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Cadalso y el secreto

Jorge Demerson


Universidad de Lyon



  —79→  

Por muchos aspectos de su obra, muchos sucesos de su vida, Cadalso sorprende, asombra al lector y también lo atrae. Dos siglos después de su muerte, continúa interesando su obra, que todavía tiene garra. Y sigue interesando porque tanto la obra como la personalidad de su autor están rodeadas de cierto misterio, plantean problemas sin resolver.

Sirvan de botón de muestra las circunstancias que hicieron sonar por primera vez el nombre de Cadalso en el mundo literario de la época. En la Memoria de los acontecimientos más particulares de mi vida1, éste relata el incidente como sigue: «En esto se esparció por la Corte una especie de libelo titulado: Kalendario manual y Guía de Forasteros para el Carnaval del año 1768. En este papel, con alegoría sacada de la Guía común de forasteros, se hacía una descripción demasiado pública de los amores que con el nombre de cortejos eran ya conocidos en Madrid. El público me hizo el honor de atribuírmelo, diciendo que era más chistoso... y más salado que los famosos libelos conocidos en España... Y yo, por orden de Villadarias estimulado por la Benavente y otras, salí desterrado, empeñado, pobre y enfermizo de Madrid, la noche última de octubre de 1768»2.

En este trozo el supuesto autor no reconoce la paternidad de la obra. Sólo alude a una atribución que le honra.   —80→   Pero notemos que no se queja del destierro al que se le condena, cosa que sería natural si fuera inocente; y, además, el incidente manifiesta que el militar frecuentaba ciertos círculos encopetados de la capital donde su genio burlón y su talento literario eran apreciados. Sea de ello lo que fuere, él calla y deja que se cierna una total incertidumbre sobre el particular. Guarda el más absoluto secreto sobre la paternidad del texto, cuyo título nos pone in medias res, pues la palabra central del mismo es Carnaval, vocablo que sugiere a su vez otra forma de secreto: el disfraz, y la careta o la máscara. Así Cadalso hace una entrada algo escandalosa en las letras españolas de la mano del anónimo, del secreto y del disfraz. Trinidad que le acompañará frecuentemente a lo largo de su corta vida, porque Cadalso no es un autor que se entrega total -e ingenuamente- a su lector. En su jardín interior, cultiva con fruición la misteriosa flor del secreto.

En efecto, las obras suyas que conocemos, y que son mucho más numerosas que aquellas de que disponía el lector hace sólo treinta años, nos permiten distinguir, si tratamos de clasificarlas según su mayor o menor accesibilidad, cuatro o cinco niveles diferentes, desde el de la simple prudencia al de secreto absoluto.

En el primero, pondremos las obras impresas en vida del autor o preparadas para la impresión: Los Ocios de mi juventud, Los Eruditos a la violeta y su suplemento, las Cartas Marruecas y las Noches lúgubres. Con ellas nos encontramos frente a un secreto bastante elemental: el imprescindible para no suscitar los rayos de la censura. Sabido es que a la sazón la publicación de cualquier obra estaba sometida a la obtención previa de una licencia del Consejo que, a su vez, dependía del dictamen de un censor. Pero aun cuando había recibido la licencia, una obra literaria podía ser denunciada a la Inquisición, denuncia que solía ocasionar no pocos sinsabores al autor. Para evitar esos graves inconvenientes,   —81→   el escritor había de mostrarse sumamente prudente. Para ello, procuraba evitar toda postura extrema y violenta, no abordar ciertos temas particularmente vidriosos, como la Teología, la Religión, la Monarquía, la organización social.

Cadalso, que había sido censor de una obra traducida del francés, La Farfala, o la Cómica convertida3, no ignoraba los criterios que se solían aplicar. Tomó por supuesto las precauciones necesarias para no ser censurado. Escritor perfectamente consciente, decía lo que quería, exactamente lo que quería, y nada más. No se dejaba llevar de la inspiración del momento, no dejaba correr la pluma sin control. Más aún, se autocensuraba: a Gazel que extrañaba que «hubiese tan poco escrito sobre el gobierno de su patria», contesta Nuño: «Se ha escrito tanto... sobre el gobierno de las monarquías, que ya poco se puede decir de nuevo que sea útil a los estados, o seguro para los autores»4. En el caso de las Cartas marruecas, esa cautela no surtió el efecto apetecido, pues el manuscrito fue retenido por la Academia española que pidió se efectuaran unas correcciones, y luego quedó sin imprimir por otros motivos político-militares. Ello impidió la publicación de la obra en vida del autor.

Otro ardid al cual podía recurrir el escritor era disimular su personalidad o su nombre. Lo hacía de dos maneras: diluyéndose en lo anónimo, como en el caso del Kalendario manual, o echando mano de seudónimos, a imitación de Tomás de Iriarte que se firmaba D. Amador de Vera. Los seudónimos que usó el gaditano fueron el apellido Valle, el nombre completo de Josef Vázquez, tal vez el de Fernando Jugaccis de Pilotos, y otro seudónimo, no literario, el de Josef Gómez, comerciante de Cádiz, que adoptó para ir encubiertamente desde San Roque a Madrid, para informar a Floridablanca de la situación de Gibraltar y de unos planes de ataque que había ideado.

Aunque la crítica reconoció que Nuño y Tediato tenían   —82→   muchos rasgos de Cadalso, esos nombres no son seudónimos. Tampoco lo eran en rigor los nombres literarios que adoptaron frecuentemente los poetas en la segunda mitad del siglo XVIII. Los miembros de ciertos cenáculos literarios, como los poetas de la escuela salmantina, se daban entre sí nombres como Delio, Arcadio, Jovino, Batilo, Dalmiro, Fabio, Hormesindo, etc. Pero esos seudónimos literarios no eran disfraces. Correspondían a un juego de origen pastoril puesto de nuevo de moda por ciertas academias italianas. También son de carácter jocoso los nombres o títulos que se dan Cadalso y sus amigos en su correspondencia familiar, como Reverendísimo Padre Provincial, o Fray Rotundo de la Panza.

