de tu monstruoso horror, ¡serpiente!... arrójate sobre mí... ¡reptil!... Despliega a mis ojos tus repugnantes anillos; yergue tu cabeza... Muéstrate tan horrible como fuiste al vomitarte el abismo... Que no te vea al menos convertida en ángel... en ángel... ¡Es tarde!... Ahora, fuerza será aplastarte como una víbora... o la desesperación... ¡Por piedad!

LUISA.-  ¡Oh!... ¡Haber llegado a tal extremo!

FERNANDO.-   (Mirándola de soslayo.) Que esta hermosa obra del Supremo Artista... ¡quién lo hubiera creído!... ¡quién debía creerlo!...  (Le coge la mano, y la eleva al cielo.) ¡Oh Dios mío!... no quiero preguntarlo... pero ¿por qué tal veneno en tan bello vaso?... ¿Cómo puede mostrarse el vicio con esa dulzura celestial?... ¡Oh!... Es raro.

LUISA.-   (Aparte.) ¡Oír eso, y verse forzada a callar!

FERNANDO.-  ¡Y esta voz tan dulce y melodiosa!... ¡Cómo las rotas cuerdas producen tan puro sonido!  (Contemplándola con amor.) Tan bella, tan proporcionada, tan divinamente perfecta!... ¡Obra de Dios, en un hora propicia!... Diríase que el mundo sólo había sido creado para que Dios acabara esa obra maestra. ¡Y sólo había de errar en el alma que le diera! ¿Podía dejar sin defecto esta maravilla? Quizá advertido de que el cincel había producido un ángel, se apresuró a darle un corazón tanto peor.

LUISA.-  ¡Criminal obstinación! Antes que confesar su culpa, se atreve con el cielo.

FERNANDO.-   (Echándose llorando en los brazos de LUISA.) Luisa, por última vez, por última vez, como el día de nuestro primer beso, cuando balbuceaste el nombre de Fernando, y tus labios encendidos dijéronme por vez primera:... tú... ¡oh, pareciome que aquel instante encerraba el germen de un gozo inefable, infinito, como el capullo, la flor. La eternidad se extendía sobre nuestras cabezas, cual hermoso día de mayo; como amantes esposos, millones de años, risueños dorados, se deslizaban a nuestra vista... Entonces ¡cuán feliz era! ¡Oh Luisa, Luisa, Luisa! ¿Por qué has obrado así conmigo?

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LUISA.-  No llore V., Walter, no llore V. Ese dolor sería más justo que el arrebato.

FERNANDO.-  Te engañas. Estas no son lágrimas; no el cálido y delicioso rocío que fluye como un bálsamo sobre las heridas del alma, y renueva la sensibilidad... mis lágrimas, frías y solitarias, son el terrible, el eterno adiós a mi amor.  (Con espantosa solemnidad y dejando caer la mano sobre la cabeza de LUISA.) ¡Llanto que vierto por tu alma, Luisa; por Dios mismo, cuya bondad infinita erró esta vez y pierde la más bella de sus obras! ¡Oh!... Parece como que la creación entera debiera cubrirse de duelo y turbarse con lo que pasa. Espectáculo común ver cómo sucumben los hombres y pierden su alma; mas cuando la peste diezma a los mismos ángeles del cielo, es fuerza que la naturaleza entera suelte un grito de consternación.

LUISA.-  Walter, ¡por Dios, no extreme V. las cosas! Me siento con fuerzas como la que más, mas sólo para soportar una prueba humana... Dos palabras y separémonos. Horrible suerte introdujo cierta confusión en el lenguaje de V. Si pudiera hablar, Walter, podría decirte cosas... podría... Pero la suerte cruel ata mi lengua y mi amor, y me veo obligada a dejarme tratar por ti como una perdida.

FERNANDO.-  ¿Te sientes bien, Luisa?

LUISA.-  ¿A qué esa pregunta?

FERNANDO.-  Porque sentiría por ti, que te fueras de ese mundo con la mentira en los labios.

LUISA.-  Por Dios le ruego... Walter.

FERNANDO.-   (Víctima de violenta agitación.) No, no; esta venganza sería demasiado satánica; no, Dios me libre de ello. No quiero extremar la venganza más allá de la tumba. Luisa, ¿has amado al Mariscal? Mira que no saldrás de esta sala.

LUISA.-  Pregunte V. cuanto se le antoje; yo no he de contestar una palabra.  (Se sienta.) 

FERNANDO.-  Piensa en tu alma, Luisa... ¿has amado al Mariscal? Mira que no saldrás de esta sala.

LUISA.-  No diré una palabra.

FERNANDO.-   (Se arroja a sus pies vivamente conmovido.)  Luisa, ¿has amado al Mariscal?... Antes que se extinga esta luz, habrás comparecido ante Dios.

LUISA.-   (Levantándose con espanto.) ¡Jesús mío!... ¿Qué es?... ¡Ah! ¡Qué mal me siento!  (Cae sobre la silla.) 

