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Cacahuetes

Daniel Moyano





Iba Bioy bordeando la pequeña laguna del parque de San Francisco cuando el más glotón de los patos blanco y enorme, le echó un ojo y decidió seguirlo hasta donde se lo permitiera la verja delimitativa. Ni Bioy ni los que íbamos con él llevábamos en la mano nada que se pareciera a bolsas de patatas fritas o cualquier otro alimento ni teníamos trazas de haber ido ahí para dar de comer a los patos: Bioy había venido a España a recibir el premio Cervantes, había hecho un salto hasta Oviedo, invitado por la Fundación Municipal de Cultura, y unos amigos lo estábamos acompañando.

Caminábamos más bien deprisa, atentos a las explicaciones que sobre Vetusta nos daba el profesor José María Cachero, y si de vez en cuando mirábamos para el lado de los patos era apenas de rabo de ojo a un costao, como dice un viejo tango. El pato pedigüeño que seguía a Bioy sin apartarse un milímetro de la verja, también miraba de rabo de ojo al escritor, porque, a causa de la difícil posición de sus ojos, movía la cabeza alternadamente mirando también hacia adelante, atento a que los demás patos no le arrebataran los cacahuetes que el escritor sin duda iba a arrojarle.

No hubo cacahuetes ni bizcochos ni bollos ni nada para patos domingueros, y el pato cuando llegó a sus límites se quedó mirando cómo se alejaba el ilustre visitante. Allí lo único que parecía cierto eran las miradas de soslayo, tanto las del pato como las del escritor que tras blanquear en el aire caían sobre el césped como si fuesen cacahuetes, patatas fritas o cualquier otra golosina patuna.

Bioy, guapo y gardeleano, rodeado por las «tesinas» asturianas que estudian su obra amorosa y ferozmente: Betty, Peggy, July y otras más. Bueno, ésas eran las rubias de New York arracimadas junto a Carlos Gardel cuando rodaban El tango en Broadway, años ha. «Deliciosas criaturas perfumadas», cantaba el Zorzal Criollo, y qué pinta tenía, qué clase, qué arrogancia pa cantar, igual a la de Bioy ahora, rodeado por sus exégetas sensuales, «quiero el beso», sigue diciendo la canción, justo cuando por influjo del inglés Dunne se mezclan los tiempos y las chicas de New York/Oviedo se entreveran con las Paulinas y Faustinas que Bioy colecciona en sus ficciones y todas juntas acercándose al Bioy/Gardel de ahora le ofrecen dulcemente «el beso de sus boquitas pintadas».


Boquitas pintadas

En la Pampa, y también en los cuentos de Bioy, dan miedo esos relámpagos que inundan la bóveda celeste y la desnudan; el cielo queda como borrado y dispuesto a mostrarnos cualquier cosa espeluznante, de ésas que vienen de otros mundos. A la luz de esos relámpagos, aquí en Oviedo, se me aparecen ahora tres momentos cruciales que los argentinos no pudimos aprovechar, por eso nos va como nos va y no sólo pertenecemos al tercero sino a un cuarto e incluso a un quinto mundo.

La primera fue casi «in illo tempore», cuando el único habitante de esas soledades era un argentinito cuasi mono descubierto miles de años después por el excavador de nacionalidad idem pero de origen italiano, a saber Florentino Ameghino, que tras desenterrar sus huesos en medio de la más ancha de las pampas bañadas por relámpagos lo bautizó Anthropus pampeanus, y anunció al mundo, con bombos y platillos, que se trataba del primer hombre de la Humanidad, y que éste era argentino, o sea que a partir de ahora hasta los europeos eran descendientes de nuestro amado aunque un tanto despistado Anthropus. Despistado debido a que, por miedo y los relámpagos bioy-pampeanos o por cualquier otra razón, no supo progresar a tiempo y escondido en una cueva quedó bicho, mientras sus semejantes de Neanderthal o de Cromagnon sumaban puntos; porque el único gol que consiguió meter, ayudado por Ameghino.

La otra fue cuando por un par de vacas no muy gordas de las muchas que tenía Bioy, podíamos comprar una radio de galena (eran las primeras) y escuchar la pelea del siglo, donde nuestro Luis Ángel Firpo/Toro Salvaje de las Pampas (primo carnal del Anthropus) iba a quitarle el título mundial a Jack Dempsey, boxeador del imperio, en el Polo Grounds de New York allá por 1923. El «uppercut» del Toro/Anthropus que levantó en vilo al yanki y lo arrojó fuera del ring recorrió las tres Américas en un escalofrío, y cuando ya creíamos que por fin éramos los primeros y que todos los Roosevelt habidos y por haber tendrían que pedirnos permiso hasta para mascar chicles, los árbitros del imperio arreglaron las cosas para que Dempsey retuviese el título, pese a haber sido arrojado fuera del cuadrilátero por la formidable trompada que en un relámpago de tiempo nos permitió asomamos al placer de ser líderes en algo.




La tercera oportunidad

La última me concierne, como buen retoño del malogrado Pampeanus. Nos despedíamos de Bioy con una comida en el ovetense «Salsipuedes» cuando el también ovetense Cipriano Migoya Fernández, que llevaba un teléfono portátil, dijo en el aparato «¿Daniel Moyano? Sí, aquí está con nosotros, un momento por favor», y lo tendió hacia mí con aires solemnísimos y cara de grandes acontecimientos. Y todo se me cruzó por la cabeza, títulos honoríficos, sinecuras, y hasta el Premio no sé cuánto, pasando por embajadas en París o Rotterdam. El desfile, que duró unos segundos, me encendió los ojos en un brillo que Cipri y Bioy observaban muy atentos. Cuando advertí que se trataba de una broma, el brillo desapareció. «Qué pena, durante unos segundos fuiste único, pero dejaste escapar el instante» dijo el escritor argentino. Y sonreía, le brillaban los ojos, Bioy los tiene profundamente azules.







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