Más importante que la ocultación detrás de un seudónimo, es la disimulación con fines políticos que practica Cadalso. Convencido como hombre ilustrado de que no todo se ha de decir a todos, el militar expone y pone en práctica su teoría de varios niveles de difusión de ideas o de secreto. En la carta 87, sobre la leyenda de Santiago, se irrita contra los filósofos que «pretenden ridiculizar hasta los cimientos de la misma religión». Lo que le irrita en realidad son las consecuencias políticas y prácticas de esa actitud filosófica. «Aun cuando vuestro sistema arbitrario y vacío de todo fundamento de razón o de autoridad fuese evidente... debiera guardarse oculto entre pocos individuos de cada república»5. Ya se ve, Cadalso propugna esta vez el secreto como instrumento de gobierno. Algo parecido dice en la carta 59 a propósito de la manera de escribir la historia: «Uno de los tertulianos opinaba que se han de escribir tres géneros de Historia: uno para el pueblo, en el que hubiera efectivamente caballos llenos de hombres y armas, dioses amigos y contrarios, y sucesos maravillosos; otro más auténtico, pero no tan sincero que descubriese del todo los resortes que mueven las grandes máquinas; éste sería del uso de la gente mediana; y otro cargado de reflexiones políticas y morales en   —83→   impresiones poco numerosas, meramente reservadas ad usum Principum»6.

Indudablemente, esa estratificación social que establece el gaditano se relaciona en alguna manera con la ideología de las Luces que hacía de los hombres ilustrados los rectores naturales de la gente media y sobre todo del pueblo. La difusión de las Luces se había de proporcionar al grado de preparación de los «receptores». Observación que nos vuelve a llevar a la tan trillada fórmula: «Todo para el pueblo, pero sin el pueblo».

Así, en ese primer nivel de nuestra pesquisa, topamos con formas elementales o edulcoradas del secreto: el anónimo, el seudónimo, la prudencia, la autocensura, la discreción y la disimulación ilustrada.

Si es verdad que en sus obras publicadas, una parte de Cadalso se nos escapa porque tiene que mostrarse reservado, disimular, reprimir sus sentimientos, ocultar parte de sus pensamientos, hurtar el bulto ante ciertos problemas, es de suponer que en sus escritos no destinados a la imprenta, el autor no se rodea de tantas precauciones. En efecto, sus escritos privados, y singularmente sus cartas familiares, nos ofrecen un Cadalso diferente, nos revelan otro aspecto de su personalidad, casi otro hombre. Aquí el autor se nos presenta sin pantalla ni tapujos, sin disfraz, sin máscara de ninguna clase en sus cartas confidenciales dirigidas a unos pocos amigos, íntimos y seguros. En ellas, tenemos por fin la impresión de conocer a Cadalso, con su mente y su corazón, con sus ideales, sus ideas y emociones, con sus cualidades y defectos, con sus altibajos de ciclotímico, tal en fin como debía de ser en realidad. En vez del escritor grave, meditabundo, filósofo, crítico e irónico, a veces amargo, se nos presenta en general como un hombre festivo, jovial y bromista. En esa correspondencia, el andaluz eclipsa al vizcaíno.

En ella nuestro autor se expresa con mucha libertad. Se burla de sus corresponsales, de sus amigos, de sí mismo,   —84→   de los malos poetas, de todo ser viviente. No temiendo la censura, extiende su burla a temas mucho más peliagudos: a la religión, a sus ritos, a sus leyendas y supersticiones, a sus instituciones como los conventos, a varios santos, e incluso a la Virgen. Pero hay un campo acotado en el que no se mete: Dios, el Rey, La Monarquía se libran de sus críticas.

En esas cartas familiares, Cadalso se muestra como un hombre de buena compañía, que se entrega sin reserva, sin trastienda, que da libre curso a su alegría vital no estudiada ni reflexiva.

Este aspecto se hace patente sobre todo en sus cartas a Tomás de Iriarte, corresponsal de predilección que tenía el don de despertar su gracia, su donaire, sus chistes y esas explosiones de buen humor más propias de un muchacho que de un hombre maduro. En ellas, Cadalso manifiesta una disponibilidad, una agudeza, una despreocupación asombrosas, y ese placer verbal que experimenta al ensartar largas retahílas de palabras, jugando con ellas como lo hacían Quevedo y Rabelais.

Véase por ejemplo la estupenda carta n° 35 (p. 71-74), en que, partiendo de una broma de Quevedo que imita, se mofa de «una extraordinariamente extraordinaria octava» dedicada a la muerte de Sarmiento:


Sarmiento fue llorado con sosiego
porque el dicho Sarmiento fue gallego;
que si hubiera nacido en La Bañeza,
se le hubiera llorado con viveza;
pero, siendo Sarmiento malagueño
le llorarían, ya se ve, con ceño... etc.


Del mismo jaez es otra carta a Iriarte, de julio de 1773, n° 36, pp. 74-75, en que hace alarde de una imaginación tan viva como chusca. Reprende a su amigo por no haberle enviado el prometido panegírico del Padre Flórez: «...No le perdono a Vmd. la omisión, ni se la perdonaré in articulo   —85→   mortis, cuando tenga un padre capuchino a mi derecha, un agonizante a mi izquierda, el bacín a la cabecera, el orinal a los pies, y todo lo restante de estas comparsas. Si desde la cama voy al cielo, como lo espero de los méritos de Jesucristo, intercesión de la Virgen de Atocha y oraciones de una tía monja que tengo en opinión de santa, perderá Vmd. mucha parte de mis buenos oficios con Dios por esta sola culpa; y si me condeno, lo que no permita la Virgen Santísima que suceda a mí ni a ningún devoto de su rosario, le atormentaré a Vmd. en sueños, haciendo todas noches el viaje, arrastrando cadenas, echando fuego por los ojos y boca, llenando el cuarto de humo, apestando a azufre y dando unos aullidos, rugidos, relinchos, rebuznos, chillidos y otros gritos, que se ha de ver Vmd. muy negro si no tiene la precaución de poner en sus puertas y ventanas un letrero que diga: Ave María, Padre Rojas u otro conjuro semejante de los que hay muchos, y Vmd. supiera algunos de memoria si mirase más por su pobrecita alma que estará sabe Dios cómo».

