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Cádiz

Benito Pérez Galdós





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ArribaAbajo- I -

En una mañana del mes de Febrero de 1810 tuve que salir de la Isla, donde estaba de guarnición, para ir a Cádiz, obedeciendo a un aviso tan discreto como breve que cierta dama tuvo la bondad de enviarme. El día era hermoso, claro y alegre cual de Andalucía, y recorrí con otros compañeros, que hacia el mismo punto si no con igual objeto caminaban, el largo istmo que sirve para que el continente no tenga la desdicha de estar separado de Cádiz; examinamos al paso las obras admirables de Torregorda, la Cortadura y Puntales, charlamos con los frailes y personas graves que trabajaban en las fortificaciones; disputamos sobre si se percibían claramente o no las posiciones de los franceses al otro lado de la bahía; echamos unas cañas en el figón de Poenco, junto a la Puerta de Tierra, y finalmente, nos separamos en la plaza de San Juan de Dios, para marchar   —6→   cada cual a su destino. Repito que era en Febrero, y aunque no puedo precisar el día, sí afirmo que corrían los principios de dicho mes, pues aún estaba calentita la famosa respuesta: «La ciudad de Cádiz, fiel a los principios que ha jurado, no reconoce otro rey que al señor D. Femando VII. 6 de Febrero de 1810».

Cuando llegué a la calle de la Verónica, y a la casa de doña Flora, esta me dijo:

-¡Cuán impaciente está la señora condesa, caballerito, y cómo se conoce que se ha distraído usted mirando a las majas que van a alborotar a casa del señor Poenco en Puerta de Tierra!

-Señora -le respondí- juro a usted que fuera de Pepa Hígados, la Churriana, y María de las Nieves, la de Sevilla, no había moza alguna en casa de Poenco. También pongo a Dios por testigo de que no nos detuvimos más que una hora y esto porque no nos llamaran descorteses y malos caballeros.

-Me gusta la frescura con que lo dice -exclamó con enfado doña Flora-. Caballerito, la condesa y yo estamos muy incomodadas con usted, sí señor. Desde el mes pasado en que mi amiga acertó a recoger en el Puerto esta oveja descarriada, no ha venido usted a visitarnos más que dos o tres veces, prefiriendo en sus horas de vagar y esparcimiento la compañía de soldados y mozas alegres, al trato de personas graves y delicadas que tan necesario es a un jovenzuelo sin experiencia. ¡Qué sería de ti -añadió reblandecida de improviso y en tono de confianza-, tierna criatura lanzada en tan   —7→   temprana edad a los torbellinos del mundo, si nosotras, compadecidas de tu orfandad, no te agasajáramos y cuidáramos, fortaleciéndote a la vez el cuerpecito con sanos y gustosos platos, el alma con sabios consejos! Desgraciado niño... Vaya se acabaron los regaños, picarillo. Estás perdonado; desde hoy se acabó el mirar a esas desvergonzadas muchachuelas que van a casa de Poenco y comprenderás todo lo que vale un trato honesto y circunspecto con personas de peso y suposición. Vamos, dime lo que quieres almorzar. ¿Te quedarás aquí hasta mañana? ¿Tienes alguna herida, contusión o rasguño, para curártelo en seguida? Si quieres dormir, ya sabes que junto a mi cuarto hay una alcobita muy linda.

Diciendo esto, doña Flora desarrollaba ante mis ojos en toda su magnificencia y extensión el panorama de gestos, guiños, saladas muecas, graciosos mohínes, arqueos de ceja, repulgos de labios y demás signos del lenguaje mudo que en su arrebolado y con cien menjurjes albardado rostro servía para dar mayor fuerza a la palabra. Luego que le di mis excusas, dichas mitad en serio mitad en broma, comenzó a dictar órdenes severas para la obra de mi almuerzo, atronando la casa, y a este punto salió conteniendo la risa la señora condesa que había oído la anterior retahíla.

-Tiene razón -me dijo después que nos saludamos-; el Sr. D. Gabriel es un chiquilicuatro sin fundamento, y mi amiga haría muy bien en ponerle una calza al pie. ¿Qué es eso de mirar a las chicas bonitas? ¿Hase visto   —8→   mayor desvergüenza? Un barbilindo que debiera estar en la escuela o cosido a las faldas de alguna persona sentada y de libras que fuera un almacén de buenos consejos... ¿cómo se entiende? Doña Flora, siéntele usted la mano, dirija su corazón por el camino de los sentimientos circunspectos y solemnes, e infúndale el respeto que todo caballero debe tener a los venerandos monumentos de la antigüedad.

Mientras esto decía, doña Flora había traído luengas piezas de damasco amarillo y rojo y ayudada de su doncella empezó a cortar unas como dalmáticas o jubones a la antigua, que luego ribeteaban con galón de plata. Como era tan presumida y extravagante en su vestir, creí que doña Flora preparaba para su propio cuerpo aquellas vestimentas; pero luego conocí, viendo su gran número, que eran prendas de comparsa de teatro, cabalgata o cosa de este jaez.

-¡Qué holgazana está usted, señora condesa! -dijo doña Flora-, y ¿cómo teniendo tan buena mano para la aguja no me ayuda a hilvanar estos uniformes para la Cruzada del Obispado de Cádiz, que va a ser el terror de la Francia y del Rey José?

-Yo no trabajo en mojigangas, amiguita -repuso mi antigua ama- y de picarme las manos con la aguja, prefiero ocuparme, como me ocupo, en la ropa de esos pobrecitos soldados que han venido con Alburquerque de Extremadura, tan destrozados y astrosos que da lástima verlos. Estos y otros como estos, amiga doña Flora, echarán a los franceses, si es que   —9→   les echan, que no los monigotes de la Cruzada, con su D. Pedro del Congosto a la cabeza, el más loco entre todos los locos de esta tierra, con perdón sea dicho de la que es su tiernísima Filis.

-Niñita mía, no diga usted tales cosas delante de este joven sin experiencia -indicó con mal disimulada satisfacción doña Flora-; pues podría creer que el ilustre jefe de la Cruzada, para quien doy estos puntos y comas, ha tenido conmigo más relaciones que la de una afición purísima y jamás manchadas con nada de aquello que D. Quijote llamaba incitativo melindre. Conociome el Sr. D. Pedro en Vejer en casa de mi primo D. Alonso y desde entonces se prendó de mí de tal modo, que no ha vuelto a encontrar en toda la Andalucía mujer que le interesara. Ha sido desde entonces acá su devoción para mí cada vez más fina, espiritada y sublime, en tales términos que jamás me lo ha manifestado sino en palabras respetuosísimas, temiendo ofenderme; y en los años que nos conocemos ni una sola vez me ha tocado las puntas de los dedos. Mucho ha picoteado por ahí la gente suponiéndonos inclinados a contraer matrimonio; pero sobre que yo he aborrecido siempre todo lo que sea obra de varón, el señor D. Pedro se pone encendido como la grana cuando tal le dicen, porque ve en esas habladurías una ofensa directa a su pudor y al mío.

-No es tampoco D. Pedro -dijo Amaranta riendo- con sus sesenta años a la espalda, hombre a propósito para una mujer fresca y lozana como usted, amiga mía. Y ya que de esto   —10→   se trata, aunque le parezcan irrespetuosas y tal vez impúdicas mis palabras, usted debiera apresurarse a tomar estado para no dejar que se extinga tan buena casta como es la de los Gutiérrez de Cisniega; y de hacerlo, debe buscar varón a propósito, no por cierto un jamelgo empedernido y seco como D. Pedro, sino un cachorro tiernecito que alegre la casa, un joven, pongo por caso, como este Gabriel, que nos está oyendo, el cual se daría por muy bien servido, si lograra llevar a sus hombros carga tan dulce como usted.

Yo, que almorzaba durante este gracioso diálogo, no pude menos de manifestarme conforme en todo y por todo con las indicaciones de Amaranta; y doña Flora sirviéndome con singular finura y amabilidad, habló así:

-Jesús, amiga, qué malas cosas enseña usted a este pobrecito niño, que tiene la suerte de no saber todavía más que la táctica de cuatro en fondo. ¿A qué viene el levantarle los cascos con...? Gabriel, no hagas caso. Cuidado con que te desmandes, y mal instruido por esta pícara condesa, vayas ahora a deshacerte en requiebros, y desbaratarte en suspiros y fundirte en lágrimas... Los niños a la escuela. ¡Qué cosas tiene esta Amaranta! Criatura, ¿acaso el muchacho es de bronce?... Su suerte consiste en que da con personas de tan buena pasta como yo, que sé comprender los desvaríos propios de la juventud, y estoy prevenida contra los vehementes arrebatos lo mismo que contra los lazos del enemigo. Calma y sosiego, Gabriel, y esperar con paciencia la suerte que   —11→   Dios destina a las criaturas. Esperar sí, pero sin fogosidades, sin exaltaciones, sin locuras juveniles, pues nada sienta tan bien a un joven delicado y caballeroso, como la circunspección. Y si no aprende de ese Sr. D. Pedro del Congosto, aprende de él; mírate en el espejo de su respetuosidad, de su severidad, de su aplomo, de su impasible y jamás turbado platonismo; observa cómo enfrena sus pasiones; como enfría el ardor de los pensamientos con la estudiada urbanidad de las palabras; cómo reconcentra en la idea su afición y pone freno a las manos y mordaza a la lengua y cadenas al corazón que quiere saltársele del pecho.

Amaranta y yo hacíamos esfuerzos por contener la risa. De pronto oyose ruido de pasos, y la doncella entró a anunciar la visita de un caballero.

-Es el inglés -dijo Amaranta-. Corra usted a recibirle.

-Al instante voy, amiga mía. Veré si puedo averiguar algo de lo que usted desea.

Nos quedamos solos la condesa y yo por largo rato, pudiendo sin testigos hablar tranquilamente lo que verá el lector a continuación si tiene paciencia.




ArribaAbajo- II -

-Gabriel -me dijo-, te he llamado para decirte que ayer, en una embarcación pequeña,   —12→   venida de Cartagena, ha llegado a Cádiz el sin par D. Diego, conde de Rumblar, hijo de nuestra parienta, la monumental y grandiosa señora doña María.

-Ya sospechaba -respondí- que ese perdido recalaría por aquí. ¿No trae en su compañía a un majo de las Vistillas o a algún cortesano de los de la tertulia del Sr. Mano de Mortero?

-No sé si viene solo o trae corte. Lo que sé es que su mamá ha recibido mucho gusto con la inesperada aparición del niño, y que mi tía, ya sea por mortificarme, ya porque realmente haya encontrado variación en el joven, ha dicho ayer delante de toda la familia: «Si el señor conde se porta bien y es hombre formal, obtendrá nuestros parabienes y se hará acreedor a la más dulce recompensa que pueden ofrecerle dos familias deseosas de formar una sola».

-Señora condesa, yo a ser usted me reiría de don Diego y de las mortificaciones de cuantas marquesas impertinentes peinan canas y guardan pergaminos en el mundo.

-¡Ah, Gabriel; eso puede decirse; pero si tú comprendieras bien lo que me pasa! -exclamó con pena-. ¿Creerás que se han empeñado en que mi hija no me tenga amor ni cariño alguno? Para conseguirlo han principiado por apartarla perpetuamente de mí. Desde hace algunos días han resuelto terminantemente que no venga a las tertulias de esta casa, y tampoco me reciben a mí en la suya. De este modo, mi hija concluirá por no amarme.   —13→   La infeliz no tiene culpa de esto, ignora que soy su madre, me ve poco, las oye a ellas con más frecuencia que a mí... ¡Sabe Dios lo que le dirán para que me aborrezca! Di si no es esto peor que cuantos castigos pueden padecerse en el mundo; di si no tengo razón para estar muerta de celos, sí, y los peores, los más dolorosos y desesperantes que pueden desgarrar el corazón de una mujer. Al ver que personas egoístas quieren arrebatarme lo que es mío, y privarme del único consuelo de mi vida, me siento tan rabiosa, que sería capaz de acciones indignas de mi categoría y de mi nombre.

-No me parece la situación de usted -le dije- ni tan triste ni tan desesperada como la ha pintado. Usted puede reclamar a su hija, llevándosela para siempre consigo.

-Eso es difícil, muy difícil. ¿No ves que aparentemente y según la ley carezco de derechos para reclamarla y traerla a mi lado? Me han jurado una guerra a muerte. Han hecho los imposibles por desterrarme, no vacilando hasta en denunciarme como afrancesada. Hace poco, como sabes, proyectaron marcharse a Portugal sin darme noticia de ello, y si lo impedí presentándome aquella noche en tu compañía, me fue preciso amenazar con un gran escándalo para obligarlas a que se detuvieran. La de Rumblar me cobró un aborrecimiento profundo, desde que supo mi oposición a que Inés se desposase con el tunantuelo de su hijo. Mi tía con su idea del decoro de la casa y de la honra de la familia me mortifica más que la   —14→   otra con su enojo, que tiene por móvil una desmedida avaricia. Si me encontrara en Madrid, donde mis muchas relaciones me ofrecen abundantes recursos para todo, tal vez vencería estos y otros mayores obstáculos; pero nos hallamos en Cádiz, en una plaza que casi está rigurosamente sitiada, donde tengo pocos amigos, mientras que mi tía y la de Rumblar, por su exagerado españolismo cuentan con el favor de todas las personas de poder. Suponte que me obliguen a embarcarme, que me destierren, que durante mi forzada ausencia engañen a la pobre muchacha y la casen contra su voluntad; figúrate que esto suceda, y...

-¡Oh!, señora -exclamé con vehemencia- eso no sucederá mientras usted y yo vivamos para impedirlo. Hablemos a Inés, revelémosle lo que ya debiera saber...

-Díselo tú, si te atreves...

-¿Pues no me he de atrever?...

-Debo advertirte otra cosa que ignoras, Gabriel; una cosa que tal vez te cause tristeza; pero que debes saber... ¿Tú crees conservar sobre ella el ascendiente que tuviste hace algún tiempo y que conservaste aun después de haber mudado tan bruscamente de fortuna?

-Señora -repuse-, no puedo concebir que haya perdido ese ascendiente. Perdóneseme la vanidad.

-¡Desgraciado muchacho! -me dijo en tono de dulce compasión-. La vida consiste en mil mudanzas dolorosas, y el que confía en la perpetuidad de los sentimientos que le halagan, es como el iluso que viendo las nubes en   —15→   el horizonte, las cree montañas, hasta que un rayo de luz las desfigura o un soplo de viento las desbarata. Hace dos años, mi hija y tú erais dos niños desvalidos y abandonados. El apartamiento en que vivíais y la común desgracia, aumentando la natural inclinación, hicieron que os amarais. Después todo cambió. ¿Para qué repetir lo que sabes tan bien? Inés en su nueva posición no quiso olvidar al fiel compañero de su infortunio. ¡Hermoso sentimiento que nadie más que yo supo apreciar en su valor! Aprovechándome de él, casi llegué hasta tolerarle y autorizarle, impulsada por el despecho y por mortificar a mi orgullosa parienta; pero yo sabía que aquella corazonada infantil concluiría con el tiempo y la distancia, como en efecto ha concluido.

Oí con estupor las palabras de la condesa, que iban esparciendo densas oscuridades delante de mis ojos. Pero la razón me indicaba que no debía dar entero crédito a las palabras de mujer tan experta en ingeniosos engaños, y esperé aparentando conformarme con su opinión y mi desaire.

-¿Te acuerdas de la noche en que nos presentamos aquí viniendo del Puerto de Santa María? En esta misma sala nos recibió doña Flora. Llamamos a Inés, te vio, le hablaste. La pobrecita estaba tan turbada que no acertó a contestar derechamente a lo que le dijiste. Indudablemente te conserva un noble y fraternal afecto; pero nada más. ¿No lo comprendiste? ¿No se ofreció a tus ojos o a tus oídos algún dato para conocer que ya Inés no te ama?

  —16→  

-Señora -respondí con perplejidad-, aquel instante fue tan breve y usted me suplicó con tanta precipitación que saliese de la casa, que nada observé que me disgustara.

-Pues sí, puedes creerlo. Yo sé que Inés no te ama ya -afirmó con una entereza tal que se me hizo aborrecible en un momento mi hermosa interlocutora.

-¿Lo sabe usted?

-Yo lo sé.

-Tal vez se equivoque.

-No: Inés no te ama.

-¿Por qué? -pregunté bruscamente y con desabrimiento.

-Porque ama a otro -me respondió con calma.

-¡A otro! -exclamé tan asombrado que por largo rato no me di cuenta de lo que sentía-. ¡A otro! No puede ser, señora condesa. ¿Y quién es ese otro? Sepámoslo.

Diciendo esto, en mi interior se retorcían dolorosamente unas como culebras, que me estrujaban el corazón mordiéndolo y apretándolo con estrechos nudos. Yo quería aparentar serenidad; pero mis palabras balbucientes y cierta invencible sofocación de mi aliento descubrían la flaqueza de mi espíritu caído desde la cumbre de su mayor orgullo.

-¿Quieres saberlo? Pues te lo diré. Es un inglés.

-¿Ese? -pregunté con sobresalto señalando hacia la sala donde resonaba lejanamente el eco de las voces de doña Flora y de su visitante.

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-¡Ese mismo!

-¡Señora, no puede ser!, usted se equivoca -exclamé sin poder contener la fogosa cólera que desarrollándose en mí como súbito incendio, no admitía razón que la refrenara, ni urbanidad que la reprimiera-. Usted se burla de mí; usted me humilla y me pisotea como siempre lo ha hecho.

-Qué furioso te has puesto -me dijo sonriendo -. Cálmate y no seas loco.

-Perdóneme usted si la he ofendido con mi brusca respuesta -dije reponiéndome-; pero yo no puedo creer eso que he oído. Todo cuanto hay en mí que hable y palpite con señales de vida, protesta contra tal idea. Si ella misma me lo dice, lo creeré; de otro modo no. Soy un ciego estúpido tal vez, señora mía, pero yo detesto la luz que pueda hacerme ver la soledad espantosa que usted quiere ponerme delante. Pero no me ha dicho usted quién es ese inglés ni en qué se funda para pensar...

-Ese inglés vino aquí hace seis meses, acompañando a otro que se llama lord Byron, el cual partió para Levante al poco tiempo. Este que aquí está, se llama lord Gray. ¿Quieres saber más? ¿Quieres saber en qué me fundo para pensar que Inés le ama? Hay mil indicios que ni engañan ni pueden engañar a una mujer experimentada como yo. ¿Y eso te asombra? Eres un mozo sin experiencia, y crees que el mundo se ha hecho para tu regalo y satisfacción. Es todo lo contrario, niño. ¿En qué te fundabas para esperar que Inés estuviera queriéndote toda la vida, luchando con   —18→   la ausencia, que en esta edad es lo mismo que el olvido? ¡Pues no pedías poco en verdad! ¿Sabes que eres modestito? Que pasaran años y más años, y ella siempre queriéndote... Vamos, pide por esa boca. Es preciso que te acostumbres a creer que hay además de ti, otros hombres en el mundo, y que las muchachas tienen ojos para ver y oídos para escuchar.

Con estas palabras que encerraban profunda verdad, la condesa me estaba matando. Parecíame que mi alma era una hermosa tela, y que ella con sus finas tijeras me la estaba cortando en pedacitos para arrojarla al viento.

-Pues sí. Ha pasado mucho tiempo -continuó-. Ese inglés se apareció en Cádiz; nos visitó. Visita hoy con mucha frecuencia la otra casa, y en ella es amado... Esto te parece increíble, absurdo. Pues es la cosa más sencilla del mundo. También creerás que el inglés es un hombre antipático, desabrido, brusco, colorado, tieso y borracho como algunos que viste y trataste en la plaza de San Juan de Dios cuando eras niño. No: lord Gray es un hombre finísimo, de hermosa presencia y vasta instrucción. Pertenece a una de las mejores familias de Inglaterra, y es más rico que un perulero... Ya... ¡tú creíste que estas y otras eminentes cualidades nadie las poseía más que el Sr. D. Gabriel de Tres-al-Cuarto! Lucido estás... Pues oye otra cosa.