FERNANDO.-  Ya... ¡Oh mujeres, eterno enigma! Vuestros frágiles miembros soportan el crimen que devora a la humanidad en sus raíces, y un miserable grano de arsénico os derriba al suelo.

LUISA.-   ¡El veneno!... ¡el veneno!... ¡Dios mío!

FERNANDO.-  Temo que sí. Tu vaso de limón fue sazonado en el infierno. Con beberlo, bebiste la muerte.

LUISA.-  ¡La muerte! ¡la muerte!... ¡Dios de misericordia!... Estaba envenenado el vaso... la muerte... ¡Ten piedad de mi alma, Dios mío!

FERNANDO.-  Eso es lo esencial. También yo se lo pido.

LUISA.-  Y mi madre... mi padre... ¡Salvador del mundo!... Mi pobre padre perdido... ¿No hay salvación?... ¡Tan joven y no hay salvación, y será forzoso partir!

FERNANDO.-  No hay salvación. Es forzoso partir. Pero tranquilízate, pues haremos el viaje juntos.

LUISA.-  ¿Tú también, Fernando? ¿Te has envenenado, Fernando... por tu propia mano? ¡Oh Dios, perdónale... Dios de clemencia, libértale de ese pecado!

FERNANDO.-  Cuida de arreglar tus cuentas con Dios... me temo que no se hallen en muy buen estado.

LUISA.-  ¡Fernando!... ¡Fernando!... Ahora ya no puedo callarme... La muerte... la muerte rompe todo juramento... Fernando... No existe criatura más desgraciada que tú en el mundo... Muero inocente, Fernando.

FERNANDO.-   (Con espanto.) ¿Qué dice?... En tan supremo instante no se miente.

LUISA.-  Yo no miento nunca, no miento nunca. Sólo he mentido una vez en mi vida... ¡Ah! siento cundir por mis venas frío glacial... Cuando escribí la carta al señor...

FERNANDO.-  ¡Ah! ¡la carta!... Dios sea alabado. Recobro toda mi firmeza.

LUISA.-   (Se le entorpece la lengua, y se le envaran los dedos.) Esta carta... Prepárate a oír una abominable palabra... Escribió mi mano lo que reprobaba mi corazón... tu padre la dictó.  (FERNANDO, inmóvil y como petrificado, tras breve pausa, cae de golpe como herido del rayo.) ¡Oh deplorable error!... Fernando... Violentaron mi voluntad... tu Luisa hubiera preferido la muerte... pero mi padre... el peligro... obraron con traición.

FERNANDO.-   (Con acento terrible.) ¡Gracias, Dios mío!... No siento aún el efecto del veneno.  (Tira de la espada.) 

LUISA.-   (Flaqueando cada vez más.) ¡Oh desdicha! ¿Qué pretendes hacer? Es tu padre.

FERNANDO.-   (En un acceso de rabia.)  ¡Asesino, y padre de un asesino! Es fuerza que sea de la partida, para que Dios castigue sólo al culpable.  (Hace que se va.) 

LUISA.-  ¡Dios moribundo perdonó!... ¡Perdón por ti y por él!  (Muere.) 

FERNANDO.-   (Se vuelve, repara en su último movimiento, y cae de rodillas delante de ella.) Detente, detente... ¡No me huyas, ángel del cielo!  (Coge su mano y la deja caer.) ¡Fría, fría y húmeda!... Voló su alma.  (Se levanta.) Dios de mi Luisa... perdón, perdón por el más insensato asesino... Esta fue su última plegaria. ¡Qué hermosa y hechicera! La muerte enternecida respetó su adorado rostro. ¡Ah!... No era una máscara su dulzura, pues subsiste después de muerta.  (Pausa.) ¿Pero cómo?... ¿Por qué no siento nada? Tal vez me salve la fuerza de mi juventud. ¡Oh pena inútil!... No es esto lo que quiero.  (Coge el vaso.) 



Escena última

 

FERNANDO, El PRESIDENTE, WURM y algunos criados se precipitan en la sala con espanto seguidos de MILLER, pueblo y ALGUACILES que se quedan en el fondo.

 

EL PRESIDENTE.-   (Con la carta de FERNANDO en la mano.) ¿Qué significa esto, hijo mío?... Jamás creyera...

FERNANDO.-   (Arrojando el vaso a sus pies.) Pues mira. ¡Asesino!

EL PRESIDENTE.-   (Tambaleándose. Los demás, espantados. Terrible silencio.) ¡Hijo mío! ¿Por qué has hecho esto?

FERNANDO.-   (Sin mirarle.)  Sí; realmente. Debía preguntar antes al hombre de Estado, si el golpe se conformaba con sus designios. La cábala que había de romper los lazos de nuestros corazones, por medio de los celos, estaba admirablemente urdida, lo confieso. ¡Calculado por quien lo entiende! Lástima que el amor enfurecido no obedece a tales resortes, como un maniquí.