De la misma vena donosa es la carta casi contemporánea de la anterior en que el oficial, encarnándose simultáneamente en dos personajes, el Prior de una supuesta comunidad religiosa, Fray Rotundo de la Panza, y el hermano Fray Joseph, imagina que aquél da a éste un vigoroso rapapolvo, obligándole a abjurar de la poesía profana y dedicarse en adelante a varios asuntos místicos, eremíticos, ascéticos, claustrales, etc., como son:

A San Bernardo echándole la Virgen leche en la boca como se ve en los cuadros -Sáficos y adónicos.

A San Antón criando su puerco -Canción pindárica.

A las bodas de San Josef -Epitalamio sin aquello de «Ven, Himeneo; ven, Himeneo».

Al juicio final -Jácara.


(nº 37, p. 75)                


En toda esa correspondencia chistosa, llena de gracia, Cadalso hace gala de un espíritu juvenil o, mejor dicho,   —86→   estudiantil, sorprendente en un hombre hecho y derecho. Grece nuestra sorpresa cuando nos hacemos cargo de que las más de esas cartas fueron escritas en Salamanca, cuando su autor tenía 32 o 33 años, y a los pocos de morírsele su idolatrada amante, María Ignacia Ibáñez. Parece como si, en el ambiente universitario que tanto le agradó, el militar, olvidado por completo de la reciente y terrible pesadilla, hubiese vuelto a sus años mozos y se le hubiera pegado la alegría juvenil de sus amigos, que eran muchos, pues se preciaba de ser amigo no sólo de sus contados «sobrinos», ¡sino de toda la matrícula de la Universidad!

Pero así y todo, en medio de esa espontaneidad de las cartas familiares, que tanto contrasta con la reserva de las Cartas marruecas, notamos algunas restricciones: la libertad de expresión no es total. En primer lugar, porque su propia carrera y la disciplina militar llevaron a Cadalso a no expresar ciertas ideas, ciertos pensamientos suyos, incluso a aplazar la publicación de algunas de sus obras. El pertenecer al Ejército lleva consigo una obligación de reserva. Todavía hoy día en muchos ejércitos del mundo, jefes, oficiales y tropa han de pedir permiso a la autoridad competente para publicar un artículo periodístico o una obra que no fuere meramente literaria. El gaditano se refiere explícitamente a esta rémora institucional de su actividad de escritor. Cita «las Cartas marruecas... obra que detengo sin imprimir porque la superioridad me ha encargado sea militar exclusive» (n. 70 p. 122). En otras ocasiones, le obliga a callar una desaprobación difusa, nacida de la necedad de sus jefes, de la envidia de sus compañeros y de la animosidad de los ignorantes: «...Y como dejé en Madrid mis libros... deseando evitar la nota de estudioso que se me ha echado en cara por los sabios de mi carrera», se aburre y siente el peso insoportable de la soledad.

Otras veces, hay cosas que el poeta no escribe, que referirá de viva voz, porque no quiere que se sepan fuera   —87→   del grupo reducido de sus íntimos. «Quisiera que el correo fuese conducto seguro para referir a Vmd. una temporada de diversión amorosa, bien que muy corta, que he tenido en el lugar que ahora he dejado» (n. 70, p. 122). Teme las indiscreciones y el escándalo; pretende conservar el secreto.

Con los otros lances amorosos a que alude el militar, pasa lo propio. Aunque escribe a unos amigos de confianza, omite los detalles, poda nombres y circunstancias, se muestra muy circunspecto. Hablando de sus versos sáficos y adónicos, escribe a Nicolás Fernández de Moratín: ...«en fin allí van tales cuales me los ha inspirado una nueva pasión que acabó al empezar y murió en la cuna» (p. 80). No es más explícito en el poema aludido, titulado Oda primera a Cupido:


«Entre los brazos de mi nueva amante,
temo la imagen de mi antiguo dueño»


(v. 53-54, p. 80)                


Nos queda desconocido en esas cartas el nombre de ese «nuevo amor», que tomó el relevo de su pasión por la Ibáñez.

¿Será que Cadalso procede así por afición al misterio? ¿O será efecto de su reserva natural, de su discreción de hombre bien educado y de caballero? Tenemos pruebas en efecto de su caballerosidad. En mayo de 1775 confía a Meléndez: «Finalmente, hay otra serie de cartas y borradores de respuestas mías a una dama joven y llena de talento, que me ha escrito en Montijo, filosofando mejor que muchos hombres... La incluyo entre los papeles que dejo a Vmd. a quien encargo no las publique con el nombre de la señora» (n° 56, p. 104).

Esa caballerosidad exquisita, el deseo de no perjudicar a los demás fue un motor poderoso cuanto noble en la vida de Cadalso, y le impulsó en ocasiones, no sólo a observar el más escrupuloso silencio en sus escritos, sino también a destruir ciertos documentos y papeles que poseía. Sirva de ejemplo la carta-testamento que dirige a su «sobrino» y   —88→   albacea, el ya citado Meléndez Valdés: «Otros papeles más serios que he tenido, los quemé durante mi última extraña enfermedad de Madrid. Más quise hallarme en la convalecencia privado de algunos documentos curiosos y tal vez honoríficos hacia mí, que perjudicar a algunos con el hallazgo de mis papeles, si acaso llegaba mi muerte» (n° 56, p. 103).

No es ésta la única «cremà» epistolar que realizó según confiesa él mismo: «Algunas otras cartas he escrito a personas altas y bajas que tal vez importan algo, singularmente una larga correspondencia que mantuve durante mi destierro en Aragón, con un amigo cuyo mérito y prendas he celebrado en mis débiles poesías bajo el nombre de Ortelio; y con la marquesa de Es[calona], pero a mi regreso a Madrid quemé cartas y respuestas. Otra tuve igual, a saber: mi colección de cartas y respuestas a Don Joaquín Oquendo...» (n° 56, p. 103-4).