»Lord Gray cautiva a las muchachas con su amena conversación. Figúrate, que con ser tan joven, ha tenido ya tiempo para viajar por toda el Asia y parte de América. Sus conocimientos   —19→   son inmensos; las noticias que da de los muchos y diversos pueblos que ha visto, curiosísimas. Es hombre además de extraordinario valor; hase visto en mil peligros luchando con la naturaleza y con los hombres, y cuando los relata con tanta elocuencia como modestia, procurando rebajar su propio mérito y disimular su arrojo, los que le oyen no pueden contener el llanto. Tiene un gran libro lleno de dibujos, representando paisajes, ruinas, trajes, tipos, edificios que ha pintado en esas lejanas tierras; y en varias hojas ha escrito en verso y prosa mil hermosos pensamientos, observaciones y descripciones llenas de grandiosa y elocuente poesía. ¿Comprendes que pueda y sepa hacerse amar? Llega a la tertulia, las muchachas le rodean; él les cuenta sus viajes con tanta verdad y animación, que vemos las grandes montañas, los inmensos ríos, los enormes árboles de Asia, los bosques llenos de peligros; vemos al intrépido europeo defendiéndose del león que le asalta, del tigre que le acecha; nos describe luego las tempestades del mar de la China, con aquellos vientos que arrastran como pluma la embarcación, y le vemos salvándose de la muerte por un esfuerzo de su naturaleza ágil y poderosa; nos describe los desiertos de Egipto, con sus noches claras como el día, con las pirámides, los templos derribados, el Nilo y los pobres árabes que arrastran miserable vida en aquellas soledades; nos pinta luego los lugares santos de Jerusalén y Belén, el sepulcro del Señor, hablándonos de los millares de peregrinos que le   —20→   visitan, de los buenos frailes que dan hospitalidad al europeo; nos dice cómo son los olivares a cuya sombra oraba el Señor cuando fue Judas con los soldados a prenderle, y nos refiere punto por punto cómo es el monte Calvario y el sitio donde levantaron la santa Cruz.

»Después nos habla de la incomparable Venecia, ciudad fabricada dentro del mar, de tal modo, que las calles son de agua y los coches unas lanchitas que llaman góndolas; y allí se pasean de noche los amantes, solos en aquella serena laguna, sin ruido y sin testigos. También ha visitado la América, donde hay unos salvajes muy mansos que agasajan a los viajeros, y donde los ríos, grandísimos como todo lo de aquel país, se precipitan desde lo alto de una roca formando lo que llaman cataratas, es decir, un salto de agua como si medio mar se arrojase sobre el otro medio, formando mundos de espuma y un ruido que se oye a muchísimas leguas de distancia. Todo lo relata, todo lo pinta con tan vivos colores, que parece que lo estamos viendo. Cuenta sus acciones heroicas sin fanfarronería, y jamás ha mortificado el orgullo de los hombres que le oyen con tanta atención, si no con tanta complacencia como las mujeres.

»Ahora bien, Gabriel, desgraciado joven, ¿por lo que digo comprendes que ese inglés tiene atractivos suficientes para cautivar a una muchacha de tanta sensibilidad como imaginación, que instintivamente vuelve los ojos hacia todo lo que se distingue del vulgo   —21→   enfatuado? Además, lord Gray es riquísimo, y aunque las riquezas no bastan a suplir en los hombres la falta de ciertas cualidades, cuando estas se poseen, las riquezas las avaloran y realzan más. Lord Gray viste elegantemente; gasta con profusión en su persona y en obsequiar dignamente a sus amigos, y su esplendidez no es el derroche del joven calavera y voluntarioso, sino la gala y generosidad del rico de alta cuna, que emplea sabiamente su dinero en alegrar la existencia de cuantos le rodean. Es galante sin afectación, y más bien serio que jovial.

»¡Ay, pobrecito! ¿Lo comprendes ahora? ¿Llegarás a entender que hay en el mundo alguien que puede ponerse en parangón con el Sr. D. Gabriel Tres-al-Cuarto? Reflexiona bien, hijo; reflexiona bien quién eres tú. Un buen muchacho y nada más. Excelente corazón, despejo natural, y aquí paz y después gloria. En punto a posición oficialito del ejército... bien ganado, eso sí... pero ¿qué vale eso? Figura... no mala; conversación, tolerable; nacimiento humildísimo, aunque bien pudieras figurarlo como de los más alcurniados y coruscantes. Valor, no lo negaré; al contrario, creo que lo tienes en alto grado, pero sin brillo ni lucimiento. Literatura, escasa... cortesía, buena... Pero, hijo, a pesar de tus méritos, que son muchos, dada tu pobreza y humildad, ¿insistirás en hacerte indestronable, como se lo creyó el buen D. Carlos IV que heredó la corona de su padre? No, Gabriel; ten calma y resígnate.

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El efecto que me causó la relación de mi antigua ama fue terrible. Figúrense ustedes cómo me habría quedado yo, si Amaranta hubiera cogido el pico de Mulhacén, es decir, el monte más alto de España... y me lo hubiese echado encima.

Pues lo mismo, señores, lo mismo me quedé.




ArribaAbajo- III -

¿Qué podía yo decir? Nada. ¿Qué debía hacer? Callarme y sufrir. Pero el hombre aplastado por cualquiera de las diversas montañas que le caen encima en el mundo, aun cuando conozca que hay justicia y lógica en su situación, rara vez se conforma, y elevando las manecitas pugna por quitarse de encima la colosal peña. No sé si fue un sentimiento de noble dignidad, o por el contrario un vano y pueril orgullo, lo que me impulsó a contestar con entereza, afectando no sólo conformidad sino indiferencia ante el golpe recibido.

-Señora condesa -dije-, comprendo mi inferioridad. Hace tiempo que pensaba en esto, y nada me asombra. Realmente, señora, era un atrevimiento que un pobretón como yo, que jamás he estado en la India ni he visto otras cataratas que las del Tajo en Aranjuez, tenga pretensiones nada menos que de ser amado por una mujer de posición. Los que no somos   —23→   nobles ni ricos, ¿qué hemos de hacer más que ofrecer nuestro corazón a las fregatrices y damas del estropajo, no siempre con la seguridad de que se dignen aceptarlo? Por eso nos llenamos de resignación, señora, y cuando recibimos golpes como el que usted se ha servido darme, nos encogemos de hombros y decimos: «paciencia». Luego seguimos viviendo, y comemos y dormimos tan tranquilos... Es una tontería morirse por quien tan pronto nos olvida.

-Estás hecho un basilisco de rabia -me dijo la condesa en tono de burla-, y quieres aparecer tranquilo. Si despides fuego... toma mi abanico y refréscate con él.

Antes que yo lo tomara, la condesa me dio aire con su abanico precipitadamente. Sin ninguna gana me reía yo, y ella después de un rato de silencio, me habló así:

-Me falta decirte otra cosa que tal vez te disguste; pero es forzoso tener paciencia. Es que estoy contenta de que mi hija corresponda al amor del inglés.

-Lo creo señora -respondí apretando con convulsa fuerza los dientes, ni más ni menos que si entre ellos tuviera toda la Gran Bretaña.

-Sí -prosiguió-, todo suceso que me dé esperanzas de ver a mi hija fuera de la tutela y dirección de la marquesa y la condesa, es para mí lisonjero.

-Pero ese inglés será protestante.

-Sí -repuso-, mas no quiero pensar en eso. Puede que se haga católico. De todos modos,   —24→   ese es punto grave y delicado. Pero no reparo en nada. Vea yo a mi hija libre, hállese en situación tal que yo pueda verla, hablarla como y cuando se me antoje, y lo demás... ¡Cómo rabiaría doña María si llegara a comprender...! Mucho sigilo, Gabriel; cuento con tu discreción. Si lord Gray fuera católico, no creo que mi tía se opusiera a que se casase Inés con él. ¡Ay!, luego nos marcharíamos los tres a Inglaterra, lejos, lejos de aquí, a un país donde yo no viera pariente de ninguna clase. ¡Qué felicidad tan grande! ¡Ay! Quisiera ser Papa para permitir que una mujer católica se casara con un hombre hereje.

-Creo que usted verá satisfechos sus deseos.

-¡Oh!, desconfío mucho. El inglés aparte de su gran mérito es bastante raro. A nadie ha confiado el secreto de sus amores, y sólo tenemos noticias de él por indicios primero y después por pruebas irrecusables obtenidas mediante largo y minucioso espionaje.

-Inés lo habrá revelado a usted.

-No, después de esto, ni una sola vez he conseguido verla. ¡Qué desesperación! Las tres muchachas no salen de casa, sino custodiadas por la autoridad de doña María. Aquí doña Flora y yo hemos trabajado lo que no es decible para que lord Gray se franquease con nosotras, y nos lo revelara; pero es tan prudente y callado, que guarda su secreto como un avaro su tesoro. Lo sabemos por las criadas, por la murmuración de algunas, muy pocas personas de las que van a la casa. No hay duda de que es cierto, hijo mío. Ten resignación   —25→   y no nos des un disgusto. Cuidado con el suicidio.

-¿Yo? -dije afectando indiferencia.

-Toma, toma aire, que te incendias por todos lados -me dijo agitando delante de mí su abanico-. Don Rodrigo en la horca no tiene más orgullo que este general en agraz.

Cuando esto decía, sentí la voz de doña Flora y los pasos de un hombre. Doña Flora dijo:

-Pase usted milord, que aquí está la condesa.

-Mírale... verás -me dijo Amaranta con crueldad- y juzgarás por ti mismo si la niña ha tenido mal gusto.

Entró doña Flora seguida del inglés. Este tenía la más hermosa figura de hombre que he visto en mi vida. Era de alta estatura, con el color blanquísimo pero tostado que abunda en los marinos y viajeros del Norte. El cabello rubio, desordenadamente peinado y suelto según el gusto de la época, le caía en bucles sobre el cuello. Su edad no parecía exceder de treinta o treinta y tres años. Era grave y triste pero sin la pesadez acartonada y tardanza de modales que suelen ser comunes en la gente inglesa. Su rostro estaba bronceado, mejor dicho, dorado por el sol, desde la mitad de la frente hasta el cuello, conservando en la huella del sombrero y en la garganta una blancura como la de la más pura y delicada cera. Esmeradamente limpia de pelo la cara, su barba era como la de una mujer, y sus facciones realzadas por la luz del Mediodía dábanle el   —26→   aspecto de una hermosa estatua de cincelado oro. Yo he visto en alguna parte un busto del Dios Brahma, que muchos años después me hizo recordar a lord Gray.

Vestía con elegancia y cierta negligencia no estudiada, traje azul de paño muy fino, medio oculto por una prenda que llamaban sortú, y llevaba sombrero redondo, de los primeros que empezaban a usarse. Brillaban sobre su persona algunas joyas de valor, pues los hombres entonces se ensortijaban más que ahora, y lucía además los sellos de dos relojes. Su figura en general era simpática. Yo le miré y observé ávidamente, buscándole imperfecciones por todos lados; pero ¡ay!, no le encontré ninguna. Mas me disgustó oírle hablar con rara corrección el castellano, cuando yo esperaba que se expresase en términos ridículos y con yerros de los que desfiguran y afean el lenguaje; pero consolome la esperanza de que soltase algunas tonterías. Sin embargo no dijo ninguna.

Entabló conversación con Amaranta, procurando esquivar el tema que impertinentemente había tocado doña Flora al entrar.

-Querida amiga -dijo la vieja-, lord Gray nos va a contar algo de sus amores en Cádiz, que es mejor tratado que el de los viajes por Asia y África.

Amaranta me presentó gravemente a él, diciéndole que yo era un gran militar, una especie de Julio César por la estrategia y un segundo Cid por el valor; que había hecho mi carrera de un modo gloriosísimo, y que había   —27→   estado en el sitio de Zaragoza, asombrando con mis hechos heroicos a españoles y franceses. El extranjero pareció oír con suma complacencia mi elogio, y me dijo después de hacerme varias preguntas sobre la guerra, que tendría grandísimo contento en ser mi amigo. Sus refinadas cortesanías me tenían frita la sangre por la violencia y fingimiento con que me veía precisado a responder a ellas. La maligna Amaranta reíase a hurtadillas de mi embarazo, y más atizaba con sus artificiosas palabras la inclinación y repentino afecto del inglés hacia mi persona.

-Hoy -dijo lord Gray- hay en Cádiz gran cuestión entre españoles e ingleses.

-No sabía nada -exclamó Amaranta-. ¿En esto ha venido a parar la alianza?

-No será nada, señora. Nosotros somos algo rudos, y los españoles un poco vanagloriosos y excesivamente confiados en sus propias fuerzas, casi siempre con razón.

-Los franceses están sobre Cádiz -dijo doña Flora-, y ahora salimos con que no hay aquí bastante gente para defender la plaza.

-Así parece. Pero Wellesley -añadió el inglés- ha pedido permiso a la Junta para que desembarque la marinería de nuestros buques y defienda algunos castillos.

-Que desembarquen; si vienen, que vengan -exclamó Amaranta-. ¿No crees lo mismo, Gabriel?

-Esa es la cuestión que no se puede resolver -dijo lord Gray-, porque las autoridades españolas se oponen a que nuestra gente les   —28→   ayude. Toda persona que conozca la guerra ha de convenir conmigo en que los ingleses deben desembarcar. Seguro estoy de que este señor militar que me oye es de la misma opinión.

-Oh, no señor; precisamente soy de la opinión contraria -repuse con la mayor viveza, anhelando que la disconformidad de pareceres alejase de mí la intolerable y odiosísima amistad que quería manifestarme el inglés-. Creo que las autoridades españolas hacen bien en no consentir que desembarquen los ingleses. En Cádiz hay guarnición suficiente para defender la plaza.

-¿Lo cree usted? -me preguntó.

-Lo creo -respondí procurando quitar a mis palabras la dureza y sequedad que quería infundirles el corazón-. Nosotros agradecemos el auxilio que nos están dando nuestros aliados, más por odio al común enemigo que por amor a nosotros; esa es la verdad. Juntos pelean ambos ejércitos; pero si en las acciones campales es necesaria esta alianza, porque carecemos de tropas regulares que oponer a las de Napoleón, en la defensa de plazas fuertes harto se ha probado que no necesitamos ayuda. Además, las plazas fuertes que como esta son al mismo tiempo magníficas plazas comerciales, no deben entregarse nunca a un aliado por leal que sea; y como los paisanos de usted son tan comerciantes, quizás gustarían demasiado de esta ciudad, que no es más que un buque anclado a vista de tierra. Gibraltar casi nos está oyendo y lo puede decir.

Al decir esto, observaba atentamente al   —29→   inglés, suponiéndole próximo a dar rienda suelta al furor, provocado por mi irreverente censura; pero con gran sorpresa mía, lejos de ver encendida en sus ojos la ira, noté en su sonrisa no sólo benevolencia, sino conformidad con mis opiniones.

-Caballero -dijo tomándome la mano-, ¿me permitirá usted que le importune repitiéndole que deseo mucho su amistad?

Yo estaba absorto, señores.

-Pero milord -preguntó doña Flora-; ¿en qué consiste que aborrece usted tanto a sus paisanos?

-Señora -dijo lord Gray-, desgraciadamente he nacido con un carácter que si en algunos puntos concuerda con el de la generalidad de mis compatriotas, en otros es tan diferente como lo es un griego de un noruego. Aborrezco el comercio, aborrezco a Londres, mostrador nauseabundo de las drogas de todo el mundo; y cuando oigo decir que todas las altas instituciones de la vieja Inglaterra, el régimen colonial y nuestra gran marina tienen por objeto el sostenimiento del comercio y la protección de la sórdida avaricia de los negociantes que bañan sus cabezas redondas como quesos con el agua negra del Támesis, siento un crispamiento de nervios insoportable y me avergüenzo de ser inglés.

»El carácter inglés es egoísta, seco, duro como el bronce, formado en el ejército del cálculo y refractario a la poesía. La imaginación es en aquellas cabezas una cavidad lóbrega y fría donde jamás entra un rayo de luz ni   —30→   resuena un eco melodioso. No comprenden nada que no sea una cuenta, y al que les hable de otra cosa que del precio del cáñamo, le llaman mala cabeza, holgazán y enemigo de la prosperidad de su país. Se precian mucho de su libertad, pero no les importa que haya millones de esclavos en las colonias. Quieren que el pabellón inglés ondee en todos los mares, cuidándose mucho de que sea respetado; pero siempre que hablan de la dignidad nacional, debe entenderse que la quincalla inglesa es la mejor del mundo. Cuando sale una expedición diciendo que va a vengar un agravio inferido al orgulloso leopardo, es que se quiere castigar a un pueblo asiático o africano que no compra bastante trapo de algodón.

-¡Jesús, María y José! -exclamó horrorizada doña Flora-. No puedo oír a un hombre de tanto talento como milord hablando así de sus compatriotas.

-Siempre he dicho lo mismo, señora -prosiguió lord Gray-, y no ceso de repetirlo a mis paisanos. Y no digo nada cuando quieren echársela de guerreros y dan al viento el estandarte con el gato montés que ellos llaman leopardo. Aquí en España me ha llenado de asombro el ver que mis paisanos han ganado batallas. Cuando los comerciantes y mercachifles de Londres sepan por las Gacetas que los ingleses han dado batallas y las han ganado, bufarán de orgullo creyéndose dueños de la tierra como lo son del mar, y empezarán a tomar la medida del planeta para hacerle un gorro de algodón que lo cubra todo. Así son   —31→   mis paisanos, señoras. Desde que este caballero evocó el recuerdo de Gibraltar, traidoramente ocupado para convertirle en almacén de contrabando, vinieron a mi mente estas ideas, y concluyo modificando mi primera opinión respecto al desembarco de los ingleses en Cádiz. Señor oficial, opino como usted: que se queden en los barcos.

-Celebro que al fin concuerden sus ideas con las mías, milord -dije creyendo haber encontrado la mejor coyuntura para chocar con aquel hombre que me era, sin poderlo remediar, tan aborrecible-. Es cierto que los ingleses son comerciantes, egoístas, interesados, prosaicos; pero ¿es natural que esto lo diga exagerándolo hasta lo sumo un hombre que ha nacido de mujer inglesa y en tierra inglesa? He oído hablar de hombres que en momentos de extravío o despecho han hecho traición a su patria; pero esos mismos que por interés la vendieron, jamás la denigraron en presencia de personas extrañas. De buenos hijos es ocultar los defectos de sus padres.

-No es lo mismo -dijo el inglés-. Yo conceptúo más compatriota mío a cualquier español, italiano, griego o francés que muestre aficiones iguales a las mías, sepa interpretar mis sentimientos y corresponder a ellos, que a un inglés áspero, seco y con un alma sorda a todo rumor que no sea el son del oro contra la plata, y de la plata contra el cobre. ¿Qué me importa que ese hombre hable mi lengua, si por más que charlemos él y yo no podemos comprendernos? ¿Qué me importa que hayamos nacido   —32→   en un mismo suelo, quizás en una misma calle, si entre los dos hay distancias más enormes que las que separan un polo de otro?

-La patria, señor inglés, es la madre común, que lo mismo cría y agasaja al hijo deforme y feo que al hermoso y robusto. Olvidarla es de ingratos; pero menospreciarla en público indica sentimientos quizás peores que la ingratitud.

-Esos sentimientos, peores que la ingratitud, los tengo yo, según usted -dijo el inglés.

-Antes que pregonar delante de extranjeros los defectos de mis compatriotas, me arrancaría la lengua -afirmé con energía, esperando por momentos la explosión de la cólera de lord Gray.

Pero este, tan sereno cual si se oyese nombrar en los términos más lisonjeros, me dirigió con gravedad las siguientes palabras:

-Caballero, el carácter de usted y la viveza y espontaneidad de sus contradicciones y réplicas, me seducen de tal manera, que me siento inclinado hacia usted, no ya por la simpatía, sino por un afecto profundo.

Amaranta y doña Flora no estaban menos asombradas que yo.

-No acostumbro tolerar que nadie se burle de mí, milord -dije, creyendo efectivamente que era objeto de burlas.

