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Caja de música para una muchacha melancólica

José Triana





Para Tania Galindo Assaf



Pienso que el otoño es un terrón trémulo
de plumas, un cuchillo, un asta sucia,
una calle falaz o laberinto
que repinta las muecas de pavesas
y la melancolía del gramófono.

Hojas doradas, muchas flores y frutos
quebrados y consumidos serán
cuando el cernido reacio se aproxime
impregnando molicie y negligencia.

Es por eso que admito perfumes y maromas
al final de la alameda y me pongo
un traje de azafrán, viejas corbatas,
espejuelos morados y chinelas;
y al mismo tiempo payaseo, corro,
me interno entre las tiendas harinosas,
busco la exactitud de los relojes,
me siento triste a ratos, confundido
y hábil niño que rasga en los andenes
unas cuantas palabras sospechosas
y sufre el alegato del libro prohibido.

Pero no, eso no es todo. Simplemente
una parte, una minucia. En llegando
a este punto repueblo mi otra infancia,
la que invento o me llega entre jirones,
descorro la cortina, quién me llama,
quién anda por el piano, y me divierte
el instante afanoso en que vacío
los armarios y cofres de la abuela,
entresacando aretes, abalorios
y aquellas postalitas relamidas
que entonces picoteaba igual que un bobo
y dispersaba sobre las losetas
del vetusto zaguán amarillento,
pensándolas tan vivas, tan hermanas.

Y preludio la fiesta sin quererlo
o queriéndolo de una forma ambigua,
y son mis dedos los que reconstruyen
las figuras y el hilo fino lo sostengo
girando y no girando, a fuego lento.
El Oso de Jack London gesticula
pesadamente por los hoscos cuartos,
yo sé que avanza, Dios, balanceándose
y enhebrando un lenguaje que conozco,
y Betty Boo replica que no viene,
que Popeye le dijo cochinadas
mientras lavaba las estanterías,
que es tardísimo luego desplazarse,
que en otra fecha será, Dios lo quiera,
y no pretendo detener el juego,
todavía es temprano y nadie sabe
lo que puede ocurrir, lo que se muestra,
pues en la sombra asoma sus dos manos
Don Quijote. Lo atisbo, en larga marcha
combatiendo espejismos los molinos
que gigantes no eran, pesadillas
tal vez, exhalaciones, disparates,
y así, después, lo veo sollozando,
diciéndome algún texto que he olvidado;
y Betty Boo por arte de la magia
era yo, y Merlín tras el escenario
se convierte en un cisne perseguido
por el boscaje de asfódelos negros,
«ven hacia acá, muchacha», sofocado
le digo y ante mí cae un manto deslumbrante,
y es la mujer desnuda, impenetrable
en su mudez y en su sonrisa lúdica,
que me arrastra a sus viajes exaltados,
a reconocerla por el delirio
de la imaginación. Oh, ven, ven, Hermes,
no me dejes aquí, el impenitente,
extraviado el portón.

Mas qué cercanos
se vuelven los distantes días nuestros,
los que siguen viviendo turbio olvido,
entre la alegría y la débil culpa
de lo imposible y de lo renegado.
Y es que el otoño trenza sus candelas,
sus precipitados puentes, sus desvelos
o pañuelos mojados, y uno ve
tarareando en lo más hondo las señales
súbitas de lo que se hace posible
a la luz generosa del poema.

De Claro homenaje (1977)





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