Estas, no dice expresamente que las quemó; pero el empleo de la forma «tuve» parece indicar que a la hora de escribir la carta, ya no las tenía... En este caso, no le mueve al escritor el mero gusto que parece tener a veces por el misterio, ni el deseo de mixtificar que le anima cuando se cartea con sus amigos. Actúa a impulsos de esa virtud moral que parece haber sido la norma y directriz de toda su vida: la hombría de bien.

*  *  *

Si en las cartas familiares o confidenciales en que el poeta se desahogaba en el seno de la confianza, hemos topado con distintas formas, más o menos caracterizadas del secreto, ¿no será lógico que a fortiori encontremos otras manifestaciones de esoterismo en otras obras que por expresa voluntad del autor habían de permanecer recónditas cuando menos hasta su muerte? Este es el caso de las Apuntaciones autobiográficas que dio a conocer no hace mucho el académico de la Historia Don Ángel Ferrari. En ese escrito, que   —89→   se sitúa en un nivel mucho más hondo, mucho más secreto que lo que hemos visto hasta ahora, el gaditano se nos revela con la misma total franqueza, con la misma cruel lucidez que San Agustín y Rousseau en sus respectivas Confesiones, o que Gide y otros autores contemporáneos en sus Diarios, en que hacen alarde de una franqueza absoluta, rayana a veces en exhibicionismo.

En la ya citada carta-testamento a Meléndez, Cadalso señalaba la existencia de este papel suyo al que llamaba: «Memoria de los acontecimientos más particulares de mi vida». Al leer esta interesantísima relación, el lector se pregunta qué finalidad exacta perseguía el autor al componerla. ¿Quería hacer una «composición de lugar», como solía decir, recapacitar los principales sucesos de su vida, según reza el título, algo como un examen de conciencia por el estilo de los que le habían enseñado los PP. jesuitas? Aunque no se suelen publicar los exámenes de conciencia, -ejercicios particulares y privados si los hay-, es posible que haya algo de esto en la Memoria. Porque se trasluce en ella una voluntad de sinceridad, un tremendo esfuerzo de lucidez, un conato por pintar un retrato sin contemplaciones. Incluso con algo de cinismo. Persuadido de su valía política y literaria, Cadalso quiere dejar su biografía a la posteridad. Obsesionado por la idea de la muerte, habitado por el deseo de sobrevivirse en la mente de sus semejantes, por el «Non omnis moriar» de los latinos, escribe no sólo su epitafio, sino también esta autobiografía. Una autobiografía que pretende, al igual que la de Don Antonio Porlier, ser ejemplar, aunque es otra su finalidad. No se propone con su ejemplo llevar al lector a la salvación eterna aconsejándole acepte las penalidades de este valle de lágrimas. Al revés le enseña el modo de triunfar en este mundo. «Guárdelo Vmd., escribía a Meléndez, para hacer uso de él para su gobierno en el mundo» (p. 103). Eso es la Memoria, en opinión de su mismo autor: un «arte de medrar» o «arte de triunfar»   —90→   en las lides de este mundo, como Le Mondain de Voltaire, como -salvando las distancias y diferencias que son notables- el Príncipe de Maquiavelo.

Pero Cadalso no quería que permaneciese definitivamente oculta esa biografía suya. Donde sólo exige el secreto, pero eso sí con cierta solemnidad, es en lo que respecta a la identidad de las personas a quienes alude: «Por ningún término publique Vmd. los nombres, ni lugares, ni tiempos que cito. Sobre esto encargo su buen corazón, amor al prójimo y fidelidad a su amigo». (p. 103).

Merece notarse que la cronología de la publicación de las obras de Cadalso respeta el nivel de interioridad, o de intimismo de las mismas: en el siglo XVIII vieron la luz las obras destinadas al público; a fines del XIX, la correspondencia familiar; en el siglo XX, más correspondencia familiar y oficial, las Apuntaciones autobiográficas y parte de las del sitio de Gibraltar. Así, paulatinamente, por etapas, la crítica puede penetrar en el conocimiento de la personalidad del escritor.

Con las Apuntaciones autobiográficas aparece un aspecto completamente nuevo del gaditano; un aspecto que era difícil barruntar incluso a través de las cartas. En las Apuntaciones, hace una confesión despiadada, que nos revela en el oficial una marcada inclinación a la disimulación. En vez del buen compañero espontáneo, jovial, entretenido, sincero, extravertido de las tertulias salmantinas, descubrimos en él a un hombre frío, calculador, capaz de fingir, de idear maniobras complicadas y de llevar la «combinazzione» hasta la duplicidad y la auténtica hipocresía. Recuérdese que el «hupocrités» entre los griegos era el actor que representaba con una máscara. No sólo es Cadalso astuto y listo. Manifiesta una extraordinaria voluntad de medrar -per fas aut nefas- muy ajena de toda sinceridad. Su gusto por las vías secretas hace de él un ser disimulado, intrigante y maniobrero. Todo obedece en este hombre desconcertante a motivaciones   —91→   ocultas, a un cálculo constante y clarividente, procedentes de una conciencia aguda del propio interés. Cadalso cultiva un egoísmo siempre alerta y lúcido.

Esta psicología compleja aparece con claridad meridiana en su actitud con su padre, con los jesuitas, con Aranda, con los Benavente y Peñafiel y con otros muchos.

Su padre imaginaba para su hijo un destino de covachuelista, mientras que éste anhelaba ser militar. Viendo el joven que su vocación irritaba a su padre, Cadalso no se le opone frontalmente; le torea mañosamente. Sabiendo que éste aborrecía a la Compañía de Jesús, «finge vocación de jesuita», le «escribe tres pliegos grandes por las cuatro caras llenas de pedantería mística, sobre la perfección del estado religioso, peligro de las almas en el mundo, esencial obligación de salvarse, etc.». Más tarde, «por no parecer inconsecuente, dice, aparenté más vocación mística...» La muerte inesperada del padre puso fin a esa lamentable comedia. Pero los vocablos: «fingí, pedantería mística, aparenté» evidencian la conducta hipócrita del joven y lo falaz de su proceder (pp. 7-8).