-Caballero -repuso fríamente el inglés-, no tardaré en probar a usted que una extraordinaria conformidad entre su carácter y el mío ha engendrado en mí vivísimo deseo de entablar con usted sincera amistad. Óigame   —33→   usted un momento. Uno de los principales martirios de mi vida, el mayor quizás, es la vana aquiescencia con que se doblegan ante mí todas las personas que trato. No sé si consistirá en mi posición o en mis grandes riquezas; pero es lo cierto que en donde quiera que me presento, no hallo sino personas que me enfadan con sus degradantes cumplidos. Apenas me permito expresar una opinión cualquiera, todos los que me oyen aseguran ser de igual modo de pensar. Precisamente mi carácter ama la controversia y las disputas. Cuando vine a España, hícelo con la ilusión de encontrar aquí gran número de gente pendenciera, ruda y primitiva, hombres de corazón borrascoso y apasionado, no embadurnados con el vano charol de la cortesanía.

»Mi sorpresa fue grande al encontrarme atendido y agasajado, cual lo pudiera estar en Londres, sin hallar obstáculos a la satisfacción de mi voluntad, en medio de una vida monótona, regular, acompasada, no expuesto a sensaciones terribles, ni a choques violentos con hombres ni con cosas, mimado, obsequiado, adulado... ¡Oh, amigo mío! Nada aborrezco tanto como la adulación. El que me adula es mi irreconciliable enemigo. Yo gozo extraordinariamente al ver frente a mí los caracteres altivos, que no se doblegan sonriendo cobardemente ante una palabra mía; gusto de ver bullir la sangre impetuosa del que no quiere ser domado ni aun por el pensamiento de otro hombre; me cautivan los que hacen alarde de una independencia intransigente y enérgica,   —34→   por lo cual asisto con júbilo a la guerra de España.

»Pienso ahora internarme en el país, y unirme a los guerrilleros. Esos generales que no saben leer ni escribir, y que eran ayer arrieros, taberneros y mozos de labranza, exaltan mi admiración hasta lo sumo. He estado en academias militares y aborrezco a los pedantes que han prostituido y afeminado el arte salvaje de la guerra, reduciéndolo a reglas necias, y decorándose a sí mismos con plumas y colorines para disimular su nulidad. ¿Ha militado usted a las órdenes de algún guerrillero? ¿Conoce usted al Empecinado, a Mina, a Tabuenca, a Porlier? ¿Cómo son? ¿Cómo visten? Se me figura ver en ellos a los héroes de Atenas y del Lacio.

»Amigo mío, si no recuerdo mal, la señora condesa dijo hace un momento que usted debía sus rápidos adelantamientos en la carrera de las armas a su propio mérito, pues sin el favor de nadie ha adquirido un honroso puesto en la milicia. ¡Oh, caballero!, usted me interesa vivamente, usted será mi amigo, quiéralo o no. Adoro a los hombres que no han recibido nada de la suerte ni de la cuna, y que luchan contra este oleaje. Seremos muy amigos. ¿Está usted de guarnición en la Isla? Pues venga a vivir a mi casa siempre que pase a Cádiz. ¿En dónde reside usted para ir a visitarle todos los días...?

Sin atreverme a rechazar tan vehementes pruebas de benevolencia, me excusé como pude.

  —35→  

-Hoy, caballero -añadió- es preciso que venga usted a comer conmigo. No admito excusas. Señora condesa, usted me presentó a este caballero. Si me desaíra, cuente usted como que ha recibido la ofensa.

-Creo -dijo la condesa- que ambos se congratularán bien pronto de haber entablado amistad.

-Milord, estoy a la orden de usted -dije levantándome cuando él se disponía a partir.

Y después de despedirnos de las dos damas, salí con el inglés. Parecía que me llevaba el demonio.




ArribaAbajo- IV -

Lord Gray vivía cerca de las Barquillas de Lope. Su casa, demasiado grande para un hombre solo, estaba en gran parte vacía. Servíanle varios criados, españoles todos a excepción del ayuda de cámara que era inglés.

Dábase trato de príncipe en la comida, y durante toda ella no tenían un momento de sosiego los vasos, llenos con la mejor sangre de las cepas de Montilla, Jerez y Sanlúcar.

Durante la comida no hablamos más que de la guerra, y después, cuando los generosos vinos de Andalucía hicieron su efecto en la insigne cabeza del mister1, se empeñó en darme algunas lecciones de esgrima. Era gran tirador según observé a los primeros golpes; y como   —36→   yo no poseía en tal alto grado los secretos del arte y él no tenía entonces en su cerebro todo aquel buen asiento y equilibrio que indican una organización educada en la sobriedad, jugaba con gran pesadez de brazo, haciéndome más daño del que correspondía a un simple entretenimiento.

-Suplico a milord que no se entusiasme demasiado -dije conteniendo sus bríos-. Me ha desarmado ya repetidas veces para gozarse como un niño en darme estocadas a fondo que no puedo parar. ¡Ese botón está mal y puedo ser atravesado fácilmente!

-Así es como se aprende - repuso -. O no he de poder nada, o será usted un consumado tirador.

Después que nos batimos a satisfacción, y cuando se despejaron un tanto las densas nubes que oscurecían y turbaban su entendimiento, me marché a la Isla, a donde me acompañó deseoso, según dijo, de visitar nuestro campamento. En los días sucesivos casi ninguno dejó de visitarme. Su afectuosidad me contrariaba, y cuanto más le aborrecía, más desarmaba él mi cólera a fuerza de atenciones. Mis respuestas bruscas, mi mal humor, y la terquedad con que le rebatía, lejos de enemistarle conmigo, apretaban más los lazos de aquella simpatía que desde el primer día me manifestó; y al fin no puedo negar que me sentía inclinado hacia hombre tan raro, verificándose el fenómeno de considerar en él como dos personas distintas y un solo lord Gray verdadero, dos personas, sí, una aborrecida y   —37→   otra amada; pero de tal manera confundidas, que me era imposible deslindar dónde empezaba el amigo y dónde acababa el rival.

Érale sumamente agradable estar en mi compañía y en la de los demás oficiales mis camaradas. Durante las operaciones nos seguía armado de fusil, sable y pistolas, y en los ratos de vagar iba con nosotros a los ventorrillos de Cortadura o Matagorda, donde nos obsequiaba de un modo espléndido con todo lo que podían dar de sí aquellos establecimientos. Más de una vez se hizo acompañar al venir desde Cádiz por dos o tres calesas cargadas con las más ricas provisiones que por entonces traían los buques ingleses y los costeros del Condado y Algeciras; y en cierta ocasión en que no podíamos salir de las trincheras del puente Suazo, transportó allá con rapidez parecida a la de los tiempos que después han venido, al Sr. Poenco con toda su tienda y bártulos y séquito mujeril y guitarril, para improvisar una fiesta.

A los quince días de estos rumbos y generosidades no había en la Isla quien no conociese a lord Gray; y como entonces estábamos en buenas relaciones con la Gran Bretaña, y se cantaba aquello de


   La trompeta de la Gloria
dice al mundo Velintón...



(lo mismo que está escrito) nuestro mister2 era popularísimo en toda la extensión que inunda con sus canales el caño de Sancti-Petri.

Su mayor confianza era conmigo; pero debo   —38→   indicar aquí una circunstancia, que a todos llamará la atención, y es que aunque repetidas veces procuré sondear su ánimo en el asunto que más me interesaba, jamás pude conseguirlo. Hablábamos de amores, nombraba yo la casa y la familia de Inés, y él, volviéndose taciturno, mudaba la conversación. Sin embargo, yo sabía que visitaba todas las noches a doña María; pero su reserva en este punto era una reserva sepulcral. Sólo una vez dejó traslucir algo y voy a decir cómo.

Durante muchos días estuve sin poder ir a Cádiz, a causa de las ocupaciones del servicio, y esta esclavitud me daba tanto fastidio como pesadumbre. Recibía algunas esquelas de la condesa suplicándome que pasase a verla, y yo me desesperaba no pudiendo acudir. Al fin logré una licencia a principios de Marzo y corrí a Cádiz. Lord Gray y yo atravesamos la Cortadura precisamente el día del furioso temporal que por muchos años dejó memoria en los gaditanos de aquel tiempo. Las olas de fuera, agitadas por el Levante, saltaban por encima del estrecho istmo para abrazarse con las olas de la bahía. Los bancos de arena eran arrastrados y deshechos, desfigurando la angosta playa; el horroroso viento se llevaba todo en sus alas veloces, y su ruido nos permitía formar idea de las mil trompetas del Juicio, tocadas por los ángeles de la justicia. Veinte buques mercantes y algunos navíos de guerra españoles e ingleses estrelláronse aquel día contra la costa de Poniente; y en el placer de Rota, la Puntilla y las rocas donde se cimenta   —39→   el castillo de Santa Catalina aparecieron luego muchos cadáveres y los despojos de los cascos rotos y de las jarcias y árboles deshechos.

Lord Gray, contemplando por el camino tan gran desolación, el furor del viento, los horrores del revuelto cielo, ora negro, ora iluminado por la siniestra amarillez de los relámpagos, la agitación de las olas verdosas y turbias, en cuyas cúspides, relucientes como filos de cuchillos, se alcanzaban a ver restos de alguna nave que se hundía luego en los cóncavos senos para reaparecer después; contemplando lord Gray, repito, aquel desorden, no menos admirable que la armonía de lo creado, aspiraba con delicia el aire húmedo de la tempestad y me decía:

-¡Cuán grato es a mi alma este espectáculo! Mi vida se centuplica ante esta fiesta sublime de la Naturaleza, y se regocija de haber salido de la nada, tomando la execrable forma que hoy tiene. Para esto te han criado ¡oh mar! Escupe las naves comerciantes que te profanan, y prohíbe la entrada en tus dominios al sórdido mercachifle, ávido de oro, saqueador de los pueblos inocentes que no se han corrompido todavía y adoran a Dios en el ara de los bosques. Este ruido de invisibles montañas que ruedan por los espacios, chocándose y redondeándose como los guijos que arrastra un río; estas lenguazas de fuego que lamen el cielo y llegan a tocar el mar con sus afiladas puntas; este cielo que se revuelca desesperado; este mar que anhela ser cielo,   —40→   abandonando su lecho eterno para volar; este hálito que nos arrastra, esta confusión armoniosa, esta música, amigo, y ritmo sublime que lo llena todo, encontrando eco en nuestra alma, me extasían, me cautivan, y con fuerza irresistible me arrastran a confundirme con lo que veo... Esta alteración se repite en mi alma; esta rabia y desesperado anhelo de salir de su centro, propiedad es también de mi alma; este rumor, donde caben todos los rumores de cielo y tierra, ha tiempo que también ensordece mi alma; este delirio es mi delirio, y este afán con que vuelan nubes y olas hacia un punto a que no llegan nunca, es mi propio afán.

Yo pensé que estaba loco, y cuando le vi bajar del calesín, acercarse a la playa e internarse por ella hasta que el agua le cubrió las botas, corrí tras él lleno de zozobra, temiendo que en su enajenación se arrojase, como había dicho, en medio de las olas.

-Milord -le dije- volvámonos al coche, pues no hay para qué convertirse ahora en ola ni nube, como usted desea, y sigamos hacia Cádiz, que para agua bastante tenemos con la que llueve, y para viento, harto nos azota por el camino.

Pero él no me hacía caso, y empezó a gritar en su lengua. El calesero, que era muy pillo, hizo gestos significativos para indicar que lord Gray había abusado del Montilla; pero a mí me constaba que no lo había probado aquel día.

-Quiero nadar -dijo lacónicamente lord Gray, haciendo ademán de desnudarse.

  —41→  

Y al punto forcejeamos con él el calesero y yo, pues aunque sabíamos que era gran nadador, en aquel sitio y hora no habría vivido diez minutos dentro del agua. Al fin le convencimos de su locura, haciéndole volver a la calesa.

-Contenta se pondría, milord, la señora de sus pensamientos si le viera a usted con inclinaciones a matarse desde que suena un trueno.

Lord Gray rompió a reír jovialmente, y cambiando de aspecto y tono, dijo:

-Calesero, apresura el paso, que deseo llegar pronto a Cádiz.

-El lamparín no quiere andar.

-¿Qué lamparín?

-El caballo. Le han salido callos en la jerraúra. ¡Ay sé! Este caballo es muy respetoso.

-¿Por qué?

-Muy respetoso con los amigos. Cuando se ve con Pelaítas, se hacen cortesías y se preguntan cómo ha ido de viaje.

-¿Quién es Pelaítas?

-El violín del Sr. Poenco. ¡Ay sé! Si usted le dice a mi caballo: «vas a descansar en casa de Poenco, mientras tu amo come una aceituna y bebe un par de copas», correrá tanto, que tendremos que darle palos para que pare, no sea que con la fuerza del golpe abra un boquete en la muralla de Puerta Tierra.

Gray prometió al calesero refrescarle en casa de Poenco, y al oír esto ¡parecía mentira!, el lamparín avivó el paso.

-Pronto llegaremos -dijo el inglés-. No   —42→   sé por qué el hombre no ha inventado algo para correr tanto como el viento.

-En Cádiz le aguarda a usted una muchacha bonita. No una, muchas tal vez.

-Una sola. Las demás no valen nada, señor de Araceli... Su alma es grande como el mar. Nadie lo sabe más que yo, porque en apariencia es una florecita humilde que vive casi a escondidas dentro del jardín. Yo la descubrí y encontré en ella lo que hombre alguno no supo encontrar. Para mí solo, pues, relampaguean los rayos de sus ojos y braman las tempestades de su pecho... Está rodeada de misterios encantadores, y las imposibilidades que la cercan y guardan como cárceles inaccesibles más estimulan mi amor... Separados nos oscurecemos; pero juntos llenamos todo lo creado con las deslumbradoras claridades de nuestro pensamiento.

Si mi conciencia no dominara casi siempre en mí los arrebatos de la pasión, habría cogido a lord Gray y le habría arrojado al mar... Hícele luego mil preguntas3, di vueltas y giros sobre el mismo tema para provocar su locuacidad; nombré a innumerables personas, pero no me fue posible sacarle una palabra más. Después de dejarme entrever un rayo de su felicidad, calló y su boca cerrose como una tumba.

-¿Es usted feliz? -le dije al fin.

-En este momento sí -respondió.

Sentí de nuevo impulsos de arrojarle al mar.

-Lord Gray -exclamé súbitamente- ¿vamos a nadar?

  —43→  

-¡Oh! ¿Qué es eso? ¿Usted también?

-¡Sí, arrojémonos al agua! Me pasa a mí algo de lo que a usted pasaba antes. Se me ha antojado nadar.

-Está loco -contestó riendo y abrazándome-. No, no permito yo que tan buen amigo perezca por una temeridad. La vida es hermosa, y quien pensase lo contrario, es un imbécil. Ya llegamos a Cádiz. Tío Hígados, eche aceite a la lamparilla, que ya estamos cerca de la taberna de Poenco.

Al anochecer llegamos a Cádiz. Lord Gray me llevó a su casa, donde nos mudamos de ropa, y cenamos después. Debíamos ir a la tertulia de doña Flora, y mientras llegaba la hora, mi amigo, que quise que no, hubo de darme nuevas lecciones de esgrima. Con estos juegos iba, sin pensarlo, adiestrándome en un arte en el cual poco antes carecía de habilidad consumada, y aquella tarde tuve la suerte de probar la sabiduría de mi maestro dándole una estocada a fondo con tan buen empuje y limpieza, que a no tener botón el estoque, hubiéralo atravesado de parte a parte.

-¡Oh, amigo Araceli! -exclamó lord Gray con asombro-. Usted adelanta mucho. Tendremos aquí un espadachín temible. Luego, tira usted con mucha rabia...

En efecto; yo tiraba con rabia, con verdadero afán de acribillarle.



  —44→  

ArribaAbajo- V -

Por la noche fuimos a casa de doña Flora; pero lord Gray, a poco de llegar, despidiose diciendo que volvería. La sala estaba bien iluminada, pero aún no muy llena de gente, por ser temprano. En un gabinete inmediato aguardaban las mesas de juego el dinero de los apasionados tertuliantes, y más adentro tres o cuatro desaforadas bandejas llenas de dulces nos prometían agradable refrigerio para cuando todo acabase. Había pocas damas, por ser costumbre en los saraos de doña Flora que descollasen los hombres, no acompañados por lo general más que de una media docena de beldades venerables del siglo anterior, que, cual castillos gloriosos, pero ya inútiles, no pretendían ser conquistables ni conquistadas. Amaranta representaba sola la juventud unida a la hermosura.

Saludaba yo a la condesa, cuando se me acercó doña Flora, y pellizcándome bonitamente con todo disimulo el brazo por punto cercano al codo, me dijo:

-Se está usted portando, caballerito. Casi un mes sin parecer por aquí. Ya sé que se divirtió usted en el puente de Suazo con las buenas piezas que llevó allí el Sr. Poenco hace ocho días... ¡Bonita conducta! Yo empeñada en apartarle a usted del camino de la perdición,   —45→   y usted cada vez más inclinado a seguir por él... Ya se sabe que la juventud ha de tener sus trapicheos; pero los muchachos decentes y bien nacidos desfogan sus pasiones con compostura, antes buscando el trato honesto de personas graves y juiciosas que el de la gentezuela maja y tabernaria.

La condesa afectó estar conforme con la reprimenda y la repitió, dándola más fuerza con sus irónicos donaires. Después, ablandándose doña Flora y llevándome adentro, me dio a probar de unos dulces finísimos que no se repartían sino entre los amigos de confianza. Cuando volvimos a la sala, Amaranta me dijo:

-Desde que doña María y la marquesa decidieron que no viniera Inés, parece que falta algo en esta tertulia.

-Aquí no hacen falta niñas, y menos la condesa de Rumblar, que con sus remilgos impedía toda diversión. Nadie se había de acercar a la niña, ni hablar con la niña, ni bailar con la niña, ni dar un dulce a la niña. Dejémonos de niñas: hombres, hombres quiero en mi tertulia; literatos que lean versos, currutacos que sepan de corrido las modas de París, diaristas que nos cuenten todo lo escrito en tres meses por las Gacetas de Amberes, Londres, Augsburgo y Rotterdam; generales que nos hablen de las batallas que se van a ganar; gente alegre que hable mal de la regencia y critique la cosa pública, ensayando discursos para cuando se abran esas saladísimas Cortes que van a venir.

-Yo no creo que haya tales Cortes -dijo   —46→   Amaranta- porque las Cortes no son más que una cosa de figurón, que hace el rey para cumplir un antiguo uso. Como ahora estamos sin rey...

-¿Pues no ha de haber? Nada; vengan esas Cortes. Cortes nos han prometido, y Cortes nos han de dar. Pues poco bonito será este espectáculo. Como que es un conjunto de predicadores, y no baja de ocho a diez sermones los que se oyen por día, todos sobre la cosa pública, amiga mía, y criticando, criticando, que es lo que a mí me gusta.

-Habrá Cortes -dije yo- porque en la Isla están pintando y arreglando el teatro para salón de sesiones.

-¿Pero es en un teatro? Yo pensé que en una iglesia -dijo doña Flora.

-El estamento de próceres y clérigos se reunirá en una iglesia -indicó Amaranta- y el de procuradores en un teatro.

-No, no hay más que un estamento, señoras. Al principio se pensó en tres; pero ahora se ha visto que uno solo es más sencillo.

-Será el de la nobleza.

-No, hija, serán todos clérigos. Esto parece lo más propio.

-No hay más estamento que el de procuradores, en que entrarán todas las clases de la sociedad.

-¿Y dices que están pintando el teatro?

-Sí, señora. Le han puesto unas cenefas amarillas y encarnadas que hacen una vista así como de escenario de titiriteros en feria... En fin, monísimo.

  —47→  

-Para esta festividad quiere sin duda el Sr. D. Pedro los cincuenta uniformes amarillos y encarnados que le estamos haciendo, todos galoneados de plata y cortados en forma que llaman de española antigua.

-Me temo mucho -dijo Amaranta riendo- que D. Pedro y otros tan extravagantes y locos como él, pongan en ridículo a Cortes y procuradores, pues hay personas que convierten en mojiganga todo aquello en que ponen la mano.

-Ya principia a venir gente. Aquí está Quintana. También vienen Beña y D. Pablo de Xérica.