EL PRESIDENTE.-   (Mirando a los que le rodean.) No habrá quien llore por un padre sin consuelo?

MILLER.-   (Dentro.)  ¡Dejadme entrar! ¡Por Dios!... ¡dejadme!

FERNANDO.-  Esta muchacha es una santa... otro debe quejarse por ella.  (Abre la puerta a MILLER, que entra con el pueblo y la policía.) 

MILLER.-   (Con horrible angustia.)  ¡Hija mía! ¡hija mía! Envenenada... dicen... ¡Has sido arrebatada! Hija, ¿dónde estás?

FERNANDO.-   (Le lleva entre el cadáver de LUISA y El PRESIDENTE.) Yo soy inocente. Agradécelo a éste.

MILLER.-   (Cayendo al suelo.) ¡Jesús!

FERNANDO.-  Sólo te diré breves palabras, padre, que ya empiezan a valer algo para mí. Mi vida me ha sido pérfidamente robada, y robada por ti. ¿Cómo me presentaré ante el tribunal de Dios? Tiemblo de ello. Y sin embargo, yo no he sido nunca un miserable. Sea la que fuere mi sentencia, no recaiga, por Dios, sobre ella sola... Pero he cometido un asesinato,  (con terrible acento.) un asesinato, del que tú no querrás que responda yo solo ante el Juez Supremo. Echo solemnemente sobre ti la mayor y más espantosa parte de culpa. Cuida tú de justificarte a tu modo.  (Llevándole junto a LUISA.) ¡Bárbaro!... goza del fruto de tu habilidad. La muerte ha escrito tu nombre sobre este rostro, y el ángel exterminador lo leerá en él. Así turbe tu sueño y tire las cortinas de tu alcoba, cuando duermas, visión parecida a esta mujer. Así se te aparezca cuando espires y disipe en tus labios tu última plegaria! ¡Así la veas junto a la tumba cuando resucites, y junto a Dios cuando vaya a juzgarte!  (Se desmaya: los criados le sostienen.) 

EL PRESIDENTE.-   (Con violenta emoción elevando las manos al cielo.) ¡Oh Dios mío!... no me pidas cuentas de estas almas a mí, no... no a mí, sino a este hombre.  (Señalando a WURM.) 

WURM.-  ¿A mí?

EL PRESIDENTE.-  A ti, maldito, a ti, Satanás... Tú me diste este endiablado consejo... tú debes responder de él. Yo me lavo las manos.

WURM.-  ¿Yo?  (Con risa espantosa.) Pues está gracioso, está gracioso. Ahora averiguo cómo se agradecen los favores entre los condenados... ¿Yo?... ¡Imbécil!... ¡canalla!... ¿Era por ventura mi hijo? ¿Era yo tu amo?... ¿Yo debo responder? Por este cadáver que hiela la sangre, juro que acepto esta responsabilidad. Quiero perderme, pero te perderás conmigo. ¡Vamos allá! Ve gritando por las calles ¡al asesino! y despierta a la justicia. Aquí, alguaciles... Atadme y llevadme fuera; voy a denunciar secretos que erizarán los cabellos de quien los oiga.  (Intenta irse.) 

EL PRESIDENTE.-   (Deteniéndole.)  No lo harás ¡insensato!

WURM.-   (Golpeándole la espalda.) ¡Vaya si lo haré!... camarada... ¡vaya si lo haré! Soy loco... es verdad... pero a ti lo debo... voy a obrar como loco. Vamos cogiditos del brazo al cadalso, al infierno. ¡Cuánto me lisonjea condenarme contigo!  (Se lo llevan.) 

MILLER.-   (Que durante esta escena habrá permanecido con la cabeza apoyada en el seno de LUISA, absorto en su mudo dolor, se levanta rápidamente y arroja la bolsa a los pies del MAYOR.) ¡Envenenador!... Guarda tu dinero maldito: ¿querías así comprarme mi hija?  (Se va precipitadamente.) 

FERNANDO.-   (Sollozando.)  Seguidle; está desesperado; devolvedle ese dinero, precio de mi gratitud. ¡Luisa! ¡Luisa!... voy... ¡Adiós!... Déjame espirar en ese altar.

EL PRESIDENTE.-   (Volviendo de su estupor.) ¡Hijo mío!... ¿No volverás tus ojos un instante a un padre desesperado?  (El MAYOR estará junto a LUISA.) 

FERNANDO.-  Esta postrer mirada pertenece al Dios de misericordia.

EL PRESIDENTE.-   (Cae a sus pies víctima de horrible tortura.) Dios y los hombres me abandonan; ¿no volverás a mí tus ojos para darme un postrer consuelo?  (FERNANDO le tiende la mano, él se levanta.) ¡Me ha perdonado!  (A los demás.) Ahora soy vuestro prisionero.  (Se va seguido de la policía. Cae el telón.)