En lo que se refiere a los jesuitas poco antes de su expulsión, Cadalso fue consultado oficialmente acerca de ciertos «negocios jesuíticos», y confiesa que vio el partido que podía sacar de la situación: «Entonces, dice, pude haber hecho un gran negocio con los jesuitas informando a su favor, o con el ministerio, informando contra la Compañía». Pero resistió la tentación «e informé como hombre de bien la verdad lisa y llana» (p. 11). Durante un momento, contempló la posibilidad de mentir por interés en un sentido o en el otro, lo que es propiamente maquiavélico.

Con Aranda, se salió con la suya. No bien ingresado en el Ejército, se muestra el gaditano muy ambicioso: quiere medrar, trepar, y eso rápidamente. Convencido del propio valer, sabiendo que el mérito no basta por sí solo para encumbrarse, procura Cadalso agarrarse a buenas aldabas.   —92→   Así, «viendo la gran fama que el conde Presidente [Aranda] tenía, pareciome útil, dice, introducirme con él, y hallé motivo porque, enamorado de un caballo mío que le vendí, tuve ocasión de hablarle» (p. 13). Ese «pareciome útil» es harto revelador de su carácter astuto, previsor, maniobrero, pragmático y calculador.

Calculador, lo seguirá siendo toda su vida. Consiguiendo en 1778 una licencia para Madrid por tres meses, hace una «composición de lugar» para ese viaje:

«Debo trabajar a los objetos siguientes:

3. entablar pretensión de encomienda.

4. idem de grado de coronel... imposible.

5. idem de la tenencia coronela... posible.

8. Fomentar la amistad de Montijo, Cevallos, Navia».


(p. 26)                


Lo que pretende el militar -lo escribe varias veces- es «hacer fortuna»: «En mi edad que aún no es grande, en mis introducciones, que son buenas, y en el concepto que tengo entre las gentes, me puedo prometer fortuna» (p. 27). «Y acabándome de hacer cargo de que no está... al Ejército para hacer fortuna, pedí mi retiro...» (p. 23).

Es evidente pues que las Apuntaciones nos hacen descubrir un Cadalso enteramente nuevo, que no podíamos imaginar al leer sus obras publicadas en el siglo XVIII, ni tampoco a través de la correspondencia familiar, pese a su índole mucho más directa y espontánea. Prueba irrebatible de que, para componer las Cartas marruecas y otras obras, el escritor había usado una, o más bien varias máscaras, seria y hasta severa, ésta, más risueña ésa, más sentimental aquélla. En cambio, para redactar sus cartas familiares se puso, no una máscara, sino una careta, como las que usaban los concurrentes a los bailes de disfraces a los que alude en el Kalendario manual. Esa careta, más ligera y pequeña, parece casi transparente, casi invisible. Pero existe, y la Memoria   —93→   nos lo prueba. Con todo, quedamos convencidos de que el auténtico Cadalso se ha de buscar, no en la correspondencia, sino en esa confidencia autobiográfica, en la que se nos antoja que por fin se presenta con toda naturalidad, tal y como era en realidad.

*  *  *

¿Tal y como era en realidad? Desengañémonos. El personaje es más complejo todavía; guarda más secretos. Él mismo en esa Memoria en que tenemos la ingenuidad de pensar que se ofrece con el alma en la palma, nos revela la existencia de otras apuntaciones, más íntimas al parecer, ya que las llama apuntaciones reservadas. Con ellas llegamos a un cuarto nivel de la personalidad del autor. Unas verdaderas catacumbas en el alma del gaditano.

Al hablar de apuntaciones reservadas, no se refiere a lo que escribe acerca de sus amores con la de Codallos: «Lo que hicieron por casarme y lo que hice para que no me casaran merecen una historia aparte» (p. 13). Escritor metódico, enamorado del orden y de las clasificaciones precisas -algo de cartesianismo debía de habérsele pegado durante su estancia en Francia- Cadalso se niega a hacer digresiones y rechaza las cláusulas incidentales. Por eso explica a propósito de la Ibáñez: «Sus amores formarán artículo a parte, por no interrumpir la serie de mis sucesos en casa del Conde Presidente» (p. 20). Quiero hablar de otros apuntes suyos que aparecen al final de la Memoria: «De asuntos particulares míos durante el bloqueo, no expresados en las apuntaciones reservadas, el más notable fue la venida de Juan María de Cadalso, mi primo» (p. 31). En la nota que figura también en la página 31, volvemos a encontrar la misma expresión (alude a las dificultades que encuentra el general en jefe Álvarez de Sotomayor con sus oficiales): «La mucha oposición que tiene el que manda por parte de todos los que le obedecen, y más si entre los   —94→   subordinados hay algunos poderosos y el Jefe es un hombre no tan alto, hizo que se formase un partido contra Álvarez (en el diario reservado está)». Y en la página 32, a propósito de Don Francisco Salinas de Moñino, remite al Diario reservado.

Nótese que esas apuntaciones reservadas no se han de confundir por lo visto con las «hojas sueltas» que describe el propio autor en las Apuntaciones autobiográficas (p. 22). En cambio esas hojas sueltas, que forman una serie titulada «Carácter de los principales sujetos que he tratado, con las anécdotas más notables de lo que ha pasado con ellos», corresponden al parecer a lo que el autor llamaba «historia aparte, o artículo aparte» al tratar de la Codallos o de María Ignacia en su autobiografía. La serie consta de 23 artículos relativos a otros tantos personajes contemporáneos, desde «mi padre» hasta el general Don Antonio Ricardos. En esta lista aparece con el n° 21 María Ignacia Ibáñez, pero no la Codallos. Verdad es que las anécdotas referentes a las dos mujeres no se nos anuncian como estando en el mismo plano. Para María Ignacia, Cadalso está decidido a escribir sobre ella, como lo demuestra el empleo del futuro: «sus amores formarán artículo aparte». Mientras que para la señorita de Codallos dice sólo que los incidentes que rodearon sus relaciones con ella «merecen una historia aparte». Historia que tal vez el amante no llegó a escribir nunca.