Quintana saludó a mis dos amigas. Yo le había visto y oído hablar en Madrid en las tertulias de las librerías, pero sin tener hasta entonces el placer de tratar a poeta tan insigne. Su fama entonces era grande, y entre los patriotas exaltados gozaba de mucha popularidad, conquistada por sus artículos políticos y proclamas patrióticas. Era de fisonomía dura y basta, moreno, con vivos ojos y gruesos labios, signo claro esto, así como su frente lobulosa, de la viril energía de su espíritu. Reía poco, y en sus ademanes y tono, lo mismo que en sus escritos, dominaba la severidad. Tal vez esta severidad, más que propia, fuera atribuida y supuesta por los que conocían sus obras, pues en aquella época ya habían salido a luz las principales odas, las tragedias y algunas de las Vidas; Píndaro, Tirteo y Plutarco a la vez, estaba orgulloso de su papel, y este orgullo se le conocía en el trato.

  —48→  

Quintana era entusiasta de la causa española y liberal ardiente con vislumbres de filósofo francés o ginebrino. Más beneficios recibió de su valiente pluma la causa liberal que de la espada de otros, y si la defensa de ciertas ideas, que él enaltecía con todas las galas del estilo y todos los recursos de un talento superior y valiente cual ninguno; si la defensa de ciertas ideas, repito, no hubiera corrido después por cuenta de otras manos y de gárrulas plumas, diferente sería hoy la suerte de España.

Más simpático en el trato que Quintana, por carecer de aquella grandílocua y solemne severidad, era D. Francisco Martínez de la Rosa, recién llegado entonces de Londres, y que no era célebre todavía más que por su comedia Lo que puede un empleo, obra muy elogiada en aquellos inocentes tiempos. Las gracias, la finura, la encantadora cortesía, la amabilidad, el talento social sin afectación, amaneramiento ni empalago, nadie lo tenía entonces, ni lo tuvo después, como Martínez de la Rosa. Pero hablo aquí de una persona a quien todos han conocido, y a quien vida tan larga no imprimió gran mudanza en genio y figura. Lo mismo que le vieron ustedes hacia 1857, salvo el detrimento de los años, era Martínez de la Rosa cuando joven. Si en sus ideas había alguna diferencia, no así en su carácter, que fue en la forma festivamente afable hasta la vejez, y en el fondo grave, entero y formal desde la juventud.

No sé por qué me he ocupado aquí de este   —49→   eminente hombre, pues la verdad es que no concurrió aquella noche a la tertulia de doña Flora, que estoy con mucho gusto describiendo.

Fueron, sí, como he dicho, Xérica y Beña, poetas menores de que me acuerdo poco, sin duda porque su fama problemática y la mediocridad de su mérito hicieron que no fijase mucho en ellos la atención. De quien me acuerdo es de Arriaza, y no porque me fuera muy simpático, pues la índole adamada y aduladora de sus versos serios y la mordacidad de sus sátiras me hacían poca gracia, sino porque siempre le vi en todas partes, en tertulias, cafés, librerías y reuniones de diversas clases. Este llegó más tarde a la tertulia.

Después de los que he mencionado, vimos aparecer a un hombre como de unos cincuenta años, flaco, alto, desgarbado y tieso. Tenía como D. Quijote los bigotes negros, largos y caídos, los brazos y piernas como palitroques, el cuerpo enjutísimo, el color moreno, el pelo entrecano, aguileña la nariz, los ojos ya dulces, ya fieros, según a quien miraba, y los ademanes un tanto embarazados y torpes. Pero lo más singular de aquel singularísimo hombre era su vestido, a la manera de los de Carnaval, consistente en pantalones a la turquesca, atacados a la rodilla, jubón amarillo y capa corta encarnada o herreruelo, calzas negras, sombrero de plumas como el de los alguaciles de la plaza de toros y en el cinto un tremendo chafarote, que iba golpeando en el suelo, y hacía con el ruido de las pisadas un   —50→   compás triple, cual si el personaje anduviese con tres pies.

Parecerá a algunos que es invención mía esto del figurón que pongo a los ojos de mis lectores; pero abran la historia, y hallarán más al vivo que yo lo hago pintadas las hazañas de un personaje, a quien llamo D. Pedro, para no ridiculizar como él lo hizo, un título ilustre, que después han llevado personas muy cuerdas. Sí; vestido estaba como he pintado, y no fue él solo quien dio por aquel tiempo en la manía de vestir y calzar a la antigua; que otro marqués, jerezano por cierto, y el célebre Jiménez Guazo y un escocés llamado lord Downie, hicieron lo mismo; pero yo por no aburrir a mis lectores presentándoles uno tras otro a estos tipos tan característicos como extraños, he hecho con las personas lo que hacen los partidos, es decir, una fusión, y me he permitido recoger las extravagancias de los tres y engalanar con tales atributos a uno solo de ellos, al más gracioso sin disputa, al más célebre de todos.

Al punto que entró D. Pedro, oyéronse estrepitosas risas en la sala; pero doña Flora salió al punto a la defensa de su amigo, diciendo:

-No hay que criticarle, pues hace muy bien en vestirse a la antigua; y si todos los españoles, como él dice, hicieran lo mismo, con la costumbre de vestir a la antigua vendría el pensar a la antigua, y con el pensar el obrar, que es lo que hace falta.

D. Pedro hizo profundas reverencias y se   —51→   sentó junto a las damas, antes satisfecho que corrido por el recibimiento que le hicieron.

-No me importan burlas de gente afrancesada -dijo mirando de soslayo a los que le contemplábamos- ni de filosofillos irreligiosos, ni de ateos, ni de francmasones, ni de democratistas, enemigos encubiertos de la religión y del rey. Cada uno viste como quiere, y si yo prefiero este traje a los franceses que venimos usando hace tiempo, y ciño esta espada que fue la que llevó Francisco Pizarro al Perú, es porque quiero ser español por los cuatro costados y ataviar mi persona según la usanza española en todo el mundo, antes de que vinieran los franchutes con sus corbatas, chupetines, pelucas, polvos, casacas de cola de abadejo y demás porquerías que quitan al hombre su natural fiereza. Ya pueden los que me escuchan reírse cuanto quieran del traje, si bien no lo harán de la persona porque saben que no lo tolero.

-Está muy bien -dijo Amaranta-. Está muy bien ese traje, y sólo las personas de mal gusto pueden criticarlo. Señores, ¿cómo quieren ustedes ser buenos españoles sin vestir a la antigua?

-Pero señor marqués (D. Pedro era marqués, aunque me callo su título) -dijo Quintana con benevolencia- ¿por qué un hombre formal y honrado como usted, se ha de vestir de esta manera, para divertir a los chicos de la calle? ¿Ha de tener el patriotismo por funda un jubón, y no ha de poder guarecerse en una chupa?

  —52→  

-Las modas francesas han corrompido las costumbres -repuso D. Pedro atusándose los bigotes- y con las modas, es decir, con las pelucas y los colores, han venido la falsedad del trato, la deshonestidad, la irreligión, el descaro de la juventud, la falta de respeto a los mayores, el mucho jurar y votar, el descoco e impudor, el atrevimiento, el robo, la mentira, y con estos males los no menos graves de la filosofía, el ateísmo, el democratismo, y eso de la soberanía de la nación que ahora han sacado para colmo de la fiesta.

-Pues bien -repuso Quintana- si todos esos males han venido con las pelucas y los polvos, ¿usted cree que los va a echar de aquí vistiéndose de amarillo? Los males se quedarán en casa, y el señor marqués hará reír a las gentes.

-Sr. D. Manolo, si todos fueran como usted que se empeña en combatir a los franceses, imitándolos en usos y costumbres, lucidos estábamos.

-Si las costumbres se han modificado, ellas sabrán por qué lo han hecho. Se lucha y se puede luchar contra un ejército por grande que sea; pero contra las costumbres hijas del tiempo, no es posible alzar las manos, y me dejo cortar las dos que tengo, si hay cuatro personas que le imiten a usted.

-¿Cuatro? -exclamó con orgullo D. Pedro-. Cuatrocientas están ya filiadas en la Cruzada del obispado de Cádiz, y aunque todavía no hay uniformes para todos, ya cuento con cincuenta o sesenta, gracias al celo de respetables   —53→   damas, alguna de las cuales me oye. Y no nos vestimos así, señores míos, para andar charlando en los cafés y metiendo bulla por las calles, ni imprimiendo papeles que aumenten la desvergüenza e irrespetuosidad del pueblo hacia lo más sagrado, ni para convocar Cortes ni cortijos, ni para echar sermones a lo dómine Lucas, sino para salir por esos campos hendiendo cabezas de filósofos y acuchillando enemigos de la Iglesia y del rey. Ríanse del traje en buena hora, que en cuanto sean despachados los mosquitos que zumban más allá del caño de Sancti-Petri, volveremos acá y haremos que los redactores del Semanario Patriótico se vistan de papel impreso, que es la moda francesa que más les cuadra.

Dicho esto, D. Pedro celebró mucho con risas su propio chiste, y luego tomó Beña la palabra para sostener la conveniencia de vestir a la antigua. ¿Verdad que era graciosa la manía? Para que no se dude de mi veracidad, quiero trasladar aquí un párrafo del Conciso que conservo en la memoria:

«Otro de los medios indirectos- decía- pero muy poderoso, para renovar el entusiasmo, sería volver a usar el antiguo traje español. No es decible lo que esto podría influir en la felicidad de la nación. ¡Oh, padres de la patria, diputados del augusto congreso! A vosotros dirijo mi humilde voz: vosotros podéis renovar los días de nuestra antigua prosperidad; vestíos con el traje de nuestros padres, y la nación entera seguirá vuestro ejemplo».

  —54→  

Esto lo escribía poco después aquel mismo Sr. Beña, poeta de circunstancias, a quien yo vi en casa de doña Flora. ¡Y recomendaba a los padres de la patria que imitasen en su atavío al gran D. Pedro, pasmo de los chicos y alboroto de paseantes! ¡Qué bonitos habrían estado Argüelles, Muñoz Torrero, García Herreros, Ruiz Padrón, Inguanzo, Mejía, Gallego, Quintana, Toreno y demás insignes varones, vestidos de arlequines!

Y aquel Beña era liberal y pasaba por cuerdo; verdad es que los liberales como los absolutistas, han tenido aquí desde el principio de su aparición en el mundo ocurrencias graciosísimas.

Quintana preguntó a D. Pedro si la Cruzada del obispado de Cádiz pensaba presentarse a las futuras Cortes en aquel talante el día de la apertura.

-Yo no quiero nada con Cortes -repuso-. ¿Pero usted es de los bolos que creen habrá tal novedad? La regencia está decidida a echar la tropa a la calle para hacer polvo a los vocingleros que ahora no pueden pasarse sin Cortes. ¡Angelitos! Déseles la novedad de este juguete para que se diviertan.

-La regencia -repuso el poeta - hará lo que la manden. Callará y aguantará. Aunque carezco de la perspicacia que distingue al señor D. Pedro, me parece que la nación es algo más que el señor obispo de Orense.

-Verdaderamente, Sr. D. Manuel -dijo Amaranta- eso de la soberanía de la nación que han inventado ahora... anoche estaban   —55→   explicándolo en casa de la Morlá, y por cierto que nadie lo entendía; eso de la soberanía de la nación si se llega a establecer va a traernos aquí otra revolución como la francesa, con su guillotina y sus atrocidades. ¿No lo cree usted?

-No, señora; no creo ni puedo creer tal cosa.

-Que pongan lo que quieran con tal que sea nuevo -dijo doña Flora-; ¿no es verdad, Sr. de Xérica?

-Justo, y afuera religión, afuera rey, afuera todo -vociferó D. Pedro.

-Denme trescientos años de soberanía, de la nación -dijo Quintana- y veremos si se cometen tantos excesos, arbitrariedades y desafueros como en trescientos años que no la ha habido. ¿Habrá revolución que contenga tantas iniquidades e injusticias como el solo período de la privanza de D. Manuel Godoy?

-Nada, nada, señores -dijo D. Pedro con ironía-. Si ahora vamos a estar muy bien; si vamos a ver aquí el siglo de oro; si no va a haber injusticias, ni crímenes, ni borracheras, ni miserias, ni cosa mala alguna, pues para que nada nos falte, en vez de padres de la Iglesia; tenemos periodistas; en vez de santos, filósofos; en vez de teólogos, ateos.

-Justamente; el Sr. de Congosto tiene razón -replicó Quintana-. La maldad no ha existido en el mundo hasta que no la hemos traído nosotros con nuestros endiablados libros... Pero todo se va a remediar con vestirnos de mojiganga.

  —56→  

-Pero en último resultado -preguntó la condesa- ¿hay Cortes o no?

-Sí, señora, las habrá.

-Los españoles no sirven para eso.

-Eso no lo hemos probado.

-¡Ay, qué ilusión tiene usted, Sr. D. Manuel! Verá usted qué escenas tan graciosas habrá en las sesiones... y digo graciosas por no decir terribles y escandalosas.

-El terror y el escándalo no nos son desconocidos, señora, ni los traerán por primera vez las Cortes a esta tierra de la paz y de la religiosidad. La conspiración del Escorial, los tumultos de Aranjuez, las vergonzosas escenas de Bayona, la abdicación de los reyes padres, las torpezas de Godoy, las repugnantes inmoralidades de la última Corte, los tratados con Bonaparte, los convenios indignos que han permitido la invasión, todo esto, señora amiga mía, que es el colmo del horror y del escándalo, ¿lo han traído por ventura las Cortes?

-Pero el rey gobierna, y las Cortes, según el uso antiguo, votan y callan.

-Nosotros hemos caído en la cuenta de que el rey existe para la nación y no la nación para el rey.

-Eso es -dijo D. Pedro- el rey para la nación, y la nación para los filósofos.

-Si las Cortes no salen adelante -añadió Quintana- lo deberán a la perfidia y mala fe de sus enemigos; pues estas majaderías de vestir a la antigua y convertir en sainete las más respetables cosas, es vicio muy común en los españoles de uno y otro partido. Ya hay quien   —57→   dice que los diputados deben vestirse como los alguaciles en día de pregón de Bula, y no falta quien sostiene que todo cuanto se hable, proponga y discuta en la Asamblea, debe decirse en verso.

-Pues de ese modo sería precioso -afirmó doña Flora.

-En efecto -dijo Amaranta- y como se reúnen en un teatro la ilusión sería perfecta. Prometo asistir a la inauguración.

-Yo no faltaré. Sr. de Quintana, usted me proporcionará un palco o un par de lunetas. ¿Y se paga, se paga?

-No, amiga mía -dijo Amaranta burlándose-. La nación enseña y pone al público gratis sus locuras.

-Usted -le dijo Quintana sonriendo- será de nuestro partido.

-¡Ay, no, amigo mío! -repuso la dama-. Prefiero afiliarme a la Cruzada del obispado. Me espantan los revolucionarios, desde que he leído lo que pasó en Francia. ¡Ay, Sr. Quintana! ¡Qué lástima que usted se haya hecho estadista y político! ¿Por qué no hace usted versos?

-No están los tiempos para versos. Sin embargo, ya usted ve cómo los hacen mis amigos; Arriaza, Beña, Xérica, Sánchez Barbero no dejan descansar a las prensas de Cádiz.

Beña y Xérica se habían apartado del grupo.

-¡Ay, amigo mío!, que no oiga yo aquello de


    ¡Oh! Velintón, nombre amable
grande alumno del dios Marte.



  —58→  

-Es horrible la poesía de estos tiempos, porque los cisnes callan, entristecidos por el luto de la patria, y de su silencio se aprovechan los grajos para chillar. ¿Y dónde me deja usted aquello de


    Resuene el tambor;
veloces marchemos...?



-Arriaza -indicó Quintana- ha hecho últimamente una sátira preciosa. Esta noche la leerá aquí.

-Nombren al ruin... -dijo Amaranta, viendo aparecer en el salón al poeta de los chistes.

-Arriaza, Arriaza -exclamaron diferentes voces salidas de distintos lados de la estancia-. A ver, léanos usted la oda A Pepillo.

-Atención, señores.

-Es de lo más gracioso que se ha escrito en lengua castellana.

-Si el gran Botella la leyera, de puro avergonzado se volvería a Francia.

Arriaza, hombre de cierta fatuidad, se gallardeaba con la ovación hecha a los productos de su numen. Como su fuerte eran los versos de circunstancias y su popularidad por esta clase de trabajos extraordinaria, no se hizo de rogar, y sacando un largo papel, y poniéndose en medio de la sala, leyó con muchísima gracia aquellos versos célebres que ustedes conocerán y cuyo principio es de este modo:

«Al ínclito Sr. Pepe, Rey (en deseo) de las Españas y (en visión) de sus Indias.

  —59→  

    Salud, gran rey de la rebelde gente,
salud, salud, Pepillo, diligente
protector del cultivo de las uvas
y catador experto de las cubas».



. . . . . . . . . . . . . . . .

A cada instante era el poeta interrumpido por los aplausos, las felicitaciones, las alabanzas, y vierais allí cómo por arte mágico habíanse confundido todas las opiniones en el unánime sentimiento de desprecio y burla hacia nuestro rey pegadizo. Por instantes hasta el gran D. Pedro y D. Manuel José Quintana parecieron conformes.

La composición de Pepillo corrió manuscrita por todo Cádiz. Después la refundió su autor, y fue publicada en 1812.

Dividiose después la tertulia. Los políticos se agruparon a un lado, y el atractivo de las mesas de juego llevó a la sala contigua a una buena porción de los concurrentes. Amaranta y la condesa permanecieron allí, y D. Pedro, como hombre galante no las dejaba de la mano.




ArribaAbajo- VI -

-Gabriel -me dijo Amaranta- es preciso que te decidas a trocar tu uniforme a la francesa por este español que lleva nuestro amigo. Además, la orden de la Cruzada tiene la ventaja de que cada cual se encaja encima el grado   —60→   que más le cuadra, como por ejemplo D. Pedro, que se ha puesto la faja de capitán general.

En efecto, D. Pedro no se había andado con chiquitas para subirse por sus propios pasos al último escalón de la milicia.

-Es el caso -dijo sin modestia el héroe- que necesita uno condecorarse a sí propio, puesto que nadie se toma el trabajo de hacerlo. En cuanto a la entrada de este caballerito en la orden, venga en buen hora; pero sepa que los nuestros hacen vida ascética durmiendo en una tarima y teniendo por almohada una buena piedra. De este modo se fortalece el hombre para las fatigas de la guerra.

-Me parece muy bien -afirmó Amaranta- y si a esto añaden una comida sobria, como por ejemplo, dos raciones de obleas al día, serán los mejores soldados de la tierra. Ánimo, pues, Gabriel, y hazte caballero del obispado de Cádiz.

-De buena gana lo haría, señores, si me encontrara con fuerzas para cumplir las leyes de un instituto tan riguroso. Para esa Cruzada del obispado se necesitan hombres virtuosísimos y llenos de fe.

-Ha hablado perfectamente -repuso con solemne acento D. Pedro.

-Disculpas, hijo -añadió Amaranta con malicia-. La verdadera causa de la resistencia de este mozuelo a ingresar en la orden gloriosa es no sólo la holgazanería, sino también que las distracciones de un amor tan violento como bien correspondido, le tienen embebecido   —61→   y trastornado. No se permiten enamorados en la orden, ¿verdad, Sr. D. Pedro?

-Según y conforme -respondió el grave personaje tomándose la barba con dos dedos y mirando al techo-. Según y conforme. Si los catecúmenos están dominados por un amor respetuoso y circunspecto hacia persona de peso y formalidad, lejos de ser rechazados, con más gusto son admitidos.

-Pues el amor de este no tiene nada de respetuoso -dijo Amaranta, mirando con picaresca atención a doña Flora-. Mi amiga, que me está oyendo, es testigo de la impetuosidad y desconsideración de este violento joven.

D. Pedro fijó sus ojos en doña Flora.

-Por Dios, querida condesa -dijo esta- usted con sus imprudencias es la que ha echado a perder a este muchacho, enseñándole cosas que aún no está en edad de saber. Por mi parte la conciencia no me acusa palabra ni acción que haya dado motivo a que un joven apasionado se extralimitase alguna vez. La juventud, Sr. D. Pedro, tiene arrebatos; pero son disculpables, porque la juventud...