Sea de ello lo que fuere, ese escrito archiconfidencial del coronel ve su secreto acrecentado aún por la total ignorancia en que estamos de su paradero. No parece que esas Apuntaciones reservadas hayan sido quemadas por su autor, como hizo con diversas correspondencias, pues en su Memoria alude a su existencia. Quiera Dios que aparezcan algún día en alguna librería de viejo, como la Defensa de la Nación española o las Apuntaciones autobiográficas.

*  *  *

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Hasta aquí, vemos que Cadalso consiguió preservar sus secretos por la prudencia, la circunspección y la discreción en sus obras, es decir al fin y al cabo por el silencio, y paralelamente, por la disimulación y el fingimiento en sus acciones. Procede por ocultación, o de sus pensamientos y escritos, o de sus motivaciones. Por que, de por sí, todos sus escritos eran fáciles de entender por estar redactados en castellano. Podemos suponer que las apuntaciones reservadas estaban asimismo escritas en castellano, como las autobiográficas, o, para aumentar algo la dificultad de lectura, en francés, inglés, latín, portugués o italiano, o tal vez, en una mezcla de todos estos idiomas, y con numerosas abreviaturas según la técnica de los Moratín en sus Diarios. Sabemos que el militar conocía todos esos idiomas y que era amigo de Nicolás Fernández de Moratín.

Abreviaturas según la técnica de los Moratín

Así y todo, aun acumulando todas estas dificultades, Cadalso debía de quedar descontento. Por más precauciones que tomase, sus secretos podían descubrirse. Por eso trató de hacer incomprensibles ciertas informaciones recurriendo a un lenguaje en clave, a una cifra. Y tenemos prueba de que usó esa cifra, ya que nos da un ejemplo de ella en las Apuntaciones autobiográficas, entregándonos -¡valga la palabra!- un secreto que le había confiado Oquendo, antes de enemistarse con él. «Esta enemistad de parte de Oquendo, prosigue Cadalso, fue muy absurda, porque si se acordó alguna vez de los secretos que me fió, y otros, debió temblar que yo le abandonase por el peligro que yo los descubriese; pero no llegó a tanto su política.   —96→   Tal vez me hubiera tentado mi desgracia a dar este paso tan ajeno de mí, a no haberme enamorado entonces mismo de una famosa cómica llamada Ignacia Ibáñez» (p. 19-20).

Este criptograma, que tiene apariencia de ecuación algebraica, ni otros ni el que escribe lo pudimos descifrar: «No nos ha sido posible interpretar las palabras en cifra» escribe N. Glendinning (p. 19).

Con todo, no debe de ser muy compleja la clave de este criptograma. En efecto el secreto de semejantes claves puede establecerse a varios niveles: alfabético, sustituyendo las letras del alfabeto normal por otras del mismo alfabeto, es decir modificando la correspondencia entre el signo y la letra que representa: por ejemplo a = t, b = o, c = v, etc. Esa correspondencia puede, mejor dicho, debe ser arbitraria para que el sentido quede hermético. Este es el grado más elemental. O bien, se sustituyen las letras del alfabeto occidental por otras procedentes de otros alfabetos, como el griego, el hebreo, el árabe, etc., o por signos totalmente arbitrarios. Pero en ambos casos, por debajo de los signos, se conserva el material verbal, el léxico y hasta la ortografía del idioma considerado, a no ser que se opte por hacer la transcripción a partir de una simplificación fonética. Un segundo grado, más complicado, consiste en cambiar también el sentido del material verbal empleado: si a «mesa» se atribuye el significado de «caballo», y a «zanahoria» el de «imprenta», pongamos por caso, et sic de coeteris, resulta dificultoso captar el mensaje que entraña tal lenguaje, máxime si es corto el texto, pues la frecuencia en la repetición de signos o vocablos permite descubrir la combinación empleada. Esos sistemas de cifra, muy sencillos, han sido perfeccionados de modo espectacular en la actualidad, sobre todo gracias al empleo de las computadoras que permiten cambiar durante el proceso de puesta en clave del texto, la equivalencia entre los signos: por ejemplo la primera vez que se emplee la a equivale a t, pero la segunda vez a i, etc. Para   —97→   complicar aún el descifrar, la máquina puede proceder asimismo al cambio continuado de las equivalencias entre los vocablos. Las claves actuales vienen a ser diabólicas y sólo se pueden descifrar conociendo la combinación empleada, con la ayuda de ingenios hipersofisticados.

Ahora bien, sabemos que Cadalso sentía un vivo interés por esos problemas de la criptografía. Incluso poseía un tratado manuscrito titulado «Para escribir en cifra», que debió de llevar consigo entre sus papeles a Salamanca. Durante su estancia en la ciudad del Tormes, trabó amistad, como de todos es sabido, con otros poetas jóvenes, estudiantes de la Universidad, Meléndez Valdés e Iglesias de la Casa, con los cuales llegó a formar una «Academia» en cuyas tertulias cotidianas leían sus obras o las ajenas «sujetándose cada uno de los tres a la rigurosa crítica de los otros dos» (p. 85). Es de suponer que los contertulios no se limitarían a censurar sus composiciones. No se violentarían en criticar las instituciones, Universidad, enseñanza escolástica, conclusiones, Justicia, Derecho, Mesta, etc., como lo prueban la correspondencia posterior del militar y sus amigos, las propias Cartas marruecas y muchas poesías filosóficas de Batilo. Para conservar apuntes de algunos de estos «cambios de opiniones» muy libres, y por eso mismo comprometedores, si no comprometidos, era mejor recurrir a un «código» secreto que en efecto utilizaron esos tres discípulos de Apolo.

Servía quizá también esa cifra para escapar a la curiosidad de ciertos compañeros -como el entremetido Cáseda- cuyo constante fisgoneo resultaba pesado a los tres poetas. Estos usaron una clave que confeccionaron en el seno de su tertulia o, cosa muy posible, recurrieron a una que había traído consigo el militar. No poseemos ningún texto extenso escrito con esa cifra, pero sí varias apostillas o anotaciones marginales autógrafas de Meléndez en sus manuscritos. Aunque poco numerosos y breves, esos criptogramas   —98→   permitieron a Antonio Rodríguez Moñino desentrañar el secreto de ese alfabeto. Puso la transcripción a lápiz debajo del texto.