-En una palabra, amiga mía -dijo Amaranta dirigiéndose a doña Flora-. Ante una persona tan de confianza como el Sr. D. Pedro, puede usted dejar a un lado el disimulo, confesando que las ternuras y patéticas declaraciones de este joven no le causan desagrado.

-Jesús, amiga mía -exclamó mudando de color la dueña de la casa-, ¿qué está usted diciendo?

-La verdad. ¿A qué andar con tapujos? ¿No   —62→   es verdad, señor de Congosto, que hago bien en poner las cosas en su verdadero lugar? Si nuestra amiga siente una amorosa inclinación hacia alguien, ¿por qué ocultarlo? ¿Es acaso algún pecado? ¿Es acaso un crimen que dos personas se amen? Yo tengo derecho a permitirme estas libertades por la amistad que les tengo a los dos, y porque ha tiempo que les vengo aconsejando se decidan a dejar a un lado los misterios, secreticos y trampantojos que a nada conducen, sí señor, y que por lo general suelen redundar en desdoro de la persona. En cuanto a mi amiga, harto la he exhortado, condenando su insistente celibato, y se me figura que al fin mis prédicas no serán inútiles. No lo niegue usted. Su voluntad está vacilante, y en aquello de si caigo o no caigo; de modo que si una persona tan respetable como el Sr. D. Pedro uniera sus amonestaciones a las mías...

D. Pedro estaba verde, amarillo, jaspeado. Yo, sin decir nada, procuraba al mismo tiempo que contenía la risa, corroborar con mis actitudes y miradas lo que la condesa decía. Doña Flora, confundida entre la turbación y la ira, miraba a Amaranta y al esperpento, y como viera a este con el color mudado y los ojos chispeantes de enojo, turbose más y dijo:

-Qué bromas tiene la condesa, Sr. D. Pedro ¿quiere usted tomar un dulcecito?

-Señora -repuso con iracunda voz el estafermo-, los hombres como yo se endulzan con acíbar la lengua, y el corazón con desengaños.

  —63→  

Doña Flora quiso reír, pero no pudo.

-Con desengaños, sí señora -añadió D. Pedro-, y con agravios recibidos de quien menos debían esperarse. Cada uno es dueño de dirigir sus impulsos amorosos al punto que más le conviene. Yo en edad temprana los dirigí a una ingrata persona, que al fin... mas no quiero afear su conducta, ni pregonar su deslealtad, y guardareme para mí solo las penas como me guardé las alegrías. Y no se diga para disculpar esta ingratitud, que yo falté una sola vez en veinticinco años al respeto, a la circunspección, a la severidad que la cultura y dignidad de entrambos me imponía, pues ni palabra incitativa pronunciaron mis labios, ni gesto indecoroso hicieron mis manos, ni idea impúdica turbó la pureza de mi pensamiento, ni nombré la palabra matrimonio, a la cual se asocian imágenes contrarias al pudor, ni miré de mal modo, ni fijé los ojos en las partes que la moda francesa tenía mal cubiertas, ni hice nada, en fin, que pudiera ofender, rebajar o menoscabar el santo objeto de mi culto. Pero ¡ay!, en estos tiempos corrompidos no hay flor que no se aje, ni pureza que no se manche, ni resplandor que no se oscurezca con alguna nubecilla. Está dicho todo, y con esto, señoras, pido a ustedes licencia para retirarme.

Levantábase para partir, cuando doña Flora le detuvo diciendo:

-¿Qué es eso, Sr. D. Pedro? ¿Qué arrebato le ha dado? ¿Hace usted caso de las bromas de Amaranta? Es una calumnia, sí señor, una calumnia.

  —64→  

-¿Pero qué es esto? -dijo Amaranta fingiendo la mayor estupefacción-. ¿Mis palabras han podido causar el disgusto del Sr. D. Pedro? Jesús, ahora caigo en que he cometido una gran imprudencia. Dios mío, ¡qué daño he causado! Sr. D. Pedro, yo no sabía nada, yo ignoraba... Desunir por una palabra indiscreta dos voluntades... Este mozalbete tiene la culpa. Ahora recuerdo que mi amiga le está recomendando siempre que le imite a usted en las formas respetuosas para manifestar su amor.

-Y le reprendo sus atrevimientos -dijo doña Flora...

-Y le tira de las orejas cuando se extralimita de palabra u obra, y le pellizca en el brazo cuando salen juntos a paseo.

-Señoras, perdónenme ustedes -dijo don Pedro- pero me retiro.

-¿Tan pronto?

-Amaranta con sus majaderías le ha amoscado a usted.

-Tengo que ir a casa de la señora condesa de Rumblar.

-Eso es un desaire, Sr. D. Pedro. Dejar mi casa por la de otra.

-La condesa es una persona respetabilísima que tiene alta idea del decoro.

-Pero no hace vestidos para los Cruzados.

-La de Rumblar tiene el buen gusto de no admitir en su casa a los politiquillos y diaristas que infestan a Cádiz.

-Ya.

-Allí no se juega tampoco. Allí no van   —65→   Quintana el fatuo, ni Martínez de la Rosa el pedante, ni Gallego el clerizonte ateo, ni Gallardo el demonio filosófico, ni Arriaza el relamido, ni Capmany el loco, ni Argüelles el jacobino, sino multitud de personas deferentes con la religión y con el rey.

Y dicho esto, el estafermo hizo una reverencia que medio le descoyuntó, marchándose después con paso reposado y ademán orgulloso.

-Amiga mía -dijo doña Flora-, ¡qué imprudente es usted! ¿No es verdad, Gabriel, que ha sido muy imprudente?

-¡Ya lo creo; contarlo todo en sus propias barbas!

-Yo temblaba por ti, niñito, temiendo que te ensartara con el chafarote.

-La condesa nos ha comprometido -afirmé con afectado enojo.

-Es un diablillo.

-Amiga mía -dijo Amaranta-, lo hice con la mayor inocencia. Después de lo que he descubierto, me pongo de parte del desairado don Pedro. La verdad, señora doña Flora; es una gran picardía lo que ha hecho usted. Trocarle, después de veinticinco años, por este mozuelo sin respetabilidad...

-Calle usted, calle usted, picaruela -repuso la dueña-. Por mi parte ni a uno ni a otro. Si usted no hubiera incitado a este joven con sus provocaciones...

-De aquí en adelante -dije yo- seré respetuoso, comedido y circunspecto, como don Pedro.

  —66→  

Doña Flora me ofreció un dulce, pero viose obligada a poner punto en la cuestión, porque otras damas, que como ella pertenecían a la clase de plazas desmanteladas y con artillería antigua, intervinieron inoportunamente en nuestro diálogo.

He referido la anterior burlesca escena, que parece insignificante y sólo digna de momentánea atención, porque con ser pura broma, influyó mucho en acontecimientos que luego contaré, proporcionándome sinsabores y contrariedades. De este modo los más frívolos sucesos, que no parecen tener fuerza bastante para alterar con su débil paso la serenidad de la vida, la conmueven hondamente de súbito y cuando menos se espera.




ArribaAbajo- VII -

Poco después entró en la sala el memorable D. Diego, conde de Rumblar y de Peña Horadada, y con gran sorpresa mía, ni saludó a la condesa, ni esta tuvo a bien dirigirle mirada alguna. Reconociéndome al punto, llegose a mí, y con la mayor afabilidad me saludó y felicitó por mi rápido adelantamiento en la carrera de las armas, de que ya tenía noticias. No nos habíamos visto desde mi aventura famosa en el palacio del Pardo. Yo le encontré bastante desfigurado, sin duda por recientes enfermedades y molestias.

  —67→  

-Aquí serás mi amigo, lo mismo que en Madrid -me dijo entrando juntos en la sala de juego-. Si estás en la Isla, te visitaré. Quiero que vengas a las tertulias de mi casa. Dime, cuando vienes a Cádiz, ¿paras aquí en casa de la condesa?

-Suelo venir aquí.

-¿Sabes que mi parienta aprecia la lealtad de los que fueron sus pajes?... Ya sabrás que de esta me caso.

-La condesa me lo ha dicho.

-La condesa ya no priva. Hay divorcio absoluto entre ella y los demás de la familia... ¡oh!, ahora me acuerdo de cuando te encontramos en el Pardo... Cuando le preguntaron a Amaranta que qué hacías allí, no supo contestar. Lo que hacías, tú lo podrás decir... ¿Juegas, o no?

-Jugaremos.

-Aquí al menos se respira, chico. Vengo huyendo de las tertulias de mi casa, que más que tertulias son un cónclave de clérigos, frailucos y enemigos de la libertad. Allí no se va más que a hablar mal de los periodistas y de los que quieren Constitución. No se juega, Gabriel, ni se baila, ni se refresca, ni se hablan más que sosadas y boberías... De todos modos, es preciso que vengas a mi casa. Mis hermanas me han dicho que quieren conocerte; sí, me lo han dicho. Las pobres están muy aburridas. Si no fuese porque lord Gray distrae un poco a las tres muchachas... Vendrás a casa. Pero cuidado con echártela de liberal y de jacobino. No abras la boca sino para decir mil   —68→   pestes de las futuras Cortes, de la libertad de la imprenta, de la revolución francesa, y ten cuidado de hacer una reverencia cuando se nombre al rey, y de decir algo en latín al modo de conjuro siempre que citen a Bonaparte, a Robespierre o a otro monstruo cualquiera. Si así no lo haces, mi mamá te echará al punto a la calle, y mis hermanas no podrán rogarte que vuelvas.

-Muy bien; tendré cuidado de cumplir el programa. ¿En dónde nos veremos?

-Yo iré a la Isla o nos veremos aquí, aunque la verdad... Tal vez no vuelva. Mi mamá me tiene prohibido poner los pies en esta casa. Vete a la mía, y pregunta por tu amigo don Diego, el que ganó la batalla de Bailén. Yo le he hecho creer a mi mamá que entre tú y yo ganamos aquella célebre batalla.

-¿Y Santorcaz?

-En Madrid sigue de comisario de policía. Nadie le puede ver; pero él se ríe de todos y cumple con su obligación. Con que juguemos. Yo voy al caballo.

El juego, antes frío y mal sostenido por personas sin entusiasmo, se animó con la presencia de Amaranta, que fue a poner su dinero en la balanza de la suerte. Para que todo marchase a pedir de boca, llegó en aquel crítico punto lord Gray, de quien dije había desaparecido al comienzo de la tertulia. Como de costumbre, el espléndido inglés reclamó para sí las preeminencias de banquero, y tallando él con serenidad, apuntando nosotros con zozobra y emoción, le desvalijamos a toda prisa.   —69→   Sobre todo Amaranta y yo tuvimos una suerte loca. Doña Flora, por el contrario, veía mermados con rapidez sus exiguos capitales y D. Diego se mantuvo en tabla con vaivenes de desgracia y fortuna.

Indiferente a su ruina el inglés, más sacaba cuanto más perdía, y todo lo que de sus bolsillos se trasegó al montón, venía después del montón a visitar los míos, que se asombraban de una abundancia jamás por ellos conocida. La función no concluyó sino cuando lord Gray no dio más de sí, acabándose la tertulia. Los políticos, sin embargo, continuaban disputando en la sala vecina, aun después de retirada la última moneda de la mesa de juego.

Cuando salimos para continuar el monte en casa de lord Gray, D. Diego me dijo:

-Mi mamá cree a estas horas que duermo como un talego. En casa nos retiramos a las diez. Mi mamá, después de cenar, nos echa la bendición, rezamos varias oraciones y nos manda a la cama. Yo me retiro a la alcoba, fingiendo tener mucho sueño, apago la luz y cuando todo está en silencio, escápome bonitamente a la calle. Muy de madrugada vuelvo, abro mis puertas con llaves a propósito, y me meto en el lecho. Sólo mis hermanitas están en el secreto y favorecen la evasión.

Lord Gray nos obsequió en su casa con una espléndida cena; sacamos luego el libro de las cuarenta hojas y con sus textos pasamos febrilmente entretenidos la noche. D. Diego en tabla, el inglés perdiendo las entrañas, y yo ganando hasta que cansados los tres y siempre   —70→   invariable y terca la fortuna, dimos por terminada la partida. ¡Oh!, en los gloriosos años de 1810, 1811 y 1812 se jugaba mucho, pero mucho.

Desde aquella noche no pude volver a Cádiz hasta la tarde del 28 de Mayo, formando parte de las fuerzas que se enviaron para hacer los honores a la Regencia, que al día siguiente debía instalarse en el palacio de la Aduana. Esta ceremonia de la instalación fue muy divertida y animada tanto el día 29 como el 30, por ser en este los de nuestro señor rey D. Fernando VII. Cuando estábamos en la Aduana, haciendo guardia de honor a la Regencia, reunida dentro en sesión solemne, oímos decir que en aquel mismo día se presentarían en Cádiz al pie de cien coraceros a la antigua que querían ofrecer sus respetos al poder central. Al punto que tal oí, acordeme del insigne D. Pedro, y no dudé que él fuese autor de la diversión que se nos preparaba.

Las doce serían, cuando una gran turba de chicos desembocando por las calles de Pedro Conde y de la Manzana, anunció que algo muy extraordinario y divertido se aproximaba; y con efecto, tras el infantil escuadrón, que de mil diversos modos y con variedad de chillidos manifestaba su regocijo, vierais allí aparecer una falange de cien a caballo vestidos todos con el mismo traje amarillo y rojo que yo había visto en las secas carnes del gran D. Pedro. Este venía delante con faja de capitán general sobre el arlequinado traje, y tan estirado, satisfecho   —71→   y orgulloso, que no se cambiara por Godofredo de Bouillón entrando triunfante en Jerusalén.

Ni él ni los demás llevaban corazas, pero sí cruces en el pecho; y en cuanto a armas, cuál llevaba sable, cuál espadín de etiqueta. Como diversión de Carnestolendas, aquello podía tolerarse; pero como Cruzada del obispado de Cádiz para acabar con los franceses, era de lo más grotesco que en los anales de la historia se puede en ningún tiempo encontrar.

La multitud les victoreaba, por la sencilla razón de que se divertía; ellos, con los aplausos, se creían no menos dignos de admiración que las huestes de César o Aníbal; y por fortuna nuestra, desde el Puerto de Santa María, donde estaban los franceses, no podía verse ni con telescopio semejante fiesta, que si la vieran, de buena gana habrían hecho más ruido las risas que los cañones.

Llegaron a la Aduana, pidió permiso el que los mandaba para entrar a saludar a la Regencia, se lo negamos, creyendo que los de la Junta no habrían perdido el juicio; insistió D. Pedro, golpeando el suelo con el sable y profiriendo amenazas y bravatas; entramos a notificar a los señores qué clase de estantiguas querían colarse en el palacio del gobierno, y este al fin consintió en ser felicitado por los caballeros a la antigua, temiendo despopularizarse si no lo hacía. ¡Debilidad propia de autoridades españolas!

Entró, pues, Congosto, seguido de cinco de los suyos, escogidos entre los más granados,   —72→   atravesó el salón de corte, y al encarar con los de la Regencia hizo una profunda cortesía, irguiose después, paseó su orgullosa vista de un confín a otro de la sala, metió la mano en el bolsillo de los gregüescos y con gran sorpresa de todos los que le veíamos, sacó unos anteojos de gruesa armadura, que se caló sobre la martilluda nariz. Tal facha y vestido con anteojos era de lo más ridículo que puede imaginarse. Los de la Regencia fluctuaban entre el enojo y la risa, y los extraños que presenciaban aquello, no disimulaban su contento por disfrutar de escena tan chusca.

Luego que se ensartó los espejuelos y los acomodó bien, enganchados en las orejas y apoyados en la nariz, metió la otra mano en el otro bolsillo y saco un papel, ¡pero qué papel! Lo menos tenía una vara. Todos creímos que sería un discurso; pero no, señores, eran unos versos. Entonces, para hablar al Rey o al público o a las autoridades, privaban los malos versos sobre la mala prosa. Desdobló, pues, el luengo papel, tosió limpiando el gaznate, se atusó los largos bigotes, y con voz cavernosa y retumbante dio principio a la lectura de una sarta de endecasílabos cojos, mancos y lisiados, tan rematadamente malos como obra que eran del mismo personaje que los leía. Siento no poder dar a mis amigos una muestra de aquella literatura, porque ni se imprimieron ni puedo recordarlos; pero si no la forma, tengo presente el sentido, que se reducía a encomiar la necesidad de que todo el mundo se vistiera a la antigua, único modo   —73→   de resucitar el ya muerto y enterrado heroísmo de los antiguos tiempos.

Durante la lectura había sacado D. Pedro la espada, y todas las frases fuertes las acompañaba de tajos, mandobles y cuchilladas en el aire, volteando el arma por encima de su cabeza, lo cual remató el grotesco papel que estaba haciendo. Luego que acabara de leer los malhadados versos, guardó el cartapacio, descolgó de la nariz los anteojos, y envainando la espada, hizo otra profunda reverencia y salió del salón seguido de los suyos.

¡Señores, que es verdad lo que digo! Me ofenden esas muestras de incredulidad de los que me escuchan. Ábrase la historia, no las que andan en manos de todos, sino otras algo íntimas, y que testigos presenciales dictaron. Pues qué, ¿se ha olvidado ya la condición sainetesca y un tanto arlequinada de nuestros partidos políticos en el período de su incubación? Verdad purísima, santa verdad es lo que he referido, aunque parece inverosímil, y aún me callo otras cositas por no ofender el decoro nacional.

Después, la graciosa procesión recorrió las calles de Cádiz con grande alegría de todo el pueblo, que se regocijaba con tal motivo extraordinariamente, sin decidirse por eso a vestir a la antigua... ¡Tan grande era su buen sentido! Los balcones y miradores se poblaban de damas, y en la calle la multitud seguía a los cruzados. Sobre todo los chicos tuvieron un día felicísimo. No faltó más para que aquello se pareciese a la entrada de D. Quijote en   —74→   Barcelona, sino que los muchachos aplicaran a ciertas partes del caballo que montaba don Pedro las célebres aliagas, y aun creo que algo de esto aconteció al fin del triunfal paseo y cuando se volvían a la Isla.

Después del acontecimiento referido, ciertos sucesos tristísimos determinan un paréntesis no corto en esta parte de la historia de mi vida que voy refiriendo. El 1º de Junio sentíame enfermo y caí con la fiebre amarilla, cual otros tantos que en aquella temporada fueron víctimas del terrible tifus, con menos suerte que un servidor de ustedes, el cual escapó de las garras de la muerte, después de verse en estado tal que vislumbraba los horizontes del otro mundo.

Mi mal (ya me había atacado en la niñez con distinto carácter) no fue muy largo. Yo estaba en la Isla. Asistiéronme mis amigos cariñosamente; visitábame lord Gray todos los días, y Amaranta y doña Flora hicieron largas guardias y vigilias en la cabecera de mi lecho. Cuando me vieron fuera de peligro las dos lloraban de alegría.

Durante la convalecencia, D. Diego fue a visitarme, y me dijo:

-Mañana mismo vendrás a mi casa. Mis hermanas y mi novia me preguntan por ti todos los días. ¡Qué susto se han llevado!

-Iré mañana -le respondí.

Pero yo estaba muy lejos de esperar la orden militar e inapelable que por algún tiempo me desterrara de mi ciudad querida. Es el caso   —75→   que D. Mariano Renovales, aquel soldado atrevido que tan heroicas hazañas realizó en Zaragoza, fue destinado a mandar una expedición que debía salir de Cádiz para desembarcar en el Norte. Renovales era un hombre muy bravo; pero con esta bravura salvaje de nuestros grandes hombres de guerra: valor desnudo de conocimientos militares y de todos los demás talentos que enaltecen al buen general. Había publicado el guerrillero una proclama extravagantísima, en cuya cabeza se veía un grabado representando a Pepe Botellas cayéndose de borracho y con un jarro de vino en la mano, y el estilo del tal documento correspondía a lo innoble y ridículo de la estampa. Sin embargo, por esto mismo le elogiaron mucho y le dieron un mando. ¡Achaques de España! Estos majaderos suelen hacer fortuna.

Pues señor, como decía, diose a Renovales un pequeño cuerpo de ejército, y en este cuerpo de ejército me incluyeron a mí, obligándome, casi enfermo todavía, a seguir al loco guerrillero en su más loca expedición. Obedecí y embarqueme con él, despidiéndome de mis amigos. ¡Oh, qué aventura tan penosa, tan desairada, tan funesta, tan estéril! Fiad empresas delicadas a hombres ignorantes y populacheros que no tienen más cualidad que un valor ciego y frenético.

No quiero contar los repetidos desastres de la expedición. Sufrimos tempestades, aguantamos todo género de desdichas, y para colmo de desgracia, lejos de hacer cosa alguna de provecho,   —76→   parte de las tropas desembarcadas en Asturias cayeron en poder de los franceses. Gracias dimos a Dios los pocos que después de tres meses y medio de angustiosas penas, pudimos regresar a Cádiz, avergonzados por el infausto éxito de la aventura. Yo comparé a mis compañeros de entonces con los individuos de la Cruzada en la falta de sentido común.

Regresamos a Cádiz. Algunos fueron a recibirnos con júbilo creyendo que volvíamos cubiertos de gloria, y en breves palabras contamos lo ocurrido. La gente entusiasta y patriotera no quería creer que el valiente Renovales fuese un majadero. Por desgracia, de esta clase de héroes hemos tenido muchos.

Luego que descansamos un poco, después de poner el pie en tierra, fuimos a presentarnos a las autoridades de la Isla. Era el 24 de Setiembre.




ArribaAbajo- VIII -

Una gran novedad, una hermosa fiesta había aquel día en la Isla. Banderolas y gallardetes adornaban casas particulares y edificios públicos, y endomingada la gente, de gala los marinos y la tropa, de gala la Naturaleza a causa de la hermosura de la mañana y esplendente claridad del sol, todo respiraba alegría. Por el camino de Cádiz a la Isla no cesaba el paso de diversa gente, en coche y a pie; y en   —77→   la plaza de San Juan de Dios los caleseros gritaban, llamando viajeros: -¡A las Cortes, a las Cortes!

Parecía aquello preliminar de función de toros. Las clases todas de la sociedad concurrían a la fiesta, y los antiguos baúles de la casa del rico y del pobre habíanse quedado casi vacíos. Vestía el poderoso comerciante su mejor paño, la dama elegante su mejor seda, y los muchachos artesanos, lo mismo que los hombres del pueblo, ataviados con sus pintorescos trajes salpicaban de vivos colores la masa de la multitud. Movíanse en el aire los abanicos, reflejando en mil rápidos matices la luz del sol, y los millones de lentejuelas irradiaban sus esplendores sobre el negro terciopelo. En los rostros había tanta alegría, que la muchedumbre toda era una sonrisa, y no hacía falta que unos a otros se preguntasen a dónde iban, porque un zumbido perenne decía sin cesar: -¡A las Cortes, a las Cortes!

Las calesas partían a cada instante. Los pobres iban a pie, con sus meriendas a la espalda y la guitarra pendiente del hombro. Los chicos de las plazuelas, de la Caleta y la Viña, no querían que la ceremonia estuviese privada del honor de su asistencia, y arreglándose sus andrajos, emprendían con sus palitos al hombro el camino de la Isla, dándose aire de un ejército en marcha, y entre sus chillidos y bufidos y algazara se distinguía claramente el grito general: -¡A las Cortes, a las Cortes!

Tronaban los cañones de los navíos fondeados en la bahía; y entre el blanco humo las   —78→   mil banderas semejaban fantásticas bandadas de pájaros de colores arremolinándose en torno a los mástiles. Los militares y marinos en tierra ostentaban plumachos en sus sombreros, cintas y veneras en sus pechos, orgullo y júbilo en los semblantes. Abrazábanse paisanos y militares congratulándose de aquel día, que todos creían el primero de nuestro bienestar. Los hombres graves, los escritores y periodistas, rebosaban satisfacción, dando y admitiendo plácemes por la aparición de aquella gran aurora, de aquella luz nueva, de aquella felicidad desconocida que todos nombraban con el grito placentero de: -¡Las Cortes, las Cortes!

En la taberna del Sr. Poenco no se pensaba más que en libaciones en honor del gran suceso. Los majos, contrabandistas, matones, chulos, picadores, carniceros y chalanes, habían diferido sus querellas para que la majestad de tan gran día no se turbara con ataques a la paz, a la concordia y buena armonía entre los ciudadanos. Los mendigos abandonaron sus puestos corriendo hacia la Cortadura que se inundó de mancos, cojos y lisiados, ganosos de recoger abundante cosecha de limosnas entre la mucha gente, y enseñando sus llagas, no pedían en nombre de Dios y la caridad, sino de aquella otra deidad nueva y santa y sublime, diciendo: -¡Por las Cortes, por las Cortes!

Nobleza, pueblo, comercio, milicia, hombres, mujeres, talento, riqueza, juventud, hermosura, todo, con contadas excepciones, concurrió   —79→   al gran acto, los más por entusiasmo verdadero, algunos por curiosidad, otros porque habían oído hablar de las Cortes y querían saber lo que eran. La general alegría me recordó la entrada de Fernando VII en Madrid en Abril de 1808, después de los sucesos de Aranjuez.

Cuando llegué a la Isla, las calles estaban intransitables por la mucha gente. En una de ellas la multitud se agolpaba para ver una procesión. En los miradores apenas cabían los ramilletes de señoras; clamaban a voz en grito las campanas y gritaba el pueblo, y se estrujaban hombres y mujeres contra las paredes, y los chiquillos trepaban por las rejas, y los soldados formados en dos filas pugnaban por dejar el paso franco a la comitiva. Todo el mundo quería ver, y no era posible que vieran todos.

Aquella procesión no era una procesión de santas imágenes, ni de reyes ni de príncipes, cosa en verdad muy vista en España para que así llamara la atención: era el sencillo desfile de un centenar de hombres vestidos de negro, jóvenes unos, otros viejos, algunos sacerdotes, seglares los más. Precedíales el clero con el infante de Borbón de pontifical y los individuos de la Regencia, y les seguía gran concurso de generales, cortesanos antaño de la corona y hoy del pueblo, altos empleados, consejeros de Castilla, próceres y gentileshombres, muchos de los cuales ignoraban qué era aquello.

La procesión venía de la iglesia mayor   —80→   donde se había dicho solemne misa y cantado un Te Deum. El pueblo no cesaba de gritar ¡Viva la nación!, como pudiera gritar ¡viva el rey!, y un coro que se había colocado en cierto entarimado detrás de una esquina entonó el himno, muy laudable sin duda, pero muy malo como poesía y música; que decía:


   Del tiempo borrascoso
que España está sufriendo
va el horizonte viendo
alguna claridad.
   La aurora son las Cortes
que con sabios vocales
remediarán los males
dándonos libertad.



El músico había sido tan inhábil al componer el discurso musical, y tan poco conocía el arte de las cadencias, que los cantantes se veían obligados a repetir cuatro veces que con sabios, que con sabios, etc. Pero esto no quita su mérito a la inocente y espontánea alegría popular.

Cuando pasó la comitiva encontré a Andrés Marijuán, el cual me dijo:

-Me han magullado un brazo dentro de la iglesia. ¡Qué gentío! Pero me propuse ver todo y lo vi. Lindísimo ha estado.

-¿Pero ya empezaron los discursos?

-Hombre no. Dijo una misa muy larga el cardenal narigudo, y luego los regentes tomaron juramento a los procuradores, diciéndoles: -¿Juráis conservar la religión católica? ¿Juráis conservar la integridad de la nación española? ¿Juráis conservar en el trono a   —81→   nuestro amado rey D. Fernando? ¿Juráis desempeñar fielmente este cargo?, a lo cual ellos iban contestando que sí, que sí y que sí. Después echaron un golpe de órgano y canto llano y se acabó. Gabriel, a ver si podemos entrar en el salón de sesiones.

Yo no creí prudente intentarlo; pero fui hacia allá, codeando a diestro y siniestro, cuando al llegar junto al teatro, ante cuyas puertas se agolpaban masas de gente y no pocos coches, sentí que vivamente me llamaban, diciendo: -Gabriel, Araceli, Gabriel, señor D. Gabriel, Sr. de Araceli.

Miré a todos lados, y entre el gentío vi dos abanicos que me hacían señas y dos caras que me sonreían. Eran las de Amaranta y doña Flora. Al punto me uní a ellas, y después que me saludaron y felicitaron cariñosamente por mi feliz llegada, Amaranta dijo:

-Ven con nosotras, tenemos papeletas para entrar en la galería reservada.

Subimos todos, y por la escalera pregunté a la condesa si algún acontecimiento había modificado la situación de nuestros asuntos, durante mi ausencia, a lo que me contestó:

-Todo sigue lo mismo. La única novedad es que mi tía padece ahora un reumatismo que la tiene baldada. Doña María la domina completamente y es quien manda en la casa y quien dispone todo... No he podido ni una vez sola ver a Inés, ni ellas salen a la calle, ni es posible escribirle. Yo esperaba con ansia tu llegada, porque D. Diego prometió llevarte allá. Cuando vayas espero grandes resultados   —82→   de tu celosa tercería. A lord Gray no hay quien le saque una palabra; pero los indicios de lo que te dije aumentan. Por la criada sabemos que doña María está con una oreja alta y otra baja, y que el mismo D. Diego, con ser tan estúpido, lo ha descubierto y rabia de celos. Mañana mismo es preciso que vayas allá, aunque yo dudo mucho que la de Rumblar quiera recibirte.

No hablamos más del asunto porque el Congreso Nacional ocupó toda nuestra atención. Estábamos en el palco de un teatro; a nuestro lado en localidades iguales veíamos a multitud de señoras y caballeros, a los embajadores y otros personajes. Abajo en lo que llamamos patio, los diputados ocupaban sus asientos en dos alas de bancos: en el escenario había un trono, ocupado por un obispo y cuatro señores más y delante los secretarios del despacho. Poco habían unos y otros calentado los asientos, cuando los de la Regencia se levantaron y se fueron como diciendo: «Ahí queda eso».

-Esta pobre gente -me dijo Amaranta- no sabe lo que trae entre manos. Mírales cómo están desconcertados y aturdidos sin saber qué hacer.

-Se ha marchado el venerable obispo de Orense -dijo doña Flora-. Por ahí se susurra que no le hacen maldita gracia las dichosas Cortes.

-Por lo que oigo, están eligiendo quien las presida -dije-. Hay aquí un traer y llevar de papeletas que es señal de votación.

  —83→  

-Buenas cosas vamos a ver hoy aquí -añadió Amaranta con el regocijo que da la esperanza de una diversión.

-Yo lo que quiero es que prediquen pronto -añadió doña Flora-. Prontito, señores. Veo que hay muchos clérigos, lo cual es prueba de que no faltarán picos de oro.

-Pero estos clérigos filósofos son torpes de lengua -afirmó Amaranta-. Aquí hablarán más los seglares, y será tal el barullo, que veremos escenas tan graciosas como las de un concejo de pueblo con fuero. Amiga, preparémonos a reír.

-Ya parece que tienen presidente. Oigamos lo que lee aquel caballerito que está en el escenario y que parece un mal actor que no sabe el papel.

-Está conmovido por la majestad del acto -repuso Amaranta-. Me parece que estos señores darían algo ahora porque les mandasen a sus casas. Verdaderamente las fachas no son malas.

-Desde aquí veo al vizconde de Matarrosa4 -indicó doña Flora-. Es aquel mozalbete rubio. Le he visto en casa de Morlá, y es chico despejado... Como que sabe inglés.

-Ese angelito debiera estar mamando, y le van a dispensar la edad para que sea diputado -repuso la condesa-. Como que no tiene más años que tú, Gabriel. Vaya unos legisladores que nos hemos echado. Aquí tenemos Solones de veinte abriles.

  —84→  

-Querida condesa -dijo la otra- desde aquí veo todas las narices y toda la boca de D. Juan Nicasio Gallego. Está abajo entre los diputados.

-Sí, allí está. De un bocado se tragará Cortes y Regencia. Es el hombre de mejores ocurrencias que he visto en mi vida, y de seguro ha venido aquí a reírse de sus compañeros de procuraduría. ¿No es aquel que está a su lado D. Antonio Capmany? ¡Miren qué facha! No se puede estar quieto un instante y baila como una ardilla.

-Ese que se sienta en este momento es Mejía.

-También veo la cara seráfica de Agustinito Argüelles. Dicen que este predica muy bien. ¿Ve usted a Borrull? Cuentan que este no quiere Cortes. Pero empiece de una vez la función ¡qué pesados son!

-Aquí como no se paga la entrada, no hay derecho a impacientarse.

-Ya está dispuesta la presidencia. ¿Tocarán un pito para empezar?

-Yo tengo una curiosidad por oír lo que digan...

-Y yo.

-Será un disputar graciosísimo -dijo Amaranta- porque cada cual pedirá esto y lo otro y lo de más allá.

-Conque salga uno diciendo: «Yo quiero tal cosa», y otro responda: «Pues no me da la gana», se animará esta desabrida reunión.

-¡Cuándo las habrán visto más gordas! Será gracioso oír a los clérigos gritar: «Fuera   —85→   los filósofos», y a los seglares: «Fuera los curas». Veo con sorpresa que el presidente no tiene látigo.

-Es que guardarán las formas, amiga mía.

-¿En dónde han aprendido ellos a guardar formas?

-Silencio, que va a hablar un diputado.

-¿Qué dirá? Nadie lo entiende.

-Se vuelve a sentar.

-En el escenario hay uno que lee.

-Se levantarán algunos de sus asientos.

-Ya. Acaban de decir que quedan enterados.

-Nosotros también. Tanto ruido para nada.

-Silencio, señores, que vamos a oír un discurso.

-¡Un discurso! Oigamos. ¡Qué ruido en los palcos!

Si no calla el público, el presidente mandará bajar el telón.

-¿Es aquel clérigo que está allí enfrente quien va a hablar?

-Se ha levantado, se arregla el solideo, echa atrás la capa. ¿Le conoce usted?

-Yo no.

-Ni yo. Oigamos qué dice.

-Dice que sería prudente adoptar una serie de proposiciones que tiene escritas en un papelito.

-Bueno: léanos usted ese papelito, señor cura.

-Parece que hablará primero.

-¿Pero quién es?

-Parece un santo varón.

  —86→  

En los palcos inmediatos corría de boca en boca un nombre que llegó hasta el nuestro. El orador era D. Diego Muñoz Torrero.

Señores oyentes o lectores, estas orejas mías oyeron el primer discurso que se pronunció en asambleas españolas en el siglo XIX. Aún retumba en mi entendimiento aquel preludio, aquella voz inicial de nuestras glorias parlamentarias, emitida por un clérigo sencillo y apacible, de ánimo sereno, talento claro, continente humilde y simpático. Si al principio los murmullos de arriba y abajo no permitían oír claramente su voz, poco a poco fueron acallándose los ruidos y siguió claro y solemne el discurso. Las palabras se destacaban sobre un silencio religioso, fijándose de tal modo en la mente que parecían esculpirse. La atención era profunda, y jamás voz alguna fue oída con más respeto.

-¿Sabe usted, amiga mía -dijo en un momento de descanso doña Flora- que este cleriguito no lo hace mal?

-Muy bien. Si todos hablaran así, esto no sería malo. Aún no me he enterado bien de lo que propone.

-Pues a mí me parece todo lo que ha dicho muy puesto en razón. Ya sigue. Atendamos.

El discurso no fue largo, pero sí sentencioso, elocuente y erudito. En un cuarto de hora Muñoz Torrero había lanzado a la faz de la nación el programa del nuevo gobierno, y la esencia de las nuevas ideas. Cuando la última palabra expiró en sus labios, y se sentó recibiendo las felicitaciones y los aplausos de   —87→   las tribunas, el siglo décimo octavo había concluido.

El reloj de la historia señaló con campanada, no por todos oída, su última hora, y realizose en España uno de los principales dobleces del tiempo.




ArribaAbajo- IX -

-Atención, que van a leer el papelito.

D. Manuel Luxán leyó.

-¿Se ha enterado usted, amiga doña Flora?

-¿Acaso soy sorda? Ha dicho que en las Cortes reside la Soberanía de la Nación.

-Y que reconocen, proclaman y juran por rey a Fernando VII...

-Que quedan separadas las tres potestades... no sé qué terminachos ha dicho.

-Que la Regencia que representa al Rey o sea poder ejecutivo preste juramento.

-Que todos deben mirar por el bien del Estado. Eso es lo mejor, y con decirlo, sobraba lo demás.

-Ahora se levanta gran tumulto entre ellos, amiga mía.

-Van a disputar sobre eso. Pues no levantará mal cisco el cleriguito. ¿Cómo se llama?...

-D. Diego Muñoz Torrero.

-Parece que vuelve a hablar.

En efecto, Muñoz Torrero pronunció un   —88→   segundo discurso en apoyo de sus proposiciones.

-Ahora me ha gustado más, mucho más, señora condesa -dijo la de Cisniega-. A este hombre le haría yo obispo. ¿No es justo y razonable lo que ha dicho?

-Sí, que las Cortes mandan y el rey obedece.

-De modo, que según la Soberanía de la Nación, el gobierno del reino está dentro de este teatro.

-Ahora le toca a Argüelles, amiga mía. Lo que me gusta es que todos dicen que están de acuerdo. ¿Para cuándo dejan el disputar?

-Al principio todo es mieles. Repare usted que estamos en el primer acto.

-Ahora habla Argüelles.

-¡Oh, qué bien! ¿Ha conocido usted muchos predicadores que se expresen con esa elegancia, esa soltura, esa majestad, ese elevado tono, el cual nos sorprende y embelesa de tal modo que no podemos apartar la atención del orador, encantándose igualmente con su presencia y voz, la vista y el oído?

-¡Cosa incomparable es esta! -expresó con entusiasmo doña Flora-. Diga usted lo que quiera, han hecho muy bien en traer a España esta novedad. Así todas las picardías que cometan en el gobierno se harán públicas, y el número de los tunantes tendrá que ser menor.

-Sospecho que esto va a ser más brillante que útil -repuso la condesa-. Oradores creo que no faltarán. Hoy todos han hablado bien; ¿pero acaso es tan fácil la obra como la palabra?

  —89→  

Y de este modo iban comentando los discursos que sucedieron al de Muñoz Torrero, los cuales alargaban tanto la sesión, que bien pronto se hizo de noche y el teatro fue encendido. No por la tardanza se cansaron las dos damas, quienes, como el resto de la concurrencia, permanecieron en sus asientos hasta entrada la noche, gozando de un espectáculo que hoy a pocos cautiva por ser muy común, pero que entonces se presentaba a la imaginación con los mayores atractivos. Los discursos de aquel día memorable dejaron indeleble impresión en el ánimo de cuantos los escucharon. ¿Quién podría olvidarlos? Aún hoy, después que he visto pasar por la tribuna tantos y tan admirables hombres, me parece que los de aquel día fueron los más elocuentes, los más sublimes, los más severos, los más superiores entre todos los que han fatigado con sus palabras la atención de la madre España. ¡Qué claridad la de aquel día! ¡Qué oscuridades después, dentro y fuera de aquel mismo recinto, unas veces teatro, otras iglesia, otras sala, pues la soberanía de la nación tardó mucho en tener casa propia! Hermoso fue tu primer día, ¡oh, siglo! Procura que sea lo mismo el último.

Ya avanzada la noche, corrió un rumor por las tribunas. Los regentes iban a jurar, obligados a ello por las Cortes. Era aquello el primer golpe de orgullo de la recién nacida soberanía, anhelosa de que se le hincaran delante los que se conceptuaban reflejo del mismo Rey. En los palcos unos decían: «Los regentes   —90→   no juran»: y otros: «Vaya si jurarán».

-Yo creo que unos jurarán y otros no -dijo Amaranta-. Ellos han intentado tener de su parte el pueblo y la tropa; pero no han encontrado simpatías en ninguna parte. Los que tengan un poco de valor, mandarán a las Cortes a paseo. Los débiles se arrastrarán en ese escenario, donde me parece que resuena todavía la voz del gracioso Querol y de la Carambilla, y besarán el escabel donde se sienta ese vejete verde, que es, si no me engaño, don Ramón Lázaro de Dou.

-¡Que juren! Con eso no habrá conflictos. Parece que hay tumulto abajo.