Era harto sencilla la clave. Pertenecía al tipo alfabético que hemos definido antes, y no al lexical. Estribaba a la vez en un juego de equivalencias dentro del alfabeto español, en un cambio de otras letras castellanas por caracteres griegos, mientras que otros signos como la h-ll- o la -rr- quedaban eliminados. Al parecer ciertos símbolos de traza jeroglífica fueron o inventados por los usuarios o sacados de un manual de taquigrafía. Última particularidad, el texto se escribía de la derecha a la izquierda y no al revés como en las lenguas europeas.

Observamos que:

  • -la e fue conservada con su sonido
  • -C fue reemplazada por la Z (pero con el sonido de la oclusiva gutural K)
  • -la A y la R fueron sustituidas respectivamente por las cifras árabes 9 y 2.
  • -se operó una simplificación de las letras que representaban fonemas parecidos o vecinos:
    • B, V, W se redujeron a V
    • G, J, X se redujeron a J
    • K, C se redujeron a K
    • Y, I se redujeron a I
  • -las J, T, U, y Z fueron sustituidas por las letras griegas Letras griegas respectivamente.
  • -la I y la O lo fueron por trazos oblicuos / y p. 17
  • -la P por d (P invertida o d).
  • -Finalmente las letras M, N, Q, S, V, F, y L tuvieron por sustitutos unos caracteres o hebreos, o caprichosos:
  —99→  

Caracteres hebreos o caprichosos

Las tres apostillas que aparecen en los mss. autógrafos de Batilo, propiedad hoy día de Doña María Brey de Rodríguez-Moñino, rezan así:

1) E. 41.6882, p. 28

Elegía / a la muerte de Doña / ANA MARÍA VÁZQUEZ, con el nombre de Filis

Empieza:


«O rompa ya el silencio el dolor mío,
ya al labio salga en dolorido acento...»


2) E. 41.6883, p. 37

A los dichosos días de Doña / MARÍA ANDREA DE COCA.

Empieza:


«Ai, si mi humilde lira
bolverá al dulce y melodioso acento...»


3) E. 41.6883, p. 81

Anotación marginal al poema que empieza:


«Ai, bellísima Amarilis
que el corazón me robaste
con tus divinos ojuelos...»


Hay 54 signos que Antonio Rodríguez-Moñino descifró así:

«En la parte que me toque, quisiera que todo quanto soy fuera...»


Signos

*  *  *

  —100→  

Con lo que antecede, creo que queda sentada la propensión que tenía Cadalso al secreto. Constatación que me lleva a preguntarme ahora de dónde le venía al soldado-poeta esa inclinación, y cómo se compaginaba con las otras líneas de fuerza de su personalidad.

Siempre resulta aleatorio explicar por causas exteriores algún rasgo del carácter de una persona. Además es tarea que habría de incumbir a un psicólogo, lo que no soy. Sin embargo, en la biografía del coronel y en la autobiografía que nos ha dejado, podemos poner de manifiesto -me limitaré a señalarlos- algunos hechos que pueden haber contribuido a desarrollar en él cierta disposición para el secreto.

Disposición que puede hasta cierto punto haber heredado de su padre, hombre que nos pinta como poco expansivo, poco demostrativo en la manifestación de sus sentimientos, sin intimidad con su hijo a quien sólo conoció cuando éste había cumplido 13 años. Nos dice Cadalso que en aquella ocasión, su padre se limitó a besarlo en la frente y que siempre le habló de Vmd. El muchacho sufrió «de la natural sequedad de su genio» (p. 6-8).

Otra causa importante debe de ser su orfandad. En ausencia del padre, muere la madre de Cadalso a los dos años exactamente de nacer el niño. Esta circunstancia, la hubo de conocer el hijo. Asombra pues que escriba en las Apuntaciones autobiográficas: «muriendo mi madre del parto». Pero no es imposible que tras esa fórmula tan brutal como inexacta, que borra totalmente a su madre de su existencia, hayamos de adivinar el eco de la profunda y secreta desesperación de un niño que nunca pudo recordar a su madre porque en efecto no llegó a conocerla. Hay como la reminiscencia de un despecho subconsciente hacia esa madre que no supo vivir para amar a su hijo y para que él la amara. Manifestación de ese encono subconsciente hacia la madre ausente, puede ser esa actitud algo despectiva de Don Juan, casi de «Burlador», que adopta en general el gaditano con   —101→   sus conquistas. Además la constante ausencia del padre hace de Cadalso un niño doblemente huérfano, de padre y de madre, un «sin familia», hasta cierto punto un «desarraigado» sentimental.

Los biógrafos mencionan la existencia de una hermana mayor del futuro militar, María Ignacia, que le llevaba 21 meses. Pero murió en agosto de 1742, cuando José tenía 10 meses. Cadalso fue pues, además de huérfano, «hijo único» con el aislamiento que ello supone. Un hijo único criado por tres parientes: un anciano, una solterona y un sacerdote, trío sin duda bienintencionado, pero poco divertido. Sólo al ingresar en los jesuitas de Cádiz, el pequeño José, que había tenido no pocos motivos para ensimismarse, pudo alternar y jugar con niños de su misma edad.

Por poco tiempo, pues a los nueve años salía camino de París donde se sentiría otra vez extraño, por extranjero aislado en medio de franceses, antes de repetir la misma experiencia en Kingston en medio de ingleses.

Al parecer, la infancia del gaditano tuvo dos fieles compañeras: la tristeza y la soledad. Tal vez, más tarde, pudo librarse de la primera, aunque, incluso cuando se muestra alegre, no estoy seguro de que Cadalso no tenga un fondo de melancolía. Molière, el mejor de los autores y actores cómicos galos, era profundamente hipocondríaco. Pero la soledad siguió acompañando siempre al andaluz. A menudo, Cadalso se recluye, se aleja de los demás, busca la soledad, vive aislado, triste y secreto. Cuando en 1760 su padre le envía «a divertirse en París y Londres», para tratar de apartarle de su vocación mística, el viajero escribe: «El año y medio que duró esta ficción [de vocación mística], la reclusión que yo mismo me impuse, la lectura a que me obligué y el mucho tiempo que gastaba solo en mi cuarto, me pegaron este genio que he tenido siempre después, y el amor a los libros» (p. 9). Aislado e incluso rechazado, en Alcalá, agradece de corazón a quien le acoge: «Hospedome con   —102→   mucha amistad en su cuarto D. Jerónimo Moreno, colegial de San Ildefonso, no sin repugnancia de sus compañeros que me miraban como persona odiosa a la Corte» (p. 14). En Borja, el trato de dos compañeros amables le desvanecían de cuando en cuando las ideas tristes (p. 15).

Pasa a Madrid, pero allí también le espera la soledad: se «hallaba desnudo, pobre y desgraciado» cuando conoció a la Ibáñez. Amén de ésta, el único y constante amigo que tuvo fue su barbero» (p. 20). Asimismo, de la soledad se queja en varias cartas desde Montijo y Oropesa, y, lo propio en San Roque, hasta poco antes de su muerte: «Dos años estuve viviendo en San Roque, sin tratar un alma viviente, hasta que la casualidad me proporcionó el conocimiento... de D. Francisco Salinas de Moñino». Confiesa que «su genio amabilísimo me alivió mucho de la pesadumbre que inspira una continua soledad como la que pasaba» (p. 32). Pero, cosa curiosa, en este último caso, Cadalso burla la soledad con la soledad, pues Moñino no es sino el reflejo narcísico de Cadalso, su sosías. El autor está pues a solas consigo mismo y dialoga con la imagen que le devuelve el espejo: «Vi en él los defectos que yo conocí en mí mismo y las buenas prendas que mi amor propio me hacía creer se hallaban en mi persona» (p. 32).

Los remedios contra la soledad y la tristeza, las «diversiones» (en el sentido pascaliano de la palabra), Cadalso las enumera lacónicamente: «Mesa, juego, amores y alguna lectura» (p. 10). En realidad, convendría sobre todo hablar de amoríos -múltiples-, de la amistad, que cultivó con indudable sinceridad, pero también como antídoto al aislamiento, y finalmente la pasión; confiesa dos pasiones: la que sintió por la Ibáñez, y la que le inspiró Francisco Salinas de Moñino (p. 32).

Así y todo, Cadalso no sólo sufre, sino que cultiva conscientemente la soledad. Se niega a casarse con la de Codallos; no puede hacerlo con la Ibáñez: el solitario se convierte   —103→   en solterón. Por ello no tendrá descendencia, no podrá ver prolongada su vida en sus hijos. Su soledad, por decirlo así, no es sólo horizontal, lateral, respecto de los que le rodean, de sus coetáneos; es vertical: carece de descendientes. Sin padres, huérfano, Cadalso será «huero», -Lorca hubiera dicho «yermo»- sin hijos, no tendrá prolongación. Un ser sin padres ni hijos, sin antecedentes ni descendientes. Aislado, en su mismo linaje. Un ser puntual, aislado, solo.

Pero él no puede admitir ese quedar emparedado, recluido en su propio ser, un ser limitado y mortal. Anhela una apertura hacia el futuro, quiere continuar viviendo, aun después de muerto. Aguda y angustiosamente, siente el ansia de supervivencia. Se afana por encontrar esa supervivencia en el plano humano, a imitación de sus modelos latinos. En la memoria de los hombres, en primer lugar, merced a la fama póstuma, a su epitafio y a su autobiografía. Y en segundo lugar, a través de sus obras cuya conservación le tiene preocupado. Es significativo el cuidado con que guarda, clasifica, etiqueta, archiva sus papeles. Asoma en sus Apuntaciones esa inquietud por sus escritos: cita una carpeta rotulada: «Relativos a la carrera» (p. 29). También escribe: «Véanse todas éstas [cartas] y mi respuesta, que tienen el título correspondiente entre mis cartas recibidas» (p. 24) y «Conservo en el legajo arriba citado los oficios relativos a esto» (p. 30). Para sus manuscritos Cadalso tiene mimos de archivero.

En realidad, todo esto tiende a un fin único: vencer el olvido, triunfar del tiempo. El coronel está constantemente preocupado por la muerte, y por el más allá de la muerte. Siendo joven, decidió rechazar la solución cristiana, la fe en la inmortalidad del alma, en la otra vida. Pero, y tal vez a causa de esa opción, no le abandona la idea de la muerte. Hay varias Cartas marruecas sobre la fama póstuma; el militar escribió una larga serie de epitafios; multiplicó en su correspondencia las alusiones a su propia muerte, dejó a   —104→   sus amigos salmantinos sus últimas voluntades en español y en latín: «Lugete, amici, lugete!». ¿Presentimiento de su fin inesperado? Es posible. Lo cierto es que la angustia no le abandona. Incluso en las cartas graciosas y bromistas a Tomás de Iriarte, le obsesiona el mundo de ultratumba, imagina escenas fúnebres, de velatorio, de descenso a los infiernos o de aparecidos. Le habita una congoja continua y tremenda.

Esa obsesión, alimentada por las Noches de Young, explica por qué Tediato abre la consabida sepultura: posiblemente lo que pretende, no es tanto ver por última vez a su amante como buscar la respuesta a su angustiada interrogación: «¿Qué hay después?». Lo que busca es un secreto, el secreto que a todos, cuando reflexionamos, nos tiene el corazón en un puño: el secreto de la Muerte y del más allá. Dada la postura filosófica que había adoptado el ex alumno de los jesuitas, la única respuesta que podía esperar, es la que, años más tarde, había de proponer Goya en uno de sus Caprichos: aquel en que un esqueleto levanta la losa de su sepultura, sobre la cual está grabada esa palabra, tremendamente desesperante: NADA.





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