-Y también arriba, en el paraíso. El pueblo cree que está viendo representar el sainete de Castillo La casa de vecindad, y quiere tomar parte en la función. ¿No es verdad, Araceli?

-Sí señora. Ese nuevo actor que se mete donde no le llaman, dará disgustos a las Cortes.

-El pueblo quiere que juren -dijo Flora.

-Y querrá también que se les ponga una soga al cuello y se les cuelgue de las bambalinas.

-Y fuera también hay marejadita.

-Me parece que esos que han entrado en el escenario son los regentes.

-Los mismos. ¿No ve usted a Castaños, al viejo Saavedra?

-Detrás vienen Escaño y Lardizábal.

-¡Cómo! -exclamó la condesa con asombro-. ¿También jura Lardizábal? Ese es el   —91→   más orgulloso enemigo de las Cortes, y andaba por ahí diciendo a todo el mundo que él se guardaría las Cortes en el bolsillo.

-Pues parece que jura.

-Ya no hay vergüenza en España... Pero no veo al obispo de Orense.

-El obispo de Orense no jura -murmuraron las tribunas en rumoroso coro.

Y en efecto, el obispo de Orense no juró. Hiciéronlo humildemente los otros cuatro, con mala gana sin duda. La opinión pública en general estaba muy pronunciada contra ellos. Levantose la sesión, y salimos todos, oyendo a nuestro paso las opiniones del público sobre el suceso que había puesto fin al solemne día. Casi todos decían:

-¡Ese testarudo vejete no ha querido jurar! Pero el juramento con sangre entra.

-Que lo cuelguen. No acatar el decreto que se llamará de 24 de Setiembre, es dar a entender que las Cortes son cosa de broma.

-Yo me quitaba de cuentos, y al que no bajara la cabeza, le mandaría prender, y después...

-Si esos señores no quieren más que gobierno absoluto...

En cambio otros, los menos por cierto, se expresaban así:

-¡Magnífico ejemplo de dignidad ha dado el obispo a sus compañeros! Humillar el poder real ante cuatro charlatanes...

-Veremos quién puede más -decían unos.

-Veremos quién más puede -respondían los otros.

  —92→  

Los dos bandos que habían nacido años antes y crecían lentamente, aunque todavía débiles, torpes y sin brío, iban sacudiendo los andadores, soltaban el pecho y la papilla y se llevaban las manos a la boca, sintiendo que les nacían los dientes.




ArribaAbajo- X -

Despedime de Amaranta y su amiga, prometiendo visitarlas al día siguiente, como en efecto lo hice. En un café de Cádiz juntóseme D. Diego, quien al punto renovó sus promesas de llevarme a la casa materna, en lo cual le di tanta prisa, que fijamos para el próximo día la visita. También hice una a lord Gray, al cual hallé sin variación alguna, y como le dijese que yo pensaba ir a casa de doña María, se sorprendió, asegurándome después que él iba todas las noches.

Cuando llegó el anochecer del día indicado, fuimos Rumblar y yo, previa repetición de las advertencias que el caso requería.

-Ten mucho cuidado -me dijo- de fingirte mojigato, si no quieres que te echen a la calle. Mis hermanas5, a quien dije que estabas aquí, desean que vayas; pero no te la eches de galante con ellas. Mucho cuidado con aludir a mis salidas de noche, porque lo hago a escondidas de mi señora mamá. A los señores que veas allí, trátales cual si fueran lumbreras   —93→   de la patria y prodigios de talento y virtudes. En fin, confío en tu buen sentido.

Llegamos a la casa, que estaba en la calle de la Amargura y era de hermosa apariencia. Vivía en el piso alto la de Leiva y en el principal la de Rumblar, quien por el reciente reumatismo de su ilustre parienta, ejercía el cargo de jefe y director supremo de la familia con toda la extensión propia de su carácter. Al entrar y subir detúvonos un lejano y solemne rumor de rezos, y D. Diego dijo:

-Aguardemos aquí; que están rezando el rosario con Ostolaza, Tenreyro y D. Paco. A este ya le conoces. Los otros son diputados, que vienen aquí todas las noches.

Mientras aguardábamos observé la casa, que era alegre y bonita como todas las de Cádiz. Espaciosas vidrieras cerraban el corredor por el patio, y en las paredes no se veía un palmo de superficie desocupado de cuadros al óleo, representando asuntos diversos, y confundidos los religiosos con los profanos. Al fin, concluido el rezo, tuve el honor de entrar en la sala, donde estaba doña María con sus dos niñas, D. Paco y tres caballeros más que yo no conocía. Recibiome la de Rumblar con cierta cortesanía ceremoniosa y un tanto finchada, pero afablemente y mostrándome benevolencia de alto a bajo, es decir, entre generosa y compasiva. Las niñas, observando el ritual a que estaban acostumbradas, me hicieron una reverencia, sin desplegar los labios; D. Paco, tan pedante en Cádiz como en Bailén, hízome grandilocuentes cumplidos y los demás personajes   —94→   miráronme con recelosa prevención, sin mostrarme urbanidad más que con algunas rígidas inclinaciones de cabeza.

-Has llegado tarde al rosario -dijo doña María a D. Diego después que me indicó un asiento.

-¿Pero no dije a usted -respondió el joven- que lo rezaba esta tarde en el Carmen Calzado? De allí vengo ahora, junto con Gabriel, que volvía de confesarse con el padre Pedro Advíncula.

-¡Qué excelente sujeto es el padre Pedro Advíncula! -me dijo en tono sumamente ponderativo doña María.

-No existe otro en toda la redondez de Cádiz -respondí- con especialidad para lo tocante al confesonario. ¿Pues y en el púlpito? ¿Y quién le echará la zancadilla a cantar una epístola?

-Es verdad.

-A mí me cautiva oírle cantar la epístola -repitió D. Diego.

-Yo celebro mucho -me dijo doña María- los grandes adelantamientos que ha hecho usted en su carrera.

Me incliné ante la matrona con el mayor respeto.

-Toda persona de rectitud y caballerosidad, atenta al buen servicio de la religión y del rey -continuó- no puede menos de encontrar premio a su trabajo. Yo sentí mucho que mi hijo no siguiese en el ejército algún tiempo más...

-Harto trabajamos Gabriel y yo junto al   —95→   puente de Herrumblar -dijo D. Diego-. Verdaderamente, señora madre, si no es por nosotros... Ello fue que hicimos un movimiento con nuestro escuadrón en tales términos que... ¿te acuerdas, Gabriel? Francamente, si no es por nosotros...

-Calla, vanidoso -dijo doña María-. Más ha hecho el señor que tú y no se alaba de ello. La propia alabanza es cosa ruin e indigna de personas bien nacidas. ¿Estará mucho en Cádiz el Sr. D. Gabriel?

-Hasta que concluya el sitio, señora. Después pienso dejar las armas y seguir en mi ardiente vocación, que me impele a la carrera de la Iglesia.

-Alabo mucho su resolución, y esclarecidos santos tiene el cielo, que primero fueron valientes soldados, como San Ignacio de Loyola, San Sebastián, San Fernando, San Luis y otros.

-¿Ha estudiado usted teología? -me preguntó un señor de los presentes.

-Mi maleta de campaña no contiene más que libros de teología, y desde que tengo un rato de vagar, entre batalla y batalla, me harto de leer una materia que es para mí más grata que las mejores novelas. Las tristes horas de la guardia me dan espacio y tiempo para mis meditaciones.

-Asunción, Presentación -dijo doña María con entusiasmo-, aquí tenéis un ejemplo que debe sorprenderos y admiraros.

Asunción y Presentación, al oír que yo era una especie de santo, me contemplaron con   —96→   admiradas. Yo las miré también. Estaban tan bonitas, más bonitas que en Bailén; pero oprimidas bajo la exagerada pesadumbre de la autoridad materna, sus hermosos ojos estaban llenos de tristeza. Sin que su madre lo advirtiera, dijéronse algunas palabras por lo bajo.

-¿Y qué nuevas nos trae usted de la Isla? -me preguntó doña María.

-Señora, ayer se inauguró esa jaula de locos. Ya sabrá usted que el señor obispo de Orense se ha negado, con pretexto de enfermedad, a jurar ante las Cortes.

-Y ha hecho perfectamente. En verdad no se concibe que haya gente tan loca... Antes del rosario nos explicaba el Sr. Ostolaza lo que entienden ellos por la soberanía de la nación, y nos hemos horripilado. ¿Verdad, niñas?

-¡Dios nos tenga en su mano! -exclamé yo-. Y ahora se susurra que nos van a dar lo que llaman libertad de la imprenta, que consiste en permitir a cada uno escribir todas las maldades que quiera.

-Y luego hablan de vencer al francés.

-Los excesos de nuestros políticos -dijo Ostolaza- excederán con mucho a los de la revolución francesa. Acuérdese usted de lo que le digo.

Observé entonces a aquel hombre, el mismo que tanto figuró después en la camarilla del rey, durante la segunda época constitucional, y puedo decir que era grueso, de cara redonda, coloradota y reluciente, mirar provocativo, hablar chillón y ademanes desembarazados y casi siempre descompuestos. Junto a   —97→   él estaba el llamado Teneyro, diputado también, cura de Algeciras, hombre con pretensiones y fama de gracioso, aunque más que a la agudeza de los conceptos, debía esta al ceceo con que hablaba; de cuerpo mezquino, de ideas estrafalarias, tan pronto demagogo furibundo, como absolutista rabioso; sin instrucción, sin principios ni más conocimientos que los del toque del órgano, cuyo arte medianamente poseía. El tercero, D. Pablo Valiente, no era ridículo, ni en el trato ordinario se distinguía por cosa alguna chocante, en maneras o en lenguaje.

Contestando a Ostolaza, dije yo con el acento más grave que me era posible:

-¡El cielo se apiade de nuestra infortunada nación, y nos traiga pronto a nuestro amado monarca D. Fernando el VII!

El nombre del soberano lo acompañé de una reverencia tan exagerada que casi hube de besarme las rodillas.

-Pues se dice por ahí -indicó Teneyro- que van a procesar al obispo de Orense.

-No se atreverán a ello -repuso Valiente, sacando su caja de tabaco y ofreciendo del oloroso polvo a los circunstantes.

-¿A qué no se atreverá, señores... señores, a qué no se atreverá esta desalmada grey de filósofos y ateístas? -exclamé yo mirando al techo.

-Señor oficial -me dijo doña María-, es indudable que ustedes los militares tienen la culpa de que los cortesanos... así los llamo yo... estén tan ensoberbecidos. Dicen que la   —98→   Regencia tanteó a la tropa para dar un golpe, pero la tropa no quiso ponerse de su parte.

-La tropa -dijo Ostolaza- ha cometido la falta de inclinarse al populacho.

-Lo que no se ha hecho, señores -dije yo con profético tono- se hará.

Y repetí varias veces, mirando a todos lados, el enérgico «se hará».

-Si todos fueran como tú, Gabriel -me dijo don Diego- pronto acabarían las picardías que estamos viendo.

-¿Durarán las Cortes hasta el mes que viene, señor de Valiente? -preguntó la de Rumblar.

-Durarán algo más, señora. A no ser que los franceses envalentonados con nuestras discordias, entren en Cádiz, y hagan con todos los que aquí estamos un picadillo. Yo he dicho que la soberanía de la nación por un lado y la libertad de la imprenta por otro, son dos obuses cargados de horrorosos proyectiles que nos harán más daño que los que ha inventado Villantroys.

-Caballero -dije yo afeminadamente-, esa comparacioncita es exacta y procuraré retenerla en la memoria.

-Deploro tantos errores -dijo la dueña de la casa-. Pero aquí, Sr. D. Gabriel, no tomamos a pecho la política, y los que en casa se reúnen no hacen más que departir discretamente sobre el mal gobierno y los filosofastros. Yo no me ocupo más que del matrimonio de mi querido hijo, que se efectuará en breve, y de completar la educación religiosa   —99→   de mi hija -señaló a Asunción- que debe entrar muy pronto en un convento de Recoletas, siguiendo su decidida e inquebrantable inclinación. Ocupaciones son estas que llenan alegremente mi cansada vida, y a las que me consagro con el mayor celo.

Asunción había bajado los ojos, y Presentación me miraba, queriendo leer en mi cara el efecto que me producían las palabras de su mamá.

-¿Enviasteis recado a Inés? -preguntó doña María-. Diego, tu futura esposa estará sin duda enojada contigo, por tu mal comportamiento y desaplicación. Necesario es que varíes de conducta. Ahora, cuando baje, puedes manifestarle con palabras tiernas tu propósito de no ofenderla más, como lo has hecho saliendo a la calle por las tardes en la hora que tengo dispuesto hables con ella y le recites alguna fábula bonita o poesía instructiva. Yo, señor D. Gabriel -y se dirigió a mí de nuevo-, no gusto de tiranizar a la juventud. Conozco que es preciso ser tolerante con los muchachos, sobre todo cuando llegan a cierta edad, y sé muy bien que los tiempos presentes exigen algo más de holgura que los pasados en los lazos que atan a los jóvenes con sus familias.

»Con estos principios, permito a mi nuera que baje a la tertulia y platique con personas finas y juiciosas sobre asuntos profanos, porque una muchacha destinada al siglo y a dar lustre a una gran casa como la suya, no debe ser criada con aquel encogimiento y estrechez que tan bien sienta en la que sólo ha de vivir   —100→   en su casa, bien reducida a un decoroso celibato, bien instruyéndose para servir a Dios en el mejor y más perfecto de los estados. Mis dos niñas viven aquí gozosas sin apetecer bailes, ni paseos, ni teatros. No soy yo enemiga tampoco de que se diviertan, ni crea usted que estoy siempre con el rosario en la mano, haciéndolas rezar y aburriéndolas con un excesivo manoseo de las cosas santas, no. También aquí se habla de cosas mundanas, siempre con el debido comedimiento. A veces tengo que imponer silencio, mandando que cesen las controversias sobre teología, porque lord Gray, que viene aquí muy a menudo, gusta de tratar con desenvoltura asuntos muy delicados.

-Como que anoche -dijo D. Paco inoportunísimamente- dio en afirmar que no comprendía el misterio de la Encarnación, para que la señorita Asunción se lo explicara.

-Estoy hablando yo, Sr. D. Paco -dijo con firmeza y enojo la condesa-. Nada importa ahora lo que lord Gray hiciera o dejase de hacer anoche... Pues como decía, aquí viene lord Gray, un sujeto respetabilísimo y tan formal y circunspecto, que no hay otro que se le iguale. Ellas se entretienen oyéndole contar sus aventuras. ¿Conoce usted a lord Gray?

-Sí, señora. Es un hombre muy digno y temeroso de Dios. ¿Pero no saben ustedes que parece inclinado a convertirse al catolicismo?

-¡Jesús y qué me dice usted! -exclamó con asombro y júbilo doña María-. Aquí se ha tratado algunas veces este punto, y las niñas y   —101→   yo le hemos exhortado a que tome tan saludable determinación.

-Como suelo pasarme las horas muertas en el Carmen Calzado -dije yo- he visto entrar varias veces a lord Gray en busca del padre Florencio, que es el mejor catequizador de ingleses que hay en todo Cádiz.

-Lord Gray no ha de faltar esta noche -dijo doña María-. Y usted, Sr. D. Gabriel, ¿no nos acompañará algunos ratitos?

-Señora -respondí- de buen grado lo haría; pero mis ocupaciones militares y la necesidad que tengo de despachar de una vez todo el capítulo de prescientia, que es el más difícil de todos, me retendrán en la Isla.

-¿Y qué opina usted de la prescientia? -me preguntó Ostolaza cuando yo estaba muy lejos de esperar semejante embestida.

-¿Qué opino yo de la prescientia? -dije tratando de no turbarme para contestar alguna ingeniosa vulgaridad que me sacase del compromiso.

-Opinará lo mismo que San Agustín, secundum Augustinus -indicó oficiosamente D. Paco, que anhelaba mostrar su erudición.

-Ya están las niñas con cada ojo... -dijo doña María observando que sus hijas atendían a la planteada discusión con demasiado interés-. Niñas, dejad a los hombres que debatan estas cosas tan intrincadas. Ellos se sabrán lo que se dicen. No abrir tales ojazos, y miren los cuadros y las pinturas del techo, o hablen conmigo, preguntándome si se me alivia el dolor del hombro.

  —102→  

-Lo mismo que San Agustín -indicó don Diego-. Opinará como San Agustín y como yo.

-Según y conforme -dije recapacitando-. ¿Ustedes piensan como San Agustín?

Ostolaza, Teneyro y D. Paco se desconcertaron.

-Nosotros...

-Supongo que conocerán los nuevos tratados...

A este punto llegaba la controversia, cuando entró lord Gray a sacarme del apuro. No pudiera llegar en mejor ocasión. Recibiéronle doña María y sus tertulios con la mayor cordialidad y agasajo, y él saludó a todos con afectado encogimiento. Tal vez extrañará alguno de los que me oyen o me leen, que con tan buena amistad fuera recibido un extranjero protestante en casa donde imperaban ciertas ideas con absoluto dominio; pero a esto les contestaré que en aquel tiempo eran los ingleses objeto de cariñosas atenciones, a causa del auxilio que la nación británica nos daba en la guerra; y como era opinión o si no opinión, deseo de muchos, que los ingleses, y mayormente los hermanos Wellesley, no veían con buenos ojos la novedad de la proyectada Constitución, de aquí que los partidarios del régimen absoluto trajeran y llevaran con palio a nuestros aliados. Lord Gray además con su ingeniosísima labia, su simpático carácter, y también poniendo en práctica estudiadas artimañas y mojigaterías, como yo, había conseguido hacerse respetar y querer vivamente   —103→   de doña María. Además solía ridiculizar con gran desenfado las ceremonias protestantes.

Mientras lord Gray respondía a ciertas enfadosas preguntas que le hizo Ostolaza, doña María llamó a sus hijas y dijo a Asunción, no tan por lo bajo que yo dejase de oírlo:

-Mira, Asunción, habla con lord Gray un ratito; coge con disimulo el tema de la religión y sondéale, a ver si es cierto que está dispuesto a abjurar sus errores, por abrazarse a nuestra santa doctrina.

En aquel instante sentí ruido de pasos y entró Inés. ¡Dios mío, qué guapa estaba, pero qué guapa! No recuerdo si en el libro anterior hablé a ustedes de la soltura, de la elegancia, de la armoniosa proporcionalidad que el completo desarrollo había dado a su bella figura. Además de esto, encontrábale mayor animación en el rostro, y una grata expresión de conformidad y satisfacción, no menos simpática que su antigua tristeza, resto de la miserable y ruin vida de la infancia. Observándola, consideré cuánto había ganado en encantos y atractivos aquella criatura, añadiendo a sus bellezas naturales, a su discreción e ingénito saber, la dulce cortesanía y las gracias que infunde el trato frecuente con personas distinguidas y superiores. En su cara advertí el extraño realce que da la conciencia del propio mérito, lo cual no es lo mismo que vanidad.

No parecía haber perdido la hermosa modestia que la hacía tan simpática; pero sí aquella especie de encogimiento, aquel desmedido amor a la oscuridad, que emanaban del   —104→   malestar hallado en su repentino cambio de fortuna. Había adquirido lo que le faltaba cuando la vi en Córdoba y en el Pardo, el perfecto conocimiento de su posición y las mil menudencias personales, accidentes casi imperceptibles de la voz, del gesto, de la mirada con que el individuo da a entender claramente que se halla donde debe hallarse. Estaba más alta, un poco más gruesa, con el color menos pálido, la boca más risueña, los ojos no menos seductores y arrebatadores que los de su madre, célebres en toda la redondez de España, la voz más segura, sonora y grave, y el conjunto de su persona respirando firmeza, vida, soltura y nobleza. ¡Oh imagen tan perfecta vista como soñada! ¿Fue suerte o desgracia haberte conocido?




ArribaAbajo- XI -

Inés, no indiferente a mi presencia, según comprendí, pero tampoco sorprendida, debía saber que yo estaba allí.

-¡Ah! -exclamé con despecho para mis adentros-. La muy pícara aunque la llamaron, no bajó hasta que vino el maldito inglés.

Doña María me presentó ceremoniosamente a ella diciendo:

-A este caballero le conocimos en nuestra casa de Bailén cuando la célebre batalla. Es amigo del que va a ser tu marido; allí pelearon   —105→   juntos con tan buena suerte, que, según afirma Diego, si no es por ellos...

-Gabriel es un gran militar -dijo don Diego-. ¿Pero no le conoces tú? Es amigo de tu prima la condesa.

Doña María frunció el ceño.

-En efecto -dije yo- tuve el honor de conocer en Madrid a la señora condesa. Ambos teníamos un mismo confesor. Yo solicité de la señora condesa que me consiguiese una beca en el arzobispado de Toledo; pero después me vi obligado a servir al rey, y salí de la corte.

-Este joven -añadió doña María- nos acompañará algunas noches, robando tal cual rato a sus estudios religiosos y a las meditaciones místicas que le traen tan absorbido. Hoy el servicio de las armas le obliga a sofocar su ardiente vocación; pero cantará misa después de la guerra. ¡Noble ejemplo que debieran imitar la mayor parte de los militares! Yo me complazco, hija mía, en que se reúnan aquí personas formales y de excelentes y sólidos principios. Caballero -añadió encarando conmigo-, esta damisela es mi futura nuera, prometida esposa de este mi amado hijo don Diego.

Inés me hizo una profunda reverencia. Se sonrió al mismo tiempo, comprendiendo el astuto ardid de mi fingida religiosidad.

¿En tanto dónde estaba lord Gray? Extendí la vista y le vi tras el respaldo del monumental sillón de doña María, muy enfrascado en estrecha plática con Asunción, que sin duda le estaba convenciendo de la superioridad   —106→   del catolicismo con respecto al protestantismo. A cada paso apartaba él los ojos de su interlocutora para mirar a Inés.

-Bien decía el tunante -observé para mí- que se valía de las discretas amigas. La otra con su santidad es quien les lleva y trae los recaditos.

Inés me dijo con dulce ironía:

-Celebro mucho que esté usted tan decidido a seguir la carrera eclesiástica. Hace usted bien, porque hoy no hacen falta militares, sino buenos clérigos. El mundo está tan pervertido, que no lo curarán las espadas sino las oraciones.

-Esta afición la tengo desde muy niño -repuse- y nadie puede apartarla de mí porque sobrevive a todas mis alternativas y desgracias.

Inés miraba a cada instante el grupo formado por el inglés y Asunción. También doña María volvió allá los ojos, y dijo:

-Hija, basta ya. No marees al buen lord Gray. Ven a mi lado.

La muchacha acudió al lado de su madre, y al mismo tiempo Inés, por indicación muda de la condesa, pasó al lado del inglés. Yo estaba asombrado de aquel ir y venir y del incomprensible diálogo de expresivas miradas que las muchachas tenían constantemente, trabado entre sí. Me propuse observar atentamente, para descubrir los misterios que allí pudieran existir; pero doña María distrajo mi atención, diciéndome:

-Sr. D. Gabriel, usted, como persona casi   —107→   divorciada del siglo, aunque en su continente y rostro no se advierte nada que lo indique, comprenderá que en estas recatadas tertulias de mi casa no se puede tener con las muchachas la licenciosa tolerancia que madres inadvertidas y ciegas tienen con sus hijas en otras familias. Por eso verá usted que apenas permito a mis niñas hablar un poco con Ostolaza, con lord Gray o con usted, si bien ha habido noches en que les he consentido conversaciones de quince minutos en distintas horas. Comprendo que mi sistema, aunque no es riguroso, será criticado por los que dan rienda suelta a los impulsos naturales de la juventud. Pero no me importa. Usted me hace justicia sin duda y alaba la prudencia de mi proceder.

-Seguramente, señora -respondí con afectación y pedantería- ¿qué cosa más sabia, ni más prudente puede haber que prohibir en absoluto a las niñas toda conversación, diálogo, mirada o seña con hombre que no sea su confesor? ¡Oh, señora condesa, parece que ha adivinado usted mi pensamiento! Como usted, yo he observado la corrupción de las costumbres, hija de la desenvoltura francesa; como usted, he observado el descuido de las madres, la ceguera de los padres, la malicia de las tías, la complicidad de las primas y la debilidad de las abuelas; y he dicho: «orden, rigor, cautela, reclusión, tiranía, o si no dentro de poco la sociedad se precipitará en los abismos del pecado». Nada, nada, señora condesa, yo lo aconsejo a todas las madres de familia que conozco,   —108→   y les digo: «mucho cuidado con las niñas mientras sean solteras. Después de casadas, allá se entiendan ellas, y si quieren tener dos docenas de cortejos, háganlo».

-En todo estamos de acuerdo -dijo doña María- menos en esto último, pues ni de solteras ni de casadas, les tolero la inmoralidad. ¡Ay, yo tengo ideas muy raras, Sr. D. Gabriel! Me asombro de ver por ahí madres muy cristianas, que celando hasta lo sumo las hijas solteras, ven con indiferencia los pecadillos de las casadas. Yo no soy así; por eso no quiero que se casen mis niñas; no, jamás, jamás. Casadas estarían libres de mi autoridad, y aunque no las creo capaces de nada malo, la idea de que pueden cometer una falta, siéndome imposible castigarla, me horripila.

-El gran sistema es el mío, señora; este sistema que no ceso de recomendar a todas las madres que conozco. Orden, rigor, silencio, encierro perpetuo y esclavitud constante. Mis lecturas y meditaciones me han inspirado estas ideas.

-Son también las mías. Mi hija Asunción entrará pronto en un convento, y Presentación está destinada a ser soltera, porque así lo he resuelto yo.

-Cosa justísima y naturalísima que usted haya resuelto eso.

-Siendo el destino de la una el claustro y de la otra el celibato, ¿a qué viene el consentirles conversaciones con los jóvenes?

-Es claro... a qué viene... No aprenderían más que cosas malas, pecados... ¡y qué pecados!

  —109→  

-Pero como es preciso transigir un poquito con las costumbres, que exigen cierta licencia, suele írseme la mano en esto del rigor. Ya ve usted, a casa suelen venir algunas personas muy distinguidas, honestas y prudentes, sí, pero de mundo. Necesito contemporizar con ellas, por no aparecer gazmoña, intolerante y extremada. Felizmente baja todas las noches a mi tertulia, Inés, a quien como muy próxima a ser mujer casada, puede permitirse que sostenga coloquios tirados con tal cual persona decente y bien nacida. Si no fuera por ella, lord Gray se aburriría grandemente en casa. ¿No cree usted, que a una muchacha que va a ser mayorazga y que ocupará posición muy encumbrada en la corte, se le debe dar cierta libertad?

-Todas las libertades, señora, todas. ¡Una mayorazga! Pues digo; si me la hacen camarista de reina, o dama de honor de emperatrices, ¿qué ha de hacer sin la desenvoltura, el desenfado, la astucia que el buen servicio y concierto de los palacios exige?

-Cierto; a cada cual se le debe educar según su destino. En posiciones elevadísimas no puede sostenerse todo el rigor de los principios, según dice la gente, aunque ciertas leyes sí deben regir en todas partes. Sin embargo, como así viene de atrás, debemos respetar la obra de nuestros mayores, quienes harto supieron lo que se hacían.

-Justamente.

-Pero me parece que se prolonga demasiado la conversación de Inés con lord Gray, y   —110→   voy a hacer que hablen en corrillo donde les oigamos todos. Sr. D. Gabriel, ni un momento debe abandonarse el ejercicio de la prolija autoridad materna. ¡La autoridad! ¿Qué sería del mundo sin la autoridad?

-En efecto, ¿qué sería? ¡El caos, el abismo!

Doña María, que reglamentaba los diálogos de sus tertulias como mueve y ordena un general experto los movimientos de una batalla campal, dispuso que Inés continuase hablando con lord Gray, y que Presentación pegase la hebra con Ostolaza. En tanto Asunción charlaba en voz bastante alta con su hermano, diciéndole cosas cuyo sentido no pude entender. Ostolaza, Teneyro y D. Paco estaban muy metidos en lenguas disertando sobre los grandes males de la educación a la moderna, y forzosamente me enredaron en su coloquio, teniendo ocasión de lucir mi intolerancia, y un poco de cierta erudicioncilla trasnochada que yo tenía para el caso. Poco después volví al lado de doña María a punto que don Diego, apartándose de su hermana, hacía lo mismo, y le oí decir:

-Señora madre, a ser usted, yo no permitiría a Inés tantas intimidades con lord Gray. Francamente, señora, esto no me gusta, y menos cuando veo que la que va a ser mi mujer, se está los minutos de Dios oyéndole y contestándole sin pestañear.

-Diego -manifestó doña María con severo acento-. Me enfada la bajeza de tus conceptos, que indican la ruindad de tus juicios. Si Inés fuera tu hermana, podrías tener esos escrúpulos;   —111→   pero siendo tu futura esposa, cuanto has dicho es ridículo. Una gran señora, ¿ha de ser encogida y corta de genio como una novicia de convento?

D. Diego, oído esto, se acercó de muy mal talante a sus hermanas.

-Sr. de Araceli -me dijo doña María- la juventud es así. Comprendo los celillos de mi hijo. Verdaderamente Inés se alarga demasiado con lord Gray. Aunque le supongo a usted poco aficionado a perder el tiempo conversando con muchachas frívolas, hágame el favor de departir un rato con mi futura nuera.

Doña María miró a Inés con enojo, y dirigiéndose luego a lord Gray, le llamó con afectuosa súplica.

Inés quedó sola y acudí hacia ella. Por primera vez durante la tertulia hallaba ocasión de poderle hablar lejos de los demás, y la aproveché con presteza. Ella, anticipándose al afán con que yo iba a hablarle, me dijo:

-¿Mi prima te ha mandado aquí? ¿Me traes algún recado de ella?

-No -respondí-. No me ha mandado tu prima. No he venido por traerte recado alguno. He venido porque he querido, y por el deseo de verte y de saber por mí mismo que me has olvidado.

-Por Dios -me contestó disimulando su emoción-. Repara dónde estás. La condesa no cesa de observarme. Aquí es preciso fingir a todas horas, y disimular los pensamientos. ¿Por qué no has venido antes? Pero di: ¿mi prima no te ha dado ningún recado?

  —112→  

-¿Qué me importa tu prima? -exclamé con enfado-. Tú no sospechabas que viniera a sorprenderte.

-¿Pero estás loco?, doña María no me quita los ojos.

-Vaya al diantre doña María. Respóndeme, Inés, a lo que te pregunto, o gritaré y escandalizaré para que nos oigan hasta los sordos.

-Pero si no me has preguntado nada.

-Sí te he preguntado. Pero tú haces que no oyes, y no quieres responderme.

-No nos entendemos -repuso llena de confusiones, y mortificada por la observación tenaz de doña María-. ¿Vendrás todas las noches? Aquí es preciso mucha cautela. Para respirar necesito pedir la venia a la señora. Ten prudencia, Gabriel; también D. Diego nos mira. Haz de modo que doña María y los murciélagos crean que estamos a hablando de religión, o de los cuadros de la pared o de esa gran grieta que hay en el techo. Aquí es preciso hacerlo todo así. No te expreses con vehemencia. Ponte risueño y mira a las paredes diciendo: «¡Qué bonitas láminas! Allí están Dafne y Apolo».

-Pero ¿es preciso ser cómico para entrar aquí?

-Sí; es preciso estar siempre sobre las tablas, Gabriel; fingiendo y enredando. Esto es muy triste.

-Pues lord Gray no disimula.

-¿Eres amigo de lord Gray?

-Sí, y me lo ha contado todo.

  —113→  

-Te lo ha dicho... -exclamó confusa-. ¡Qué hombre tan indiscreto! Y yo le había encargado la mayor prudencia... Por Dios, Gabriel, no pronuncies una palabra, ni un gesto que puedan dar a conocer lo que te ha contado lord Gray. ¡Qué indiscreción! Hazme el favor de olvidar lo que te ha dicho. ¿Él te ha traído aquí?

-No; he venido con D. Diego. He querido saber por ti misma que ya no me amas.

-¿Qué estás diciendo?

-Lo que oyes. Ya lo sabía; pero a mí me hacía falta oírlo de tus propios labios.

-Pues no lo oirás.

-Ya lo he oído.

-Por Dios, disimula. Ahora, Gabriel, alza la vista y di: «¡Qué terrible grieta se ha abierto en el techo!». ¿Con que no te quiero yo? ¿Sabes que no lo había advertido? Y en tanto tiempo ¿qué has hecho tú? ¿Has estado en el sitio de Zaragoza? Aquello sería un paraíso; no estaba allí doña María.

-No he vivido más que para ti; y si alguna vez he hecho un esfuerzo para subir un peldaño en la escala del mundo, hícelo sólo con el deseo de llegar, si no a valer tanto como tú, al menos a ponerme en condición tal, que no se rieran de mí cuando te miraba.

-Mentiroso, tú también has aprendido a disimular. Ni una sola vez te has acordado de mí en tanto tiempo... Pero no te acerques tanto. Cuidado, no me tomes la mano. Parece que tienes fuego dentro de los guantes. Doña María nos observa.

  —114→  

-Yo no sé disimular como tú. Te he querido con toda mi alma, Inesilla, y con veinte almas más, porque una sola no basta para quererte como te quiero... Dime con la mano puesta sobre el corazón si lo mereces tú; dímelo.

-Pues no lo he de merecer -me contestó sonriendo-. Merezco eso y mucho más, porque me lo tengo ganado y pagado con interés y anticipación. ¿Pero no ve usted, Sr. D. Gabriel -añadió alzando la voz- qué hendidura tan grande es esa que hay en el techo?

-Inés, si es verdad lo que me dices, dímelo otra vez, y alza la voz. Quiero que lo oigan doña María, D. Diego y los murciélagos.

-Calla; por haber estado tanto tiempo sin verme, merecerías... a ver, ¿que merecerías?

-Bastante castigado estoy por los celos, por unos terribles celos que me han estado mordiendo el corazón, y me lo muerden todavía.

-¡Celos! ¿De quién?

-¿Me lo preguntas tú? De lord Gray.

-Tú has perdido el juicio -dijo con precipitación y atropellándose en sus labios frases rápidas y confusas-. ¡Él lo dice!... Tal vez... Ese hombre me causará grandes pesadumbres.

-¿Tú le amas?

-Por Dios, habla bajo, disimula.

-Yo no puedo disimular. Yo no estoy, como tú, educado en esta escuela de los fingimientos. Yo no puedo decir más que la verdad.

-¿Has dicho que yo amo a lord Gray? Jamás he pensado en tal cosa.

  —115→  

-¡Oh! ¿Qué haré para creerlo? Bajo la autoridad de doña María has aprendido de tal modo a disfrazar los pensamientos, que hasta se ocultan a mis ojos, tan acostumbrados, no sólo a leerlos, sino a adivinarlos. Ha desaparecido aquella claridad que te rodeaba, y que te hacía doblemente hermosa ante mí. Ya no hablas aquella palabra divina que ningún mortal, y menos yo, podía poner en duda. Ahora, Inés, me asegurarás una cosa, me la jurarás, y... ¿qué quieres tú?, no lo creeré. ¡Maldita sea mil veces doña María que te ha enseñado a disimular!

-Si te alteras de ese modo, no podremos hablar -repuso con agitación en voz baja; y luego, en voz alta, añadió-: Sr. D. Gabriel, estas estampas de Dafne y Apolo, de Júpiter y Europa son indecorosas, y hemos encargado a Sevilla una colección de santos para sustituirlas. Pero ¿qué has dicho de lord Gray? -prosiguió quedamente-. ¿Que le amo yo? ¡Oh, ese hombre me traerá alguna desgracia! No repara en nada. ¡Qué loca he sido! ¡Me encuentro comprometida! Gabriel, te suplico que olvides lo que te haya dicho lord Gray. Olvídalo, y a nadie, ni a tu confesor, hables de eso. Tú reconocerás que está lleno de seducciones y que no es extraño que su fantasía acalore y agite el alma de una... Pero no hables de eso. Calla, por favor.

-¿De veras no le amas?

-No.

-¿Ama a alguna otra de esta casa?

-No sé... calla... no, a nadie de esta casa   —116→   -respondió turbada-. Pero ¿no merezco que me creas?

-No, casi no.

-¿Me has conocido mentirosa?

-No sé qué tiene esta casa y todos los que la viven. Me parece que en esta morada del disimulo y la mentira, ninguna cosa es como aparece. Mienten los que aquí moran; mienten los que aquí viven, y hasta yo he necesitado mentir para que me admitieran. Esta atmósfera está formada de falsedad y engaño. Los corazones, oprimidos por una autoridad insoportable, necesitan desfigurarse para que se les permita vivir. Esta casa, esta familia, a quien preside desde su sillón doña María, como el genio de la tristeza, no es para mí. Me ahogo, y deseo huir de este sitio. Veo aquí mil misterios, y sobre todos mis sentimientos domina uno, que es el más antipático y desagradable de todos: la desconfianza. El corazón se me oprime cuando considero que tú, Inesilla, tú me dices una cosa, me la juras y yo no la puedo creer.

-Ten calma. Doña María no nos quita los ojos. D. Diego tampoco. Yo me muero de pena... Pero, por Dios, Sr. D. Gabriel -añadió en voz alta-. Un hombre que va a tomar el hábito cuando acabe la guerra, no debe entusiasmarse tanto al hablar de una batalla.

Doña María, desde su trono, me interpeló pomposísimamente de esta manera:

-Pero, Sr. D. Gabriel, que oigamos todos esas maravillas que está usted contando con tanta vehemencia, con tanto ardor.

  —117→  

-Me contaba -dijo Inés con una naturalidad que me asombró- que en cierta ocasión, estando él en una casa del arrabal de Zaragoza, los franceses abrieron una mina, pusieron no sé cuántos barriles de pólvora, ¿no fue así?, y luego pegaron fuego.

-¿Y luego, Sr. D. Gabriel?

-Y luego volamos todos hasta el quinto cielo -repuse-. Siento que usted no hubiera estado allí... pues... para que lo hubiera visto.

-Gracias.

Los vencejos me tomaron por su cuenta para que les explicase cómo fue aquello de mis vuelos y cabriolas por el aire, y en tanto llegose Inés junto al sillón de doña María, llamado por esta; y yo con disimulo (también aprendía) presté atención a lo que dijeron.

-Ha sido demasiado larga tu conversación con el militarcito -le dijo con desabrimiento la señora-. ¡Veinte minutos! ¡Has estado en coloquio con él veinte minutos!

-Señora madre -repuso Inés- si se empeñó en contarme sus hazañas... Yo buscaba ocasión de poner punto; pero él, dale que dale. Me refirió siete sitios, cinco batallas y no sé cuántas escaramuzas.

-¡Cómo finge, cómo miente, cómo engaña! -exclamé para mí ciego de rabia-. ¡La ahogaría!

Lord Gray se juntó después con Inés y hablaron largamente. Mi rabia, motivada por una duda cruel, era tanta, que apenas podía disimularla, hablando pestes de las Cortes ante doña María, Ostolaza y Valiente.

  —118→  

Avanzaba la hora y doña María indicó con majestuosa gravedad el fin de la tertulia. Despedime de Inés, que a hurtadillas me dijo:

-Cuidado con lo que te he encargado.

Y luego tardó en despedirse de lord Gray más de diez minutos. Por mi parte anhelaba salir para no volver más a aquella casa, y saludando a la condesa, echeme fuera, juntándose conmigo en la escalera lord Gray, que salió un poco después.

-Amigo -le dije cuando estábamos en la calle- en todas partes es usted el favorecido de las damas.

No se dignó contestarme. Iba con la cabeza inclinada, fruncido el ceño y mudo como una estatua. Repetidas veces me esforcé por hacerle hablar; pero sus labios no articularon una sílaba, y sólo en la calle Ancha, al despedirse de mí, me dijo sombríamente:

-El amigo que sorprende un secreto mío y usa de él sin mi licencia, no es mi amigo. ¿Usted me conoce?

-Un poco.

-Pues suelo reñir con los amigos.

-Antes de reñir nosotros, ¿quiere usted acabar de perfeccionarme en la esgrima?

-Con mucho gusto. Adiós.

-Adiós.



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